El parador de automovilistas se llamaba «Romanz» y se alzaba en un bosque de pinos, en un altozano junto a la autopista. Había sido construido para complacer a enamorados con gustos medievales, con claustros de cemento armado, medievales armas de plástico, y luces de neón debidamente coloreadas a lo medieval. El complejo estaba formado por varios chaletitos, y Kurtz ocupó el último de la fila, con una ventana enrejada que daba a la senda que se extendía hacia el Oeste. Eran las dos de la madrugada, hora a la que Kurtz estaba alegremente acostumbrado. Se había duchado y afeitado, se había hecho un café en la cafetera de astuto diseño, se había bebido una coca-cola debidamente dispuesta en el refrigerador, y durante el resto del tiempo había estado haciendo lo que ahora hacía. Había estado sentado, en mangas de camisa ante una mesa escritorio, pequeñita, con todas las luces apagadas, y unos prismáticos al lado, contemplando los faros de los automóviles que pasaban por entre los árboles, camino de Munich. En aquella hora poco tránsito había. Un promedio de cinco vehículos por minuto. Cuando llovía, los vehículos mostraban tendencia a agruparse.
Había sido un largo día y también una larga noche, en el caso de que también se contaran las noches, pero Kurtz tenía el convencimiento de que el descanso entontecía la cabeza, por lo que cinco horas de sueño eran suficientes para cualquiera y demasiadas para él. De todas maneras había sido un largo día, día que realmente no comenzó hasta el instante en que Charlie se fue. Fue preciso dejar vacantes los pisos de la Ciudad Olímpica, operación que Kurtz supervisó personalmente, debido a que sabía que los muchachos se sentían estimulados cuando eran testigos de la preocupación de Kurtz por cuidar todos los detalles. Fue preciso poner las cartas en el apartamento de Yanuka, y también Kurtz se encargó de ello. En el puesto de vigilancia en la acera frontera, Kurtz recibió a los observadores estáticos que allí volvieron a instalarse, y no se olvidó de felicitarles en ocasión de su regreso, y de darles todo género de seguridades, en el sentido de que sus largas y heroicas horas de vigilia pronto serían recompensadas.
Lenny preguntó sentimentalmente:
- ¿Qué ha sido del chico? Marty, este muchacho tiene un gran futuro. No lo olvides.
La contestación de Kurtz fue un tanto sibilina:
- Lenny, ese muchacho tiene un futuro, aunque no con nosotros.
Shimon Litvak se sentó detrás de Kurtz, en el borde de la cama de matrimonio. Shimon Litvak se había quitado el chorreante chubasquero y lo había extendido en el suelo, a sus pies. Parecía defraudado e irritado. Becker estaba sentado, un poco apartado de los otros, en una quebradiza silla de dormitorio, con su propia aureola alrededor, igual que en la casa de Atenas. Si, en la misma lejanía solitaria, pero participando del ambiente de vigilancia, antes de dar comienzo a la batalla.
Litvak, sentado todavía a la espalda de Kurtz, dijo en tono in-dignado:
- La chica no sabe nada. Es medio cretina.
Litvak había hablado con voz un tanto alta y algo temblorosa. Litvak prosiguió:
- Es holandesa y se llama Larsen. Cree que Yanuka se la ligó mientras ella estaba viviendo en una comuna en Frankfurt, pero no está segura porque se acuesta con muchos hombres y se olvida de ellos, como es lógico. Yanuka la llevó de viaje varias veces, y la enseñó a disparar, a disparar mal, desde luego, y luego llevó a la chica a su gran hermano mayor, para que el héroe descansara y se divirtiera un poco. La chica recuerda esto último. Incluso para el caso de la vida sexual de Khalil emplearon trucos de seguridad y protección, jamás utilizaron una misma casa. Esto le pareció estupendo y divertido a la chica. Entre una cosa y otra, la chica condujo automóviles al servicio de esa gente, colocó un par de bombas y robó unos cuantos pasaportes. Todo por amistad. Sí, ya que la chica es anarquista. Y, además, medio cretina.
Pensativo, dirigiendo su voz antes a su propio reflejo en el espejo que a Litvak, Kurtz
dijo:
- Cómoda chica.
Reconoce lo de Godesberg, reconoce a medias lo de Zurich. Si tuviéramos tiempo, reconocería plenamente lo de Zurich. Lo de Amberes no.
Kurtz preguntó:
- ¿Leyden?
Y, al pronunciar esta palabra, pareció que a Kurtz se le hubiera formado un nudo en la garganta, de manera que, desde el lugar en que Becker estaba sentado, se tenía la impresión de que Kurtz y Litvak padecieran una misma afección en la garganta, algo parecido a un encogimiento de las cuerdas vocales.
