18


El hombre joven y ágil que visitó la embajada de Israel en Londres llevaba una larga chaqueta de cuero, gafas anticuadas, y dijo llamarse Meadows. El automóvil era un impecable Rover verde, con motor trucado. Kurtz se sentaba en la parte delantera con el fin de no dejar solo a Meadows. Litvak estaba ceñudo en la parte trasera. Los modales de Kurtz eran deferentes y un tanto torpes, cual siempre le ocurría cuando se encontraba en presencia de superiores coloniales.

Negligentemente, Meadows preguntó:

- Acaba usted de llegar en avión, ¿verdad, señor?

Kurtz, quien ya llevaba una semana en Londres, contestó:

- Ayer, como de costumbre.

- Lástima que no nos lo hiciera saber de antemano, señor. El comandante hubiera hecho lo preciso para facilitarle los trámites en el aeropuerto.

Kurtz protestó:

- Bueno, la verdad es que tampoco teníamos tanto que declarar, señor Meadows.

Y los dos se rieron debido a que las relaciones de enlace eran excelentes. Desde el asiento trasero Litvak también rió, aunque sin convicción.

A buena velocidad fueron a Aylesbury, y luego, sin apenas disminuir la velocidad, avanzaron por estrechas carreteras. Llegaron a un arco de piedra caliza. Un cartel en rojo y azul decía, «N.° 3 TLSU», y detrás había una valla blanca que les impedía el paso. Meadows dejó solos a Kurtz y a Litvak, y anduvo hasta el arco. No pasaban automóviles, no se oía el sonido de distantes tractores. Desde las ventanas, tenebrosos ojos vigilaban. Parecía que poca vida hubiera alrededor.

En hebreo, mientras esperaban, Kurtz dijo: -Bonito lugar.

Por si acaso había un micrófono oculto, Litvak se mostró de acuerdo: -Si, bonito, y, además, gente amable y buena. Kurtz dijo:

- De primera clase especial. Sin duda alguna, lo mejorcito que hay en el oficio.

Meadows regresó, la barrera blanca se levantó, y durante un tiempo sorprendentemente largo viajaron por el incómodo parque de la Inglaterra paramilitar. Pero en lugar de caballos de pura raza pastando dulcemente había centinelas vestidos con uniforme azul, y con botas de campaña. Edificios de ladrillos, bajos y sin ventanas, se agazapaban medio enterrados en el suelo. Pasaron por un campo de ejercicios militares de asalto, y junto a una pista de aviación, bordeada de naranjos. Puentes de cuerdas cruzaban un arroyo de truchas. Cortésmente, Kurtz dijo:

- Un sueño. Es realmente hermoso, señor Meadows. Nos gustaría tener algo parecido en nuestra patria, pero no podemos. Meadows dijo: -Gracias, si, muchas gracias.

La casa había sido antigua en otros tiempos, pero su fachada había sido vandálicamente pintada del azul color de los barcos de guerra, y las rojas flores en los tiestos de las ventanas eran solamente un homenaje a las izquierdas. Otro hombre joven les esperaba en la entrada, y les llevó directamente a una reluciente escalera de madera de pino barnizada.

El joven que los esperaba les dijo, casi sin aliento, como si ellos hubieran llegado tarde: -Me llamo Lawson.

Y valerosamente golpeó con los nudillos una puerta de doble hoja. Dentro, una voz ladró: - ¡Adelante!

Lawson anunció:

- El señor Raphael, señor, de Jerusalén. Tuvieron ciertos problemas de transito, mucho me temo, señor.

Durante el tiempo necesario para ser mal educado. El Segundo Comandante Picton siguió sentado detrás de su escritorio. Cogió una pluma y, fruncidas las cejas, firmó una carta. Oprimió los labios, alzó la vista, y miró con sus ojos amarillos fijamente a Kurtz. Luego inclinó la cabeza al frente, como si quisiera golpear algo con la cabeza, y, lentamente, se puso en pie, hasta quedar cuan largo era, en posición de firmes. Dijo: -Mucho gusto, señor Raphael.

Y sonrió someramente, Como si las sonrisas hubieran pasado de moda.

Era corpulento y ario, con cabello rizado y rubio, partido con una raya que parecía trazada a navaja. Era de cuerpo ancho y cara gruesa y violenta, con labios prietamente cerrados, y recta mirada de bruto. Tenía el habla puntillosamente errónea propia del policía de alta graduación, y unos buenos modales imitados de los caballeros, prescindía de su habla peculiar y de sus buenos modales imitados, siempre que le daba la real gana. Llevaba un pañuelo a lunares metido en la manga izquierda de la chaqueta, y lucía una corbata con planas coronas doradas, para indicar que solía divertirse con gente mucho más distinguida que aquella con la que estaba obligado a tratar. Era un ex antiterrorista autodidacto, «en parte soldado, en parte policía, y en parte cabrón», cual solía decir gustosamente, y pertenecía a la legendaria promoción de las gentes de su oficio. Había perseguido a comunistas en Malaya, a mau-mau en Kenia, a judíos en Palestina, a árabes en Aden, y a irlandeses en todas partes. Había reventado a gente con los Trucial Ornan Scouts. En Chipre le había faltado el canto de un duro para cargarse a Grivas, y cuando nuestro hombre estaba borracho hablaba de su fracaso, en el caso de Grivas, con verdadero dolor, pero cuidado. ¡Ay de aquel que sintiera lástima hacia el por tal fracaso! Había sido lugarteniente en varios lugares, rara vez había sido jefe absoluto, y ello se debía a que en el concurrían también ciartos oscuros matices.

Mientras seleccionaba un botón en su teléfono y lo oprimía con tal fuerza que pareció difícil que el tal botón pudiera volver a la superficie. preguntó: -¿Nlisha Gavron sigue bien?

Con entusiasmo, Kurtz replicó:

- El comandante en jefe Misha sigue perfectamente.

Y acto seguido comenzó a preguntar por la buena salud del jefe de Picton, pero Picton no demostró el menor interés en lo que Kurtz pudiera decirle, y menos aún si concernía a su jefe, el jefe de Picton.

Una caja de plata para contener cigarrillos, muy reluciente, se encontraba en un lugar muy visible de su mesa escritorio, y en la caja había las firmas de compañeros en el oficio. Picton abrió la caja y ofreció cigarrillos, aunque sólo fuera para que Kurtz admirase el brillo de la caja. Kurtz dijo que no fumaba. Picton devolvió la caja a su lugar, que era el lugar en el que mejor podía exhibirla. Alguien golpeó la puerta y Picton dio permiso para que entraran dos hombres, uno de ellos vestido de gris, y el otro con tela de tweed. El que iba de gris era un peso gallo galés, de unos cuarenta años, con cicatrices en la mandíbula. Picton le dio el título de «Mi inspector en jefe».

El inspector en jefe se puso de puntillas y, al mismo tiempo, tiró de los faldones de su chaqueta hacia abajo, como si intentara crecer un par de pulgadas y confesó:

- Mucho me temo, señor., que nunca he estado en Jerusalén. Mi esposa no piensa más que en pasar vacaciones en Belén, en Navidades. Pero, para mi gusto, no hay nada como Cardiff.

