Llegó a Zurich a primera hora de la noche. Luces de tormenta bordeaban la pista y brillaban delante de ella como el camino de su propia determinación. Su espíritu, tal como ella lo había preparado desesperadamente, era una acumulación de viejas frustraciones, maduradas y volcadas sobre el maldito mundo. Ahora sabía que no había en él ni una pizca de nada que fuese bueno; ahora había visto el dolor que era el precio de la riqueza de Occidente. Era la que había sido siempre: un desecho enfurecido, que tenía que valerse por sí misma; con la diferencia de que el Kalashnikov había sustituido ahora a sus inútiles rabietas. Las luces pasaban por delante de la ventanilla como restos ardiendo. El avión se había posado. Pero su billete decía Amsterdam y, en teoría, todavía tenía que aterrizar. «Las chicas solteras que vuelven de Oriente Medio son sospechosas -había dicho Tayeh al darle las últimas instrucciones en Beirut-. Lo primero que tenemos que hacer es darte una procedencia más respetable.» Fatmeh, que había ido a despedirla, fue más explícita: «El Jalil ha dado orden de que adquieras una nueva identidad cuando llegues.»
Al entrar en la sala de embarque desierta, tuvo la impresión de ser la primera pionera que ponía el pie en ella. Se oía sonar un disco, pero no había nadie para escuchar la música. Una tienda elegante vendía osos de chocolate y queso, pero estaba vacía. Fue al lavabo y se contempló a placer en el espejo. Miró su pelo corto y teñido de un color más o menos castaño. El mismo Tayeh había andado dando vueltas por el piso de Beirut mientras Fatmeh se lo trasquilaba. Nada de pinturas ni de «sex appeal», había dicho. Llevaba un traje marrón oscuro y unas gafas para mirar con cara de pocos amigos. Todo lo que necesito, pensó, es un sombrero de paja y una chaqueta deportiva con un escudo. Estaba muy lejos de ser la poule de luxe revolucionaria de Michel.
«Da recuerdos de mi parte a El Jalil», le había dicho Fatmeh, al darle un beso cuando se despidió de ella.
Rachel estaba en el lavabo de al lado, pero Charlie la caló en seguida. No le gustaba, no la conocía, y fue pura coincidencia que Charlie pusiera su bolso abierto entre las dos, con el paquete de Marlboros encima, como Joseph le había dicho que hiciera. Y tampoco vio la mano de Rachel, que cambiaba los Marlboros por un paquete suyo, ni el guiño rápido y tranquilizador que le hizo en el espejo.
No tengo más vida que ésta. No tengo más amor que Michel, ni tengo que guardar lealtad a nadie, como no sea al gran El Jalil.
Siéntate lo más cerca posible del tablón de salidas, había ordenado Tayeh. Lo hizo así, y sacó de la maleta un libro sobre plantas alpinas, ancho y delgado, como un manual de colegiala. Lo abrió, y lo puso sobre las piernas, de manera que pudiera leerse el título. Lucía una insignia redonda en la que ponía «Salvad a las ballenas», y ésa era la otra señal, dijo Tayeh, porque de ahora en adelante El Jalil necesita que haya siempre dos cosas: dos planes, dos señales, un segundo sistema en todo, por si falla el primero; otra bala más, en caso de que el mundo continúe vivo.
«El Jalil no confía en nada la primera vez», había dicho Joseph. Pero Joseph estaba muerto y enterrado desde hacía mucho tiempo, un profeta de su adolescencia ya descartado. Ella era la viuda de Michel, y el soldado de Tayeh, y había venido para alistarse en el ejército del hermano de su amante muerto.
Un soldado suizo estaba mirándola, un hombre mayor que llevaba una Heckler amp; Koch. Charlie volvió la página. La Heckler era su favorita. En el último entrenamiento, de cien tiros, había hecho ochenta y cuatro blancos. Era la puntuación más alta, lo mismo para hombres que para mujeres. De reojo, vio que seguía mirándola. Pensó con rabia: voy a hacerte lo que Bubi hizo una vez en Venezuela. A Bubi le habían mandado matar a un policía fascista cuando saliera de su casa por la mañana, una hora muy conveniente. Bubi se escondió en el quicio de una puerta, y esperó. Su víctima llevaba un arma bajo el brazo, pero era también un hombre muy familiar, al que le gustaba jugar con sus hijos. En el momento en que salía, Bubi sacó una pelota del bolsillo, y la echó a rodar detrás de él. Una pelota de niño que viene dando botes, ¿qué hombre que tenga hijos no se agacharía instintivamente para cogerla? En el momento en que lo hacía, Bubi salió de su escondite y le mató. ¿Porque quién puede disparar un arma mientras está cogiendo una pelota de goma?
Alguien estaba intentando ligar con ella. Con pipa, zapatos de piel de cerdo, pantalones de franela grises. Vio que rondaba por allí, y se acercaba.
- Perdone, ¿habla inglés?
Lo de siempre, un tipo inglés de clase media, rubio, de unos cincuenta años y gordo. Disculpándose con una mentira. «No, no lo hablo -le apeteció decirle-. Sólo miro las fotos.» Odiaba tanto a esos tipos, que sintió verdadero asco. Le echó una mirada furibunda, pero el tío no se movió.
- Se lo digo únicamente porque este sitio es espantosamente aburrido -dijo-. He pensado si le gustaría tomar una copa conmigo. Nada más. Le sentará bien.
No le dio las gracias, dijo simplemente:
- Mi papá dice que no debo hablar con desconocidos.
El hombre esperó un poco, y luego se marchó furioso, mirando si había por allí algún policía para denunciarla. Volvió a su estudio del edelweiss común, y a escuchar los pasos de los que iban llegando. Uno que pasaba de largo hacia la tienda de quesos. Otro, al bar. Unos pasos que se acercaban. Y se paraban.
- ¿Imogen? ¿Te acuerdas de mí? Soy Sabine.
Mirada. Pausa para reconocerse.
Un pañuelo de colores suizo, para ocultar el pelo corto y teñido de un color más o menos castaño. Sin gafas, pero si Sabine tuviera que ponerse unas gafas como las mías, cualquier fotógrafo malo podría sacarnos como gemelas. Una bolsa de viaje grande, de Franz Carl Weber, de Zurich, colgaba de su mano, lo que era la segunda señal.
- ¡Anda! Sabine. Eres tú.
Levantarse. Un besito en la mejilla. Qué sorpresa. ¿Adónde vas? El vuelo de Sabine va a salir en seguida. Qué pena que no podamos charlar un rato, pero así es la vida, ¿no es verdad? Sabine deja caer la bolsa de viaje a los pies de Charlie. Echamela un ojo. Descuida, Sabs. Sabine desaparece en «Señoras». Charlie registra el bolso, con todo atrevimiento, como si fuera suyo, saca un sobre atado con una cinta, palpa un pasaporte y un billete que hay dentro. Los sustituye en seguida por su propio pasaporte, su billete, y su tarjeta. Sabine vuelve, coge la bolsa, tiene que salir corriendo,. Charlie cuenta veinte, y va otra vez al retrete. Baastrup Imogen, Africa del Sur. Nacida en Johannesburgo tres años y un mes más tarde que yo. Destino Stuttgart, en una hora y veinte minutos. Adiós, chica irlandesa, bienvenida racista cristiana y reprimida de tierras remotas, que reclama su herencia de niña blanca.
Al salir de los lavabos, vio otra vez al soldado que estaba mirándola. Lo ha visto todo. Está a punto de detenerme. Cree que me he fugado, y no sabe lo acertado que está. No apartó la vista de él hasta que se marchó. Lo único que quería era tener algo que mirar, pensó la chica, y volvió a sacar su libro de flores alpinas.
El vuelo pareció durar cinco minutos. Un árbol de Navidad, ya pasado de moda, se alzaba en la sala de llegadas de Stuttgart, y había un aire de ajetreo familiar, y de gentes con ganas de irse a casa. Charlie vio las fotos de los terroristas buscadas por la policía, y tuvo la premonición de que iba a encontrarse con la suya. Pasó por inmigración sin pestañear; pasó por la ventanilla. Al acercarse a la salida, vio a Rose, su compañera sudafricana, apoyada en una mochila y medio dormida, pero Rose para ella estaba tan muerta como Joseph o como cualquier otro, y era tan invisible como Rachel. Se abrieron las puertas eléctricas, un remolino de nieve le dio en la cara. Se subió el cuello del abrigo, y echó a andar deprisa por la acera hacia el aparcamiento de los coches. Cuarta planta, había dicho Tayeh; al fondo, en el rincón de la izquierda, y busca una cola de zorro en la antena. Ella se había imaginado una buena cola de zorro rojo, colgando de la punta de la antena. Pero esa cola era una birria, una imitación de nylon, sucia, puesta en una anilla, y tendida como un ratón muerto sobre el capó del Volkswagen.