Litvak repuso:
- Leyden absolutamente no. No, no, y no. Y otra vez que no. A la sazón, la chica estaba pasando vacaciones con sus padres, en Sylt. ¿Dónde está Sylt?
Becker repuso:
- Ante la costa del norte de Alemania.
Pero Litvak le dirigió una feroz mirada, como si sospechara que Becker le hubiera insultado. Dirigiéndose una vez más a Kurtz, Litvak dijo en tono quejoso:
- La chica es muy lenta. Comenzó a hablar hacia el mediodía, pero a media tarde se desdijo de todo lo que había afirmado hasta el momento. «No, yo no he dicho esto. Tú mientes.» Bueno, pues nosotros tuvimos que buscar el punto en que habían quedado grabadas anteriormente las palabras de la chica, hacérselas oír, y la tía, duro que duro, diciendo que es una falsificación. Y entonces, comenzó a escupirnos. Es tozuda, holandesa y está loca.
Kurtz dijo:
- Sí, comprendo.
Pero Litvak quería algo más que simple comprensión:
- La tratamos con dureza, y con ello la irritamos y se comportó con más tozudez todavía. Dejamos de tratarla con dureza, permitimos que recupere fuerzas, y se puso más tozuda y comenzó a insultarnos.
Kurtz se volvió un poco, de manera que, en el caso de que estuviera mirando a alguien, estaría mirando a Becker. En el mismo estridente tono de queja, Litvak siguió:
- La chica regatea y ofrece tratos. Como que somos judíos, hay que regatear. «Si yo os cuento tal cosa, no me matáis, ¿de acuerdo? Si yo os cuento tal cosa, me soltáis, ¿de acuerdo?»
Bruscamente, Litvak se dirigió a Becker, a quien preguntó: -¿Y qué es lo que debe hacer un héroe en estos casos? ¿Seducirla? ¿Conseguir que se enamore de mí? Kurtz miraba su reloj y más allá de su reloj. Observó:
- Lo que esta chica sabe, sea lo que fuere, ya pertenece a la historia. Lo único importante es lo que hagamos con ella. Y cuándo.
Pero no habló como si planteara un problema, sino como el hombre que tomara la decisión final. Kurtz se dirigió a Becker:
- ¿Qué tal funciona la comedia, Gadi?
Becker repuso:
- Todo encaja bien.
Hizo una pausa, dejándoles a todos pendientes de sus palabras, y añadió: -Rossino utilizó a la muchacha en Viena durante un par de días, la llevó al Sur, y le entregó el automóvil. Todo es verdad. La chica fue en automóvil hasta Munich en donde se reunió con Yanuka. Esto no es verdad, pero ellos dos son los únicos que lo saben. Ansioso, Litvak siguió el relato:
- Se reunieron en Ottobrunn, que es un pueblo al sureste de la ciudad. Desde allí fueron a otro sitio, en donde hicieron el amor. El sitio importa poco. No es preciso que todo encaje, en una reconstrucción. Quizá hicieron el amor en el automóvil. La chica dice que le gusta hacer el amor en todo momento. Pero sobre todo le gusta hacer el amor con los luchadores, que es como ella les llama. Quizás alquilaron una habitación en cualquier sitio, y el propietario tiene miedo de declarar. Lagunas de este tipo son normales. La oposición lo espera.
Dirigiendo la vista a la ventana, Kurtz preguntó:
- ¿Y esta noche? ¿Ahora?
A Litvak no le gustaba que le hicieran preguntas tan concretas. Repuso:
- Ahora están en el automóvil camino de la ciudad, para hacer el amor. Para efectuar un trabajillo y esconder el resto de los explosivos. ¿Quién sabe? ¡Por qué tenemos que explicarnos tantas y tantas cosas?
Grabándose los detalles en la memoria, mientras seguía meditando, Kurtz preguntó:
- ¿En dónde está ella en estos instantes, en realidad? Litvak repuso:
- En la camioneta.
- ¿Y dónde está la camioneta?
- Al lado del Mercedes, en el aparcamiento. Basta una orden para que traslademos a la
chica.
- ¿Y Yanuka?
- También está en la camioneta. Es la última noche que pasan juntos. Hemos dado sedantes a los dos, tal como acordamos.
Kurtz volvió a coger sus prismáticos, los elevó a mitad de camino de los ojos, y los volvió a dejar en la mesa. Juntó las manos y frunció las cejas. Dirigiéndose a Becker, a juzgar por la postura de su cabeza, Kurtz dijo:
- Proponedme un método diferente. La metemos en un avión y la devolvemos a su casa, la dejamos en el desierto de Negev, la encerramos. ¿Y qué pasa? ¿Qué habrá sido de ella?, se preguntarán. En el momento en que la chica desaparezca, sospecharán lo peor. Pensarán que se ha pasado al enemigo, que ha desertado. Que Alexis la ha atrapado. Que la han atrapado los sionistas. Piensen lo que piensen, creerán que sus operaciones corren peligro. Y no cabe la menor duda de que dirán: «Licenciamos al equipo, que cada cual se vaya a su casa.»