El que iba con tela de tweed era el capitán Malcolm, que era un hombre con la distinción social que Picton siempre había deseado poseer y al que, en consecuencia, de vez en cuando odiaba. Malcolm estaba dotado de una suave cortesía que era su mejor arma para agredir al prójimo.

Con gran sinceridad, Malcolm dijo a Kurtz:

- Realmente es un honor conocerle, señor.

Y le ofreció la mano, antes de que Kurtz lo necesitara.

Pero, cuando le llegó el turno a Litvak, el capitán Malcolm no pareció comprender bien el nombre del presentado, y dijo.

- Mi querido muchacho, por favor, vuélveme a decir cómo te llamas, por favor.

Litvak, con mucha menor untuosidad que el capitán Malcolm, repuso:

- Me llamo Levene, y tengo el honor de estar a las órdenes del señor Raphael, aquí presente.

Había una larga mesa destinada a los miembros de la reunión. Pero en el cuarto no se veían fotografías de la reina en kodachrome, ni siquiera la fotografía de una esposa. Las ventanas daban a un patio vacío. Y la única sorpresa que el lugar proporcionaba era un penetrante olor a petróleo caliente, como si un submarino acabara de pasar por allí.

Picton dijo:

- Bueno, pues ¿por qué no comienza usted a hablar así, directa-mente, señor…?

Hizo una pausa excesivamente larga y terminó la frase:

- ¿Señor Raphael, si no me equivoco?

Lo cierto es que esta frase fue curiosamente certera, en cierta medida. Mientras Kurtz abría su portafolios y comenzaba a repartir carpetas, la estancia fue estremecida por el largo estruendo de una explosión, provocada en circunstancias debidamente controladas.

Picton abrió la carpeta y le echó una primera ojeada, como quien mira distraídamente una carta de restaurante. Dijo:

- En cierta ocasión conocí a un tal Raphael. Y le hicimos comandante durante un tiempo. Era un chico joven. No recuerdo el lugar en que esto ocurrió. ¿No sería usted, por casualidad?

Con una triste sonrisa, Kurtz lamentó no haber sido el afortunado mortal. Picton dijo:

- ¿No está emparentado con él? Se llamaba Raphael, igual que ese tipo italiano que pintaba.

Picton volvió un par de páginas y añadió:

- Bueno, resulta que no lo sabe, ¿verdad?

La tolerancia de Kurtz era increíble. Ni siquiera Litvak, quien le había contemplado exhibiendo cien diferentes facetas de su personalidad, hubiera intuido que Kurtz pudiera tener un tan seráfico dominio de sus demonios. La ardiente energía de Kurtz había desaparecido totalmente, para ser remplazada por la servil sonrisa del subordinado. Incluso su voz, para empezar, tenía un tono deferente y de excusa.

El inspector jefe leyó en voz alta:

- Mesterbein. ¿Es ésta la correcta forma de pronunciar el apellido en cuestión?

El capitán Malcolm, ansioso de demostrar sus conocimientos en materia de idiomas, cogió la pregunta por los cuernos, y aclaró:

- Se pronuncia Mesterbain, querido Joseph.

En tono benévolo, Kurtz dijo:

- Las circunstancias personales se encuentran en la bolsa de la izquierda de la carpeta, caballeros.

Hizo una pausa para que todos hurgaran en las carpetas durante un ratito más. Luego

dijo:

- Comandante, necesitamos que nos dé su palabra en todo lo referente al uso y distribución de esta información.

Picton levantó despacio su rubia cabeza, y preguntó:

- ¿Por escrito?

Kurtz esbozó una cortés sonrisa de excusa, y dijo:

- Tengo la seguridad de que la palabra de un oficial inglés será suficiente para Misha Gavron.

Kurtz esperó un rato, hasta que Picton, con un inconfundible enrojecimiento de ira en la cara, repuso:

- De acuerdo.

A continuación, Kurtz pasó rápidamente a abordar el tema, menos espinoso, de Anton Mesterbein:

- Su padre es un caballero suizo, conservador, con una linda villa de recreo junto al lago, comandante, y no se sabe que tenga otros intereses que los de ganar dinero. La madre es una señora librepensadora, de la izquierda radical, que se pasa la mitad del año en París, en donde celebra recepciones periódicamente; es lo que se llama un salón, en París, que son muy concurridas por los árabes…

Picton le interrumpió:

- Malcolm, ¿sabe algo de esto?

- Un poco, muy poco, señor.

Kurtz prosiguió:

- El joven Anton, el hijo, es un abogado muy bien preparado. Además, estudió ciencias políticas en París y filosofía en Berlín. Estudió en Berkeley durante un año, derecho y ciencias políticas. Un semestre en Roma, y cuatro años en Zurich, graduándose magna cum laude.

Picton dijo:

- Un intelectual.

Lo dijo igual que hubiera podado decir «un leproso». Kurtz hizo un movimiento de asentimiento, y añadió:

- Podemos decir que, desde un punto de vista político, el señor Mesterbein se inclina hacia las tendencias de su señora madre, y que, desde un punto de vista económico, se inclina hacia las tendencias de su padre.

Picton soltó una gran carcajada, la gran carcajada del hombre carente del sentido del humor. Kurtz hizo la pausa suficientemente larga para compartir con Picton la carcajada. Siguió:

- La fotografía que está usted viendo fue tomada en París, pero el señor Mesterbein ejerce la abogacía en Ginebra. Concretamente, tiene un despachito en la parte baja de la ciudad, en el que atiende a estudiantes radicales, a gentes del tercer mundo y a inmigrantes. También es abogado de varias organizaciones progresistas carentes de dinero.

Kurtz volvió la página de la carpeta que tenía ante sí, invitando con ello a sus oyentes a hacer lo mismo. Kurtz llevaba unas gafas de gruesos lentes, resbaladas hasta casi la punta de la nariz, que le daban el ratonil aspecto de un empleado de banca.

Picton preguntó al inspector jefe:

- ¿Lo ha comprendido todo, Jack?

- No me he perdido ni una palabra.

El capitán Malcolm preguntó:

- ¿Y quién es la señora rubia que está bebiendo con él, señor?

Pero Kurtz se había trazado su camino y, a pesar de las dóciles maneras en que actuaba, Malcolm no era el hombre que pudiera desviarle de su camino. Kurtz prosiguió:

- El pasado mes de noviembre, el señor Masterbein asistió a un simposium de una gente que se llama así misma «Abogados por la Justicia», que se celebró en el Berlín Oriental, y en el que la delegación palestina recibió una atención notablemente excesiva.

Kurtz hizo una pausa y añadió:

- Bueno, de todas maneras lo que acabo de decir puede que sea una opinión un poco parcial. En abril, correspondiendo a una invitación que le formularon en la ocasión antes dicha, el señor Masterbein hizo su primera visita, que nosotros sepamos, a Beirut. Y rindió cortés tributo a dos de las más militantes organizaciones resistentes que allí hay.

Picton preguntó:

- Fue allí a por faena, ¿verdad?

Al decir estas palabras, Picton cerró la mano derecha y atizó un puñetazo en el aire. Después de distender la mano, escribió algo en un bloc que tenía ante sí, arrancó la hoja y se la entregó al suave Malcolm quien, después de dirigir una sonrisa a todos los presentes, salió de la estancia sigilosamente.

