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Había llegado al límite. De todas las vidas que había vivido hasta entonces, aquélla era la peor, una vida que necesitaba olvidar incluso mientras la vivía en aquel sanguinario internado provisto, encima, de violadores, aquel centro de debates plantado en medio del desierto y en el que los argumentos eran balas de verdad. El maltrecho sueño de Palestina estaba a cinco horas de durísimo camino en coche, al otro lado de las colinas, y en lugar de eso tenían que contentarse con aquel fuerte en mal estado que parecía el decorado para una nueva producción de Beau Geste, con almenas de piedra amarilla y una escalera de piedra y la mitad de uno de sus muros destruida por los bombardeos, y una puerta principal protegida con sacos de arena y coronada con un asta golpeteada por las deshilachadas cuerdas que agitaba un viento abrasador, en la que nunca ondeaba ninguna bandera. Que ella supiera, nadie dormía en el fuerte. El fuerte era para la administración y las entrevistas; y para el cordero con arroz tres veces al día; y las indigestas discusiones de grupo hasta después de la medianoche en las que los alemanes orientales arengaban a los alemanes occidentales y los cubanos arengaban a todo el mundo, y un fantasma norteamericano que se hacía llamar Abdul leía un artículo de veinte páginas que trataba de la inminente consecución de la paz mundial.

El otro centro social con el que contaban era el sitio donde hacían prácticas de tiro con arma corta, un recinto pequeño que no era una cantera abandonada en lo alto de una colina, sino un viejo barracón con las ventanas tapadas y una hilera de bombillas eléctricas colgadas de las vigas de acero, y reventados sacos de arena en todas las paredes. Los blancos no eran tampoco barriles de petróleo, sino efigies de tamaño natural que representaban brutales infantes de marina norteamericanos, con muecas pintadas y bayonetas caladas y rollos de papel adhesivo pardo a sus pies para remendar los agujeros de bala después de las prácticas. Había una constante demanda de utilización de este campo de tiro, muchas veces en plena noche, y estaba lleno de jactanciosas carcajadas y gruñidos de competitiva decepción, Un día apareció un gran combatiente, algún tipo de VIP del terrorismo que llegó en un Volvo conducido por un chófer, y despejaron el barracón para que él hiciera prácticas en solitario. Otro día hizo brutal acto de presencia en medio de una clase una pandilla de negros muy locos que vaciaron uno tras otro muchos depósitos de municiones sin prestar la más mínima atención al joven germano oriental que estaba al mando.

- ¿Qué, blanco, te ha gustado? -bramó uno de ellos, volviendo la cara por encima del hombro, con fuerte acento sudafricano.

- Por favor… ¡Oh, sí! Ha estado muy bien -dijo el alemán oriental, perplejo ante su actitud discriminativa.

Se fueron contoneándose, partiéndose de risa y dejando a los infantes de marina más agujereados que un colador, con lo cual la primera hora de adiestramiento de las chicas tuvo que ser dedicada a reparar los muñecos con parches de pies a cabeza.

Vivían en tres alargados barracones; uno, con cubículos, para mujeres; otro, sin cubículos, para hombres; y un tercero, que contenía la llamada biblioteca, para los instructores. «Y si te invitan a ir a la biblioteca -le dijo una chica sueca que se llamaba Fátima-, no esperes gran cosa por lo que a lecturas se refiere.» Para despertarlos, unos altavoces que ellos no podían cerrar vomitaban música marcial. Luego hacían ejercicios físicos en un llano arenoso manchado de tiras de pegajoso rocío que parecían la pista dejada por gigantescos caracoles. Pero Fátima le dijo que los otros campamentos eran peores incluso. Fátima, si se daba crédito a la versión que de sí misma daba, era una fanática de los campos de adiestramiento. Había sido adiestrada en Yemen, y en Libia, y en Kiev. Estaba recorriendo todos los campos, como un tenista profesional, en espera de que alguien decidiera qué hacer con ella. Tenía un hijo de tres años que se llamaba Knut y que andaba por allí desnudo y con aspecto de sentirse solo, pero que se puso a llorar cuando Charlie le habló.

Los guardianes eran un tipo nuevo de árabe que hasta entonces Charlie no había conocido y que no tenía ningún deseo de volver a encontrar jamás: unos contoneantes vaqueros casi silenciosos que jugaban a humillar a los occidentales. Adoptaban afectadas actitudes en el perímetro del campamento y montaban de seis en seis en jeeps que conducían a velocidades de vértigo. Fátima le dijo que eran una milicia especial de muchachos que habían crecido en la frontera siria. Algunos eran tan jóvenes que Charlie se preguntaba si llegaban con los pies a los pedales. Por la noche, hasta el día que Charlie y una chica japonesa armaron un escándalo, estos mismos chiquillos llegaban en patrullas de dos o tres y trataban de convencer a las chicas para que fueran con ellos a dar un paseo por el desierto. Fátima solía irse con ellos, y también acostumbraba hacerlo una joven alemana oriental, y a su regreso parecían francamente impresionadas. Pero el resto de las chicas, si se interesaban por esas cosas, preferían jugar una baza más segura con los instructores occidentales, lo cual hacía que los chicos árabes se enfurecieran todavía más.

Todos los instructores eran hombres, y a modo de oración de la mañana se ponían en fila ante sus camaradas-alumnos como un ejército integrado por la peor chusma, y uno de ellos les leía una agresiva condena del archienemigo del momento: el sionismo, la traición egipcia, la explotación capitalista europea, otra vez el sionismo, y un enemigo nuevo para Charlie, que se llamaba expansionismo cristiano, pero esto fue porque aquel día era Navidad, fiesta cuya celebración consistió en que fue oficialmente ignorada. Los alemanes orientales iban muy rapados, eran taciturnos y fingían que las mujeres les aburrían; los cubanos eran unas veces llamativos, otras nostálgicos y otras arrogantes, y casi todos apestaban y tenían los dientes podridos, menos el amable Fidel, que era el favorito de todo el mundo. Los árabes eran los más volátiles y los que actuaban con mayor dureza, chillaban a los rezagados y en más de una ocasión habían rociado de balas los pies de aquellos que ellos creían que no estaban lo bastante atentos, de modo que uno de los irlandeses, presa de pánico, casi se arrancó un dedo de un mordisco, para gran regocijo de Abdul el norteamericano, que contemplaba la escena, como solía hacer, desde cierta distancia, sonriendo afectadamente y haciéndoles reverencias como el fotofija de un rodaje de cine, mientras iba tomando notas en un bloc para su gran novela revolucionaria.

