Charlie no era la única que veía pasar el tiempo y desplegarse su vida ante sus ojos. Desde el momento en que había pasado al otro lado, Litvak, Kurtz y Becker -toda su ex familia, de hecho- se habían visto forzados, de uno u otro modo, a refrenar su impaciencia para adaptarla al ajeno e imprevisible ritmo de sus adversarios. «No hay nada tan duro en una guerra -solía decir Kurtz a sus subordinados, y seguramente también a sí mismo- como la heroica hazaña de contenerse.»
Kurtz estaba conteniéndose como jamás lo había hecho en toda su carrera. El acto mismo de retirar su harapiento ejército de las sombras inglesas donde actuaba fue -al menos para sus soldados de infantería- algo más parecido a una derrota que las victorias que hasta entonces habían obtenido pero apenas celebrado. Pocas horas después de la partida de Charlie, la casa de Hampstead fue devuelta a la diáspora, la furgoneta de la radio desmantelada, su equipo electrónico enviado por valija diplomática a Tel Aviv, desacreditado en cierto modo. La furgoneta misma, una vez desprovista de sus placas de matrícula falsas y arrancados los números de motor, se convirtió en uno de tantos montones de chatarra chamuscados, en algún lugar a medio camino entre los brezales de Bodmin y la civilización. Pero Kurtz no se entretuvo en contemplar estas exequias. Regresó a toda prisa a la calle Disraeli, se encadenó a pesar suyo al despacho que odiaba, y volvió a convertirse en el coordinador de cuyas funciones se había burlado ante Alexis. Jerusalén disfrutaba de unos suaves días de sol invernal, y mientras él corría de un edificio de oficinas secretas a otro, repeliendo ataques y rogando que le concedieran recursos, las doradas piedras de la Ciudad Amurallada se reflejaban en el trémulo resplandor azul del cielo. Por una vez, Kurtz no obtuvo ningún consuelo de esta visión. Su máquina de guerra, dijo posteriormente, se había convertido en un carruaje tirado por caballos que iban cada uno por su lado. Sobre el terreno, pese a todos los esfuerzos que Gavron hacía por impedírselo, Kurtz actuaba por su cuenta; en su país, donde cada político de segunda fila y cada soldado de tercera se creía un genio del espionaje, tenía más críticos que Elías y más enemigos que los samaritanos. La primera batalla que libró fue en defensa de la existencia de Charlie y quizá también de la suya propia, cierta clase de escena obligatoria que empezó en el momento mismo en que pisó la oficina de Gavron. Gavron el Grajo ya se encontraba de pie, con los brazos en alto, poniéndose en forma para la reyerta. Su revuelta pelambre estaba más alborotada incluso que de costumbre.
- Te lo has pasado bien? -graznó Gavron-. ¿Has disfrutado grandes comilonas? Veo que mientras estabas por ahí has engordado un poco.
Desde ese mismo instante empezaron a pelear como perro y gato. Sus voces llegaron a todos los rincones, pues se gritaban y chillaban mutuamente, y golpeaban la mesa con los puños como un matrimonio en plena pelea catártica. «¿Qué se había hecho de las promesas de progreso que hiciera Kurtz? -preguntaba el Grajo-. ¿Dónde estaba esa jornada decisiva a la que se había referido? ¿Qué era eso que había oído decir de Alexis, cuando había dado a Marty instrucciones específicas de que no siguiera contando con aquel hombre?»
- ¿Te extraña que haya perdido la fe en ti después de tantos inventos, tanto dinero, tantas órdenes desobedecidas y tan pocos resultados?
Como castigo, Gavron le obligó a acudir a una reunión de su comité directivo, que a estas alturas no podía hablar de nada que no fuera la utilización del último y definitivo recurso. Kurtz tuvo que dejarse hasta el corazón en su lucha de pasillos, para conseguir apenas una modificación de sus planes.
- Pero, Marty, ¿qué es lo que has organizado? -le rogaron sus amigos-. Danos al menos algún indicio, para que sepamos por qué estamos ayudándote.