- Soy Saúl. ¿Cómo te llamas, guapa? -preguntó cerca de ella la voz de un hombre con acento norteamericano.
Por un momento, tuvo miedo de que Arthur J. Halloran, alias Abdul, hubiese vuelto a buscarla, y sintió un gran alivio al mirar detrás de la pilastra y encontrarse con un chico muy normal, apoyado contra la pared. Pelo largo, botas y una sonrisa indolente y natural. Y una insignia de «Salvad las ballenas» como la suya, prendida en la cazadora.
- Imogen -contestó ella, porque Tayeh había dicho que Saúl era el nombre que tenían que darle.
- Levanta la tapa, Imogen. Mete la maleta dentro. Ahora echa una ojeada a ver si ves a alguien. ¿No te molesta nadie?
Examinó detenidamente el aparcamiento. En la cabina de un camión Bedford, cubierto de margaritas, Raoul y una chica a la que no podía ver bien, estaban ya a medio camino de la consumación.
Dijo que no había nadie.
Saúl abrió la puerta del coche.
- Y ponte el cinturón, guapa -dijo al sentarse a su lado-. En este país tienen leyes, ¿sabes? ¿Dónde has estado, Imogen? ¿De dónde has sacado tu bronceado?
Pero las viudas dedicadas al crimen no se ponen a charlar con extraños. Saúl se encogió de hombros, encendió la radio, y escuchó las noticias en alemán.
La nieve hacía que todo pareciera bonito y que el tráfico fuera prudente. Se abrieron paso entre él y cogieron una carretera de doble vía bordeada de edificios. Los copos de nieve se lanzaban contra los faros. Terminaron las noticias y una mujer anunció un concierto.
- ¿Te gusta esto, Imogen? Es música clásica.
No la quitó, aunque no contestara. Mozart, desde Salzburgo, donde Charlie se había sentido demasiado cansada para hacer el amor con Michel la noche antes de que muriera.
Bordearon el centro de la ciudad y sus luces, y los copos de nieve volaban hacia allí como cenizas negras. Subieron un paso elevado y, desde arriba, vieron a unos niños con anoraks rojos que jugaban a tirarse bolas de nieve, en un patio de recreo alumbrado con luces de neón. Se acordó del grupo de niños que tenía en Inglaterra, hacía ya un montón de años. Lo estoy haciendo por ellos, pensó. Michel más o menos había pensado lo mismo. De alguna forma todos lo hacemos. Todos, menos Halloran, que ha dejado de comprenderlo. ¿Por qué se acordaba tanto de él? Porque dudaba, y la duda era lo que había llegado a darle más miedo. «Dudar es traicionar», le había advertido Tayeh.
Joseph también decía lo mismo.
Habían entrado en otro país, y la carretera era ahora como un río negro metido entre gargantas de campos blancos y bosques cargados. Perdió la noción del tiempo y luego la de las proporciones. Veía castillos de ensueño y pueblos en hilera que se destacaban sobre el cielo pálido. Las iglesias, que parecían de juguete con sus cúpulas en forma de cebolla, le daban ganas de rezar, pero ella ya era demasiado mayor para eso, y además la religión era una cosa para los débiles. Vio «ponies» que tiritaban y mordían balas de heno, y se acordó de todos los caballitos de su infancia, uno por uno. Cada vez que veía una cosa bonita, se le iba el corazón tras ella, y trataba de que se quedara allí, que se calmara. Pero no había nada que se detuviera, nada que dejara una huella en su mente; era como echar el aliento sobre un cristal bruñido. De cuando en cuando, les adelantaba un coche; una vez pasó a su lado una moto a toda velocidad, y le pareció reconocer la espalda de Dimitri, pero estaba ya fuera del alcance de los faros antes de que pudiera tener alguna seguridad.
Subieron una cuesta, y Saúl empezó a aumentar la velocidad. Torció a la izquierda y cruzó una carretera, luego volvió a la derecha y se metió por un camino. Se veían árboles talados a uno y otro lado, como soldados congelados en un noticiario ruso. A lo lejos, Charlie empezó a distinguir una casa antigua, ennegrecida, con chimeneas altas en el tejado, y por un momento le recordó la casa de Atenas. «Delirio, ¿es ésa la palabra?» Saúl paró el coche, y apagó y encendió un par de veces los faros. Desde lo que parecía el centro de la casa, contestaron haciendo señales con una linterna. Saúl estaba mirando su reloj, contando los segundos en voz alta. «Nueve, diez… tiene que ser ahora», dijo, y la luz que se veía a lo lejos hizo otra señal. Pasó el brazo por delante de ella, y abrió la puerta.
- Hasta aquí hemos llegado, guapa. Ha sido una conversación estupenda. Tranquila.
Con la maleta en la mano, eligió una rodera y echó a andar hacia la casa, sin más auxilio para ver el camino que la blancura de la nieve y la luz de la luna que se filtraba entre los árboles. Al acercarse a la casa, pudo distinguir una torre de reloj, que no tenía reloj, y un estanque helado, con un plinto que tampoco tenía estatua. Una moto brillaba bajo un cobertizo de madera.
De repente, oyó una voz conocida que se dirigía a ella, pero reprimiéndose, como si se tratara de una conspiración.
- Imogen, ten cuidado con el tejado. Como te caiga un pedazo en la cabeza, te deja en el sitio. Imogen -bueno, Charlie-, qué absurdo es esto.
Un momento después, un cuerpo fuerte y suave había salido de la oscuridad del porche para abrazarla, aunque se lo estorbaran algo la linterna y la pistola que llevaba.
Dejándose arrastrar por una ridícula gratitud, Charlie devolvió el abrazo a Helga.
- ¡Helga, santo Dios, eres tú, cuánto me alegro!
A la luz de la linterna, Helga la guió por un vestíbulo con el suelo de mármol, del que habían arrancado ya la mitad de las piedras; y luego, con cuidado, por una escalera combada y sin barandilla. La casa se estaba muriendo, pero alguien se había encargado de acelerar su muerte. Las paredes estaban cubiertas de pintadas rojas; los picaportes de las puertas y la instalación eléctrica, arrancados. Charlie, recobrada otra vez su hostilidad, intentó soltar su mano, pero Helga se la apretó coma si tuviera derecho a hacerlo. Pasaron por una serie de habitaciones vacías, cada una de ellas lo bastante grande como para celebrar un banquete. En la primera, había una estufa de porcelana hecha pedazos y rellena de periódicos. En la segunda, una prensa de mano, cubierta de polvo, y rodeada de montones de hojas impresas amarillentas tiradas por el suelo, restos de anteriores revoluciones. Entraron en otra habitación, y Helga enfocó su linterna sobre una masa de carpetas y papeles tirados en una alcoba.
- ¿Sabes lo que hacemos aquí mi amiga y yo, Imogen? -preguntó, subiendo de repente la voz-. Mi amiga es fantástica. Es Verona, y su padre era un auténtico nazi. Un terrateniente, un industrial, lo que quieras. -Soltó la mano, pero sólo para coger a Charlie por la cintura-. Se murió, así es que estamos vendiéndolo todo para vengarnos. Los árboles, a los que acaban con los árboles. La tierra, a los que destruyen la tierra. Las estatuas y los muebles, al mercado de trastos viejos. Si vale cinco mil, lo damos por cinco. Aquí estaba el escritorio de su padre. Lo hicimos astillas con nuestras propias manos y lo quemamos en una hoguera. Como símbolo. Era el cuartel general de su campaña fascista, aquí firmaba sus cheques, y preparaba todas sus acciones represivas. Lo hicimos trizas y lo quemamos. Y ahora Verona es libre. Es pobre, pero es libre, se ha unido a las masas. ¿No te parece fantástica? A lo mejor tú debieras haber hecho lo mismo.
Una escalera de servicio subía dando vueltas hasta un corredor largo. Helga se puso delante. Charlie oía música folk arriba, y notaba olor a petróleo quemado. Llegaron a un descansillo, pasaron una serie de dormitorios de los criados, y se pararon delante de la última puerta. Salía un poco de luz por debajo de ella. Helga dio unos golpecitos, y habló en alemán. Descorrieron un cerrojo y se abrió la puerta. Helga entró primero e hizo señas a Charlie para que entrara.
- Imogen, ésta es la camarada Verona. -Su voz tomó un tono autoritario-. ¡Vero!
Una chica regordeta y asustada acudió a recibirlas. Llevaba un delantal y unos pantalones negros y anchos, y tenía el pelo cortado como un chico. Una Smith amp; Wesson, metida en una funda, colgaba de sus caderas gordas. Verona se limpió con el delantal, y las dos se dieron un apretón de manos burgués.
- Hace un año, Vero era tan fascista como su padre -comentó Helga, con la debida autoridad-. Una esclava y una fascista, las dos cosas. Ahora, lucha. ¿No es verdad, Vero?