Después de una pausa, Kurtz resumió:
- Deben tener pruebas concretas de que nadie tiene a la muchacha en su poder salvo Yanuka y Dios. Deben saber que la chica está tan muerta como Yanuka. ¿No estás de acuerdo conmigo, Gadi? ¿O me engaño al creer que en tu expresión se lee que tienes una idea mejor?
Kurtz se limitó a esperar, pero la mirada de Litvak, fija en Becker era inocente, en el momento en que necesitaba que Becker compartiera su culpabilidad.
Después de hacerles esperar un siglo, Becker dijo:
- No.
Pero Kurtz advirtió que en la cara de Becker había aparecido una dura expresión de fidelidad.
De repente, Litvak atacó a Becker, de manera que su voz y sus palabras parecieron saltar al aire desde el lugar en que el muchacho estaba sentado:
- ¿No? ¿No, qué? ¿No se hace la operación? ¿Qué significa no? Becker, sin prisas, replicó:
- «No» significa: no tenemos otra alternativa. Si soltamos a la holandesa, jamás aceptarán a Charlie. La señorita Larsen, viva, es tan peligrosa como Yanuka. Y si queremos seguir adelante, éste es el momento en que tenemos que hacerlo.
Con desprecio, Litvak repitió el condicional:
- Si queremos.
Kurtz restableció el orden por el medio de formular una pregunta que dirigió a Litvak, en tal tono que parecía desear que Litvak le diera una contestación afirmativa:
- ¿Es que la chica no puede dar nombres útiles? ¿Algún dato que pudiéramos comprobar con su colaboración? ¿Alguna razón para retenerla con nosotros?
Litvak encogió enfáticamente los hombros, y dijo:
- Conoce a una corpulenta chica alemana llamada Edda, sí, del norte de Alemania. Sólo la ha tratado una vez. Además de Edda hay otra chica que no es más que una voz que llama por teléfono desde París. Detrás de esta voz está Khalil, pero Khalil no tiene la costumbre de entregar tarjetas de visita.
Litvak estuvo callado unos instantes y repitió:
- Es medio cretina. Se droga hasta tal punto que sólo estar a su lado basta para que uno quede drogado.
Kurtz dijo:
- Bueno, parece que la chica es un callejón sin salida.
Litvak ya estaba abrochándose su oscuro chubasquero. Con una sonrisa carente de toda alegría, se mostró de acuerdo con su jefe:
- Si, es un callejón sin salida.
Pero Litvak no avanzó hacia la puerta. Todavía esperaba una orden concreta. Kurtz le dirigió una última pregunta:
- ¿Qué edad tiene la muchacha?
- La semana próxima cumple los veintiuno. ¿Es que tiene alguna importancia?
Despacio, con cierta solemnidad, Kurtz también se puso en pie, y se enfrentó normalmente con Litvak, al través del atestado cuartito, con sus muebles de madera labrada, propios de un pabellón de caza, y con sus adornos de hierro forjado. Kurtz dio la siguiente orden:
- Shimon, pregunta uno a uno a cada miembro de tu equipo. ¿Chico, chica, quieres apartarte de esta operación? No hace falta que den explicaciones, y no se pondrá una mala nota al lado del que no quiera seguir. Una votación libre, honesta.
Litvak dijo:
- Ya lo he hecho.
Kurtz levantó el brazo izquierdo, miró el reloj y dijo:
- Pues vuélvelo a hacer. Dentro de una hora, exactamente, me llamas por teléfono. No me llames antes. Y nada hagas hasta haber hablado conmigo.
Dentro de una hora, pensó Kurtz, cuando se dé el momento de menos tránsito. Y cuando yo haya tomado ya mis disposiciones. Litvak se fue y Becker se quedó.
Primero Kurtz llamó por teléfono a su esposa, Elli, con pago revertido, debido a que era puntilloso en materia de gastos. Cuando Kurtz se disponía a llamar a su esposa, Becker se levantó para dejarle solo, pero Kurtz, que estaba orgulloso de llevar una vida sin secretos, dijo tranquilamente a Becker:
- Quédate aquí, Gadi, por favor.
En consecuencia, durante diez minutos, Becker tuvo que escuchar una conversación sobre temas tan trascendentales como qué tal le iba a Elli con su grupo de estudios bíblicos, o cómo se las arreglaba para ir de compras a las tiendas, teniendo el automóvil averiado. Becker no tuvo necesidad alguna de preguntar por qué razón Kurtz había elegido precisamente aquel instante para abordar aquellos temas. En otros tiempos, Becker había hecho exactamente lo mismo. Kurtz quería tocar terreno seguro, antes de lanzarse a la matanza. Quería oír la viva voz de Israel.
