6


Las dos muchachas llevaron a Charlie al retrete y estuvieron con ella, muy tranquilas, mientras ésta usaba el servicio. Una era rubia y la otra morena, y las dos parecían haber recibido órdenes de tratar amablemente a Charlie. Llevaban zapatos de suela blanda, no se habían metido los faldones de la camisa en los tejanos, habían dominado físicamente a Charlie sin la menor dificultad, cuando ésta se lanzó sobre ellas, y cuando Charlie las insultó, le contestaron con una sonrisa dotada de la lejana dulzura de los sordos.

La morena dijo a Charlie en el curso de una breve tregua:

- Me llamo Rachel. Y mi amiga se llama Rose. ¿Te acordarás? Piensa en RR.

Rachel era la guapa. Tenía remilgado acento del norte y ojos alegres. Fue la espalda de Rachel lo que detuvo a Yanuka en la frontera. Rose tenía rizado cabello rubio, y el nervudo cuerpo propio de una atleta. Cuando abrió las manos, sus palmas parecían hojas de hacha salidas de sus delgadas muñecas.

Con un acento seco que bien hubiera podido ser sudafricano, Rose dijo a Charlie:

- No te preocupes, Charlie. Ya verás cómo no te pasará nada malo.

Charlie intentó una vez más, y en vano, forcejear con ellas, y dijo:

- Gracias, ya se me ha pasado.

Del retrete la llevaron a un dormitorio en la planta baja, en donde le dieron un peine y un cepillo para el pelo, así como un vaso de turbio té, sin leche. Charlie se sentó en el borde de la cama y comenzó a tomar sorbos de té, mientras maldecía, trémula de rabia, e intentando acompasar la respiración. Musitó:

- «¡RAPTO DE UNA ACTRIZ SIN UN PENIQUE!» ¿Qué rescate pensáis pedir, muchachas? ¿El pasivo de mi cuenta corriente?

Pero estas palabras sólo sirvieron para que las muchachas le sonrieran con más dulzura, a uno y otro lado de Charlie, caídos los brazos, esperando el momento de hacerla subir la gran escalinata. Al llegar al primer descansillo, Charlie volvió a atacar a las dos muchachas, en esta ocasión a puñetazos, lanzando los puños en curva trayectoria paralela al suelo, furiosamente, lo cual sólo sirvió para que Charlie se encontrara suavemente depositada de espaldas en el suelo, con la vista fija en los vidrios policromos en lo alto de la escalinata, que quebraban la luz lunar transformándola en un mosaico de pálido color dorado y de color de rosa. Charlie explicó a Rachel:

- Sólo quería romperte las narices.

Pero la reacción de Rachel consistió en una radiante sonrisa de comprensión.

La casa era vieja y olía a gatos que apestaba. Estaba atestada de malos muebles griegos, del estilo imperio, y tenía marchitas cortinas de terciopelo, y candelabros de latón. Pero en el caso de que hubiera estado limpia como un hospital suizo o sucia como la bodega de un buque carguero, ella nada hubiera cambiado. Sólo hubiera significado otra clase de pesadilla, ni peor ni mejor. En el segundo descansillo, unos agrietados tiestos con flores trajeron a la memoria de Charlie, una vez más, la imagen de su madre. Charlie se vio a sí misma, siendo niña, sentada al lado de su madre, llevando pantalones de pana, y mondando vainas de guisantes, en un invernadero. Pero fue incapaz de recordar, en aquellos momentos y luego, una casa que tuviera un invernadero y en la que ella hubiera vivido, como no fuera la primera que la familia tuvo en Branksome, cerca de Bournemouth, cuando Charlie contaba tres años de edad.

Se acercaron a una puerta de dos hojas, que Rachel abrió, echándose después a un lado. Charlie vio ante sí una estancia con aspecto de caverna, en cuyo centro había dos figuras sentadas a una mesa, una de ellas ancha y grande, y la otra encorvada y muy delgada, las dos ataviadas con ropas de nebulosos colores castaños y grises, y que, contempladas desde lejos, tenían fantasmal aspecto. Sobre la mesa vio papeles diseminados, a los que una luz pendiente del techo daba desproporcionada importancia, y que, incluso vistos desde lejos, tenían aspecto de recortes de prensa. Rose y Rachel se habían rezagado, cual si fueran personas de inferior importancia. Rachel dio un empujón en el trasero a Charlie y dijo:

- ¡Adelante!

Charlie recibió un impulso que la hizo recorrer involuntariamente los últimos veinte pies, sintiéndose como feo ratón mecánico, de esos que funcionan con cuerda. Charlie pensó: «Finge que te ha dado un ataque, ponte las manos en el estómago, di que tienes apendicitis. ¡Chilla!» Cuando Charlie entró, los dos hombres se pusieron, simultáneamente, en pie de un salto. El delgado se quedó junto a la mesa, pero el corpulento avanzó decidido hacia ella, y su mano derecha se engarabitó en un movimiento propio de un cangrejo, cogiendo la mano de Charlie y estrechándola, antes de que ésta pudiera evitarlo.

Como si Charlie hubiera tenido que desafiar incendios forestales e inundaciones para llegar hasta ellos, Kurtz exclamó en veloz tono de felicitación:

¡Charlie, no sabe cuánto nos alegra que esté por fin sana y salva entre nosotros!

Teniendo todavía la mano de Charlie fuertemente asida por la suya, de modo que el contacto entre las dos pieles resultaba totalmente contrario a cuanto Charlie había previsto, Kurtz dijo:

- Mi nombre, a falta de otro, Charlie, es Marty, y cuando Dios terminó de hacerme quedaron unas cuantas porciones sobrantes, con las que hizo a Mike, a modo de posdata. Saluda a Mike, Charlie. Y en cuanto al señor Richthoven, dicho sea utilizando el nombre que para su mayor comodidad escogió, aquí presente, a quien según creo usted llama Joseph, creo que no hace falta decir más nombres, puesto que usted misma lo bautizó.

Joseph seguramente había entrado en el cuarto sin que Charlie se diera cuenta. Charlie recorrió la estancia con la vista, y le vio ordenando unos papeles sobre una mesa plegable, apartado de todos. Sobre la mesa había una pequeña lámpara de uso individual cuya luz, semejante a la de una vela, incidió en la cara de Joseph cuando éste se inclinó al frente.

Charlie dijo:

- Pues ahora podría volver a bautizar a ese hijo de mala madre. Charlie pensó en atacar a Joseph, tal como antes había atacado a Rachel. Le bastaba con dar tres rápidos pasos y atizarle, antes de que pudieran impedírselo, pero advirtió que no lo conseguiría, por lo que se contentó con lanzarle una andanada de obscenos insultos que Joseph escuchó con aire de recordar algo un tanto lejano. Joseph se había puesto un jersey ligero. La camisa de seda propia de director de orquesta y los gemelos de oro, como tapones de botella, habían desaparecido, y parecía que jamás hubieran existido.

Sin alzar la cabeza y mientras seguía ordenando sus papeles, Joseph dijo:

- Te aconsejo que por el momento te abstengas de formular juicios y dejes de soltar palabrotas. Primero escucha lo que estos dos hombres quieren decirte. Estás en manos de buena gente. Me atrevería a decir que estás en manos de gente mucho mejor que aquella con la que solías tratar. Tienes mucho que aprender y, si la suerte te acompaña, también tienes mucho que hacer. Así es que conserva las energías.

Joseph pronunció estas últimas palabras como si recitara para sí una advertencia medio olvidada. Siguió con sus papeles.

Amargamente, Charlie pensó: «No siente el menor interés por mí; ha entregado su carga, y la carga era yo.»

Los otros dos hombres seguían de pie, esperando que Charlie se sentara, lo cual era propio de locos. Es una locura ser cortés para con una muchacha que acaba de ser raptada, es una locura darle lecciones de bondad, es una locura sentarse a una mesa para charlar con quienes te acaban de raptar, después de tomar un vasito de té y de arreglarte un poco en el lavabo. De todas maneras, Charlie se sentó. Kurtz y Litvak también lo hicieron.

Mientras se enjugaba una lágrima con los nudillos de una mano, Charlie preguntó con voz insegura:

- ¿Quién es el que dirige el juego, aquí?

Vio una vieja cartera para documentos, de color castaño, situada en el suelo entre los dos hombres, con la tapa abierta, aunque no por ello pudo ver el contenido. Y sí, efectivamente, los pape-les que había sobre la mesa eran recortes de prensa, y a pesar de que Mike los estaba guardando en una carpeta, Charlie no tuvo dificultad alguna en reconocer que aquellos recortes hacían referencia a su carrera artística.

En tono decidido, Charlie preguntó:

- ¿No se han equivocado de chica, supongo? ¿Están seguros?

Dirigió estas palabras a Litvak, suponiendo erróneamente que era el más influíle de los dos, en méritos de su endeble aspecto físico. Pero, en realidad, a Charlie le importaba muy poco cuál fuera la persona a quien se dirigía, siempre y cuando consiguiera conservar la serenidad. Charlie añadió:

- Aunque les advierto que si van en busca de los tres enmascarados que asaltaron el banco de la calle Cincuenta y dos, les diré que se fueron en dirección contraria a ésta. Yo era la inocente transeúnte que tuvo un parto prematuro.

Kurtz levantó de la mesa, al mismo tiempo, sus gruesos brazos, y gritó muy complacido:

- ¡Charlie, sí, usted es la chica que buscábamos! ¡Y tanto que sí! Kurtz dirigió una mirada a Litvak, y luego a Joseph, en el otro extremo del cuarto. Fue una mirada benévola, pero duramente calculadora. Y, en el instante siguiente, Kurtz se había lanzado, hablando con la fuerza animal que de tal manera había avasallado a uilley y a Alexis, así como a innumerables colaboradores insólitos, a lo largo de su extraordinaria carrera, hablando con los mismos recios acentos euronorteamericanos, y efectuando los mismos cortantes movimientos del antebrazo.

Pero Charlie era una actriz, y su instinto profesional jamás le había hablado tan a las claras. Ni la verborrea de Kurtz, ni los actos de violencia que en ella habían sido perpetrados, conduciéndola a un estado de desorientación, habían oscurecido sus matizadas percepciones de lo que en aquellos momentos ocurría en el cuarto. Charlie pensó: «Estamos en un escenario: nosotros por una parte y ellos por otra.» Mientras los jóvenes centinelas se dispersaban dirigiéndose a las tinieblas del perímetro, Charlie casi podía oír el rumor de los pasos dados de puntillas de los espectadores llegados a última hora en busca de sus butacas, al otro lado del telón. Charlie examinó el decorado, y tuvo la impresión de que se parecía al dormitorio de un tirano depuesto. Los hombres que la habían capturado eran los luchadores por la libertad que habían depuesto al tirano. Detrás de la ancha y paternal frente de Kurtz, sentado frente a ella, Charlie pudo distinguir en la mal enyesada pared la mancha de polvo que había delimitado la cabecera de una desaparecida cama imperial. Detrás del flaco Litvak colgaba un espejo con retorcida moldura dorada, estratégicamente situado para el mayor placer de enamorados separados. El desnudo piso de madera producía ecos enclaustrados, propios de un escenario. La luz pendiente del techo acentuaba las partes cóncavas de las caras de los dos hombres, así como la sordidez de sus ropas de luchadores clandestinos. En lugar de su lujoso traje de Madison Avenue -aunque debemos advertir que Charlie no conocía este término de comparación-, Kurtz, ahora, lucía una chaqueta de campaña, del ejército, carente de forma, con oscuras manchas de sudor en los sobacos, y una hilera de bolígrafos baratos en el abrochado bolsillo superior de la chaqueta, en tanto que Litvak, el intelectual del partido, iba con una camisa caqui, de mangas cortas, de las que sus delgados brazos salían cual peladas ramas. Sin embargo, a Charlie le bastaba con echar una ojeada a aquellos dos hombres para advertir los rasgos que compartían con Joseph. Charlie pensó: «Han sido adiestrados a hacer lo mismo, comparten las mismas ideas y las mismas prácticas.» Kurtz tenía su reloj de pulsera sobre la mesa, ante él. Este reloj trajo a la memoria de Charlie la cantimplora de Joseph.

Dos ventanas cerradas daban a la parte delantera y otras dos ventanas igualmente cerradas daban a la parte trasera. Las puertas de doble hoja que daban a uno y otro lado también estaban cerradas, como si se temiera que Charlie intentara escapar, a pesar de que ésta sabía, en la actualidad, que sería un intento vano, por cuanto, si bien los centinelas fingían una languidez propia de simples trabajadores en un taller, Charlie había ya advertido en ellos -y tenía buenas razones- la presteza propia de los profesionales. En los más apartados confines del escenario ardían cuatro enroscadas mechas contra los mosquitos, cual mechas de bomba, de lenta ombustión, que difundían aroma a nuez moscada. Y a espaldas de Charlie brillaba la lamparilla de Joseph que, a pesar de todo, o quizá debido a todo, era la única luz agradable.

Charlie se percató de todo lo anterior incluso antes de que la recia voz de Kurtz comenzara a llenar la estancia con sus frases tortuosamente imperativas. Si Charlie no hubiera ya previsto que le esperaba una larga noche, aquella voz implacable y contundente se lo hubiera revelado.

- Charlie, queremos explicarte lo que queremos hacer; queremos definirnos a nosotros mismos, queremos presentarnos, y aun cuando entre los aquí presentes nadie hay que sea propenso a pedir disculpas excesivas, también queremos decirte que lamentamos lo ocurrido. Pero a veces no queda más remedio que actuar de determinada manera. Nosotros hemos actuado en uno o dos aspectos porque no nos ha quedado más remedio. Lo siento. Te damos la bienvenida y te decimos «hola».

Kurtz hizo una pausa lo bastante larga para que Charlie pudiera lanzarle otra andanada de insultos. Kurtz sonrió, y dijo:

- Charlie, tengo la seguridad de que tienes muchas preguntas que hacernos, y te aseguro que, a su debido tiempo, las contestaremos, en la medida de lo posible. Entretanto permite que, por lo menos, te demos un par de informaciones de carácter básico. Seguramente te preguntas quiénes somos.

En esta ocasión la pausa fue brevísima, casi inexistente, debido a que, en realidad, Kurtz no estaba tan interesado en estudiar el efecto de sus palabras como en utilizarlas para adquirir un amistoso dominio de la situación y de la propia Charlie.

- Charlie, te diré que primordialmente somos personas decentes, tal como ha dicho Joseph. Somos buena gente. En este sentido, y al igual que la gente buena y decente que hay en todo el mundo, estimo que puedes calificarnos razonablemente de no sectarios, no alineados, y de profundamente preocupados, al igual que tú, por los muchos malos caminos que el mundo sigue. Si añado que somos ciudadanos de Israel, espero que no comiences a echar inmediatamente espuma por la boca, ni a vomitar, ni a tirarte por la ventana, a no ser, desde luego, que sostengas la personal opinión de que Israel debiera ser borrado del mapa, o barrido con napalm, o entregado envuelto en papel para regalos a cualquiera de las muchas molestas organizaciones árabes que aspiran a eliminarnos.

Kurtz advirtió un movimiento de secreto encogimiento del ánimo de Charlie, por lo que se lanzó inmediatamente a averiguar su naturaleza:

- ¿Es realmente esto lo que piensas, Charlie?

Había efectuado la pregunta bajando la voz. Prosiguió:

- Bueno, quizá pienses así… ¿Por qué no nos dices lo que piensas al respecto? ¿Tienes ganas de levantarte de la silla en este mismo instante? ¿Ganas de irte a casa? Creo que tienes el billete de avión. Te daremos el dinero que necesites. ¿Quieres irte?

Una helada inmovilidad se apoderó de Charlie, cubriendo el caos y el momentáneo terror que la muchacha sentía. Que Joseph era judío, Charlie no lo había dudado jamás a partir de su abortado interrogatorio en la playa. Pero para Charlie, Israel era una confusa abstracción que suscitaba, al mismo tiempo, sentimientos protectores y sentimientos de hostilidad. Charlie jamás había supuesto, siquiera por un segundo, que llegara a enfrentarse con Israel en carne y hueso.

Haciendo caso omiso de la oferta de Kurtz consistente en interrumpir las negociaciones antes de que hubieran comenzado, Charlie preguntó:

- ¿Qué diablos está pasando aquí? ¿Qué es esto? ¿Una fiesta bélica? ¿Una incursión punitiva? ¿Me van a poner electrodos? ¿En qué consiste su gran idea?

Kurtz le preguntó:

- ¿Has conocido en tu vida a algún israelí?

- Que yo sepa, no.

- ¿Tienes algo que objetar a los judíos, desde un punto de vista racial? ¿A los judíos en cuanto a judíos y basta? ¿No olemos mal, en tu opinión, no tenemos malos modales en la mesa? Dínoslo. Son cosas que nosotros comprendemos.

- No sea tonto.

Charlie advirtió que su voz no había sonado debidamente, ¿o acaso era su oído el que no había percibido correctamente? -¿Te sientes entre enemigos, aquí?

Charlie contestó:

- ¿Cómo puede usted pensar tal cosa? Toda persona que me rapta es para mí simpatiquísima.

Con la consiguiente sorpresa de Charlie, estas palabras suscitaron espontáneas carcajadas en las que todos parecían tener derecho a participar. Salvo Joseph, que estaba muy atento a su lectura, tal como Charlie sabía gracias al leve sonido de roces que Joseph producía al volver las páginas.

Kurtz aumentó un poco la presión de su interrogatorio. Sin dejar de sonreír cordialmente, insistió:

- Tranquilízanos un poco, Charlie. Olvidemos que, en cierto sentido, estás privada de libertad, aquí. ¿Crees que Israel debe sobrevivir, o que todos nosotros debemos hacer las maletas y volver a nuestros países de origen, para volver a empezar? ¿Quizá estimes más oportuno que ocupemos un pedacito del Africa central? ¿O del Uruguay? Egipto, no, muchas gracias, ya lo intentamos y no dio buenos resultados. ¿0 crees que debemos dispersarnos una vez más y volver a nuestros ghettos de Europa y Asia, en espera del próximo pogrom? ¿Qué dices a esto, Charlie?

Esquivando la cuestión una vez más, Charlie repuso: -Quiero que dejen en paz de una maldita vez a los pobres árabes.

- Gran idea. ¿Y cómo lo vamos a hacer, así en términos específicos?

- Dejando de bombardear sus campamentos, de echarlos de sus tierras, de arrasar sus pueblos, de torturarlos.

- ¿Has mirado alguna vez el mapa de Oriente Medio?

- Naturalmente.

Con la misma peligrosa alegría mostrada anteriormente, Kurtz dijo:

- Y, mientras contemplabas el mapa, ¿has deseado alguna vez que los árabes nos dejen en paz a nosotros?

A la confusión y temor que Charlie sentía ahora, se añadió un sentimiento de vergüenza, que probablemente era lo que Kurtz deseaba. Ante una tan clara realidad, las sarcásticas frases de Charlie adquirieron cierto matiz propio de una colegiala algo tonta. Charlie se sintió como una insensata dando sermones a gente sabia. Charlie contestó con una estupidez:

- Quiero paz.

Sin embargo, las palabras de Charlie eran verdad. Cuando se lo permitían, Charlie tenía la decente visión de una Palestina mágica-mente devuelta a aquellos que habían sido expulsados de ella, a fin de que en ella cupieran los más poderosos custodios europeos.

Muy satisfecho, Kurtz dijo:

- En este caso, ¿por qué no vuelves a mirar el mapa y te preguntas qué es lo que Israel quiere?

Y Kurtz guardó unos instantes de silencio, que parecía el silencio de recuerdo a los seres amados que no pueden estar con nosotros esta noche.

Y este silencio se hizo más y más extraordinario a medida que más duraba, debido a que era la propia Charlie quien contribuía a prolongarlo. Y Charlie, que hacía pocos minutos chillaba clamando a los cielos y a la tierra, ahora, de repente, nada tenía que decir. Fue Kurtz, no Charlie, quien finalmente rompió el silencio, mediante unas palabras que parecían una meditada declaración a la prensa:

- Charlie, no estamos aquí para combatir tus ideas políticas. Ahora es muy pronto todavía, por lo que no me vas a creer (¿a santo de qué vas a creerme?), pero lo cierto es que tus ideas políticas nos gustan. En todos sus aspectos. En todas sus paradojas y buenas intenciones. Respetamos tus ideas y las necesitamos. No nos reímos de ellas, y albergo esperanzas de que, a su debido tiempo, podamos volver a ellas y discutirlas de una forma abierta y positiva. Nos proponemos hacer una llamada al natural sentido humano que hay en ti, y nada más. Hacer una llamada a tu buen corazón, a tu corazón humanitario. A tus sentimientos. A tu sentido de la justicia. No queremos pedirte nada que de un modo u otro sea contrario a tus recias y decentes convicciones éticas. En cuanto a tu polémica política, al nombre o a los nombres que le das, quisiéramos quemarla, pura y simplemente. Por el contrario, respetamos del todo tus convicciones, cuanto más confusas, más irracionales y más frustradas sean. Aceptando esta premisa, espero que te muestres dispuesta a quedarte aquí un tiempo más y escuchar lo que tenemos que decirte.

Una vez más, Charlie ocultó su reacción bajo un nuevo ataque:

- Si Joseph es israelí, ¿qué diablos hacía viajando en un puerco automóvil árabe?

El rostro de Kurtz se quebró en aquella surcada y arrugada sonrisa que tan espectacularmente había revelado su verdadera edad a Quilley. Alegremente, repuso:

- Lo robamos, Charlie.

Y esta confesión suscitó inmediatamente otra salva de carcajadas, a las que Charlie tuvo, en parte, tentaciones de unirse.

Anunciando implícitamente con sus palabras que la discusión sobre Palestina había quedado, al menos por el momento, quemada, como había deseado, Kurtz dijo:

- Y lo que ahora querrás saber, Charlie, es qué diablos haces aquí entre nosotros, y por qué has sido arrastrada hasta aquí de una manera tan complicada y tan poco ceremoniosa. Te lo voy a decir. Dicha razón estriba en que queremos ofrecerte un trabajo. Un trabajo de actriz.

Kurtz había entrado en un buen terreno, y su bondadosa sonrisa indicaba que se había dado cuenta de ello. Su voz se hizo lenta e intencionada, como si estuviera anunciando los números ganadores:

- Será el papel más importante que hayas interpretado en tu vida, el que más sacrificios te cueste, el más difícil, el más peligroso y, sin la menor duda, el más importante. Y no hablo de dinero. Te daremos cuanto dinero quieras. Tú misma puedes poner el precio.

El recio antebrazo de Kurtz efectuó un movimiento con el que quitó toda importancia a las consideraciones crematísticas. Kurtz siguió:

- El papel que hemos pensado confiarte exige la combinación de todos tus talentos, tanto humanos como profesionales, Charlie. Tu ingenio, tu excelente memoria, tu inteligencia, tu valentía, y también esta cualidad humana a la que antes me he referido, tu calor humano. Te elegimos, Charlie, te dimos el papel. Hemos buscado mucho, hemos estudiado a muchas candidatas de muchos países, hasta que te encontramos a ti, y ésta es la razón por la que estás aquí, aquí, entre admiradores. Todas las personas que están en este cuarto te han visto actuar y admiran tu labor. En consecuencia, más valdrá que el ambiente imperante sea congruente con este hecho. Por nuestra parte no hay la más leve hostilidad, sino que hay afecto, esperanzas y admiración. Escucha lo que tenemos que decirte. Tal como tu amigo Joseph ha dicho, somos buena gente, al igual que lo eres tú. Te necesitamos. Y hay otra gente, que no está presente, que te necesitará mucho más de lo que nosotros te necesitamos.

Al callar, la voz de Kurtz dejó un vacío. Charlie había conocido actores, muy pocos, que sabían hacer esto con sus voces. La voz así era como una presencia que, por su implacable benevolencia, se transformaba en adicción, y cuando la voz dejaba de sonar, como ocurría ahora, el oyente se quedaba solo, varado. Llevada por una instintiva oleada de alegría, Charlie pensó: «Primero Al consigue un papel, y ahora lo consigo yo.» Seguía percibiendo cuán loca era la situación en que se encontraba, pero esta conciencia era lo único que podía utilizar para reprimir una sonrisa de excitación que le cosquilleaba las mejillas, pugnando por salir a la superficie.

Consiguiendo una vez más hablar en tono de escepticismo, Charlie dijo:

- ¿Ésta es la manera en que reparten ustedes los papeles? ¿Golpeando a las actrices en la cabeza y llevándolas maniatadas adonde les da la gana? Imagino que esto será habitual en ustedes.

En tono muy sereno, Kurtz dijo:

- Charlie, jamás diremos que se trate de un drama normal y corriente.

Y después de decir estas palabras, Kurtz volvió a ceder la iniciativa a Charlie. Luchando todavía para no sonreír, Charlie quiso saber:

- ¿En qué clase de actuación me dan este papel?

- Llamémosle actuación teatral.

Charlie se acordó de Joseph y de la manera en que la expresión divertida desapareció de su cara, cuando hizo una seca referencia al teatro de la vida real. Charlie dijo:

- Si se trata de una obra teatral, ¿por qué no lo dice? Kurtz le dio la razón:

- En cierto aspecto es una obra teatral.

- ¿Quién la ha escrito?

- Nosotros nos encargaremos de la trama. Joseph se encargará del diálogo. Todo con mucha ayuda tuya.

- ¿Ante qué público?

Con un ademán, Charlie indicó las sombras:

- ¿Estas monadas?