Una vez despedida, Verona volvió a cerrar la puerta, y luego se fue a un rincón, donde estaba guisando algo en un hornillo. Charlie pensó si no estaría soñando para sus adentros con el despacho de su padre.
- Ven, mira quién está aquí -dijo Helga, y la llevó al otro lado de la habitación.
Estaba en un desván grande, igual que el desván en que había jugado tantas veces cuando pasaba las vacaciones en Devon. La poca luz que había venía de una lámpara de petróleo que colgaba de una viga. Para tapar las ventanas, habían clavado encima de ellas unas cortinas de terciopelo dobladas. Junto a una pared se veía un caballo de juguete; a su lado, un tablero, montado sobre un caballete. Había un plano pintado en el tablero; unas flechas de colores señalaban un edificio grande y rectangular que estaba en el centro. En una mesa de ping-pong se veían restos de embutidos, pan negro y queso. Ropas de ambos sexos estaban puestas a secar delante de una estufa de petróleo. Habían llegado a unos escalones de madera, y Helga la hizo subirlos. Arriba, en el suelo, había dos catres, uno al lado del otro. En uno de ellos, desnudo hasta la cintura, y algo más abajo, estaba el italiano moreno que había retenido a Charlie a punta de pistola aquel domingo por la mañana en la City. Se había puesto una colcha rota encima de los muslos, y se veían a su alrededor las piezas de una Walther automática que estaba limpiando. Un transistor que tenía al lado tocaba música de Brahms.
- Y aquí tenemos al vigoroso Mario -anunció Helga, con orgullo sarcástico, mientras le tocaba los genitales con la punta del pie-. Mario, ¿sabes que no tienes ni la menor vergüenza? Tápate ahora mismo, y saluda a nuestra invitada. ¡Es una orden!
Pero la respuesta de Mario fue revolcarse hasta el extremo de la cama, invitando a quien quisiera acompañarle.
- ¿Qué tal está el camarada Tayeh, Charlie? -preguntó-. Danos noticias de la familia.
Como un grito dentro de una iglesia, sonó el teléfono: un sonido tanto más alarmante, porque lo último que se le habría ocurrido pensar a Charlie era que pudieran tener uno. Para levantarle el ánimo, Helga, en ese momento, estaba proponiéndoles tomar un trago a su salud y charlar un rato. Había colocado unos vasos y una botella en una tabla de pan, y los transportaba ahora ceremoniosamente. Al oír el teléfono, se quedó helada, luego dejó la tabla encima de la mesa de ping-pong, que estaba a su lado. Rossino apagó la radio. El teléfono estaba solo, en una mesita de marquetería que Verona y Helga no habían quemado aún; era de los antiguos, con el auricular separado. Helga se puso al lado, pero no lo cogió. Charlie contó ocho interminables timbrazos antes de que parara. Helga seguía allí, sin dejar de mirarlo. Rossino, completamente desnudo, fue a coger una camisa del tendedero.
- Dijo que llamaría mañana -comentó, mientras empezaba a ponérsela-. ¿Qué pasa ahora de repente?
- Calma -replicó Helga.
Verona continuó removiendo lo que estuviera guisando, pero más despacio, como si la prisa fuera peligrosa. Era una de esas mujeres cuyos movimientos parecen salir siempre de los codos.
El teléfono volvió a sonar, dos llamadas, y esta vez Helga lo cogió, pero en seguida volvió a dejarlo. Pero, a la tercera llamada, contestó con un «sí», y luego estuvo escuchando, sin mover la cabeza ni sonreír, quizá durante un par de minutos, antes de decir:
- Los Minkels han cambiado sus planes. Van a pasar la noche en Tubinga, donde tienen amigos en la facultad. Llevan cuatro maletas grandes, muchas piezas pequeñas, y una cartera-. Con su instinto seguro para causar efecto, cogió un trapo húmedo del fregadero de Verona, y borró el plano que estaba pintado en el tablero-. La cartera es negra, con herrajes sencillos. El sitio de la conferencia se ha cambiado también. La policía no tiene sospechas, pero está nerviosa. Están tomando lo que ellos llaman precauciones razonables.
- ¿Qué es lo que les pasa? -preguntó Rossino.
- La policía quiere aumentar el número de vigilantes, pero Minkel se niega a que lo hagan. Es lo que se llama un hombre de principios. Dice que si va a predicar sobre la ley y la justicia, no pueden verle rodeado de policía secreta. Para Imogen, nada ha cambiado. Sus órdenes son las mismas. Es su primera acción. Y va a ser la estrella absoluta. ¿No es verdad, Charlie?
De repente, todos estaban mirándola: Verona de una forma fija e inexpresiva, Rossino, con una sonrisa de entendido, y Helga, con una mirada franca y directa, de la que la duda, como siempre, estaba ausente.
Estaba tumbada de espaldas, con el brazo debajo de la cabeza, a modo de almohada. Su dormitorio no era el coro de una iglesia, sino una buhardilla sin luz ni cortinas. La cama, un colchón de crin y una manta amarillenta que olía a alcanfor. Helga estaba sentada a su lado, atusándole el pelo teñido con su mano fuerte. La luz de la luna entraba por la ventana alta; la nieve creaba su propio silencio. Alguien debía escribir aquí un cuento de hadas. Mi amante se acostaría conmigo a la luz rojiza de su linterna. Estaba en una cabaña de madera, a salvo de todo, menos del día de mañana.
- ¿Qué te pasa, Charlie? Abre los ojos. ¿Ya no te gusto?
Abrió los ojos y se quedó mirando, pero sin ver ni pensar en nada.
- ¿Todavía sueñas con tu palestino? ¿No te gusta lo que hacemos aquí? ¿Quieres dejarlo y escapar, ahora que todavía estás a tiempo?
- Estoy cansada.
- ¿Entonces por qué no te vienes a dormir con nosotros? Podemos querernos. Y luego podemos dormir. Mario es un amante estupendo.
Helga se inclinó sobre ella y la besó en el cuello.
- ¿Quieres que venga Mario solo? ¿Eres tímida? Hasta eso te lo permito.
Volvió a besarla. Pero Charlie estaba fría y rígida, como si tuviera el cuerpo de hierro.
- Mañana por la noche a lo mejor estás más cariñosa. A El Jalil no se le puede decir que no. Está encantado de volver a verte. Ha preguntado por ti. ¿Sabes lo que le dijo una vez a un amigo nuestro? «Sin mujeres, perdería mi calor humano y no valdría para soldado. Para ser un buen soldado es imprescindible tener humanidad.» Ya puedes imaginarte qué hombre tan estupendo es. A ti te gustaba Michel, pues también te gustará él. No hay problema.
Helga, después de besarla por última vez, salió del cuarto y Charlie se quedó tumbada, con los ojos muy abiertos, mirando la luz de la noche que entraba por la ventana. Oyó el quejido de una mujer, que luego se convirtió en un sollozo suplicante; después, la voz imperiosa de un hombre. Helga y Mario estaban adelantando la revolución sin su ayuda.
«Síguelos adondequiera que te lleven -había dicho Joseph-. Si te dicen que mates, mata. La responsabilidad será de ellos, no tuya.»
- ¿Dónde estaréis?
- Cerca.
«Cerca del fin del mundo.»
En el bolso tenia una linterna pequeña que daba un hilo de luz, y que le habría servido para jugar con ella debajo de las sábanas cuando estaba en el colegio. La sacó, y cogió también el paquete de Marlboros que le había dado Rachel. Quedaban tres pitillos, y los guardó otra vez, sueltos. Con mucho cuidado, como le había enseñado a hacerlo Joseph, quitó el papel de fuera, abrió luego la caja hasta dejarla plana, con la parte de dentro hacia arriba. Se mojó el dedo, y empezó a frotar suavemente el cartón blanco con la saliva. Las letras iban apareciendo, oscuras y muy finas, como si las hubieran hecho con una plumilla. Leyó el mensaje, y luego metió el paquete aplastado por una ranura que había entre las tablas del suelo, y lo empujó hasta que desapareciera.
«Animo. Estamos contigo.» El Padre nuestro entero en la cabeza de un alfiler.
La sala de operaciones de Friburgo era un entresuelo alquilado a toda prisa, en una calle comercial importante, y su tapadera la Walter amp; Frosch Investment Company, GmbH, una de las varias docenas de ellas que la secretaría de Gavron tenía registradas permanentemente. Su equipo de comunicaciones parecía más o menos el de un negocio corriente; tenían además tres teléfonos normales, cortesía de Alexis, y uno de ellos, el menos oficial, era la línea directa del doctor con Kurtz. Eran las primeras horas de la madrugada, después de una noche muy movida, primero con el delicado asunto de rastrear a Charlie, y luego de alojarla; y después, por culpa de una discusión tensa sobre cuál era la demarcación entre Litvak y el que tenía a su mismo cargo en Alemania Occidental, porque ahora Litvak discutía con todo el mundo. Kurtz y Litvak se habían mantenido por encima de esas peleas entre subordinados. El acuerdo general funcionaba, y Kurtz todavía no tenía interés en romperlo. Alexis y sus hombres tendrían el crédito; Litvak y los suyos, la satisfacción.