Su silencio les ofendió, e hicieron que Kurtz se sintiera como un vil apaciguador.
Había otros frentes en los que luchar. Para controlar el avance de Charlie en territorio enemigo se vio obligado a inclinarse ante los miembros del departamento especializado en el mantenimiento de los correos de base y de los puestos de escucha situados a lo largo del litoral del nordeste. Su director, un sefardí de Alepo, odiaba a todo el mundo pero odiaba especialmente a Kurtz. «¡Una pista como ésta podría llevarme a cualquier lado!», objetó. ¿Y sus propios contactos? En cuanto a su sugerencia de dar apoyo sobre el terreno para tres observadores de Litvak, con el solo propósito de darle a la chica cierta sensación hogareña en aquel nuevo ambiente, jamás había oído hablar de un acolchamiento semejante, y desde luego no se podía hacer. Sólo a costa de sangre, y de toda clase de concesiones bajo mano, pudo Kurtz obtener una colaboración en la escala que él necesitaba. Misha Gavron se mantuvo cruelmente apartado de arreglos como éste y otros similares, pues prefería que las fuerzas del mercado encontraran naturalmente la solución por sí solas. Secretamente les dijo a sus hombres que si Kurtz tenía suficiente fe en la empresa, sabría salir adelante; a un hombre así no le hacía ningún daño chocar con algunos obstáculos ni recibir, además, algún que otro varapalo, dijo Gavron.
Como no quería alejarse de Jerusalén, ni siquiera por una sola noche, mientras continuaban todas estas intrigas, Kurtz encargó a Litvak que hiciera los viajes de ida y vuelta a Europa, en calidad de emisario que debía reforzar y reformar el equipo de vigilancia, y prepararlo con todos los medios a su alcance para lo que anhelaban que fuese la última fase. Los días despreocupados de Munich, cuando un par de chicos podían satisfacer, trabajando por turnos, todas sus necesidades, habían quedado muy atrás. Para mantener una vigilancia permanente sobre el trío formado por Mesterbein, Helga y Rossino hacía falta reclutar patrullas enteras de hombres sobre el terreno que además hablaban solamente alemán y estaban en su mayoría bastante oxidados por la falta de uso. Los recelos que inspiraban a Litvak los judíos no israelíes no hicieron más que aumentar los dolores de cabeza de Kurtz, pero Litvak no quiso ceder: eran muy blandos para la acción, decía; su lealtad estaba demasiado dividida. Siguiendo órdenes de Kurtz, Litvak voló también a Frankfurt para celebrar una reunión clandestina con Alexis en el aeropuerto, en parte para conseguir su ayuda en la operación de vigilancia, y en parte -en palabras de Kurtz- «para poner a prueba su fuerza de voluntad, sobre la que albergo considerables dudas». En la práctica, la reanudación de las relaciones resultó desastrosa, porque los dos se odiaron mutuamente en cuanto se vieron. Y lo peor fue que la opinión de Litvak confirmó una predicción anterior de los psiquiatras de Gavron: que a Alexis no se le podía confiar ni un billete usado de autobús.
- Ya he tomado la decisión -le anunció Alexis a Litvak antes incluso de que se sentaran, en un furioso monólogo medio susurrado e incoherente que se deslizaba constantemente hacia el falsete-. Nunca me arrepiento de una decisión; todo el mundo lo sabe. Me presentaré a mi ministro en cuanto termine esta reunión, y lo confesaré todo abiertamente. No hay otra alternativa para un hombre de honor.
Alexis, como se vio rápidamente, no sólo había cambiado de idea, sino también, y radicalmente, de chaqueta.
- No es que tenga nada contra los judíos, naturalmente -prosiguió-. Como alemán tengo mi mala conciencia, pero por las experiencias recientes… cierto incidente con una bomba…, ciertas medidas que me he visto forzado…, víctima del chantaje…, a tomar…, he acabado comprendiendo los motivos por los cuales los judíos se han convertido históricamente en objeto de persecución. Perdóneme.