Kurtz prosiguió:

- En el viaje de regreso de esta visita a Beirut, el señor Masterbein hizo una parada en Estambul, en cuya ciudad habló con ciertos activistas turcos entre cuyas diversas finalidades se encuentra la de eliminar el sionismo.

Picton observó:

- Ambiciosos muchachos, ciertamente.

En esta ocasión, y debido a que fue Picton quien hizo el chistecito, todos rieron a grandes voces, menos Litvak. Con sorprendente velocidad, Malcolm regresó, con el recado cumplido. Con voz meliflua, Malcolm dijo:

- Mucho me temo que esa gente de Estambul no era muy agradable que digamos.

Entregó un papelito a Picton, dirigió una sonrisa a Litvak, y volvió a sentarse en su sitio. Pero Litvak causaba la impresión de haberse dormido. Había apoyado la barbilla en sus largas manos, e inclinado la cabeza sobre la carpeta que ni siquiera había abierto. Gracias a sus manos, no se podía saber con certeza cuál era la expresión de su rostro. Echando a un lado el papel que Malcolm le había entregado, Picton preguntó a Kurtz:

- ¿Ha dicho algo de lo anterior a los suizos?

En un tono indicativo de que Picton había planteado todo un problema, Kurtz confesó:

- Comandante, no, todavía no hemos informado a los suizos. Picton observó:

- Pues yo pensaba que ustedes y los suizos eran muy buenos amigos.

- Sí, sí, ciertamente lo somos. Sin embargo, el señor Masterbein tiene ciertos clientes domiciliados, total o parcialmente, en la República Federal Alemana, lo cual nos coloca en una situación un tanto delicada.

Terco, Picton insistió:

- No acabo de comprenderlo. Yo pensaba que ustedes y los hunos se habían dado un beso de amor, y hecho las paces hace ya mucho tiempo.

La sonrisa de Kurtz quizá tuvo una expresión tan rígida cual si la hubiera almidonado previamente, pero su voz fue inocentemente evasiva:

- Así es, comandante, pero Jerusalén sigue creyendo (habida cuenta de la sensibilidad de nuestras fuentes de información y de las complejidades de las simpatías políticas de Alemania, en los presentes tiempos) que no podernos informar a nuestros amigos suizos sin informar al mismo tiempo a sus homólogos alemanes. Hacer lo contrario sería imponer una carga excesivamente pesada, una carga de silencio, sobre las espaldas de los suizos que están en relación con Wiesbaden.

Picton también sabía emplear el silencio. Y tiempos hubo en que su mirada de biliosa incredulidad había obrado milagros ante personas de inferior temple que llegaron a preocuparse muy seria-mente de lo que podía ocurrirles en el instante siguiente. Después de este silencio, Picton preguntó, sin que nadie lo esperase:

- Supongo que se habrá enterado de que han vuelto a poner a ese cretino, Alexis, en un puesto de responsabilidad…

Algo en la presencia y comportamiento de Kurtz comenzaba a inhibir un poco a Picton. Era el reconocimiento, si no de una personalidad, sí de la pertenencia a cierta especie de gentes.

Kurtz repuso que sí, que naturalmente se había enterado. Pero esto no pareció afectarle mucho ya que Kurtz, inmediatamente, pasó a su prueba gráfica número dos. En voz baja, Picton dijo:

- Un momento, por favor. Conozco al guapito ese. Es el genio que se echó a volar por los aires, hace cosa de un mes, en la auto-pista de Munich, y que se llevó consigo a las nubes a la fulanita holandesa, ¿no es cierto?

Quitándose por un instante de los hombros su manto de humildad, Kurtz avanzó rápidamente en el terreno contrario:

- Así es, comandante, y según las informaciones de que disponemos, tanto el vehículo como los explosivos, en este desdichado accidente, fueron suministrados por los contactos del señor Masterbein en Ankara, y transportados hasta Austria, a través de Yugoslavia.

Cogiendo el papelito que Malcolm le había entregado, Picton comenzó a acercarlo a sus ojos y luego a alejarlo, como si fuera corto de vista, que no lo era. Con fingida tranquilidad y desinterés, Picton dijo:

- Me informan que nuestra máquina mágica, abajo, no contiene ni a un solo Masterbein, no, señor, ni en la lista negra ni en la lista blanca. El tipo no está, sencillamente.

Kurtz pareció más contento que disgustado:

- Comandante, esto no significa ineficiencia de su magnífico servicio de archivos. Me atrevo a decir que hasta hace un par de días, Jerusalén también estimaba que Masterbein era un ser carente de toda importancia. Y lo mismo cabe decir de sus cómplices.

Malcolm, refiriéndose a la señora que acompañaba a Masterbein, preguntó:

- ¿Ni siquiera la rubita?

Pero Kurtz se limitó a sonreír, y se ajustó un poco las gafas en el puente de la nariz para llamar la atención de los presentes hacia la siguiente fotografía. Era una de las muchas fotografías que el equipo de vigilancia de Munich había tomado de la casa frontera, y en ella se veía a Yanuka en el momento de abrir la puerta a la calle de la casa en que se encontraba su apartamento. La foto era un poco borrosa, cual suelen ser las fotografías con rayos infrarrojos y de escasa velocidad, pero se veía a Yanuka con la claridad suficiente para poderle identificar. Iba en compañía de una alta mujer rubia, a la que se veía en un cuarto de perfil. La mujer estaba un poco rezagada, mientras Yanuka metía el llavín, y era la misma mujer que había llamado la atención del capitán Malcolm en la anterior fotografía.

Picton preguntó:

- ¿Y dónde estamos ahora? Esto no es París. Los edificios no son así, en París.

Kurtz dijo:

- Es Munich.

Y dio las señas. Picton preguntó acto seguido, y con tanta brusquedad que cualquiera hubiera creído que se dirigía a alguno de sus subordinados:

- Munich, sí, pero ¿y el cuándo?

Una vez más, Kurtz fingió no haber oído la pregunta, y repuso: -La señora en cuestión se llama Astrid Berger.

Una vez más la amarillenta mirada de Picton, con expresión de bien fundadas sospechas, se fijó en Kurtz. Privado por el momento, de la oportunidad de pronunciar grandes discursos el policía galés se contentó con leer en voz alta la ficha de la señorita Berger:

- «Berger, Astrid, alias Edda, alias Helga», y con otra multitud de alias… «nacida en Bremen el año 1954, hija de un opulento naviero». Parece, señor Raphael, que nos movemos en altos círculos sociales… «Estudió en las universidades de Bremen y Frankfurt, licenciándose en ciencias políticas y en filosofía el año 1978. Esporádicamente colaboradora de publicaciones periódicas, radicales y satíricas, de Alemania Occidental, la última residencia conocida, en 1979, se encontraba en París, es frecuente visitando el Oriente Medio…»

Picton le interrumpió bruscamente:

- Otra maldita intelectual. Malcolm, traiga lo que tengamos de ella.

Mientras Malcolm salía de nuevo del cuarto, Kurtz recuperó hábilmente la iniciativa.

- Si se toma la molestia de comparar las fechas, comandante, advertirá que la última visita que la señorita Berger efectuó a Beirut fue en abril del presente año, coincidiendo con la gira del señor Masterbein. La señorita Berger también se encontraba en Estambul cuando el señor Masterbein hizo su parada en dicha ciudad. Llegaron en vuelos diferentes, pero se alojaron en el mismo hotel. Si, Mike, por favor.