Pero la estrella del campamento durante aquellos primeros días de Locura fue un fanático de las bombas, un checo llamado Bubi, que la primera mañana acribilló su propio casco de combate sobre la arena, primero con un Kalashnikov, luego con una enorme pistola de prácticas calibre 45, y por fin, para rematarlo, con una granada rusa que lo hizo volar por los aires hasta una altura de quince metros.

La lengua franca utilizada en las discusiones políticas era un inglés de grado elemental con el que de vez en cuando entremezclaban algunas palabras francesas, y Charlie juró en el más profundo secreto de su corazón que si llegaba a regresar viva a su casa, saldría todas las noches a cenar en restaurantes para compensar aquellas cretinas conversaciones nocturnas sobre el «amanecer de la revolución» durante el resto de su antinatural vida. Entretanto, no se reía de nada. No había vuelto a reír desde que los bastardos habían hecho volar en pedazos a su amante en la carretera de Munich; y su reciente visión de la agonía del pueblo de él no había hecho sino intensificar la rencorosa necesidad que sentía de conseguir un justo desquite.

«Deberás hacerlo todo con la mayor y más solitaria seriedad -le había dicho Joseph, que era un hombre absolutamente solitario y serio-. Puedes distanciarte, hasta parecer un poco chalada, están acostumbrados a estas cosas. No debes hacer preguntas, y tendrás que permanecer sola siempre, día y noche.»

La cifra de alumnos variaba todos los días. Cuando el camión salió de Tiro, el grupo de Charlie estaba formado por cinco chicos y cuatro chicas, y los dos guardias con la cara llena de manchas de pólvora, que estuvieron con ellos en la trasera del camión durante todo el recorrido que el vehículo hizo dando saltos y tumbos por la pedregosa pista de montaña les prohibieron decir una sola palabra. Una chica que resultó ser vasca consiguió comentarle en susurros que estaban en Adén; dos chicos turcos dijeron que estaban en Chipre. Cuando llegaron había otros diez alumnos esperando, pero el segundo día los dos turcos y la chica vasca habían desaparecido, seguramente por la noche, cuando pudieron oír camiones que llegaban y se iban con los faros apagados.

Como ceremonia de ingreso los obligaron a hacer un juramento de fidelidad a la Revolución Antiimperialista y a estudiar el «reglamento» del campamento, que estaba escrito como si fueran los Diez Mandamientos en una pared encalada del Centro de Recepción de Camaradas. Todos los camaradas debían utilizar en todo momento su nombre árabe; estaban prohibidas las drogas, la desnudez, los juramentos en nombre de Dios, las conversaciones privadas, las bebidas alcohólicas, la cohabitación y la masturbación. Mientras Charlie estaba todavía preguntándose cuál de estas normas violaría en primer lugar, sonó a través de los altavoces un discurso pregrabado y sin firma de bienvenida.

- Camaradas, ¿quiénes somos? Somas los que no tienen nombre, los que no tienen uniforme. Somos las ratas que han huido de la ocupación capitalista. ¡Venimos de los campos libaneses, asolados por el dolor! ¡Y combatiremos contra el genocidio! ¡Venimos de las sepulturas de cemento de las ciudades de Occidente! ¡Y nos encontraremos los unos a los otros! ¡Y todos juntos encenderemos la antorcha en nombre de los ochocientos millones de bocas hambrientas que hay por todo el mundo!

Cuando terminó la arenga, Charlie sintió un sudor frío que le recorría la espalda, y una ira latente en su pecho. «Encenderemos la antorcha -pensó-. Si, la encenderemos.» Mirando de reojo a una chica árabe que estaba a su lado, vio en sus ojos el mismo fervor.

«Día y noche», había dicho Joseph.

Día y noche, por lo tanto, hizo los mayores esfuerzos: por Michel, por su propia loca cordura, por Palestina, por Fatmeh y por Salma y por los niños víctimas de las bombas en la cárcel de Sidón; obligándose a salir de sí misma para huir del caos interior; concentrándose en las características del personaje que interpretaba con mayor intensidad que en toda su vida, fundiéndolas en una única identidad combativa.

«Soy una triste y enfurecida viuda y he venido aquí para tomar el relevo de mi amante muerto y continuar su lucha.

»Soy la militante que acaba de despertar y que ha perdido demasiado tiempo haciendo las cosas a medias y que ahora está aquí, firme y con la espada en la mano.

»He tocado con mi mano el corazón palestino; me he comprometido a tirar de las orejas al mundo, para obligarle a que escuche.

»Ardo en llamas, pero soy astuta y tengo muchos recursos. Soy la avispa dormida que puede esperar a que pase el largo invierno antes de clavar su aguijón.

»Soy la camarada Leila, ciudadana de la revolución mundial.» Día y noche.

Interpretó este papel hasta el límite, desde el iracundo y seco ademán con que participaba en el combate sin armas hasta el inquebrantable gesto ceñudo con que miraba su cara en el espejo cuando se peinaba brutalmente el pelo negro en el que empezaban a asomar las raíces pelirrojas. Hasta que lo que había empezado como un ejercicio de fuerza de voluntad acabó convirtiéndose en un hábito mental y corporal, una enfermiza, permanente y solitaria ira que se comunicaba rápidamente a su público, tanto a los instructores como a los alumnos. Casi desde el primer momento aceptaron su relativa rareza, que le permitía mantener distancias. Es posible que hubieran visto esa misma actitud en otros; Joseph le había dicho que no sería la primera. Su costumbre de llevar camisas de hombre adquirió una macabra dignidad cuando hizo saber que eran las de su asesinado amante. La fría pasión con que actuaba en las sesiones de prácticas de tiro -que iban desde los lanzacohetes manuales soviéticos hasta el inevitable Kalashnikov, pasando por la fabricación de bombas con cables eléctricos rojos y detonadores -impresionó hasta al exaltado Bubi. Era una alumna entregada, pero se mantenía apartada. Gradualmente notó que le mostraban cierta deferencia. Los hombres, incluso los de la milicia siria, dejaron de hacerle proposiciones de forma indiscriminada; las mujeres dejaron de sentir recelos de su despampanante tipo; los camaradas más débiles empezaron a buscar tímidamente su apoyo, y los fuertes la trataron de igual a igual.

