Fue el regreso a Londres y la espera. Durante dos húmedas semanas de otoño, desde que Helga le había dado la terrible noticia, la Charlie de su imaginación había entrado en un infierno mórbido y vengativo, y ardía en él sola. Estoy en shock; soy una plañidera obsesiva, solitaria, sin un amigo a quien recurrir. Soy un soldado que ha perdido su general, un revolucionario separado de la revolución. Hasta Cathy la había abandonado.
- A partir de ahora, te las arreglarás sin niñera -le dijo Joseph con una sonrisa cansada-. No podemos permitir que vuelvas a entrar en las cabinas telefónicas.
Sus encuentros durante ese período fueron escasos y formales; por lo general, se trataba de citas en la carretera cuidadosamente planeadas. A veces la llevaba a restaurantes discretos en los alrededores de Londres; una vez, a Burnham Beeches a dar un paseo; y una vez al zoo de Regent's Park. Pero fueran donde fuesen, le hablaba sobre su estado mental y la examinaba constantemente, pro-poniéndole diversas contingencias, sin describir jamás con exactitud de qué se trataba.
- ¿Qué harán ahora? -preguntó ella.
«Están comprobando; te están observando. Pensando en ti.»
A veces, la alarmaban sus insólitos arrebatos de hostilidad hacia él, pero él, como un buen médico, se apresuraba a asegurarle que los síntomas eran normales en sus condiciones.
- ¡Soy el enemigo arquetípico, por Dios! Maté a Michel, y si tuviera la menor oportunidad te retaría a ti. Es lógico que tengas serios recelos, ¿por qué no?
«Gracias por la absolución -pensó ella, maravillándose secretamente de las facetas aparentemente interminables de su esquizofrenia compartida-: comprender es perdonar.»
Hasta que llegó el día en que él anunció que debían abandonar temporalmente todo tipo de encuentro, a menos que se diera un caso de urgencia extrema. Parecía saber que estaba a punto de suceder algo, pero se negó a decirle qué era por miedo a que ella reaccionara mal. O no reaccionara. Estaría cerca, le dijo, recordándole la promesa que le había hecho en la casa de Atenas: cerca - aunque no presente-, día tras día. Y habiendo aumentado -quizá deliberadamente- su sentimiento de inseguridad casi hasta el punto de ruptura, la envió de regreso a la vida de aislamiento que había inventado para ella, pero esta vez con la muerte de su amante como tema obsesivo.
Ese piso que una vez había amado se transformó ahora, mediante su diligente descuido, en el desordenado santuario a la memoria de Michel, un lugar de quietud sucio, con aire de iglesia. Los libros y panfletos que él le había dado yacían boca abajo sobre el suelo y la mesa, abiertos en los pasajes importantes. Por la noche, cuando no podía dormir, se sentaba frente al escritorio con un cuaderno, en medio del desorden, y copiaba frases de sus cartas. Su intención era compilar una memoria secreta suya que lo mostraría a un mundo mejor como el Che Guevara árabe. Pensaba recurrir a un editor marginal que conocía: Cartas nocturnas de un palestino asesinado, en mal papel y con muchas erratas de imprenta. En estos preparativos había una cierta locura, como muy bien sabía Charlie cuando tomaba cierta distancia. Pero en otro sentido sabía que sin locura no había sanidad. O había el role o no había nada.
Sus excursiones al mundo exterior eran pocas, pero una noche -como para demostrarse más palmariamente su decisión de llevar a la batalla la bandera de Michel, si sólo conseguía encontrar el campo de batalla- fue a una reunión de camaradas en la habitación superior de una taberna de St. Pancras. Se sentó con los Muy Locos, la mayoría de los cuales estaba totalmente drogada para cuando llegaron allí. Pero se quedó hasta el final y se asustó a sí misma y a ellos con una furiosa perorata contra el sionismo en todas sus manifestaciones fascistas y genocidas, lo cual -para secreta diversión de otra parte de ella- provocó nerviosas quejas de los representantes de la izquierda radical judía.
En otras ocasiones, persiguió a Quilley hablándole de los papeles futuros. ¿Qué había pasado con la prueba cinematográfica? ¡Por el amor de Dios, Ned, necesito trabajo! Pero la verdad era que su amor por el escenario artificial iba desvaneciéndose. Se había comprometido -mientras durara y pese al aumento del peligro-con el teatro de lo real.
Entonces empezaron las advertencias, como el crujido de los aparejos que anuncia una tormenta en el mar.
La primera llegó por la vía del pobre Ned Quilley, una llamada telefónica mucho más temprana de lo que le era habitual, ostensiblemente para retribuir otra que ella le había hecho el día anterior. Pero supo en seguida que era algo que Marjorie le había ordenado hacer en cuanto entró en la oficina. Antes de que se olvidara o perdiera coraje o se pusiera a afilar la punta de los lápices. No, no tenía nada para ella, pero quería cancelar el almuerzo de ese día, dijo Quilley. No hay problema, contestó ella, tratando galantemente de ocultar su decepción, porque ese almuerzo era el gran almuerzo que habían planeado para celebrar el final de su gira y hablar sobre lo que haría después. Realmente, había estado esperándolo como un placer que podía decentemente permitirse.
- Pero si está muy bien -insistió, y esperó a que él le diera su excusa, pero en lugar de eso, él se fue al otro extremo e hizo un intento estúpido por ser rudo.
- Sencillamente, no me parece que sea el momento adecuado -dijo con arrogancia.