Litvak les ofrecía dos fotocopias de formularios de inscripción en un hotel, a nombre de Anton Masterbein y de Astrid Berger, con fecha del 18 de abril. Junto a ellos, en una reproducción mucho más pequeña, estaba el recibo pagado por Masterbein. El hotel era el Hilton de Estambul. Mientras Picton y el policía -el inspector jefe- examinaban las fotocopias, la puerta volvió a abrirse y cerrarse. Con la más desolada de las sonrisas, Malcolm anunció:

- Astrid Berger es también NRA. ¿Parece increíble, verdad?

Rápidamente, Kurtz preguntó:

- ¿NRA significa Nothing Recorded Against? (Nada consta en contra.).

Picton cogió el lapicero de plata y le dio vueltas y más vueltas bajo su glauca mirada. Pensativo, Picton contestó:

- Si, exactamente esto. Póngase usted el primero de la clase, señor Raphael.

La tercera fotografía de Kurtz -o cual Litvak la llamó irreverentemente, más tarde, el tercer naipe de Kurtz- había sido tan perfectamente falsificada que ni siquiera los más agudos expertos en reconocimientos aéreos de Jerusalén habían podido identificarle entre el montón de fotos que sometieron a su inspección. En ella se veía a Charlie y a Becker dirigiéndose hacia el Mercedes, ante el hotel de Delfos, en la mañana de su partida. Becker llevaba la bolsa de viaje de Charlie, y su propia cartera de hombre de negocios. Charlie iba con la bella túnica griega y llevaba su guitarra. Becker iba con su blazer rojo, su camisa de seda y sus zapatos Gucci. Tenía la mano enguantada adelantada hacia la manecilla de la puerta del Mercedes. Y su cabeza era la cabeza de Michel.

- Comandante, esta fotografía fue tomada por pura y simple suerte, exactamente dos semanas antes del estallido ocurrido en las afueras de Munich, en el que, como muy bien ha dicho usted, cierta pareja de terroristas tuvo la desdicha de perecer, quedando hecha trizas gracias a sus propios explosivos. La muchacha pelirroja que se ve en primer término en esta fotografía, es ciudadana británica. Su acompañante la llamaba «Joan», y ella le llamaba «Michel», nombre que no era el que figuraba en el pasaporte del caballero en cuestión.

El cambio que se produjo en el ambiente fue parecido a un brusco descenso de la temperatura. El inspector jefe dirigió una oblicua mirada a Malcolm, y éste le contestó con una sonrisa, pero la sonrisa de Malcolm, cual poco a poco pudo verse, nada tenía que ver con lo que comunmente se considera buen humor. Sin embargo lo que ocupaba el centro del escenario era la maciza inmovilidad de Picton, su negativa, al parecer, a aceptar informaciones de fuentes que no fueran la fotografía en sí misma. Si, ya que Kurtz, al hablar de un ciudadano británico, se había adentrado, como por descuido, en el sagrado territorio de Picton, y los hombres que tal hacían corrían serios riesgos.

Sin dejar de mirar la fotografía, Picton habló sin apenas separar sus rígidos labios:

- Pura y simple suerte. Si, claro, un buen amigo que por casualidad tenía su cámara fotográfica debidamente dispuesta. Si, una gran suerte la de este tipo…

Kurtz esbozó una tímida sonrisa, pero nada dijo. Picton prosiguió:

- Sacó un par de instantáneas, y las mandó por pura casualidad a Jerusalén. Si, había pillado a un terrorista en vacaciones, y pensó que quizá las fotos pudieran ser de utilidad.

La sonrisa de Kurtz se ensanchó. Y, con la consiguiente sorpresa, Kurtz vio que Picton también sonreía, aunque sin excesiva alegría. Picton dijo:

- Pues sí, recuerdo haber tenido amigos así. Pero, claro, ahora que caigo en ello, ustedes tienen amigos en todas partes. Amigos altamente situados, amigos en posiciones humildes, amigos ricos…

Durante unos peligrosos instantes, pareció que ciertas antiguas frustraciones sufridas por Picton, en los tiempos en que estuvo destinado en Jerusalén, se habían reavivado bruscamente, y que amenazaban con brotar a chorro de sus labios, en un arrebato temperamental. Pero Picton supo refrenarse. Compuso la expresión de su cara y bajó la voz. Moderó su sonrisa hasta el punto que bien hubiera podido pasar por ser una sonrisa amistosa. Pero la sonrisa de Kurtz era una sonrisa «todo terreno», y la cara de Litvak estaba tan retorcida por su propia mano que, a la vista de un observador imparcial, igual podía estar partiéndose de risa que padecer un grave dolor de muelas.

Después de aclararse la garganta, el gris inspector jefe, animado por la afabilidad galesa, osó llevar a efecto otra oportuna intervención:

- Bueno, pues incluso en el caso de que esa chica fuera británica, señor, lo cual me parece una hipótesis un tanto aventurada, todavía no hay ley alguna, en este país, que prohíba acostarse con palestinos. ¡No podemos montar una operación de caza de esta señora, con amplitud nacional, solamente por esto! ¡Santo Dios, si tuviéramos que…!

Picton volvió a mirar a Kurtz y dijo:

- Tiene más cosas que decir, el señor Raphael. Si, muchas más. Pero el tono de Picton llegaba más lejos, ya que venía a decir: siempre tiene más cosas que decir, esa gente.

Kurtz, sin alterar su cortés tono de buen humor, invitó a los presentes a examinar el Mercedes, situado a la derecha de la fotografía. Kurtz rogó que le perdonasen por no entender mucho en automóviles, pero lo cierto era que, según los expertos, el Mercedes era del modelo llamado «salón», de color rojo vino, con la antena de la radio situada delante, dos espejos laterales, cierre de las puertas mediante un mando central, y cinturones de seguridad únicamente en los asientos delanteros. En méritos de todos estos detalles, así como de otros detalles no tan visibles, el Mercedes de la fotografía era igual que el Mercedes que accidentalmente había volado por los aires en las afueras de Munich, y del cual quedó milagrosamente intacta la parte delantera.

A Malcolm se le ocurrió una repentina solución del problema:

- Bueno, señor, pero no se puede afirmar categóricamente que la muchacha sea inglesa. ¿No será la chica holandesa? Cabello rojo, cabello rubio, esto nada significa. Y el término inglesa, en este caso sólo cabe aplicarlo a la lengua común.

Picton ordenó:

- Cállese.

Encendió un cigarrillo, sin ofrecer el paquete a nadie, y dijo:

- Déjenle que siga explicándose.

Y acto seguido, Picton tragó una monstruosa cantidad de humo, que se guardó dentro del cuerpo.

