El buque llegó al Pireo con dos horas de retraso, y si Joseph no se hubiera guardado en el bolsillo el billete de avión de Charlie, ésta hubiera muy bien podido dejarle plantado, sin más. Aunque, por otra parte, tampoco era muy capaz de hacer tal cosa, debido a que bajo sus enérgicas apariencias externas, Charlie padecía la maldición de tener una personalidad muy propensa a depender de los demás, lo cual difícilmente se notaba cuando se hallaba en compañía de la gente con quien solía tratar. Además, Charlie había tenido mucho tiempo para pensar, demasiado tiempo, y aun cuando ahora estaba convencida de que el espectral observador de Nottingham, York y East London o bien era otro hombre o bien era un ser inexistente, sentía todavía una inquietante voz interior que no podía acallar. Tampoco hay que olvidar que comunicar sus planes a la familia teatral no había sido tan fácil cual Joseph había supuesto. Lucy había llorado y se empeñó en darle dinero -«mis últimos quinientos dracmas, Chas, todos para ti»-, Willy y Pauly, que estaban borrachos, se habían puesto de rodillas ante Charlie, en el puerto, con un público que se podía estimar en miles de personas, y habían gritado: «¡Chas, Chas! ¿Cómo puedes hacernos esto?» Para escapar, Charlie tuvo que abrirse paso a codazos por entre una multitud de gente sonriente. Y luego recorrer una calle entera, con la correa de su bolsa de viaje, para llevar al hombro, rota, y con la guitarra inestablemente sostenida bajo el otro brazo, mientras ilógicas lágrimas de remordimiento le resbalaban por las mejillas. Quien la salvó fue nada menos que el chico hippy con el cabello del color del lino, al que había conocido en Mikonos, quien forzosamente tuvo que hacer la travesía en el mismo barco, a pesar de que Charlie no le vio. El muchacho pasaba a bordo de un taxi, recogió a Charlie, y la dejó a cincuenta yardas de su destino. El chico dijo que era sueco y que se llamaba Raoul. Su padre se encontraba en Atenas, en viaje de negocios. Raoul tenía esperanzas de encontrar a su padre y pegarle un sablazo. Charlie quedó un poco sorprendida al ver a Raoul en tal estado de lucidez, y al percatarse de que ni una sola vez hizo referencia a Jesús.
Mientras se dirigía hacia el hotel, Charlie tomó una decisión e incluso ensayó las palabras con que la expresaría: «Lo siento mucho, Joseph, pero no es el momento oportuno ni el lugar pertinente. Lo siento, Joseph, fue una gran fantasía, pero las vacaciones han terminado, y Charlie se va a esfumar, dame el billete de avión y desaparezco.»
O quizá escogiera un medio más fácil y le dijera que le habían ofrecido un contrato.
Sintiéndose muy desaliñada e impresentable con sus tejanos y sus gastados zapatos, Charlie avanzó por entre las mesillas puestas en la calle, y entró en el local. Charlie pensó que de todas maneras lo más probable era que Joseph se hubiera ido, ya que ¿quién espera dos horas para acostarse con una chica, en los presentes tiempos?, por lo que encontraría el billete de avión en conserjería del hotel, situado al lado. «Quizá esto me enseñará a no ir a la caza de vagabundos playeros procedentes de la Europa central, en Atenas», pensó. Para complicar más la situación, anoche Lucy le dio unas cuantas píldoras, las horrendas píldoras que tomaba Lucy, que tuvieron la virtud de iluminar a Charlie cual si fuera una bombilla, para después hundirla en un negro hoyo del que todavía pugnaba por salir. Charlie no usaba esas píldoras por lo general, pero el hecho de encontrarse vacilando entre dos amantes -ya que así había Charlie formulado su situación-, la hizo vulnerable al uso.
Charlie se disponía a entrar en el restaurante, cuando de él salieron violentamente dos griegos que se rieron de Charlie por llevar rota la correa de su bolsa. Charlie se dirigió hacia ellos y los insultó ferozmente, llamándolos cerdos machistas. Temblorosa, abrió la puerta con el pie y entró. El aire era fresco, el murmullo de las conversaciones era apagado, y Charlie se encontró en un restaurante suavemente iluminado, con paneles de madera en las paredes, y allí, en su particular zona de penumbra, estaba sentado San José de la Isla, artero y conocido causante de los remordimientos y desórdenes espirituales de Charlie, con un café griego junto a un codo, y un libro de bolsillo abierto ante él.
Mentalmente, mientras Joseph se acercaba a Charlie, ésta le advirtió: «No me toques; ni siquiera pienses que vas a poseer ni un solo dedo mío; estoy cansada y hambrienta, estoy presta a morder, y he renunciado a la sexualidad durante los próximos doscientos años.»
Pero Joseph se limitó a coger la guitarra y la bolsa con la correa rota. Y lo único que Joseph hizo fue darle un rápido y práctico apretón de manos, desde la otra orilla del Atlántico. En consecuencia, lo único que a Charlie se le ocurrió decir fue:
- !Llevas camisa de seda!
Si, se trataba de una camisa de seda de color de crema, con gemelos de oro del tamaño de tapones de botella. Mientras Charlie se fijaba en los restantes metales que Joseph lucía, exclamó:
- ¡Vas hecho un brazo de mar! ¡Brazalete de oro, reloj de oro! En cuanto te dejo un momento solo, encuentras a una rica protectora.
Palabras que Charlie soltó en parte histéricamente, en parte agresivamente, quizá con la instintiva finalidad de hacer que Joseph se sintiera tan incómodo por su apariencia, cual ella se sentía por la suya. Furiosamente, Charlie se preguntó: «¿Y qué esperabas que llevara? ¿Sus asquerosos calzones de monje para bañarse y su cantimplora?»
De todas maneras, Joseph prefirió pasar por alto las palabras de Charlie, a quien dijo:
- Hola, Charlie. Tu barco ha sufrido un retraso, no sabes cuánto lo siento por ti. Pero en fin, da igual, el caso es que ya estás aquí.