- Ned, ¿qué pasa? No estamos en cuaresma. ¿Qué te ha pasado?
Su frivolidad falsa, que tenía por objeto facilitarle las cosas, sólo sirvió para incitarle a mayores muestras de pomposidad.
- Charlie, no sé qué te ha pasado a ti -comenzó, hablando desde su Altar-. Yo fui joven una vez y no tan estrecho como pudieras pensar, pero si es verdad la mitad de lo que se ha sugerido, entonces no puedo evitar pensar que sería mejor, mucho mejor para ambas partes… -pero, siendo su adorable Ned, no pudo decidirse a dar el golpe final, de modo que dijo-: posponer nuestra cita hasta que hayas recuperado el raciocinio -punto en el cual, según el guión de Marjorie, hubiera tenido que cortar la comunicación, cosa que de hecho se arregló para hacer después de varios telones falsos y mucha ayuda de parte de Charlie.
Ella volvió a telefonear en seguida y consiguió a la señora Ellis, que era lo que quería.
- ¿Qué sucede, Pheeb? ¿Por qué de pronto tengo mal aliento?
- ¡Oh, Charlie! ¿Qué has estado haciendo? -dijo la señora Ellis, hablando muy bajo porque temía que el teléfono estuviera intervenido-. La policía estuvo aquí una mañana entera preguntando por ti, tres tipos, y no se nos permite decir nada.
- Bueno, jódelos -dijo valerosamente.
Es uno de sus controles periódicos, se dijo. La brigada de Investigación Discreta, entrometiéndose con sus botas claveteadas para completar su dossier antes de Navidad. Habían estado haciéndolo regularmente desde que había empezado a ir a las tribunas. Excepto que, por alguna razón, no parecía cosa de rutina. No toda una mañana y tres de ellos. Eso estaba reservado a los V.I.P.
Después vino lo de la peluquera.
Había hecho una cita para las once y la mantuvo, con o sin almuerzo. La propietaria era una generosa dama italiana llamada Bibi. Cuando vio entrar a Charlie, frunció el entrecejo y dijo que ese día iba a atenderla ella misma.
- ¿Has vuelto a salir con un tipo casado? -aulló, mientras echaba champú en el pelo de Charlie-. No tienes buen aspecto, ¿sabes? ¿Has sido una mala chica, le has robado el marido a alguien? ¿Qué haces, Charlie?
«Tres hombres -dijo Bibi, obligada por Charlie-. Ayer.» Dijeron que eran inspectores de impuestos; querían ver la agenda de Bibi y las cuentas del valor añadido.
Pero en realidad, lo que de verdad querían era saber sobre Charlie.
- «¿Quién es esta Charlie de aquí?», me dicen. «¿La conoce bien, Bibi?» Claro, les digo. «Charlie es una buena chica, una cliente.» «¡Ah, una cliente!, ¿eh? Le habla de sus amiguitos, ¿eh? ¿A quién se ha conseguido? ¿Dónde duerme estos días?» Todo acerca de que has estado de vacaciones…, con quién vas, dónde vas después de Grecia. Yo no les digo nada. Confía en Bibi.
Pero ya en la puerta, después de que Charlie hubo pagado, Bibi se puso un poco desagradable, por primera vez.
- No vuelvas por un tiempo, ¿de acuerdo? No me gustan los problemas. No me gusta la policía.
- A mí tampoco, Beeb. Créeme, a mí tampoco. Y menos que nadie esas tres bellezas.
«Cuanto más pronto sepan de ti las autoridades, más pronto forzaremos la mano de la oposición», le había prometido Joseph. Pero no le había dicho que iba a ser así.
Después, menos de dos horas más tarde, llegó el chico bonito.
Había comido una hamburguesa en alguna parte y luego empezó a caminar, pese a que estaba lloviendo, porque tenía la estúpida idea de que mientras se mantuviera en movimiento estaba segura, y bajo la lluvia más segura todavía. Se encaminó hacia el oeste, pensando vagamente en Primrose Hill; después cambió de idea y saltó a un autobús. Probablemente fuera una coincidencia, pero cuando miró atrás desde la plataforma vio a un hombre que se metía en un taxi, a unas cincuenta yardas de allí. Y repasando el incidente, creyó recordar que había bajado bandera antes de que el tipo lo detuviera.
- «Manténte dentro de la lógica de la ficción -le había dicho Joseph una y otra vez-. Cede y habrás estropeado la operación. Pégate a la ficción y, cuando todo haya terminado, repararemos los daños.»
A medio camino del pánico, pensó en arrastrarle hasta lo de la modista y pedir ver a Joseph inmediatamente. Pero su lealtad hacia él la retuvo. Le amaba sin vergüenza y sin esperanza. En el mundo que él había vuelto de cabeza para ella, era lo único permanente, tanto en la ficción como en los hechos.
De modo que en lugar de eso fue al cine y allí fue donde trató de ligársela el hombre bonito. Y donde estuvo a punto de dejar que lo hiciera.
Era alto y malicioso, con un largo abrigo de cuero, nuevo, y gafas de abuelita, y cuando, durante el intermedio, se dirigió hacia ella por la fila, supuso estúpidamente que lo conocía y en su desconcierto no supo darle un nombre o un lugar. De modo que le devolvió la sonrisa.
- ¡Hola! ¿Cómo está? -exclamó él, sentándose a su lado-. Charmian, ¿no es verdad? ¡Dios, sí que estuvo bien en Alpha Beta el año pasado! ¿No estuvo realmente maravillosa? Tome unas palomitas de maíz.