La solemnidad de Kurtz fue tan súbita y tan tremenda como su buena voluntad. Unió sobre la mesa sus manos de obrero, avanzó la cabeza dejándola encima de ellas, y ni siquiera el más enérgico escéptico hubiera podido negar la convicción con que se expresó:

- Charlie, hay gente que jamás verá esta obra teatral, que ni siquiera llegará a saber que se representa, pero que quedará en deuda contigo mientras viva. Es gente inocente. Personas a las que siempre has tenido simpatía, en cuya representación has intentado hablar, intervenir en manifestaciones, ayudar. En todo lo que hagas a partir de este momento debes llevar bien metida en la cabeza esta idea, ya que, de lo contrario, puedes llevarnos a la perdición, a nosotros y a ti.

Charlie intentó apartar la vista de Kurtz, debido a que su retórica era excesiva, demasiado altisonante. Charlie sintió deseos de que Kurtz empleara aquellos medios con otra persona, no con ella. Rudamente, esforzándose una vez más en hurtarse a las oleadas de la persuasión de Kurtz, Charlie inquirió:

- ¿Y quién diablos se imagina usted ser para determinar quién es inocente y quién no lo

es?

- ¿Te refieres a mí, en cuanto a israelí?

Evitando entrar en terreno peligroso, Charlie repuso: -Me refiero a usted, personalmente.

- Prefiero soslayar un poco tu pregunta, Charlie, y limitarme a decir que, desde nuestro punto de vista, una persona ha de ser muy culpable para merecer la muerte.

- ¿Quién, por ejemplo? ¿Quién merece la muerte? ¿Esos pobres insensatos a los que matasteis en el West Bank? ¿O esos a quienes bombardeáis en el Líbano?

Incluso mientras formulaba estas atolondradas preguntas, Charlie se preguntaba cómo diablos habían comenzado a hablar de muertes. ¿Había comenzado ella, había comenzado él? Carecía de importancia. Kurtz ya estaba meditando su respuesta. Con firme énfasis replicó:

- Únicamente aquellos que rompen totalmente el vínculo humano. Estos merecen la muerte.

Tozuda, Charlie siguió atacando a Kurtz:

- ¿Hay judíos así?

- Si., hay judíos que son así, y también hay israelíes. Pero nosotros no nos contamos entre ellos, y, afortunadamente, esta noche no constituyen el tema del que debemos tratar.

Kurtz tenía la autoridad suficiente para hablar de esta manera. Daba las respuestas que los niños quieren. Tenía la preparación suficiente para ello, y todos los que se encontraban en el cuarto, Charlie incluida, lo sabían. Kurtz era un hombre que sólo trataba de asuntos que conocía por propia experiencia. Cuando formulaba preguntas, se tenía la seguridad de que antes le habían formulado a él aquellas preguntas. Cuando daba órdenes se sabía que antes había obedecido órdenes ajenas. Cuando hablaba de muerte resultaba evidente que conocía la muerte y que la conocía muy de cerca, y que en cualquier momento podía volver a conocerla.

Y cuando decidía dar una advertencia, como ahora se la dio a Charlie, era evidente que había afrontado los peligros a que se refería. Hablando muy seriamente, dijo:

- No confundas nuestra representación teatral con la diversión, Charlie. No hablamos de bosques encantados. Cuando las luces se apaguen en el escenario, será de noche en la calle. Cuando los actores rían, serán felices. Cuando lloren, estarán tristes y con el corazón roto. Y cuando los actores resulten heridos (y resultarán heridos) no se encontrarán en situación, al bajar el telón, de ponerse en pie de un salto e ir corriendo a coger el autobús que los llevará a casa. No habrá posibilidad de remilgos y de alejarse en las escenas duras, no habrá permiso por enfermedad. Será una actuación constante desde el principio hasta el fin. Si esto es lo que te gusta, si eres capaz de hacerlo, y nosotros creemos que sí, escúchanos. Si no es así, levantemos la sesión.

Shimon Litvak, arrastrando las palabras, con su acento eurobostoniano, débil cual una señal distante emitida por una radio al otro lado del Atlántico, intervino gravemente, en el tono que emplea un discípulo para tranquilizar a su maestro:

- Charlie jamás ha huido de un peligro en toda su vida, Marty.

Y esto no es una presunción por nuestra parte, sino que es un hecho cierto. Consta en todo su historial.

Ya casi lo habían conseguido, dijo Kurtz a Misha Gavron más tarde, al relatar, durante un breve alto el fuego en su relación, este punto de la conversación con Charlie: una señora que consiente escuchar es una señora que consiente. Al oír estas palabras, a Gavron poco le faltó para sonreír.

Sí, quizá casi lo había conseguido, pero, en lo tocante al tiempo que tendrían que consumir, sólo estaba al principio. Al pretender ser comprendido, Kurtz en manera alguna pretendió ser rápido. Kurtz insistió en sus modales estudiados, en añadir leña a la frustración de Charlie, en que la impaciencia de la muchacha se desbocara y se adelantara a los acontecimientos. Nadie mejor que Kurtz comprendía lo que era tener un carácter impaciente en un mundo de lentitudes, y cómo sacar provecho de tal impaciencia. Pocos minutos después de la llegada de Charlie, mientras ésta se hallaba todavía asustada, Kurtz la trató amistosamente. Y así se portó como un padre para la enamorada de Joseph. Minutos después, ofrecía a Charlie la solución de todos los desordenados problemas de su vida, hasta el presente momento. Kurtz se dirigió a la actriz, a la mártir, a la aventurera. Halagó a la hija y excitó a la aspirante. Le había permitido echar un breve vistazo a la nueva familia a la que Charlie quizá quisiera unirse, sabedor de que Charlie, en el fondo, al igual que todos los rebeldes, sólo ansiaba una más cómoda conformidad. Y, principalmente, al prodigarle todos estos beneficios, había enriquecido a Charlie, lo cual, como la propia Charlie siempre había dicho a cuantos quisieran escucharla, era el principio de la subordinación.

Hablando más despacio y en voz más cordial, Kurtz dijo:

- Lo que nosotros te proponemos, Charlie, es un recital abierto, que contestes a una serie de preguntas y que las contestes con toda franqueza, con toda veracidad, a pesar de que, por el momento, nada sepas en cuanto a la finalidad que perseguimos con estas preguntas.

Kurtz hizo una pausa, pero Charlie siguió en silencio. Y, ahora, en su silencio había ya una tácita sumisión.

- Te pedimos que no hagas juicios de valor, que jamás intentes ponerte en nuestro punto de vista, que jamás pretendas complacernos o contentarnos con tus contestaciones, en aspecto alguno. Hay en tu vida muchas cosas que quizá tú consideres negativas, pero que nosotros no consideraremos así. En modo alguno intentes pensar por nosotros.

Un breve y enérgico movimiento del antebrazo de Kurtz puso punto final a estas amistosas advertencias. Siguió:

- Ahora voy a formular una pregunta. ¿Qué pasaría si, ahora o más tarde, o tú o nosotros decidimos abandonar el juego? Permite que sea yo quien conteste la pregunta.

Charlie dijo:

- Si, más valdrá, Mart.

Charlie apoyó los codos en la mesa y la barbilla en las manos, y dirigió una sonrisa y una mirada que intentaban expresar pasmada incredulidad. Kurtz dijo:

- Muchas gracias, Charlie. Ahora escucha atentamente. Todo depende del momento en que tú o nosotros tomemos esa decisión; todo depende de los conocimientos que hayas adquirido en tal momento y de la calificación que nosotros te hayamos dado. Hay dos soluciones. Primera solución, conseguimos que nos hagas una solemne promesa, te damos dinero y te devolvemos a Inglaterra. Nos estrechamos las manos, nos declaramos nuestra recíproca confianza, seguimos siendo buenos amigos, y te vigilamos un poquito para tener la certeza de que cumples lo prometido. ¿Comprendido?

Charlie bajó la vista a la mesa, en parte para hurtarse a la inquisitiva mirada de Kurtz, y en parte para ocultar su creciente excitación. Sí, ya que concurría otro factor con el que Kurtz contaba, y que son muchos los profesionales del servicio de información que se olvidan de él con demasiada facilidad: para los no iniciados, el mundo del servicio secreto es, en sí mismo, atractivo. Por el mero hecho de girar sobre su propio eje, este mundo atrae hacia su centro a los que están sólo débilmente unidos a él.

Kurtz prosiguió:

- Segunda solución, solución que es un poco más dura, pero en modo alguno terrible. Te ponemos en cuarentena. Te tenemos simpatía, pero tememos haber llegado a un punto en que puedes comprometer el éxito de nuestro proyecto, un punto en el que el papel que queremos que representes no puede ser ofrecido con seguridad a nadie, en tanto que tú sigues en libertad para hablar de dicho papel.

Sin necesidad de mirar, Charlie sabía que Kurtz dibujaba su bonachona sonrisa, con lo que indicaba que semejante debilidad por parte de Charlie sería muy humana. Kurtz siguió:

- Y, ahora te diré, Charlie, lo que se haría en semejante caso. Tomaríamos una bonita casa en cualquier sitio, en una playa o en cualquier otro lugar agradable. En esto último no habría problema. Te proporcionaríamos compañía, una compañía parecida a la de estos muchachos que aquí tenemos. Gente agradable, pero competente. Nos inventaríamos una excusa que explicara tu ausencia. Probablemente sería una excusa congruente con tu reputación de mujer caprichosa y mudable, tal como una mística estancia en el Lejano Oriente.

Los gruesos dedos de Kurtz cogieron el viejo reloj de pulsera que tenía sobre la mesa. Sin mirarlo, Kurtz lo levantó y se lo acercó a seis pulgadas. Sintiendo también la necesidad de desarrollar una actividad, Charlie cogió una pluma y comenzó a trazar rayas sin sentido en el bloc que tenía ante sí.

- Cuando hubieras pasado esta cuarentena no te abandonaríamos ni mucho menos. Te daríamos unos cuantos consejos, te daríamos un saco repleto de dinero, nos mantendríamos en contacto contigo para tener la seguridad de que no cometes imprudencias, y tan pronto considerásemos que no hay peligro, te ayudaríamos a reanudar tu carrera y tus amistades. Esto sería lo peor que podría ocurrir, Charlie, y te lo digo con la idea de que quizá albergues ideas un tanto alocadas acerca de las consecuencias de decirnos no, ahora o más tarde, y que pienses que vas a acabar muerta en un río, con un par de botas de cemento. No, nosotros no nos comportamos así. Y con los amigos menos.

Ahora, Charlie seguía dibujando. Trazó un círculo, y lo cruzó en diagonal con una raya recta, para convertirlo en macho. Charlie había leído algunas obras de divulgación de psicología que utilizaban este símbolo. De repente, igual que el hombre molesto de que le interrumpan, Joseph habló. Pero la voz de Joseph, a pesar de su severidad, produjo un efecto de calidez y emoción en Charlie:

- Charlie, no basta con que interpretes el papel del testigo silencioso y mohíno. Estamos hablando de tu futuro, un futuro peligroso. ¿Intentas quedarte ahí sentada, en silencio, y dejar que determinen tu futuro sin consultarte? ¡Di algo, Charlie!

Charlie trazó otro círculo. Otro macho. Había oído todo lo que Kurtz había dicho, había percibido todas las insinuaciones. Hubiera podido repetir todas las palabras de Kurtz, tal como había repetido las de Joseph en la Acrópolis. Estaba alerta y con la mente dispuesta en grado sumo, como jamás en su vida lo había estado, pero todos los instintos de la astucia le decían que estuviera fría y reticente.

En voz apagada, como si no hubiera oído a Joseph, Charlie preguntó:

- ¿Y durante cuánto tiempo se representará la obra, Mart? Kurtz dio su peculiar interpretación a la pregunta:

- Bueno, supongo que lo que quieres preguntarme es qué será de ti cuando la serie de representaciones termine, ¿no es eso?

Charlie estuvo maravillosa. Se portó como una fierecilla. Arrojó la pluma contra la mesa, y dio a ésta una fuerte palmada:

- ¡Pues supones mal, maldita sea! He preguntado cuánto duraría, y quiero saber qué diablos va a pasar con mi representación de Como gustéis en otoño.

Kurtz no reveló la satisfacción que le había producido el carácter eminentemente práctico de la reacción de Charlie. Gravemente, Kurtz dijo:

- Charlie, tu proyectada representación de Como gustéis no va a quedar afectada en modo alguno. Esperamos que cumplas este compromiso, en el caso de que te concedan el crédito imprescindible. En cuanto a la duración, tu compromiso con nuestro proyecto puede ser de seis semanas y puede ser de dos años, aun cuando tenemos esperanzas de que esto último no ocurra. Lo único que queremos de ti ahora es si estás dispuesta a tratar con nosotros, o si prefieres decir buenas noches a todos los aquí presentes, y regresar a casa para llevar una vida más segura y más aburrida. ¿Qué dices?

Kurtz había situado a Charlie en situación falsa. Kurtz había querido darle una sensación de que ella triunfaba y conquistaba, y, al mismo tiempo, había querido dejarla en estado de subordinación, en estado de haber elegido voluntariamente a sus raptores. Charlie vestía una chaquetilla vaquera de la que colgaba, casi desprendido, uno de sus botones de latón. Esta misma mañana, al ponérsela, Charlie se había propuesto coser el botón durante el corto viaje en barco, pero luego se olvidó, llevada por su excitación al pensar que pronto volvería a ver a Joseph. Ahora, Charlie cogió el botón y comenzó a tirar de él, para comprobar la firmeza del hilo. Se encontraba en el centro del escenario. Podía sentir todas las miradas fijas en ella, miradas procedentes de la mesa, procedentes de las sombras, de su espalda. Podía sentir los cuerpos de los presentes rígidos por la tensión, incluido el de Joseph, y oía aquel sonido de crujidos, tenso, que el público produce cuando su atención queda presa en el escenario. Podía sentir la potencia de sus propósitos y de su propia fuerza. ¿Aceptaría, no aceptaría?

Sin volver la cabeza, Charlie dijo:

- ¿Joseph?

- Si, Charlie.

Charlie siguió dando la espalda a Joseph, pero, a pesar de ello, sabía con toda certeza que Joseph, desde su islote iluminado por la débil luz, esperaba su contestación con más ansia que todos los demás juntos. Charlie dijo:

- ¿Es esto, verdad? ¿Nuestro gran viaje romántico por Grecia? ¿Delfos y todos los lugares que en belleza sólo son segundos en el mundo?

Joseph contestó parodiando un poco el acento de Kurtz:

- Nuestro viaje al norte en modo alguno quedará afectado.

- ¿Ni siquiera queda retrasado?

- Era inminente, ¿no?

El hilo se rompió, y el botón quedó en la palma de la mano de Charlie. Lo arrojó sobre la mesa. Charlie contempló cómo el botón giraba sobre sí mismo, como un trompo, y, por fin, quedaba quieto. Jugando con quienes la rodeaban, Charlie pensó: «¿Cara o cruz? Que suden un poco.» Soltó aire por la boca como si quisiera apartar de la frente un mechón de cabello.

Con la vista fija en el botón, Charlie dijo a Kurtz:

- Bueno, pues me quedaré un rato. -Tras una pausa, añadió-: Nada tengo que perder.

Inmediatamente, lamentó haber dicho estas palabras. A veces, con la consiguiente irritación de la propia Charlie, ésta exageraba un poco su comportamiento, con la sola finalidad de hacer un buen mutis.

Ahora dijo:

- De todas maneras, nada he perdido, por el momento.

Charlie pensó: «Telón. Aplaude, por favor, Joseph, y luego esperaremos las críticas que se publiquen mañana.» Pero no hubo aplausos, por lo que Charlie volvió a coger la pluma y trazó un círculo, aunque en esta ocasión con el símbolo femenino, para cambiar, mientras Kurtz, sin quizá siquiera darse cuenta, cambiaba de lugar el reloj, lo ponía en un sitio mejor.


Ahora, el interrogatorio, con el cortés asentimiento de Charlie, podía comenzar con toda seriedad.

La lentitud es una cosa y la concentración otra. Kurtz no relajó la tensión ni un solo instante. No se permitió, ni permitió a Charlie, el más leve respiro, mientras Kurtz la obligaba, la mimaba, la adormecía, la despertaba, y mediante todos los esfuerzos de su dinámico espíritu se vinculaba a ella, en los inicios de su teatral asociación. Sólo Dios y poquísimas personas en Israel, se decía en los ámbitos del servicio secreto al que Kurtz pertenecía, sabían dónde había aprendido Kurtz sus habilidades, su hipnótica intensidad, su campesina prosa norteamericana, su olfato, sus trucos de abogado criminalista. Su rostro surcado, que ahora aplaudía, que luego se mostraba dolidamente incrédulo, que resplandecía dando las seguridades que la muchacha pedía, se transformó poco a poco en todo un público, de manera que la representación de Charlie fue encaminada a merecer la desesperadamente ansiada aprobación de Kurtz y de nadie más. Incluso Joseph quedó olvidado, puesto a un lado en vistas a otra vida.

Adrede, al principio Kurtz formuló preguntas inofensivas y desperdigadas. A Charlie se le antojó que parecía que Kurtz tuviera en su mente un pasaporte en blanco, pasaporte que Charlie no podía ver, y que ésta fuera dando las contestaciones de cada uno de sus apartados. «Nombre y apellidos de tu madre, Charlie. Día y lugar de nacimiento de tu padre, si es que se sabe, Charlie. Ocupación de tu abuelo, Charlie; no, el paterno.» Y, a continuación, sin que hubiera razón alguna para ello, últimas señas de una abuela materna, lo cual fue seguido por una sibilina pregunta acerca de cierto aspecto de la educación del padre. Ni una sola de estas primeras preguntas hacía directa referencia a Charlie. Esta era algo así como el tema prohibido que Kurtz se esforzaba escrupulosamente en evitar. El único propósito de esta alegre salva de fuego graneado inicial estaba muy lejos de pretender obtener información y se centraba en habituar a Charlie a la obediencia instintiva, a aquel «sí, señor; no, señor», propio de un aula escolar, obediencia en la que se basarían los subsiguientes períodos de preguntas. Y Charlie, por su parte, mientras la savia propia de su profesión la influía, más y más, actuaba, obedecía y reaccionaba con creciente flexibilidad. Lo mismo había hecho ante directores y productores, centenares de veces, y en el contenido de una conversación inoperante les había dado una muestra de su gama de expresiones. Con mucha más razón lo hacía ahora, bajo la hipnótica influencia de Kurtz.

Kurtz repitió:

- ¿Heidi? ¿Heidi? Es un nombre rarísimo el de tu hermana mayor, si tenemos en cuenta que es inglesa.

Charlie, con frívolos acentos, dijo:

- Bueno, a Heidi no le parece rarísimo.

Con lo cual se ganó las carcajadas de los muchachos ocultos en las sombras. Sí, su hermana se llamaba Heidi, debido a que suspadres pasaron la luna de miel en Suiza, explicó Charlie, y Heidi fue engendrada en Suiza. Con un suspiro, Charlie añadió:

- Entre edelweiss y en la postura del misionero.

Cuando las risas se acallaron por fin, Kurtz preguntó:

- ¿Y a qué se debe que te llames Charmain?

Charlie alzó la voz para imitar el remilgado acento de su maldita madre, y dijo:

- Me dieron el nombre de Charmain con la idea de halagar a una lejana y rica prima que se llama así.

Kurtz, mientras inclinaba la cabeza para oír algo que Litvak le decía, preguntó:

- ¿Y sirvió para algo?

Sin dejar de imitar los preciosistas acentos de su madre, Charlie repuso sibilinamente:

- Todavía no. Como sabe, mi padre ha muerto, pero mi prima todavía no ha seguido su ejemplo.

Y continuando este sinuoso camino de preguntas, Kurtz llegó poco a poco al tema de Charlie, en sí misma.

Mientras anotaba el día del nacimiento de Charlie, Kurtz murmuró con satisfacción:

Meticulosa pero rápidamente, Kurtz investigó la primera infancia de Charlie, escuelas, casas, nombres de amigas y nombres de jacas enanas, y Charlie contestó las preguntas lentamente, a veces con sentido del humor, siempre voluntariamente, con su excelente memoria iluminada por el resplandor de la fija atención de Kurtz, y llevada por la creciente necesidad de llegar a un entendimiento con él. Era natural que a partir de la infancia y las escuelas las preguntas pasaran al penoso tema de la ruina del padre de Charlie, aunque Kurtz dio este paso con suma cautela. Charlie contestó serenamente, aunque con conmovedores detalles, explicando desde las primeras y brutales noticias hasta el trauma del juicio, la sentencia y el cumplimiento de la pena de presidio. Aunque también era cierto que, de vez en cuando, su voz enronquecía un poco, y que a veces su mirada se dirigía hacia abajo para fijarse en sus propias manos, que movía de forma muy bella y expresiva, allí en la penumbra. Pero luego reaccionaba valerosamente y soltaba una frase en la que se burlaba levemente de sí misma, con lo que disipaba el ambiente trágico.

Con una sabia sonrisa de importancia, Charlie dijo en cierto momento:

- Todo nos hubiera ido muy bien si hubiésemos pertenecido a la clase obrera. Si, a uno le despiden, uno queda en el paro, las fuerzas del capital están en contra de uno, y así es la vida; ésta es la realidad, y uno sabe cuál es su sitio. Pero no éramos de la clase obrera. Eramos nosotros. Estábamos en el bando de los vencedores. Y de repente pasamos al bando de los vencidos.

Gravemente, meneando su cabezota, Kurtz dijo:

- Es duro.

Volviendo hacia atrás, Kurtz preguntó acerca de hechos incontrovertibles, tales como las fechas y el lugar del juicio, la exacta duración de la condena, los nombres de los abogados, en el caso de que Charlie los recordara. Charlie no lo sabía todo, pero dijo cuanto sabía, mientras Litvak apuntaba las contestaciones, permitiendo con ello que Kurtz centrara en Charlie toda su benévola atención. Ahora, las risas habían cesado totalmente. Era como si la banda sonora hubiera dejado de existir. No se oía ni un chirrido, ni una tos, ni un roce de pies contra el suelo. A Charlie le parecía que jamás, en toda su vida, hubiera tenido un público tan atento, que tanto se fijara en su interpretación. Pensó que aquella gente la comprendía. Saben todos lo que es llevar la vida propia del nómada, quedar limitada a tus propios recursos cuando tienes la suerte en contra. En cierta ocasión y en obediencia a una serena orden dada por Joseph, las luces se apagaron, y todos esperaron en una tensa oscuridad, en espera de que terminara la alarma de bombardeo, sintiéndose Charlie tan inquieta como los demás, hasta que Joseph anunció el cese de la alarma, y Kurtz reanudó su paciente interrogatorio. ¿Realmente Joseph había oído algo, o acaso todo fue un intento de recordar a Charlie que formaba parte del grupo? El efecto en Charlie fue el mismo, fuese cual fuere tal intención: durante aquellos tensos segundos, Charlie fue compañera en la conspiración de aquella gente, y no pensó en la posibilidad de ser rescatada.

En otras ocasiones, Charlie, apartando dificultosamente su mirada de Kurtz, veía a los muchachos dormitando en sus puestos: al sueco Raoul, con su rubia cabeza inclinada sobre el pecho, y la suela de una gruesa zapatilla de atletismo apoyada en la pared; a la sudafricana Rose, apoyada en la puerta de dos hojas, con sus piernas de corredora estiradas ante ella, y los brazos cruzados sobre el pecho; a la norteña Rachel, con las negras crenchas colgando, con los ojos entornados, pero manteniendo la suave sonrisa de sensual reminiscencia. Sin embargo, el más leve roce insólito bastaba para que todos quedaran inmediatamente alerta.

Amablemente, Kurtz preguntó:

- ¿Y cuál fue la tónica general, Charlie? Me refiero en lo tocante a este primer período de tu vida, hasta el momento de lo que podríamos llamar la Caída.

Charlie intentó aclarar:

- ¿Te refieres a la edad de la inocencia, Mart?

- Exactamente. Tu edad inocente. Defínemela.

- Fue un infierno.

- ¿Podrías darme alguna razón?

- La viví en un barrio residencial. ¿No es esto suficiente?


- ¡Oh, Mart, eres tan…!

Charlie había pronunciado estas palabras con su voz lánguida, en su tono de cariñosa desesperación. Acompañándolas con un lacio movimiento de las manos. Sí, ¿cómo iba a explicarlo? Dijo:

- Para ti, esto no es un problema, debido a que eres judío, ¿no lo comprendes? Tienes esas grandes tradiciones, esa seguridad. Incluso cuando os persiguen sabéis quiénes sois y por qué.

Con cierta renuencia, Kurtz reconoció la verdad del aserto de Charlie, quien prosiguió:

- Pero nosotros, nosotros los niños ricos de esa zona residencial que podríamos llamar Ningún lugar… Nosotros, nada. No teníamos tradiciones, no teníamos fe, no teníamos nada.

- Pero me has dicho que tu madre era católica.

- Navidad y Pascua. Pura hipocresía. Estamos en la era poscristiana, Mart. ¿No te lo ha dicho nadie? Cuando la fe desaparece, deja un vacío detrás. Y nosotros estamos en este vacío.

Mientras Charlie decía esto, vio que Litvak la miraba con ojos de ardiente expresión, con lo que Charlie tuvo el primer atisbo de la rabínica ira de Litvak.

Kurtz preguntó:

- ¿Tu madre no se confesaba?

