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Kurtz y Litvak visitaron a Ned Quilley, en su despacho de Soho, en un neblinoso y húmedo mediodía de un viernes -visita de carácter social con finalidad comercial-, tan pronto se enteraron de que el asunto Joseph-Charlie se desarrollaba a pedir de boca y con toda seguridad. Poco les faltaba para estar desesperados, por cuanto desde el estallido de la bomba de Leyden sentían en el cogote, a todas las horas del día, el aliento de Gavron. Ningún sonido recogía su mente, como no fuera el implacable tictac del viejo reloj de pulsera de Kurtz. Pero, aparentemente, aquella pareja no era más que dos respetables y muy diferentes norteamericanos, procedentes del centro de Europa, con nuevas y chorreantes gabardinas Burberry, uno de ellos corpulento y con un andar impetuoso y recio, con cierto aspecto de capitán de barco, y el otro flaco y joven, y con cierto aire insinuante, así como una sonrisa de persona educada en ámbitos académicos. Dijeron que se llamaban Gold y Karman, de la firma GK Creations Incorporated, y sus cartas y tarjetas, apresuradamente impresas, lucían un monograma azul y dorado, como una aguja de corbata de los años treinta, que demostraba su aserto. Habían concertado la cita desde la embajada, aunque aparentemente lo hicieron desde Nueva York, cita que concertaron personalmente con una de las señoras empleadas en el despacho de Ned Quilley, y llegaron con rigurosa puntualidad, como correspondía a los diligentes hombres de negocios que no eran.

Exactamente a las once menos dos minutos, y habiendo llegado directamente de la calle, Kurtz dijo a la senil recepcionista, la señora Longmore:

- Somos Gold y Karman. Tenemos una cita con el señor Quilley a las once en punto. Muchas gracias; no, señora, esperaremos en pie. Cuando llamamos por teléfono, ¿hablamos con usted quizá?

En el tono que se emplea para seguir la corriente a un par de locos, la señora Longmore les dijo que no, que no habían hablado con ella. El asunto de las citas estaba en manos de la señora Ellis, que era una persona absolutamente diferente.

Sin dejarse amilanar, Kurtz dijo:

- Si., comprendo, comprendo.

Esta era la manera en que actuaban en casos como el presente. Oficialmente, por lo menos, el corpulento Kurtz marcaba el ritmo y el flaco Litvak emitía suaves murmullos, detrás del primero, y mantenía su constante media sonrisa privada.

La escalera que conducía al despacho de Ned Quilley era de peldaños muy altos y carecía de alfombra, por lo que, en los cincuenta años de experiencia en su cometido que llevaba la señora Longmore, la mayoría de los norteamericanos solían hacer amargos comentarios acerca de la escalera y detenerse en su ascenso. Pero ni Gold ni Karman lo hicieron. Mientras la señora Longmore los contemplaba por su ventanita, pudo comprobar que aquel par se saltaban tranquilamente los peldaños y se perdían de vista, como si en su vida hubieran visto un ascensor. Seguramente se debía al nuevo deporte del jogging, pensó la señora Longmore, mientras reanudaba su labor de calceta que le daba cuatro libras por hora. ¿Es que, actualmente, en Nueva York no hacían más que jogging? ¿Es que los pobrecillos neoyorquinos se pasaban el día corriendo alrededor del Parque Central, esquivando perros y mariquitas? La señora Longmore había oído decir que más de uno había muerto, por culpa del jogging.

En el momento en que el menudo Ned Quilley les abrió alegremente la puerta, Kurtz dijo por segunda vez:

- Señor, somos Gold y Karman. Yo soy Gold.

Y la manaza de Kurtz cogió la mano de Ned, antes de que éste hubiera tenido tiempo de ocultarla. Kurtz dijo:

- Señor Quilley, Ned, es un gran honor conocerle. Goza usted de gran reputación en el

ramo.

Mirando por encima del hombro de Kurtz, con igual respeto que éste, Litvak explicó por su parte:

- Y yo soy Karman, señor.

Pero Litvak aún no había alcanzado la altura social precisa para estrechar manos. Kurtz había estrechado la mano de Ned, por cuenta de los dos.

Con su humilde encanto eduardiano, Ned protestó:

- Mi querido amigo, quien se siente honrado soy yo, y no usted.

E inmediatamente los llevó junto a la legendaria y alargada Ventana de Quilley, de los tiempos del padre de Ned, en la que, según la tradición, uno se sentaba para contemplar el mercado de Soho y beber a sorbitos el jerez de Quilley, y ser espectador de la marcha del mundo, mientras se cerraban negocios con el viejo Quilley y los clientes que éste representaba. Sí, ya que Ned Quilley, a los sesenta y dos años, seguía siendo, en gran parte, un hijo. A lo sumo a que aspiraba era a procurar que el agradable estilo de vida de su padre continuara. Era un hombre de dulce condición, con el cabello blanco, y un tanto aficionado a vestir bien, como suele ocurrir en el caso de las personas enamoradas del teatro, con ojos de raro mirar, mejillas sonrosadas, y cierto aire de demorarse y estar agitado al mismo tiempo, como si tuviera que explicarle a uno algo de vital importancia, pero que no pudiera hacerlo antes de que el tren partiera.

Agitando valerosamente una mano elegante y menuda en dirección a la ventana, Ned Quilley declaró:

- El tiempo es demasiado húmedo para las fulanas.

Si, en opinión de Ned, la despreocupación era media vida. Pro-siguió:

- Por lo general, y en esta época del año, ganan bastante dinero. Las hay gordas, las hay negras, amarillas, de todas las formas y colores que quepa imaginar. Hay una vieja fulana que lleva aquí más tiempo que yo. Mi padre solía darle una libra esterlina, por Navidad. En nuestros días poco se puede comprar con una libra… ¡Y tan poco, ciertamente!

Mientras los dos visitantes reían obsequiosamente, Ned Quilley extrajo, de su bien cuidado mueble librería, una botella de jerez, de la que pulcramente olisqueó el tapón, y luego escanció el caldo en tres copas de cristal, dejándolas mediadas, sin que los visitantes dejaran de observarle. Cuando le vigilaban, Ned Quilley se daba inmediatamente cuenta de ello. Ahora tuvo la impresión de que aquellos dos le estuvieran valorando, que le valoraran a él, que valoraran su despacho. Se le ocurrió una terrible idea, idea que había estado oculta en el fondo de su cerebro desde que recibió la carta. Con nerviosos acentos, Ned Quilley preguntó:

- Oigan, ¿no pretenderán comprarme o cometer otra barbaridad, supongo?

Kurtz soltó una tranquilizadora carcajada:

- Ned, puede usted tener la seguridad de que no queremos comprarle.

Litvak también rió. Ned les entregó las copas, y dijo con profundo sentimiento:

- ¡Doy las gracias a Dios por ello! ¿Saben ustedes que en la actualidad se compra a todo el mundo? Tipos de todo género, de quienes en mi vida he oído hablar, me ofrecen dinero por teléfono. Se están tragando a todas las firmas pequeñas y antiguas, las firmas decentes, como si tal cosa. Es escandaloso. A su salud. Buena suerte. Bienvenidos.

Y meneó la cabeza, llevado todavía por sus escandalizados sentimientos.