En su dormitorio había tres camas, pero al principio no tenía más que una sola compañera: una diminuta muchacha japonesa que pasaba mucho tiempo rezando de rodillas, pero que no hablaba con los mortales en ningún idioma que no fuera el suyo. Cuando dormía, rechinaba los dientes tan fuerte que una noche Charlie la despertó, se sentó a su lado, cogiéndole la mano mientras ella lloraba con silenciosas lágrimas asiáticas, y estuvieron así hasta que los altavoces empezaron a vomitar música y llegó la hora de levantarse. Poco después, y sin explicaciones, también ella desapareció, para ser sustituida por dos hermanas argelinas que fumaban cigarrillos rancios y parecían estar tan enteradas como Bubi de todo lo concerniente a armas y bombas. A Charlie le parecieron chicas corrientes, pero los instructores las veneraban por haber sido las autoras de una hazaña armada contra el opresor que nadie llegó a explicar en qué había consistido. Por las mañanas salían, todavía adormiladas, del barracón de los instructores, enfundadas en sus monos de lana, mientras las menos favorecidas terminaban sus ejercicios de combate sin armas. De modo que Charlie dispuso durante una temporada de su dormitorio para ella sola, y aunque Fidel, el amable cubano, apareció allí una noche, tan relimpio y repeinado como un niño del coro, dispuesto a estrecharla con su amor revolucionario, ella conservó su pose de firme abnegación y no le concedió ni un beso antes de echarlo.

El primero que le pidió sus favores después de Fidel fue Abdul el norteamericano. Fue a verla una noche, a última hora, y llamó tan suavemente que ella creyó que sería una de las argelinas, porque acostumbraban olvidarse la llave. A estas alturas Charlie había deducido que Abdul era un miembro permanente del campamento. Porque trataba a los instructores con gran intimidad, le dejaban mucha libertad, y no tenía más trabajo que el de leer sus aburridos artículos y citar a Marighella con un atronador acento del profundo Sur, que Charlie sospechaba que era postizo. Fidel, que le admiraba, dijo que era un desertor de la guerra de Vietnam, que odiaba el imperialismo y había llegado allí vía La Habana.

- ¡Hola, tía! -dijo Abdul, colándose en el dormitorio con una sonrisa en los labios, antes de que ella tuviera tiempo de cerrarle la puerta en las narices. Se sentó en la cama de Charlie y empezó a liar un pitillo.

- ¡Lárgate! -dijo ella.

- Claro -dijo él, que siguió liando el pitillo. Era alto, con entradas y, visto de cerca, muy flaco. Llevaba uniforme militar cubano y tenía una sedosa barba castaña a la que parecía faltarle pelo.

- ¿Cómo te llamas en realidad? -preguntó él.

- Smith, Leila Smith.

- Me gusta. Smith. -Y repitió el apellido varias veces en diversos tonos-. ¿Eres irlandesa, Smith? -Encendió el pitillo y se lo ofreció a Charlie. Ella le ignoró-. Tengo entendido que eres propiedad privada de mister Tayeh. Admiro tu buen gusto. Tayeh no se conforma con cualquier cosa. ¿Cómo te ganas la vida, Smith?

Ella cruzó el dormitorio a grandes zancadas, fue a la puerta y la abrió de golpe, pero él se quedó en la cama, sonriendo levemente con una mueca maliciosa a través del humo de su pitillo.

- ¿No quieres joder? -preguntó él-. ¿Qué pena! Esas Fráuleins son como elefantes enanos de circo. Pensaba que tú y yo podíamos elevar un poco el nivel. Hacer una demostración de las Relaciones Especiales).

Se levantó lánguidamente, tiró el pitillo al lado de la cama y lo apagó con la bota.

- ¿No tendrás por casualidad un poco de hachís para este pobre hombre, Smith?

- ¡Largo! -dijo ella.

Accediendo pasivamente a la voluntad de Charlie, se le acercó arrastrando los pies. Luego se detuvo y levantó la cabeza, y se quedó quieto; ella se sintió muy violenta al ver que los ojos agotados y sin personalidad del norteamericano se habían llenado de lágrimas y que, con un nudo en la garganta, la miraba con una infantil expresión de súplica.

- Tayeh no quiere permitirme que salte del tiovivo en marcha -se quejó el norteamericano. Su acento del profundo Sur había dado paso a un acento corriente de la Costa Este-. Cree que mis baterías ideológicas se han descargado. Y me temo que acierta. Es como si ya no me acordara del razonamiento según el cual cada bebé muerto es un paso hacia la paz mundial. Lo cual es una lata para quien ha matado a unos cuantos. Tayeh se lo toma muy deportivamente. Es un tipo deportivo. ((Si quieres irte, vete», dice. Y señala al desierto. Deportivamente.

Como un pordiosero desconcertado, cogió la mano derecha de Charlie entre las suyas y se quedó mirando la palma vacía.

- Me llamo Halloran -explicó, como si a él mismo le costara recordarlo-. Donde dice Abdul debes leer Arthur J. Halloran. Y si alguna vez pasas delante de alguna embajada de Estados Unidos, te estaría agradecidísimo si dejaras una nota diciendo que Arthur Halloran, el que fuera miembro de la troupe de Boston y de Vietnam, y últimamente soldado de ejércitos no tan oficiales, desearía regresar corriendo a casa y pagar la deuda que ha contraído con la sociedad antes de que esos macabeos locos aparezcan por esas colinas y nos hagan papilla a todos. ¿Querrás hacerme este favor, Smith? Al fin y al cabo, a la hora de la verdad nosotros, los anglosajones, somos superiores, ¿no te parece?