De pronto, nada encajaba. La sonrisa despreocupada no encajaba con la mandíbula parecida a la de un esqueleto; las gafas de abuelita no se llevaban bien con los ojos de rata; las palomitas no tenían nada que ver con los zapatos lustrados y el abrigo de cuero, seco, no guardaba relación con el tiempo. Había llegado allí desde la luna, sin otra intención que la de detenerla.
- ¿Quiere que llame al gerente o se va solo? -dijo.
El se mantuvo en sus trece, protestando, sonriendo con afectación, preguntándole si era un fraude, pero cuando ella se precipitó en el vestíbulo, el personal había desaparecido como nieve de verano. No había nadie, excepto una chica negra, menuda, en la ventanilla, que fingió que estaba demasiado ocupada contando el cambio.
Ir a casa requirió más coraje del que poseía, más del que Joseph tenía derecho a esperar de ella, y durante todo el camino estuvo rogando que se le rompiera un tobillo o la atropellara un bus o sufriera otro de sus desmayos. Eran las siete de la tarde y el café atravesaba un momento de calma. El chef le sonrió brillantemente y su descarado amiguito la saludó, como de costumbre, agitando la mano como si ella fuera una tonta. Dentro del piso, en lugar de encender la luz, se sentó sobre la cama y dejó las cortinas abiertas, observando en el espejo cómo holgazaneaban los dos hombres por la acera de enfrente, sin hablarse y sin mirar nunca en su dirección. Las cartas de Michel todavía estaban bajo las tablas del suelo. También su pasaporte y lo que quedaba del fondo de combatiente. «Ahora tu pasaporte es un documento peligroso -le había advertido Joseph durante su sermón sobre su nuevo status después de la muerte de Michel-. No debería haber dejado que lo usaras para el viaje. Tu pasaporte debe quedar guardado, junto con los otros secretos.»
«Cindy», pensó Charlie.
Cindy era una huérfana georgiana que hacía el turno de tarde abajo. Su amante de la India occidental estaba en prisión por graves daños corporales y de vez en cuando Charlie le daba lecciones de guitarra gratis para ayudarla a pasar el tiempo,
«Cindy -escribió-. Aquí va un regalo de cumpleaños, para cuando sea tu cumpleaños. Llévalo a casa y practica hasta que estés medio muerta. Tienes el talento, así que no te des por vencida. Llévate también el estuche, aunque como una idiota he dejado la llave en casa de mamá. La traeré la próxima vez que venga. De todos modos, la música todavía no es para ti. Amor, Chas.»
El estuche era de su padre, un sólido chisme eduardiano con cerraduras y remiendos. Adentro puso las cartas de Michel, junto con su dinero, el pasaporte y mucha música. Lo llevó abajo con la guitarra.
- Esto es para Cindy -le dijo al chef, y él tuvo un ataque de risa y lo puso todo en el lavabo de señoras, con la aspiradora y los envases vacíos.
Volvió a subir, encendió la luz, corrió las cortinas y se puso todas sus galas porque era noche de Peckham y ni todos los polis de la tierra ni todos sus amantes muertos le impedirían hacer ensayar a sus chicos para la pantomima. Regresó a casa apenas pasadas las once. La calle estaba vacía; Cindy se había llevado el estuche y la guitarra. Telefoneó a Al porque, de pronto, necesitaba desesperadamente un hombre, No hubo respuesta. El bastardo está follando por ahí otra vez. Intentó, sin éxito, encontrar a un par de antiguos amigos. El sonido del teléfono le parecía peculiar, pero, teniendo en cuenta cómo se sentía, era posible que fueran sus oídos. A punto de acostarse, echó una última ojeada por la ventana y allí estaban sus dos guardianes, otra vez plantados en la acera.
Al día siguiente no sucedió nada, excepto que cuando llamó a Lucy, esperando de algún modo encontrar a Al allí, Lucy dijo que Al había desaparecido de la superficie terrestre, que había llamado a la policía, a los hospitales y a todo el mundo.
- Prueba con la Perrera de Battersea -le aconsejó Charlie. Pero cuando regresó a su piso, allí estaba el viejo y horrible Al en el teléfono, en estado de histeria alcohólica.
- Vente para aquí ahora mismo, mujer. No hables; limítate a venir ya.
Fue, sabiendo que era más de lo mismo, sabiendo que ya no había rincón de su vida que no estuviera ocupado por el peligro.
Al se había instalado en lo de Willy y Pauly, que después de todo no iban a separarse. Llegó y descubrió que había convocado a todo un club de admiradores. Robert había llevado a una novia nueva, una idiota con los labios pintados de blanco y el cabello color malva, llamada Samantha. Pero, como de costumbre, era Al quien dominaba la escena.
- ¡Y tú puedes decirme lo que quieras! -aullaba cuando ella entró-. ¡Es esto! ¡Es la guerra! ¡Oh, sí, lo es, y la guerra total, ya que estamos en eso!
Siguió gritando hasta que Charlie le gritó a él: que se callara y le contara lo que había pasado.
- ¿Lo que ha pasado, chica? ¿Lo que ha pasado? Lo que ha pasado es que la contrarrevolución ha disparado sus primeras salvas, eso es lo que ha pasado, y la diana era este maldito idiota.
- ¡Cuéntamelo en maldito inglés! -chilló Charlie, pero estuvo a punto de volverse loca antes de poder sacarle los hechos.