- ¡Vamos, anda! Mi madre no tenía nada que confesar. Este era su problema. No se divertía, no pecaba, no nada. Era toda ella apatía y temores. Temor a la vida, temor a la muerte, temor a los vecinos. ¡Temor, miedo! En algún ignoto lugar, la gente vivía de verdad. Nosotros, no. En nuestro barrio, no. Imposible. ¡Y que luego vengan a hablarnos de castraciones!

- ¿Y tú no tenías temores?

- Sólo tenía el temor de llegar a ser como mi madre. -¿Y esa idea que todos tenemos de una antigua Inglaterra aferrada a sus tradiciones?

- Olvídate de esto.

Kurtz sonrió y movió su sabia cabeza como queriendo expresar: vivir para ver.

Kurtz insinuó, la mar de satisfecho:

- Por eso, tan pronto pudiste, te fuiste de casa y te refugiaste en el teatro y en la política radical. Te convertiste en un exiliado político en el teatro. No sé dónde he leído esta frase, creo que fue en una entrevista que te hicieron. Me gustó. Comienza a contarme tu vida a partir de aquí.

Charlie volvía a trazar rayas sobre el bloc, dibujando más símbolos de la psique. Dijo:

- Bueno, antes de hacer esto, utilicé otros medios para apartarme de mi entorno.

- ¿Por ejemplo?

Sin dar importancia a sus palabras, Charlie repuso:

- Bueno, ya se sabe, la sexualidad. Creo que todavía no hemos hablado de la sexualidad en cuanto a base esencial de la rebeldía. 0 las drogas.

Kurtz dijo:

- Ocurre que no hemos hablado de la rebeldía.

- Bueno, Mart, pues puedes tener la seguridad de que…

Entonces ocurrió algo raro, que quizá fue demostración de la manera en que un público perfecto puede conseguir lo mejor de un intérprete y mejorar su interpretación a través de la espontaneidad y de otros medios imprevisibles. Charlie había estado a punto de endilgarles su habitual sermón dirigido a las gentes no liberadas. De explicarles que el descubrimiento de la propia identidad es requisito previo para identificarse con los movimientos radicales. Que cuando se escribiera la historia de la nueva revolución, las verdaderas raíces de ella se encontrarían en las salas de estar de la clase media, que era el natural medio de cultivo de la tolerancia represiva. Pero en lugar de hacer esto, Charlie se encontró, con la consiguiente sorpresa por su parte, recitando para Kurtz -o quizá para Joseph- listas y listas de sus primeros amantes, explicando todas las estúpidas razones por las que se acostó con ellos. Charlie insistió:

- Es algo incomprensible, Mart.

Y, al decir estas palabras, Charlie abrió las manos en ademán de indefensión. ¿Utilizaba demasiado las manos? Charlie pensó que era muy posible, por lo que las puso sobre su regazo. Dijo:

- Incluso hoy no puedo explicármelo. No los deseaba, no me gustaban. Sólo los dejaba hacer.

Se había dedicado a los hombres por aburrimiento, para agitar un poco el aire viciado de aquel rico ambiente residencial. Por curiosidad. Para demostrarles su poder, para vengarse de otros hombres, o para vengarse de otras mujeres, para vengarse de su propia hermana o de su maldita madre. Por pura y simple cortesía, o por haber quedado agotada por su insistencia. «¡Y los productores y directores teatrales que quieren acostarse, oh, Mart, no puedes ni imaginarlo!» Hombres para eliminar sus tensiones, hombres para crearle tensión. Hombres para instruirla, sus maestros en política, designados para explicarle en cama las cosas que ella jamás podía comprender si las leía en libros. Las pasiones de cinco minutos que se rompían cual cacharros de barro en sus manos y que la dejaban más sola que antes. «Fracasos, fracasos, Mart, todos fueron un fracaso.» 0, por lo menos, esto era lo que Charlie quería que Marty creyera.

- Pero me liberaron, ¿comprendes? Utilizaba mi cuerpo a mi manera. Incluso en el caso de que esta manera no fuera la correcta. ¡Dirigía mi propia representación teatral!

Mientras Kurtz efectuaba sabios movimientos afirmativos con la cabeza, Litvak escribía rápidamente, sentado a su lado. Pero en su imaginación, Charlie veía a Joseph sentado a su espalda. Le imaginaba alzando la vista de los papeles que leía, teniendo su recio dedo índice en la mejilla, mientras recibía el pasmoso regalo de la pasmosa franqueza de Charlie. Charlie venía a decirle: hazte cargo de mí, dame lo que los otros jamás pudieron darme.

Charlie se calló y su propio silencio le dio frío. ¿Por qué se había comportado de aquella manera? Jamás en toda su vida había Charlie interpretado aquel papel, ni siquiera ante sí misma. La hora de la noche, una hora intemporal, la había afectado. La iluminación, el cuarto en que se hallaba, el viaje, la sensación de hablar con desconocidos en el tren. Charlie quería dormir. Ya había hecho demasiadas cosas. 0 le daban el papel en la obra o la mandaban a casa, o hacían las dos cosas al mismo tiempo..

Pero Kurtz no hizo ninguna de las dos cosas. Todavía no. Decidió decretar un breve descanso. Cogió el reloj y se lo puso en la muñeca, junto a la manga caqui de la chaqueta. Luego salió apresuradamente del cuarto, seguido por Litvak. Charlie esperó oír los pasos de Joseph yéndose también, pero nada oyó. Pasaron los segundos y el silencio seguía igual. Charlie quería volver la cabeza hacia atrás, pero no se atrevía a hacerlo. Rose le sirvió un vaso de té dulce, sin leche. Rachel le ofreció unos bizcochos escarchados con azúcar. Charlie cogió uno.

Emocionada, Rachel le dijo:

- Lo estás haciendo de maravilla. Lo que has dicho sobre Inglaterra ha sido formidable. Cuando lo has dicho, me has dejado pasmada, ¿verdad, Rose?

Rose dijo:

- Sí, sí, es verdad.

Charlie dijo:

- Es exactamente lo que pienso.

Rachel le preguntó:

- ¿Quieres ir al retrete, querida?

- Nunca voy durante los entreactos.

Rachel le dirigió un guiño y dijo:

- Como quieras.

Mientras tomaba un sorbo de té, Charlie apoyó el otro antebrazo sobre el respaldo de la silla, para poder volver la vista atrás, de una forma natural. Joseph había desaparecido llevándose los papeles.

La estancia a la que se habían retirado era del mismo tamaño que la estancia de la que se habían ido, y estaba casi igualmente desprovista de muebles. Los únicos objetos que allí había eran dos camas de campaña y un teletipo. Una puerta de dos hojas daba al baño. Becker y Litvak estaban sentados en las camas, frente a frente, estudiando sus respectivos papeles. El teletipo estaba atendido por un muchacho con la espalda muy erguida, llamado David, y el aparato de vez en cuando soltaba papeles, que David añadía devotamente a la pila que tenía ante él. Además de este sonido sólo se oía el del manar de agua en el cuarto de baño, en donde Kurtz, de espaldas a los otros, con el torso desnudo, se refrescaba con el agua de la pileta, igual que un atleta entre una y otra competición.

En el momento en que Litvak volvía una página y marcaba algo con un rotulador, Kurtz dijo a gritos:

- Es excelente, la señora en cuestión. Reúne todas las cualidades que esperamos de ella. Es inteligente, tiene talento creador y ha sido muy poco utilizada.

Sin dejar de leer, Litvak dijo:

- Miente más que habla.

Pero quedó claramente establecido, en méritos de la postura del cuerpo de Litvak, así como por la provocativa insistencia de su tono, que esta observación no iba dirigida a los oídos de Kurtz.

Mientras se echaba más agua a la cara, Kurtz dijo:

- Pues no me parece motivo de queja. Hoy miente en su propio beneficio, y mañana mentirá en nuestro beneficio. ¿Es que queremos encontrar un ángel bajado del cielo?

De repente, el teletipo comenzó a cantar una canción diferente. Tanto Becker como Litvak lo miraron, pero Kurtz no dio muestras de haberse enterado. Quizá se le había metido agua en las orejas. Kurtz dijo:

- Para una mujer, la mentira es una protección. La mujer protege la verdad y, en consecuencia, protege su castidad. Para una mujer, mentir es una prueba de virtud.

Sentado ante el teletipo, David levantó una mano pidiendo que le prestaran atención.

Dijo:

- Es la embajada en Atenas, Marty. Quieren transmitir un mensaje llegado de Jerusalén.

Kurtz dudó, pero al fin dijo con renuencia:

- Diles que lo suelten de una vez.

David dijo:

- Es que tú eres la única persona que puede recibir este mensaje, Marty.

David se levantó y cruzó la estancia.

El teletipo se estremeció. Después de echarse una toalla al cuello, Kurtz ocupó la silla de David, insertó un disco, y esperó a que el mensaje se transformara en claro texto. La labor de impresión cesó. Kurtz leyó el mensaje y, a continuación, arrancó la hoja del rollo y lo volvió a leer. Soltó una irritada carcajada, y dijo, con amargo acento:

- Es un mensaje de las alturas. El gran jefe nos dice que debemos fingir que somos norteamericanos. Si, dice: «Bajo pretexto alguno reconocerán ustedes ser ciudadanos de Israel en cumplimiento de funciones oficiales o semioficiales.» Me entusiasma. Es constructivo, nos ayuda a llevar a cabo la misión, y, sobre todo, es oportuno, llega a tiempo. En mi vida he trabajado con un jefe que inspire tanta confianza.

Kurtz entregó la hoja al pasmado muchacho, y le dijo:

- Contesta el mensaje diciendo: «Si repito no.»

Y los tres hombres regresaron al escenario.

Para reanudar su charla con Charlie, Kurtz decidió emplear un tono de benévola exigencia, como si quisiera aclarar unos cuantos puntos de escasa importancia antes de pasar a otros asuntos. Dijo:

- Charlie, volvamos de nuevo a tus padres.

Litvak había sacado una carpeta de su cartera y la mantenía en una posición tal que Charlie no podía ver su contenido.

Charlie preguntó:

- ¿Para qué?

Y valerosamente alargó la mano para coger un cigarrillo. Kurtz hizo una breve pausa, para examinar ciertos documentos que Litvak le había entregado. Por fin, Kurtz dijo:

- Ahora vamos a ocuparnos de la última fase de la vida de tu padre, su quiebra, su ruina, su muerte… ¿Puedes confirmarnos la exacta secuencia de estos acontecimientos? Tú te encontrabas en un internado en Inglaterra. Llegó la terrible noticia. Comienza en este punto.

Charlie no comprendió debidamente a Kurtz, a quien preguntó:

- ¿En qué punto?

- En el momento en que supiste la noticia.

Charlie encogió los hombros y repuso:

- Me echaron de la escuela. Fui a casa, la encontré atestada de gentes del juzgado que se movían como ratas. Ya te lo he explicado, Mart. ¿Qué más quieres saber?

Después de una pausa, Kurtz habló:

- Has dicho que la directora te mandó llamar. Bien. ¿Qué te dijo la directora, exactamente?

- Pues, en cuanto recuerdo, me dijo: «Lo siento, pero he dicho a la matrona que hiciera tus maletas; adiós y buena suerte.»

Inclinado a un lado para leer los papeles de Litvak, Kurtz dijo con tranquilo buen humor:

- ¡Recuerdas esto! ¿No te soltó un sermón sobre la maldad del mundo en que vivimos, y cosas así?

Sin dejar de leer, Kurtz añadió:

- ¿No te dijo algo sobre la conveniencia de no fiarte de nadie? ¿No? ¿No te dio una explicación de las razones por las que te echaba?

- Debíamos ya dos trimestres a la escuela. ¿No te parece razón suficiente, Mart? La escuela es un negocio. Tienen que pensar en sus cuentas bancarias. No sé si recuerdas que era una escuela privada. -Charlie compuso expresión de cansancio y añadió-: ¿Por qué no seguimos otro día y damos ya por terminada la sesión? La verdad es que me siento un poco fatigada, aunque no sé por qué.

- No lo creas. Estás descansada y tienes reservas. Bueno, el caso es que regresaste a casa. ¿En tren?

- Hice todo el trayecto en tren. Sola. Aunque con la maleta. Rumbo al hogar.

Charlie se desperezó y paseó la mirada por el cuarto, pero la cabeza de Joseph estaba vuelta hacia otro lado. Parecía escuchar otras músicas.

- Y cuando llegaste a casa, ¿qué encontraste, con exactitud?

- Ya te lo he dicho: el caos.

- Describe un poco el caos.

- Un camión de mudanzas en el sendero. A mi madre llorando. Y mi cuarto, ya medio

vacío.

- ¿Dónde estaba Heidi?

- No estaba. Ausente. No se encontraba entre los presentes.

- ¿Nadie fue a buscarla? ¿Era tu hermana mayor, la niña de los ojos de tu padre? ¿Vivía a millas de distancia? ¿Estaba gozando ya de la seguridad del matrimonio? ¿Por qué Heidi no fue a tu casa, para ayudar un poco?

Distraídamente, fija la vista en sus manos, Charlie repuso: -Estaría preñada, supongo. Por lo general, lo está.

Kurtz miraba fijamente a Charlie, y tardó mucho en volver a hablar. Como si hubiera oído mal, preguntó en voz baja:

- ¿Por qué has dicho que estaba preñada? -Kurtz aclaró-: Me refiero a Heidi.

Charlie no contestó. Kurtz continuó:

- Charlie, Heidi no estaba embarazada. El primer embarazo de Heidi tuvo lugar el año siguiente.

- Bueno, pues resulta que no, que por una vez en la vida no estaba preñada.

- En este caso, ¿por qué no fue a casa de tu madre para ayudar en algo?

- Quizá prefirió no saber nada del asunto. El caso es que se mantuvo apartada del asunto. ¡Por el amor de Dios, Mart, hace ya diez años de esto! Yo era una niña, una persona diferente.

- Fue una vergüenza. Y Heidi no pudo aceptar la vergüenza. Me refiero a la quiebra de tu padre.

Secamente, Charlie dijo:

- No hace falta que aclares que la vergüenza fue la quiebra. ¿Es que hubo más vergüenzas todavía?

Kurtz consideró que las palabras de Charlie, en esta ocasión, eran simple retórica. Volvía a tener la atención fija en sus papeles, y leía lo que el largo dedo de Litvak le indicaba. Kurtz dijo:

- El caso es que Heidi se mantuvo al margen, y toda la responsabilidad de hacer frente a la crisis familiar cayó sobre tus jóvenes hombros, ¿no es eso? Charlie, a la edad de dieciséis años, tuvo que actuar de salvadora. Cursaste «un curso acelerado sobre la fragilidad del sistema capitalista», tal como has dicho agudamente hace poco. Y ello fue una lección de realismo que jamás olvidaste. Viste cómo todos los juguetes de la sociedad de consumo, los lindos muebles, los bonitos vestidos, todos los atributos de la respetabilidad burguesa, eran físicamente extraídos de tu casa, ante tus propias narices. Tú sólo. Administrando. Disponiendo. Con un dominio absoluto sobre tus patéticos padres burgueses, que hubieran debido pertenecer a la clase obrera, pero que tuvieron la negligencia de no pertenecer a ella. Consolándolos. Suavizando sus sufrimientos. Y casi les diste la absolución, me parece. -Con tristeza, y después de una breve pausa, Kurtz añadió-: Duro, muy duro.

Y se calló bruscamente, en espera de que Charlie hablara.

Pero Charlie no habló. Miró fijamente a Kurtz, desafiándole con la mirada, en espera de que fuera Kurtz quien bajara la vista. A Charlie no le quedaba otro remedio. Las surcadas facciones de Kurtz se habían endurecido misteriosamente, principalmente en la parte cercana a los ojos. Pero, a pesar de todo, Charlie siguió desafiándole con la mirada. Tenía una manera especial de hacerlo, aprendida ya durante la infancia, consistente en dejar la cara inmóvil, convertida en una máscara de hielo, y en ocupar la mente con otros pensamientos. Y Charlie ganó el desafío, ya que Kurtz fue el primero en hablar, lo cual constituyó la prueba del triunfo de Charlie. Kurtz dijo:

- Charlie, reconocemos que esto es muy doloroso para ti, pero te pedimos que nos cuentes esta historia con tus propias palabras. Ya nos has hablado del camión de mudanzas. Ya nos has hablado del modo en que se llevaron de tu casa cosas que eran tuyas. ¿Qué más?

- Mi jaca.

- ¿También se llevaron tu jaca?

- Ya te lo he dicho.

- ¿Juntamente con los muebles? ¿En el mismo camión?

- No, en otro. No seas estúpido.

- Bueno, pues resulta que había dos camiones. ¿Los dos al mismo tiempo? ¿O primero uno y luego otro?

- No me acuerdo.

- ¿Dónde se encontraba tu padre, en aquel entonces, físicamente hablando? ¿Se encontraba en su estudio? Mirando por la ventana cómo se lo llevaban todo? ¿Cómo se porta un hombre como él, en un trance tan desagradable?

- Se hallaba en el jardín.

- ¿Y qué hacía allí?

- Miraba las rosas. Las cuidaba. Decía que no podían llevarse las rosas, pasara lo que pasara. No hizo más que decirlo una y otra vez. «Si me quitan las rosas, me mataré.»

- ¿Y tú madre?

- Mamá estaba en la cocina. Guisando. Fue lo único que se le ocurrió.

- ¿Con gas o con electricidad?

- Electricidad.

- Pero, y conste que quizá me equivoque, creo que me has dicho que os cortaron la electricidad…

- La volvieron a conectar.

- ¿Y no se llevaron la cocina?

- La ley prohíbe el embargo de las cocinas. La cocina, una mesa, y una silla para cada miembro de la familia.

- ¿Cuchillos y tenedores?

- Un juego para cada persona.

- ¿Y por qué no se limitaron a sellar la casa y a echaros a todos?

- La casa estaba inscrita a nombre de mi madre. Ella misma lo exigió, años atrás.

- Prudente mujer. De todas maneras, era de tu padre. ¿Y en dónde me has dicho que la directora de la escuela leyó la noticia de la quiebra de tu padre?

Charlie había quedado, en los últimos momentos, casi desconcertada. Durante unos segundos, las imágenes vacilaron en su memoria, pero ahora volvieron a adquirir consistencia, volvieron a proporcionarle las palabras que necesitaba. Vio a su madre, con un pañuelo de cabeza de color malva, inclinada sobre la cocina, preparando frenéticamente un pastel de harina y mantequilla, plato favorito de la familia. Vio a su padre, mudo, con la cara gris, ataviado con un blazer cruzado, azul, mirando las rosas. Vio a la directora de la escuela, que mantenía las manos a la espalda, como si quisiera calentarse el trasero cubierto de lanilla en el hogar apagado de su imponente sala despacho.

Impasible, Charlie contestó:

- En la London Gazette, que es donde se publican todas las quiebras.

- ¿La directora estaba suscrita a ese periódico?

- Cabe presumirlo.

Kurtz efectuó un lento y largo movimiento afirmativo con la cabeza, cogió un lápiz y escribió las palabras «cabe presumirlo» en el bloc que tenía ante él, haciéndolo de manera que Charlie pudo ver la inscripción. Kurtz dijo:

- Muy bien. Y después de la quiebra vinieron las acusaciones de fraude. ¿Puedes contarnos el juicio?

- Ya te lo he dicho. Mi padre no nos permitió asistir. Al principio quería asumir su propia defensa. Quería ser un héroe. Y nosotros nos sentaríamos en primera fila, para animarle. Pero cuando le mostraron las pruebas, cambió de parecer.

- ¿De qué le acusaron?

- De robar el dinero de sus clientes.

- ¿Qué condena le impusieron?

- Dieciocho meses, menos los beneficios legales. Ya te lo he dicho, Mart. Ya te lo he contado todo antes. ¿Qué diablos quieres?

- ¿Le visitaste en la cárcel?

- No nos lo permitió. No quería que le viéramos humillado. Kurtz, en tono pensativo, repitió:

- Humillado. Su vergüenza. La caída. Realmente te impresionó mucho, ¿verdad?

- ¿Te resultaría más simpática si no me hubiera impresionado?

- No, Charlie; creo que no. -Kurtz hizo una breve pausa y pro-siguió-: Bueno… El caso es que te quedaste en casa. Renunciaste a seguir en la escuela, renunciaste a seguir formando tu inteligencia que de tan excelente manera respondía a tus esfuerzos, te dedicaste a cuidar de tu padre y a esperar que concedieran la libertad a tu padre, ¿no es eso?

- Si, eso.

- ¿Ni siquiera una vez te acercaste a la cárcel?

En tono de desesperación, Charlie dijo:

- ¡Santo Dios! ¿Por qué te empeñas tanto en revolver la espada en la herida?

- ¿Ni siquiera se te ocurrió ir a la cárcel?

- No!

Charlie contenía las lágrimas con una valentía que sus inquisidores seguramente admiraban. ¿Cómo podía soportarlo?, seguramente se preguntaban. ¿Cómo pudo soportarlo cuando ocurrió? ¿Por qué Kurtz insistía implacablemente en renovar las secretas heridas de Charlie? La pausa fue como un silencio entre gritos. El único sonido que se oía era el del bolígrafo de Litvak escribiendo velozmente en su bloc.

Sin apartar la mirada de Charlie, Kurtz preguntó a Litvak: -¿Te sirve para algo lo dicho hasta ahora, Mike?

Sin dejar de escribir a toda prisa, Litvak repuso en voz baja:

- Formidable. Es sólido, todo concuerda, podemos utilizarlo. Ahora sólo quisiera saber si Charlie tiene alguna anécdota emocionante sobre el asunto ese de la cárcel. O quizá sea mejor que nos cuente cómo fueron los últimos meses que su padre pasó en presidio.

Secamente, transmitiéndole la pregunta de Litvak, Kurtz dijo a Charlie:

- ¿Charlie?

Charlie fingió esforzarse en recordar, quedar en trance, a la espera de que la inspiración acudiera a su espíritu. En tono dubitativo, Charlie dijo:

- Bueno, está lo de las puertas.

Litvak terció:

- ¿Puertas? ¿Qué puertas?

Kurtz dijo a Charlie:

- Cuéntanos eso.

Después de un momento de quietud y silencio, Charlie se llevó la mano a la cara y delicadamente oprimió el puente de su nariz entre índice y pulgar, para indicar que experimentaba profunda pena y un leve dolor de cabeza. Había contado aquella anécdota muchas veces, pero jamás la contó tan bien como en la presente ocasión:

- No le esperábamos hasta el mes siguiente, ya que no podía llamar por teléfono, como es natural. Nos habíamos mudado a otra casa. Vivíamos de la asistencia pública. Y entonces apareció. Estaba más delgado, y parecía más joven. Llevaba el cabello corto. Dijo: «¡Hola, Chas, me han soltado!» Y me dio un abrazo. Lloró. Mamá estaba en el piso superior y tenía miedo a bajar y enfrentarse con él. Mi padre era el mismo de siempre. Salvo en lo referente a las puertas. No podía abrirlas. Llegaba a las puertas, se detenía, se ponía en posición de firmes, con los pies juntos y la cabeza baja, y esperaba que viniera el celador a abrirlas.

En voz baja, Litvak dijo a Kurtz:

- ¡Y el celador era ella! ¡Su propia hija! ¡Santo Dios!

- La primera vez que ocurrió no podía creerlo. Le chillé: «¡Abre de una vez la maldita puerta!» Pero su mano se negaba literalmente a ello.

Litvak escribió como un poseso. Pero Kurtz no demostraba tanto entusiasmo. Kurtz volvía a examinar papeles, y la expresión de su cara revelaba serias reservas. Dijo:

- Charlie, en una entrevista que te hicieron los de la Ipswich Gazette cuentas cierta historia en la que dices que tu madre y tú solíais ir a lo alto de una colina cercana a la cárcel, y que desde allí dirigíais señales a tu padre para que las viera desde su celda. Pero, según lo que nos has dicho, ahora resulta que jamás te acercaste siquiera a la cárcel.

Charlie consiguió soltar una carcajada, una carcajada llena de vida, convincente, a pesar de que no tuvo eco en la penumbra que la rodeaba. Para tranquilizar a Kurtz, cuyo rostro mantenía la más grave de las expresiones, Charlie dijo:

- Mart, se trataba de una entrevista.

- Bueno, ¿y qué?

- En las entrevistas solemos cargar las tintas en el relato de nuestro pasado, con la sola idea de hacerlas interesantes.

- ¿Y también has seguido este criterio aquí?

- Claro que no.

- Tu agente artístico, Quilley, dijo hace poco a un amigo nuestro que tu padre había muerto en la cárcel, y no en su casa. ¿Es esto también una manera de dar interés a entrevistas?

- Esto lo dijo Ned, no yo.

- Es cierto. Si, de acuerdo.

Kurtz cerró el expediente, aunque sin parecer haber quedado convencido.

Charlie no pudo evitarlo. Dio media vuelta hacia atrás y se dirigió a Joseph, pidiéndole indirectamente que la sacara de aquel atolladero:

- Joseph, ¿qué tal me estoy portando? ¿Bien?

Joseph repuso:

- Con gran eficacia.

Y siguió ocupándose de sus propios asuntos. Charlie insistió:

- ¿Mejor que Santa Juana?

Joseph dijo:

- Querida, tus frases son mucho mejores que las de Bernard Shaw.

Con tristeza, Charlie pensó: «No me felicita, sino que me consuela.» Pero ¿por qué Joseph la trataba con tanta dureza, con tanta suspicacia, después de que él había sido quien la había traído aquí?