Este, por lo menos, era el Joseph de siempre. En él no había triunfo, no había sorpresa, solamente una grave salutación bíblica, y un movimiento de la cabeza para llamar al camarero. Joseph dijo:
- ¿Qué prefieres en primer lugar, tomar un baño o un whisky? El servicio de señoras está
allí.
Charlie dijo: -Un whisky.
Y se dejó caer sentada en la silla frontera a la de Joseph. Charlie se dio cuenta inmediatamente de que el restaurante era un buen establecimiento, uno de esos establecimientos que los griegos se reservan para sí mismos. Mientras con una mano buscaba detrás de él, Joseph dijo: -Perdón, antes de que me olvide…
Cogiéndose la cabeza con las manos y mirando fijamente a Joseph, Charlie pensó: «¿Olvidarte de qué? Vamos, Joseph, vamos. En tu vida has olvidado nada.»
Ahora Joseph sostenía en la mano un bolso de lana griego, muy colorido, que ofreció a Charlie con ostentosa falta de ceremonia, diciendo:
- Como sea que vamos a recorrer el mundo juntos, ahí tienes tu equipo de escape. Dentro encontrarás un billete de avión desde Tesalónica a Londres, todavía canjeable si es que deseas canjearlo; también tienes los medios precisos para ir de compras, para huir o, simplemente, para hacer lo que se te ocurra, si cambias de parecer. ¿Fue difícil librarte de tus amigos? Estoy seguro de que lo fue. Siempre es desagradable engañar a la gente, sobre todo a la gente a la que se quiere.
Había hablado como si supiera del derecho y del revés el tema del engaño. Como si se entregara diariamente al engaño, aunque lamentándolo mucho. Charlie echó una ojeada al bolso y dijo:
- No hay paracaídas. De todas formas, muchas gracias, Joseph. Es bonito. Y, por segunda vez, Charlie dijo: -Muchas gracias.
Pero Charlie tenía la impresión de haber dejado de creer en sus propias palabras. Pensó que quizá se debía a las píldoras de Lucy. O a la velocidad del vapor. Joseph dijo:
- ¿Qué te parece una langosta? En Mikonos dijiste que la langosta era tu plato favorito. ¿Es verdad? El chef ha guardado una para ti, y la matará en el mismo instante en que tú lo ordenes. ¿De acuerdo?
Manteniendo todavía la barbilla apoyada en la palma de la mano, Charlie se dejó llevar por su humor. Esbozó una cansada sonrisa, levantó la otra mano, formando puño y, para ordenar la muerte de la langosta, apuntó con el pulgar el suelo, en el movimiento de los césares. Charlie dijo:
- Diles que la maten con la menor violencia posible.
Luego, Charlie cogió una mano de Joseph y la oprimió con las dos suyas, pidiendo así disculpas por su triste humor. Joseph sonrió, y dejó que Charlie jugara con su mano. Era una mano bonita, con dedos delgados y ágiles, y con músculos muy fuertes. Joseph dijo: -Y el vino que te gusta, Boutaris, blanco y frío. ¿No fue esto lo que me dijiste?
«Sí -pensó Charlie, mientras contemplaba cómo la mano de Joseph efectuaba su solitario viaje de retroceso-. Esto es lo que dije. Lo dije hace diez años, cuando nos conocimos en aquella rara isla griega». Joseph dijo:
- Después te llevaré, en mi calidad de tu Mefistófeles particular, a la cumbre de una alta montaña, y te enseñare un lugar que en belleza es el segundo del mundo. ¿Estás de acuerdo? ¿Una excursión misteriosa?
Charlie tomó un sorbo de whisky y dijo: -Quiero ver el lugar más bonito del mundo. Plácidamente, Joseph contestó: -Nunca concedo primeros premios.
«¡Sacadme de aquí! -pensó Charlie-. ¡Despedid al autor del guión! ¡Dadme un nuevo papel!»
A continuación, Charlie puso en práctica un truco social, directamente copiado de Rickmansworth:
- ¿Y qué has hecho durante estos últimos días, Joseph? Además de ansiar mi llegada, como es natural.
Joseph soslayó la contestación. Contrariamente, pidió a Charlie que le hablara de sus últimos días, de su viaje y de su grupo de amigos. Joseph sonrió cuando Charlie le habló de la providencial ayuda, mediante un taxi, que le prestó el chico hippy que no mencionó a Jesús. Joseph le preguntó si había recibido noticias de Alastair, y se mostró cortésmente apenado de que no las hubiera recibido. Riendo despreocupadamente, Charlie dijo:
- Alastair nunca escribe.
Joseph le preguntó qué papel, a su juicio, habían ofrecido a Alastair en la nueva película, y Charlie contestó que a su juicio era un papel en un spaghetti western, lo que pareció muy gracioso a Joseph. Era una expresión que jamás había oído y pidió a Charlie que se la explicara. Después de beberse el whisky, Charlie comenzó a pensar en la posibilidad de que fuera atractiva para Joseph. Mientras Charlie le hablaba de Al, tuvo la impresión de que, con sus propias palabras, abría en su vida espacio para otro hombre. Charlie dijo:
- De todas maneras, albergo esperanzas de que Al tenga éxito. Lo dijo como si quisiera significar que quizá el éxito compensara a Al de otros disgustos.
Pero incluso mientras Charlie efectuaba estos avances hacia Joseph, volvió a sentirse atormentada por su sensación de actuar mal. Era una sensación que a veces experimentaba en plena actuación teatral, cuando una escena no se desarrollaba debidamente: los acontecimientos se sucedían por separado, aisladamente, y en una sucesión fría. La línea de los parlamentos era muy delgada, muy recta. Charlie pensó: «Es cuestión de tiempo.» Metió la mano en su bolsa de viaje, y de ella extrajo una cajita de madera de olivo que entregó a Joseph, por encima de la mesa. Joseph la cogió porque se la ofrecían, pero, en el primer instante, no la consideró un regalo. Divertida, Charlie advirtió una momentánea ansiedad, incluso suspicacia, en el rostro de Joseph, cual si un factor imprevisto amenazara con transformar sus planes. Charlie le dijo:
- Tu obligación es abrir la caja.