Litvak, con su impermeable expresión ceñuda, no le perdonó.
- Su amigo Schulmann, un hombre con talento…, impresionante… y también persuasivo…, su amigo carece en absoluto de moderación. Ha llevado a cabo en suelo alemán actos de violencia para los que carecía de autorización; durante demasiado tiempo se nos ha acusado a nosotros, los alemanes, de cometer excesos de un grado intolerable. Pues bien, él rivaliza con esos excesos.
Litvak ya tenía suficiente. Con una expresión pálida y enfermiza, apartó la mirada, quizá para ocultar su furia.
- ¿Por qué no le llama y se lo dice usted mismo? -sugirió.
Y así lo hizo Alexis, desde las oficinas de teléfonos del aeropuerto, y utilizando el número especial que Kurtz le había dado, mientras Litvak permanecía a su lado, escuchando la conversación con el otro auricular.
- Bien, Paul: haz lo que has dicho -le aconsejó animadamente Kurtz cuando Alexis terminó. Luego su tono cambió-: Y cuando hables con el ministro, asegúrate de informarle también de todo lo de esa cuenta que tienes en un banco suizo. Porque si no lo haces, quizá me sienta tan impresionado por tu magnífico ejemplo de sinceridad que tendré que ir a verle para decírselo yo.
Después de lo cual Kurtz ordenó a su centralita que no aceptase ninguna llamada más de Alexis durante las siguientes cuarenta y ocho horas. Pero Kurtz no guardaba rencores. Nunca guardaba rencor a un agente. Terminado el período de enfriamiento, lo dispuso todo de modo que le quedara un día libre e hizo también una peregrinación a Frankfurt, donde encontró al buen doctor muy recuperado. La referencia a la cuenta bancaria en Suiza, aunque Alexis la calificó entristecido de «antideportiva», le había tranquilizado, pero el factor que más contribuyó a su recuperación fue la alegría que tuvo al ver sus propios rasgos en las páginas centrales de un tabloide alemán muy popular -unos rasgos resueltos, entregados, pero siempre con ese subyacente ingenio propio de Alexis-, que le convencieron de que él era quien el periódico decía que era. Kurtz le dejó con esta feliz ficción y, como premio, se llevó de regreso una tentadora prueba para ser examinada por sus fatigados analistas, y que había sido hasta entonces retenida por el enfurecido Alexis: la fotocopia de una postal dirigida a uno de los muchos otros seudónimos de Astrid Berger.
Letra desconocida, matasellos del distrito séptimo de París. Interceptada por el servicio alemán de correos, según órdenes emanadas de Colonia.
El texto, en inglés, decía: «El pobre tío Frei será operado el mes próximo tal como estaba planeado. Pero esto tiene al menos la ven-taja de que podrás usar la casa de V. Te veré allí. Te quiere K.»
Tres días después, la misma red recogió una segunda postal escrita con la misma letra, enviada a otra de las direcciones seguras de Berger, aunque el matasellos fuera esta vez de Estocolmo. Alexis, que volvía a colaborar plenamente otra vez, la hizo enviar a Kurtz por correo especial. El texto era breve: «La apendicectomía de Frei será en la habitación 251, el día 24 a las 18.00.»
Y estaba firmada «M», lo cual hizo comprender a los analistas que había, entre estos dos, otro comunicado, que no había llegado a sus manos; tal era al menos hasta entonces la forma en la que Michel había recibido de vez en cuando las órdenes. La postal «L», a pesar de los esfuerzos de todo el mundo, no llegó a ser localizada. Pero dos de las chicas de Litvak se hicieron con una carta echada al correo por la propia presa, en este caso Berger, dirigida nada menos que a Anton Mesterbein, en Ginebra. Lo organizaron muy bien. Berger estaba entonces de visita en Hamburgo, viviendo con uno de sus múltiples amantes en una comuna de gente de clase alta, en Blankanese. Un día que la siguieron cuando se dirigía hacia el centro de la ciudad, las chicas la vieron echar subrepticiamente una carta a un buzón. En cuanto se fue, ellas echaron un sobre escrito por ellas mismas, un sobre grande de color amarillo, franqueado y listo para una contingencia de este tipo, para que quedase encima del de ella. Entonces la más guapa de las dos chicas se quedó de guardia junto al buzón. Cuando llegó el empleado de correos para vaciarlo, ella le contó tal historia de amor e ira, y le hizo promesas tan explícitas, que el hombre se quedó sonriendo dócilmente, mientras ella pescaba la carta de entre el montón, antes de que echase a perder su vida para siempre. Aunque la que cogió no fue su propia carta, sino la de Astrid Berger, cobijada justo debajo del gran sobre amarillo. Después de abrirla al vapor y fotografiarla, la metieron en el mismo buzón a tiempo para la siguiente recogida.