Al estaba saliendo de esta taberna, cuando esos tres gorilas cayeron sobre él, dijo. Uno o hasta dos y hubiera podido enfrentarlos, pero eran tres y tan duros como el maldito Peñón de Brighton, y trabajaron sobre él en equipo. Pero no fue hasta que le metieron en el coche policial, medio castrado, que comprendió que los cerdos le detenían basándose en un cargo de indecencia amañado.
- Y sabes de qué querían hablar realmente, ¿no? -y la amenazó con su brazo-. ¡De ti, chica! ¡De ti y de mí y nuestra maldita política,!oh, sí! ¿Por casualidad no habría entre nuestros conocidos algunos amigables activistas palestinos? Mientras tanto, me dicen que me abrí la bragueta delante de un bonito niño cobrizo en el baño de caballeros del Rising Sun e hice con la mano derecha movimientos como si me masturbase. Y cuando no están diciéndome eso, me están diciendo que me arrancarán las uñas una a una y me darán diez años en Sing Sing por tramar complots anarquistas con mis amiguitos maricas de las islas griegas, como Willy y Pauly. ¡Quiero decir que ya estamos, chica! Este es el día uno y nosotros, en esta habitación, somos la vanguardia.
Le habían golpeado la oreja con tanta fuerza que no se escuchaba hablar, dijo; sus pelotas eran como huevas de ostra y miren el maldito hematoma de su brazo. Lo tuvieron en conserva veinticuatro horas y le interrogaron durante seis. Le ofrecieron el teléfono, pero no monedas, y cuando pidió una guía telefónica resultó que la habían perdido, así que ni siquiera pudo llamar a su agente. Después, absurdamente, habían dejado caer el cargo de exhibición indecente y lo habían dejado salir bajo fianza.
Entre los presentes había un chico llamado Matthew, un aprendiz de contable de mejillas regordetas que buscaba emociones. Y tenía un piso. Para su sorpresa, Charlie fue allí y durmió con él. Al día siguiente no había ensayo y ella había estado pensando en visitar a su madre, pero a la hora del almuerzo, cuando despertó en la cama de Matthew, no tuvo estómago para hacerlo, así que la llamó por teléfono y canceló la visita. Probablemente fue esto lo que decidió a la policía, porque cuando llegó a la puerta del café de Goa esa tarde, encontró un coche patrulla aparcado junto al bordillo y a un sargento de uniforme parado en la puerta abierta y junto a él el chef, sonriéndole con turbación asiática.
«Ha sucedido -pensó tranquilamente-. Y ya era tiempo. Finalmente, han dejado el trabajo fino.»
El sargento pertenecía al tipo de hombre de ojos furiosos y pelo corto que odia a todo el mundo, pero más que a nadie a los indios y las mujeres bonitas. Tal vez fue este odio el que lo cegó, en ese momento crucial, con referencia a la posible identidad de Charlie.
- El café está temporalmente cerrado -le espetó-. Busque otro lugar.
La aflicción engendra sus propias respuestas.
- ¿Es que ha muerto alguien? -preguntó temerosamente.
- Si es así, no me lo han dicho. Se ha visto a un sospechoso en el local. Nuestros oficiales están investigando. Y ahora, lárguese.
Tal vez había estado demasiado tiempo trabajando y tenía sueño. Tal vez no conocía la velocidad de pensamiento y movimientos que puede desarrollar una chica impulsiva. En cualquier caso, en un segundo pasó bajo su brazo y estuvo dentro del café, cerrando las puertas detrás de sí mientras corría. El café estaba vacío y las máquinas apagadas. Su propia puerta estaba cerrada, pero escuchó el murmullo de voces masculinas. Abajo, el sargento aullaba y golpeaba la puerta. Escuchó: «Eh, usted. Deténgase. Salga.» Pero débilmente. Pensó: llave, y abrió el bolso. Vio el pañuelo de cabeza blanco y se lo puso, un cambio relámpago entre escenas. Después tocó el timbre, dos timbrazos rápidos, confiados. Movió la solapa del buzón.
- ¿Chas? ¿Estás ahí? Soy yo, Sandy.
Las voces se acallaron de golpe; escuchó unos pasos y un susurro: «¡Harry, rápido!» La puerta se abrió y se encontró mirando directamente a los ojos de un hombrecito salvaje, de cabello gris y traje gris. Detrás de él, veía las atesoradas reliquias de Michel dispersas por todas partes, la cama deshecha, los pósters en el suelo, la alfombra enrollada y las tablas del piso retiradas. Vio una cámara boca abajo y un segundo hombre mirando por el visor y debajo varias de las cartas de su madre. Vio cortafríos, cortapapeles y su aspirante a amante del cine con sus gafas de abuelita, arrodillado entre una pila de sus lujosas ropas nuevas, y supo de una sola mirada que no estaba interrumpiendo la investigación, sino la irrupción misma.
- Busco a mi hermana Charmian -dijo-. ¿Quién demonios son ustedes?
- No está aquí -contestó el hombre cano, y ella percibió un ligerísimo acento galés y observó marcas de uñas en su mandíbula. Sin dejar de mirarla, levantó la voz hasta un bramido.
- ¡Sargento Mallis! ¡Sargento Mallis, saque a esta dama de aquí y tómele los datos!