Para divertir a Charlie, Joseph se llevó la cajita al oído, y la sacudió levemente. Dijo:
- ¿Qué es? ¿Pido que traigan un cubo de agua?
Joseph emitió un suspiro, como si temiera lo peor, levantó la tapa de la caja y contempló los arrugados papeles de seda que había dentro. Dijo:
- Charlie, ¿qué es esto? Estoy totalmente desorientado. Insisto en que lo devuelvas inmediatamente al lugar en que lo has encontrado.
- ¡Vamos, adelante, hombre! Deshaz uno de los paquetitos.
Joseph levantó una mano, y Charlie contempló cómo la mano quedaba quieta, en alto, como si estuviera sobre su propio cuerpo, y cómo luego descendía sobre uno de los paquetitos, que contenía la concha de color rosado que Charlie había encontrado en la playa, el día en que Joseph se fue. Joseph, solemnemente, dejó la concha sobre la mesa, y extrajo el segundo obsequio, que era una estatuilla de un caballo griego, hecha en Taiwan, comprada en una tienda de souvenirs, que llevaba la palabra Joseph, pintada por la propia Charlie en la grupa. Sosteniéndolo con las dos manos, Joseph le dio vueltas y más vueltas, estudiándolo. Charlie dijo:
- El caballo es macho.
Pero estas palabras no sirvieron para borrar la expresión preocupada del rostro de Joseph. Charlie extrajo una fotografía en color, enmarcada, tomada con la polaroid de Robert, en la que se veía a la propia Charlie de espaldas, ataviada con un caftán y tocada con un sombrero de paja. Charlie dijo:
- Y ésta soy yo, haciendo pucheros. Estaba furiosa y me negué a posar. Pensé que te gustaría.
La forma en que Joseph expresó su gratitud tuvo una meditativa reticencia que dejó helada a Charlie. Joseph pareció decir: «Muchas gracias, pero no; gracias, pero en otra ocasión será; ni Pauly, ni Lucy, ni tampoco tú». Charlie dudó, pero por fin se lo dijo, se lo dijo suave, dulce y directamente:
- Joseph, no estamos obligados a seguir adelante. Todavía puedo tomar el avión. No quiero que tú…
- ¿Que yo qué?
- No quiero que te empeñes en cumplir una promesa precipitada. Esto es todo.
- No fue precipitada. Te lo dije con toda seriedad.
Ahora le había llegado el turno a Joseph. Sacó un montón de folletos de viaje. Sin que Joseph la invitara a ello, Charlie se levantó y fue a sentarse a su lado, poniendo el brazo izquierdo despreocupadamente sobre el hombro de Joseph, de modo que podían estudiar conjuntamente los folletos. El hombro de Joseph era duro como una piedra, y tan íntimo como pueda serlo una piedra, pero, a pesar de todo, Charlie dejó su brazo allí. Delfos, Joseph, maravilloso, súper. El cabello de Charlie rozaba la mejilla de Joseph. Pensando en Joseph, Charlie se había lavado el cabello anoche. Olimpia: formidable. Meteora: es la primera vez que oigo hablar de este sitio. Las frentes se rozaban. Tesalónica: ¡sopla! Los hoteles en que se alojarían, todo estaba previsto y contratado. Charlie le dio un beso en un pómulo, junto al ojo, como un pequeño picotazo a un blanco móvil. Joseph sonrió y oprimió la mano de Charlie, con el afecto propio de un tío, de modo que Charlie casi dejó de preguntarse qué era lo que aquel hombre tenía, o ella misma tenía, que le concedía el derecho a apoderarse de ella, sin siquiera un poco de lucha, sin siquiera una rendición. O de dónde procedía aquel reconocimiento -e ¡Hola, Charlie, mucho gusto!»- que había transformado su primer encuentro en una reunión de viejos amigos, y la actual reunión en una conferencia para organizar su luna de miel.
Charlie pensó: «Más vale que te olvides de este asunto.» Y, siquiera sin meditar sus palabras, preguntó:
- ¿Nunca has llevado un blazer rojo? ¿De color de vino tinto, con botones de latón, y el corte un poco dentro del estilo de moda en los años veinte?
Joseph levantó lentamente la cabeza, se volvió y su mirada se encontró con la de Charlie, a quien dijo:
- ¿Lo dices en serio o en broma?
- Totalmente en serio.
- ¿Un blazer rojo? ¿Y a santo de qué voy a llevar esto? ¿Es que quieres que vaya a trabajar en un circo?
- No. Es que te sentaría bien. Esto es todo.
Joseph todavía esperaba que Charlie contestara sus preguntas. Charlie, comenzando a encontrar la manera de salir de la situación en que se había metido, dijo:
- Es que, a veces, veo a la gente a mi manera. La veo desde un punto de vista teatral, en mi imaginación. No conoces a actrices, ¿verdad? Maquillo a la gente, le pongo barbas, la cambio de mil maneras. Quedarías pasmado si lo supieras. También la visto. Le pongo pantalones de golf, uniformes. Todo en mi imaginación. Es una costumbre.
- ¿Quieres decir con esto que quieres que me deje la barba?
- Cuando lo quiera te lo diré.
Joseph sonrió y Charlie le devolvió la sonrisa -fue otro encuentro con las candilejas en medio-, la mirada de Joseph dejó libre a Charlie, y ésta se fue al servicio de señoras, y allí, rabiosa, contempló su propia cara en el espejo, mientras intentaba descifrar la manera de ser de Joseph. Pensó: «No es de extrañar que tenga cicatrices de balas; fueron mujeres quienes le pegaron los tiros.»
Ya habían comido, habían hablado con la cortesía propia de recién conocidos, y Joseph había pagado la cuenta sacando el dinero de un billetero de piel de cocodrilo que seguramente costó la mitad de la deuda nacional del país al que Joseph perteneciera, fuera cual fuese.