Ahora, la voz de Kurtz se había endurecido, y parecía que sus hombros también lo hubieran hecho. Kurtz puso los puños a uno y otro lado de la carpeta. Dijo, con gran fuerza en su voz:

- Según nuestras informaciones, procedentes de otra fuente, comandante, este Mercedes, en su viaje hacia el Norte, desde Grecia y a través de Yugoslavia, fue conducido por una mujer joven, con pasaporte de la Gran Bretaña. Su amante no la acompañó, sino que se trasladó por vía aérea a Salzburgo, a bordo de un avión de la Austrian Airlines. Esta misma compañía de aviación, se ocupó de reservarle prestigiosas habitaciones en el hotel

Osterreichischer Hof, de Salzburgo, en donde según nuestras investigaciones, la pareja en cuestión se hizo pasar por monsieur y madame Laserre, a pesar de que la dama en cuestión no hablaba el francés, sino únicamente el inglés. La señora es recordada en el hotel, por su espectacular belleza, su cabello rojo, la ausencia de alianza en el dedo anular, así como por su guitarra, guitarra que suscitó ciertas risas, y también se la recuerda por el hecho de que, a pesar de haber dejado el hotel a primera hora de la mañana, en compañía de su marido, regresó más tarde, para utilizar sus servicios. El conserje recuerda haber llamado un taxi que llevara a madame Laserre al aeropuerto de Salzburgo, e incluso recuerda que llamó dicho taxi a las dos de la tarde, poco antes de terminar su turno de servicio. Este mismo conserje ofreció a madame Laserre confirmar la reserva de su vuelo y averiguar si la partida de su avión había sido retrasada o no, pero madame Laserre no le permitió hacerlo, y cabe presumir que tal negativa se basaba en que dicha señora no viajaba con el nombre de Laserre. Hay tres vuelos, que parten de Salzburgo que coinciden con la hora de partida. Uno de ellos es un vuelo de la compañía austríaca que va a Londres. La empleada del mostrador de ventas de la Austrian Airlines recuerda perfectamente a una chica pelirroja inglesa que tenía un billete no usado, para un vuelo charter, para ir de Tesalónica a Londres, y que deseaba canjearlo, en el caso de que ello fuera posible. Por ello, la señorita inglesa tuvo que comprar un billete, solo de ida, que pagó en dólares norteamericanos, principalmente con billetes de veinte.

Picton gruñó:

- ¡Oiga, no sea tan reticente! ¿Cómo se llama la tía?

Y aplastó muy violentamente el cigarrillo contra el cenicero, cigarrillo que siguió oprimiendo con los dedos, hasta mucho después que la Lucha hubiera terminado, en realidad.

En contestación a la pregunta de Picton, Litvak ya estaba distribuyendo fotocopias de la lista de pasajeros. Litvak estaba pálido, e incluso parecía que sufriera algún dolor. Después de haber recorrido el perímetro de la mesa, se sirvió un poco de agua que bebió, a pesar de que apenas había pronunciado palabra.

Mientras todos centraban su atención en la lista de pasajeros, Kurtz confesó:

- Con la consiguiente consternación por nuestra parte, comandante, resultó que no había ninguna Joan en la lista de pasajeros. El nombre que mejor se adecuaba a nuestra señorita era Charmian. El apellido lo tiene usted a la vista. La empleada de la Austrian Airlines confirmó nuestra identificación. Dicha señorita Charmian era la número treinta y ocho de la lista. La empleada incluso recuerda la guitarra. Por una feliz coincidencia resulta que dicha empleada es una admiradora del gran Manitas de Plata, por lo que la guitarra de la pasajera impresionó profundamente a la empleada.

Rudamente, Picton dijo:

- Y, claro, la empleada era otra maldita amiga de ustedes. Litvak tosió.

La última prueba gráfica de Kurtz también salió de la cartera de Litvak. Kurtz extendió ambas manos para cogerla, y en las manos de Kurtz la depositó Litvak. Se trataba de un montón de fotografías todavía húmedas después del reciente proceso de sacar las pruebas positivas. Kurtz las repartió ágilmente, como si fueran naipes que uno puede permitirse el lujo de regalar. En estas fotos se veía a Mesterbein y a Helga en el aeropuerto, en una sala de salida. Mesterbein miraba aburridamente a un punto en el aire, y Helga, detrás de él, compraba una botella de whisky libre de impuestos. Mesterbein llevaba un ramillete de orquídeas envueltas en papel de seda del aeropuerto.

Sibilinamente, Kurtz dijo:

- Aeropuerto de Orly, hace treinta y seis horas. Berger y Mesterbein dispuestos a volar de París a Exeter. Mesterbein encargó que le tuvieran dispuesto un coche de alquiler de la Hertz, sin chófer, en el aeropuerto de Exeter. Estos dos regresaron a París anoche, sin las orquídeas, por los mismos medios de transporte. La Berger viajaba con el nombre de María Brinkhausen, de nacionalidad suiza, que es otro alias que debemos añadir a sus muchos otros. Su pasaporte era uno de los muchos pasaportes preparados por los alemanes del Este, para uso de los palestinos.

En esta ocasión, Malcolm no había esperado a que le dieran la orden. Ya había salido del cuarto.

Mientras esperaban, Picton dijo, no sin ironía:

- Lástima que no los haya usted fotografiado también, en el momento de llegar a Exeter.

Con religioso respeto, Kurtz dijo:

- Comandante, sabe usted muy bien que las leyes no nos permiten hacer esto en la Gran Bretaña.

Picton dijo:

- ¿Ah no? ¡Oh!

- Nuestros superiores han hecho un trato de reciprocidad, señor. Ninguno de nosotros dos podemos pescar en aguas del otro, sin permiso escrito.

Con siniestros acentos, Picton dijo:

- Ya, ya…

El policía galés decidió una vez más hacer alarde de sus dotes de diplomático, preguntando a Kurtz:

- ¿Exeter es la patria chica de la muchacha, verdad señor? ¿Es de Devon, la señorita? ¿Supongo que no va usted a creer que una chica campesina se dedica a terrorista? Normalmente no es así.

Pero, al parecer, Kurtz había dejado de recibir informaciones, justamente en el momento en que los hechos comenzaron a ocurrir en la costa de la Gran Bretaña. Oyeron pasos que subían la amplia escalera, y el gemido de los zapatos de ante de Malcolm. El galés, siempre impertérrito pasara lo que pasara, insistió en tono de lamentación:

- La verdad es que jamás relacionaría a una pelirroja con Devon. Y tampoco a una Charmian, si quiere que le diga la verdad. Una Rose, o una Bess, sí, eso sí. Pero una Charmian en Devon, no. Diría que eso de las Charmian puede darse más en la parte norte. O en Londres, muy probablemente.

Malcolm entró cautelosamente, midiendo los pasos. Llevaba un montón de expedientes, todos ellos fruto de las incursiones de Charlie en el campo de la izquierda militante. Los expedientes que se encontraban en la parte más baja de la pila estaban desgastados y manchados, de tanto ser consultados. De los bordes de las carpetas sobresalían recortes de prensa, y panfletos en ciclostil.

Con un gruñido de alivio, mientras dejaba el montón en la mesa, Malcolm dijo:

- Bueno, señor, si ésta no es la chica que buscamos, debiera serlo. Secamente, Picton

dijo:

- ¡El almuerzo!

Y después de haber farfullado un largo torrente de órdenes a sus subordinados, acompañó a sus invitados a un amplísimo comedor que olía a coles y a barniz de muebles.