Le cerraron la puerta en la cara. Desde abajo llegaba el sonido del desafortunado sargento, que seguía aullando. Bajó suavemente las escaleras, pero sólo hasta el rellano, desde donde se deslizó entre montones de cajas de cartón en dirección a la puerta del patio. Tenía puesto el cerrojo, pero no estaba cerrada con llave. El patio daba a un callejón y el callejón a una calle donde vivía la señorita Dubber. Al pasar junto a su ventana, Charlie golpeó y le dedicó un alegre ademán de saludo. Nunca sabría cómo se las arregló para hacerlo, de dónde sacó el coraje. Siguió caminando, pero detrás de ella no se escucharon pasos ni voces furiosas. Ningún coche frenó a su lado. Llegó al camino principal y en algún punto del camino se puso un guante de cuero, que era lo que Joseph le había dicho que hiciera si la hacían correr. Vio un taxi libre y lo detuvo. «Bueno - pensó alegremente-, aquí estamos.» Fue sólo mucho, mucho más tarde en sus muchas vidas, cuando le pasó por la cabeza la idea de que la habían dejado ir deliberadamente.
Joseph había ordenado que dejara fuera del asunto a su Fiat y, aunque a regañadientes, supo que tenía razón. De modo que se movió por pasos, nada apresurado. Estaba tratando de contenerse. «Después del taxi, damos un paseo en bus -se dijo-, caminamos un poco y luego un trecho en metro.» Su mente estaba afilada como un hacha, pero tenía que poner las ideas en orden. Su alegría no había disminuido. Sabía que tenía que controlar con firmeza sus respuestas antes de hacer el movimiento siguiente, porque si estropeaba eso, estropeaba todo el espectáculo. Joseph se lo había dicho y ella le creía.
«Estoy huyendo. Me siguen. ¡Cristo, Helg!, ¿qué hago?»
«Puedes llamar a este número sólo en caso de extrema emergencia, Charlie. Si llamas innecesariamente, nos enojaremos mucho, ¿me oyes?»
«Sí, Helg; te oigo.»
Se sentó en una taberna y bebió uno de los vodkas de Michel, recordando el resto de consejo gratuito que Helga le había dado mientras Mesterbein remoloneaba en el coche. «Asegúrate de que no te siguen. No uses el teléfono de amigos o de tu familia. No uses la cabina de la esquina o la de enfrente o la que esté calle arriba o calle abajo de tu piso.
»Nunca, ¿me oyes? Todas son extremadamente peligrosas. Los cerdos pueden intervenir un teléfono en un segundo, puedes estar segura. Y nunca uses dos veces el mismo teléfono. ¿Me oyes, Charlie?»
«Te oigo perfectamente, Helg.»
Salió a la calle y vio a un hombre mirando el escaparate oscuro de una tienda, y a un segundo alejándose lentamente de él hacia un coche con antena aparcado. Entonces le poseyó el terror y era un sentimiento tan horrible que deseaba dejarse caer gimoteando en la acera y confesarlo todo y rogarle al mundo que la aceptara de nuevo. La gente que estaba delante de ella era tan aterradora como la que estaba detrás; las líneas fantasmales del bordillo conducían a un espantoso punto impreciso que era su propia extinción. «Helga -rezó-. ¡Oh, Helg, sácame de esto!» Cogió un bus en dirección equivocada, esperó, cogió otro y volvió a caminar, pero se salteó el metro porque la idea de estar bajo tierra la asustaba. De modo que cedió y tomó otro taxi y miró por la ventanilla posterior. Nada la seguía. La calle estaba vacía. Al demonio con el paseo, al demonio con los metros y los buses.
- Peckham -le dijo al conductor, y fue directo hasta las puertas, como es debido.
El vestíbulo que usaban para los ensayos estaba en la parte trasera de la iglesia. Era un lugar parecido a un granero, contiguo a un campo de juegos aventurero que los chicos habían destrozado hacía tiempo. Para llegar, tenía que bajar junto a una hilera de tejos. No había luces, pero tocó el timbre a causa de Lofty, un boxeador retirado. Lofty era el guardián nocturno, pero desde los cortes venía como mucho tres noches por semana y, para su alivio, el timbre no produjo ruido de pasos como respuesta. Abrió la puerta y entró, y el frío aire institucional le recordó la iglesia de Cornish, a la que había entrado después de haber colocado su corona al revolucionario desconocido. Cerró la puerta detrás de sí y encendió una cerilla. Su llama aleteó en los pulidos azulejos verdes y la alta bóveda del techo de pino victoriano. Llamó: «Loftyyyy», bromeando para mantener alto el espíritu. La cerilla se apagó, pero encontró la cadena de la puerta y la hizo deslizarse por su canal antes de encender otra cerilla. Su voz, sus pasos, el ruido metálico de la cadena en medio de la profunda oscuridad, siguieron sonando locamente durante horas.
Pensó en murciélagos y otras pesadillas; en algas que se arrastraban sobre su cara. Una escalera con barandilla de hierro conducía a una galería de pino conocida eufemísticamente como «la habitación común» y que le recordaba a Michel desde su visita clandestina al dúplex de Munich. Cogiéndose de la barandilla, la siguió escaleras arriba; después se quedó inmóvil en la galería, contemplando la penumbra del vestíbulo y escuchando mientras sus ojos se acostumbraban a la oscuridad. Distinguió el escenario, después las infladas nubes sicodélicas del telón de foro, después las vigas y el techo. Desechó el resplandor plateado de su único spot, un faro transformado por un chico de las Bahamas llamado Gums, que lo había birlado de un cementerio de automóviles. En la galería había un viejo sofá y junto a él una mesa recubierta de plástico que reflejaba el resplandor de la ciudad que entraba por la ventana. Sobre la mesa estaba el teléfono negro, que era para uso exclusivo del personal, y el cuaderno en el cual se suponía que había que anotar las llamadas personales, que provocaba por lo menos seis peleas frenéticas por mes.