Los ritos de cortesía de Ned prosiguieron. Les preguntó dónde se alojaban, y Kurtz dijo que en el Connaught, hotel que realmente les gustaba mucho, y en el que se habían sentido como en su casa, sólo al llegar. Esto era verdad en parte. Los dos se habían alojado allí, lo cual significaba que Misha Gavron se desmayaría cuando viera la factura. Ned les preguntó si habían hallado los debidos medios para ocupar agradablemente su tiempo libre, y Kurtz contestó, con mucho calor, que la estaban gozando en grande, en todo instante. Mañana se iban a Munich.

Ned, interpretando el papel propio de un hombre de su avanzada edad, el papel de anacrónico y poco mundano dandi, preguntó:

- ¿Munich? ¿Y qué diablos van a hacer en semejante lugar?

¡Realmente, el mundo es para ustedes como la palma de la mano! Como si con sus palabras lo explicara todo, Kurtz repuso: -Dinero de coproducción.

Hablando con una voz tan suave como su sonrisa, Litvak dijo: -Y mucho dinero. El teatro alemán es muy importante, actualmente. Ha llegado a un punto muy alto, muy alto, señor Quilley. En tono indignado, Ned dijo:

- ¡No tengo la menor duda! Lo he oído decir. Los alemanes son muy fuertes, ahora, y esto es algo que debemos reconocerlo y tenerlo en cuenta. Son muy fuertes en todo. La guerra se ha olvidado, ahora. Sí, han escondido el recuerdo, lo han escondido muy lejos.

Animado por un misterioso impulso de actuar ineficazmente, Ned fingió que echaba más jerez a las copas de sus visitantes, como si no se hubiera dado cuenta de que apenas habían bebido. Luego, soltó una risita ahogada y dejó la botella. Se trataba de una botella para utilizarla en barcos, del siglo xviii, con la base muy ancha, a fin de que se mantuviera en pie, a pesar del oleaje. Cuando trataba con extranjeros, Ned explicaba esto último muy a menudo, con el fin de suavizar tensiones. Pero en este caso, Ned percibió en sus visitantes una cierta seriedad que le aconsejó no hacerlo, por lo que se produjo un breve silencio, sólo roto por el gemido de las sillas. Al otro lado de la ventana, la lluvia se había transformado en densa y húmeda niebla.

Midiendo con toda exactitud el momento de iniciar la conversación de carácter práctico, Kurtz dijo:

- Ned… Ned, me gustaría explicarle un poco quiénes somos, por qué le escribimos y las razones por las que estamos ocupando su valioso tiempo.

Ned repuso:

- Mis queridos amigos, será para mí un placer, realmente.

Y sintiéndose una persona totalmente diferente, Ned cruzó sus piernecillas y esbozó una sonrisita atenta, mientras Kurtz adoptaba cómodamente su talante persuasorio.

A juzgar por la frente ancha y abombada de Kurtz, Ned concluyó que probablemente era de origen húngaro, pero también podía ser checo, o de cualquier lugar más o menos parecido. Kurtz tenía una voz rica, naturalmente recia, y hablaba con un acento centroeuropeo que el Atlántico aún no había podido diluir. Hablaba deprisa y con fluidez, como un locutor de radio comercial, y sus ojos pequeños y brillantes parecían percibirlo todo, mientras con el antebrazo derecho efectuaba movimientos de golpear algo, haciéndolo todo trizas. Kurtz explicó que él, Gold, era el abogado de la familia. Karman pertenecía a la esfera creativa, teniendo experiencia en literatura, y actividades de agente y de productor, todo lo cual había hecho principalmente en Canadá. Recientemente habían abierto una oficina en Nueva York, en donde su principal tarea era el trabajo independiente para las cadenas de televisión. Kurtz dijo:

- Nuestra función creadora, Ned, está limitada en un noventa por ciento a encontrar un concepto que sea aceptable para las cadenas y para los financieros. Nosotros vendemos el concepto. Y dejamos la producción a los productores. Y esto es todo.

Kurtz había terminado y dirigió una distraída mirada a su reloj de pulsera. Ahora, a Ned correspondía el turno de decir algo inteligente, lo cual hacía bastante bien, a decir verdad. Ned frunció la frente; sosteniendo el vaso en la mano, alargó el brazo e hizo un movimiento en forma de arabesco, para con ello dar respuesta al gesto de Kurtz consistente en mirar el reloj. Ned dijo:

- Mi querido amigo, si ustedes venden directamente, ¿para qué necesitan agentes como nosotros? Quiero decir que, ¿a santo de qué yo valgo lo suficiente para que me inviten a almorzar? ¿Comprende lo que quiero decir? ¿A qué almorzar, si son vendedores?

Con la consiguiente sorpresa de Ned, al oír estas palabras Kurtz soltó una alegre y contagiosa carcajada. Por su parte, Ned estimaba que había estado notablemente ingenioso, y que su ingenio había funcionado debidamente, pero a su juicio la reacción de Kurtz había sido excesiva. A Kurtz se le cerraron los ojillos, levantó sus anchos hombros, y en el instante siguiente las cálidas carcajadas de su risa eslava estremecían la estancia. Al mismo tiempo, arrugas de toda clase, arrugas desconcertantes, aparecieron en la cara de Kurtz. Hasta el presente momento, a juicio de Ned, Kurtz había aparentado unos cuarenta y cinco años, en el peor de los casos. Pero, de repente, Kurtz adquirió la misma edad que Ned, quedando con la frente, las mejillas y el cuello cual si fueran de papel arrugado, con arrugas que parecían trazadas a cuchillo. Esta transformación preocupó a Ned. En cierta manera se sintió engañado. Luego, en tono de queja, Ned dijo a su esposa, Marjory: «Es como un caballo de Troya humane; uno da entrada en el despacho a un enérgico vendedor de negocios teatrales, de cuarenta años de edad, y el tipo, de repente, se transforma en un mister Punch de sesenta años; es muy raro.»

Pero en esta ocasión fue Litvak quien dio la crucial y muy preparada contestación a la pregunta de Ned, la contestación de la que dependía todo lo demás. Inclinando su largo y flaco tronco sobre sus propias rodillas, Litvak abrió la mano derecha, separó los dedos, se cogió el dedo medio y se dirigió a él, hablando con acento de Boston, arrastrando las palabras, acento que era el resultado de diligentes estudios a los pies de profesores judíos. Con un acento tan devoto que parecía estuviera revelando un místico secreto, Litvak dijo:

- Señor Quilley, lo que nos ha traído aquí es un proyecto totalmente nuevo y original. Sin precedentes y sin posibles imitadores. Compramos dieciséis horas del mejor tiempo de la televisión, en otoño e invierno, por ejemplo. Formamos una compañía teatral itinerante. Un grupo de actores de gran talento artístico, ingleses y norteamericanos, que representan una amplia gama de razas, de personalidades y de interacción personal. Esta compañía irá de ciudad en ciudad, cada actor interpretará diferentes papeles, en ocasiones interpretará primeros papeles y en otras interpretará papeles secundarios. El relato humano de su vida verdadera y de sus relaciones humanas proporcionará una amable dimensión, que contribuirá a atraer al público. Se darán representaciones en directo, en todas las ciudades.