Ella no podía apenas moverse. Una irresistible sensación de mareo la había invadido con la misma fuerza que la primera sensación de frío que tiene un cuerpo muy malherido. Lo único que quería era irse a la cama. Con Halloran. Para proporcionarle el consuelo que pedía y extraerle a cambio otro tanto. No le importaba que a la mañana siguiente él pudiese delatarla. Que lo hiciera. Lo único que sabía es que no soportaba, ni una noche más, aquella infernal celda vacía.

El retenía todavía su mano. Ella le dejó, matando el tiempo como un suicida que mira anhelante desde el alféizar de una ventana la calle que está muy abajo, a sus pies. Después, haciendo un tremendo esfuerzo, se liberó, y con las dos manos a la vez empujó el esquelético cuerpo del norteamericano, que no ofreció resistencia, hacia el exterior.

Se sentó en la cama. Era, sin duda, la misma noche. Podía oler todavía el cigarrillo de él. Ver la colilla apagada en el suelo.

«Si quieres irte, vete», dijo Tayeh. Luego señaló al desierto. «Tayeh es un tipo muy deportivo.»

«No hay miedo que se le pueda comparar -había dicho Joseph-. Tu valentía será como el dinero, irás gastándola, cada vez más, y una noche te mirarás los bolsillos y estarás sin un céntimo. Entonces es cuando empieza la verdadera valentía.

»No hay más que un principio lógico -había dicho Joseph-, tú. No puede quedar más que un superviviente, tú. No hay más que una persona en la que puedes confiar, tú.»

Se quedó junto a la ventana, preocupada por la arena. No había pensado que la arena pudiera remontarse tan alto. De día, domada por el ardiente sol, yacía dócil y baja, pero cuando, como en este momento, brillaba la luna, se hinchaba formando inquietos conos que saltaban de un horizonte a otro, y supo que con el tiempo acabaría derramándose hasta el barracón a través de la ventana, y la dejaría tiesa en pleno sueño.

Su interrogatorio empezó a la mañana siguiente y duró, según los cálculos que hizo al terminar, un día entero y dos medias noches. Fue un proceso alocado e irracional, según quien fuese el sujeto al que le tocaba el turno de chillarle y según se tratara de desafiar su compromiso revolucionario o de acusarla de ser una delatora británica, sionista o norteamericana. Mientras duró, la excusaron de participar en todas las lecciones y la obligaron a encerrarse en su barracón entre una sesión y la siguiente, bajo arresto domiciliario, aunque a nadie parecía importarle que fuera a dar un paseo sola por el campamento. Se turnaban cuatro chicos árabes muy fervientes que actuaban por parejas y le ladraban las preguntas previamente preparadas que iban leyendo en unos cuadernos escritos a mano; lo que más los enfurecía era que ella no entendiese su mal inglés. No le pegaron, aunque quizás hubiera sido más fácil si lo hubiesen hecho, porque al menos hubiera podido saber cuándo les gustaban sus respuestas y cuándo no. Pero cuando se enfurecían resultaban bastante aterradores. A veces le gritaban con el rostro pegado al de ella, la cubrían de escupitajos, y luego la dejaban, presa de náuseas y jaqueca. Otro de los trucos consistía en ofrecerle un vaso de agua, y luego tirárselo a la cara cuando ella estaba a punto de cogerlo. Pero la siguiente sesión, el chico que había sido el instigador de esta escena leyó delante de sus tres colegas una declaración de culpabilidad, y después abandonó la estancia profundamente humillado.

Otra vez la amenazaron con dispararle un tiro por su conocida vinculación con el sionismo y la reina de Inglaterra. Pero cuando incluso entonces se negó a admitir estos pecados, parecieron perder interés y empezaron a contarle con mucho orgullo historias de sus aldeas de origen, que no habían visto jamás, y le dijeron que en ellas vivían las mujeres más hermosas, y crecían los mejores olivos y las mejores viñas del mundo. Y fue entonces cuando Charlie supo que había regresado a la cordura, y a Michel.

Un punkah eléctrico empezó a funcionar; de las paredes colgaban unas cortinas grises que ocultaban parcialmente unos mapas. Por la ventana, que estaba abierta, Charlie podía oír los intermitentes golpes sordos de las prácticas con bombas que llegaban del campo de tiro de Bubi. Tayeh se había instalado en el sofá, y estirado en él una pierna. Su cara llena de heridas tenía un aspecto pálido y enfermizo. Charlie estaba de pie delante de él, como una niña que se ha portado mal, con la mirada baja y la mandíbula agarrotada de ira. Había intentado hablar una vez, pero Tayeh había impedido que lo hiciera desviando su atención al sacar una botella de whisky del bolsillo y pegarle un trago. Se secó los labios hacia los dos lados con el dorso de la mano, como si llevara bigote, que no era el caso. Jamás le había visto Charlie tan contenido, ni tan incómodo en su presencia.

- Abdul el norteamericano -dijo ella.

- ¿Qué?

Charlie estaba preparada. Había ensayado mentalmente la escena repetidas veces: el elevado sentido del deber de la camarada Leila supera su repugnancia natural a dar el chivatazo. Se sabía el texto de memoria. Sabía cómo eran las furcias del campamento que lo habían pronunciado. Para recitarlo mantuvo el rostro desviado del de él y habló con furia áspera y masculina.

- Su verdadero nombre es Halloran. Arthur J. Halloran. Es un traidor. Me pidió que, cuando me vaya, les diga a los norteamericanos que quiere regresar y hacer frente a los tribunales. Admite francamente que tiene ideas antirrevolucionarias. Podría traicionarnos a todos.

La oscura mirada de Tayeh no se había apartado ni un instante de su rostro. Sostenía su bastón de fresno con las dos manos, y golpeaba con su extremo los dedos de su pierna mala, como si tratara así de mantenerla despierta.