El premio obtenido fue una maraña de ocho páginas que rezumaban pasiones de colegiala. Berger debía estar colocada cuando la escribió, aunque quizá sólo fuera producto de su propia adrenalina. Era una carta franca, que hacía un elogio de la potencia sexual de Mesterbein. Se lanzaba luego a rodeos ideológicos que vinculaban arbitrariamente El Salvador con el presupuesto germano-occidental de defensa, y las elecciones en España con algún reciente escándalo ocurrido en Sudáfrica. Hablaba furiosamente de los bombardeos sionistas del Líbano y se refería a la «solución final» que querían aplicar los israelíes a los palestinos. Hablaba del placer de vivir, pero lo encontraba todo mal en todas partes; y, presuponiendo claramente que el correo de Mesterbein estaba siendo leído por las autoridades, se refería virtuosamente a la necesidad de mantenerse «en todo momento dentro de los límites legales». Pero tenía una posdata, de una sola línea, escrita apresuradamente como un simple chiste de despedida, subrayada muchas veces y respaldada por signos de exclamación. Un jactancioso y burlón juego de palabras privado pero que contenía quizá, como otras frases de despedida, todo el sentido del discurso que la antecedía. Y estaba escrita en francés: «Attention! On va épater les Bourgeois!»
Los analistas se congelaron al verla. ¿Por qué esa B mayúscula? ¿Por qué estaba tan subrayada la frase? ¿Tan inculta era Helga que aplicaba a los nombres comunes franceses una regla de su alemán nativo? Era ridículo. ¿Y por qué aquel apóstrofe tan cuidadosamente añadido en la parte superior izquierda de esa mayúscula? Mientras los criptólogos y analistas sudaban sangre en su intento de descifrar la clave, mientras las computadoras se estremecían y crujían y sollozaban produciendo incontables permutaciones imposibles, fue la sencilla Rachel, precisamente, con la simplicidad típica de las chicas del norte de Inglaterra, quien supo avanzar por el camino recto que conducía a la conclusión más obvia. Rachel hacía crucigramas en sus ratos libres y soñaba con ganar un coche.
«Tío Frei» es la primera mitad, declaró simplemente, y «Bourgeois» es la segunda. Los «Freibourgeois» son los habitantes de Freiburgo, que van a quedar escandalizados ante una «operación» que ocurrirá a las seis de la tarde del día veinticuatro. Habitación 251
- Bien, creo que tendríamos que investigarlo, ¿no os parece? - dijo a los aturdidos expertos.
- Sí -tuvieron que admitir-. Tendríamos que investigarlo.
Las computadoras fueron apagadas, pero durante uno o dos días todavía reinó el escepticismo. Era demasiado absurdo. Francamente infantil.
Sin embargo, tal como ya habían tenido ocasión de comprobar, Helga y los de su calaña se negaban casi por principio a utilizar ningún método sistemático de comunicación. Creían que los camaradas debían hablarse de corazón revolucionario a corazón revolucionario, utilizando serpenteantes alusiones fuera del alcance de los cerdos.
- Probémoslo -dijeron.