Mientras contemplaba cómo Joseph doblaba el recibo y se lo guardaba, Charlie le preguntó:
- ¿Es que vas a incluirme en tu lista de gastos?
Joseph no contestó la pregunta debido a que, de repente, a Dios gracias, su reconocido talento de director administrativo se había hecho cargo de la situación, y resultaba que tenían mucha prisa. Mientras ordenaba a Charlie que corriese, a lo largo de un pasillo estrecho procedente de la cocina, Joseph, cargado con el equipaje de Charlie, le dijo:
- Por favor, busca un Opel verde, con los guardabarros abollados, y con un chófer de diez años de edad.
Charlie repuso:
- De acuerdo.
El coche en cuestión esperaba en la puerta lateral y, realmente, tal como Joseph había prometido, tenía los guardabarros abollados. Con presteza, el chófer se hizo cargo del equipaje de Charlie y lo puso en el portamaletas. Este chófer era un hombre pecoso, rubio, de aspecto saludable, con una amplia sonrisa que mostraba unos grandes dientes, y, sí, ciertamente, aparentaba, si no diez años, quince a lo sumo. Mientras abría la puerta trasera para que Charlie entrara en el automóvil, Joseph dijo:
- Charlie, te presento a Dimitri. Su madre le ha dado permiso para regresar tarde esta noche. Dimitri, haz el favor de llevarnos al sitio que, en belleza, es el segundo del mundo.
Joseph se sentó al lado de Charlie. El automóvil se puso en marcha inmediatamente, al mismo tiempo que Joseph comenzaba su monólogo en burlona imitación de los guías de turismo:
- Charlie, aquí vemos el hogar de la moderna democracia griega, que es la plaza de la Constitución, en la que puedes ver cuántos son los demócratas que gozan de su libertad al aire libre en los restaurantes. A la izquierda puedes ver el Olimpeón y la puerta de Adriano. Sin embargo, debo advertirte, antes de que te formes falsas ideas, que este Adriano no es el mismo que construyó la célebre muralla. El Adriano de Atenas tenía más fantasía, ¿no crees?, era más artista.
Charlie dijo:
- Si, mucho más.
Irritada, Charlie se dijo, en su fuero interno: «¡Despierta, Charlie, despierta! Sal de este marasmo en que te encuentras. Es un viaje gratis, con un hombre nuevo y encantador, estás en la antigua Grecia, y a esto se le llama diversión.» Ahora, el automóvil circulaba más despacio. Charlie divisó ruinas a su derecha, pero los altos autobuses las ocultaron una vez más. Tomaron una curva, ascendieron despacio por una cuesta adoquinada, y se detuvieron. Joseph saltó del coche y abrió la puerta correspondiente a Charlie, para que ésta bajara. Joseph le cogió la mano, y la condujo de prisa, casi con aires de conspirador, hasta una estrecha escalera de piedra, bordeada de altos árboles. En un teatral murmullo, Joseph le dijo:
- Hablaremos sólo en susurros, en la más compleja clave. Charlie le contestó con palabras tan carentes de significado como las de Joseph.
Joseph parecía llevar en la mano una carga de electricidad. El contacto con la mano de Joseph hacía arder los dedos de Charlie. Avanzaban por un sendero en un bosque, en ocasiones pavimentado con piedras y en otras ocasiones de tierra, aunque siempre ascendente. La luna había desaparecido y estaba muy oscuro, pero Joseph iba delante, de prisa y sin la menor duda, como si hubiera luz del día. En una ocasión pasaron junto a una escalera con peldaños de piedra, en otra ocasión cruzaron un sendero más ancho, pero los caminos fáciles no parecían haber sido hechos para Joseph. Ya no había árboles, y Charlie vio a su derecha las luces de la ciudad, muy hacia abajo. A la izquierda, y en lo alto, vio una especie de picacho recortado en negro contra el cielo anaranjado.
Charlie oyó pasos y risas a su espalda, pero se trataba sólo de un par de críos jugando.
Sin reducir la velocidad de su paso, Joseph preguntó:
- ¿No te molesta la caminata?
- Enormemente.
Joseph se detuvo y dijo:
- ¿Quieres que te lleve en brazos?
- Desgraciadamente tengo un esguince en la espalda. Oprimiendo con más fuerza la mano de Joseph, Charlie dijo:
- Ya lo vi.
Charlie volvió a dirigir la vista a la derecha y vio algo que le pareció las ruinas de un antiguo molino inglés, con una ventana arqueada inmediatamente encima de otra ventana arqueada, y la ciudad iluminada a su espalda. Miró hacia la izquierda y advirtió que el picacho se había convertido en la negra silueta rectangular de un edificio, con algo que parecía una chimenea sobresaliendo en uno de sus extremos. Luego, volvió a haber árboles, con el ensordecedor canto de las cigarras, y un olor a pino tan fuerte que picaba en los ojos a Charlie.
Tirando de Joseph para que se detuviera, por lo menos durante unos instantes, Charlie murmuró:
- Es una trampa, ¿verdad? Sexualidad en la colina. ¿Cómo has sabido adivinar mis secretos deseos?