- ¿Es por eso que has pedido verme?

- Sí.

- Halloran fue a verte hace tres noches -observó él, desviando su mirada-. ¿Por qué no me lo has dicho antes? ¿Por qué has esperado tres días?

- No estabas aquí.

- Estaban otros. ¿Por qué no preguntaste por mí?

- Tenía miedo de que le castigaras.

Pero Tayeh no parecía pensar que Halloran estuviese siendo juzgado.

- Miedo -repitió, como si se tratase de una admisión muy grave-. ¿Miedo? ¿Y por qué ibas a temer por Halloran? ¿Durante tres días? ¿Acaso simpatizas secretamente con su actitud?

- Sabes que no.

- ¿Es por eso que él te habló con tanta franqueza? ¿Por qué le diste motivos para que confiara en ti? Creo que sí.

- No.

- ¿Te acostaste con él?

- No.

- Entonces, ¿qué deseos podías sentir de proteger a Halloran? ¿Por qué ibas a temer por la vida de un traidor cuando estás aprendiendo a matar en nombre de la revolución? ¿Por qué no eres sincera con nosotros? Me decepcionas.

- No tengo experiencia. Lo sentía por él y no quería que sufriera ningún daño. Después me acordé de cuál era mi deber.

Tayeh parecía cada vez más confuso ante el desarrollo de la conversación. Tomó otro trago de whisky.

- Siéntate.

- No siento necesidad de hacerlo.

- Siéntate.

Ella hizo lo que le ordenaban. Miraba con fiereza hacia un punto situado a un lado de él, algún punto odiado de su propio horizonte. En su interior había ido más allá del punto en que él hubiera tenido algún derecho a conocerla. «Ya he aprendido lo que me enviaste a aprender aquí. Echate la culpa a ti mismo si no me entiendes.»

- En una carta que escribiste a Michel hablabas de un hijo. ¿Tienes un hijo? ¿De él?

- Me refería a la pistola. Dormíamos con ella.

- ¿Qué clase de pistola?

- Una Walther. Se la dio El Jalil a él.

Taveh suspiró.

- Si estuvieras en mi lugar-dijo por fin, volviendo la cabeza a otro lado para no mirarla-, y tuvieras que arreglar el asunto de Halloran (que quiere irse a casa, pero sabe demasiado), ¿qué harías con él?

- Neutralizarle.

- ¿Pegarle un tiro?

- Eso es asunto tuyo.

- Sí. Lo es. -Volvía a estudiar su pierna mala, sosteniendo su bastón encima de ella, en paralelo-. Pero ¿por qué habría que ejecutar a un hombre que ya está muerto? ¿Por qué no podríamos dejarle que trabajara para nosotros?

- Porque es un traidor.

Una vez más Tayeh pareció no querer entender la lógica a la que obedecía la actitud de

ella.

- Halloran se acerca a muchos de los que pasan por este campamento. Siempre lo hace por algún motivo. Es nuestro buitre, y nos señala los sitios donde hay debilidad y enfermedad. Nos señala a los posibles traidores. ¿No crees que sería una tontería librarse de una criatura tan útil? ¿Te acostaste con Fidel?

- No.

- ¿Porque es latino?

- Porque no quería acostarme con él.

- ¿Y con los chicos árabes?

- No.

- Me parece que eres muy quisquillosa.

- No lo fui con Michel.

Soltando un suspiro de perplejidad, Tayeh tomó un tercer trago de whisky.

- ¿Quién es Joseph? -preguntó en un tono ligeramente quejumbroso. ¿Quién es Joseph, por favor?

¿Había por fin muerto la actriz que había sido? ¿O estaba tan reconciliada con el teatro de la realidad que había desaparecido la diferencia entre la vida y el arte? No se le ocurría ni una sola de las respuestas de su repertorio; no tenía a la sensación de estar eligiendo entre diversas formas de interpretación. No pensó en la posibilidad de desplomarse en el suelo y quedarse quieta sobre sus losas. No sintió la tentación de embarcarse en una dramática confesión, de revolcarse por el suelo admitiendo su culpa, vendiendo todos los secretos que conocía a cambio de su vida, que le habían dicho que era la última opción que le quedaba, y que le habían permitido utilizar. Estaba furiosa. Estaba hartísima de ver cómo sacaban a rastras su integridad y la desempolvaban y la sometían a nuevos escrutinios cada vez que alcanzaba otro hito en su camino hacia la revolución de Michel. De modo que lo que hizo fue lanzarle sin pensar una réplica -una carta cogida bruscamente de la parte superior de la baraja-, lo tomas o lo dejas, y vete al infierno.

- No conozco a ningún Joseph.

- Anda. Piensa. En Mikonos. Antes de que fueras a Atenas. Uno de tus amigos, en una conversación intrascendente con alguien que te conocía, fue oído mencionar a Joseph, que había entrado en vuestro grupo. Dijo que Charlie estaba absolutamente cautivada por él.

No quedaban barreras ni curvas. Las había dejado todas atrás, y ahora avanzaba libremente.

- ¿Joseph? ¡Ah, ese Joseph! -dejó que su cara denotara el retrasado recuerdo, y, en el mismo momento, que se nublara de repugnancia.

- Le recuerdo. Era un grasiento judío que se enganchó a nuestro grupo.

- No hables así de los judíos. No somos antisemitas. Somos simplemente antisionistas.

- Oh, sí, desde luego! -cortó ella.

A Tayeh le interesó esta reacción.

- ¿Estás llamándome mentiroso, Charlie?

- Fuera o no un sionista, era un pelotillero. Me recordaba a mi padre.

- ¿Era judío tu padre?

- No. Era un ladrón.

Tayeh estuvo pensando en esto un buen rato, utilizando primero la cara de ella, y luego todo su cuerpo, como término de referencia para las dudas que quizás albergaba todavía. Le ofreció un cigarrillo, pero ella no lo aceptó: su instinto le aconsejó que no diera ese paso hacia él. Tayeh volvió a golpearse el pie malo con el bastón.