En cuanto a Gadi Becker, por fin estaba otra vez en marcha. Ante la inminencia de la acción, su estilo había adquirido una rapidez decidida y resuelta. Las introspecciones que le habían perseguido en Jerusalén se habían disipado; el tormento de la espera ociosa había terminado. Mientras Kurtz dormitaba debajo de una manta del ejército, y Litvak, nervioso y agotado, iba de un lado para otro o mantenía conversaciones secretas por alguno de los teléfonos, con lo que se estaba poniendo de un humor que no se sabía cuál era, Becker montaba la guardia junto a las persianas del ventanal, mirando con paciencia las colinas cubiertas de nieve que había al otro lado del río Dreisam. Porque Friburgo, lo mismo que Salzburgo, es una ciudad rodeada de alturas, y todas las calles parecen subir hacia su propia Jerusalén.
- Está aterrada -dijo de repente Litvak a la espalda de Becker. Becker, desconcertado, se volvió a mirarle.
- Se ha pasado a ellos -insistió Litvak. Su voz tenía una cierta inseguridad.
- Becker volvió a la ventana:
- Parte de ella se ha ido, y otra parte se ha quedado -contestó-. Eso era lo que queríamos de ella.
- ¡Se ha pasado a ellos! -repitió Litvak, queriendo darse cada vez más importancia-. Ya ha ocurrido antes con otros agentes. Y ahora ha ocurrido con ella. Yo la vi en el aeropuerto, y tú no. ¡Parece un fantasma, te lo aseguro!
- Si parece un fantasma es porque quiere parecerlo -contestó Becker, sin descomponerse-. Es una actriz. Llegará hasta el final, no te preocupes.
- ¿Y qué motivos tiene? No es judía. No es nada. Es de los otros. ¡Olvídate de ella!
Al oír que Kurtz se movía debajo de su manta, Litvak levantó la voz todavía más para meterle también a él.
- Si todavía es de los nuestros, ¿por qué le dio en el aeropuerto a Rachel un paquete de cigarrillos en blanco, eh? Se pasa semanas enteras entre esa chusma, y no nos escribe ni una nota cuando vuelve a aparecer. ¿Que clase de agente es ése, que es tan leal a nosotros?
Becker parecía estar buscando la respuesta en las montañas lejanas.
- A lo mejor no tiene nada que decir -contestó-. Ella vota con sus actos. No con sus palabras.
Desde las escasas profundidades de su cama de campaña. Kurtz ofreció un consuelo soñoliento:
- Alemania te pone nervioso, Shimon. Cálmate. ¿Qué importa con quién esté, mientras continúe mostrándonos el camino?
Pero las palabras de Kurtz surtieron el efecto contrario. En su afán de atormentarse, Litvak tuvo la impresión de que se unían en contra de él, y eso le puso todavía más furioso.
- ¿Y si se hunde y confiesa? ¿Si les cuenta toda la historia, desde Mikonos hasta aquí? ¿Sigue mostrándonos el camino?
Parecía estar empeñado en armarla; no iba a poder quedar satisfecho si no lo hacía.
Kurtz se incorporó un poco, apoyado en el codo, y adoptó un tono más áspero.
- Entonces, ¿qué hacernos, Shimon? Danos la solución. Supón que se ha pasado a los otros. Supón que se ha descubierto la operación entera, desde el desayuno hasta la cena. ¿Quieres que llame a Misha Gavron y le diga que ya no hay nada que hacer?
Becker no había abandonado la ventana, pero se había dado otra vez la vuelta, y estaba contemplando pensativo a Litvak. Litvak, mirándoles al uno y al otro, levantó los brazos, un gesto muy sin sentido para hacerlo ante dos hombres tan estáticos.
- ¡Anda por ahí, en algún sitio! -gritó Litvak-. En un hotel. En un apartamento. En una casa de huéspedes. Tiene que estar. Acordona la ciudad. Carreteras, trenes, autobuses. Di a Alexis que se encargue de aislarla. Registra las casas una por una hasta que le encontremos.
Kurtz trató de poner un poco de humor:
- Shimon, que Friburgo no es la Orilla Occidental.
Pero Becker, que por fin estaba interesado, parecía querer continuar la discusión.
- ¿Y cuándo le hayamos encontrado? -preguntó, como si no acabara de ver del todo claro el plan de Litvak-. ¿Qué hacemos entonces, Shimon?
- ¡Cuando le encontremos! ¡Matarle! La operación ha terminado.
- ¿Y quién mata a Charlie? -preguntó Becker, en el mismo tono razonable-. ¿Nosotros o ellos?
De repente, todo lo que estaba pasando fue demasiado para que Litvak pudiera aguantarlo solo. Bajo la tensión de la noche pasada, v del día que iba a venir, toda la enmarañada masa de sus frustraciones, masculinas y femeninas, subió de pronto a la superficie. Se puso colorado, con los ojos como brasas, mientras extendía un brazo delgado y acusatorio hacia Becker.
- ¡Es una puta, es una comunista y es la amante de un árabe! -gritó, y lo bastante alto para que pudieran oírle al otro lado del tabique-. Deshaceos de ella. ¿A quién le importa?
Si Litvak esperaba que Becker armara un escándalo por eso, se llevó una desilusión, porque todo lo que hizo fue mover la cabeza, como para confirmar que lo que había estado pensando Litvak desde hacía algún tiempo quedaba más que demostrado. Kurtz había apartado su manta. Estaba sentado en la cama, en calzoncillos, con la cabeza inclinada hacia adelante, y frotándose su pelo gris y corto con la punta de los dedos.
- Vete a darte un baño, Shimon -dijo-. Un baño, un buen descanso, un poco de café. Y no aparezcas por aquí hasta mediodía. Antes de eso, nada. -Sonó el teléfono-. No contestéis -dijo, y lo cogió él mismo, mientras Litvak, mudo de espanto, le contemplaba desde la puerta-. Está ocupado -contestó en alemán-. Si, soy Helmuth, ¿quién habla?
Dijo sí; volvió a decir sí; bien hecho. Colgó el teléfono. Luego sonrió, con su sonrisa eterna y sin alegría. Primero a Litvak, para consolarle, y luego también a Becker, porque en ese momento sus diferencias no tenían importancia.
- Charlie llegó al hotel de los Minkel hace cinco minutos -dijo-. Rossino está con ella. Se están tomando un buen desayuno juntos, y con mucho tiempo por delante, que es como le gusta hacerlo a nuestro amigo.
- ¿Y la pulsera? -preguntó Becker.
Esa parte le gustó más a Kurtz:
- En su muñeca derecha -contestó orgulloso-. Tiene un mensaje para nosotros. Es una buena chica, Gadi, te felicito.
El hotel había sido construido en los años sesenta, cuando la industria del ramo todavía creía en los grandes vestíbulos, llenos de gente, con fuentes luminosas tranquilizadoras, y relojes de oro metidos en las vitrinas. Una escalera doble y amplia subía hasta el salón de la primera planta, y Charlie y Rossino, sentados en una mesa junto a la barandilla, podían ver la puerta principal y la recepción. Rossino llevaba un traje de ejecutivo, azul, y Charlie su uniforme de las guías sudafricanas, y el Niño Jesús de madera del campo de entrenamiento. Los cristales de sus gafas, que Tayeh se había empeñado en que fueran auténticos hacían que le dolieran los ojos cuando era ella la que tenía que vigilar. Habían comido huevos con tocino porque estaba muerta de hambre, y ahora estaban tomando café, mientras Rossino leía el Stuttgarter Zeitung, y le obsequiaba de cuando en cuando con alguna noticia divertida. Habían llegado a la ciudad a primera hora de la mañana, y ella había estado a punto de congelarse, sentada detrás, en la moto. Habían aparcado en la estación del ferrocarril, donde Rossino había hecho varias diligencias, y habían ido luego al hotel en taxi. Llevaban allí una hora y durante ese tiempo Charlie había visto a los policías de escolta depositar a un obispo católico, y volver después con una delegación del Africa Occidental, vestida con los trajes de su tribu. También había visto llegar a un autocar lleno de americanos, y marcharse a otro lleno de japoneses; se sabía de memoria todos los requisitos necesarios para hacer la inscripción, incluido el nombre del que cogía las maletas de los que llegaban, en cuanto entraban por las puertas correderas, las cargaba en unos carritos pequeños, y se mantenía a cierta distancia mientras los huéspedes rellenaban sus hojas.