Litvak levantó la vista cautelosamente, cual si creyera que Quilley había hablado. Pero éste había guardado enfático silencio. Bajando la voz hasta el punto de hacerla casi inaudible, a medida que su fervor aumentaba, Litvak volvió a hablar:

- Señor Quilley, nosotros viajaremos con esta compañía, compartiremos los vehículos en que se traslade, la ayudaremos a transportar los decorados… Nosotros, el público, compartiremos los problemas de la compañía, sus asquerosos hoteles, nos preocuparemos por sus amores y por sus peleas. Nosotros, el público, ensayaremos juntamente con los actores, compartiremos los nervios de las primeras representaciones, leeremos las críticas periodísticas del día siguiente, nos alegraremos con sus éxitos, nos entristeceremos con sus fracasos, escribiremos cartas a sus familiares. Devolveremos al teatro su carácter de aventura. El espíritu primario del teatro, la interrelación entre actores y público.

Por unos instantes, Quilley pensó que Litvak había terminado. Pero, en realidad, Litvak se limitaba a seleccionar otro de sus dedos al que hablar. Litvak prosiguió:

- Seleccionaremos obras clásicas, todas ellas de derecho público, con lo que rebajaremos los costes. Nos serviremos de actores y actrices nuevos, relativamente desconocidos, aun cuando tendremos de vez en cuando, para animar un poco la cosa, a un actor invitado. Pero básicamente nos dedicaremos a promover actrices y actores prometedores, invitándolos a demostrar la gama completa de su talento durante un período mínimo de cuatro meses, que esperamos podamos ampliar. Sí, y reampliar. Veremos si es bueno para los actores el que gocen de amplia publicidad, de constante exhibición pública, interpretando buenas obras, obras limpias y sin guarradas. Este es nuestro concepto, señor Quilley. Y parece que este concepto gusta a nuestros clientes.

Entonces, incluso antes de que Quilley hubiera tenido tiempo para felicitar a sus visitantes, lo cual siempre le gustaba hacer, cuando alguien le explicaba una idea, Kurtz volvió a entrar impetuosamente en acción. Dijo:

- Ned, queremos contratar a su Charlie.

Lo dijo con una ancha y feliz sonrisa, con el entusiasmo de un mensajero shakesperiano al dar la noticia de una victoria. Kurtz había levantado el brazo y lo dejó en lo alto.

Muy excitado, Ned se dispuso a hablar. Pero una vez más tuvo que desistir porque Kurtz le volvía a someter a un chaparrón de palabras:

- Ned, estamos convencidos de que su Charlie es una actriz muy ingeniosa, de gran ductilidad, apta para abarcar un amplio repertorio. Si puede usted aclararnos un par de puntos dudosos, estimo que podemos ofrecer a Charlie la oportunidad de ocupar, en el firmamento teatral, un lugar del que ni ella ni usted se arrepentirán.

Una vez más, Ned intentó hablar, pero en esta ocasión fue Litvak quien se le adelantó:

- Estamos plenamente dispuestos a llevarnos a Charlie, señor Quilley. Si nos da un par de respuestas a un par de preguntas, Charlie entrará por la puerta grande en nuestro proyecto.

Se produjo un brusco silencio. Y lo único que Ned podía escuchar era el canto de su corazón. Oprimió los labios, y, efectuando un esfuerzo para adquirir aspecto de hombre de negocios, dio un tirón a los puños de su camisa, primero uno y luego el otro. Reafirmó en su sitio la rosa que Marjory le había puesto aquella mañana en el ojal de la chaqueta, mientras, como de costumbre, le recomendaba que no bebiera demasiado durante el almuerzo. Pero Marjory no hubiera dicho esto último, si hubiera sabido que aquellos visitantes, lejos de querer regatear el dinero de Ned, le proponían dar a su queridísima Charlie la oportunidad que tanto habían esperado. Si Marjory hubiera sabido esto, hubiera levantado todas las restricciones que solía imponer a Ned.

Kurtz y Litvak bebieron té durante el almuerzo, pero en el restaurante The Ivy se tomaban con tranquilidad estas excentricidades. En cuanto a Ned, poco esfuerzo le costó decidirse por una muy decente media botella de la carta de vinos, y también se tomó, debido a lo mucho que sus visitantes insistieron, una gran copa neblinosa del Chablis de la casa, para acompañar el salmón ahumado. Antes, en el taxi que tomaron para hurtarse a la lluvia, Ned comenzó a contar a sus visitantes la divertida historia del modo en que Charlie llegó a ser su representada. Ya en The Ivy, Ned prosiguió el relato:

- Me entusiasmé con ella totalmente y sin reservas. Lo cual jamás había hecho con anterioridad. Me comporté como un viejo insensato, a pesar de que no era tan viejo como ahora, aunque sí insensato. El espectáculo no era gran cosa. En realidad, se trataba de una anticuada revistilla, un poco arreglada para que pareciera moderna. Pero Charlie estaba maravillosa. Ternura defendida, esto es lo que me gusta en las chicas.

En realidad esta definición era del padre de Ned, quien ahora siguió:

- Tan pronto bajó el telón, me fui directamente al camerino de Charlie, si es que a aquello se le podía llamar camerino, me porté como un Pygmalion, y le propuse firmar contrato en aquel mismo instante. Al principio, Charlie no me creía. Me parece que me tomó por un viejo verde. Tuve que ir a buscar a Marjory, mi esposa, para que la convenciera.

Ofreciéndole más pan moreno y mantequilla, Kurtz le preguntó con amable interés:

- ¿Y qué ocurrió después? ¿Fue todo un camino de rosas? Con toda inocencia, Ned protestó:

- ¡No, no, qué va! Charlie era como la mayoría de las actrices de su edad. Recién salidas de la escuela de arte dramático, con los ojos brillantes de ilusión, y llenas de promesas, consiguen un par de papeles, comienzan a comprarse un piso o cualquier otra estupidez parecida, y, de repente, se quedan varadas, con una mano delante y la otra detrás. Es el momento de la penumbra, como digo yo. Algunas lo superan y otras no. ¡Salud!

Después de tomar unos sorbitos de té, Litvak dijo suavemente:

- Pero Charlie lo superó.

- Digamos que supo mantenerse en su puesto. Con mucho esfuerzo y mucho trabajo. No fue fácil, pero esto nunca es fácil. Charlie estuvo años así. Demasiados años, ciertamente.

Con sorpresa, Ned se dio cuenta de que estaba conmovido. Y, a juzgar por la expresión del rostro de sus visitantes, éstos también lo estaban. Ned dijo:

- Pero ahora ya ha salido definitivamente de este estado, ¿no es cierto? ¡Me alegro por ella! Sí, realmente, me alegro mucho.

Y he aquí que se estaba dando, en aquella entrevista, otra circunstancia extraña, tal como Ned explicó después a Marjory. O quizá dicha extraña circunstancia fue constante resultado de un mismo comportamiento. Con ello, Ned se refería al modo en que la personalidad de los dos hombres iba cambiando al paso del tiempo. Por ejemplo, cuando estuvieron todos de nuevo en el despacho de Ned, éste apenas pudo meter baza en la conversación. Pero en The Ivy le cedieron íntegramente el centro del escenario, efectuaron constantes movimientos afirmativos, y apenas dijeron palabra. Pero después… Bueno, después todo fue completamente diferente.