Había al menos media docena de Freiburg, pero en el primero que pensaron fue en una pequeña ciudad de ese nombre situada en Suiza, país de origen de Mesterbein. En este Freiburg se habla francés y alemán, y su burguesía tiene, incluso para los propios suizos, fama por su terquedad. Sin esperar ni un momento más, Kurtz despachó a un par de investigadores muy sigilosos con órdenes de descubrir cualquier objetivo concebible para un ataque antijudío, y especialmente a todas las empresas que tuvieran contratos con el ministerio israelí de
Defensa; comprobar, hasta dónde pudieran sin colaboración de las autoridades, todas las habitaciones 251 de los hospitales, hoteles y edificios de oficinas; y los nombres de todos los pacientes a los que se tenían que realizar apendicectomías el día veinticuatro del mes corriente; o las operaciones de cualquier clase que estuvieran fijadas para las 18.00 de ese mismo día.
La Agencia Judía de Jerusalén facilitó a Kurtz una lista al día de todos los judíos destacados residentes en esa ciudad, junto con la relación de los templos a los que acudían y los centros donde se relacionaban. Preguntó si había allí algún hospital judío o, en caso negativo, si existía algún hospital que se hiciera cargo de las necesidades de los judíos ortodoxos. Y así sucesivamente.
Pero Kurtz, al igual que los demás, luchaba contra sus propias convicciones. Todos aquellos presuntos objetivos carecían del efecto dramático que había distinguido a todos los anteriores; ninguno de ellos podría épater a nadie; no había modo de comprender qué sentido podía tener.
Hasta que, en medio de todas estas pesquisas, una tarde, casi como si sus energías aplicadas sobre un punto hubieran forzado a la verdad a emerger en otro, Rossino, el sanguinario italiano, tomó un avión que le llevó de Viena a Basilea, y allí alquiló una motocicleta. Cruzó la frontera, entró en Alemania, y recorrió durante cuarenta minutos la carretera que llevaba a la antigua ciudad catedralicia de Freiburg-im-Breisgau, antigua capital del estado de Baden. Una vez allí, después de disfrutar de un sabroso almuerzo, se presentó en el Rektorat de la universidad y pidió amablemente que le informaran sobre un curso de conferencias de temas humanistas organizado por la facultad de derecho, y que estaba parcialmente abierto al público en general, y luego, con más disimulo, pidió que le indicaran, sobre un plano de la universidad, la situación del aula 251.
Fue un rayo de luz en medio de la niebla. Rachel había acertado; Kurtz había acertado; Dios era justo, y también lo era Misha Gavron. Las fuerzas del mercado habían llegado naturalmente a la solución.
La única persona que no compartió el júbilo general fue Gadi Becker.
¿Dónde estaba Becker? Había ocasiones en las que había otros que parecían saber la respuesta mejor que él mismo. Un día caminaba de un lado a otro por la casa de la calle Disraeli fijando su inquieta mirada en las máquinas de descifrado que, demasiado ocasionalmente para su gusto, informaban de los momentos en que su agente, Charlie, era localizada. Esa misma noche -o, por decirlo más exactamente, a primera hora de la madrugada del día siguiente- apretó el timbre de casa de Kurtz, despertó a Elli y los perros, y pidió que le asegurasen que no se descargaría ningún golpe contra Tayeh ni contra nadie hasta que Charlie estuviese a salvo; dijo que había oído rumores.
- Misha Gavron no es famoso precisamente por su paciencia -dijo con sequedad.
Si regresaba alguno de los hombres que actuaban sobre el terreno -por ejemplo, el muchacho conocido por el nombre de Dimitri, o su compañero Raoul, que se había escapado en un bote de caucho-, Becker insistía en que se le permitiese estar presente en los interrogatorios, para hacerle preguntas acerca de la situación en que Charlie se encontraba.
Después de varios días de esta actitud, Kurtz acabó hartándose de verle -«me persigue como si fuese mi mala conciencia»- y le amenazó abiertamente con prohibirle el acceso a la casa, hasta que algunos consejos más prudentes le hicieron modificar su actitud.
- Un contrabandista de agentes sin su agente es como un director sin orquesta -le explicó profundamente a Elli, mientras pugnaba por sofocar su propia ira-. Es más apropiado mimarle, ayudarle a pasar el tiempo.