- Y su Santidad el Papa se propone hacer un viaje por todos los estados fascistas de Sudamérica -anunció Rossino detrás de su periódico, en el momento en que ella se levantaba-. A lo mejor esta vez se lo cargan. ¿Adónde vas, Imogen?
- A hacer pis.
- ¿Qué te pasa? ¿Estás nerviosa?
El lugar destinado a las señoras tenía luces de color rosa sobre los lavabos, y música suave para ahogar el zumbido de los ventiladores. Rachel se estaba poniendo sombra de ojos. Había otras dos mujeres, lavándose. Una puerta estaba cerrada. Charlie pasó al lado de Rachel y le puso en la mano el mensaje. Se lavó y volvió a la mesa.
- Vámonos de aquí -dijo, como si una vez aliviada hubiera cambiado de idea-. Es ridículo.
Rossino encendió un grueso puro holandés y le echó a propósito el humo en la cara.
Un Mercedes que parecía oficial se detuvo en la puerta y descargó un puñado de hombres, vestidos con trajes oscuros y con insignias en la solapa. Rossino había empezado a hacer una broma obscena a propósito de ellos, cuando le interrumpió un botones diciendo que le llamaban al teléfono: se rogaba al señor Verdi, que había dejado su nombre y cinco marcos al conserje, que fuera a la cabina número 3. Charlie se bebió el café, sintiendo el calor que le bajaba por el pecho. Rachel estaba sentada con un amigo, debajo de una palmera de aluminio, leyendo Cosmopolitan. El amigo era nuevo para ella y parecía alemán. Estaba leyendo un documento metido en una funda de plástico. Había unas veinte personas más sentadas por allí, pero Rachel fue la única a la que pudo reconocer. Rossino había vuelto.
- Los Minkel llegaron a la estación hace dos minutos. Cogieron un Peugeot azul. Estarán aquí dentro de un momento.
Pidió la cuenta, pagó y volvió a coger su periódico.
Haré todas las cosas una sola vez, se había prometido a sí misma mientras esperaba a que amaneciese; todo será por última vez. Se lo repetía ahora. Si ahora estoy aquí sentada, no volveré a sentarme aquí nunca. Cuando baje las escaleras, no volveré nunca a subirlas. Cuando salga del hotel, no volveré a entrar nunca en él.
- ¿Por qué no le pegamos un tiro y terminamos de una vez? - preguntó en voz baja, con un miedo y un odio repentinos que le habían entrado al ponerse otra vez a mirar la puerta de entrada.
- Porque queremos estar vivos para matar a otros tíos como él. -contestó Rossino con paciencia, y volvió la página-. El Manchester United ha perdido otra vez -añadió complacido-. Pobre viejo Imperio.
- Acción -dijo Charlie.
Un taxi marca Peugeot, azul, se había parado al otro lado de las puertas de cristal. Una mujer de pelo gris estaba saliendo de él. La seguía un hombre alto, de aspecto distinguido, que tenía un andar lento y ceremonioso.
- Ocúpate de las piezas pequeñas, yo me ocuparé de las grandes -le dijo Rossino, mientras dejaba el periódico y volvía a encender el puro.
El taxista estaba abriendo el maletero; Franz, el mozo, estaba detrás de él con su carrito. Salieron primero dos maletas de nylon marrones, ni viejas ni nuevas. Con correas en el centro, como refuerzo. Etiquetas rojas. Luego una maleta vieja de cuero, mucho más grande, con un par de ruedas en una punta. Seguida todavía de otra maleta más.
- ¡Jesús! -suspiró Rossino-. ¿Cuánto tiempo piensan quedarse?
Las piezas pequeñas estaban apiladas en el asiento de delante. Después de cerrar el maletero, el taxista empezó a descargarlas, pero Franz no iba a poder llevarlas todas en su carrito de una sola vez. Una bolsa de cuero de varios colores, bastante deteriorada, y dos paraguas, el de él y el de ella. Una bolsa de papel con un gato negro pintado en ella. Dos cajas grandes, envueltas en papel de regalo, probablemente obsequios de Navidad atrasados. Luego la vio: una cartera negra. Lados duros, montura de acero, etiqueta con el nombre de cuero. La buena de Helga, pensó Charlie; identificada. Minkel estaba pagando el taxi. Como alguien a quien Charlie había conocido en otro tiempo, llevaba las monedas en una bolsa, y se las ponía en la palma de la mano antes de separarse de ese dinero que no le era familiar. La señora Minkel cogió la cartera.
- Mierda -dijo Charlie.
- Espera -dijo Rossino.
Cargado de paquetes, Minkel siguió a su mujer, y cruzó las puertas correderas.
- Dices que crees que le reconoces -dijo Rossino-. ¿Por qué no bajas y le miras más de cerca? No te decides, eres una virgencita tímida-. La tenía agarrada por la manga del vestido-. No fuerces la cosa. Si no marcha, hay muchas otras maneras de hacerlo. Frunce las cejas. Ponte bien las gafas. Venga.
Minkel estaba acercándose a la recepción, con unos pasos cortos, un poco absurdos, como si no lo hubiera hecho nunca. Su mujer, con la cartera en la mano, estaba a su lado. No había más que una recepcionista atendiendo a la gente, y estaba ocupada con otros huéspedes. Minkel, mientras esperaba, miraba confuso a su alrededor. Su mujer, más tranquila, observaba el lugar. Se fijó en que al otro lado del vestíbulo, en una parte separada por unos cristales ahumados, se celebraba una fiesta. Observó con desagrado a los invitados, y comentó algo con su marido. La recepción estaba libre, y Minkel cogió la cartera de sus manos: una transacción tácita e instintiva entre dos personas que formaban una pareja. La recepcionista era una rubia vestida de negro. Comprobó las listas con sus uñas pintadas de rojo antes de entregar una hoja a Minkel para que la rellenara. Las escaleras chocaban con los tacones de Charlie, la mano se le pegaba a la barandilla. Minkel, a través de sus gafas, era una abstracción borrosa. El suelo se le echaba encima al iniciar su camino vacilante hacia la recepción. Minkel estaba inclinado sobre el mostrador, rellenando su hoja. Había puesto a un lado su pasaporte israelí, y estaba copiando el número. La cartera estaba en el suelo, junto a su pie izquierdo; la señora Minkel, fuera de tiro. Charlie se colocó a la derecha de Minkel, y miró con disimulo por encima de su hombro mientras escribía. La señora venía por la izquierda, y estaba mirando con asombro a Charlie. Hizo una seña a su marido. Al darse cuenta por fin de que la observaban, Minkel levantó despacio su venerable cabeza, y se volvió hacia ella. Charlie carraspeó, simulando timidez, cosa que no le era nada difícil. Ahora.
- ¿El profesor Minkel? -preguntó.
Tenía unos ojos grises e inquietos, y parecía todavía más desconcertado que Charlie. De pronto, fue como ayudar a un actor malo.
- Soy el profesor Minkel -admitió, como si no estuviera del todo seguro-. Si. Soy yo. ¿Por qué?
Su actuación, de puro mala, le dio fuerzas a el… Respiró hondo.
- Profesor, me llamo Imogen Baastrup, soy de Johannesburgo y graduada en ciencias sociales por la Universidad de Witwaterstrand -dijo, todo de corrido. Su acento era menos sudafricano que vagamente de las antípodas; su actitud un poco tonta, pero decidida-. El año pasado tuve la suerte de oír su conferencia sobre los derechos de las minorías en las sociedades con problemas raciales. Fue una conferencia muy bonita. La verdad es que cambió mi vida. Pensé escribirle a usted, pero no llegué a hacerlo nunca. ¿Le importaría que le diese la mano?
Prácticamente tuvo que cogérsela. Miró sin saber qué hacer a su mujer, pero ella tenía más talento y, por lo menos estaba sonriendo a Charlie. Guiándose por lo que hacía ella, aunque fuera con retraso, Minkel sonrió también, pero con poca convicción. Si Charlie estaba sudando, eso no era nada comparado con lo que le ocurría a Minkel: fue como meter la mano en un puchero.
- ¿Va a estar mucho tiempo aquí, profesor? ¿Qué es lo que está haciendo? ¿No va a decirme que está otra vez dando conferencias?
En segundo término, fuera de la vista, Rossino estaba preguntando en inglés a la recepcionista si un tal señor Boccaccio, de Milán, había hecho ya la reserva.
La señora Minkel, una vez más, acudió en su auxilio:
- Mi marido está haciendo un viaje por Europa -dijo-. Estamos tomándonos unas vacaciones, dando algunas conferencias, visitando a los amigos. La verdad es que nos hace mucha ilusión.
Animado por esas palabras, Minkel se decidió a hablar:
- ¿Y qué es lo que le trae a Friburgo, señorita… Baastrup? -preguntó, con el acento alemán más marcado que había oído nunca fuera de un escenario.