- Esa noche que pasaste con Michel en Tesalónica, en el viejo hotel, ¿la recuerdas?

- ¿Y qué pasa?

- El personal del hotel oyó gritos en vuestra habitación cuando ya era casi de madrugada.

- ¿Y qué quieres saber?

- No me empujes, por favor. ¿Quién gritaba esa noche?

- Nadie. Se confundieron de puerta cuando se metieron a fisgonear.

- ¿Quién gritaba?

- Nosotros no gritábamos. Michel no quería que me fuese. Eso es todo. Temía por mí.

- ¿Y tú?

Era una historia que había fabricado con ayuda de Joseph, el momento en que ella era más fuerte que Michel.

- Le dije que le devolvería su brazalete.

Tayeh asintió con la cabeza.

- Lo cual explica la posdata de tu carta: «Me alegró muchísimo quedarme al final con el brazalete.» Y, naturalmente, no hubo gritos. Tienes razón. Perdona mi simple trampa árabe.

La miró inquisitivamente una última vez, tratando, una vez más, en vano, de resolver el enigma; luego hizo un puchero con los labios, militarmente, de una forma parecida a como a veces hacía Joseph, como preludio de una orden.

- Tenemos una misión para ti. Ve a por tus cosas y regresa aquí inmediatamente. Tu preparación ha terminado.

Irse de allí era la locura más inesperada. Era peor que el final de un curso; peor que deshacerse de la pandilla en el puerto del Pireo. Fidel y Bubi la apretaron contra sus pechos. Sus lágrimas se mezclaron con las de ella. Una de las chicas argelinas le regaló un niño Jesús de madera para que lo usara como medallón.

El profesor Minkel vivía en el collado que une el monte Scopus con la Colina Francesa, en el octavo piso de una nueva torre próxima a la Universidad Hebrea, vecina de otras muchas que formaban un racimo que había causado un gran dolor a los desafortunados que pretendían conservar el antiguo carácter de Jerusalén. Todos los apartamientos tenían vistas de la Ciudad Vieja, pero lo malo era que también desde la Ciudad Vieja se veían, en lo alto, los apartamientos. Al igual que las torres vecinas, ésta era, además de un rascacielos, una fortaleza, y sus ventanas habían sido dispuestas de modo que sirvieran para devolver desde ellas el fuego en caso de que hubiese necesidad de repelir un ataque. Kurtz se equivocó tres veces antes de encontrar el sitio que buscaba. Se perdió primero en un centro comercial, cuyos muros de cemento tenían más de un metro y medio de espesor; luego volvió a extraviarse y fue a parar a un cementerio británico dedicado a los caídos en la primera guerra mundial y que tenía una placa que decía:

«Obsequio del pueblo de Palestina.» Luego exploró otros edificios; casi todos regalo de millonarios norteamericanos, y finalmente llegó a esta torre de piedra labrada. Los carteles donde estaban los nombres habían sido estropeados por los gamberros, de modo que apretó un timbre al azar y desenterró a un viejo polaco de la Galitzia que solamente hablaba yiddish. El polaco sabía cuál era el edificio que estaba buscando -es precisamente éste, no lo dude- y conocía al doctor Minkel y le admiraba por su actitud; él mismo había sido alumno de la venerada Universidad de Cracovia. Pero también tenía que hacerle muchas preguntas, que Kurtz se vio obligado a contestar lo mejor que pudo: por ejemplo, ¿de donde procedía Kurtz? Santo cielo, ¿y no conoce a fulano y mengano? ¿Y qué es lo que puede querer hacer en ese edificio, a las once de la mañana, todo un adulto, cuando el doctor Minkel estaba seguramente enseñando a los futuros grandes filósofos del pueblo judío?

Los mecánicos del ascensor estaban en huelga, de modo que Kurtz se vio obligado a subir por la escalera, pero no había nada que hubiera podido echar a perder sus ánimos. Para empezar, porque su sobrina acababa de anunciar su compromiso con un joven que trabajaba precisamente en la misma sección que él, y no se trataba de un compromiso prematuro. Además, la conferencia bíblica de Elli había concluido felizmente; al terminar había ofrecido un café a los participantes y se alegró muchísimo de que él hubiera podido combinarse el trabajo y estar presente. Pero, sobre todo, porque el decisivo descubrimiento de lo de Freiburg había sido respaldado por varios indicadores que lo confirmaban, de los cuales el más satisfactorio había llegado ayer mismo, gracias a uno de los escuchas de Shimon Lityak, que, probando un nuevo micrófono direccional desde un tejado de Beirut, había captado la palabra Freiburg; Freiburg repetida tres veces en poco tiempo, una auténtica delicia. «A veces -reflexionó Kurtz mientras iba subiendo-, la suerte te trata así de bien.» Y la suerte, como sabia Napoleon y sabían también todos los habitantes de Jerusalén, era la cualidad definitiva de los grandes generales.

Al llegar a un pequeño rellano hizo una pausa para recobrar un poco el aliento, y también para serenar sus pensamientos. La escalera tenía una iluminación propia de un refugio antibombardeo, con las bombillas protegidas por jaulas de alambre, pero lo que hoy oía saltar y brincar en el fondo del sombrío pozo eran los sonidos de su propia infancia en los ghettos. «Hice bien no trayendo conmigo a Shimon -pensó-. A veces Shimon da un toque helado a las cosas; será mejor actuar con cierto desparpajo superficial.»

La puerta del número 18 D tenía una mirilla incrustada en una chapa de acero, y en uno de sus lados estaba atestada de cerrojos. La señora Minkel los fue abriendo de uno en uno, como si desabrochara los botones de un botín, mientras iba diciendo «Un momentito, por favor», y seguía bajando más y más. Kurtz se hizo a un lado y esperó a que ella los fuese cerrando pacientemente otra vez. Era una mujer alta y guapa, con unos ojos azules muy luminosos, y el cabello cano recogido en un moño universitario.