Con orgullo, Ned dijo:

- La chica tuvo una infancia terrible, desde luego. He advertido que esto les ocurre a muchas chicas. Quizá esa clase de infancia sea lo que las impulse hacia el mundo de la fantasía. A representar un papel. A ocultar sus emociones. A imitar a las personas que parecen más felices que ellas. 0 más desdichadas. O a robar parte de su personalidad, lo cual es parte esencial del arte escénico. Desdicha. Robo. Bueno, en fin, me parece que hablo demasiado. ¡A su salud!

Respetuosamente, Litvak preguntó:

- ¿En qué sentido fue terrible, señor Quilley? Me refiero a la infancia de Charlie. Terrible, sí, pero ¿cómo?

Litvak había formulado la pregunta como si fuera una persona que estuviera investigando en toda su integridad la naturaleza de lo terrible.

Haciendo caso omiso de lo que únicamente después advirtió era una creciente gravedad en los modales de Litvak, así como en la mirada de Kurtz, Ned les comunicó cuantos conocimientos había adquirido incidentalmente, durante los modestos almuerzos de confesión con que Ned obsequió de vez en cuando a Charlie en Bianchi, que era el establecimiento al que las llevaba a todas. La madre tonta, dijo Ned. El padre una especie de estafador, agente de cambio y bolsa que se hundió, y que, ahora, afortunadamente, ya había muerto, y uno de esos verosímiles embusteros que creen que Dios les puso el quinto as de la baraja en la manga. Acabó en la cárcel. Murió en ella. Espantoso.

Una vez más, Litvak intervino con suma suavidad:

- ¿Ha dicho que murió en la cárcel, señor?

- Y en la cárcel le enterraron. La madre estaba tan enfadada que ni siquiera quiso pagar el entierro.

- ¿Y esto se lo ha contado la propia Charlie?

Quilley quedó desorientado ante semejante pregunta y dijo:

- ¿Quién me lo iba a contar, si no?

Litvak preguntó:

- ¿No se lo dijo ningún colateral?

Ned, sintiendo que sus temores de que le avasallaran renacían, dijo:

- ¿Ningún que?

- Corroboración, señor. Confirmación por parte de alguien que no quedara directamente afectado. A veces, las actrices…

Pero Kurtz, con una paternal sonrisa en los labios, intervino dando un consejo a Ned:

- No haga usted caso de este muchacho, Ned. Mike es, a veces, muy suspicaz. ¿No es así, Mike?

En una voz que casi fue un suspiro, Litvak reconoció: -Sí, sí quizá.

Sólo entonces se le ocurrió a Ned preguntarles en qué ocasiones habían visto actuar a Charlie, y, con la consiguiente y agradable sorpresa, resultó que aquellos dos habían tomado muy seriamente su labor de investigación. No sólo habían conseguido recortes de todas las apariciones de menor importancia de Charlie en la televisión, sino que habían hecho una excursión hasta el horrible Nottingham, en su anterior visita, para verla interpretar Santa Juana.

Mientras los camareros retiraban los restos de lo ya comido, para presentar el pato asado, Ned exclamó:

- ¡Son ustedes realmente muy astutos, queridos amigos! Si me hubieran llamado por teléfono, yo mismo les hubiera llevado a Nottingham, y si no yo, lo hubiera hecho mi esposa, Marjory. ¿Fueron a buscarla al camerino, le ofrecieron una cena? ¿No? ¡Increíble!

Kurtz se permitió unos instantes de duda, y su voz adquirió gravedad. Lanzó una interrogativa mirada a su socio Litvak, quien a su vez le contestó con un leve movimiento afirmativo de la cabeza. Entonces, Kurtz dijo:

- Ned, si quiere usted que le diga la verdad, estimamos que hacer lo que acaba de decirnos no era adecuado, habida cuenta de las circunstancias.

Presuponiendo que se trataba de algún aspecto de la ética propia de los agentes artísticos, Ned preguntó:

- ¿Y a qué circunstancias se refiere? ¡Santo Dios, aquí no somos tan estrictos! Si alguien quiere hacer una oferta a una actriz, la hace y en paz. No necesitan nada de mí. En su día cobraré mi comisión, y esto será todo.

Entonces, tal como luego dijo a Marjory, Ned se calló debido a lo muy solemnes que se pusieron los dos. Como si acabaran de comer ostras en mal estado. Con la concha incluida.

Litvak se dio unos leves golpecitos con la servilleta en los labios, y dijo:

- ¿Me permite que le haga una pregunta, señor?

Muy intrigado, Ned repuso:

- ¡Por favor, querido amigo!

- ¿Podría decirme, por favor, qué resultados da esta chica en las entrevistas para periódicos, televisión, etcétera?

Ned dejó en la mesa el vaso de vino y dijo:

- ¿En entrevistas? Bueno, si esto le preocupa, le diré que es absolutamente natural, en las entrevistas. De primera clase. Sabe instintivamente qué es lo que los periodistas quieren, y, si le dan ocasión, les proporciona exactamente lo que quieren. Es como un camaleón. Bueno, debo reconocer que, en los últimos tiempos, está un poco enmohecida, ya que ha practicado poco. Pero ya verán cómo recupera la forma en menos que canta un gallo. No se preocupen por este aspecto de la cuestión.

Para tranquilizar a sus interlocutores, Ned tomó un largo trago de vino y exclamó:

- ¡Oh, no!

Pero Litvak no quedó tan tranquilizado por esta respuesta, como Ned había esperado. Litvak frunció los labios, en un gesto de desaprobación, y con sus largos y flacos dedos comenzó a reunir montoncitos de migas, sobre el mantel. Ned llegó al extremo de inclinar la cabeza hacia abajo y de levantar la vista, para sacar a Litvak de su preocupado estado, y, no muy seguro de sí mismo, exclamó:

- ¡Querido amigo, no se ponga usted así! ¡Nada malo puede haber en la reacción de Charlie ante quienes la entrevisten! ¡Si quiere chicas que convierten una entrevista en un perfecto espectáculo le diré que las tengo a montones!

Pero las reservas de Litvak no se superaban tan fácilmente. La única reacción de Litvak fue levantar la mirada hacia Kurtz, como diciéndole «Es tu turno», y volverla a bajar al mantel. En tono quejoso, Ned dijo, luego, a su esposa Marjory: «Realmente trabajan en equipo estos dos, hasta el punto que me causaron la impresión de que se turnaban en décimas de segundo.»

Kurtz dijo:

- Ned, si firmamos contrato con Charlie para llevar a cabo este proyecto, la chica tendrá mucha publicidad, y al decir mucha quiero decir mucha. Y tan pronto se meta en este asunto, la chica se encontrará con toda su vida, su vida entera, a la vista del público, igual que su cara. Y no sólo su vida amorosa, su vida familiar, sus gustos en lo tocante a cantantes populares y a poesía… No sólo la historia de su padre, sino también su religión, sus actitudes, sus opiniones.

Arrastrando hacia un montón las últimas migas sueltas que quedaban, Litvak dijo:

- Y su parecer en materia de política.