- ¡Ah, nada!, pensé que me iría bien ver un poco de mundo antes de decidir qué es lo que hago con mi vida -contestó Charlie.
Sácame de ésta. Cristo, sácame de ésta. La recepcionista se lamentaba de que no hubiera ninguna reserva hecha a nombre del señor Boccaccio, y de que el hotel estuviera lleno; con la otra mitad de sí misma, entregaba a la señora Minkel la llave de una habitación. Charlie estaba dando otra vez las gracias al profesor por esa conferencia tan instructiva y estimulante, y Minkel estaba dándoselas a ella por sus amables palabras; Rossino, después de darle también las gracias a la recepcionista, se dirigía a paso ligero hacia la puerta principal, con la cartera de Minkel tapada por el elegante impermeable negro que llevaba al brazo. Entre nuevas disculpas y tímidas expresiones de agradecimiento, Charlie salía tras él, con cuidado de no dar la impresión de que tenía prisa. Al llegar a las puertas de cristal, tuvo tiempo de ver reflejada en ellas la imagen de los Minkel, mirando desconsolados a su alrededor, tratando de recordar quién era el último que la había tenido y dónde.
Charlie pasó entre los taxis parados, y llegó al aparcamiento del hotel, donde Helga, que llevaba una capa Loden con botones de asta, estaba esperándola en un Citroen verde. Charlie se sentó a su lado; Helga avanzó tranquilamente hacia la salida, metió la tarjeta y el dinero. Al levantarse la barrera, Charlie empezó a reírse a carcajadas, como si la risa se le hubiera disparado también al mismo tiempo. Se ahogaba, se ponía las manos en la boca, y apoyaba la cabeza en el hombro de Helga, en un estallido de alegría incontenible.
- ¡He estado increíble, Helg! Tenías que haberme visto.
Al llegar al cruce, un policía de tráfico joven se quedó asombrado al ver a dos mujeres adultas, que lloraban de risa como si hubieran perdido la cabeza. Helga bajó el cristal de la ventanilla y le tiró un beso.
En la sala de operaciones, Litvak estaba sentado junto a la radio, y Becker y Kurtz, de pie, detrás de él. Litvak, pálido y silencioso, parecía tener miedo de sí mismo. Llevaba unos auriculares y un micrófono.
- Rossino ha cogido un coche para ir a la estación -dijo Litvak-. Lleva la cartera. Va a recoger la moto.
- No quiero que le sigan -dijo Becker a Kurtz.
Litvak se quitó el micrófono y respondió como si no pudiera creer lo que oía:
- ¿Que no le sigan? Tenemos seis hombres alrededor de esa moto. Alexis tiene unos cincuenta. Hemos puesto a un ex policía, y tenemos coches repartidos por toda la ciudad. Que sigan a la moto, nosotros seguimos a la cartera. La cartera nos lleva a nuestro hombre. -Se volvió hacia Kurtz, como para pedirle que le apoyara.
- ¿Gadi? -dijo Kurtz.
- Utilizará algún recurso -dijo Becker-. Siempre lo ha hecho. Rossino la llevará hasta allí, la entregará, y otro se encargará de cogerla en la etapa siguiente. Por la tarde, nos habrán hecho andar por calles desiertas, por el campo, por restaurantes vacíos. No hay en el mundo un equipo de vigilancia que pueda aguantar eso sin que le descubran.
- ¿Y tu interés particular, Gadi? -preguntó Kurtz.
- Berger estará pendiente de Charlie durante todo el día. El Jalil la telefoneará a la hora y en los sitios que hayan convenido. Si El Jalil ve que algo no va bien, mandará a Berger que la mate. Si no llama en dos o tres horas, como hayan quedado, Berger la matará de todas maneras.
Kurtz, sin cabar de decidirse, se apartó de ellos y empezó a andar por la habitación. Primero para un lado, luego para el otro, mientras Litvak le miraba con cara de loco. Kurtz cogió por fin la línea directa con Alexis, y le oyeron decir «Paul», en un tono como de consulta, a ver si me haces un favor. Habló un rato en voz baja, escuchó, volvió a hablar, y colgó.
- Tenemos unos nueve segundos antes de que llegue a la estación -dijo Litvak, nervioso, escuchando con sus auriculares-. Seis.
Kurtz no le hizo caso.
- Me comunican que Helga y Charlie acaban de entrar en una peluquería elegante -dijo, avanzando otra vez por la habitación-. Parece que quieren ponerse guapas para el gran acontecimiento. -Se paró delante de ellos.
- El taxi de Rossino ya ha llegado a la estación -dijo Litvak, desesperado-. Lo está despidiendo ahora.
Kurtz estaba mirando a Becker. Le miraba con respeto, casi con cariño. Era un viejo entrenador cuyo atleta favorito había encontrado por fin su forma.
- Gadi ha conseguido una victoria, Shimon -dijo, sin apartar los ojos de Becker-. Llama a tus chicos. Diles que se tomen un descanso hasta la noche.
Sonó un teléfono, y Kurtz volvió a cogerlo. Era el profesor Minkel, que sufría su cuarto ataque de nervios. Kurtz le escuchó hasta el final, habló luego con su mujer, durante un buen rato y en tono tranquilizador, tratándolos a los dos con superioridad.
- No hay duda de que es un buen día -dijo, conteniendo su mal humor después de colgar-. Todo el mundo lo está pasando en grande.
Se puso su boina azul y se fue a buscar a Alexis, para ir a inspeccionar con él la sala de conferencias.
Era para ella la espera más cargada de amenazas y la más larga; una noche de estreno para acabar con las noches de estreno. Y lo peor era que no podía hacer nada sola, porque Helga había nombrado a Charlie su protegida y sobrina favorita, y no pensaba perderla de vista. Después de la peluquería, donde Helga había recibido su primera llamada telefónica, fue a unos almacenes, en los que compró a Charlie un par de botas forradas de piel, y unos guantes de seda para lo que ella llamaba «marcas de dedos». Desde allí a la catedral, en la que Helga obligó a Charlie a oír una lección de historia, y luego, con muchas risitas e insinuaciones, a una plaza pequeña, donde estaba empeñada en presentarle a un tal Bertold Schwartz.
- La persona más sexy que has visto en tu vida. Estoy segura de que te vas a enamorar como una loca de él.
Bertold Schwartz resultó ser una estatua.
- ¿No es fantástico, Charlie? ¿No te gustaría poder levantarle las faldas? ¿Sabes lo que hizo nuestro Bertold? Era un fraile franciscano, un alquimista famoso, e inventó la pólvora. Amaba tanto a Dios, que enseñó a todas sus criaturas a volarse unas a otras. Así es que los honrados ciudadanos le erigieron una estatua. Es natural. -La cogió del brazo y la apretó contra ella-. ¿Sabes lo que vamos a hacer esta noche? -le dijo al oído-. Volvemos aquí, traemos unas flores para Bertold, y las ponemos a sus pies. ¿Eh, Charlie?
Muy bien, Helg. Lo que tú quieras.
La aguja de la catedral estaba empezando a ponerle los nervios de punta: un faro, lleno de calados, siempre apagado, que aparecía delante de ella cada vez que daba la vuelta a una esquina o entraba en una calle nueva.
Fueron a comer a un restaurante elegante, donde Helga invitó a Charlie a vino de Baden, criado, según se dijo, en el suelo volcánico del Kaiserstuhl -«¡Un volcán!», pensó Charlie- y ya todo lo que comían, bebían o veían daba pie para hacer comentarios y bromas aburridas. Cuando estaban tomando el pastel de la Selva Negra. -«Hoy todo tiene que ser burgués»-, volvieron a llamar a Helga al teléfono, y dijo que tenían que ir a la universidad o no podrían hacer nada. Se metieron por un paso subterráneo, bordeado de tiendas pequeñas y buenas, y se encontraron a la salida frente a un edificio impresionante, de piedra arenisca rojiza, con columnas, y una fachada en la que se veían unas palabras escritas en letras de oro, que Helga se apresuró a traducir.
- Mira, aquí tienes un mensaje para ti, Charlie. Escucha. «La verdad os hará libres.» Citan a Carlos Marx en tu honor, ¿no te parece bonito?
- A San Juan -corrigió Charlie, antes de que hubiera tenido tiempo de pensarlo, y vio pasar una sombra de ira por la cara de Helga.
Un espacio de piedra abierto rodeaba el edificio. Un policía viejo se paseaba por allí, mirando con poca curiosidad a las chicas, que abrían la boca y señalaban con el dedo, como perfectas turistas. Cuatro escalones conducían a la entrada principal. Dentro de ella, las luces de una sala grande brillaban a través de las puertas de cristal oscuro. La entrada lateral estaba custodiada por estatuas de Homero y Aristóteles, y fue allí donde Helga y Charlie se detuvieron más tiempo, admirando las esculturas y la suntuosidad ar quitectónica, y calculando en secreto medidas y distancias. Un cartel amarillo anunciaba la conferencia de Minkel para las ocho de la tarde.