Una gran lámpara de lágrimas de cristal colgaba sobre una mesa de unos diez metros, en la que ardían dos velas, en tanto que dos camareros con relucientes chaquetas blancas estaban atentos a atender a todas las necesidades de los presentes. Picton comió estólidamente. Litvak, mortalmente pálido, tragó la comida como si fuera un inválido. Pero Kurtz hizo caso omiso de los estados de humor de los demás. Kurtz habló, aunque, como es natural, nada dijo acerca de los asuntos que les tenían a todos ocupados. Dijo que dudaba mucho que el comandante pudiera reconocer la ciudad de Jerusalén, en el caso de que tuviera la buena suerte de poder visitarla de nuevo. Dijo que realmente estaba gozando de aquella comida, que era la primera que hacía en un comedor de oficiales del ejército inglés. Pero, ni siquiera en estas circunstancias, Picton pudo comer ininterrumpidamente. Dos veces, el capitán Malcolm llamó a Picton a la puerta, para sostener con él una conversación en susurros. Y una vez, Picton fue llamado por teléfono por su jefe. Y, cuando llegó el pastel, Picton se puso súbitamente en pie, como si algún bicho le hubiera picado, entregó su servilleta de damasco a un camarero, y se fue, con el pretexto de hacer unas llamadas por teléfono, y quizá, también, a consultar el contenido de una alacena cerrada con llave, en su oficina, en donde Picton guardaba sus cosas, cosas de consumo privado.

El parque, con la salvedad de los siempre presentes centinelas, estaba tan desierto como el campo de deportes de una escuela en el primer día de vacaciones, y Picton caminaba por él con el aire de vigilante amor propio de un terrateniente, mirando inquisitivamente las vallas, y golpeando con el bastón todo aquello cuya visión le desagradaba. A su lado, y nueve pulgadas por debajo de su cabeza, Kurtz caminaba alegremente. Vistos desde lejos, aquellos dos bien hubieran podido ser un prisionero y un apresador, aunque hubiera resultado un tanto difícil determinar quién era quién. Detrás, arrastrando los pies, iba Litvak cargado con las carteras, y detrás de Litvak iba la «Señora O'Flaherty», la legendaria perra alsaciana de Picton.

Con voz lo bastante alta para que Litvak pudiera oírle, Picton soltó:

- Al señor Levene le gusta escuchar, ¿verdad? Si, sabe escuchar y tiene buena memoria. Me gustan esas cualidades.

Con una amable sonrisa, Kurtz dijo:

- Mike es un íntimo colaborador. Va conmigo a todas partes.

- Ya, comprendo. Pero me causa la impresión de estar siempre enfurruñado, ese muchacho. Pero, en fin, mi jefe me ha dicho que usted y yo habláramos a solas, si no le importa.

Kurtz se volvió y dijo algo en hebreo a Litvak. Litvak se rezagó hasta quedar lo bastante distanciado para no poder oír a los otros dos. Y, entonces ocurrió una cosa extraña, que ni Kurtz ni Picton hubieran podido explicar, incluso en el caso que hubieran reconocido que verdaderamente había ocurrido, cosa consistente en que se formó entre los dos un indefinible ambiente de compañerismo, tan pronto quedaron mano a mano.

La tarde era gris y ventosa. Pincton había prestado a Kurtz un chaquetón de gruesa tela, que le daba cierto aspecto de perro de aguas. Y Picton llevaba un capote del ejército. El aire fresco había oscurecido instantáneamente el color de la cara de Picton. En tono arrogante, Picton dijo:

- Ha sido muy decente por su parte el venir hasta aquí, sólo para informarnos acerca de esa chica. Mi jefe dará las gracias al buen Misha.

Kurtz dijo:

- Misha quedará sumamente agradecido.

- De todas maneras, la cosa es rara, realmente. Si, es raro que ustedes tengan que darnos pistas sobre nuestros propios terroristas. En mis tiempos, solía ocurrir todo lo contrario.

Kurtz dijo algo tranquilizante acerca de los ciclos históricos. Pero Picton no tenía sentido poético. Picton dijo:

- La operación es íntegramente de ustedes. Las fuentes son de ustedes y los gritos serán los suyos. Mi jefe se muestra inconmovible en este punto.

Dirigiendo una mirada de soslayo a Kurtz, Picton añadió:

- Nuestra misión es estarnos quietos y no hacer nada, salvo lo que ustedes nos digan.

Kurtz dijo que, en los presentes tiempos, lo más importante era la colaboración. Durante un segundo Picton causó la impresión de que fuera a estallar. Se le dilataron los amarillentos ojos, la barbilla se le hundió en el cuello, y quedó allí hundida. Pero, en vez de estallar, y quizá para calmarse un poco, Picton encendió un cigarrillo, poniéndose de espaldas al viento y protegiendo la llama con sus manazas de jugador de cricket.

Mientras apagaba la llama, Picton dijo con marcadísimo sarcasmo:

- De momento, quizá usted quede pasmado si le dijo que podemos confirmar sus informes. Berger y Mesterbein efectuaron el viaje en avión desde Orly a Exeter, y al llegar al aeropuerto de Exeter cogieron un automóvil de la Hertz, sin chófer, con el que recorrieron cuatrocientas veinte millas. Mesterbein pagó mediante una tarjeta de crédito de la American Express, a su propio nombre. No sé dónde esos dos pasaron la noche, pero supongo que usted me lo dirá a su debido tiempo.

Kurtz mantuvo un virtuoso silencio. Picton prosiguió en el mismo tono de forzada indiferencia:

- En cuanto a la señora en cuestión, usted quedará igualmente pasmado al saber que, en la actualidad, está trabajando como actriz, en lo más profundo de Cornualles. Trabaja con un grupo de teatro clásico, que se llama «Los Herejes», lo cual me gusta, pero claro, esto a usted no le importa, ¿verdad? En el hotel en que se aloja nos han dicho que un hombre con las características de Mesterbein la fue a buscar después de la representación, y que la señora no regresó hasta la mañana siguiente. Por lo que dicen, esta señora en que usted está tan interesado, es realmente una fanática del catre.

Picton hizo una pausa monumental, por la que Kurtz fingió no quedar afectado. Picton prosiguió:

- Entretanto, me veo en la obligación de comunicarle que mi jefe es un caballero y un militar, y que le proporcionará a usted cuanta ayuda necesite. Está agradecido a ustedes. Si., mi jefe está agradecido y conmovido. Tiene un punto flaco por los judíos, y estima que ha sido muy noble por su parte el venir aquí y ponernos alerta y sobre la pista de esa señora.

Picton dirigió a Kurtz una malévola mirada, y dijo:

- Mi jefe es joven, ¿sabe usted? Es un gran admirador de la nueva y hermosa patria de usted, prescindiendo de cierta clase de accidentes, y no está dispuesto a prestar oídos a ciertas malévolas sospechas que yo albergo.

Picton se detuvo ante un gran barracón de color verde, y con el bastón golpeó la puerta de hierro. Un muchacho con zapatillas para practicar atletismo y un mono de deporte les abrió la puerta de lo que resultó ser un gimnasio vacío. Probablemente para explicar el ambiente de desolación, Picton dijo:

- Sábado.

Y se lanzó a efectuar una irritada inspección del lugar, ya echando una ojeada a los vestuarios, ya pasando su grueso dedo por las paralelas, a ver si había polvo en ellas.

En tono acusatorio, Picton dijo:

- Según parece, han vuelto ustedes a bombardear campamentos. Esto es idea de Misha, ¿no es cierto? Misha es incapaz de matar pulgas con el pulgar, si es que puede matarlas a cañonazos.