Pero Joseph ya volvía a avanzar vigorosamente, precediendo a Charlie. Charlie estaba jadeante, pero podía seguir adelante durante un día entero, cuando se lo proponía. Otra era la causa de su falta de aliento. Penetraron en un ancho sendero de piedras. Ante ellos, dos figuras grises vestidas de uniforme hacían guardia junto a una pequeña cabaña de piedra en la que brillaba una luz dentro de una jaula de alambre. Joseph se acercó a los dos hombres uniformados, y Charlie oyó el saludo en murmullos. La cabaña se levantaba entre dos puertas de hierro, en forma de reja. Detrás de una de ellas se volvía a ver la ciudad que ahora no era más que un distante resplandor de luces apretujadas. Pero detrás de la otra puerta no había más que una oscuridad total, y aquella oscuridad era el lugar al que iban a penetrar, ya que Charlie oyó el sonido de llaves entrechocando, y el gemido del hierro al girar la puerta sobre sus goznes. Durante un instante, Charlie se sintió dominada por el miedo. «¿Qué estoy haciendo aquí? ¿En dónde estoy? ¡Sal corriendo, muchacha, sal corriendo!» Aquellos hombres eran policías o funcionarios, y, por su servil comportamiento, Charlie pensó que Joseph seguramente los había sobornado. Todos miraron sus relojes, y Charlie, una vez más, recordó el maltratado cronómetro de Joseph y lo comparó con el nuevo reloj de oro que ahora llevaba, con su brazalete de oro, con su elegante camisa de color de crema, y con sus gemelos. Joseph le indicaba con la mano que avanzara. Charlie miró hacia atrás y vio a dos muchachas en pie, más abajo, en el sendero de piedra, mirando hacia arriba. Joseph la llamaba. Charlie se dirigió hacia la puerta abierta. Sintió que los policías la desnudaban con la mirada, y se le ocurrió que Joseph todavía no la había mirado de esta manera. No, Joseph aún no le había dado rudas muestras de que la deseara. En su incertidumbre, Charlie deseaba ardientemente que se las diera.
La puerta se cerró a sus espaldas. Había unos peldaños, y después de los peldaños un sendero de resbaladiza piedra. Oyó que Joseph le recomendaba que anduviera con cuidado. Charlie, de buena gana, hubiera pasado el brazo por la cintura de Joseph, pero éste la colocó delante de él, diciéndole que no quería que su propio cuerpo le impidiera ver el panorama. «Se trata de un panorama», se dijo Charlie. El panorama que, en belleza, es el segundo del mundo. Aquella piedra seguramente era mármol, por cuanto resplandecía incluso en la noche, y las suelas de cuero resbalaban peligrosamente. En una ocasión poco faltó para que Charlie se cayera, pero la mano de Joseph la cogió con una rapidez y con una fuerza que, comparadas con las de Al, dejaban a éste convertido en un mequetrefe. En otra ocasión, Charlie oprimió el brazo de Joseph contra su costado, de modo que tocara su pecho izquierdo. Mentalmente, Charlie le dijo con desesperación: «Toca. Es mío, el primero de dos, el izquierdo es un poco más erógeno que el derecho. Pero ¿a quién importa?» El sendero avanzaba en zigzag, la oscuridad menguaba y daba calor a Charlie, como si aún retuviera el sol del día. Abajo, por entre los árboles, la ciudad estaba lejana, como un planeta que se fuera. En lo alto, Charlie sólo podía percibir la mellada negrura de torres y estructuras. El murmullo del tránsito había cesado, dejando la noche a las cigarras.
- Camina despacio, por favor.
A juzgar por el tono de Joseph, Charlie pensó que fuera lo que fuere aquello que los esperaba, no podía estar lejos. El sendero volvió a avanzar en zigzag, y se encontraron ante una escalera de madera. Peldaños, un descansillo, más peldaños. En aquel punto, Joseph caminaba a pasos leves, y Charlie le imitó, de tal manera que, una vez más, quedaron unidos por la cautela. El uno al lado del otro, pasaron por una gran entrada cuya grandiosidad obligó a Charlie a levantar la vista. Al hacerlo vio una roja media luna deslizándose entre las estrellas, lejana, para situarse entre las columnas del Partenón.
Charlie musitó:
- ¡Dios…!
Se sintió muy poca cosa, y, por un momento, solitaria. Avanzó despacio, como una persona que se dirige hacia un espejismo, esperando que se disuelva en la nada, pero aquello no se disolvió. Anduvo a lo largo de la ruina, en busca de un lugar por el que penetrar en ella, pero en la primera escalera que encontró había un cartelito que decía: «Prohibida la subida.» De repente, Charlie se echó a correr, sin saber la razón de ello. Corría hacia los cielos, por entre las peñas, en busca del negro límite de aquella ciudad extraterrenal, dándose cuenta sólo a medias de qua Joseph, con su camisa de seda, trotaba fácilmente a su lado. Charlie reía y hablaba al mismo tiempo, decía las cosas que según le habían informado, solía decir en cama, decía cuanto le acudía a las mientes. Tenia la sensación de que podía escapar de su propio cuerpo y correr hacia el cielo, sin caerse. Poco a poco, la velocidad de Charlie menguó, y acabó avanzando al paso, hasta llegar al parapeto sobre el que se apoyó brusca y desmadejadamente, mirando, abajo, la iluminada isla, rodeada por los negros océanos de la llanura ática. Miró hacia atrás y vio a Joseph contemplándola a pocos pasos.
Por fin, Charlie dijo:
- Gracias.
Poniéndose ante él, le cogió la cabeza con ambas manos, y le besó en los labios, le dio un beso de cinco años, primero sin la lengua, luego con la lengua, inclinando la cabeza hacia este lado y hacia aquél, e inspeccionando su cara de vez en cuando, como si quisiera medir los resultados de su propio trabajo. Y en esta ocasión, estuvieron juntos el tiempo suficiente para que Charlie saliera de dudas: sí, en absoluto, funciona bien.
Charlie repitió:
- Gracias, Joseph.
Pero estas palabras sólo sirvieron para que Joseph se retirara. Su cabeza se hurtó a las manos de Charlie, sus manos deshicieron el abrazo de la muchacha y volvieron a sus costados. De una forma pasmosa, Joseph la había dejado sin nada.