Sentada en el sofá, Charlie esperó a que su estómago se desanudara y su pulso bajara de las trescientas pulsaciones. Entonces levantó a la vez el teléfono y la horquilla y los dejó en el suelo, debajo de la mesa. En el cajón de la mesa solía haber un par de bujías domésticas para cuando no funcionara la instalación eléctrica, lo que sucedía a menudo, pero alguien las había birlado también. De modo que retorció una página de una vieja revista parroquial, haciendo una pajuela y, metiéndola dentro de una taza sucia, encendió un extremo para hacer un sebo. Con la mesa arriba y el parapeto a un lado, la llama quedaba tan contenida como era posible, pero de todos modos la apagó de un soplido después de marcar. Tenía que marcar un total de quince números, y la primera vez el teléfono se limitó a aullar. La segunda vez marcó mal y se encontró con un italiano loco que le gritaba, y la tercera, se le resbaló el dedo, pero la cuarta vez consiguió un silencio pensativo seguido por el sonido agudo de una llamada continental, seguido a su vez mucho después por la voz estridente de Helga hablando alemán.
- Es Joan -dijo Charlie-. ¿Me recuerdas?
- Y le respondió otro silencio pensativo.
- ¿Dónde estás, Joan?
- Ocúpate de tus malditos asuntos.
- ¿Tienes un problema, Joan?
- No exactamente. Sólo quería darte las gracias por llevar a los cerdos hasta mi maldita puerta.
Y después, para gloria suya, la poseyó la vieja furia voluptuosa y se dejó llevar con un abandono que no había manejado desde la época que no le estaba permitido recordar, cuando Joseph la había llevado a ver a su pequeño amante antes de utilizarlo como carnada.
Helga la escuchó en silencio.
- ¿Dónde estás? -dijo cuando le pareció que Charlie había terminado. Hablaba a disgusto, como si estuviera quebrantando sus propias reglas.
- Olvídalo -dijo Charlie.
- Te pueden ver en alguna parte? Dime dónde estarás las próximas cuarenta y ocho horas.
- No.
- ¿Puedes volver a telefonearme dentro de una hora, por favor?
- No puedo.
Hubo un largo silencio.
- ¿Dónde están las cartas?
- A salvo.
Otro silencio.
- Busca lápiz y papel.
- No necesito.
- Hazlo de todos modos. No estás en condiciones de recordar nada con exactitud. ¿Estás
lista?
No era una dirección ni tampoco un número de teléfono. Pero sí una calle, una hora y la ruta por la cual debía aproximarse.
- Haz exactamente lo que te digo. Si no puedes hacerlo, si tienes más problemas, llama al número de la tarjeta de Anton y di que deseas encontrar a Petra. Trae las cartas. ¿Me oyes? Petra y las cartas. Si no las traes, nos enojaremos muchísimo contigo.
Al cortar la comunicación, Charlie percibió el sonido de unas manos aplaudiendo suavemente desde la platea, abajo. Fue hasta el borde del balcón, miró y para su inconmensurable alegría vio a Joseph sentado solo en el centro de la primera fila. Se volvió y bajó corriendo las escaleras a su encuentro. Llegó al último escalón y lo encontró esperando con los brazos tendidos. Tenía miedo de que tropezara en la oscuridad. La besó y siguió besándola; después, la llevó de regreso a la galería, rodeándola con su brazo aun en la porción más angosta de la escalera y llevando una cesta en la otra mano.
Había llevado salmón ahumado y una botella de vino. Los había puesto sobre la mesa sin desenvolverlos. Sabía cuál era el lugar de los platos bajo el fregadero y cómo conseguir que se encendiera el fuego eléctrico en el enchufe sobrante de la cocina. Había llevado un termo con café y un par de mantas bastante oportunas que había sacado de la guarida de Lofty, abajo. Colocó el termo junto a los platos y después comprobó las grandes puertas victorianas, corriendo el cerrojo por la parte de adentro. Y ella supo, incluso en esa luz escasa -lo supo por la línea de su espalda y la privada deliberación de sus gestos-, que estaba haciendo algo no programado y cerraba las puertas a todo mundo que no fuese el propio. Se sentó a su lado en el sofá y la cubrió con una manta, porque era preciso defenderse del frío del vestíbulo. Y también porque había que dominar sus temblores, que no podía detener. La llamada telefónica a Helga la había dejado muerta de miedo, y también los ojos de verdugo del policía de su piso y la acumulación de días de espera y de conocimiento a medias que era mucho, mucho peor que no saber nada.
La única luz era la que provenía del fuego eléctrico e iluminaba desde abajo la cara de él como una pálida candileja de la época en que los teatros usaban candilejas. Lo recordaba en Grecia, diciéndole que la iluminación por candilejas de los antiguos lugares era un acto de moderno vandalismo, porque los templos habían sido construidos para ser vistos con el sol encima, no debajo. Le rodeaba los hombros con su brazo debajo de la manta y ella percibió lo delgada que era apoyada en él.
- He adelgazado -le dijo, como una especie de advertencia.