En este momento, Ned sufrió una leve pero comprensible pérdida de apetito. Dejó sobre la mesa el cuchillo y el tenedor, en el momento en que Kurtz volvía al ataque:

- Ned, los capitalistas de este proyecto son decentes norteamericanos del Oeste Medio. Tienen todas las virtudes. Tienen mucho dinero, tienen hijos ingratos, tienen fincas en Florida, y rinden culto a una sana escala de valores. Lo principal, en ellos, es esto: la sana escala de valores. Y quieren que estos valores queden reflejados en sus producciones, reflejado de pe a pá, íntegramente. Quizá esto nos dé un poco de risa, un poco de llanto, pero es una realidad. Se trata de televisión, y la televisión es el sitio en donde se encuentra el dinero.

Dirigiéndose a sus migas, Litvak susurró patrióticamente: -Y es Norteamérica.

Kurtz siguió:

- Ned, le seré franco. Ned, le diremos la verdad. Cuando por fin decidimos escribirle, estábamos ya dispuestos a comprometernos, siempre y cuando consiguiéramos otros consentimientos necesarios, a pagar lo preciso para que su Charlie quedara libre de sus compromisos, a fin de ponerla ya en el camino del éxito. Pero no le ocultaré, Ned, que en los últimos días tanto Karman como yo hemos oído ciertos cotilleos que nos han alarmado un poco. El talento de la chica no constituye problema. Charlie es una excelente actriz, bien preparada, poco explotada, diligente, y lista para ser lanzada a lo grande. Ahora bien, las dudas hacen referencia a si la chica es vendible, dentro de este proyecto. Si la chica es exhibible. En estos puntos necesitamos, Ned, que nos dé seguridades de que no hay problemas serios.

Y fue Litvak quien, una vez más, dio el empujón definitivo. Abandonando por fin sus migas, Litvak dobló el dedo medio de la mano derecha y lo colocó debajo de su labio inferior, mientras fijaba lúgubremente su mirada en Ned, al través de los vidrios de sus gafas de montura negra. Estando así, Litvak dijo:

- Hemos oído decir que Charlie tiene opiniones políticas radicales, en la actualidad. Nos han dicho que defiende causas políticas muy extremas. Que es militante. Nos han dicho que, en la actualidad, mantiene relaciones con un anarquista un poco loco. No queremos condenar a nadie basándonos solamente en rumores, pero según lo que nos dicen, señor Quilley, la muchacha se porta como si fuera la madre de Fidel Castro y la hermana de Gadafi, reunidas en la persona de una sola fulana.

Ned pasó la vista del uno al otro, y, durante unos instantes, tuvo la loca idea de que los cuatro ojos estuvieran regidos por un solo músculo óptico. Quería decir algo, pero se sentía un personaje irreal. Se preguntó si acaso había bebido el Chablis más de prisa de lo que la prudencia aconsejaba. Lo único que se le venía a la cabeza era la máxima favorita de Marjory: «En esta vida, no hay gangas.»

El desencanto que dominaba a Ned se parecía al terror de los viejos y de los impotentes. Se sentía físicamente incapaz de acometer la tarea que le esperaba. Se sentía excesivamente débil, excesivamente cansado, para ello. Todos los norteamericanos tenían la virtud de inquietarle, y la mayoría de ellos le atemorizaban, ya por sus conocimientos, ya por su falta de conocimientos, o por ambas cosas a la vez. Pero aquellos dos, que le miraban fijamente, mientras él buscaba a tientas una contestación a sus preguntas, le inspiraban una alarma espiritual superior a la que Ned era capaz de tolerar. Y, al mismo tiempo, de una forma insólita en él, de una forma inútil, también se sentía muy irritado. Odiaba el chismorreo. Odiaba toda clase de chismorreo. Estimaba que el chismorreo era la peor lacra de su profesión. Había sido testigo de cómo el chismorreo destruía carreras, lo detestaba hasta el punto de ser capaz de que se le congestionara el rostro y de comportarse con rudeza, cuando alguien que no conocía sus opiniones comenzaba a darle datos de chismorreo. Cuando Ned hablaba de personas, lo hacía abiertamente y con afecto, de la misma forma que había hablado de Charlie hacía diez minutos. Quería mucho a la muchacha. Incluso tuvo intención de decírselo a Kurtz, lo cual, para Ned, hubiera sido un comportamiento tremendamente audaz, y seguramente esta intención se traslució a su cara, por cuanto tuvo la impresión, quizá falsa, de que Litvak se preparaba para ponerse un poco en segundo plano, y de que la cara extremadamente móvil de Kurtz se disponía a formar su clásica sonrisa de «Adelante, dilo Ned». Pero, como siempre, un incurable sentido de la cortesía se lo impidió. Estaba comiendo con ellos a los mismos manteles, y, además, eran dos extranjeros, con unos criterios de comportamiento absolutamente diferentes. Además, tuvo que reconocer, a su pesar, que tenía que cumplir con su deber profesional, tenía que promover a sus clientes, y que, en cierto aspecto, aquellos dos no dejaban de tener razón. Sabía que tenía que dar respuesta a sus peticiones, o arriesgarse a hundir el trato, y con ello todas las esperanzas de Charlie. Y había otro factor que Ned, llevado por su fatal sentido del raciocinio tenía que reconocer, a saber, que incluso en el caso de que el proyecto de aquellos dos fuera horroroso, lo cual Ned presumía de antemano, que incluso en el caso de que Charlie dijera mal todos los parlamentos que le dieran, incluso en el caso de que Charlie llegara borracha perdida al escenario y pusiera vidrios rotos en la bañera del director, lo cual Charlie, muchacha dotada de verdadera ética profesional, jamás haría, ni imaginaría hacer siquiera por un segundo, incluso teniendo en cuenta todo lo anterior, la carrera de Charlie, su categoría, su puro y simple valor comercial, daría al fin aquel tan ansiado salto al frente que la llevaría a un punto del que jamás tendría verdadera necesidad de retirarse.

Entretanto, Kurtz había seguido hablando como si tal cosa. Con gran énfasis, Kurtz

decía:

- Necesitamos su consejo, Ned. Su ayuda. Queremos saber de cierto que este problema al que nos hemos referido no nos estallará en la cara, en el segundo día de rodaje. Si., porque debo decirle una cosa, Ned.

Kurtz hizo una breve pausa e indicó a Ned con el dedo índice, muy grueso, igual que si fuera el cañón de un revólver:

- Nadie, en todo el estado de Minnesota está dispuesto a que le vean pagando un cuarto de millón de dólares a una persona de rojos colmillos, enemiga de la democracia, en el caso de que Charlie lo sea, y nadie aconsejará a nadie a que se haga el harakiri, por este procedimiento.

Al principio, por lo menos, Ned colaboró bastante bien. Pidió disculpas por nada. Les recordó, sin ceder ni un palmo de terreno, el relato que había hecho de la infancia de Charlie, e indicó que por lo general, una persona en las circunstancias de Charlie hubiera acabado siendo un delincuente juvenil con todas las de la ley, o, como su padre, hubiera acabado entre rejas. En cuanto a las ideas políticas de Charlie, o como se las quisiera llamar, Ned dijo que, en los nueve años largos que Marjory y él conocían a Charlie, ésta había sido una apasionada enemiga de la segregación racial en África del Sur. Ned comentó: «Bueno, no creo que nadie pueda reprochárselo», pero los dos visitantes le causaron la impresión de que realmente podía ser reprochable, una pacifista militante, una protestataria contra las armas nucleares, una antiviviseccionista, y, hasta el momento en que volvió a fumar, una ardiente luchadora en las campañas para prohibir el consumo de tabaco en los teatros y en el metro. Y Ned dijo que no tenía la menor duda de que antes de que el Señor llamara a Charlie a su lado, la muchacha daría su romántico aunque breve apoyo a buen número de causas igualmente dispares.