Kurtz comenzó a explicar, con toda sinceridad, que los procesos de toma de decisión en los más altos niveles de la sociedad israelita, siempre habían sido un tanto misteriosos para él. Pero Picton no estaba dispuesto a escuchar contestaciones de este tipo, y dijo:

- Pues bien, a Misha esto no le va a dar buenos resultados, ni mucho menos. Ya puede usted decírselo de mi parte. Esos palestinos se vengarán, y no les van a dejar en paz hasta el fin del mundo.

En esta ocasión, Kurtz se limitó a sonreír y a menear la cabeza con expresión de incredulidad ante los extraños giros del destino. Animado sólo por simple curiosidad, Picton preguntó:

- Misha Gavron era Irgun, ¿verdad?

Kurtz le corrigió:

- No. Era Haganah.

- ¿Y usted qué hacía, en aquel entonces?

Kurtz fingió el tono de tímida lamentación de los perdedores:

- Afortunadamente o no, comandante, nosotros, los Raphael, llegamos a Israel demasiado tarde para resultar molestos a los ingleses.

Picton dijo:

- ¡Oiga, no me torne el pelo! Sé perfectamente de dónde Misha Gavron se saca a sus amigos y colaboradores. ¡Yo fui quien le dio a Misha el maldito cargo que ahora tiene!

Con su sonrisa a prueba de bombas, Kurtz dijo:

- Lo sé. El mismo me lo dijo.

El muchacho vestido para practicar atletismo mantenía abierta una puerta. Los dos hombres la cruzaron. En una larga vitrina había una colección de armas caseras, destinadas a matar en silencio: un picaporte erizado de púas, una vieja aguja de sombrero muy herrumbrosa a la que le habían añadido un mango de madera, jeringuillas fabricadas en casa, un torniquete para dar garrote…

Después de mirar nostálgicamente estos instrumentos durante unos instantes, Picton dijo al muchacho:

- Las etiquetas están borrosas. A las diez en punto del lunes quiero ver etiquetas nuevas, o de lo contrario te meto un tubo. Tú verás.

Picton salió de nuevo al aire libre, mientras Kurtz caminaba cortésmente a su lado, y la «Señora O'Flaherty», que había esperado en el exterior, se ponía a seguir a su amo, rozándole los talones.

Como el hombre que se ve obligado a ceder, en contra de su voluntad, Picton dijo:

- Bueno, ¿qué quiere usted? Y no me diga que ha venido para entregarme una carta de amor de mi viejo camarada Misha, porque no le creeré. De todas maneras, dudo mucho que le crea, diga lo que diga. Es muy difícil que gentes como usted me convenzan de algo.

Kurtz sonrió y meneó la cabeza en gesto indicativo de lo mucho que le divertía el ingenio inglés de Picton. En el tono de un simple mensajero, Kurtz dijo:

- Bueno, señor, Misha estima que en este caso una simple detención resultaría improcedente, habida cuenta, como es natural, lo muy delicadas que son nuestras fuentes de información.

Feroz, Picton dijo:

- Pues yo pensaba que sus fuentes de información eran buenos amigos.

Sin dejar de sonreír, Kurtz prosiguió:

- E incluso en el caso de que Misha accediera a que se efectuara una detención con todos los formalismos, se pregunta qué acusaciones se formularían contra la señora en cuestión, y ante qué autoridad judicial. ¿Quién puede probar que los explosivos iban ya en el automóvil, mientras esta señora lo conducía? La señora dirá que los explosivos fueron cargados en el automóvil después. Y, con ello, nos quedamos con un caso de poca importancia, en el que la máxima acusación sería la de conducir un automóvil al través de Yugoslavia, con documentación falsa. ¿Y dónde está esa documentación? ¿Quién puede demostrar que realmente existió? Sería un caso muy endeble.

Picton se mostró de acuerdo:

- Mucho.

Mirando de soslayo a Kurtz, Picton preguntó:

- Misha se hizo abogado, cuando ya era viejo, ¿verdad? ¡Cristo, esto sería algo así como si un cazador furtivo pasara a ser guarda-bosque!

- El caso es que Misha también tiene en cuenta el valor de esta señora, su valor para nosotros, y también para ustedes, habida cuenta de la posición en que se encuentra, un estado al que bien pudiéramos llamar de casi inocencia. ¿Qué sabe esta señora, a fin de cuentas? ¿Qué puede revelar? Por ejemplo, fijémonos en el caso de la señorita Larsen.

- ¿Larsen?

- Si, es la señora danesa que quedó tan fatalmente afectada por el desdichado accidente en las afueras de Munich.

- ¿Qué pasa con esa señora?

Después de formular la pregunta, Picton se detuvo en seco y, de arriba abajo, dirigió a su interlocutor una furiosa mirada de crecientes sospechas. Kurtz dijo:

- La señorita Larsen también conducía automóviles y hacía recados por cuenta de su amiguete palestino. Se trataba del mismo amiguete. La señorita Larsen incluso colocaba bombas, por cuenta del mismo individuo. Lo hizo en dos ocasiones, quizá en tres. Sobre el papel, la señorita Larsen estaba muy comprometida.

Kurtz hizo una breve pausa, meneó la cabeza, y añadió:

- Pero en lo tocante a información utilizable, la señorita Larsen era una jarra vacía.

Sin que la amenazadora proximidad de Picton le afectara en absoluto, Kurtz levantó las manos y las abrió palma arriba para demostrar lo muy vacía que era la jarra a la que se había referido. Añadió:

- La señorita Larsen era sólo una muchachita con amiguetes, chica de grupo, a la que le gustaba el peligro y los muchachos, y a quien también le gustaba gustar. Y nada le contaron. No le dieron nombres, ni señas ni planes. Nada.

En tono acusador, Picton dijo:

- ¿Y cómo lo sabe usted?

- Tuvimos una breve conversación con ella.

__ ¿Cuándo?

- Hace algún tiempo. Bastante tiempo. Una pequeña conversación en la que intentamos cerrar tratos, antes de devolverla a su ambiente. Ya sabe cómo funcionan esas cosas.

Picton, sin apartar su amarillenta mirada de Kurtz insinuó:

- Si, la conversación probablemente tuvo lugar cinco minutos antes de que la muchacha volara hecha trizas por los aires.

Pero la sonrisa de Kurtz siguió maravillosamente inalterable.

Kurtz suspiró y dijo:

- Ojalá las cosas fueran tan fáciles, comandante.

- Antes le he preguntado qué quería usted, señor Raphael.

- Pues nos gustaría poner a la muchacha en movimiento.

- Es lo que imaginaba.

- Nos gustaría que asustaran un poco a la muchacha, pero no que la detuvieran. Sí, quisiéramos que quedara lo suficientemente atemorizada que se sintiera obligada a volver a entrar en contacto con su gente, o que su gente entrara en contacto con ella. Nos gustaría que la chica actuara hasta el final de su trayecto. Es decir que se convirtiera en lo que nosotros llamamos un agente sin conciencia de serlo. Naturalmente, compartiríamos con ustedes los frutos conseguidos, y, cuando la operación haya terminado, ustedes podrán quedarse con la muchacha y con el prestigio.