La sudafricana Rose trajo una bandeja con bocadillos. Rachel venía detrás de Rose, con pastelillos y un termo de café. Mientras se servía, Charlie dijo en tono de queja:

- ¿Es que nadie duerme en esta casa?

Pero nadie hizo caso de sus palabras, a pesar de que todos las oyeron.

Las horas dulces y agradables habían ya transcurrido, y ahora había llegado el tiempo tan temido, las horas intermedias, horas de vigilia, que precedían al alba, horas en que la cabeza de Charlie estaba clarísima y en las que más propicia se sentía a entregarse a la ira. Dicho en otras palabras: eran las horas de sacar de los archivos las ideas políticas de Charlie, esas ideas que Kurtz le había asegurado que todos respetaban profundamente, y ponerlas a la luz. Una vez más, bajo la dirección de Kurtz, todo tuvo su cronología y su aritmética. «Primeras influencias que ejercieron sobre ti, Charlie.» Fechas, lugares y personas. «Charlie, dinos tus cinco principios fundamentales, tus primeros encuentros con los representantes de la alternativa militante.» Pero Charlie ya no estaba de humor para seguir siendo objetiva. Sus momentos de somnolencia habían pasado, y comenzaba a sentirse dominada por un humor rebelde que bullía en su interior, lo cual todos hubieran debido percibir en la sequedad de su voz, y en sus rápidas y suspicaces miradas. Estaba harta de todos. Estaba harta de colaborar en aquella alianza formada a punta de pistola, harta de que la llevaran con los ojos vendados de una estancia a otra, sin saber lo que aquellos seres adiestrados y astutos que la rodeaban pretendían de ella, y sin saber lo que aquellas inteligentes voces le murmuraban al oído. La víctima que Charlie llevaba dentro de sí deseaba pelear.

Kurtz le dijo:

- Todo lo que digas quedará estrictamente, de veras, muy estrictamente limitado a nuestro expediente. Luego te protegeremos en la medida que sea preciso.

A pesar de ello, Kurtz siguió insistiendo en recordar a Charlie una larga serie de manifestaciones, marchas, sentadas y concentraciones y revoluciones del sábado por la tarde, preguntando en cada caso que cuál era la «argumentación», como él decía, en que se basaba la actuación.

Charlie se rebeló diciendo:

- ¡Por el amor de Dios, deja ya de valorarme!, ¿quieres? No soy lógica, ni estoy informada, ni pertenezco a una organización. Con venerable amabilidad, Kurtz le preguntó:

- ¿Y qué eres pues, querida?

- ¡Tampoco soy «querida»! Soy una persona. ¡Una persona adulta! Así es que dejad ya de joderme.

- Charlie, puedes estar segura de que no te jodemos. Aquí, nadie te jode.

- ¡Iros todos a tomar por el culo!

Cuando se hallaba de este humor, Charlie se odiaba a sí misma. Odiaba la agresividad de que se sentía poseída, cuando la acorralaban. Se imaginaba a sí misma golpeando con sus puños menudos, sus puños de muchacha, una gran puerta de madera, mientras su voz esgrimía frases peligrosamente poco meditadas. Pero, al mismo tiempo, a Charlie le gustaban los vivos colores de la ira, su gloriosa liberación, su ruido de cristales rotos.

Recordando una grandiosa frase que le había revelado Long Al, o quizá otra persona, no lo recordaba con exactitud, Charlie dijo:

- ¿Y por qué es preciso tener fe antes de renegar? Quizá renegar es tener fe. ¿Nunca se te ha ocurrido esta idea? Nosotros libramos una guerra diferente, Mart, nosotros libramos una guerra real. No se trata de una lucha de poder contra poder, del Oeste contra el Este. Es la lucha de los hambrientos contra los cerdos. De los esclavos contra los opresores. Tú crees que eres libre. Y ello se debe a que otras personas están encadenadas. Tú comes, pero otros pasan hambre. Tú corres, pero otros tienen que estarse quietos. Tenemos que cambiarlo todo, íntegramente.

En otros tiempos, Charlie había creído en esto, verdaderamente. Y quizá todavía creía en ello. Sí, lo había visto claramente en su cerebro. Había llamado a las puertas de desconocidos, y había visto cómo la ira desaparecía de la cara de aquella gente, cuando ella llegaba al punto culminante de su argumentación. Lo había sentido, y lo había manifestado. Había defendido el derecho de las personas a liberar la mente de las personas, el derecho a liberarnos recíprocamente del dominante embrutecimiento de los condicionamientos capitalistas y racistas, y que cada cual se entregara a los demás, en voluntario compañerismo. Al aire libre, y en un día claro y luminoso, esta visión todavía llenaba el corazón de Charlie y la impulsaba a llevar a efecto hazañas valerosas que, hallándose en frío, no hubiera siquiera contemplado. Pero entre aquellas paredes, ante aquellas astutas caras, Charlie no tenía el espacio suficiente para desplegar las alas.

En tono todavía más estridente, Charlie volvió a la carga:

- No sé si sabes, Mart, que una de las diferencias que median entre las personas de mi edad y las de la tuya consiste en que nosotros nos fijamos un poco en quienes son las personas a quienes entregamos nuestra existencia y las razones por las que la entregamos. No sentimos el menor entusiasmo a dar nuestra vida, y vete a saber por qué razón, a una empresa multinacional registrada en Liechtenstein y con sede en las malditas Antillas Holandesas.

Estas frases eran de Al, desde luego. Y Charlie había copiado incluso la sarcástica entonación de Al, para poderlas decir. Charlie siguió:

- No nos parece una buena idea, ni mucho menos, el que unas personas a las que no conocemos, de las que jamás hemos oído hablar y a las que no hemos votado, anden por ahí estropeando el mundo en nuestro beneficio. Y se da la graciosa circunstancia consistente en que los dictadores no nos gustan, tanto si son grupos de personas, de naciones o de instituciones, y tampoco nos gusta la carrera de armamentos, ni la guerra química, ni cualquier otro aspecto de ese catastrófico juego. Creemos que el Estado de Israel no debe ser una guarnición norteamericana imperialista, y no creemos que los árabes sean un hatajo de salvajes plagados de pulgas, como tampoco son decadentes jeques petroleros. Por eso, rechazamos. Con el fin de no padecer ciertas resacas, ciertos prejuicios, y de tener ciertas fidelidades y alineamientos. En consecuencia, el rechazo es positivo, ¿no es cierto? Sí, ya que no tener todo lo que he dicho es positivo.

Mientras Litvak escribía pacientemente, Kurtz preguntó:

- Has hablado de estropear el mundo, ¿de qué forma, Charlie?

- Envenenándolo. Quemándolo. Dejándolo apestando a colonialismo, y a un total y calculado lavado de cerebro de las clases trabajadoras.

Charlie hizo una pausa, y pensó: «Las otras frases las recordaré dentro de un instante.»

Dijo:

- En consecuencia, no me pidáis que os dé el nombre y la dirección de mis cinco principales héroes, ¿comprendes, Mart? No, porque los llevo aquí. -Charlie se golpeó el pecho. Siguió-: Y no intentéis darme lecciones burlonas, cuando os puedo recitar a todos, durante toda la noche, la obra del Che Guevara. Preguntadme si quiero que el mundo sobreviva, si quiero que mis hijos…

Muy interesado, Kurtz preguntó:

- ¿Realmente puedes recitar al Che Guevara?

Litvak levantó delicadamente una mano, mientras seguía escribiendo con furia con la otra, y dijo:

- Un momento, por favor. Esto es formidable. Espera un segundo, sólo un segundo, Charlie.

Charlie, con las mejillas ardientes, dijo secamente:

- ¿Por qué no os gastáis un poco de dinero y os compráis un magnetófono? ¿O lo robáis, ya que parece que éste es vuestro negocio?

Mientras Litvak seguía escribiendo, Kurtz repuso:

- Porque no podemos destinar una semana a leer las transcripciones de las cintas. El oído selecciona, querida. Y las máquinas no seleccionan. Las máquinas son antieconómicas.

Mientras esperaban que Litvak terminara su escritura, Kurtz insistió:

- ¿Realmente puedes recitar los textos del Che Guevara, querida?

- No, claro que no puedo.

A espaldas de Charlie, á millas de distancia parecía, la fantasmal voz de Joseph modificó cortésmente la contestación de Charlie:

- Pero podría hacerlo si los aprendiese.

Con cierto orgulloso matiz de creador en su voz, Joseph añadió:

- Charlie tiene una memoria increíble. Le basta con oír algo para incorporarlo a su mente. Si quisiera, Charlie podría aprenderse de memoria la obra completa del Che Guevara en una semana.

¿Por qué había hablado Joseph? ¿Intentaba dulcificar la situación? ¿Pretendía dar una advertencia? ¿O acaso quería interponerse entre Charlie y su inmediata destrucción? Pero Charlie no estaba de humor para prestar atención a las sutilezas de Joseph, y, por su parte, Kurtz y Litvak estaban hablando entre sí, en esta ocasión en hebreo.

Charlie les preguntó:

- ¿Os molestaría mucho hablar en inglés, en mi presencia? Cortésmente, Kurtz dijo:

- Es sólo un instante, querida.

Y siguió hablando en hebreo.

Con la misma metodología clínica -«únicamente constará en el expediente, Charlie»-, Kurtz la indujo laboriosamente a hablar de los restantes incongruentes artículos de su dubitativa fe. Charlie se rebeló, cooperó y volvió a rebelarse, con la creciente desesperación de quien sólo sabe a medias. Kurtz rara vez esgrimió críticas, estuvo cortés en todo momento, echó ojeadas a los papeles, habló brevemente con Litvak, o, a sus propios e indirectos fines, escribió alguna que otra nota en su bloc. Charlie, en su fuero interno, mientras iba naufragando no sin luchar ferozmente, se veía a sí misma en uno de aquellos improvisados happenings de la escuela de arte dramático, esforzándose en representar un papel que perdía más y más significado a medida que ella se adentraba en él. Observaba sus propios ademanes y se daba cuenta de que nada tenían que ver con sus palabras. Charlie protestaba, en consecuencia era libre. Charlie gritaba, en consecuencia protestaba. Escuchaba su propia voz y se daba cuenta de que a nadie pertenecía. De entre las conversaciones en cama sostenidas con un olvidado amante entresacaba una frase de Rousseau, de otra ocasión entresacaba una frase de Marcuse. Vio que Kurtz se reclinaba en la silla, efectuaba un lento movimiento afirmativo con la cabeza, y dejaba el lápiz sobre la mesa, por lo que Charlie supuso que sus contestaciones habían terminado, o, mejor dicho, que las preguntas de Kurtz habían terminado. Charlie decidió que, teniendo en consideración la superioridad de su público y la pobreza de sus propias frases, había llevado a cabo una interpretación muy digna, a fin de cuentas. Kurtz parecía opinar lo mismo. Charlie se sintió mejor y mucho más segura. Kurtz también, al parecer.

Kurtz declaró:

- Charlie, te felicito. Te has expresado con gran honestidad y franqueza, por lo que te damos las gracias.

Litvak, el escribano, murmuró:

- Si., sí, ciertamente.

Sintiéndose fea y acalorada, Charlie dijo:

- Absolutamente de nada.

Kurtz preguntó:

- ¿Te molestaría que interpretara un poco tu actitud?

- Sí, mucho.

Sin mostrar sorpresa, Kurtz preguntó:

- ¿Y por qué?

- Pues porque somos una alternativa. No somos un maldito partido, no estamos malditamente organizados, no tenemos un maldito manifiesto. Y no estamos dispuestos a que nos interpreten.

A Charlie le hubiera gustado poder prescindir de sus frecuentes «malditos». O, por lo menos, que sus palabras violentas acudieran más naturalmente a sus labios, en la austera compañía de aquella gente.

De todas maneras, Kurtz hizo su interpretación, y procuró voluntariamente ser un tanto

lento:

- Por una parte, Charlie, parece que nos encontramos ante las premisas básicas del anarquismo clásico, tal como fue predicado desde el siglo xviii hasta nuestros días.

- ¡Y un huevo!

- Por ejemplo, cierta repulsión con respecto a todo tipo de ordenamiento. La convicción de que todo gobierno es malo, por lo que el estado nacional es malo, y la conciencia de que estos dos factores juntos atacan el natural desarrollo y la natural libertad del individuo. A esto tú añades ciertas actitudes modernas. Tales como la inquina contra el aburrimiento, contra la prosperidad, contra lo que, si no me equivoco, se llama la miseria con aire acondicionado del capitalismo occidental. Y tienes presente la genuina miseria de las tres cuartas partes de la población mundial. ¿No es así, Charlie? ¿Vas a contradecir lo que acabo de explicar? ¿O bien, en esta ocasión, debemos dar por supuesto que también dirás «¡Y un huevo!»?

Charlie hizo caso omiso de las palabras de Kurtz y se dedicó a mirarse fijamente las uñas. De buena gana hubiera dicho: «¡Por el amor de Dios! ¿Es que todavía importan las teorías?» Las ratas se habían apoderado del barco. Si., en muchos casos es así de sencillo. Todo lo demás no era más que una trampa narcisista. Forzosamente tenía que ser así.

Imperturbable, Kurtz prosiguió:

- En el mundo de nuestros días, en el mundo actual, yo diría que tenemos razones más poderosas para adoptar este punto de vista que aquellas que tuvieron nuestros antepasados, debido a que en nuestros días las naciones-estado son más poderosas que en ningún momento anterior, y lo mismo cabe decir de las sociedades anónimas, y, en consecuencia, de las oportunidades para imponer ordenamientos.

Charlie se dio cuenta de que Kurtz la estaba induciendo a llegar a una conclusión a la que Charlie no quería llegar, pero Charlie no tenía manera de hacerle callar. Kurtz hacía pausas en espera de los comentarios de Charlie, pero lo único que ésta podía hacer era desviar la vista y ocultar su creciente inseguridad bajo una máscara de furiosa negación.

En tono ecuánime, Kurtz prosiguió:

- Te opones a la enloquecida tecnología. Bueno, esto ya lo hizo Huxley antes que tú. Quieres dar lugar a motivaciones humanas que no sean competitivas ni agresivas. Pero para conseguirlo debes eliminar antes la explotación. Ahora bien, ¿cómo?

Kurtz hizo otra pausa. Y ahora, las pausas de Kurtz eran para Charlie más amenazadoras que sus palabras. Eran pausas entre peldaño y peldaño de la escalera que conduce al patíbulo. Charlie dijo:

- ¡Mart, basta ya de sermonearme! ¿Lo entiendes? ¡Basta! Con implacable buen humor, Kurtz prosiguió:

- Y es precisamente en el tema de la explotación, si es que te he comprendido bien, Charlie, donde nos pasamos del anarquismo observado, como bien podríamos decir, el anarquismo practicado.

Kurtz se volvió hacia Litvak, con la idea de lanzarlo también contra Charlie, y le preguntó:

- ¿Tienes algo que decir al respecto, Mike?

En voz baja, Litvak repuso:

- Yo creo que la explotación es el quid de la cuestión. Si traducimos explotación por propiedad todo queda clarificado. En primer lugar, el explotador le da en la cabeza al obrero con salarios de esclavitud, y le propina este golpe con el arma de su superior riqueza. Después le hace un lavado de cerebro para que el obrero-esclavo crea que la búsqueda de la propiedad es un motivo válido que justifica que el amo destruya al obrero trabajando en la cantera. De esta manera le somete a dos ataduras.

Kurtz, muy tranquilo, dijo:

- Magnífico. La búsqueda de la propiedad es malo, ergo la pro-piedad en sí misma es mala, ergo aquellos que defienden la propiedad son malos, ergo (como sea que hemos proclamado que no tenemos paciencia para aguantar el proceso evolutivo de la democracia) destruyamos la propiedad y asesinemos a los ricos. ¿Estás de acuerdo, Charlie?

- ¡No seas estúpido! ¡Yo no soy de ésos!

Marty pareció un poco defraudado. Dijo:

- ¿Quieres decir que no estás dispuesta a desposeer al estado ladrón? ¿Qué te pasa? ¿Tienes miedo, así de repente?

Kurtz se volvió hacia Litvak y le dijo:

- Si, di, Mike, di.

Dispuesto a ser útil, Litvak dijo:

- El estado es tiránico. Estas son exactamente las palabras que Charlie ha dicho. También se ha referido a la «violencia» del estado, al «terrorismo» del estado y a la «dictadura» del estado.

Con acentos un tanto sorprendidos, Litvak, después de una pausa, concluyó:

- Se ha referido a casi todo lo malo que un estado puede llegar a ser.

- ¡Esto no significa que vaya por ahí asesinando a gente y robando malditos bancos! ¡Cristo! ¿Dónde estoy?

La alarma de Charlie no impresionó a Kurtz, quien dijo:

- Charlie, tú misma nos has dicho que las fuerzas de la ley y el orden no son más que sicarias de una falsa autoridad.

Litvak remachó, recordándoselo a Kurtz:

- Y también ha dicho que las masas no pueden alcanzar la verdadera justicia mediante los tribunales y juzgados.

- ¡Y así es! ¡El sistema entero es una mierda! Es una farsa, es corrupto, es paternalista…

Con toda amabilidad, Kurtz preguntó a Charlie:

- ¿En este caso, por qué no lo destruyes? ¿Por qué no lo vuelas, por qué no le pegas un tiro a todo policía que intente evitar que lo hagas, o, mejor dicho, a todo policía que se te ponga a tiro? ¿Por qué no te cargas a todos los imperialistas y colonialistas, estén donde estén? ¿Qué se ha hecho de tu tan cacareada integridad? ¿Qué ha pasado?

- ¡No quiero volar nada! ¡Quiero paz! ¡Quiero que todos seamos libres!

Con estas palabras, Charlie procuró refugiarse en su más segura tesis. Pero Kurtz no dio muestras de haberla oído, e insistió:

- Me defraudas, Charlie. De repente demuestras que eres in-coherente. Has llegado a conclusiones. Ahora bien, ¿por qué no actúas en concordancia con ellas? ¿Por qué en un determinado momento te comportas como una intelectual con la vista y el intelecto precisos para ver lo que las engañadas masas no pueden ver, y en el instante siguiente careces del valor suficiente para prestar un pequeño servicio, como un robo, un asesinato o la voladura de algo, como, por ejemplo, una comisaría de policía, en beneficio de aquellos cuyas mentes y cuyos corazones están esclavizados por los capitostes capitalistas? Vamos, vamos, Charlie: ¿dónde está tu acción? Tú eres el alma libre, aquí. No nos des palabras, danos actos.

La contagiosa alegría de Kurtz había alcanzado más altura. Sus párpados se habían fruncido de tal manera que en los extremos externos formaban negras curvas incisas en la curtida piel. Pero Charlie también sabía luchar. Habló directamente a Kurtz, utilizando las palabras tal como éste hacía, golpeándole con ellas, intentando abrirse a golpes un camino que, derribando a Kurtz, la llevara a la libertad:

- Oye, Mart, soy superficial, ¿comprendes? No he leído, soy analfabeta, no sé razonar, ni sé analizar. Fui a caras escuelas de tercera clase desde un punto de vista docente, y me hubiera gustado, más que cualquier otra cosa en el mundo, haber nacido en una calleja de cualquier pueblo, y que mi padre hubiera sido un trabajador manual, en vez de dedicarse a quedarse con los ahorros acumulados por viejecitas a lo largo de toda una vida. Estoy harta de que me laven el cerebro, estoy harta de que me digan quince mil razones todos los días en cuyos méritos no debo amar de igual a igual al prójimo. ¡Y ahora quiero irme a la maldita cama!

- ¿Quieres decir con esto, Charlie, que reniegas de la postura por ti adoptada?

- ¡Yo no tengo una postura adoptada!

- ¿No?

- ¡No!

- No has adoptado una postura, no te has comprometido con el activismo, salvo en el aspecto de ser una no alineada.

- ¡Esto!

Muy satisfecho, Kurtz añadió:

- Pacíficamente no alineada. Perteneces al extremo centro.

Kurtz se desabrochó despacio el bolsillo izquierdo de la camisa, metió en él sus gruesos dedos, y extrajo, de entre una porción de objetos heterogéneos, un recorte de prensa, doblado y muy largo, que, a juzgar por el lugar excepcional en que había estado guardado, era diferente de aquellos otros guardados en la carpeta. Mientras desdoblaba lentamente el recorte, Kurtz dijo:

- Charlie, no hace mucho has dicho incidentalmente que Al y tú asististeis a un congreso, en no sé qué lugar de Dorset. Creo que calificaste este congreso como «Un curso de pensamiento radical, en un fin de semana». No hemos hablado con detalle de lo que allí pasó. Creo recordar que, por alguna razón u otra, pasamos como sobre ascuas por este tema. ¿Te molestaría que habláramos de ello un poco más?

Con el aire del hombre que quiere refrescar su memoria, Kurtz leyó en silencio el recorte de prensa, y de vez en cuando meneó la cabeza, diciendo: «Bien, bien…» Sin dejar de leer comentó amablemente:

- Parece que no fue poca cosa, el curso en cuestión. Instrucción en el manejo de armas utilizando armas fingidas. Enseñanza de las técnicas de sabotaje, con plasticina, en vez de utilizar el explosivo propiamente dicho. Modos de vivir en la clandestinidad. Técnicas de supervivencia. Filosofía de las guerrillas urbanas. Incluso la manera de vigilar a una persona convertida en huésped en contra de su voluntad, lo cual se explica, según leo, con las siguientes palabras: «Disciplina de elementos violentos en una situación doméstica.» Si, me gusta el título. Es un bonito eufemismo.

Kurtz miró por encima del recorte de prensa y dijo:

- ¿Es más o menos correcto este reportaje o nos encontramos ante una típica exageración de la prensa capitalista-sionista?

Charlie ya no creía en la buena fe de Kurtz, y tampoco éste quería que creyera en ella. La única finalidad de Kurtz era alarmar a Charlie mediante el extremismo de sus propias convicciones, y obligarla a abandonar posiciones que había adoptado sin darse cuenta. Ciertos interrogatorios se llevan a cabo con la finalidad de inducir a decir la verdad, y otros se hacen con el fin de inducir a decir mentiras. Kurtz quería mentiras. En consecuencia, su voz se había endurecido perceptiblemente, y la expresión de diversión de su cara desapareció muy de prisa. Kurtz preguntó:

- ¿Quieres darnos una imagen un poco más objetiva quizá, Charlie?

En tono de desafío y echándose hacia atrás por primera vez, Charlie repuso:

- Todo fue cosa de Al. No mía.

- Pero fuisteis juntos.

- Fue una manera de pasar un fin de semana en el campo, en unos momentos en que no teníamos dinero. Esto es todo. Kurtz murmuró:

- Esto es todo.

Y dejó a Charlie con un silencio muy amplio, acusatorio, demasiado pesado para que Charlie se enfrentara a solas con él. Charlie protestó:

- No fuimos Al y yo solamente. Éramos unos veinte. Gente joven, del mundo teatral. Algunos todavía eran alumnos de la escuela de arte dramático. Alquilaron un autocar, fumaron hachís, tocaron música toda la noche. ¿Hay algo malo en esto?

En aquellos precisos instantes, Kurtz nada opinaba acerca de la bondad o la maldad del asunto. Dijo:

- Ellos. ¿Y qué hacías tú allí? ¿Conducías el autocar, con esa pericia de conductora que nos dicen posees?

- Yo iba con Al. Ya te lo he dicho. Era asunto suyo, no mío.

Charlie había perdido su punto de apoyo y comenzaba a caerse. Apenas sabía cómo había dado el resbalón, o quién le había golpeado los dedos. Quizá el cansancio la había obligado a soltarse.

Quizá esto era lo que había deseado en todo momento. Kurtz le preguntó:

- ¿Y te divertías a menudo de esta manera, Charlie? Hablando por hablar, fumando hachís, dedicándote inocentemente al amor libre, mientras los otros aprendían las artes del terrorismo… Hablas como si esto fuera habitual en ti. ¿Habitual? ¿No es eso?

- ¡No era habitual! Esto ha terminado para mí. Y además no me divertía.

- ¿Quieres decir con qué frecuencia lo hacías?

- ¡No lo hacía con frecuencia!

- ¿Cada cuándo?

- Un par de veces. Y esto es todo. Me aburrí pronto de ello. Caía girando y girando, y la oscuridad adquiría más y más densidad. Estaba rodeada de aire, pero el aire no la tocaba.

«¡Joseph, sácame de esta situación!» Pero Joseph era precisamente quien la había metido en ella. Charlie aguzaba el oído en espera de oír a Joseph, le enviaba mensajes con la parte trasera de la cabeza. Pero en respuesta de ellos no recibía mensaje alguno. Kurtz la miró derechamente, y Charlie contestó haciendo lo mismo. Charlie le hubiera atravesado con la mirada si hubiera podido, le hubiera dejado ciego mediante el retador fuego de sus ojos. Pensativo, Kurtz dijo:

- Un par de veces. ¿Es correcto, Mike?

Litvak levantó la vista de sus notas, y, como un eco, contestó: -Un par.

Kurtz preguntó a Charlie:

- ¿Y por qué te aburriste de ello?

Sin dejar de mirar a Charlie, Kurtz alargó la mano para coger la carpeta de Litvak.

Bajando la voz para producir más efecto, Charlie repuso: -Imperaba un ambiente muy brutal.

Mientras abría la carpeta, Kurtz dijo:

- Es natural.

- No me refiero al ambiente político. Me refiero a la sexualidad. Era demasiado para mí. Y no seas obtuso, Mart.