Con maravillada admiración, Kurtz dijo:

- Y usted estuvo siempre a su lado, a pesar de todo. Es sencilla-mente admirable. Enhorabuena, Ned.

En un arrebato de entusiasmo, Ned dijo:

- Como, en cualquier otro caso, estaría al lado de cualquier otra actriz. ¡Charlie es una actriz, maldita sea! No se la tomen tan en serio. Los actores no tienen opiniones, querido amigo, y las actrices todavía menos. Tienen estados de humor. Caprichos. Manías. Actitudes. Pasiones que duran veinticuatro horas. ¡Y en el mundo hay muchas injusticias, maldita sea! Los actores son unos apasionados partidarios de soluciones espectaculares. A mi parecer, cuando ustedes hayan transportado a Charlie a Estados Unidos, ya será una mujer diferente.

En voz baja, con malevolencia, Litvak dijo:

- Políticamente, no.

Durante unos minutos más, bajo la benéfica influencia del vino, Ned siguió su audaz comportamiento. Se sentía dominado por un leve mareo. Oía las palabras en el interior de la cabeza, las repetía, volvía a sentirse joven, y totalmente independiente de su propio comportamiento. Habló de los actores, generalmente considerados, y del hecho de estar siempre dominados por un «absoluto terror a la irrealidad». Dijo que los actores, cuando se hallaban en el escenario, representaban las angustias del hombre, pero que fuera del escenario eran vacíos recipientes en espera de ser llenados. Habló de la timidez de los actores, de su pequeñez, de su vulnerabilidad y de su costumbre de ocultar estas debilidades mediante las causas altisonantes y extremosas, sacadas del mundo de los adultos. Habló de lo obsesos que estaban consigo mismos, y de que se imaginaban en escena las veinticuatro horas del día. Si, al dar a luz, al estar amenazados con un cuchillo, al hacer el amor… Y, a continuación, Ned se quedó sin la euforia del alcohol, lo cual le ocurría muy frecuentemente en los últimos tiempos. Perdió el hilo de lo que decía, perdió su impulso. Un camarero trajo el carrito de los licores. Ante la sobria y fría mirada de sus visitantes, Ned, llevado por la desesperación, pidió un Marc de Champagne, y permitió que el camarero le sirviera una generosa ración, antes de efectuar el ademán indicativo de que dejara de escanciar. Entretanto Litvak se había recuperado lo suficiente para soltar una buena idea. Metió sus largos dedos en un bolsillo de su chaqueta y extrajo una agenda, con tapas de falsificada piel de cocodrilo, y con cantos de latón.

Antes dirigiéndose a Kurtz que a Ned, Litvak propuso suavemente:

- Creo que lo mejor es que comencemos por el principio. Por el cuándo, el dónde, el con quién, el durante cuánto tiempo.

Trazó una raya vertical, a modo de margen en el que apuntar, presumiblemente, las fechas. Dijo:

- Reuniones en las que ha participado. Manifestaciones, peticiones, marchas. Cualquier cosa que haya podido llamar la atención pública. Cuando lo tengamos todo ante la vista, podremos llegar a conclusiones fidedignas. Y entonces, o bien aceptamos el riesgo que ello comporta, o bien nos vamos con viento fresco. Ned, que usted sepa, ¿cuándo Charlie se comprometió por vez primera?

Kurtz dijo:

- Me gusta. Me gusta el método. Y creo que es justo para Charlie, también.

Y Kurtz se las arregló para decir estas palabras como si el plan de Litvak le hubiera sorprendido, como si jamás se le hubiera ocurrido, en vez de haber sido el resultado de horas y horas de cuidadosa preparación.

En consecuencia, Ned también se lo dijo. En los casos en que pudo, doró un poco la píldora, una o dos veces incorporó una pequeña falsedad, pero en líneas generales les dijo lo que realmente sabía. Ned tuvo sus dudas, desde luego, pero éstas surgieron después. Tal como dijo a Marjory, en el momento de las preguntas aquel par le avasallaron. Los asuntos de antisegregación racial en Africa del Sur y de actitud antinuclear eran de común conocimiento, desde luego. De todas formas, poco sabía Ned. Luego estaba la cuestión del grupo del Teatro de la Reforma Radical, con el que Charlie de vez en cuando se juntaba, grupo que tantas molestias causaba ante el Nacional, hasta el punto de detener las representaciones. Y también estaba el grupo Llamado Acción Alternativa, en Islington, que formaban una especie de solitaria desviación trotskista, y que entre todos no llegaban a quince. Y también era preciso mencionar una horrorosa comisión de mujeres, de la que de vez en cuando Charlie formaba parte, en St. Pancras, a la que un día Charlie llevó a Marjory con la idea de convertirla a la fe.

Y en cierta ocasión, hacía de ello dos o tres años, Charlie había llamado por teléfono, a altas horas de la noche, desde la comisaría de policía de Durham, pidiendo a Ned que fuera allá y que depositara la correspondiente fianza de libertad, después de que Charlie hubiera sido detenida, en el curso de una juerga antinazi en la que se había metido.

- ¿Este es el asunto en cuyos méritos la chica consiguió tanta publicidad, saliendo fotografiada en todos los periódicos, señor Quilley?

Ned repuso:

- No. Salió en todos los periódicos por el asunto de Reading, que ocurrió después.

- ¿Y en qué consistió el asunto de Durham?

- La verdad es que no lo sé con exactitud. Si quiere que le sea sincero, es un asunto del que jamás me ha gustado hablar. Es una de esas cosas de las que uno se entera por descuido.

Y uno se olvida de ella. Sí, pura y simplemente uno se olvida. Últimamente, Charlie es mucho

más moderada. Les puedo asegurar que no es ni siquiera la mitad de feroz de lo que antes pretendía ser. Ha madurado mucho. ¡Oh, sí! Con acentos de duda, Kurtz preguntó: -¿De lo que pretendía ser, señor Quilley? Litvak terció:

- Háblenos de Reading. ¿Qué pasó?

- Bueno, algo parecido. Alguien le pegó fuego a un autobús, y, en consecuencia, acusaron a todo el grupo. Me parece que protestaban por haber sido reducidas las ventajas concedidas a los ancianos. O quizá hacía referencia a la no admisión de gentes de color como conductores.

Después de una brevísima pausa, Ned se apresuro a añadir:

- El autobús estaba vacío, desde luego. No hubo ni un herido. Litvak exclamó:

- ¡Santo cielo!

Y acto seguido miró a Kurtz, quien ahora formuló una pregunta con el énfasis propio de un fiscal en un melodrama:

- Ned, hace poco me ha parecido que usted decía que las actuales convicciones de Charlie son mucho más tolerantes. ¿Realmente era esto lo que usted ha querido decir?