Confusa y casi irritada, Charlie miró la cara de centinela de Joseph iluminada por la luz de la luna. Tiempo hubo en que Charlie los había conocido a todos, a su parecer. Había conocido a los vergonzantes homosexuales que alardeaban de virilidad hasta que no podían resistir el llanto. A los homosexuales que, siendo viejas vírgenes, imaginaban que estaban afectos de impotencia. A los presuntos donjuanes y fingidos sementales que emprendían la retirada, en el último instante, llevados por un arrebato de timidez o de conciencia moral. Y Charlie siempre tuvo, por norma general, la honrada ternura de comportarse como una madre o una hermana o lo que fuera, y formar un vínculo con ellos. Pero en Joseph percibía, mientras contemplaba sus ojos cubiertos por las sombras, una renuencia con la que jamás se había topado. Y no consistía en que en él no hubiera deseo, o que careciera de la capacidad precisa. Charlie tenía la experiencia suficiente para no equivocarse al valorar la tensión y la confianza del abrazo de Joseph. Al contrario, parecía que Joseph persiguiera una finalidad que se encontraba más allá de Charlie, lo cual intentaba comunicarle por el medio de contenerse.
Charlie dijo:
- ¿Quieres que te dé las gracias otra vez?
Durante unos instantes, Joseph siguió mirándola en silencio. Luego levantó la mano y miró la esfera de su reloj de oro a la luz de la luna.
- En realidad pienso que nos queda muy poco tiempo, y que me gustaría mostrarte algunos de los templos que hay aquí. ¿Permites que te aburra?
En el extraordinario abismo que se había abierto entre los dos, Joseph daba por supuesto que Charlie le ayudaría a cumplir su voto de abstinencia.
Charlie puso un brazo bajo el de Joseph, y mirándole como si fuera una pieza recién cobrada, dijo:
- Lo quiero todo. Quiero saber quién lo construyó, cuánto costó, a quién rendían culto aquí; si el culto les daba buenos resultados o malos, todo. Puedes aburrirme hasta que la muerte nos separe.
Ni por asomo se le ocurrió a Charlie que Joseph no supiera contestarle. Y Charlie no se equivocó. Joseph la instruyó, y Charlie escuchó. Joseph anduvo despacio y tranquilo de un templo a otro. Y Charlie iba a su lado, cogida de su brazo, pensando: «Seré tu hermana, tu discípula, seré lo que quieras; si te hago triunfar, diré que tú has triunfado; si te hundes, diré que he sido yo quien te ha hundido, y conseguiré que confíes, aunque en ello me vaya la vida.»
Joseph dijo gravemente:
- No, Charlie, Propilae no era una diosa, sino la entrada a un templo. La palabra procede de propilon, y los griegos emplearon el plural para honrar mayormente al templo.
- ¿Y has aprendido todo esto con la sola idea de explicármelo, Joseph?
- Naturalmente. Pensando sólo en ti. ¿Por qué no?
- Hubiera podido hacerlo sola. Tengo un cerebro como una esponja. Quedarías pasmado. Me hubiera bastado con echar una ojeada a un libro para sabérmelo todo, y convertirme en tu especialista.
Joseph se detuvo, y Charlie hizo lo mismo. Joseph dijo: -En este caso, repite lo que he dicho.
Al principio Charlie no pudo creerle, y pensó que Joseph bromeaba. Luego, cogiendo por los brazos a Joseph, le dio bruscamente media vuelta, y le obligó a desandar lo caminado, mientras le repetía cuanto le había dicho.
Habían llegado al final del trayecto. Charlie preguntó:
- ¿Satisfecho? ¿Me he ganado el segundo premio?
Charlie esperó a que transcurriera el ya famoso silencio que Joseph observaba antes de hablar. Por fin, Joseph habló:
- No es el trono de Agripa, sino el monumento de Agripa. Con la salvedad de este pequeño error, creo que tu recitado ha sido perfecto. Mi felicitación.
En el mismo instante, Charlie oyó, abajo, la bocina de un automóvil, tres medidos bocinazos, y supo que se trataba de un aviso dirigido a Joseph, ya que éste levantó la cabeza y prestó atención al sonido, como un animal olisqueando el viento, antes de volver a mirar el reloj. Charlie pensó que el profesor se había convertido en niñera. Había llegado el momento de que los niños buenos se metieran en la cama y se contaran los acontecimientos del día.
Habían ya comenzado a bajar por la falda de la colina, cuando Joseph se detuvo para contemplar el melancólico teatro de Dionisos, como un cuenco vacío iluminado por la luna, y el resplandor de lejanas luces. «Es una última mirada», pensó Charlie, pasmada, mientras contemplaba la inmóvil silueta negra de Joseph, recortada contra las luces de la ciudad.
Joseph observó:
- He leído, no sé dónde, que ninguna representación dramática puede ser una manifestación privada. Las novelas y las poesías, sí, pueden serlo. Pero la representación dramática, no. La representación dramática debe tener una aplicación a la realidad, ha de ser útil. ¿Crees que es verdad?
Riendo, Charlie replicó:
- ¿En el Instituto Femenino de Burton-on-Trent? ¿Interpretando el papel de Helena de Troya en la sesión de tarde dedicada a las jubiladas?
- He hablado en serio. Quiero saber tu opinión.
- ¿Acerca del teatro?
- Acerca de su utilidad.
Charlie quedó desconcertada ante el interés que Joseph mostraba. Parecía que Joseph esperase mucho, demasiado quizá, de la respuesta que ella diera. Torpemente, Charlie repuso:
- Pues sí, estoy de acuerdo. El teatro debiera ser útil. Debiera inducir a la gente a compartir y a sentir. Debiera despertar la sensibilidad de la gente.
- En consecuencia, ¿debiera ser realista? ¿Estás segura?
- Estoy segura de que estoy segura.
Como si, siendo así las cosas, Charlie no tuviera derecho a acusarle de nada, Joseph dijo:
- Pues eso.
Alegremente, Charlie repitió:
- Pues eso.
Charlie decidió: «Estamos locos. Somos un par de dementes merecedores de un certificado médico.» El policía los saludó cuando pasaron junto a él, camino de vuelta a la tierra.