Kurtz se lamió el pulgar y volvió página. Se lamió el pulgar otra vez y volvió página de nuevo. Musitó algo, dirigiéndose a Litvak, quien le contestó con un par de palabras que no eran inglesas. Kurtz cerró la carpeta y la metió en la cartera.

En tono pensativo, Kurtz repitió:

- Un par de veces. Esto es todo. Luego comencé a aburrirme. ¿Quieres hacer alguna modificación a esta manifestación?

- ¿Y por qué he de querer?

- Un par de veces. ¿Es correcta esta respuesta?

- ¿Y por qué no ha de serlo?

- Un par de veces significa dos veces, ¿no?

Charlie tuvo la impresión de que la luz pendiente sobre ella parpadeaba, ¿o acaso era solamente su imaginación? Charlie se volvió hacia atrás. Joseph estaba inclinado sobre su mesa, bajo la luz de la lamparilla, tan ocupado que ni siquiera levantó la cabeza. Charlie volvió a su anterior posición y vio que Kurtz seguía esperando su respuesta. Charlie dijo:

- Dos o tres veces, ¿qué importa?

- ¿Cuatro veces? ¿Un par de veces significa también cuatro veces?

- ¡Vete a paseo!

- Bueno, a mi parecer es un problema lingüístico. «El año pasado visité a mi tía un par de veces.» Esto puede significar tres veces, incluso cuatro. Y me parece que cinco es ya el límite, ya que cinco viene a ser «media docena».

Kurtz siguió toqueteando los papeles y lentamente prosiguió:

- ¿Quieres cambiar un par de veces por media docena, Charlie? -Cuando digo un par de veces quiero decir un par de veces.

- ¿Dos?

- !Si, dos!

- Bueno, pues dos. «Sí, asistí a estas reuniones sólo dos veces; los otros quizá se entregaran a ejercicios belicosos, pero mis intereses eran únicamente sexuales, de recreo y de carácter social, amén.» Firmado, Charlie. ¿Quieres dar las fechas de estas dos visitas?

Charlie dio una fecha correspondiente al año anterior, poco después de que ella y Al se juntaran.

- ¿Y la otra fecha?

- La olvidé. ¿Tan importante es?

- La chica se ha olvidado.

La voz de Kurtz había adquirido una lentitud tal que parecía fuera a quedar detenida; a pesar de ello no había perdido su fuerza. A la mente de Charlie acudió la imagen de un animal desmañado que lentamente se acercara a ella, y este animal era la voz de Kurtz. Este volvió a hablar:

- ¿La segunda visita tuvo lugar inmediatamente después de la primera o medió cierto tiempo entre una y otra?

- No lo sé.

- La chica no lo sabe. En el primer fin de semana te dieron un cursillo de introducción apto sólo para novatos, ¿verdad?

- Así es.

- ¿Y cuál fue el tema del cursillo de introducción?

- Ya te lo he dicho. Sexualidad colectiva.

- ¿No hubo coloquio, ni conferencias, ni tareas de seminario?

- Hubo coloquio, ciertamente.

- ¿Sobre qué tema?

- Principios básicos.

- ¿De qué?

- De radicalismo. ¿De qué iba a ser si no?

- ¿Recuerdas quién dirigió los coloquios?

- Una lesbiana gorda nos habló de la liberación femenina. Y un escocés nos habló de Cuba. Al admiraba a este escocés.

- ¿Y en la segunda ocasión, esa ocasión cuya fecha has olvidado, la segunda y última ocasión, quién os habló?

Charlie no contestó. Kurtz le preguntó:

- ¿También lo has olvidado?

- ¡Sí!

- Es un poco raro, ¿no crees? ¿De modo que te acuerdas bien de la primera ocasión, del asunto de la sexualidad, de los temas de los coloquios y de las personas que los dirigieron, pero nada recuerdas de la segunda ocasión?

- Después de haberme pasado una noche entera contestando tus estúpidas preguntas, no, no me acuerdo.

Kurtz preguntó a Charlie:

- ¿Adónde vas? ¿Quieres ir al lavabo? Rachel, acompaña a Charlie al lavabo. Rose.

Charlie estaba de pie. Oyó pasos suaves que, procedentes de las sombras, se le acercaban. Charlie dijo:

- Me voy. En el ejercicio de mis opciones. No quiero saber nada de este asunto. Y me voy ahora.

- Ejercerás tus opciones en períodos específicos, y sólo cuando nosotros te lo ofrezcamos. Y si te has olvidado de las personas que os hablaron en este segundo seminario, espero que puedas decirme por lo menos el tema del cursillo.

Charlie se encontraba de pie, y, sin que supiera determinar por qué, el hecho de estar de pie la hacía sentirse más pequeña. Paseó la vista a su alrededor y vio a Joseph, con la cabeza apoyada en la mano, apartada la cara de la luz de la lámpara. Ante la atemorizada vista de Charlie, Joseph parecía hallarse suspendido en algo parecido a una ciudad intermedia, entre el mundo de Charlie y el suyo propio. Pero mirase Charlie donde mirase, la voz de Kurtz le llenaba la cabeza, acallando a los seres que en su interior vivían. Charlie apoyó las palmas de las manos en la mesa y se inclinó al frente. Tenía la impresión de hallarse en el templo de un culto extraño, sin amigos que le dijeran cuándo tenía que estar de pie, cuándo arrodillada. Pero la voz de Kurtz se encontraba en todas partes, y hubiera carecido de importancia el que Charlie se tumbara en el suelo o saliera volando por los vidrios policromos, yendo a parar a cien millas de distancia. En ningún lugar estaría a salvo de la intrusión de aquella voz. Charlie levantó las manos de la mesa y se las puso a la espalda, oprimiéndolas con fuerza, debido a que estaba perdiendo el dominio de sus propios ademanes. Las manos son importantes, las manos hablan. Las manos actúan. Charlie sintió que sus manos se consolaban, la una a la otra, igual que niños aterrados. Kurtz le hablaba acerca de unas conclusiones.

- ¿Firmaste las conclusiones, Charlie?

- ¡No lo sé!

- Pero, Charlie, siempre se redactan unas conclusiones al final de las sesiones. Hay un coloquio, hay discusiones, y se llega a unas conclusiones. ¿Cuáles fueron las conclusiones? ¿Intentas decirme seriamente que ignoras esas conclusiones y que ni siquiera sabes si las firmaste o no? ¿Hubieras podido negarte a firmarlas?

- No.

- Charlie, sé razonable. ¿Cómo es posible que una persona con tu tan injustamente poco valorada inteligencia, sea capaz de olvidar cosa tan importante como las conclusiones formales adoptadas al final de un seminario que duró tres días? ¿Unas conclusiones que se redactan una y otra vez, que se corrigen, que se votan, que se aprueban o no se aprueban, que se firman o no se firman? Una resolución, unas conclusiones, ello comporta una serie de laboriosas sesiones. ¿A qué se debe que, de repente, tus contestaciones sean tan vagas, cuando eres capaz de ser tan precisa y exacta en otros temas?

A Charlie aquello había dejado de importarle. Le importaba tan poco que ni siquiera creía valía la pena decirle a Kurtz que aquello le importaba un pimiento. Estaba mortalmente cansada. Deseaba volver a sentarse, pero no podía. Necesitaba un descanso, necesitaba orinar, arreglarse el maquillaje, y dormir durante cinco años. Tan sólo cierto sentido de los modales teatrales le decía que debía seguir en pie, y aguantar hasta el final.

Allá, más abajo que ella, Kurtz había sacado un nuevo papel de su cartera. Después de haber estudiado el papel, Kurtz decidió dirigirse a Litvak:

- Ha dicho que dos veces, ¿verdad?

Litvak se mostró de acuerdo:

- Dos veces ha sido el máximo. Le has dado todo tipo de oportunidades para que elevara el número, pero se ha quedado en dos.

- ¿Y cuántas fueron, según vosotros?

- Cinco.

- ¿Y por qué se empeña en decir que sólo dos? Arreglándoselas para parecer todavía más defraudado que su compañero, Litvak dijo:

- Prefiere quitar importancia al asunto. Atenúa el caso en un doscientos por ciento.

Kurtz llegó lentamente a la conclusión:

- En este caso, miente.

- Claro que miente.

- ¡No miento! ¡Lo he olvidado! ¡Fue cosa de Al! ¡Fui por Al! ¡Y esto es todo!

Entre las baratas plumas que se alineaban en el bolsillo de la pechera, Kurtz llevaba un pañuelo de color caqui. Lo extrajo y se lo pasó por la cara, en extraños movimientos, cual si manejara un plumero, que terminaron en sus labios. Luego volvió a variar la posición de su reloj, de izquierda a derecha, en un rito personal.

- ¿No quieres sentarte?

- No.

La negativa de Charlie entristeció a Kurtz:

- Charlie, ahora no te comprendo. Estoy perdiendo la confianza que tenía en ti.

- ¡Pues piérdela de una maldita vez! ¡Búscate a otra a quien dar la lata! ¿A santo de qué tengo que estar perdiendo el tiempo, con jueguecitos de salón con un hatajo de matones israelíes? ¡Andad a matar más árabes con vuestras bombas! ¡Dejadme en paz! ¡Os odio! ¡A todos!

Cuando Charlie dijo estas palabras, tuvo una curiosísima intui ción. Se dio cuenta de que sólo a medias escuchaban sus palabras, en tanto que la otra mitad de su atención se centraba en su técnica, la de Charlie. Si alguien le hubiera dicho «Repitamos esto, Charlie, pero esta vez actúa más despacio», Charlie no hubiera quedado sorprendida. Pero ahora Kurtz tenía que decir la suya, y, como muy bien sabía Charlie a estas alturas, nada en este mundo del Dios judío iba a impedírselo. Cuando habló, la voz de Kurtz había recobrado su volumen y ritmo natural, pero su poderío no disminuyó en absoluto:

- Charlie, no comprendo tu actitud evasiva. No comprendo las discrepancias que median entre la Charlie que ahora nos ofreces y la Charlie que consta en nuestros papeles. Tu primera visita a esta escuela de revolucionarios tuvo lugar el día quince de julio del año pasado, y se trataba de un cursillo de dos días para novatos, sobre el tema general del colonialismo y la revolución, y sí, efectivamente, fuisteis en autocar, y erais un grupo de gente de teatro, entre la que se encontraba Alastair. Tu segunda visita tuvo lugar un mes más tarde, y también la hiciste en compañía de Alastair. En esta segunda ocasión os dirigió la palabra, a ti y a tus compañeros de estudios, un individuo que se calificaba a sí mismo de exiliado boliviano, pero que se negó a dar su nombre, y también os habló un caballero igualmente anónimo, quien afirmó hablar en representación del ala izquierda del IRA. Tú firmaste generosamente un cheque de cinco libras para cada una de estas organizaciones, y tenemos la fotocopia del cheque.

- ¡Lo firmé por cuenta de Al! ¡Al estaba sin un penique!

- La tercera ocasión fue un mes más tarde, y tú tomaste parte en una discusión sumamente patética sobre los trabajos del pensador norteamericano Thoreau. La conclusión del grupo, conclusión a la que tú te adheriste, fue que Thoreau, en lo tocante a militancia, no era más que un idealista carente de importancia, con muy pocos conocimientos prácticos de activismo; en resumen, que era un desgraciado. Tú no sólo te adheriste a esta resolución, sino que propusiste una resolución complementaria exhortando a todos los camaradas a que adoptaran posturas más radicales.

- ¡Fue por Al! ¡Yo quería que aquella gente me aceptara! ¡Quería complacer a Al! ¡Al día siguiente ya me había olvidado!

- En el mes de octubre, tú y Alastair volvisteis allá, en esta ocasión para participar en unas sesiones especialmente combativas centradas en el fascismo burgués en las sociedades capitalistas, y esta vez tuviste destacadas intervenciones en las discusiones de los grupos, y obsequiaste a tus camaradas con muchas anécdotas míticas referentes al delincuente de tu padre, a tu inútil madre y a la educación represiva que te dieron.

Charlie, ahora, había dejado de protestar. Había dejado de pensar y de ver. Tenía la expresión de los ojos borrosa, y se mordisqueaba la parte interior del labio inferior, suavemente, a modo de castigo. Pero no podía dejar de estudiar, debido a que la voz de Kurtz no se lo permitía.

- Y la última ocasión se produjo, tal como Mike acaba de recordarme, en el mes de febrero del presente año, cuando tú y Alastair honrasteis con vuestra presencia una sesión cuyo tema te has empeñado obstinadamente en borrar de tu memoria, siempre, con la sola salvedad de un momento en que has insultado al Estado de Israel. En esta ocasión, el coloquio se centró exclusivamente en la lamentable expansión del sionismo mundial y en sus vinculaciones con el imperialismo norteamericano. El principal personaje era un caballero que afirmó representar a la revolución palestina, aun cuando se negó a decir a qué ala de este grandioso movimiento pertenecía. También se negó a revelar su personalidad, en el más literal sentido de la palabra, ya que llevaba un casco o caperuza negra que le ocultaba la cara, dándole un aire siniestro que le sentaba muy bien. ¿Ni siquiera de este orador te acuerdas?

Kurtz no dio a Charlie tiempo para contestarle.

- El tema del que habló fue su heroica vida, en cuanto a gran luchador y matador de sionistas. Este caballero declaró: «Las armas son mi pasaporte a mi patria. ¡Ya no somos refugiados, sino que somos un pueblo revolucionario!» Este hombre produjo cierta alarma, y una o dos voces, entre las que no estaba la tuya, dijeron que había ido demasiado lejos.

Kurtz hizo una pausa, y Charlie siguió en silencio. Kurtz acercó a sí el reloj y dirigió una sonrisa un tanto hueca a Charlie. Dijo:

- ¿Por qué no nos cuentas esas cosas, Charlie? ¿Por qué te dedicas a saltar de un tema a otro, sin conexión alguna, y sin saber qué vas a decir a continuación? ¿No te he dicho que necesitamos conocer tu pasado? ¿Que tu pasado nos gusta mucho?

Una vez más, Kurtz aguardó pacientemente la contestación de Charlie, pero esperó en vano. Kurtz dijo:

- Sabemos que tu padre jamás estuvo en prisión. Sabemos que los agentes judiciales no fueron a tu casa, y que nadie te quitó la jaca. El pobre caballero, tu padre, tuvo una pequeña quiebra, motivada por su incompetencia, y a nadie perjudicó, como no fuera a un par de directores de pequeñas agencias bancarias. Fue declarado inocente, con todos los honores, si es que así se puede decir, mucho antes de su muerte. Unos cuantos amigos reunieron algún dinero para ayudarle, y tu madre fue fiel a tu padre, comportándose como una amante y devota esposa. Tu padre ninguna culpa tuvo de que tú dejaras la escuela prematuramente. La culpa la tuviste tú. La verdad es que tú te mostraste excesivamente propicia a otorgar tus favores a unos cuantos muchachos del pueblo inmediato al internado, de lo cual se enteraron los profesores. En consecuencia, fuiste expulsada de la escuela a toda prisa, por cuanto te consideraron elemento corruptor y potencialmente escandaloso, y volviste a casa de tus padres, tremendamente benévolos para contigo, quienes perdonaron como siempre tus transgresiones, con gran frustración por tu parte, e hicieron cuanto pudieron para creer todo lo que les contaste. Al paso de los años has urdido una ingeniosa novela alrededor del mentado incidente, con el fin de darle un carácter tolerable, y has llegado a creer tus propias invenciones, a pesar de que de vez en cuando se revuelven los recuerdos en tu interior, y ello te impulsa a desviarte en las más insospechadas direcciones.

Una vez más, Kurtz trasladó el reloj a un lugar más seguro, encima de la mesa. Siguió:

- Somos amigos, Charlie. ¿Crees que somos capaces de acusarte por cosas como las que acabo de decirte? ¿Crees que no sabemos que tus tendencias políticas son manifestaciones externas en busca de unas dimensiones y de unas respuestas que no te dieron cuando más las necesitabas? Somos amigos tuyos, Charlie. No somos unos conformistas mediocres, aburridos y apáticos, como los que viven en caras zonas residenciales. Queremos compartir contigo, queremos que seas útil. ¿Por qué estás ahí, ante nosotros, dedicada a engañarnos, cuando lo único que queremos es oírte decir la verdad objetiva y sin adornos, de cabo a rabo? ¿Por qué pones obstáculos a quienes son tus amigos, en vez de darles tu confianza, con toda cordialidad?

La ira dominó a Charlie como el oleaje de un mar al rojo vivo. La ira la levantó, la limpió. Charlie sintió cómo su ira crecía y se hinchaba, y Charlie abrazó la ira, cual si fuera su único aliado. Con la calculada manera propia de su oficio, Charlie dejó que la ira se impusiera totalmente sobre ella, en tanto que su genuina personalidad, aquella minúscula y giroscópica criatura situada en lo más hondo de su fuero interno, que siempre conseguía mantenerse erguida, se alejaba de puntillas, grácilmente, para contemplar la representación desde un extremo del escenario. La ira dejó en suspenso su pasmo, amortiguó el dolor de su vergüenza. La ira aclaró su mente y dio luz a su visión. Charlie avanzó un paso, y levantó el puño dispuesta a golpear a Kurtz, pero Kurtz era ya muy viejo, tenía una personalidad dominante, y ya había sido golpeado muchas veces con anterioridad. Además, Charlie tenía cuentas pendientes a su espalda, exactamente detrás de ella.

Ciertamente, Kurt fue quien con su deliberada provocación había prendido la cerilla que desencadenó el estallido de Charlie. Pero fue la astucia de Joseph, fue el cortejo de que Joseph la hizo objeto, y fue el sibilino silencio de Joseph, lo que había provocado la genuina humillación de Charlie. La muchacha dio media vuelta, dio dos pasos hacia Joseph, y esperó a que alguien la contuviera, pero nadie la contuvo. Echó una pierna hacia atrás, y atizó una patada a la mesa, y contempló cómo la lamparilla trazaba una grácil curva en el aire, camino de ir a parar sabe Dios dónde, hasta que el cordón llegó a su límite y la lámpara se apagó con un sorprendido «plop». Charlie echó el puño hacia atrás, esperando que Joseph se defendiera. Joseph no se defendió, por lo que Charlie le golpeó, estando Joseph sentado, y el golpe dio de lleno, con toda su fuerza en el pómulo de Joseph. Charlie insultaba a Joseph, con sus más sucios insultos, los mismos que antes dirigiera a Long Al, y que también dirigía al vacío de su vida, a la penosa nada de su enmarañada y pequeña vida. Pero Charlie deseaba que Joseph levantara un brazo o le devolviera el golpe. Charlie golpeó a Joseph por segunda vez, con la otra mano, animada por el deseo de dejarle marcas, de causarle el mayor daño posible. También esperó a que Joseph se defendiera, pero sus tan conocidos ojos castaños siguieron mirándola con la fijeza con que brillan las luces de la costa contempladas desde una tormenta en el mar. Volvió a golpearle con el puño medio cerrado y sintió dolor en los nudillos, pero vio cómo la sangre se deslizaba por la barbilla de Joseph. Charlie gritó:

- ¡Fascista, hijo de la gran puta!

Y siguió gritándole, sintiendo cómo la fuerza se le iba con el aliento. Vio a Raoul, el hippy con el cabello del color del lino, junto a la puerta, en pie, y también vio que una de las chicas, la africana Rose, se ponía ante la ventana y abría los brazos en cruz, por si acaso a Charlie le diera por saltar a la galería exterior que había abajo. Y Charlie deseó ardientemente perder la razón, con el fin de que todos se apiadaran de ella. Deseó estar loca de atar, para que todos se dispusieran a internarla a la fuerza, en vez de ser una estúpida insensata, actriz de ideas radicales, que se inventaba débiles historias acerca de sí misma a medida que iba hablando, que renegaba de su padre y de su madre, y que predicaba una fe poco convincente, pero que no tenía el valor suficiente para abandonarla, aunque, de todas maneras, ¿con qué podía sustituir dicha fe? Oyó la voz de Kurtz que, en inglés, ordenaba a todos que se mantuvieran quietos. Vio que Joseph volvía la cara y se sacaba un pañuelo del bolsillo con el que se secaba la sangre del labio, haciendo de Charlie tanto caso como hubiera podido hacer de una mal educada niña de cinco años. Charlie volvió a llamarle hijo de mala madre, y volvió a golpearle, aunque esta vez en un lado de la cabeza y con la palma abierta, en un golpe sonoro que le torció la muñeca y le dejó momentáneamente la mano insensible. Pero ahora Charlie estaba agotada y sola, y sólo quería que Joseph le devolviera los golpes.

Desde su silla, con voz tranquila, Kurtz le advirtió:

- Adelante, Charlie, no te prives de nada. Ya has leído a Fanon. La violencia es una fuerza purificadora, ¿no te acuerdas? Nos libera de los complejos de inferioridad, nos quita el miedo, y nos devuelve el respeto hacia nosotros mismos.

A Charlie sólo le quedaba una salida. En consecuencia, la utilizó. Echó los hombros hacia adelante y hundió dramáticamente la cara en las palmas de las manos. Lloró inconsolablemente hasta que Rachel, obedeciendo a un movimiento de la cabeza de Kurtz, abandonó la ventana, se acercó a Charlie y le puso un brazo sobre los hombros, a lo cual Charlie se resistió por unos instantes, y luego cedió.

Mientras las dos muchachas avanzaban hacia la puerta, Kurtz dijo a Rachel:

- Le concedo tres minutos, no más. No puede cambiarse las ropas ni adquirir una nueva identidad. Y la devuelves directamente aquí. Quiero mantener el motor en marcha.

Dirigiéndose a Charlie, Kurtz dijo:

- Charlie, párate, aquí, donde estás. Es sólo un instante. ¡He dicho que te pares!

Charlie se detuvo, pero no dio media vuelta. Se quedó quieta, expresándose con la espalda, mientras se preguntaba doloridamente si Joseph hacía algo a su cortada cara.

Sin condescendencia, desde la silla, Kurtz dijo:

- Has actuado bien, Charlie. Te felicito. Tropezaste y te caíste, y propusiste levantarte. Mentiste, te extraviaste, pero aguantaste las embestidas, y cuando ya no supiste qué hacer, te dio una rabieta y acusaste al mundo entero de todos tus males. Estamos orgullosos de ti. La próxima vez te daremos una historia más verosímil para que tú la cuentes. No tardes en volver. Ahora ya nos queda muy poco tiempo.

En el cuarto de baño, Charlie estuvo llorando con la frente apoyada en la pared, mientras Rachel llenaba de agua la pileta, y Rose se quedaba junto a la puerta, por si acaso.

Mientras disponía el jabón y la toalla, Rachel dijo:

- No sé cómo pudiste vivir en Inglaterra tanto tiempo. Yo estuve allí quince años, y pensaba que me moría. ¿Conoces Macclesfield? Es la muerte. Por lo menos lo es cuando una es judía. Con todas sus manías de clase social, de frialdad y de hipocresía. Macclesfield es el peor lugar del mundo, para un judío; realmente esto es lo que pienso. Solía frotarme la piel con limón, en el baño, porque me decían que tenía la piel grasienta. Oye: no te acerques a esta puerta sola; no, porque tendría que detenerte.

Amanecía y, por lo tanto, era la hora de acostarse. Charlie se encontraba de nuevo en compañía de aquella gente, que era en aquellos momentos lo que más le gustaba. Le habían explicado un poco el asunto de que se trataba, le habían esbozado la historia de la misma manera que una linterna ilumina fugazmente un oscuro pasillo, dando una rápida visión de una parte de lo que hay oculto en él. Imagina, le dijeron, y le hablaron de un amor perfecto que Charlie no conocía.

Apenas le interesaba. La necesitaban. La conocían del derecho y del revés. Conocían su fragilidad y su pluralidad. Y a pesar de esto, todavía la querían, la necesitaban. La habían secuestrado a fin de rescatarla. Después de su navegación sin rumbo, se encontraba con la línea recta de aquella gente. Después de todos sus sentimientos de culpa y de todas sus ocultaciones, recibía su aceptación. Después de todas sus palabras, la actuación de aquella gente, su sobriedad, su celo de clara mirada, su autenticidad, su verdadera lealtad, todo lo cual venía a llenar la vaciedad que se abría y chillaba en su interior, como un aburrido demonio, desde siempre, en tanto podía recordar. Era como una pluma en una tormenta, pero, de repente, con pasmado alivio, aquella gente actuaba como un viento impulsor.

Charlie reposó, y dejó que la llevaran, que la asumieran, que se apoderaran de ella. Charlie pensó: «Gracias a Dios, una patria al fin.» Le dijeron: «Interpretarás el papel de ti misma, pero más exageradamente.» Sí, pero ¿cuándo no había interpretado el papel de sí misma? «Serás tú misma, con todos tus falsos alardes, si es que podemos expresarlo así.» Y Charlie pensó: «Expresadlo como queráis.»

Sí, escucho. Sí, lo entiendo.

Habían dado a Joseph el puesto de máxima autoridad en la mesa, en medio. Litvak y Kurtz estaban sentados a uno y otro lado de Joseph, quietos como lunas. Joseph tenía la cara hinchada en los lugares en que Charlie le había golpeado. Sí, tenía una cadena de pequeñas hinchazones a lo largo de su quijada izquierda. Al través de las persianas, peldaños de luz se proyectaban sobre las tablas del suelo y sobre la mesa plegable. Dejaron de hablar.

Charlie le preguntó:

- ¿No ha decidido todavía?