El no contestó, pero la estrechó aún más para mantener bajo control sus temblores, para absorberlos y hacerlos suyos. Ella pensó que siempre había sabido, pese a sus evasiones y disfraces, que él era esencialmente un hombre bueno, lleno de comprensión instintiva para todos; en la guerra como en la paz, un hombre con conflictos que odiaba causar dolor. Le puso una mano en la cara y se sintió complacida al descubrir que no se había afeitado, porque esa noche no deseaba pensar que él hubiera calculado nada, aunque no era su primera noche, ni siquiera la quinta: eran viejos amantes apasionados con la mitad de los moteles de Inglaterra a sus espaldas, con Grecia y Salzburgo y Dios sabe cuántas otras vidas además. Porque de pronto se le hizo evidente que toda esa ficción compartida no era nada más que una preparación para esta noche de hechos.
El retiró su mano, la apretó contra sí y besó su boca, y ella respondió castamente, esperando que él encendiera las pasiones de las que tan a menudo habían hablado. Amaba sus muñecas, sus manos. No había habido manos más sabias que las suyas. Estaba tocando su cara, su cuello, sus pechos, y ella evitó besarle porque deseaba que los sabores se separaran: «Ahora está besándome, ahora está tocándome, me desnuda, está en mis brazos, estamos desnudos, estamos otra vez en la playa, sobre la arena rasposa de Mikonos; somos edificios maltratados con el sol iluminándonos desde abajo.» El rió y, rodando para separarse de ella, bajó el fuego eléctrico. Y en toda su experiencia amorosa, ella nunca había visto nada tan hermoso como su cuerpo inclinado sobre el resplandor rojo, el fuego más brillante en el que ardía su propio cuerpo. Regresó a su lado, y, arrodillándose, volvió a empezar desde el principio por si había olvidado la historia, besando y tocando todo con una posesividad ligera que lentamente perdía su timidez, pero regresando siempre a su cara porque necesitaban verse y gustarse el uno al otro una y otra vez y reasegurarse de que eran quienes decían que eran. El era el mejor mucho antes de penetrarla, el amante incomparable que nunca había tenido, la estrella distante que había estado siguiendo por todo ese país podrido. Si hubiera sido ciega, lo hubiera conocido por su contacto; si hubiera estado muriéndose, por esa triste sonrisa victoriosa que derrotaba al terror y la incredulidad simplemente porque estaba allí, frente a ella, por su instintiva capacidad de conocerla y de acrecentar su propio conocimiento.
Despertó y lo encontró sentado mirándola, esperando que volviera en sí. Había guardado
todo.
- Es un niño -dijo, y sonrió.
- Son mellizos -contestó ella y cogió su cabeza y la puso contra su hombro. El empezó a hablar, pero lo detuvo con una seria advertencia-: No quiero confesiones -dijo-. Ninguna cobertura ni disculpa ni mentira. Si es parte del servicio, no me lo digas. ¿Qué hora es?
- Medianoche.
- Entonces vuelve a la cama.
- Marty quiere hablarte -dijo él.
Pero algo en su voz y en sus gestos le dijeron que esta ocasión la había creado él, no Marty.
Era la casa de Joseph.
Lo supo en cuanto entró. Una pequeña habitación rectangular, llena de libros, en una planta baja de algún lugar de Bloomsbury, con cortinas de encaje y lugar para un inquilino pequeño. En esta pared había mapas del Londres secreto; en aquella otra, un aparador con dos teléfonos. El tercer lado estaba constituido por una litera en la que nadie había dormido; el cuarto era un escritorio de abeto con una vieja lámpara encima. Junto a los teléfonos burbujeaba una cafetera y en la chimenea ardía un buen fuego. Marty no se puso en pie cuando entró ella, pero la miró y le dedicó la sonrisa más cálida y mejor que había obtenido de él, aunque tal vez fuera porque ella misma estaba viendo el mundo como un lugar agradable. Le tendió los brazos y ella cedió y se entregó a su largo abrazo paternal: mi hija, que acaba de regresar de sus viajes. Se sentó frente a él y Joseph se acuclilló en el suelo, al estilo árabe, de la misma manera en que se había acuclillado en lo alto de la colina cuando la hizo acudir a su lado y le dio instrucciones sobre el arma.
- ¿Quieres escucharte a ti misma? -la invitó Kurtz, señalando un grabador que tenía a su lado. Ella meneó la cabeza-. Charlie, estuviste fantástica. No la tercera figura ni la segunda, sino la primera, siempre.
- Está halagándote -le advirtió Joseph, pero no bromeaba.
Entró una mujer pequeña vestida de marrón, sin golpear, y hubo una conversación sobre quién había cogido el azúcar.
- Charlie, estás libre para salirte -dijo Kurtz cuando la mujer se hubo ido-. Aquí Joseph insiste en que te lo recuerde, en voz alta y con toda claridad. Vete ahora; te vas con todos los honores. ¿Está bien, Joseph? Un montón de dinero; un montón de honor. Lo que te prometimos y más.
- Ya se lo he dicho -dijo Joseph.
Ella vio que la sonrisa de Kurtz se ensanchaba para ocultar su irritación.
- Seguro que se lo has dicho, Joseph, y ahora se lo estoy diciendo yo. ¿No es eso lo que quieres? Charlie, has levantado la tapa de una caja de gusanos que hemos estado buscando desde hace mucho tiempo. Nos has revelado más nombres, lugares y conexiones de las que sabes, y vendrán más. Contigo o sin ti. Por ahora estás todavía casi limpia, y donde haya zonas sucias, danos unos meses y las haremos limpiar. Un período de cuarentena en alguna parte, un período de enfriamiento, llévate una amiga contigo… Tú lo quieres así y así es como tienes derecho a pedirlo.