- Usted es el señor Spielberg, del Ministerio del Interior -le informó ella con cierta reserva, mientras le daba la mano-. Hansi le está esperando. Bienvenido. Pase.

Abrió la puerta que daba a un diminuto estudio y allí vio sentado a Hansi, curtido y patriarcal como un Buddenbrook. Tenía un despacho demasiado pequeño para sus necesidades y hacía años que trabajaba así; sus libros y papeles estaban esparcidos a su alrededor por todo el suelo, en un orden que no podía ser fruto del azar. La mesa estaba puesta en un ángulo torcido a medio camino del saliente de una ventana, y el saliente era un semihexágono con delgadas ventanitas de cristales ahumados que parecían troneras para un arquero, y en la parte inferior tenía un banco empotrado. Levantándose cuidadosamente, Minkel avanzó con precaución y lleno de una dignidad celestial por la habitación hasta llegar a una isleta que no había sido invadida aún por su erudición. Su bienvenida no fue muy tranquila, y cuando se sentaban en el saliente de la ventana, la señora Minkel acercó un taburete y se instaló firmemente entre los dos, como si pretendiera juzgar si se jugaba limpio o no.

Hubo entonces un incómodo silencio. Kurtz esbozó la sonrisa apesadumbrada del hombre que está obligado a cumplir con su deber.

- Señora Minkel, siento decirle que hay un par de cuestiones que por motivos de seguridad mi departamento insiste en tratar primero solamente con su esposo -dijo. Y volvió a esperar, sonriendo todavía, hasta que el profesor le sugirió a su mujer que les preparase un café y le preguntó a Kurtz si lo quería con leche.

Lanzando una mirada de advertencia a su esposo desde el umbral, la señora Minkel se retiró a regañadientes. En realidad, apenas debía haber diferencia de edad entre aquellos dos hombres; pero Kurtz tuvo el cuidado de hablarle a Minkel como a un superior, porque eso era a lo que el catedrático estaba acostumbrado.

- Profesor, tengo entendido que nuestra amiga Ruthie Zadir habló con usted ayer mismo -empezó Kurtz con el respeto de quien se dirige a un enfermo desde la cabecera de la cama. Pisaba aquí terreno seguro porque había estado al lado de Ruthie cuando llamó al profesor, v había escuchado las palabras de ambos a fin de hacerse una idea de la clase de persona que era.

- Ruth fue una de las mejores alumnas que he tenido -observó el catedrático como quien recuerda una pérdida.

- Sin duda es también uno de nuestros mejores elementos -dijo Kurtz, mas expansivo-. Profesor, ¿tiene usted idea, por favor, del caracter del trabajo que realiza actualmente Ruthie?

Minkel no estaba en realidad acostumbrado a contestar preguntas que no hicieran referencia a su especialidad, y necesitó unos instantes de desconcertada concentración antes de responder.

- Creo que debería decir una cosa -dijo por fin con incómoda resolución.

Kurtz sonrió hospitalariamente.

- Si su visita a mi casa tiene relación con las tendencias o simpatías políticas de mis alumnos, lamento no poder colaborar con usted. No puedo aceptar la legitimidad de tales criterios. Lo siento, pero ya hemos discutido de esto con anterioridad. -Parecía repentinamente embarazado, tanto por sus pensamientos, como por su mal hebreo-. Yo estoy aquí porque creo en algo. Y cuando creemos en algo tenemos el deber de decirlo, pero aún es más importante actuar según esas creencias. Esa es mi actitud.

Kurtz, que había leído la ficha de Minkel, sabía exactamente cuál era la actitud del profesor. Era discípulo de Martin Buber, y miembro de un grupo idealista olvidado hacía tiempo que entre las guerras del 67 y el 73 había defendido la idea de llegar a una verdadera paz con los palestinos. Los políticos de derechas le llamaban traidor; y también lo hacían a veces los de izquierdas cuando recordaban aquella época. Minkel era un oráculo de la filosofía judía, de los primeros tiempos del cristianismo, de los movimientos humanistas alemanes y de unos treinta temas más; había escrito un libro en tres volúmenes sobre la teoría y la práctica del sionismo, con un índice tan abultado como un listín telefónico.

- Profesor -dijo Kurtz-, soy perfectamente consciente de cuál es su actitud en todas estas cuestiones y, desde luego, no tengo intención de interferir en modo alguno con su magnífica posición ética. -Hizo una pausa, dando tiempo a que sus palabras tranquilizaran plenamente a Minkel-. Por cierto, ¿puedo suponer que su próxima conferencia en la Universidad de Freiburg trata también de esta misma cuestión de los derechos individuales?

Los árabes, y sus libertades básicas…, ¿no es éste el tema de su conferencia del día veinticuatro?

El profesor no estaba dispuesto a aceptar aquello. Las definiciones imprecisas no le interesaban en lo más mínimo.

- El tema que trataré en esa ocasión es diferente. Se refiere a la realización del judaísmo por parte de los propios judíos por medio de la ejemplificación de la cultura y la moral judías, y no por medio de la conquista.

- ¿Qué dice exactamente la argumentación que utiliza usted? -preguntó benignamente Kurtz.

La esposa de Minkel regresó con una bandeja de pastas caseras.

- ¿Ya está pidiéndote otra vez que te conviertas en un delator? -preguntó-. Si te lo pide, dile que no. Y cuando le hayas dicho que no, dile que no otra vez, hasta que se entere. ¿Qué crees que te hará? ¿Golpearte con una porra de caucho?

- Señora Minkel, no estoy pidiéndole eso que usted dice, en absoluto -dijo Kurtz, imperturbable.

Dirigiéndole una mirada de paciente incredulidad, la señora Minkel volvió a retirarse.

Pero Minkel apenas esperó. Si había notado la interrupción, la ignoró. Kurtz le había dirigido una pregunta; Minkel, que rechazaba todo cuanto supusiera oponer barreras al conocimiento, porque le parecía inaceptable, se disponía a contestarle.