Joseph meneó negativamente la cabeza. La oscura barba de veinticuatro horas marcaba las partes cóncavas de su cara. La luz pendiente del techo revelaba la telaraña de las arrugas alrededor de sus ojos.

Charlie dijo:

- Vuelve a hablarme de la utilidad.

Charlie percibió que el interés de aquellos hombres se tensaba como una cuerda. Litvak tenía sus blancas manos cruzadas ante sí, v contemplaba a Charlie, con la mirada muerta, aunque extrañamente irritada. Kurtz, entrado en años y profético, tenía su cara surcada cubierta de polvillo de plata. Y junto a las paredes, los jóvenes, estaban devotos e inmóviles, como si hicieran cola para recibir la primera comunión.

En un tono impersonal, del que había eliminado todo matiz de teatralidad, Joseph explicó:

- Dicen que salvarás vidas, Charlie.

¿Advirtió Charlie en el tono de las palabras de Joseph cierta renuencia? Si así fue, sólo sirvió para dar mayor gravedad a sus palabras. Joseph siguió:

- Dicen que devolverás los hijos a sus madres y que contribuirás a dar la paz a las gentes pacíficas. Y que mujeres y hombres inocentes vivirán, gracias a ti.

Charlie preguntó:

- ¿Y tú qué dices?

Joseph contestó con voz deliberadamente apagada:

- ¿Y por qué crees que estoy aquí? Para cualquiera de nosotros, lo que hacemos puede ser una labor de sacrificio, una expiación de la vida. Y, para ti… Bueno, quizá tampoco sea tan diferente, para ti.

- ¿Y en dónde estarás?

- Estaremos lo más cerca de ti que podamos.

- Me refería a ti, a Joseph, en singular.

- Estaré cerca de ti, como es natural. Este será mi trabajo.

«Y esto será sólo mi trabajo», decía Joseph. Ni siquiera Charlie pudo interpretar erróneamente el significado de las palabras de Joseph.

Con voz suave, Kurtz intervino:

- Joseph estará siempre contigo, Charlie. Joseph es un excelente profesional, realmente excelente. Por favor, Joseph, háblale del factor tiempo.

Joseph dijo:

- Disponemos de muy poco tiempo. Todas las horas son importantes.

Kurtz seguía sonriendo, como si esperase que Joseph siguiera hablando. Pero Joseph ya había terminado.

Charlie había dicho que sí. Forzosamente tuvo que haberlo dicho. O, por lo menos, había dicho que sí en lo tocante a la fase siguiente, debido a que percibió un leve movimiento de alivio a su alrededor, y, luego, con su consiguiente desencanto, nada más. En el hiperbólico estado de ánimo en que se encontraba, Charlie había imaginado que una platea rebosante de público iba a levantarse rindiéndole una salva de aplausos. Sí, y el agotado Mike hundiría la cara en sus flacas manos y lloraría abiertamente. Y Marty, comportándose como el viejo que a fin de cuentas había demostrado ser, la cogería por los hombros con sus gruesas manos -hija mía, pequeña- y oprimiría su cara erizada de picantes pelillos contra su mejilla. Los jóvenes, sus admiradores de suaves pasos, romperían filas para congregarse a su alrededor y tocarla. Y Joseph la oprimiría contra su pecho. Pero en el teatro de la realidad la gente no se comportaba así, al parecer. Kurtz y Litvak se dedicaban a ordenar papeles y a meterlos en las carteras. Joseph hablaba con Dimitri y con la chica sudafricana, Rose. Raoul se dedicaba a llevarse los restos del té con pastelillos azucarados. Sólo Rachel parecía estar pendiente de lo que le pasaba a la nueva recluta. Tocó el brazo de Charlie y la llevó hacia el descansillo, a un lugar en el que, según dijo Rachel, podría tumbarse cómodamente. Las dos muchachas no habían llegado aún a la puerta cuando Joseph pronunció en voz baja el nombre de Charlie. Joseph la miraba con pensativa curiosidad.

Como si las palabras en sí mismas fueran enigmáticas, Joseph repitió:

- Buenas noches, Charlie.

Con una dolorida sonrisa que bien hubiera podido representar el telón final, Charlie supuso:

- Lo mismo te deseo.

Pero la sonrisa de Charlie no fue el telón que al bajar da fin a la obra. Mientras Charlie seguía a Rachel a lo largo del corredor, tuvo la sorpresa de descubrir que se encontraba en el club londinense de su padre, camino del anexo destinado a las señoras, en donde almorzaría. Charlie detuvo sus pasos, y miró alrededor en un intento de hallar el origen de su alucinación. Y entonces lo oyó. Era el incesante sonido menudo de un teletipo, expulsando las hojas con las últimas cotizaciones de bolsa. Charlie aventuró que quizá proviniera de un cuarto con la puerta entornada. Pero Rachel la empujó hacia adelante, antes de que Charlie tuviera tiempo de confirmar sus sospechas.

Los tres hombres habían vuelto a la habitación con aspecto de sala de estar, desde la cual la parlanchina máquina teletipo les había convocado como si de un cornetín se tratara. Mientras Becker y Litvak miraban, Kurtz, inclinado sobre la mesa, descifraba, con aire de suma incredulidad, el más reciente, el más imprevisto, el más urgente telegrama estrictamente privado enviado desde Jerusalén. Situados a espaldas de Kurtz, los otros dos hombres podían ver la mancha de sudor que se extendía sobre su camisa como una sangrante herida. El operador de la radio se había ido, despachado por Kurtz tan pronto el texto en clave procedente de Jerusalén comenzó a salir impreso. El silencio imperante en la casa era absoluto, y sólo lo quebraba el sonido de la máquina. Si cantaban pájaros o si pasaba tránsito rodado, no lo oían. Sólo percibían los sonidos de comienzo y terminación del teletipo.

Kurtz, para quien jamás nadie trabajaba demasiado, dijo: -En mi vida te he visto trabajar mejor, Gadi.

Kurtz había hablado en inglés, que era el idioma en que llegaba el mensaje de Gavron. Kurtz siguió:

- Magistral, con altas miras, incisivo…

Arrancó una hoja y esperó a que la siguiente quedara impresa. Dijo: -Es cuanto una muchacha a la deriva puede esperar de su salvador. ¿No es así, Shimon?

La máquina volvió a funcionar. Kurtz dijo:

- Algunos de nuestros colegas de Jerusalén ponen en tela de juicio el que yo te haya seleccionado. Entre ellos, el señor Gavron. El señor Litvak, aquí presente, también. Pero yo no. Yo siempre tuve confianza.

Kurtz musitó una leve maldición y arrancó la segunda hoja. Kurtz volvió a hablar:

- Este Gadi es el mejor hombre con quien he tratado jamás, les he dicho. Tiene corazón de león, cabeza de poeta; sí, éstas fueron mis propias palabras. Una vida de violencia no le ha endurecido, dije. ¿Cómo se las arregla esa mujer para manejar a Gadi?

Kurtz volvió la cabeza, inclinándola a un lado, en espera de que Becker le contestara. Becker dijo:

- ¿No te has dado cuenta todavía?

Si Kurtz se había dado cuenta o no, no estaba dispuesto a decirlo. Terminado el mensaje, giró hacia la derecha, en su silla giratoria, manteniendo las hojas en posición vertical, ante su vista, para que la luz, situada a su espalda, diera en ellas. Pero, cosa rara, fue Litvak el primero en hablar. Y Litvak dio rienda suelta a un tenso y estridente estallido de impaciencia que pilló de sorpresa a sus dos colegas. Farfulló:

- ¡Dínoslo! ¿En dónde ha ocurrido? ¡Han puesto otra bomba! Kurtz meneó lentamente la cabeza, y esbozó una sonrisa por primera vez desde que llegó el mensaje. Dijo:

- Una bomba quizá, pero sin muertos, Shimon. Al menos por el momento.

Becker dijo:

- Que lea el mensaje. No permitas que te tome el pelo.

Pero Kurtz prefirió expresarse mediante circunloquios:

- Misha Gavron nos saluda y nos manda tres mensajes más. Primer mensaje: ciertas instalaciones del Líbano serán bombardeadas mañana, pero quienes lleven a cabo la misión tendrán buen cuidado de no atacar nuestras casas. -Kurtz prescindió de los papeles y dijo-: Segundo mensaje: este mensaje es una orden armónica en su contenido y agudeza a la orden que recibimos anoche a primera hora. Tenemos que prescindir del valeroso doctor Alexis a partir de ayer. No más contactos con él. Misha Gavron pasó el expediente del doctor Alexis a ciertos sabios psicólogos que han dictaminado que Alexis está más loco que una cabra.

Una vez más, Litvak comenzó a protestar. Quizá el gran cansancio provocaba en él esa clase de reacciones. Kurtz, que aún sonreía dulcemente, le dirigió unas dulces palabras que le hicieron bajar de las nubes:

- Cálmate, Shimon. Nuestro valiente jefe se está portando un poco, aunque sólo un poco, como un político, y esto es todo. Si Alexis se pasa al otro bando y se produce un escándalo que afecte a nuestras relaciones con un aliado dolorosamente necesario, Marty Kurtz, aquí presente, será quien pagará el pato. Si Alexis se mantiene fiel a nosotros, mantiene la boca cerrada y hace lo que le digamos, Misha Gavron se llevará la gloria. Ya sabéis cómo me trata Misha Gavron. Soy su judío.

Becker preguntó:

- ¿Y el tercer mensaje?

- Nuestro jefe nos recuerda que tenemos muy poco tiempo a nuestra disposición. Dice que ya tiene a los lobos en la puerta de su casa. Como es natural, se trata de nuestra casa, antes que la suya.

Siguiendo el consejo de Kurtz, Litvak se fue a hacer las maletas. Después de haberse quedado a solas con Becker, Kurtz emitió un agradecido suspiro de alivio, y, con modales mucho más tranquilos, se acercó a la cama de campaña y cogió un pasaporte francés, lo abrió y estudió sus datos, grabándoselos en la memoria. Mientras leía, Kurtz observó:

- Eres quien nos proporciona el éxito, Gadi. Si se produce alguna laguna, si tiene, necesidades especiales, dínoslo. ¿Oyes? Si, Becker le había oído. Kurtz dijo:

- Las chicas me han dicho que hacíais una buena pareja, los dos en la Acrópolis. Me han dicho que parecíais un par de estrellas de cine.

- Dales las gracias en mi nombre.

Después de coger un viejo y pelado cepillo para el pelo, Kurtz se puso ante el espejo y comenzó a peinarse. En tono reflexivo, sin parar de cepillarse el pelo, Kurtz observó:

- En un caso así, con la intervención de una muchacha, habiendo un concepto de por medio, siempre confío en la discreción del que lleva el caso. A veces es aconsejable mantener cierta distancia, y otras veces…

Becker dijo:

- Este es un caso de distancia.

Se abrió la puerta, y apareció Litvak, vestido para ir a la ciudad, con una cartera en la mano, y, solicitando la compañía de su jefe, dijo:

- Estamos llegando tarde.

Litvak dirigió una poco amistosa mirada a Becker.

Y a pesar de todo, Charlie, a pesar de que la habían manipulado, no se sentía coaccionada, al menos no se sentía coaccionada por los modales de Kurtz. Este siempre se esforzó, desde el principio, en que así fuera. Kurtz dejó bien sentado que su plan exigía una duradera base de carácter moral. Cierto es que en las primeras etapas del plan hubo ciertos fantasiosos proyectos de ejercer presión, de dominio, de dominio sexual ejercido por un Apolo menos escrupuloso que Becker, de situar a Charlie en circunstancias duras durante unas cuantas noches, antes de ofrecerle su amistad. Los sabios psicólogos de Gavron, después de haber leído el historial de Charlie, hicieron todo género de vacías propuestas, incluyendo algunas que eran un tanto brutales. Pero la experta mentalidad operacional de Kurtz ganó la batalla contra el siempre en crecimiento ejército de expertos de Jerusalén. Kurtz había alegado que los voluntarios luchan con más empeño y durante más tiempo. Los voluntarios encuentran su propia manera de convencerse a sí mismos. Y, además, si uno pretende pedir en matrimonio a una chica, es aconsejable no violarla antes.

Otros, entre los que se contaba Litvak, habían propuesto en altisonantes términos que era preciso encontrar a una chica israelí que tuviera los antecedentes de Charlie. Litvak era visceralmente opuesto, juntamente con otros, a que se utilizara a una muchacha gentil, principalmente si la muchacha era nada menos que inglesa. Kurtz se había mostrado opuesto a esta tesis, con igual vehemencia. Le gustaba la naturalidad de Charlie, y quería el original, no una imitación. Las tendencias ideológicas de Charlie no le molestaban en absoluto. Kurtz dijo que cuanto más cerca de ahogarse estuviera Charlie, más contenta estaría de subir a bordo.

Sin embargo, otra tesis, ya que el equipo era democrático, si olvidamos la natural tendencia de Kurtz a ejercer la tiranía, había propuesto que Charlie fuera cortejada durante más tiempo antes del secuestro de Yanuka, cortejo que terminaría con una oferta clara y sencilla, de acuerdo con las líneas clásicamente definidas del reclutamiento de personal para los servicios de información. Una vez más, Kurtz estranguló la propuesta apenas nacida. «Una muchacha con el temperamento de Charlie no toma sus decisiones mediante largas horas de meditación», gritó Kurtz. Y, en realidad, es preciso observar que tampoco Kurtz seguía este comportamiento. ¡Más valía ejercer presión! Más valía investigar y prepararlo todo hasta el último detalle, no conquistar a Charlie al asalto en un último esfuerzo. Becker, después de haber echado una ojeada a la muchacha, se mostró de acuerdo con Kurtz. Si, lo mejor era reclutarla al asalto.

Algunos, entre ellos Gavron, gritaron: «¡Por el amor de Dios! ¿Y si la chica dice que no? ¡Tanto trabajo, para que la novia diga no, al pie del altar!»

«En este caso, mi querido amigo Misha, habremos perdido algún tiempo, un poco de dinero, y algunas oraciones.» Y Kurtz mantuvo esta tesitura a pie y a caballo, a pesar de que entre los más íntimos, su esposa y, a veces, el propio Becker se contaban entre ellos. Kurtz confesó que corría un gran riesgo de fracasar. Aunque también cabía la posibilidad de que Kurtz jugara un poco a darse importancia. Kurtz se había fijado seriamente en Charlie desde el instante en que ésta apareció por vez primera en el congreso de los fines de semana. Si, se fijó en ella, hizo indagaciones acerca de ella, y estuvo pensando en ella. Kurtz decía: «Hay que reunir el instrumental, hay que determinar las funciones y hay que improvisar. Es preciso armonizar la operación con los recursos.»

«Pero ¿a santo de qué llevar a la chica a Grecia, Marty? Y todos los que van con ella, ¿qué? ¿Es que de repente nos hemos convertido en una institución benéfica que prodiga sus preciosos fondos secretos a desarraigados actores ingleses, con tendencias izquierdistas?»

Pero Kurtz siguió inconmovible. Desde un principio pidió que le concedieran el derecho a la flexibilidad, sabedor que, después, le impondrían condiciones. Dijo que, como fuere que la odisea de Charlie comenzaría en Grecia, más valía trasladarla a Grecia con tiempo, ya que en Grecia el ambiente de extranjería y la magia de su situación la alejaría de los vínculos domésticos. Era preciso dejar que el sol la ablandara. Y como fuera que Alastair no la dejaría ir sola, más valía que Alastair también fuera allá, y que fuese apartado en el momento psicológico oportuno, privando así a Charlie del apoyo de Alastair. Y como fuera que todos los actores se reúnen en familias, y no se sienten seguros cuando no cuentan con la protección del rebaño, y como sea que no había otro método para llevar a la pareja al extranjero… Y de esta manera, con una concatenación de argumentaciones, se formó el hilo lógico de una ficción, y la ficción se convirtió en una tela de araña que los abarcó a todos.

En lo referente al apartamiento de Alastair, digamos que dio lugar, en aquel mismo día, en Londres, a un divertido estrambote a todo lo planeado hasta el presente momento. La escena se produjo, ni más ni menos, en los dominios del pobre Ned Quilley, mientras Charlie todavía dormía profundamente, y Ned se obsequiaba a sí mismo con un pequeño refresco, en la intimidad de su despacho, en vistas a enfrentarse con los rigores del almuerzo. Se encontraba en trance de abrir la botella cuando tuvo el sobresalto de oír un torrente de palabrotas, pronunciadas con fuerte acento celta, masculino, procedentes del cuartito en que trabajaba la señora Longmore, en el piso inferior, torrente de obscenidades que terminó con la exigencia de que la señora Longmore sacara «al viejo chivo de su guarida antes de que vaya yo y personalmente le arrastre de la covacha». Preguntándose cuál sería, entre todos sus excéntricos clientes, el que había decidido tener un ataque de nervios en escocés y antes del almuerzo, Quilley anduvo delicadamente de puntillas hasta la puerta y aplicó el oído. Pero no pudo reconocer la voz. Instantes después se oía un terremoto de pasos, la puerta se abría violentamente, y Quilley vio ante sí la balanceante figura de Long Al, a quien conocía de sus ocasionales visitas al camerino de Charlie, en donde Alastair solía esperar que Charlie terminara la representación, lo cual hacía con la ayuda de una botella, durante los largos períodos de inactividad que el muchacho padecía. Ahora, Alastair iba hecho un cerdo, con barba de tres días, y una borrachera que no se tenía. En su mejor estilo de Pickwick, Quilley intentó preguntar a Alastair cuál era el motivo de aquel escándalo, pero más le hubiera valido ahorrarse el aliento. Además, Quilley había vivido bastantes escenas de aquel mismo tipo, en sus buenos tiempos, y la experiencia le había enseñado que lo mejor era hablar lo menos posible.

De forma harto halagüeña, Alastair comenzó diciendo, meneando el dedo índice bajo las mismísimas narices de Quilley:

- ¡Viejo y despreciable mariconazo, mezquino e intrigante simio, te voy a partir el pescuezo!

Quilley dijo:

- ¿Y con qué motivo, mi querido amigo?

Desde el piso inferior, la señora Longmore gritó:

- ¡Ahora mismo llamo a la policía, señor Quilley! ¡Estoy ya marcando el nueve, nueve, nueve!

Severamente, Quilley dijo:

- O se sienta usted y explica inmediatamente el motivo de su visita o la señora Longmore llamará a la policía.

La señora Longmore, que en alguna que otra ocasión había tenido que actuar de forma semejante, gritó:

- ¡Estoy llamando!

Alastair se sentó. Quilley, altivo dominador de la situación, dijo:

- Bien, bien… Creo que una buena taza de café no le sentará mal, mientras me explica qué he podido hacer para ofenderle.

La lista de agravios era larga. Quilley los había engañado. En beneficio de Charlie. Había fingido la existencia de una imaginaria empresa cinematográfica. Había conseguido que alguien mandara telegramas a Mikonos. Había urdido una conspiración con astutos amigos de Hollywood. Había comprado billetes de avión. Y todo para dejar a Alastair en ridículo ante sus amigos. Y para conseguir que se apartara de Charlie.

Poco a poco, Quilley se enteró de la historia. Una empresa cinematográfica de Hollywood, llamada Pan Talent Celestial, había llamado por teléfono, desde California, a su representante en Inglaterra, diciéndole que su principal actor había caído enfermo, y que pedían que se hicieran pruebas inmediatamente a Alastair, en Londres. Estaban dispuestos a pagar lo que fuera, con tal de que Alastair acudiera, y cuando supieron que se encontraba en Grecia mandaron un cheque de mil dólares al agente en Londres. Alastair regresó a toda velocidad, y estuvo esperando impacientemente durante una semana, sin que le hicieran prueba alguna. Los telegramas decían: «ESPERE.» Y todo se desarrolló mediante telegramas, lo cual no dejaba de ser curioso. Otro telegrama decía: ((PREPARATIVOS EN MARCHA.» Nueve días después, cuando Alastair ya se encontraba en un estado rayano con la demencia, recibió instrucciones para presentarse en los Shepperton Studios, y preguntar por cierto Pete Vychinsky, en el estudio D.

No había tal Vichinsky en lugar alguno. No había tal Pete.

El agente de Alastair llamó al teléfono de Hollywood. La telefonista le dijo que Pan Talent Celestial había cancelado su abono telefónico. El agente de Alastair llamó a otros agentes. Nadie había oído hablar de Pan Talent Celestial. Tragedia. La lógica de Alastair, que era tan buena como la de cualquier mortal, en el curso de dos días de borrachera, y después de hacer balance de lo que le quedaba de los mil dólares de gastos, le había inducido a concluir que la única persona que tenía motivos y habilidad suficiente para jugarle tan mala pasada era Ned

Quilley, conocido en el oficio con el nombre de el Desesperante Quilley, quien jamás había ocultado la antipatía que sentía por Alastair, y que Alastair era la mala influencia que llevaba a Charlie a la adopción de reprobables ideas políticas. En consecuencia, Alastair había visitado personalmente a Quilley, con la idea de retorcerle el pescuezo. Sin embargo, después de haber tomado unas cuantas tazas de café, Quilley comenzó a manifestar su imperecedera admiración hacia su visitante, y, por fin, ordenó a la señora Longmore que llamara un taxi porque tenía que irse urgentemente.

Aquel mismo día, al atardecer, mientras Quilley estaba sentado en el jardín tomando el sol muriente, antes de la cena -los Quilley habían gastado dinero, recientemente, en unos cuantos decentes muebles para tener al aire libre, de hierro fundido, pero siguiendo los originales modelos victorianos-, Marjory escuchó gravemente el relato de su marido, y después, con gran indignación por parte de Ned, Marjory se echó a reír. Luego, Marjory dijo:

- ¡Qué traviesa es esa chica! ¡Seguramente ha encontrado un amante rico que, pagando, la ha desembarazado de Alastair!

A continuación, Marjory vio la cara de su marido: empresas norteamericanas sin domicilio, números de teléfonos que no con-testan, cineastas que no se encuentran… Y todo ello ocurría alrededor de Charlie y de Ned.

En el colmo de la desdicha, Quilley dijo:

- Y hay cosas peores.

- ¿Por ejemplo?

- Han robado todas las cartas de Charlie.

- ¿Qué?

Quilley dijo que habían robado todas las cartas manuscritas de Charlie. Las cartas fechadas en el curso de los últimos cinco años o más. Todas sus íntimas notitas, escritas mientras se hallaba de gira o en un momento de soledad. Notas maravillosas. Retratos de productores teatrales o de compañeros. Dibujitos que a Charlie le gustaba trazar cuando se sentía feliz. Todo desaparecido. Lo sacaron de los archivos. Lo hicieron aquellos horrendos norteamericanos que no quisieron beber; sí, el tal Karman y su sacasillas. A la señora Longmore le dio un ataque. Y la señora Ellis se puso enferma.

Marjory aconsejó a su marido que les escribiera una carta dejándolos como chupa de dómine.

En el colmo de la desdicha, Quilley dijo:

- ¿Para qué? ¿Y a qué señas?

Marjory le dijo que hablase con Brian.

Si; bueno, Brian era su abogado, pero ¿qué diablos podía hacer un abogado?

Laciamente, Quilley entró en su casa, se sirvió un buen trago, y conectó la televisión, sólo para ver, en el boletín de noticias de última hora de la tarde, un reportaje sobre el último bestial atentado con bombas, que había tenido lugar en algún lugar u otro. Ambulancias, policías llevándose a los heridos… Pero Quilley no estaba de humor para tan frívolas distracciones. No hacía más que repetirse, en su fuero interno, que habían saqueado literalmente el historial de Charlie. ¡Y ha sido un cliente, maldita sea! ¡Y en mi propio despacho! Y el hijo del viejo Quilley estaba sentado en su despacho, haciendo una siestecilla, mientras aquella gente actuaba… Hacía muchos años que no se llevaba un disgusto parecido.

Si soñó, no tuvo recuerdo de ello al despertar. 0 quizá, al igual que Adán, al despertar descubrió que su sueño se había convertido en realidad, puesto que lo primero que vio fue un vaso con naranjada recién hecha, junto a la cama, y lo segundo que vio fue a Joseph yendo muy decidido de un lado para otro, abriendo alacenas, y descorriendo las cortinas para que entrara la luz del sol. Fingiendo seguir dormida, Charlie le observó con los párpados entornados, tal como había hecho anteriormente en la playa. Vio la línea de su espalda herida. La primera y leve escarcha del paso del tiempo en las sienes, sobre su cabello negro. Y, una vez más, la camisa de seda, con sus gemelos de oro.

Charlie preguntó:

- ¿Qué hora es?

- Las tres. -Tiró de la cortina y añadió-: De la tarde. Ya has dormido bastante. Tenemos que ponernos en marcha.

Y Charlie creyó ver, también, una cadena de oro en el cuello, con la medalla metida debajo de la camisa. Charlie preguntó:

- ¿Cómo sigue el labio?

- Parece que no podré volver a cantar.

Se acercó a un viejo armario pintado del que extrajo un caftán azul que dejó sobre una silla. Charlie no vio señales en la cara de Joseph, aunque sí marcadas ojeras de cansancio. Charlie pensó que Joseph seguramente no se había acostado, y recordó lo absorto que había estado con sus papeles sobre la mesa. Si, seguramente había terminado aquel trabajo.

- ¿Recuerdas la conversación que tuvimos antes de que te acostaras, esta mañana? Cuando te levantes, te ruego que te pongas este vestido, así como la ropa interior que encontrarás en esta caja. Quiero que hoy vayas vestida de azul y que lleves el cabello suelto, sin moños.