Picton observó:

- La chica ya ha entrado en contacto. Esa gente se entrevistó con ella en Cornualles, y le entregó un ramo de orquídeas, ¿no es así?

- Comandante, según nuestra interpretación, esta entrevista sólo tuvo carácter exploratorio. Y mucho tememos que si no hacemos algo, este encuentro de nada nos servirá.

Picton con la voz henchida de maravillada ira, dijo:

- ¿Y cómo diablos lo sabe? Pues sí, yo mismo le voy a decir como se enteró. ¡Estaba usted con la oreja pegada al ojo de la cerradura! ¿Quién diablos imagina que soy, señor Raphael? ¿Un mico recién salido de la selva? Esta chica es de ustedes, señor Raphael. Les conozco muy bien a ustedes los israelitas, conozco a Misha, y comienzo a conocerle a usted.

El tono de la voz de Picton se había elevado de forma alarmante. Picton echó a andar más de prisa, adelantando a Kurtz, hasta que de esta manera consiguió apaciguar su arrebato. Luego, Picton se detuvo y esperó a que Kurtz le alcanzara. Picton dijo:

- En estos momentos estoy imaginando una bonita historia, señor Raphael, y me gustaría contársela. ¿Me lo permite?

Amablemente, Kurtz dijo:

- Será para mí un inmenso placer.

- Muchas gracias. Por lo general, el truco se hace utilizando un fiambre. Usted encuentra un buen cadáver, lo viste y lo arregla y se pone en un sitio en el que el enemigo pueda encontrarlo. Y el enemigo dice «¡Sopla! ¿Qué es esto? ¿Un cadáver con una cartera de hombre de negocios en la mano? Veamos qué lleva en la cartera.» Pues sí, miran y encuentran un mensaje. Entonces, el enemigo dice: «Oye, pues si llevaba un mensaje seguramente era un mensajero o un enlace, miremos lo que dice el mensaje y caigamos como bobos en la trampa.» Así lo hacen, y nos condecoran a todos. A esto, antes lo llamábamos «desinformación», y se hacía con la finalidad de dar falsas pistas al enemigo.

El sarcasmo de Picton era tan recio como su ira. Siguió:

- Pero esto es excesivamente sencillo para hombres como Misha y como usted. Y como que ustedes no son más que un atajo de fanáticos supereducados, se disponen a ir más lejos que esto. Y dicen: «No, nosotros no vamos a emplear fiambres, no, esto no es digno de nosotros. Nosotros vamos a utilizar carne viva, y, concretamente, carne árabe. Carne holandesa.» Y así lo hicieron. Volando un lindo automóvil Mercedes. Automóvil que era de ellos. Lo que no sé, y nunca sabré porque tanto usted como Misha se callarán, incluso en el lecho de muerte, es donde colocaron dicha desinformación. Pero me consta que la colocaron, y que ellos han picado, ya que de lo contrario no hubieran venido aquí con sus malditas orquídeas.

Meneando la cabeza en expresión de renuente admiración hacia la fantasía de Picton, Kurtz comenzó a avanzar para apartarse de Picton, pero éste, con el inefable olfato del policía, le mantuvo quieto, mediante un leve ademán. Dijo:

- Quiero que le diga una cosa a su maldito amo Misha Gavron. Si resulta que no me equivoco y que ustedes han reclutado a una persona de ciudadanía británica sin nuestro consentimiento, iré personalmente a su pequeño y repulsivo país y le atizaré una patada en los huevos al Misha Gavron en cuestión. ¿Me ha comprendido, ahora?

Pero de repente, y casi como si fuera en contra de su voluntad, la cara de Picton se relajó en una casi tierna sonrisa de rememoración, y preguntó:

- ¿Qué solía decir, el viejo sinvergüenza? Algo referente a tigres, me parece. Usted lo sabrá, sin duda.

Si, era una frase que Kurtz también decía a menudo. Esbozando su sonrisa de pirata, Kurtz dijo:

- Si quieres cazar un león, primero tienes que atar una cabra, a modo de cebo.

Pasando el instante de camaradería entre adversarios, la cara de Picton volvió a adquirir expresión pétrea. Con sequedad dijo:

- Dicho con los debidos formalismos, mi jefe les felicita. Hemos cerrado el trato con ustedes.

Picton dio marcialmente media vuelta y se encaminó hacia la casa, dejando que Kurtz y la «Señora O'Flaherty» le siguieran. Apuntando con el bastón a Kurtz, y en una última afirmación de colonial autoridad, Picton dijo:

- Y diga también lo siguiente a su jefe: que haga el maldito favor de dejar de utilizar nuestros malditos pasaportes. Si otra gente puede vivir sin nuestros pasaportes, también él se las podrá arreglar.

Durante el viaje de regreso a Londres, Kurtz obligó a Litvak a sentarse a su lado, con el fin de enseñarle modales británicos. Meadows, quien al parecer había recuperado la voz, quería discutir el problema de la orilla occidental. ¿Cómo se puede solucionar, a su juicio, señor? Supongo que por el medio de ofrecer un trato justo a los árabes, ¿verdad señor? Pero Kurtz no quiso entrar en la inútil conversación, y se abandonó a unos recuerdos que hasta el momento había procurado evitar.

En Jerusalén hay una vieja prisión de trabajos forzados en la que ya nadie es ahorcado, en los presentes tiempos. Kurtz conocía bien esta prisión. Estaba cercana al antiguo establecimiento ruso, a la izquierda según se va en dirección descendente por la vieja carretera hecha a mano, y al detenerse ante el viejo portalón de la Prisión Central de Jerusalén. Hay un cartel que dice: «AL MUSEO», y en el mismo cartel también se dice: «SALA DE HEROÍSMO.» Y también hay un hombre viejo y arrugado que se encuentra en la parte exterior, y que hace una reverencia cuando uno entra, acompañada de un saludo con el sombrero, con el que poco le falta para barrer el suelo. La entrada vale quince shekel, aunque muestra tendencia a subir. Este es el lugar en que los ingleses ahorcaban a los judíos durante el Mandato, y lo hacían con una cuerda cuyo nudo final iba forrado de cuero. Bueno, en realidad no ahorcaron a muchos judíos, aunque ahorcaron árabes a granel. Pero éste es el lugar en que ahorcaron a dos amigos de Kurtz, en los años en que éste estaba en el Irgun, junto con Misha Gavron. A Kurtz bien hubiera podido caerle en suerte el ser ahorcado también. Le habían encerrado en la cárcel dos veces, y le habían interrogado cuatro. Y los problemas que de vez en cuando tenía con su dentadura se debían, según el dentista, a las palizas que le había propinado un amable y joven oficial de seguridad, ahora ya muerto, cuyos modales, aunque no su aspecto físico, evocaban en la memoria de Kurtz a Picton.

Pero, de todas maneras, el tal Picton era un buen hombre, pensó Kurtz, sonriendo en su fuero interno, mientras examinaba las posibilidades de dar otro paso con éxito, a lo largo de su camino. Quizá Picton fuera un poco rudo, de palabras y mano duras, y un poco entristecido por su afición al alcohol, lo cual era una verdadera lástima. Pero a fin de cuentas, tenía un normal y corriente sentido de la justicia. Era un buen profesional. Y un buen cerebro, dentro de su violencia. Misha siempre decía que había aprendido mucho de Picton.


Загрузка...