- Sí, eso creo. En el caso de que, anteriormente, sus convicciones hubieran sido duras, claro está. Es sólo una impresión, pero Marjory, mi esposa, cree lo mismo. Si, estoy seguro, Con cierta sequedad, Kurtz preguntó: -¿Le ha confesado Charlie este cambio de actitud, Ned?

- Yo creo que tan pronto Charlie tenga una oportunidad tan buena como esa que ustedes…

Pero Kurtz le interrumpió, insistiendo en su anterior pregunta: -¿Lo ha confesado acaso a la señora Quilley? -Pues no, no. En realidad, no.

- ¿Hay alguna persona a la que Charlie haya podido confesarlo? ¿Como, por ejemplo, ese amigo anarquista que tiene?

- Bueno, éste sería el último en saberlo.

- Ned, le ruego que piense cuidadosamente su contestación. ¿Hay alguna otra persona, con la excepción de usted, sea amiga, amigo, viejo amigo de la familia, a quien Charlie haya sido capaz de confesar este cambio de postura? ¿Alejándose del radicalismo?

- No, no, que yo sepa no. No se me ocurre nadie. En ciertos aspectos. Charlie es reservada. Mucho más reservada de lo que aparenta.

Entonces ocurrió algo extraordinario. Luego, Ned hizo de ello un puntual relato a Marjory. Para hurtarse al incómodo, y, a juicio de Ned, histriónico fuego de las miradas que cada uno de ellos le dirigía, Ned había estado jugueteando con su vaso, mirándolo, dando vueltas al vaso de «Marc»… Teniendo la impresión de que Kurtz, por el momento, había terminado su interrogatorio, Ned alzó la vista y captó una expresión de evidente alivio en las facciones de Kurtz, de manera que comunicaba claramente a Litvak el placer que a Kurtz causaba el hecho consistente en que Charlie no hubiera dulcificado sus convicciones. O que, caso de haberlas dulcificado, no lo hubiera comunicado a nadie importante. Ned procuró fijarse mas en la cara de Kurtz, pero la expresión ya había desaparecido. Pero después, nadie, ni siquiera Marjory, pudo convencer a Ned de que la expresión de alivio antes mentada no se había producido.

Litvak, el gran abogado acusador ayudante de Kurtz, tomó la palabra, y lo hizo en un tono más rápido, como si con ello quisiera dar fin al interrogatorio:

- Señor Quilley, ¿conserva usted en su oficina fichas individuales de sus clientes? ¿O archivos, expedientes?

- Bueno, tengo la seguridad de que la señora Ellis se encarga de esto. -¿Lleva mucho tiempo trabajando aquí, la señora Ellis? - ¡Uf, y tanto! Ya trabajaba aquí en tiempos de mi padre.


- ¿Y qué clase de información conserva en sus archivos? ¿Honorarios, gastos, comisiones? ¿Se trata solamente de áridos pape-les de administración del negocio?

- ¡Santo Dios, no! La señora Ellis lo guarda todo. Cumpleaños, la clase de flores que gustan a la actriz, los restaurantes preferidos, etcétera. En un archivo incluso encontramos una vieja zapatilla de baile. Los nombres de los hijos, de los perros, recortes de prensa, en fin, todo.

- ¿Cartas personales?

- Naturalmente.

- ¿Manuscritas por la propia Charlie? ¿Cartas a lo largo de estos últimos años?

Estas palabras de Litvak avergonzaron un poco a Kurtz. Sus eslavas cejas así lo indicaban. Las cejas de Kurtz se estaban amontonando, en expresión dolorosa, sobre el puente de la nariz. Kurtz advirtió severamente a Litvak:

- Karman, me parece que el señor Quilley ya nos ha dado bastante información y nos ha concedido bastante tiempo. No tengo la menor duda de que si necesitamos más información, el señor Quilley nos la proporcionará más adelante. Mejor aún, si Charlie está dispuesta a hablar de estos asuntos con nosotros, ella misma nos proporcionará tal información. Ned, ha sido una feliz y memorable ocasión. Muchas gracias, señor.

Pero no era tan fácil como eso hacer callar a Litvak, quien estaba dotado de la obstinación de los jóvenes. Litvak exclamó:

- ¡Pero es que el señor Quilley no tiene secretos para nosotros! ¡Por favor, señor Gold, yo sólo pido al señor Quilley que nos diga algo que todo el mundo sabe, y algo que nuestros encargados de conceder el visado de entrada encontrarán en cinco décimas de segundo en sus ordenadores! En estos asuntos son rapidísimos. Lo sabe muy bien, señor Gold. Si hay documentos, cartas de la propia Charlie, escritas con su propio vocabulario, si hay circunstancias atenuantes, incluso quizá pruebas de un cambio de opiniones, ¿a santo de qué no dejar que el propio señor Quilley nos lo muestre? Si quiere, claro está.

Tras una brevísima pausa, Litvak añadió en tono desagradable-mente insinuante.

- Si quiere, he dicho. Si no quiere, ya será harina de otro costal. Severamente, como si las palabras de Litvak hubieran sido absolutamente extemporáneas, Kurtz dijo:

- Karman, tengo la seguridad de que Ned está plenamente dispuesto a ello.

Y, acto seguido, Kurtz meneó la cabeza tristemente, como si con ello quisiera indicar que jamás se acostumbraría a los imperativds modales de los jóvenes de nuestros días.

Había dejado de llover. Situaron al menudo Quilley entre los dos, y anduvieron procurando atemperar su ágil paso, al vacilante caminar de Quilley. Este se sentía confuso, se sentía ofendido, y padecía unas alcohólicas intuiciones que los húmedos humos del tránsito no disipaban. ¿Qué diablos querían aquellos dos? En un instante determinado ofrecían la luna y las estrellas a Charlie, y en el instante siguiente le ponían objeciones en méritos de sus tontas ideas políticas. Y, ahora, por razones que Quilley ya había olvidado, le pedían consultar el historial de Charlie, que no era tal historial, sino una inocente recopilación de recuerdos, materia de la que se ocupaba una empleada tan vieja que ni siquiera podía ser retirada. La señora Longmore, la recepcionista los vio llegar, y, a juzgar por su expresión de censura, Ned supo al instante que se había tratado demasiado bien a sí mismo, a la hora del almuerzo. ¡Que se fuera al cuerno la señora Longmore! Kurtz insistió en que Ned los precediera en el ascenso de la escalera. Desde su despacho, en donde aquellos dos, prácticamente, obligaron a actuar a Ned, poniéndole una pistola en el pecho, Ned habló por teléfono con la señora Ellis y le pidió que dejara los papeles de Charlie en la antesala y se fuera.

Litvak, como si fuera un médico dispuesto a intervenir en un parto, dijo:

- ¿Llamamos a la puerta de su despacho, cuando hayamos terminado?

La última vez que Quilley los vio, estaban los dos sentados a la mesa circular de palo rosa, en la sala de espera, rodeados de seis de las sucias cajas de color castaño de la señora Ellis, que parecían rescatadas de un naufragio. Igual que dos recaudadores de contribución, los dos estudiaban el mismo conjunto de sospechosas cifras, con papel y lápiz, y Gold, el corpulento, se había quitado la chaqueta y tenía su asqueroso reloj sobre la mesa, como si quisiera cronometrarse a sí mismo, mientras hacía sus repulsivos cálculos. Después de esto, Quilley seguramente dormitó un poco. Se despertó con un sobresalto hacia las cinco de la tarde, y encontró la estancia contigua desierta. Cuando llamó a la señora Longmore, ésta contestó muy intencionadamente que sus visitantes no habían querido molestar a Ned.