Charlie le corrigió:

- Trenzas.

Joseph hizo caso omiso de la corrección. Dijo:

- Esta ropa es un regalo que te hago, y tendré sumo placer en decirte lo que debes llevar y el aspecto que debes tener. Siéntate en la cama, por favor, y mira bien este cuarto.

Charlie iba desnuda. Poniéndose la sábana junto a la barbilla, se incorporó cautelosamente, quedando sentada en la cama. Una semana atrás, en la playa, Joseph hubiera podido estudiar el cuerpo de Charlie cuanto hubiera querido. Sí, pero de ello hacía va una semana. Joseph dijo:

- Apréndete de memoria todo lo que veas en este cuarto. Somos amantes en secreto, y éste es el dormitorio en el que hemos pasado la noche. Si, la cosa pasó así: nos reunimos en Atenas, vinimos a esta casa y la encontramos desierta. Sin Marty, sin Mike, sin nadie; sólo tú y yo.

- ¿Y tú quién eres?

- Aparcamos el automóvil donde lo aparcamos. Cuando llegamos, había una luz en el porche. Abrí la puerta, y, cogidos de la mano, subimos corriendo la ancha escalinata.

- ¿Y el equipaje qué?

- Dos piezas. Mi cartera de negocios, y tu bolsa de viaje. Yo llevé las dos piezas.

- En este caso, ¿cómo te las arreglaste para cogerme la mano?

Charlie pensó que quizá se estaba excediendo con sus preguntas, pero la precisión de las mismas pareció agradar a Joseph, quien dijo:

- Llevaba la bolsa para colgar del hombro, con la correa rota, debajo del brazo derecho, y la cartera en la mano del mismo lado. Yo iba a tu derecha, y mi mano izquierda estaba libre. Encontramos el cuarto exactamente tal como está ahora, con todo dispuesto. Tan pronto hubimos cruzado la puerta nos abrazamos. No podíamos contener nuestro deseo ni un segundo más.

En dos pasos, Joseph se acercó a la cama, y comenzó a buscar por entre las revueltas sábanas, hasta que encontró la blusa de Charlie, que sostuvo ante la cara de ésta para que la viera. Estaba desgarrada en la parte correspondiente a todos sus ojales, y faltaban dos botones.

Joseph dijo:

- Frenesí. -Y lo dijo como si «frenesí» fuera el nombre del día de la semana, con la misma indiferencia. Añadió-: ¿Es ésta la palabra adecuada?

- Es una de las palabras adecuadas.

- Bueno, pues frenesí.

Echó la blusa a un lado y se permitió sonreír levemente. Dijo: -¿Quieres café?

- Me parece una estupenda idea.

- ¿Pan? ¿Yogur? ¿Aceitunas?

- Sólo café.

Joseph había ya llegado a la puerta, cuando Charlie le dijo en voz más alta:

- Lamento mucho haberte raptado, Joseph. Hubieras debido montar una de esas contraofensivas que montan los israelíes y derrotarme antes de que se me ocurriera la idea.

La puerta se cerró, y Charlie oyó los pasos de Joseph alejándose por el pasillo. Charlie se preguntó si algún día volvería. Sintiéndose absolutamente irreal, saltó cautelosamente de la cama. «Es una pantomima», pensó. Trenzas de oro, en la cueva de los osos. Las pruebas de su imaginaria noche de amor se encontraban en todas partes: una botella de vodka, de la que faltaba un tercio del líquido, flotando en el agua de una cubitera, dos vasos usados, dos cuencos con fruta, dos platos con restos de tarta de manzana y semillas de uvas, el blazer rojo sobre una silla, la elegante cartera de cuero negro, con bolsillos a los lados, que formaba parte del equipo de virilidad de todo joven ejecutivo que se precie, colgando de la puerta un kimono de karate, Hermes de París, también de Joseph, de gruesa seda negra. En el cuarto de baño, el neceser de colegiala de Charlie, de piel de becerro, junto a sus esponjas. Charlie podía elegir entre dos toallas, eligió la que estaba seca. Cuando examinó su caftán azul pudo comprobar que era relativamente lindo, de gruesa tela de algodón, con el cuello púdicamente alto, y teniendo todavía, dentro, el papel de seda de la tienda, que era Zelide, Roma y Londres. La ropa interior era propia de una fulana cara, negra y de la medida de Charlie. En el suelo había una bolsa para llevar colgada al hombro, nueva, de cuero, y un par de elegantes sandalias sin tacón. Se probó una Le sentaba a la perfección. Charlie se vistió, y estaba cepillándose el cabello cuando Joseph regresó al dormitorio con una bandeja en la que llevaba el café. Joseph podía moverse pesadamente, y también podía moverse con tal levedad que parecía que la película se había quedado sin banda sonora. Era una persona dotada de una amplia gama de pesos y levedades.

Mientras depositaba la bandeja en la mesa, Joseph observó:

- Tienes un aspecto excelente, hoy.

- ¿Excelente?

- Estás hermosa, encantadora, radiante. ¿Has visto las orquídeas?

No, pero las vio ahora, y el estómago de Charlie dio un vuelco de manera parecida al que había dado en la Acrópolis. Vio las hojas doradas y rojizas, con un envoltorio blanco, junto a un jarrón. Despacio, Charlie terminó de cepillarse el cabello, cogió el envoltorio, v se lo llevó al diván en el que se sentó. Joseph siguió de pie. Del envoltorio, Charlie extrajo una sencilla tarjeta con las palabras «Te quiero», escritas con caligrafía inclinada, poco inglesa, y con la conocida firma «M».

- ¿Qué te recuerda?

Secamente, después de haber efectuado demasiado tarde la conexión de recuerdos, Charlie repuso:

- Lo sabes muy bien.

- Pues dímelo.

- Nottingham, el teatro Barrie. York, el Phoenix. Stratford East, el Cockpit. Tú, agazapado en primera fila y mirándome con ojos de ternero degollado.

- ¿Es la misma escritura?

- La misma escritura, el mismo texto, y las mismas Flores. -Me conoces por Michel. «M» significa Michel.

Joseph abrió su elegante cartera negra y comenzó a meter rápidamente sus ropas dentro. Sin mirar a Charlie, dijo:

- Yo soy cuanto has deseado en la vida. Para realizar el trabajo, no sólo debes recordarlo, sino también creerlo, sentirlo y soñarlo. Estamos construyendo una nueva realidad, una realidad mejor.

Charlie dejó la tarjeta, y se sirvió café, haciéndolo lentamente para contradecir las prisas de Joseph. Charlie dijo:

- ¿Y quién dice que esa realidad es mejor?

- Pasaste las vacaciones en Mikonos con Alastair, pero secretamente, en el fondo de tu corazón, esperabas mi llegada, esperabas a Michel. -Joseph entró en el cuarto de baño y regresó con su neceser. Dijo-: No soy Joseph, soy Michel. Tan pronto terminaste las vacaciones te apresuraste a ir a Atenas. En el barco dijiste a tus amigos que querías estar sola durante unos días. Fue una mentira. Tenías una cita con Michel, no con Joseph. -Arrojó el neceser en la cartera y prosiguió-: Fuiste en taxi al restaurante y allí me en-contraste. A mi, a Michel. Con mi camisa de seda y mis gemelos de oro. Pedimos langosta. Te hice con unos prospectos para enseñártelos. Comimos lo que comimos, y muy excitados hablamos de dulces tonterías, como suelen hacer los enamorados secretos cuando se reúnen. -Descolgó el negro kimono que colgaba de la puerta y siguió-: Di una cuantiosa propina y me guarde la nota, como tu pudiste observar. Luego te llevé a la Acrópolis, en una excursión única, prohibida. Un taxi especial, mi taxi, nos aguardaba. Me dirigí al taxista llamándole Dimitri…

Charlie le interrumpió, diciéndole con voz átona:

- ¿Y ésta fue la única razón por la que me llevaste a la Acropolis?

- No fui yo quien te llevo allá. Fue Michel. Michel es un hombre que está orgulloso de dominar idiomas y de saber comportarse.

Le gusta lucirse, le gustan los gestos románticos, le gustan los cambios bruscos. Michel es tu mago.

- Los magos no me gustan.

- También está genuinamente interesado en la arqueología, aunque sus conocimientos son superficiales, como pudiste observar.

- En este caso, ¿quién me besó?

Plegando cuidadosamente el kimono, lo dejó en la cartera. Era el primer hombre que sabía hacer una maleta que Charlie veía en su vida.

- La principal razón práctica por la que te llevó a la Acrópolis consistió en poder hacerse cargo discretamente del Mercedes, auto-móvil que, por razones que Michel sabría, no quería meter en el centro de la ciudad, en una hora punta. Tú no te haces pregunta alguna acerca del Mercedes, sino que lo aceptas como parte del ambiente mágico que se crea cuando estas conmigo, de la misma forma que aceptas como un favor clandestino todo lo que hacemos. Lo aceptas todo. Date prisa, por favor. Tenemos que hacer un largo viaje en automóvil, y tenemos mucho que hablar.

- ¿Acerca de que? ¿Estas enamorado de mí o se trata de un juego?

Mientras esperaba que le contestara, Charlie tuvo una visión en la que Joseph se echaba físicamente a un lado, para permitir que la propia Charlie pasara junto a el, velozmente y sin riesgo, para dirigirse hacia la oscura figura de Michel.

- Tú amas a Michel y crees que Michel te ama.

- Pero ¿estoy equivocada o no?

- Michel dice que te ama y te da pruebas de ello. ¿Qué más puede hacer un hombre para convencerte, ya que, a fin de cuentas, no puedes estar en el interior de su cabeza?

Joseph inició un nuevo recorrido de la habitación, recogiendo cosas. Se detuvo ante la cartulina que acompañaba a las orquídeas. Charlie preguntó:

- ¿De quien es esta casa?

- Jamás contesta esa clase de preguntas. Mi vida es un enigma para ti. Lo fue desde el instante en que nos conocimos y sigue siéndolo. -Cogió la cartulina y la entrego a Charlie-. Consérvala en tu nueva bolsa. A partir de ahora quiero que conserves con cariño estos pequeños recuerdos de mi. ¿Ves esto?

Joseph levanto un poco la botella de vodka de la cubitera. Dijo:

- Por ser hombre, bebo más que tú, como es natural. Pero la bebida me sienta mal. El alcohol me da dolor de cabeza y, a veces, vómito. De todas formas, lo que prefiero es el vodka. -Dejó caer la botella en la cubitera. Siguió-: En cuanto a ti, pues si, de vez en cuando tomas una copa, debido a que soy hombre tolerante, pero, en términos generales, no me gusta que las mujeres beban. -Cogió un plato sucio y lo mostró a Charlie-: Soy goloso. Me gusta el chocolate, los dulces y la fruta. En especial la fruta. Las uvas, pero han de ser uvas verdes, como las de mi pueblo. ¿Y qué comió Charlie anoche?

- No comí. No, cuando ocurren cosas como las de anoche no como. Sólo me fumo mi porro de después del coito.

- Mucho me temo que no permito fumar en el dormitorio. En el restaurante de Atenas te permití fumar porque soy tolerante. Incluso en el Mercedes te permito fumar de vez en cuando. Pero en el dormitorio jamás. En el caso de que anoche tuvieras sed, bebiste agua del grifo. -Comenzó a ponerse el blazer rojo y preguntó-: ¿Te fijaste en el ruido que producía el grifo?

- No.

- Pues en este caso, el grifo no hizo ruido. A veces hace ruido y otras veces no.

Mirándole fijamente, Charlie dijo:

- Es un árabe, ¿verdad? Es el típico árabe machista. Y el automóvil que llevas se lo robaste a él.

Joseph cerraba la cartera de hombre de negocios. Se irguió y la miró fijamente durante un segundo, en parte de una manera calculadora y, en parte, como Charlie no pudo dejar de advertir, rechazándola. Joseph repuso:

- Bueno, yo diría que es algo más que un árabe. Y es algo más que machista. No es vulgar en manera alguna, y menos desde tu punto de vista. Acércate a la cama, por favor.

Joseph esperó en silencio, mirando fijamente a Charlie, hasta que éste llegó al lado de la cama. Entonces dijo:

- Mete la mano debajo de mi almohada. Despacio… ¡Con cuidado! Duerme siempre en el lado derecho.

Cautelosamente, obedeciendo la orden de Joseph, Charlie metió la mano bajo la almohada, que imaginó oprimida por el peso de la cabeza de Joseph.

- ¿Lo has encontrado? Ya te dije que tuvieras cuidado.

- Si, Joseph.

Charlie lo había encontrado.

- Levántala con cuidado. No tiene el seguro puesto. Michel no tiene la costumbre de avisar, antes de disparar. La pistola es como nuestro hijo. Comparte la cama con nosotros. La llamamos «nuestro hijo». Incluso cuando hacemos apasionadamente el amor jamás tocamos esa almohada y jamás olvidamos qué hay debajo de ella. Esta es la manera en que vivimos. ¿Te das cuenta de que no soy vulgar?

Charlie miró la pistola que sostenía en la palma de la mano. Era pequeña, de color castaño y de bonitas proporciones. Joseph preguntó:

- ¿Has manejado alguna vez un arma como ésta?

- A menudo.

- ¿Dónde? ¿Contra quién?

- En el escenario, noche tras noche.

Charlie entregó la pistola a Joseph y vio cómo se la metía en un bolsillo del blazer tan tranquilamente como si fuera el billetero. Detrás de Joseph, Charlie bajó la escalera. La casa estaba desierta y sorprendentemente fría. El Mercedes esperaba en el patio. Al principio, Charlie sólo quería irse, ir a cualquier sitio, salir, ir hacia la carretera y hacia la compañía entre los dos. La pistola le había atemorizado y Charlie necesitaba moverse. Pero en el momento en que el automóvil comenzó a alejarse a lo largo del sendero, algo indujo a Charlie a volver la vista atrás y a mirar el resquebrajado yeso amarillento, las rojas flores, las ventanas cerradas, y las viejas tejas rojas. Y se dio cuenta, demasiado tarde, de lo bonito que era aquello, de lo acogedor que le parecía precisamente en el momento en que se iba. Decidió: «Es la casa de mi juventud, de una de las muchas juventudes que jamás he tenido. Es la casa de la que nunca salí para casarme. Si, Charlie vestida de blanco y no de azul, con mi madre llorando, y yo diciendo adiós a todo eso.»

En el momento en que el automóvil se unía al torrente circulatorio de la tarde, Charlie preguntó:

- ¿Existimos también nosotros? ¿O sólo existen los otros dos? Una vez más, Joseph dejó pasar cierto tiempo, antes de contestar. Por fin dijo:

- Claro que existimos. ¿Por qué no vamos a existir?

Y esbozó su encantadora sonrisa, aquella sonrisa que hubiera inducido a Charlie a hacer cualquier cosa. Joseph dijo:

- Somos berkeleyanos, ¿sabes? Si nosotros no existiéramos, ¿cómo podrían existir los otros dos?

Charlie se preguntó qué diablos era un berkeleyano. Pero su orgullo le impidió preguntarlo.

Joseph llevaba veinte minutos, de acuerdo con el reloj de cuarzo del salpicadero, sin decir palabra. Sin embargo, Charlie no había advertido que Joseph se relajara, sino antes bien algo parecido a una preparación para pasar al ataque.

De repente, Joseph dijo:

- Bueno, Charlie, ¿estás dispuesta?

- Si, Joseph, estoy dispuesta.

- El día veintiséis de junio, viernes, tú estabas interpretando la Santa Juana, en el teatro Barrie de Nottingham. Pero tú no actuabas con tus compañeros habituales. Llegaste en el último instante para sustituir a una actriz que había incumplido su contrato. Llegas tarde, la iluminación aún no es completa, te has pasado el día entero ensayando, y dos actores padecen gripe. Por el momento, ¿recuerdas claramente todo lo anterior?

- Vívidamente.

Desconfiando de la ligereza con que Charlie había contestado, Joseph le dirigió una mirada inquisitiva, pero, al parecer, nada censurable descubrió. Oscurecía rápidamente, pero la concentración de Joseph tenía la fuerza inmediata de la luz solar. Charlie pensó: «Está en su elemento; esto es lo mejor que hace en su vida; este impulso implacable es la explicación que hasta el momento faltaba.»

- Minutos antes de que se levantara el telón te dejaron en la puerta de artistas unas orquídeas doradas y castañas, con una nota dirigida a Joan, Juana, que decía: «Joan, te quiero infinito.»

- No hay puerta de artistas.

- Hay una puerta trasera para entregar material de escenario. Tu admirador llamó a la puerta y dejó las orquídeas en manos de un portero, un tal señor Lemon, juntamente con un billete de cinco libras. El señor Lemon quedó debidamente impresionado por semejante propina, y prometió entregarte las orquídeas al instante. ¿Lo hizo?

- Entrar en los camerinos de las señoras sin anunciarse previamente es la especialidad de Lemon.

- Muy bien. ¿Y qué hiciste al recibir las orquídeas?

Charlie, después de dudar, preguntó:

- La firma era «M».

- Efectivamente. ¿Qué hiciste?

- Nada.

- Tonterías.

Charlie, picada, contestó:

- ¿Qué iba a hacer? Faltaban diez segundos para que me llamaran a escena.

Un camión cubierto de polvo avanzaba velozmente hacia ellos, invadiendo su carril. Con mayestática indiferencia, Joseph metió el Mercedes en el suave margen de la carretera y aceleró para evitar el patinazo. Dijo:

- O sea que arrojaste unas orquídeas que valían treinta libras a la papelera, encogiste los hombros y saliste a escena. Perfecto, te felicito.

- Las puse en agua.

- ¿Y dónde pusiste el agua?

La imprevista pregunta tuvo la virtud de avivar la memoria de Charlie:

- Una jarra pintada. Por las mañanas, el teatro Barrie es una escuela de artes plásticas.

- Es decir, encontraste una jarra, la llenaste de agua pusiste las orquídeas en el agua. Bien. ¿Y qué era lo que sentías mientras hacías esto? ¿Te sentías impresionada? ¿Excitada?

La pregunta pilló a Charlie en un momento de indefensa desorientación:

- Pues seguí la comedia. -Y soltó una risita, sin quererlo. Luego añadió-: Esperé a ver quién venía a visitarme.

Se habían detenido ante un semáforo. La quietud creó una nueva intimidad. Joseph preguntó:

- Y el «te amo», ¿qué?

- Esto es teatro, ¿no? En el teatro todo el mundo ama a todo el mundo, en algún momento u otro. Sin embargo, el «infinitamente» me gustó. Si, era una demostración de clase.

La luz del semáforo cambió, y reanudaron la marcha.

- ¿No se te ocurrió examinar al publico a ver si había algún conocido?

- No tenía tiempo.

- ¿Y en el entreacto?

- En el entreacto miré, pero no vi a conocido alguno.

- Y después de la representación, ¿qué hiciste?

- Regresé a mi camerino, me cambié, esperé un poco. Pensé: «¡Al cuerno!», y me fui a

casa.

- Al decir «a casa», ¿quieres decir al hotel Astral Commercial, cerca de la estación del ferrocarril?

Charlie había perdido, hacía ya tiempo, la capacidad de que Joseph la sorprendiera. Repuso:

- Sí, «casa» significa el Astral Commercial, cerca de la estación.

- ¿Y las orquídeas?

- Me las llevé al hotel.

- Sin embargo, no preguntaste al señor Lemon cómo era la persona que te había obsequiado con las orquídeas.

- Lo hice al día siguiente. No la misma noche.

- ¿Y qué te contestó el señor Lemon?

- Me dijo que era un caballero extranjero, pero respetable. Le pregunté la edad. Me dirigió una sonrisa picaresca y repuso que tenía la edad adecuada. Intenté recordar a un M extranjero, pero no lo conseguí.

- ¿En toda tu colección de individuos no encontraste ni un solo M extranjero? Me defraudas.

- Ni uno.

Los dos sonrieron durante un breve instante, pero no se sonrieron el uno al otro.

- Bueno, Charlie, y ahora pasemos al segundo día, el sábado, con sus dos sesiones.

- Sí, allí estuviste tú, en medio de la primera fila, con tu blazer rojo, la mar de elegante, rodeado de sucios colegiales, todos tosiendo y yendo al retrete cada dos por tres.

Irritado por la ligereza de la contestación de Charlie, Joseph condujo en silencio, centrando su atención en la carretera durante un rato. Y cuando Joseph volvió a la carga con sus preguntas, lo hizo con unos acentos preocupados que tenían su reflejo en el gesto de cejas fruncidas, un poco al estilo de un maestro de escuela. Dijo:

- Me gustaría que me dijeras con exactitud cuáles eran tus sentimientos, Charlie. Es media tarde, la sala recibe un poco de luz del día debido a la mala calidad de las cortinas. Antes parece que estamos en un aula grande que en una sala teatral. Yo me encuentro en primera fila, tengo aspecto claramente extranjero, o, por lo menos, modales extranjeros, con ropas extranjeras. Se me ve de una forma muy destacada, allí, rodeado de colegiales. Tú tienes la descripción que Lemon dio de mí y, además, yo no aparto la vista de ti ni un instante. ¿No sospechaste en momento alguno que yo era el que te había obsequiado con las orquídeas, el extraño individuo que se firmó «M» y que dijo amarte infinitamente?

- Naturalmente. Es más: lo sabía de cierto.

- ¿Cómo? ¿Buscaste la confirmación de Lemon?

- No hacía falta. Lo sabía de cierto. Te vi allí, mirándome, y pensé: «Mira, es éste.» Fueses quien fueres. Después, cuando bajó el telón dando fin a la primera sesión, y tú te quedaste en el asiento y sacaste la entrada de la segunda representación…

- ¿Y cómo sabes que hice esto? ¿Quién te lo dijo?

- ¿También tú eres así? -pensó Charlie, añadiendo un duramente ganado dato más acerca de Joseph-. Tan pronto consigues lo que quieres te transformas en un supermacho rebosante de sospechas.» Contestó:

- Tú mismo lo has dicho. Era una pequeña compañía en un teatro pequeño. Pocas veces nos regalan orquídeas. El promedio es una vez cada diez años, y tenemos a muy pocos fanáticos que se queden a ver dos veces seguidas la misma representación.

Charlie no pudo resistir la tentación y preguntó:

- ¿Te aburriste mucho, Joseph? Me refiero a la representación. A fin de cuentas, la viste dos veces seguidas. ¿O te divertiste? Sin dudarlo un instante, Joseph repuso:

- Fue el día más monótono de mi vida.

Luego, su rostro perdió toda su rigidez, y dibujó la mejor de las sonrisas, de manera que, durante unos instantes, causó la impresión de haber cruzado las rejas de aquel lugar en que estaba siempre encerrado, fuera cual fuese. Dijo:

- En realidad, estimé que eras excelente.

En esta ocasión, Charlie no puso objeción alguna al adjetivo empleado por Joseph. Dijo:

- Joseph, ¿quieres hacer el favor de estrellar el automóvil? Sería para mí maravilloso. Me gustaría morir así de feliz.

Y antes de que Joseph pudiera impedírselo, Charlie le cogió la mano y le dio un beso en el nudillo del dedo pulgar.

La carretera era recta, pero con baches. Las colinas y los árboles a uno y otro lado estaban empolvados con un lunar polvillo procedente de una fábrica de cemento. Los dos se encontraban en una misma cápsula, en la que la cercanía de otros objetos móviles sólo servía para dar más intimidad a su mundo privado. Charlie pensaba constantemente en Joseph y en su historia. Charlie era una chica soldado, aprendiendo a ser soldado. El le preguntó:

- Además de las orquídeas, ¿recibiste otros regalos mientras actuabas en el teatro Barrie?

Estremeciéndose, y antes de fingir siquiera que se esforzaba en recordar, Charlie repuso:

- Si., la caja.

- ¿Qué caja?

Charlie había previsto la pregunta, y ya se disponía a dar una exhibición teatral de lo mucho que Joseph le desagradaba, que era lo que Charlie creía que Joseph quería:

- Fue una especie de bromita de mal gusto. Algún cretino me mandó una caja al teatro. Fue un envío certificado y urgente.

- ¿Cuándo ocurrió?

- El sábado. El mismo día en que viste las dos sesiones.

- ¿Y qué contenía la caja?

- Nada. Se trataba de una cajita de joyero, vacía. Certificada y vacía.

- ¡Qué raro!… ¿Y la etiqueta del envoltorio? ¿Te fijaste en ella? -Estaba escrita con un bolígrafo azul. En mayúsculas.

- Pero si el envío fue certificado, forzosamente tenía que constar el remitente.

- Ilegible. Parecía decir «Marden». También podía ser «Hordern». Algún hotel de la localidad.

- ¿Dónde la abriste?

- En el camerino, entre la primera y la segunda sesión.

- ¿Estabas sola?

- Sí.

- ¿Y a qué conclusión llegaste?

- Pensé que alguien quería molestarme por razón de mis convicciones políticas. Había ocurrido anteriormente. Cartas insultantes. Amante de negros. Roja pacifista. En cierta ocasión me arrojaron una de esas cosas que llamamos bomba fétida, por la ventana de mi camerino. Pensé que la caja era una de esas cosas.

- ¿Asociaste la caja vacía con las orquídeas?

- ¡Joseph, las orquídeas me gustaron mucho! ¡Y tú también!