- Lo dice en serio -dijo Joseph-. No te limites a decir que seguirás. Piénsalo.
Una vez más, observó la sombra de fastidio en la voz de Marty cuando se dirigió a su subordinado.
- Por supuesto que lo digo en serio, y si no lo dijera en serio, éste sería el último momento que elegiría para flirtear con lo que digo -dijo, arreglándoselas al final para transformar la reprimenda en un chiste.
- ¿Entonces dónde estamos? -preguntó Charlie-. ¿En qué momento?
Joseph comenzó a hablar, pero Marty llegó primero.
- Charlie, en este asunto hay una cosa que está por encima de la línea y otra que está por debajo. Hasta ahora, has estado por encima, arreglándotelas de todos modos para mostrarnos qué estaba pasando más abajo. Pero a partir de aquí…, bueno, puede tratarse de algo distinto. Así es como lo interpretamos. Podemos equivocarnos, pero es así como interpretamos los signos.
- Lo que quiere decir es que hasta ahora has estado en territorio amigo. Podemos estar cerca de ti, sacarte del lío si es preciso. Pero a partir de ahora, eso ha terminado. Serás una de ellos. Compartirás sus vidas. Su mentalidad. Su moral. Podrías pasar semanas y aun meses sin tener contacto con nosotros.
- Tal vez no sin contacto, pero sí fuera de nuestro alcance, eso es verdad -concedió Marty. Estaba sonriendo, pero no a Joseph-. Pero andaremos por ahí, puedes contar con eso.
- ¿Cuál es el fin? -preguntó Charlie.
Marty pareció momentáneamente confundido.
- ¿Qué clase de fin, querida…, el fin que justifica estos medios? Me parece que no te entiendo bien.
- ¿Qué estoy buscando? ¿Cuándo estarán satisfechos?
- Charlie, ahora estamos más que satisfechos -dijo Marty generosamente, y ella supo que estaba mintiendo.
- El fin es un hombre -dijo abruptamente Joseph, y ella vio que la cabeza de Marty giraba hacia él hasta que dejó de verle la cara. Pero no la de Joseph y su mirada, al devolver la de Marty, tenía una franqueza desafiante que no había visto antes en él.
- Charlie, el fin es un hombre -aceptó finalmente Marty, volviéndose hacia ella una vez más-. Si vas a seguir adelante, éstas son cosas que tendrás que saber.
- El Jalil -dijo ella.
- El Jalil está bien -dijo Marty-. El Jalil dirige toda su operación europea. El es el hombre que necesitamos tener.
- Es peligroso -dijo Joseph-. Es tan bueno como malo era Michel.
Tal vez para descolocarle, Kurtz adoptó el mismo estribillo.
- El Jalil no confía en nadie, no tiene una chica fija. Jamás duerme dos noches en la misma cama. Se ha desconectado de la gente. Ha reducido sus necesidades básicas hasta el punto en que es casi autosuficiente. Un operario inteligente -terminó Kurtz, dedicándole su sonrisa más indulgente. Pero cuando encendió otro cigarro, ella supo por el temblor de la cerilla que estaba de verdad muy enojado.
¿Por qué no vacilaba?
Había descendido sobre ella una calma extraordinaria, una lucidez de sentimiento que estaba más allá de lo que había conocido hasta entonces. Joseph, no había dormido con ella para echarla, sino para retenerla. Estaba sufriendo por ella todos los temores y las vacilaciones que deberían haber sido sólo suyos. Sin embargo, ella sabía también que en este secreto microcosmos de existencia que habían creado para ella, retroceder ahora era retroceder para siempre; que un amor que no progresaba, jamás podía renovarse; sólo podía hundirse en el pozo de mediocridad al cual se habían consignado sus otros amores desde que había empezado su vida con Joseph. El hecho de que él deseaba que se detuviera, no la arredró; por el contrario, fortificó su resolución. Eran socios. Eran amantes. Estaban casados con un destino común, una común marcha hacia adelante.
Estaba preguntando a Kurtz cómo reconocería a la presa. ¿Se parecía a Michel? Marty sacudía la cabeza y reía.
- ¡Ay, querida, jamás posó para nuestros fotógrafos!
Después, mientras Joseph apartaba deliberadamente la vista en dirección a la ventana manchada de hollín, Kurtz se puso rápidamente en pie y sacó de un viejo portafolios que estaba junto al sillón en el que había estado sentado, lo que parecía un gordo recambio de bolígrafo, ondulado en un extremo por un par de delgados alambres rojos que se destacaban como las patillas de una langosta.
- Esto es lo que llamamos un detonador, querida -explicó, mientras su dedo rechoncho daba golpecitos sobre el recambio-. Aquí, en el extremo, está el tapón y metidos en el tapón están los alambres. Necesita un poco de alambre. El resto, lo que sobra, lo embala así. -Y sacando, también del portafolios, un par de pinzas, cortó cada cable por separado, dejando del mismo unas dieciocho pulgadas. Después, con un gesto hábil y experimentado, enrolló los cables sobrantes hasta formar un títere completo, hasta con cinturón. Luego se lo pasó-. La muñequita es lo que llamamos su firma. Más pronto o más tarde, todos reciben una firma. Esta es la suya.
Dejó que se lo sacara de las manos.
Joseph tenía un domicilio para que fuera. La pequeña mujer de marrón la acompañó hasta la puerta. Salió a la calle y encontró un taxi esperándola. Amanecía y los gorriones empezaban a cantar.