- Tienes miedo, Charlie -dijo Helga en voz baja, y sin esperar una respuesta-. Escucha, a partir de esta mañana, vas a tener un triunfo absoluto. Vas a enseñarles qué es verdad y qué es mentira, y vas a enseñarles también qué es la libertad. Para las grandes mentiras necesitamos una acción grande, es lógico. Una acción grande, un gran auditorio, una gran causa. Ven.
Un puente moderno para peatones cruzaba la calle de doble vía. Unos macabros postes totémicos presidían cada uno de sus extremos. Del puente pasaron a la biblioteca de la universidad, y de allí a un café de estudiantes, una especie de plataforma de cemento, colgada sobre la calle. Las paredes eran de cristal, y mientras tomaban café, podían ver a profesores y estudiantes entrar y salir de la sala de conferencias. Helga estaba esperando otra llamada telefónica. La llamada llegó y, cuando volvía de hablar, vio algo en la expresión de Charlie que la puso furiosa.
- ¿Qué es lo que te pasa? ¿De repente te ha entrado una gran compasión por las deliciosas opiniones sionistas de Minkel? Pues es peor que Hitler, ¿sabes?, un auténtico tirano disfrazado. Voy a comprarte un «schnapps» para darte ánimos.
Todavía sentía el calor del «schnapps» cuando llegaron al parque vacío. El estanque estaba helado; empezaba a anochecer; se clavaban las motas de agua helada que volaban en el aire. Una campana antigua dio la hora, con un sonido fuerte. Una segunda campana, más pequeña y de un tono más agudo, sonó después de ella. Helga, arropada en su capa verde, lanzó un grito de alegría.
- ¡Charlie, escucha! ¿Oyes esa campana pequeña? Es de plata. ¿Y sabes por qué? Te lo voy a contar. Un viajero que venía a caballo se perdió por el camino una noche. Hacía muy mal tiempo y había bandidos, y se alegró tanto al ver Friburgo que regaló una campana de plata a la catedral. Desde entonces, toca todas las noches. ¿No es bonito?
Charlie dijo que sí con la cabeza y trató de sonreír, pero sin éxito. Helga le echó el brazo por encima, y la metió entre los pliegues de su capa.
- Oye, Charlie, ¿quieres que te eche otro sermón?
Charlie movió la cabeza.
Sin dejar de apretarla contra su pecho, Helga miró el reloj, y luego al camino, que estaba ya casi a oscuras.
- ¿Sabes otra cosa de este parque, Charlie?
Sé que es el segundo lugar más horrible del mundo. Y yo no doy nunca primeros premios. Guardó silencio.
- Pues entonces voy a contarte otra historia. ¿Quieres? En la guerra había aquí una oca macho. ¿Decís oca macho?
- Ganso.
- Pues este ganso era una sirena que avisaba de los ataques aéreos. Cuando venían los aviones, era el primero que los oía, y cuando chillaba, la gente bajaba corriendo a los sótanos, sin esperar el aviso oficial. El ganso murió, pero los habitantes estaban tan agradecidos que después de la guerra le hicieron un monumento. Ahí tienes lo que es Friburgo. Una estatua al monje que inventó las bombas y otra al que avisaba de que iban a tirarlas. ¿Serán locos estos friburgueses? -Más seria, Helga volvió a mirar el reloj y luego hacia la oscuridad brumosa-. Aquí esta -dijo, con mucha tranquilidad, y se dispuso a despedirse.
«No, Helg -pensó Charlie-; te quiero, puedes desayunar conmigo todos los días, pero no me hagas ir con El Jalil.»
Helga le puso las manos en la cara, y la besó en los labios.
- Por Michel, ¿eh? -Volvió a besarla, esta vez con más fuerza-. Por la revolución y la paz y por Michel. Sigue por el camino, todo derecho, y encontrarás una puerta. Un Ford verde está esperando allí. Te sientas en la parte de atrás, justo detrás del conductor. -Otro beso-. Charlie, escucha, eres maravillosa. Siempre seremos amigas.
Charlie echó a andar por el camino, se detuvo, miró para atrás. En la media luz del anochecer, rígida, extrañamente cumplidora, Helga estaba vigilándola, con su Loden verde colgándole de los hombros, como la capa de un guardia.
Helga saludó con su mano grande, moviéndola a un lado y a otro, a estilo real. Charlie contestó, contemplada por la aguja de la catedral.
El conductor llevaba un sombrero de piel que le tapaba la mitad de la cara, y se había subido el cuello de piel del abrigo. No se dio la vuelta para saludarla y, desde donde estaba, no podía hacerse una idea de cómo era, salvo que a juzgar por la línea de su mandíbula era joven, y que le parecía también que era árabe. Conducía despacio, primero por entre el tráfico nocturno y luego por el campo, por caminos estrechos y rectos, en los que todavía había nieve. Encendió más de una vez la luz para mirar el reloj del panel, pero volvió a apagarla. Pasaron una estación de ferrocarril pequeña, llegaron al paso a nivel, y se pararon. Charlie oyó un timbre de aviso y vio que la barrera se movía y empezaba a bajar. Puso el coche en segunda, y cruzó a toda velocidad, justo en el momento en que el paso a nivel se cerraba tras ellos.
- Gracias -dijo Charlie, y le oyó reírse con una risa gutural; desde luego era árabe.
Subió una cuesta, y volvió a detener el coche, esta vez junto a una parada de autobús, que tenía un letrero en el que había una «H» verde. Le dio una moneda.
- Coge un billete de dos marcos, el próximo autobús en esa dirección. Esto es la busca del tesoro el Día de la Fundación del colegio nuestro, pensó; la próxima pista te lleva a la otra; cuando llegas a la última, ganas el premio.
Era noche cerrada, y estaban apareciendo las primeras estrellas. De las colinas venía un viento que cortaba. A lo lejos vio las luces de una estación de gasolina, pero no había casas por ninguna parte. Esperó cinco minutos, y llegó un autobús que se paró con un chirrido. Estaba vacío en sus tres cuartas partes. Cogió el billete y se sentó al lado de la puerta, con las rodillas juntas, sin mirar a ningún sitio. En las dos paradas siguientes, no subió nadie; en la tercera, un chico vestido con una chaqueta de cuero, subió de un salto, y se sentó alegremente al lado de ella. Era su chófer americano de la noche anterior.
- Dos paradas más allá hay una iglesia nueva -le dijo con naturalidad-. Te bajas, pasas por delante de la iglesia, sigues andando por la carretera, siempre por el lado derecho. Encuentras un vehículo rojo, parado, con un diablillo colgado del espejo del conductor. Abres la puerta, te sientas, y esperas. Eso es todo lo que tienes que hacer.
El autobús se detuvo, ella se bajó y echó a andar. El chico se quedó en el autobús. La carretera era recta y la noche muy oscura. Más allá, a unos quinientos metros, vio como un destello rojo debajo de una farola. No los pilotos. La nieve crujía bajo sus botas nuevas y el ruido aumentaba la sensación que tenía de estar separada de su cuerpo. ¿Qué hay, pies, qué estáis haciendo ahí abajo? Marcha, chica, marcha. Al acercarse, vio que era una furgoneta de Coca-Cola, subida en el bordillo de la carretera. Unos cincuenta metros más allá, debajo de otra farola, había un café diminuto, y luego otra vez nada, sólo la llanura cubierta de nieve y la carretera recta, que no conducía a ningún sitio. A quién había podido ocurrírsele poner un café en un sitio tan dejado de la mano de Dios era otro misterio.
Abrió la puerta de la furgoneta y se metió en ella. En el interior había mucha luz, gracias a la farola que tenía encima. Notó olor a cebolla y vio una caja de cartón repleta de ellas, entre los cajones de botellas vacíos que llenaban la parte de atrás. Un demonio de plástico, con un tridente, colgaba del espejo. Se acordó de que había otro igual en la furgoneta de Londres, el día en que Mario la había secuestrado. A sus pies había un montón de cassettes sucias. Era el sitio más tranquilo del mundo. Una luz se acercaba despacio por la carretera. Al llegar a su altura, vio que era un cura joven montado en una bicicleta. Volvió la cara al pasar junto a ella, y pareció que se sentía ofendido, como si fuera un desafío a su castidad. Esperó otra vez. Un hombre alto, con una gorra de visera, salió del café, olfateó el aire y miró luego a un lado y a otro, como si no supiera muy bien qué hora era. Volvió a entrar en el café, volvió a salir, avanzó despacio hasta llegar adonde estaba ella. Dio unos golpecitos en la ventanilla con sus dedos enguantados. Un guante de cuero, duro y brillante. La luz fuerte de una linterna enfocada sobre ella, le impidió ver al hombre. La luz se mantuvo, se paseó despacio por la furgoneta, volvió a enfocarla y la deslumbró. Levantó la mano para protegerse los ojos y, al bajarla, vio que la luz la seguía hasta sus piernas. La linterna se apagó, se abrió la puerta, una mano la agarró por la muñeca y la sacó del coche. Estaba delante de él, y era un hombre fuerte, treinta centímetros más alto que ella. Pero su cara estaba completamente en sombra debajo de la visera y se había subido el cuello para protegerse del frío.