- Le diré exactamente cómo funciona la argumentación, señor Spielberg -contestó solemnemente-. Mientras tengamos un Estado judío pequeño, podremos avanzar democráticamente, como judíos, hacia nuestra realización como tales judíos. Pero cuando ampliemos nuestro Estado e incorporemos en él a muchos árabes, tendremos que elegir. -Y le mostró a Kurtz las alternativas con sus manos pecosas-. De este lado, democracia sin realización del judaísmo; de este otro, realización del judaísmo sin democracia.

- ¿Cuál es, por lo tanto, la solución, profesor? -preguntó Kurtz.

Las manos de Minkel volaron por el aire en un despectivo ademán de impaciencia universitaria. Parecía haber olvidado que Kurtz no era alumno suyo.

- ¡Muy sencilla! ¡Retirarnos de Gaza y de la Orilla Occidental antes de que perdamos nuestros valores! ¿Qué otra solución podría haber?

- ¿Y cuál es la reacción de los propios palestinos a esta propuesta, profesor?

La anterior seguridad del catedrático fue sustituida por cierta tristeza.

- Me llaman cínico -dijo.

- ¿Ah, sí?

- Según ellos, quiero conseguir a la vez un Estado judío y las simpatías de todo el mundo, y por eso dicen que soy un agente subversivo y contrario a su causa. -La puerta volvió a abrirse y entró la señora Minkel con la cafetera y las tazas-. Pero no soy subversivo -dijo con desesperación el profesor, aunque, ante la entrada de su esposa, no añadió nada más.

- ¿Subversivo? -repitió como un eco la señora Minkel, dejando de golpe la bandeja de la vajilla y sonrojándose-. ¿Está usted llamando subversivo a Hansi? ¿Porque decimos lo que pensamos sobre lo que le está pasando a este país?

Kurtz no hubiera podido hacerla callar aunque lo hubiese intentado, pero de hecho ni siquiera hizo el menor esfuerzo en este sentido. Le bastaba dejar que siguiera su carrera hasta agotarse.

- ¿Y las palizas y torturas en Golán? ¿Y no los tratan en la Orilla Occidental peor que las SS? ¿Y en el Líbano y en Gaza? Incluso aquí, en Jerusalén, les dan bofetadas a los críos por el solo hecho de ser árabes. ¡Y nos llama subversivos porque nos atrevemos a hablar de la opresión, simplemente porque nadie nos oprime a nosotros, judíos de Alemania! ¿Nosotros somos subversivos para Israel?

- Aber, Liebchen… -dijo el profesor, enrojeciendo de embarazo.

Pero la señora Minkel era evidentemente una dama acostumbrada a decir todo lo que tenía que decir.

- No pudimos frenar a los nazis, y ahora no podemos frenarnos a nosotros mismos. Conseguimos una patria, ¿y qué es lo que hacemos? Al cabo de cuarenta años nos inventamos otra tribu perdida. ¡Qué idiotez! Y si no lo decimos nosotros, será el mundo quien lo dirá. El mundo ha empezado ya a decirlo. ¡Lea los periódicos, señor Spielberg!

Como si estuviera cubriéndose para evitar un golpe, Kurtz había levantado el antebrazo hasta situarlo entre su cara y la de ella. Pero la señora Minkel no había ni mucho menos terminado.

- Esa Ruthie… -añadió, con una mueca despectiva-. Era muy inteligente, estudió aquí casi tres años con Hansi. ¿Y qué hace luego? Ingresa en el aparato.

Kurtz bajó la mano y reveló que estaba sonriendo. No era una sonrisa burlona ni enfurecida, sino que denotaba el confundido orgullo de un hombre que amaba verdaderamente la asombrosa variedad de su raza. Estaba diciendo «por favor», apelaba al profesor, pero la señora Minkel tenía aún muchísimas cosas sabrosas que decir.

Finalmente, sin embargo, calló, y después de que lo hiciera Kurtz le preguntó si no quería sentarse también ella para oír lo que había ido a discutir con ellos. De modo que la señora Minkel se colgó en lo alto del taburete otra vez, en espera de que la desenojasen.

Kurtz eligió sus palabras con el mayor cuidado, con la mayor amabilidad. Dijo que lo que tenía que decirles era del máximo secreto. Ni siquiera Ruthie Zadir, les dijo, ni siquiera Ruthie Zadir -una magnífica funcionaria, que todos los días tenía que trabajar con numerosos asuntos secretos-, tenía noticia de aquello; lo cual no era cierto, pero no importaba. No había ido a verlos para hablar de los alumnos del profesor, dijo, y muchísimo menos a acusarle de subversión o a discutir sus magníficos ideales. Había acudido sola-mente a tratar de la próxima conferencia que el profesor tenía que pronunciar en Freiburg, debido a que había llamado la atención de ciertos elementos extraordinariamente negativos. Y finalmente habló con claridad.

- Esta es, pues, la triste realidad -dijo, e inspiró profundamente-. Si algunos de esos palestinos, cuyos derechos ha estado usted defendiendo con tanta valentía, logran realizar sus propósitos, el veinticuatro de este mes no va usted a pronunciar ninguna conferencia en Freiburg. De hecho, profesor, jamás volverá usted a pronunciar conferencias. -Hizo una pausa, pero su público no dio señales de querer interrumpirle-. Según las informaciones que obran actualmente en nuestro poder, es evidente que uno de los grupos menos intelectualizados de los palestinos le ha elegido a usted como un peligroso moderado, capaz de aguar el vino puro de su causa. Eso mismo que me ha referido usted antes, pero peor incluso. Le toman a usted por un defensor de la solución a la Bantustán para los palestinos. Le toman por una falsa luz, que podría conducir a los más débiles a hacer una nueva y fatal concesión a la bota sionista.

Pero hizo falta más, mucho más que la simple amenaza de muerte para convencer al profesor de que debía aceptar una versión no demostrada de los acontecimientos.

- Perdone -dijo en tono cortante-. Esa es exactamente la definición que hicieron de mí en la prensa palestina después de mi discurso en Beersheva.

- Precisamente de ahí es de donde la hemos sacado nosotros, profesor -dijo Kurtz gravemente.


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