De entrada, Ned nada dijo a Marjory. Aquella misma noche, cuando Marjory le interrogó al respecto, Ned repuso:

- Bueno, nada… Sólo he tenido la visita de un par de sórdidos tratantes en artistas que mucho me temo se dirigían a Hamburgo. Nada digno de mención.

- ¿Judíos?

- Pues sí, judíos, me parece. Muy judíos, en realidad.

Marjory efectuó un movimiento afirmativo de la cabeza como si lo hubiera sabido de antemano. Con muy poca convicción, Ned añadió:

- Pero muy simpáticos.

En sus horas libres, Marjory se dedicaba a visitar presos, por lo que los engaños de Ned eran para ella un libro abierto. Sin embargo, Marjory siempre daba tiempo al tiempo. Bill Lochheim era el corresponsal de Ned en Nueva York, y su único socio norteamericano. En la tarde del día siguiente, Ned le llamó por tel6fono. El buen Lloch jamás había oído hablar de aquel par, pero, siempre cumplidor de su deber, Loch comunicó a Ned lo que éste ya sabía: Gold y Karman eran nuevos en la profesión, contaban con ciertos apoyos, pero las empresas independientes no hacían más que estropear el mercado, en la actualidad. A Quilley no le gustó el tono con que Loch habló. Parecía que hablara coaccionado no por Quilley, quien en su vida había coaccionado a nadie, sino por otra persona, una persona a la que Loch había consultado. Quilley incluso tuvo la extraña impresión de que el buen Loch y él se encontraran en una misma situación. Con pasmosa valentía, Ned, sirviéndose de un pretexto, llamó por teléfono a GK (Gold y Karman) en Nueva York. Esta oficina resultó ser una representación para el puro y simple contacto de compañías que trabajaban fuera de la ciudad, y no le dio información alguna. Ned no podía pensar en otra cosa que en sus dos visitantes y en el almuerzo que con ellos había celebrado. Deseaba ardientemente no haberles recibido jamás o haberles echado de buenas a primeras. Llamó al hotel de Munich que los dos habían mencionado, y un seco recepcionista le informó de que Herr Gold y Herr Karman habían pasado una noche en el hotel, pero que se habían ido al día siguiente reclamados por asuntos urgentes e imprevistos. ¿Por que daba el recepcionista tanta información? Ned pensó que siempre ocurría, en aquel caso, que le daban demasiada información. O demasiado poca. Y siempre se advertía aquel matiz indicativo de que las personas con quienes Ned hablaba parecían actuar en contra de su voluntad. Un productor alemán que Kurtz había mencionado en el curso de la conversación le dijo que eran «buenas personas, muy respetables, realmente muy buenas». Pero cuando Ned le preguntó si aquellos dos habían estado en Munich recientemente, y cuáles eran los proyectos en que intervenían, su interlocutor reaccionó con hostilidad, y casi le colgó el teléfono.

Solo quedaban los colegas de Ned, en el negocio de agencias teatrales. Ned los consultó con desgana y quitando de forma exagerada importancia a sus palabras, haciendo preguntas muy vagas, cubriéndose siempre la retirada.

Ned se detuvo, como por casualidad, junto a la mesa en que se encontraba Herb Nolan, de Lomax Stars, en el Garrick, y le dijo:

- Hace poco conocí a un par de simpatiquísimos norteamericanos. Vinieron aquí para contratar gangas en vistas a una serie televisiva la mar de ambiciosa que están preparando. Se llaman Gold y no sé qué más. ¿Los has visto?

Nolan se echó a reir y contestó:

- Yo fui quien te los mandé, muchacho. Se interesaron por un par de mis horrorosos representados, y estaban la mar de interesados en Charlie. Querían saber si Charlie, a mi juicio, daría la medida artística que esperaban de ella. Y se lo dije, y tanto que se lo dije.

- ¿Si? ¿Qué les dijiste?

- Pues les dije que Charlie daría su verdadera medida por el medio de mandarnos a todos al cielo, mediante una bomba.

Deprimido por el bajo nivel del sentido del humor de Nolan, Ned se abstuvo de hacer ulteriores investigaciones. Pero aquella misma noche, después de que Marjory, inevitablemente, le hubiera extraído una confesión, Ned compartió sus angustias con ella:

- Tenían los dos mucha prisa. Tenían demasiadas energías, incluso teniendo en cuenta que eran norteamericanos. Me acosaron como si fueran un par de malditos policías. Primero uno, luego el otro.

Modificando su metáfora, Ned añadió:

- Como un par de malditos perros terrier. -Luego dijo-: Creo que debiera recurrir a las autoridades.

Por fin, Marjory observó:

- Pero querido, por lo que me dices mucho temo que estos dos eran autoridades.

En tono muy decidido, Ned anuncio:

- Voy a escribir a Charlie. Si, sí, estoy casi decidido a escribirle y ponerla sobre aviso, por si acaso. Pueden meterla en un lío.

Pero incluso en el caso de que Ned hubiera escrito a Charlie, lo hubiera hecho ya demasiado tarde. Antes de que transcurrieran cuarenta y ocho horas, Charlie partía hacia Atenas para proseguir su aventura con Joseph.

Una vez más se consiguió. Aparentemente, era solamente un aspecto accesorio de la operación principal, aunque terriblemente arriesgado, cual Kurtz fue el primero en reconocer aquella misma noche, cuando modestamente informó de su triunfo a Misha Gavron. «Sin embargo, ¿qué otra cosa podíamos hacer, Misha?

¿Dímelo? ¿En qué otro lugar hubiéramos podido encontrar tan abundante y preciosa correspondencia, durante un período tan largo?» Habían buscado a otros recepcionarios de las cartas de Charlie, amigos, amigas, su repulsiva madre, una antigua profesora… En un par de ocasiones habían fingido ser agentes de una empresa comercial interesada en adquirir los manuscritos y los autógrafos de los que en el futuro serían grandes personalidades. Esto hicieron hasta que Kurtz, con el consentimiento de Gavron, abandonó esta campaña. Kurtz decretó que más valía dar un gran golpe que dar muchos golpes pequeños y peligrosos.

Además, Kurtz necesitaba los valores intangibles. Necesitaba sentir el calor y la textura de su presa. Y, para esto, ¿quién mejor que Quilley, con su largo e inocente conocimiento de Charlie? Y Kurtz impuso su voluntad sobre Quilley y obtuvo la información deseada. El día siguiente, se trasladó a Munich, tal como había dicho a Quilley, a pesar de que la producción en que Kurtz estaba interesado no era la misma que había insinuado a Quilley. Kurtz visitó sus dos pisos francos. Volvió a dar ánimos a sus hombres. Además, organizó un cordial encuentro con el buen doctor Alexis, consistente en un largo almuerzo en el curso del cual de casi nada importante hablaron. Pero ¿acaso los viejos amigos necesitan hablar de cosas importantes?

Y, desde Munich, Kurtz se trasladó en avión a Atenas, prosiguiendo su avance hacia el

sur.


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