- Quédate muy quieta -dijo.
Le quitó el bolso que llevaba colgado del hombro, calculó primero lo que pesaba, luego lo abrió, y miró lo que había dentro. Por tercera vez en su corta vida, su radio despertador mereció una cuidadosa atención. La encendió. Funcionaba. La apagó, jugueteó un poco con ella, y se guardó algo en el bolsillo. Por un momento, creyó que había decidido quedarse con la radio. Pero no era así, porque vio que volvía a meterla en el bolso, y el bolso en la furgoneta. Luego, como si fuera un instructor que quería corregir su postura, le puso la punta de las manos en los hombros para enderezarla. Su mirada no se apartó de su cara en ningún momento. Bajó el brazo derecho, y empezó a tocarle el cuerpo con la palma de la mano izquierda, primero el cuello y los hombros, luego la clavícula y las paletillas, palpando los puntos en que habrían estado los tirantes de su sostén, en caso de haberlo llevado. Después, las axilas, y bajando por los lados hasta las caderas; los pechos y el vientre.
- Esta mañana, en el hotel, llevabas la pulsera en la muñeca derecha. Esta noche la llevas en la izquierda. ¿Por qué?
Hablaba el inglés como un extranjero, pero culto y educado; con un acento que a ella le parecía el de un árabe. Una voz suave, pero poderosa; una voz de orador.
- Me gusta cambiarla de sitio -dijo Charlie.
- ¿Por qué?
- Para que parezca nueva.
El hombre se agachó, y continuó su exploración de las caderas, las piernas y la parte interior de los muslos, con el mismo cuidado que el resto del cuerpo; luego, siempre sólo con la mano izquierda, metió los dedos entre las botas de piel de Charlie.
- ¿Sabes cuánto vale esa pulsera? -preguntó, al ponerse otra vez de pie.
- No.
- Estáte quieta.
Estaba detrás de ella, palpándole la espalda, las caderas, de nuevo las piernas, hasta llegar a las botas.
- ¿No la has asegurado?
- No.
- ¿Por qué no?
- Michel me la dio por amor, no por dinero.
- Sube al coche.
Lo hizo; él dio la vuelta por delante del coche, y se sentó a su lado.
- Muy bien, te llevo a ver a El Jalil. -Puso el motor en marcha-. Entrega de puerta a puerta.
La furgoneta tenía cambio automático, pero observó que conducía principalmente con la mano izquierda, mientras que la derecha descansaba sobre su pierna. El ruido que hacían las botellas vacías la cogió de sorpresa. Llegó a un cruce, torció a la izquierda para coger otra carretera tan recta como la primera, pero sin luces. Su cara, por lo que podía ver, le recordaba la de Joseph, no por las facciones, sino por la intensidad de su expresión, por sus ojos rasgados de luchador, que mantenían una vigilancia constante sobre los tres espejos de la furgoneta, así como sobre ella misma.
- ¿Te gustan las cebollas? -preguntó entre el ruido de las botellas.
- Mucho.
- Te gusta guisar? ¿Qué sabes hacer? ¿Espaguetis, Schnitzel vienés?
- Cosas como ésas.
- ¿Qué le hiciste a Michel?
- Un bistec.
- ¿Cuándo?
- En Londres. La noche que se quedó en mi piso.
- ¿Y no le diste cebollas?
- Con la ensalada.
Volvían a la ciudad. Su resplandor formaba una pared rojiza bajo la nube pesada de la noche. Bajaron una cuesta, y llegaron a un valle, llano, desparramado, como sin forma. Vio fábricas a medio construir, y aparcamientos de camiones, vacíos. No veía tiendas, ni bares, ni luces en ninguna ventana. Entraron en un patio exterior de cemento. Paró la furgoneta, pero dejó el motor en mar-cha. «HOTEL GARNI EDEN», leyó, en letras de neón rojas, y encima de una llamativa puerta de entrada «Willkommen, Bienvenu, Wellcome».
Al ir a entregarle su bolso, tuvo otra idea:
- Toma, dale éstas. A él también le gustan. -Buscó la caja de cebollas entre las otras. Al dejarla encima de ella, se fijó otra vez en la inmovilidad de su mano derecha, cubierta por el guante-. Habitación 5, cuarto piso. Por las escaleras. No el ascensor. Que te vaya bien.
Con el motor todavía en marcha, la vio cruzar el patio hacia la entrada. La caja pesaba más de lo que ella había esperado, y necesitaba los dos brazos para llevarla. El vestíbulo estaba vacío, y el ascensor allí, pero no lo cogió. La escalera era estrecha y retorcida, y la alfombra estaba completamente desgastada. Sonaba una música insinuante, el aire viciado olía a perfume barato y a humo de tabaco rancio. En el primer rellano, una mujer vieja, desde un compartimiento de cristales, dijo «Grüss Gott», pero sin levantar la cabeza. Parecía un sitio en que estaban acostumbrados a ver señoras que entraban y salían sin dar explicaciones.
En el segundo rellano, oyó música, y risas de mujer; en el tercero, vio que subía el ascensor, y pensó por qué demonios le había hecho subir por las escaleras, pero ya no le quedaba voluntad ni deseos de resistirse, todas sus palabras y sus acciones estaban ya escritas para ella. Le dolían los brazos de llevar la caja y, cuando llegó al pasillo del cuarto piso, el dolor era lo que más le preocupaba. La primera puerta era una salida de incendios, y la segunda, al lado de ella, llevaba el número 5. El ascensor, la salida de incendios, las escaleras, pensó inmediatamente; él siempre tiene por lo menos dos cosas a mano.
Dio unos golpecitos en la puerta, se abrió y, lo primero que se le ocurrió pensar, fue: Vaya, hombre, ya la he pringado; porque el hombre que estaba delante de ella era el hombre que acababa de llevarla allí en la furgoneta de Coca-Cola, sólo que sin el sombrero y sin el guante de la mano izquierda. Cogió la caja de cebollas y la puso en el estante de las maletas. Le quitó las gafas, las dobló, y volvió a dárselas. Después de eso, volvió a quitarle el bolso que llevaba colgado del hombro, y lo vació encima del edredón barato y de color rosa, casi lo mismo que le habían hecho en Londres cuando le pusieron las gafas oscuras. Aparte de la cama, casi la única cosa que había en el cuarto era la cartera. Estaba encima del lavabo, vacía, con su boca negra vuelta hacia ella, como una mandíbula abierta. Era la que ella había ayudado a robarle al profesor Minkel en aquel hotel grande que tenía una terraza, cuando era demasiado joven para saber lo que le convenía.
Una calma absoluta había caído sobre los tres hombres que estaban en la sala de operaciones. Ninguna llamada telefónica, ni siquiera de Minkel y Alexis; ninguna retractación desesperada sobre el enlace cifrado con la embajada de Bonn. Parecía que en su imaginación colectiva toda la complicada trama de la conspiración estuviera reteniendo el aliento. Litvak, sin ánimos, se había dejado caer en un sillón de despacho; Kurtz, en una especie de ensoñación, con los ojos medio cerrados, sonreía como un caimán viejo. Y Gadi Becker, lo mismo que antes, el más silencioso de todos, miraba descontento a la oscuridad, como un hombre que examinara todas las promesas de su vida pasada… ¿cuáles eran las que había mantenido, cuáles roto?
- Debíamos haberle dado ya el emisor -dijo Litvak-. Ahora ya confían en ella. ¿Por qué no se lo hemos dado?
- Porque va a registrarla -dijo Becker-. Va a registrarla para ver si lleva armas o algún emisor.
Litvak se animó lo bastante para tener ganas de discutir:
- ¿Entonces por qué la utilizan a ella? Estáis locos. ¿Por qué utilizar a una chica en la que no confías para un trabajo como éste?
- Porque no ha matado -dijo Becker-. Porque es pura. Por eso es por lo que la utilizan a ella, y por eso es por lo que no confían en ella. Por la misma razón.
La sonrisa de Kurtz se hizo casi humana.
- Cuando haya matado por primera vez, Shimon. Cuando ya no sea una novata. Cuando esté ya del lado contrario y sea una persona fuera de la ley hasta su muerte… entonces confiarán en ella. Entonces todo el mundo confiará en ella -le dijo Litvak-. Esta noche a las nueve en punto será uno de ellos; no hay por qué preocuparse, Shimon.
Pero Litvak no quedó contento.