Al principio, Charlie pensó que Joseph le gastaba una broma de mal gusto. Con la salvedad del Mercedes, la carretera estaba desierta, y el Mercedes destacaba en su soledad. En un banco, algo más allá, había una pareja besándose. Y nadie más había. El color del automóvil era oscuro, aunque no negro. Se encontraba junto a la zona cubierta de césped, y la placa delantera de la matrícula apenas se distinguía. A Charlie le habían gustado siempre los Mercedes, y por la solidez de éste podía advertir que había sido construido por encargo, así como también pudo advertir, gracias a sus antenas y accesorios, que era el juguete favorito de su propietario. Joseph la había cogido del brazo, y hasta que no se encontraron a la altura de la puerta del automóvil correspondiente al conductor, Charlie no se dio cuenta de que Joseph se disponía a abrirla. Vio cómo Joseph metía la llave en la cerradura, y que los botones de las cuatro puertas se ponían simultáneamente en la posición de cerradura abierta. A continuación, Joseph la llevó hacia la puerta correspondiente al asiento contiguo al del conductor, mientras Charlie se preguntaba qué diablos estaba pasando.
Con un despreocupado acento que hizo entrar inmediatamente a Charlie en sospechas, Joseph dijo:
- ¿No te gusta? ¿Quieres que encargue otro? Pensaba que tenías una debilidad por los buenos automóviles.
- ¿Lo has alquilado?
- No. Nos lo han prestado para nuestro viaje.
Joseph mantenía la puerta abierta. Charlie entró y preguntó:-¿Quién te lo ha prestado?
- Un buen amigo.
- ¿Cómo se llama?
- Charlie, por favor, no seas ridícula. Se llama Herbert. Karl Herbert. ¿Qué importa el nombre? ¿O es que prefieres las igualitarias incomodidades de un Fiat griego?
- ¿Dónde está mi equipaje?
- En el portamaletas. Dimitri lo ha guardado ahí, siguiendo mis instrucciones. ¿Quieres comprobarlo por ti misma, para quedarte tranquila?
- No quiero viajar en este coche.
A pesar de ello, Charlie siguió sentada, y, al instante siguiente, Joseph estaba sentado ante el volante, poniendo el motor en marcha. Joseph se había puesto guantes. Guantes negros, para conducir, con orificios de ventilación. Seguramente los había llevado en el bolsillo y se los había puesto al entrar en el automóvil. El oro alrededor de sus muñecas destacaba en contraste con los negros guantes. Conducía de prisa y hábilmente. Esto tampoco gustó a Charlie. No era ésta la manera en que se conducen los automóviles de los amigos. La puerta al lado de Charlie estaba cerrada con llave. Joseph había cerrado con llave las cuatro puertas, mediante el mecanismo automático. Había puesto en marcha la radio, que difundía melancólica música griega.
Charlie preguntó:
- ¿Qué debo hacer para abrir esa maldita ventanilla?
Joseph oprimió un botón, y Charlie sintió el cálido aire nocturno que le traía aroma a resina. Pero Joseph sólo había bajado el cristal cosa de un par de pulgadas. En voz muy alta, Charlie preguntó:
- Lo haces a menudo, ¿verdad? ¿Es una de tus aficiones? Me refiero a eso de llevar a señoras de viaje, con rumbo desconocido, a dos veces la velocidad del sonido.
Joseph no contestó. Con fijeza miraba al frente. ¿Quién es este hombre? ¿Quién es, ¡oh santo Dios!, como diría su maldita madre? La luz inundó el interior del automóvil. Charlie volvió la cabeza y vio un par de faros, a unas cien yardas detrás de ellos, manteniéndose a esa distancia. Charlie preguntó:
- ¿Amigos o enemigos?
La muchacha se estaba acomodando de nuevo en el asiento cuando cayó en la cuenta de otra cosa que su vista había percibido. Se trataba de un blazer rojo, que reposaba en el asiento trasero, con unos botones de latón iguales que los botones de latón de Nottingham y de York. Y, además, Charlie hubiera apostado cualquier Losa a que el corte de la chaqueta en cuestión tenía cierto aire propio de los años veinte.
Pidió un cigarrillo a Joseph. Este, sin volver la cabeza, dijo: -¿Por qué no miras en la guantera?
Charlie abrió la guantera y vio un paquete de Marlboro. Al lado había un pañuelo de cuello, de seda, y un par de caras gafas de sol polaroides. Cogió el pañuelo y lo olisqueó. Olía a colonia para hombre. Cogió un cigarrillo. Con la mano enguantada, Joseph le pasó el incandescente encendedor que extrajo del salpicadero. Charlie dijo:
- Tu amigo es hombre que viste de una forma muy llamativa, ¿verdad?
- Ciertamente. Es verdad. ¿Por qué lo dices?
- ¿Este blazer rojo que hay detrás es suyo o tuyo?
Joseph, como si estas palabras le hubieran impresionado, dirigió una rápida mirada a Charlie y, acto seguido, devolvió la vista a la carretera. Con calma, mientras aumentaba la velocidad del automóvil, Joseph repuso:
- Digamos que es suyo, pero que me lo ha prestado.
- ¿Y también le has pedido prestadas las gafas de sol? Pues yo diría que las necesitabas, estando sentado tan cerca de las candilejas que casi te confundías con los actores. Y te llamas Richthoven, ¿no es eso?
- Exactamente.
- Peter es tu nombre de pila, pero prefieres que te llamen Joseph. Vives en Viena, donde comercias un poco y estudias un poco.
Charlie hizo una pausa. Joseph nada dijo. Y Charlie insistió:
- Y tienes un apartado de correos, para hacer tus negocios, que es el apartado siete seis dos, de la oficina principal de correos, ¿verdad?
Charlie vio que Joseph efectuaba un lento movimiento afirmativo con la cabeza, como si de esta manera reconociera la buena memoria de la muchacha. La aguja cuentakilómetros había subido a ciento treinta kilómetros. Animándose, Charlie prosiguió:
- Nacionalidad no declarada. Eres un sensible individuo de razas cruzadas. Tienes tres hijos y dos esposas. Todos en un apartado de correos.
- No tengo esposas ni hijos.
- ¿Nunca has tenido? ¿0 careces de ellos en estos precisos instantes?
- Carezco en los precisos instantes.