Secretamente, sin más connivencia que la de Elli, Kurtz telefoneó a Frankie para decirle que su marido estaba allí, y le dio el número en el que podía encontrarle; pues Kurtz, con una magnanimidad digna de Churchill, esperaba que todo el mundo tuviera un matrimonio como el suyo.
Como estaba previsto, Frankie telefoneó; Becker -si era él quien descolgó- escuchó su voz un rato y luego volvió a colgar suavemente y sin contestar, lo cual enfureció a su esposa.
El complot de Kurtz produjo, sin embargo, algún efecto porque al día siguiente Becker partió para un viaje que posteriormente fue interpretado como una expedición en la que había tratado de juzgarse a sí mismo en relación con los principios fundamentales de su vida. Alquiló un coche y fue primero a Tel Aviv, donde, tras realizar algunas transacciones con el director de su banco, visitó el viejo cementerio donde estaba enterrado su padre. Puso flores en la tumba, limpió meticulosamente la zona circundante con una azadita que le prestaron, y dijo «Kaddish» en voz alta, aunque ni él ni su padre habían tenido mucho tiempo para la religión. De Tel Aviv salió en dirección sudeste, hasta Hebrón, o como hubiera dicho Michel, El Jalil. Visitó la mezquita de Abraham, que desde la guerra del 67 se utiliza, no sin dificultades, como sinagoga; charló con los soldados de la reserva que, con sus desaseados gorros de camuflaje y sus camisas desabrochadas hasta el ombligo, haraganeaban en la entrada y patrullaban por las almenas.
¿Qué diablos, se dijeron los unos a los otros cuando se fue Becker -aunque ellos le llamaron por su nombre hebreo-, qué diablos hacía nada menos que el legendario Gadi en persona, el hombre que combatió en la conquista de Golán desde detrás de las líneas sirias en aquel infernal agujero árabe, y con aquel aspecto de preocupación?
Bajo sus admirados ojos, anduvo errando por el antiguo mercado cubierto, sin hacer caso aparentemente de la explosiva calma y las provocativas miradas oscuras de los ocupados. Y a veces, como si estuviera pensando en otras cosas, hacía una pausa y hablaba en árabe con un tendero, preguntándole si tenía cierta especia o cuánto costaban unos zapatos, mientras los chiquillos se congregaban a su alrededor para oírle, y una vez, con gran atrevimiento, hasta tocarle la mano. Regresó luego a su coche, dijo adiós con la cabeza a los soldados y se dirigió a las estrechas carreteras que enfilan el paisaje entre los intensamente rojos terraplenes llenos de viñas, hasta que poco a poco fue acercándose a las aldeas árabes situadas en la ladera este de la cumbre de las colinas, con sus casas aplastadas y sus antenas altas como la torre Eiffel en los techos. En las rampas más altas había una delgada capa de nieve; montones de nubes oscuras daban a la tierra un brillo cruel e inquietante. Al otro lado del valle, una nueva colonia israelí de enorme tamaño destacaba como un emisario de algún planeta invasor.
En una de las aldeas Becker bajó del coche a tomar el aire. Era la aldea en la que había vivido la familia de Michel hasta que, el 67, su padre creyó llegado el momento de huir.
- Entonces, ¿también fue a visitar su propia tumba? -preguntó desabridamente Kurtz cuando oyó todo esto-. Primero la de su padre y luego la suya, ¿eh?
Hubo un momento de desconcierto antes de la carcajada general que estalló cuando recordaron la creencia islámica según la cual José, el hijo de Isaac, también había sido sepultado en Hebrón, lo cual es falso, como bien saben todos los judíos.