Joseph había detenido el automóvil. Lo hizo en un apartadero junto a una zona industrial. Los camiones pasaban zumbando. Por un momento, Charlie pensó que Joseph iba a actuar apasionadamente y abalanzarse sobre ella, tan paradójica y desorientada era la tensión que la muchacha experimentaba. Pero no fue esto lo que Joseph hizo, sino que metió la mano en la bolsa de la puerta del automóvil, y entregó a Charlie un sobre reciamente reforzado, certificado, con lacre, que contenía algo duro y cuadrado, reproducción del objeto que Charlie había recibido el día del que habían estado hablando. Llevaba matasellos de Nottingham, y la fecha era la del veinticinco de junio. En la parte frontal constaba el nombre de «Charlie», y las señas del Barrie, todo ello escrito con bolígrafo azul. En el dorso, estaba la misma ilegible palabra del remitente.

Mientras Charlie daba lentas vueltas al sobre, Joseph dijo solemnemente:

- Ahora vamos a hacer teatro. Sobre la vieja realidad vamos a imponer el nuevo teatro.

Hallándose demasiado cerca de Joseph para sentirse segura de sí misma, Charlie guardó silencio. Joseph dijo:

- El día ha sido complicado, tal como lo fue aquel día. Tú te encuentras en el camerino, entre una sesión y otra. El paquete, todavía no abierto, está ante ti. ¿Cuánto tiempo falta para que tengas que entrar de nuevo en escena?

- Diez minutos. Quizá menos.

- Muy bien. Ahora, abre el paquete.

Charlie dirigió una furtiva mirada a Joseph, y vio que éste tenía la vista fija en el horizonte, cual si contemplara a un enemigo. Bajó la vista al paquete y volvió a mirar a Joseph. Metió un dedo en el sobre y lo desgarró. Era la misma roja caja de joyero, aunque más pesada. Vio un pequeño sobre blanco, sin cerrar, con una tarjeta blanca en su interior. En la tarjeta leyó: «Para Joan, espíritu de mi libertad. Eres fantástica. Te quiero.» La caligrafía era inconfundible, pero la firma, en lugar de «M» era «Michel», palabra escrita en letras grandes, con el trazo final de la «l» retrocediendo, alargado, para dar mayor importancia al nombre. Charlie cogió la caja y sintió un suave y excitante golpe en su interior.

Con cómicos acentos, Charlie dijo:

- ¡Santo Dios!

Pero no consiguió con ello aliviar la tensión que la embargaba, ni la que embargaba a Joseph. Charlie dijo:

- ¿La abro? ¿Qué hay dentro?

- ¿Cómo voy a saberlo? Haz lo que debes.

Charlie levantó la tapa. Sobre el forro de satén reposaba un grueso brazalete de oro con piedras azules.

En voz baja, Charlie exclamó:

- ¡Cristo! -Cerró bruscamente la caja y dijo-: ¿Y qué debo hacer para ganarme esto?

Inmediatamente, Joseph dijo:

- Muy bien, ya tenemos tu primera reacción. Echas una ojeada, sueltas una exclamación irreverente, y cierras la caja. Acuérdate. Recuérdalo con toda exactitud. Esta fue tu reacción, a partir de ahora, y nunca debes variarla.

Charlie volvió a abrir la caja, cogió cautelosamente el brazalete y lo sopesó en la palma de la mano. Pero Charlie carecía de experiencia en lo tocante a joyería, como no fuera la de las piedras falsas que lucía en escena. Preguntó:

- ¿Es auténtico?

- Desgraciadamente no tienes aquí peritos que puedan darte su dictamen. Decide por ti misma.

Por fin, Charlie decidió:

- Es antiguo.

- Muy bien, has decidido que es antiguo.

- Y pesado.

- Pesado y antiguo. No es una baratija de árbol de Navidad, no es una chuchería para una niña, sino que es una joya verdadera. ¿Qué haces a continuación?

La impaciencia de Joseph los distanciaba. Charlie estaba pensativa y alterada, en tanto que Joseph actuaba rigiéndose por el sentido práctico. Charlie estudió las marcas de fabricación y de quilates, pero nada entendía de ello. Rascó el metal levemente, y advirtió que era aceitoso y suave.

- Te queda muy poco tiempo, Charlie. Tienes que salir a escena dentro de un minuto, dentro de treinta segundos. ¿Qué haces? ¿Lo dejas en tu camerino?

- ¡No!

- Te llaman a escena. Debes ir allá. Debes decidir.

- ¡Deja ya de apremiarme! Se lo doy a Millie para que me lo guarde. Millie es otra actriz que me sustituye de vez en cuando. Sabe improvisar.

La idea de Charlie no pareció gustar ni pizca a Joseph.

- Pero tú no confías en ella.

Charlie se hallaba próxima a la desesperación. Dijo: -Lo escondo en el retrete. Detrás de la cisterna.

- ¿No te parece demasiado fácil?

- Lo pongo en la papelera y lo cubro con papeles.

- Cabe la posibilidad de que entre alguien y vacíe la papelera. Medita.

- ¡Joseph, déjame en paz de una maldita vez! ¡Si! ¡Lo pongo detrás de los botes de maquillaje! ¡Eso! En una de las estanterías altas, a las que nadie ha quitado el polvo en no sé cuántos años.

- Excelente. Lo pones en el fondo de la estantería y vas corriendo a escena. Tardíamente. Te dicen: «Charlie, Charlie, ¿dónde estabas?» Y se levanta el telón. ¿No es así?

- Si, de acuerdo.

Y, acto seguido, Charlie soltó un gran suspiro.

Joseph preguntó:

- ¿Y qué sientes ahora? ¿Acerca del brazalete y de quien te lo ha regalado?

- Bueno, pues me siento aterrada.

- ¿Y por qué estás aterrada?

- Pues porque no puedo aceptarlo. Es valioso, representa dinero.

- Pero lo has aceptado. Has firmado el recibo y has ocultado la joya.

- Sólo hasta el final de la representación.

- ¿Y qué harás luego?

- Lo devolveré.

Relajándose un poco, Joseph exhaló un suspiro de alivio, como si Charlie, por fin, hubiera demostrado la tesis propuesta por él. Dijo:

- Y entretanto, ¿qué sientes?

- Me siento pasmada. Hecha trizas. ¿Qué quieres que sienta?

- El se encuentra a pocos metros de ti, Charlie, con la mirada apasionadamente fija en ti. El asiste por tercera vez consecutiva a tu interpretación de la obra. Te ha mandado orquídeas y una joya, y te ha dicho dos veces que te ama. En una ocasión te ha dicho solamente que te ama, y en la otra te ha dicho que te ama infinitamente. Y es un hombre apuesto. Mucho más apuesto que yo.

Llevada por la irritación, Charlie hizo caso omiso, por el momento, de la constante intensificación de la autoridad de Joseph, al describir al admirador en cuestión. Sintiéndose atrapada y, al mismo tiempo, un poco tonta, Charlie repuso:

- Me dejo llevar por mis impulsos.

La propia Charlie apostilló secamente:

- Lo cual no significa que el individuo en cuestión haya ganado la partida.

Cuidadosamente, como si no quisiera perturbar a Charlie, Joseph puso en marcha el automóvil. La luz del día había muerto, y el tránsito había disminuido hasta convertirse en intermitentes filas de rezagados. Estaban siguiendo la costa del golfo de Corinto. Por el agua plomiza del mar, una fila de sucios petroleros avanzaban hacia el oeste, como si fueran magnéticamente atraídos por el sol, ya puesto. Por encima de ellos, una cadena montañosa destacaba en oscuro a la luz del último ocaso. La carretera se bifurcó, y comenzaron el largo ascenso, curva tras curva, hacia el cielo vacío.

Joseph dijo:

- ¿Recuerdas cuánto te aplaudí? ¿Recuerdas que me puse en pie y estuve en pie para aplaudirte, cuantas veces se alzó el telón?

«Sí, Joseph, me acuerdo.» Pero Charlie no tenía la suficiente confianza en sí misma para decirlo en voz alta. Joseph dijo:

- Bueno: en este caso también te acuerdas del brazalete.

Si., se acordaba. Un ejercicio de imaginación destinado únicamente a él, un regalo de correspondencia a su apuesto y desconocido benefactor. Terminada la obra, Charlie saludó cuantas veces fue preciso, y tan pronto quedó libre fue corriendo a su camerino, sacó el brazalete de su escondrijo, se quitó el maquillaje a toda velocidad, y se vistió de calle para ir a su encuentro, al encuentro de aquel hombre.

Pero, después de haberse plegado a la versión que Joseph había dado de los hechos, hasta el presente momento, Charlie se retrajo bruscamente de seguir haciéndolo, en el instante en que cierto sentido de la corrección acudió en su ayuda. Dijo:

- Oye, un momento, por favor. ¿Y por qué el caballero en cuestión no viene a mi encuentro? Es él quien tiene la iniciativa. ¿Por qué no me quedo yo en mi camerino, esperando tranquilamente a que el caballero aparezca, en vez de internarme en la selva, en su busca?

- Quizá el caballero carezca de la intrepidez precisa. Te admira y te teme… ¿Por qué no ha de ser así? A fin de cuentas, tú le has dejado totalmente trastabillado.

- Bueno, pero ¿por qué no me quedo esperando, aunque sólo sea un ratito, a ver qué

pasa?

- Charlie, ¿qué intentas expresar? ¿Qué es lo que mentalmente le dices al señor en cuestión?

En tono remilgado, Charlie repuso:

- Pues le digo: «Llévese esto; yo no puedo aceptarlo.»

- Muy bien. En este caso te arriesgas a que el señor en cuestión se desvanezca en la noche, para no reaparecer jamás, dejándote con este valioso obsequio que tu sinceramente no quieres aceptar.

De mala gana, Charlie accedió a ir al encuentro del caballero. Joseph le preguntó:

- Pero ¿dónde esperas encontrarle? ¿En qué lugar le buscas, primeramente?

La carretera estaba desierta, pero Joseph conducía despacio a fin de que el pasado reconstruido no quedara excesivamente influido por el presente.

Antes de haber pensado seriamente la respuesta, Charlie contestó:

- Pues hubiera salido por la puerta trasera y me hubiera plantado en la delantera, a fin de encontrarle en el vestíbulo.


- ¿Y por qué no ir a su encuentro en el mismo teatro?

- Pues porque hubiera tenido que abrirme paso por entre la muchedumbre. Y él ya hubiera salido mucho antes de que yo pudiese alcanzarle.

Joseph meditó esta respuesta y dijo:

- En este caso, necesitas el impermeable.

Una vez más, Joseph estaba en lo cierto. Charlie había olvidado que, en aquella noche, llovía en Nottingham, y que cayó chaparrón tras chaparrón, durante toda la representación. Charlie volvió a comenzar la historia. Después de haberse cambiado las ropas a velocidad de rayo, se puso encima su nuevo impermeable -el largo impermeable francés comprado en unas liquidaciones-, se abrochó el cinturón, y salió velozmente a la calle, bajo la lluvia, recorrió la calleja, dobló la esquina, y se situó en la parte delantera del teatro.

Joseph la interrumpió:

- Y encontraste a casi todo el público, o por lo menos la mitad, atestado bajo la marquesina, esperando que escampara. ¿Por qué sonríes?

- Necesito llevar el pañuelo amarillo en la cabeza, ya sabes, el pañuelo Jaeger que llevaba en el anuncio de la televisión.

- En este caso también debemos advertir que, incluso a pesar de tus prisas para desembarazarte del señor en cuestión, no te olvidas de tu pañuelo de cabeza. Bueno: el caso es que Charlie, con su pañuelo de cabeza y su impermeable, sale corriendo bajo la lluvia, en busca de su enamorado. Llega a la atestada marquesina. ¿Va, quizá, gritando: «¡Michel, Michel!»? ¿Si? Precioso. Sin embargo, Charlie grita en vano. Michel no está. Entonces, ¿qué hacemos?

- Oye, ¿escribiste esto, Joseph?

- Da igual, no te preocupes por esto.

- ¿Y regreso a mi camerino?

- ¿Y no se te ocurre mirar la sala?

- Bueno, sí, de acuerdo.

- ¿Y por dónde entras?

- Por la entrada de platea, que es donde tú estabas sentado.

- Yo no, Michel. Vas a esta entrada, empujas la puerta, y, ¡viva!, la puerta se abre, debido a que el señor Lemon no la ha cerrado todavía. Entras en la vacía platea, caminas despacio a lo largo del pasillo.

En voz baja, Charlie dijo:

- Y allí está el tipo. ¡Dios, qué cachondo es esto!

Sí, pero da juego.

- ¡Y tanto!

- Sí, debido a que Michel está todavía en la misma butaca, en el centro de la primera fila. Con la vista fija en el telón, como si por el simple medio de mirar pudiera conseguir que el telón se levantara y le permitiera la visión de su Joan, del espíritu de su libertad, a la que ama infinitamente.

Charlie murmuro:

Esto es horroroso.

Pero Joseph, haciendo caso omiso de Charlie, observó:

- Sentado en la misma butaca en la que haba estado sentado siete horas seguidas.

Charlie pensó: «Quiero irme a casa. Quiero dormir largamente, sola, en el Astral Commercial and Private. ¿Con cuántos destinos se puede tropezar una muchacha en un solo día?» Si, ya que Charlie ya no podía prescindir de la nota de seguridad, del acercamiento, que notaba en Joseph mientras se dedicaba a describir a su nuevo admirador, el nuevo admirador de Charlie. Joseph dijo:

- Tú dudas, y luego le llamas por su nombre: «¡Michel!» Este es el único nombre que sabes. Michel gira la cabeza para mirarte, pero por lo demás no se mueve. No sonríe, no te saluda, y en manera alguna demuestra su muy considerable encanto.

- Bueno, en este caso, ¿qué diablos hace el muy gusano?

- Nada. Se limita a mirarte con sus ojos profundos y apasionados, como si te retara a que hablases. El tipo te puede parecer romántico, te puede parecer arrogante, pero en modo alguno vulgar, y, desde luego, no es hombre dado a pedir disculpas ni a sentirse inferior. Ha venido para reclamarte para sí. Es joven, es cosmopolita, y va bien vestido. Es un hombre de acción y de dinero, y en el no hay el menor rastro de timidez. Por lo tanto…

Joseph hizo una pausa y siguió:

- Recorres el pasillo dirigiéndote hacia mí, mientras ya te das cuenta de que la escena no se desarrolla de la manera que tú esperabas. Parece que seas tú y no yo quien deba dar explicaciones. Sacas del bolsillo el brazalete. Me lo ofreces. Yo sigo inmóvil. Tu impermeable chorrea agua de lluvia, lo cual en manera alguna favorece tu postura.

La carretera ascendía en línea sinuosa por la falda de una colina. La voz dominante de Joseph, aunada al hipnótico ritmo de las curvas de la carretera, obligaba a la mente de Charlie a dejarse absorber más y más por el laberinto del relato. Joseph siguió:

- Tú dices algo. ¿Que dices?

Al no obtener contestación de Charlie, Joseph le dio la suya:

- «No te conozco. Gracias, Michel; me siento muy halagada, pero no te conozco no puedo aceptar este obsequio.» ¿Te parece correcto, es lo que hubieras dicho? Si, creo que sí, aunque seguramente lo hubieras dicho mucho mejor.

Charlie apenas le oía. Charlie estaba de pie ante él, en platea, ofreciéndole la caja, y con la vista fija en sus ojos. «Y mis nuevas botas, las altas botas castañas que me compré en Navidad, estropeadas por la lluvia; pero ¿que importa?»

Joseph seguía narrando su cuento de hadas:

- Y yo sigo sin decir palabra. Por tu experiencia teatral sabias que nada hay mejor que el silencio para establecer comunicación. Y si el desdichado individuo no dice ni media palabra, ¿qué puedes hacer tú? Te sientes obligada a volver a hablar. ¿Dime lo que vas a decir en esta ocasión?

Una no deseada timides luchaba con la imaginación de Charlie, quién dijo:

- Pues voy y le pregunto quien es.

- Me llamo Michel.

- Esto ya lo sé. Michel ¿que?

- No hay contestacion a esta pegunta.

- Te pregunto que haces en Nottingham.

- Enamorarme de ti. Anda: sigue.

- ¡Dios mío, Joseph…!

- Sigue!

- Michel no puede decirme esto.

- ¡Entonces habla tú!

- Procuro hacerle entrar en razón. Apelar a su comprensión.

- Pues a ver como lo haces. Michel esta esperando, Charlie háblale.

- Pues le diría…

- Oye, Michel, es muy amable por tu parte… Me siento muy halagada, pero, y lo siento mucho, es demasiado.

Joseph pareció defraudado. En tono de sereno reproche dijo:

- Charlie, esperaba más de ti. Michel es árabe, y aun cuando no lo sepas de cierto ya debes comenzar a sospecharlo, y tú, por tu parte, estas rechazando su obsequio. Debes actuar de forma más enérgica.

- Me portaría de una manera injusta para contigo, Michel. La gente a menudo es víctima de fijaciones con respecto a actrices y actores. Si, es una cosa que ocurre a diario. No hay razón alguna para que te arruines sólo por culpa de… una ilusión.

- Bien, prosigue.

Ahora, a Charlie le resultaba mas fácil. Le irritaba que Joseph la obligara a pensar, de la misma forma que también le irritaba que lo hiciera un director teatral, pero no podía negar que la actitud de Joseph resultaba eficaz. Siguió:

- Precisamente en esto estriba la representacion teatral, Michel, en la ilusión. El público se sienta aquí con la esperanza de que le encanten. Y los actores se ponen en el escenario con la finalidad de encantar al público. Parece que yo lo he conseguido. Pero no puedo aceptar" tu obsequio. Y es hermoso, por cierto. Demasiado hermoso. No puedo aceptarlo. No puedo aceptar nada. Te he engañado. Esto es lo que ha sucedido. El teatro es un truco, parecido a una estafa. Te hemos engañado.

- Yo sigo callado.

- ¡Pues haz algo para que el tipo hable!

¿Por que? (Es que ya desconfías de ti misma? ¿Acaso no te sientes ya responsable de lo que me ocurre? Un muchacho joven como yo, tan apuesto, tirando el dinero en orquídeas y en joyas caras…

- ¡Claro que si! ¡Y te lo he dicho ya!

En tono de impaciencia, Joseph insistió:

- Pues dímelo. Protégeme. Sálvame de los maleficios de mi enamoramiento.

- ¡Es lo que intento!

- Este brazalete me ha costado cien libras, e incluso tú puedes adivinarlo. Desde tu punto de vista, quizá miles de libras. Quizá yo lo haya robado para poder ofrecértelo. Quizá haya matado. Tal vez haya malbaratado mi herencia. Todo por ti. ¡Estoy hechizado, Charlie! ¡Entontecido! ¡Sé caritativa! ¡Ejerce tu poder!

Charlie, en la pantalla de su imaginación, se había colocado al lado de Michel, sentada en la butaca contigua. Con las manos prietamente unidas, la una contra la otra, en su regazo, se inclinaba ansiosamente hacia Michel para hacerle entrar en razón. Era para él como una niñera, como una madre. Una amiga.

- Pues voy y le digo que quedaría muy defraudado si me conociera de veras.

- Dilo con las palabras exactas.

Charlie efectuó una profunda inhalación, y se lanzo:

- Oye, Michel: soy una muchacha normal y corriente. Llevo medias rotas, tengo en descubierto la cuenta corriente y puedes tener la absoluta certeza de que no soy Juana de Arco. No soy virgen, no soy soldado, y Dios y yo no hemos intercambiado ni media palabra desde que me expulsaron del colegio por…

Charlie meditó un instante y dijo:

- No, esto no lo diría. Diría: soy Charlie, una desvergonzada chica occidental.

- Excelente. Prosigue.

- Michel, tienes que salir del atolladero en que te has metido. Y estoy haciendo todo lo posible para ayudarte a ello. Por lo tanto, toma el regalo, conserva tu dinero y conserva también tus ilusiones. Y muchas gracias. De veras, muchas gracias. Considera que este asunto está ya acabado.

Tozudo, Joseph insistió:

- Pero tú no quieres que conserve sus ilusiones. ¿Si o no?

- ¡Bueno, pues que se quede sin ilusiones!

- En este caso, ¿cómo termina la cosa?

- Pues terminó pura y simplemente. Dejé el brazalete en la butaca contigua a la suya y me fui. Muchísimas gracias, y adiós muy buenas. Si voy corriendo hasta la parada del autobús, llegare a tiempo para comer el pollo frío con sabor a plástico que dan en el hotel Astral.

Joseph quedó aterrado. Así lo expresaba su cara, y, por otra parte, su mano izquierda abandonó el volante y trazó un ademán de austera súplica:

- Pero, Charlie, ¿cómo puedes hacer esto? ¿No te das cuenta de que me abandonas y que quizá me suicide? ¿Que quizá me pase la noche entera vagando bajo la lluvia por las calles de Nottingham? ¿A solas? ¿Mientras tú reposas junto a mis orquídeas, en la calidez y la elegancia del hotel Astral?

- ¡Elegancia! ¡Incluso las malditas pulgas están húmedas en el hotel ese!

- ¿Es que no tienes sentido de la responsabilidad? ¿Tú, nada menos que tú, la defensora de los oprimidos, tú tienes sentido de la responsabilidad con respecto a un muchacho al que has enloquecido con tu belleza, tu talento y tu pasión revolucionaria?

Charlie intentó refrenar a Joseph, pero éste no le dio la oportunidad de hacerlo. Joseph

dijo:

- Charlie, tú eres una muchacha con corazón. Otros pensarán, en los presentes momentos, que Michel es un refinado seductor. Pero tú no piensas eso. Tú tienes fe en los seres humanos. Y ésta es la razón por la que esa noche estás con Michel. Sin pensar en ti misma, has quedado sinceramente afectada por Michel.

Ante ellos, un pueblecito medio derruido marcaba la cumbre de su ascenso. Charlie vio las luces de una taberna, al borde de la carretera.

Después de dirigir una rápida mirada de valoración a Charlie, Joseph prosiguió:

- De todas maneras, tu reacción en aquel momento concreto carece de importancia, debido a que, por fin, Michel decide dirigirte la palabra. Con agradable y suave acento, en parte francés y en parte correspondiente a otro idioma, Michel se dirige a ti, sin dar muestras de timidez ni de inhibición. Dice que no tiene el menor interés en discutir, dice que tú representas cuanto él ha podido soñar en su vida que desea ser tu amante, a ser posible a partir de esta misma noche, y te llama Joan, a pesar de que tú le dices que te llamas Charlie. Si aceptas cenar en su compañía y si después de cenar sigues deseando no volver a verle nunca más, pensará en la posibilidad de aceptar que le devuelvas el brazalete. Pero tú le dices que no, que debe aceptar ahora mismo que se lo devuelvas, debido a que ya tienes amante y a que, además, no sea ridículo, ya que, ¿dónde se puede cenar, en Nottingham, a las diez y media de una noche lluviosa? ¿Dirías esto? ¿Te parece certero?

Negándose a mirar a Joseph, Charlie reconoció:

- Sí, aquella ciudad es así.

- ¿Y en cuanto a la cena? ¿En realidad dirías textualmente que cenar es un sueño imposible?

- Siempre queda el recurso de los restaurantes chinos, o del pescado con patatas fritas.

Joseph advirtió:

- Sin embargo, con tus palabras ya has hecho una peligrosa concesión.

Picada, Charlie preguntó:

- ¿Ah, sí? ¿Cómo?

- Le has puesto una objeción de carácter práctico. Le has dicho: No podemos cenar juntos debido a que no hay ningún restaurante abierto.» Es algo muy parecido a que le hubieras dicho: «No podemos acostarnos juntos debido a que no tenemos cama a nuestra disposición.» Michel se da perfecta cuenta de ello. Y se las arregla para intentar superar tus dudas. Si, Michel conoce un sitio, y ya ha tomado las medidas precisas para poder ser atendido en tal sitio. De modo y manera que sí, podemos cenar. En este caso, ¿por qué no cenar?

Joseph apartó el coche de la carretera, deteniéndolo en el espac¡o de aparcamiento, con suelo de grava, que se extendía delante de la taberna. Charlie, un tanto deslumbrada por el imponente paso efectuado por Joseph, desde lo fingido a lo real y presente, se sintió perversamente excitada por el acoso a que Joseph la sometía, así como aliviada de que, a fin de cuentas, Michel no la dejara. Charlie se quedó quieta en su asiento, dentro del automóvil. Y Joseph se comportó de igual manera. Charlie se volvió hacia Joseph, con lo que pudo advertir a la colorida luz de la iluminación de feria de la taberna, el lugar hacia el que Joseph miraba. Joseph miraba las manos de Charlie, que se encontraban unidas sobre su regazo, la derecha encima de la izquierda. La cara de Joseph, en la medida que Charlie podía apreciar a la colorida luz, estaba rígida e inexpresiva. Joseph alargó una mano, cogió la muñeca derecha de Charlie, y lo hizo en un movimiento rápido, de quirúrgica confianza, y, levantando la mano, dejó al descubierto el brazalete de oro que relucía en la oscuridad. Impasible, Joseph observó:

- Bien, bien, debo felicitarte. ¡Las muchachas inglesas no perdéis el tiempo!

Irritada, Charlie retiró bruscamente la mano y, con sequedad, dijo:

- ¿Qué te pasa? ¿Tenemos celos?

Pero Charlie no consiguió ofenderle. Joseph tenía una cara inmune. Mientras le seguía, Charlie se preguntó: «¿Quién es ese hombre? ¿Quién eres? ¿Eres él? ¿0 eres tú? ¿O no eres nadie?»


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