- No creas que me importe, Joseph. En realidad, me gustaría que las tuvieras. Me gustaría que hubiera cualquier cosa capaz de definirte, en estos instantes. Cualquier cosa. Las chicas somos así, entrometidas.
Charlie se dio cuenta de que aún conservaba el pañuelo de seda entre las manos. Lo arrojó a la guantera, y cerró el compartimiento violentamente. La carretera era recta, pero muy angosta, y la aguja había alcanzado los ciento cuarenta kilómetros por hora. Charlie sintió cómo se le formaba en su interior una sensación de terror que atacaba su calma artificial. Charlie dijo:
- ¿Te molestaría mucho decirme algo agradable? ¿Algo que me tranquilizara un poco?
- Lo único agradable que puedo decirte es que te he mentido lo menos posible, y que dentro de muy poco comprenderás las muchas razones por cuyos méritos estás con nosotros.
Rápida y secamente, Charlie preguntó:
- ¿Con nosotros?
Hasta aquel momento, Joseph había sido un hombre solitario. A Charlie no le gustó ni pizca el cambio. Avanzaban hacia una carretera principal, pero Joseph no había reducido velocidad. Vio los faros de dos automóviles avanzando hacia ellos, y contuvo el aliento, mientras Joseph oprimió el embrague y el freno al mismo tiempo, y detenía el Mercedes, dando paso a los dos automóviles, haciéndolo con la rapidez precisa para permitir que el coche que los seguía hiciera lo mismo.
De repente, Charlie se acordó de las cicatrices de Joseph y le preguntó:
- ¿No se tratará de tráfico de armas? ¿No andarás metido en alguna guerrita, para pasar el rato? Ocurre que no me gustan los estampidos. Tengo los oídos muy delicados.
La forzada frivolidad de su tono había dado a la voz de Charlie un sonido que era extraño a los oídos de la muchacha. Oyó a Joseph:
- No, Charlie, no es tráfico de armas.
- «No, Charlie, no es tráfico de armas.» ¿Trata de blancas quizá?
- No, tampoco es trata de blancas.
Charlie también repitió estas palabras y añadió:
- En este caso, sólo quedan las drogas. Sí, porque en algo traficas, ¿no es verdad? Ahora bien, las drogas tampoco me gustan. Long Al me obliga a llevar su hachís cuando pasamos las aduanas, y paso tantos nervios que estoy enferma durante varios días.
Tampoco obtuvo contestación. Charlie volvió a hablar:
- ¿Se trata de algo más alto y noble, de algo que se encuentra en un plano absolutamente diferente?
Alargó la mano, cerró la radio y dijo:
- Oye: ¿por qué no paras el coche aquí mismo? No hace falta que me lleves a sitio alguno. Y, si quieres, puedes volver a Mikonos y buscar a alguna que me sustituya.
- ¿Y dejarte ahí, en pleno descampado? No seas absurda. Charlie chilló:
- iAhora mismo! ¡Para este maldito automóvil!
Se acababan de saltar unas señales de tránsito, y habían efectuado un giro a la izquierda, tan violento que el cinturón de seguridad se clavó en el cuerpo de Charlie, cortándole la respiración. Charlie quiso coger el volante, pero Joseph levantó el antebrazo a tiempo para impedírselo. Joseph efectuó un segundo giro a la izquierda, y, por un portalón blanco, penetró en un sendero privado, bordeado de azaleas e hibiscos. El sendero presentaba una curva que el automóvil recorrió volando, y acto seguido se detuvo en una extensión de grava bordeada de piedras pintadas de blanco. El segundo automóvil se detuvo detrás, bloqueando el camino de salida. Charlie oyó pasos en la grava. Vio una vieja villa de recreo, cubierta de flores rojas. A la luz de los faros, las flores parecían manchas de sangre fresca. En el porche lucía una pálida luz. Joseph paró el motor y se metió en el bolsillo la llave del encendido. In
clinándose hacia Charlie, abrió la puerta correspondiente a ésta, con lo cual al olfato de Charlie Llegó el rancio aroma de las hortensias, y a sus oídos el familiar canto de las cigarras. Joseph se apeó, pero Charlie siguió dentro del automóvil. No soplaba la brisa, no se tenía sensación de aire fresco, sólo se oía el rumor de ligeros pasos de gente joven congregándose alrededor del automóvil. Se trataba de Dimitri, el chófer de diez años, con su sonrisa de dientes salidos. De Raoul, el muchacho con el cabello del color del lino, devoto de Jesús, y con un rico papá sueco. De dos muchachas, con pantalones tejanos, aquellas mismas muchachas que les habían seguido durante su ascenso a la Acrópolis, y que también eran las mismas - ahora, bajo una mejor luz, Charlie se dio cuenta de ello- que había visto vagando por las calles de Mikonos, una o dos veces, cuando iba de escaparates. Al oír el sordo ruido producido por alguien al descargar equipaje del portamaletas, Charlie salió furiosa, mediante un salto, del interior del automóvil, gritando:
- ¡Mi guitarra! ¡Dejad inmediatamente mi guitarra!
Pero Raoul ya tenía la guitarra bajo el brazo, en tanto que Dimitri se había hecho cargo de la bolsa de viaje. Charlie se disponía a abalanzarse sobre los dos chicos, cuando las dos muchachas la cogieron por codo y muñeca y la obligaron a dirigirse hacia el porche. Charlie chilló:
- ¿Dónde está Joseph, ese hijo de mala madre?
Pero Joseph, el hijo de mala madre, cumplida su misión, ya se encontraba a mitad de los peldaños que conducían a la casa, y no volvió la vista atrás, como si estuviera escapando de un accidente. Al alejarse del automóvil, Charlie vio, a la luz que brillaba en el porche, la placa trasera de la matrícula. No era una matrícula griega. Era árabe, con ringorrangos a lo Hollywood alrededor del número, y una placa de plástico con las letras «CD», Corps Diplomatic, en la tapa del portamaletas, junto al emblema de la Mercedes Benz.