Desde Hebrón, al parecer, Becker se dirigió hacia el norte, camino de Galilea, hasta llegar a Beit Shean, una ciudad árabe colonizada por los judíos después de que, tras la guerra del 48, fuese abandonada. Tras entretenerse en ella lo suficiente como para admirar el anfiteatro romano, siguió su camino lentamente hacia Tiberíades, que está convirtiéndose a gran velocidad en la ciudad-balneario del norte del país, y cuenta con gigantescos hoteles nuevos de estilo norteamericano alineados frente a la orilla, un establecimiento de baños, muchas grullas, y un excelente restaurante chino. Pero el interés de Becker por todo aquello parecía ser mínimo, pues no se detuvo, sino que se limitó a conducir muy despacio, asomándose a la ventanilla para mirar los rascacielos como si estuviese contándolos. Después emergió en Metulla, en la mismísima frontera norte con el Líbano. La frontera estaba señalada por una faja arada precedida por varias filas de alambradas. En tiempos mejores se la conocía con el nombre de La buena valla. A uno de sus lados, unos ciudadanos israelíes vigilaban desde una plataforma de observación, mirando con expresiones desconcertadas y a través de las alambradas hacia los yermos. Del otro lado, las milicias cristianas libanesas subían y bajaban de la frontera con toda clase de vehículos que llenaban de los abastecimientos que les proporcionaban los israelíes para su interminable y sangrienta lucha contra los usurpadores palestinos.
Pero en aquel entonces Metulla era también la terminal lógica de las líneas de correo que subían hasta Beirut, y el servicio de Gavron tenía allí un discreto grupo encargado de organizar el tránsito de agentes. El gran Becker se presentó a última hora de la tarde, ojeó el registro de la sección, hizo algunas preguntas inconexas sobre la situación de las fuerzas de la ONU, y volvió a irse. Con aspecto preocupado, dijo el comandante de la sección. Quizá estuviera enfermo. Lo parecía por sus ojos y el color de su tez.
- ¿Y qué demonios estaba buscando? -le preguntó Kurtz al comandante cuando le oyó decir eso. Pero el comandante, un hombre prosaico al que la necesidad de mantener el secreto convertía en un tipo insípido, no pudo añadir ninguna especulación adicional. Preocupado, repitió. Con el mismo aspecto que tienen a veces los agentes cuando regresan de una larga misión.
Y Becker siguió conduciendo hasta que llegó a una serpenteante carretera de montaña destripada por los tanques y que el mismo paso de aquellos vehículos prolongaba hasta el kibbutz donde, suponiendo que lo tuviese en algún lugar, guardaba su corazón: un nido de águila colgado en un alto que miraba al Líbano por tres de sus lados. La zona se convirtió en territorio judío el 48, cuando se estableció allí una fortaleza militar que controlaba la única carretera este-oeste al sur del Litani. El padre de Becker había combatido allí, y también el hermano de Becker. El año 52 llegaron los primeros colonos judíos de origen israelí para vivir allí la dura vida secular que en tiempos había sido el ideal sionista. Desde entonces, el kibbutz había soportado algún que otro ataque de granadas, gozado en apariencia de prosperidad, y sufrido una preocupante reducción de habitantes. Cuando llegó Becker, los aspersores jugueteaban sobre el césped; el aire estaba saturado de la dulce fragancia de unas rosas de color rojo y rosado. Sus anfitriones le recibieron tímidamente, y muy excitados.
- ¿Has venido por fin a unirte a nosotros, Gadi? ¿Han terminado tus días de lucha? Escucha: tienes aquí una casa que te espera. ¡Puedes instalarte esta misma noche!
El rió, pero no dijo ni sí ni no. Pidió que le dieran trabajo para un par de días, pero apenas podían ofrecerle nada; le explicaron que era la estación más inactiva. Ya habían recogido toda la fruta y el algodón, los campos habían sido arados en espera de la primavera. Pero luego, ante su insistencia, le prometieron que podía dedicarse a repartir la comida en el comedor comunitario. Pero lo que en realidad querían de él era su opinión sobre la marcha del país, la opinión de Gadi, que era el único que podía decirles qué pasaba en realidad. Lo cual significaba, naturalmente, que lo que querían sobre todo oírle decir eran las mismas opiniones que ellos tenían de aquel gobierno trapacero, de la decadencia de la política de Tel Aviv.
- ¡Vinimos aquí para trabajar, para luchar por nuestra identidad, para convertir a los judíos en israelíes, Gadi! ¿Vamos por fin a ser un país, o tendremos que conformarnos con ser la vitrina de la judería internacional? ¿Cuál es nuestro futuro, Gadi? ¡Dínoslo!
Le formularon estas preguntas animada y confiadamente, como si él fuese algún tipo de profeta que hubiese aparecido en medio de ellos, que hubiese acudido para dar una nueva interioridad a sus vidas a la intemperie; lo que no podían saber -al menos al principio- era que le estaban hablando al vacío del alma de Becker. «¿Y qué ha quedado de todas esas bonitas declaraciones, cuando decíamos que había que llegar a un entendimiento con los palestinos, Gadi? Nuestro gran error fue el que cometimos el año 67 -decidieron aquellos hombres, contestando como siempre las preguntas que ellos mismos formulaban-. En 1967 hubiésemos tenido que ser generosos; hubiéramos debido ofrecerles un buen trato. Solamente los vencedores pueden ser generosos.»
- ¡Nosotros somos muy poderosos, Gadi, y ellos son muy débiles!
Pero al cabo de un tiempo estas cuestiones insolubles acabaron resultándole demasiado familiares a Becker, que se acostumbró, de acuerdo con su carácter introvertido, a pasear lentamente y en solitario por los campos. Su lugar favorito era una derruida torre de vigilancia que miraba directamente a una aldea chiita, y que por el nordeste permitía contemplar el bastión cruzado de Beaufort, que en aquella época estaba todavía en manos palestinas. Allí le vieron la última noche que estuvo con ellos, al descubierto y lejos de todo refugio, y tan cerca de la valla electrónica de la frontera que hubiese bastado un leve movimiento suyo para poner en marcha la alarma. Como el sol estaba poniéndose, tenía una mitad clara y otra mitad oscura, y, con su posición erecta, parecía estar invitando a toda la cuenca del Litani a enterarse de su presencia.
A la mañana siguiente, regresó a Jerusalén y, tras presentarse en la calle Disraeli, pasó casi todo el día errando por las calles de la ciudad en la que había librado tantas batallas y visto el derramamiento de tanta sangre, incluyendo la suya. Y todavía daba la sensación de que estuviera cuestionando todo lo que veía. Miraba con deslumbrado desconcierto las estériles arcadas del barrio judío recién reconstruido; se sentó en los vestíbulos de los altísimos hoteles que actualmente echan a perder el perfil de los tejados de Jerusalén, y contempló meditabundo los grupos de honrados ciudadanos norteamericanos procedentes de Oshkosh, Dallas y Denver, recién descargados de sus jumbos, con su buena fe y su mediana edad, para mantener el contacto con sus antepasados. Se asomó a las pequeñas tiendas que vendían caftanes árabes bordados a mano y artefactos árabes garantizados por los dueños; oyó la inocente charla de los turistas, inhaló sus caros perfumes y les oyó quejarse, aunque con amabilidad y camaradería, de la calidad de los bistecs al estilo de Nueva York, que no parecían tener el mismo sabor que en Estados Unidos. Y pasó una tarde entera en el Museo del Holocausto, mirando preocupado fotografías de niños que, de haber sobrevivido, tendrían ahora su edad.
Después de enterarse de todo esto, Kurtz interrumpió antes de lo fijado el permiso de Becker y le puso a trabajar otra vez. «Entérate de todo lo de Freiburg -le dijo-. Repasa las bibliotecas. Entérate de las personas que conocemos allí, obtén los planos de la universidad. Consigue planos de los edificios y de la ciudad. Averigua todo lo que necesitamos y más. Y tenlo todo listo para ayer.»
- Los buenos combatientes -le dijo Kurtz a Elli para consolarse-, no son nunca gente normal. Si no son absolutamente necios, tienden a pensar demasiado.
Pero Kurtz se asombró a sí mismo cuando descubrió hasta qué punto podía aún encolerizarle la oveja descarriada.