Kurtz colgó y, la mar de entusiasmado, dijo a Becker:
- Elli está perfectamente bien. Te manda recuerdos y me ha encomendado que te diga que vuelvas a casa tan pronto puedas. Dice que hace un par de días se encontró con Frankie, y que Frankie también está bien. Debido a tu ausencia se siente un poco sola, pero está bien.
La segunda llamada de Kurtz fue a Alexis, y, al principio, Becker hubiera podido suponer, si no hubiera conocido a Kurtz tan bien cual le conocía, que se trataba de una llamada de amistad más. Kurtz escuchó las noticias que su agente alemán le dio acerca de su vida familiar. Y Kurtz le preguntó por el hijo que esperaba. Si, la madre y el niño se encontraban en excelente estado. Pero, terminados estos preliminares, Kurtz se puso serio y atacó directamente el cogollo del asunto, debido a que en las últimas conversaciones que había tenido con el buen doctor, Kurtz había percibido una clara mengua de la devoción que aquél tenía hacia él. Jovialmente, Kurtz anunció a Alexis:
- Paul, parece que cierto accidente del que hablamos recientemente va a ocurrir de un momento a otro, y no hay nada en el mundo que usted o yo podamos hacer para evitarlo. Por esto le ruego que tome papel y lápiz.
A continuación, y cambiando el tono de la voz, Kurtz habló rápida y torrencialmente en alemán:
- Durante las primeras veinticuatro horas siguientes a la notificación oficial que usted recibirá, limitará usted sus investigaciones a los ámbitos universitarios de Frankfurt y Munich. Difundirá usted que los principales sospechosos son un grupo de activistas izquierdistas que se sabe tienen vinculaciones con una célula de París. ¿Comprendido?
Kurtz hizo una pausa para permitir que Alexis anotara todo lo anterior. Después de haber recibido evidentes seguridades de que podía continuar, Kurtz así lo hizo:
- En las veinticuatro horas siguientes, hacia el mediodía, se presentará usted en la oficina principal de Correos de Munich y recogerá una carta dirigida a usted, con nombre y apellidos, dejada en poste restante. Allí encontrará la identidad del primer culpable, que será una chica holandesa, y recibirá asimismo datos referentes a la intervención de esa muchacha en anteriores incidentes.
Ahora, Kurtz dio sus órdenes a velocidad de dictado, y con gran autoridad: no se efectuarán investigaciones en el centro de Munich hasta el día catorce; los resultados de las pruebas forenses deberán ser enviados primeramente y con carácter exclusivo al doctor Alexis, y no se distribuirán hasta que los haya visto y examinado el propio Kurtz; las comparaciones públicas con otros incidentes sólo se harán previa la aprobación de Kurtz.
Al oír que su agente comenzaba a rebelarse, Kurtz apartó el aparato de su oído, para que Becker pudiera oír también el doctor Alexis:
- Pero, Marty, mi querido amigo, escuche, debo preguntarle algo de esencial importancia, ya que…
- Pregunte.
- ¿Qué es lo que buscamos, en este caso concreto? A fin de cuentas un accidente no es una tontería, Marty. Esto es una democracia civilizada, y ya comprende usted, Marty, lo que quiero decir con ello.
En el caso de que Kurtz lo supiera, se abstuvo de confesarlo. Alexis siguió hablando:
- Escuche. Debo exigirle algo, Marty, sí, insisto en que es una exigencia. No quiero daños, ni heridos ni muertos. Es una condición imperativa. ¿Comprende lo que le quiero decir?
Kurtz lo comprendió muy bien, tal como lo demostraron sus tersas frases:
- Paul, tengo la seguridad de que no se producirán daños en bienes alemanes. Alguna avería quizá. Pero daños propiamente dichos, no.
Sintiendo resurgir su alarma, Alexis gritó:
- ¿Y lesiones y muertes? ¡Por el amor de Dios, Marty, que aquí no somos un hatajo de primitivos!
Una gran calma dominó la voz de Kurtz:
- Paul, no se derramará sangre inocente. Tiene usted mi palabra. Ni un solo ciudadano alemán sufrirá siquiera un arañazo.
- ¿Puedo estar cierto de ello?
Kurtz repuso:
- No le queda más remedio.
Y colgó el aparato sin dar su número de teléfono.
En circunstancias normales, Kurtz no hubiera utilizado el teléfono con tanta libertad, pero, teniendo en consideración que, actualmente, el encargado de intervenir teléfonos era el propio Alexis, Kurtz estimó que podía correr esa clase de riesgo.
Litvak llamó diez minutos después. Kurtz le dijo: «Adelante, tienes luz verde, hazlo.»
Los dos esperaron. Kurtz junto a la ventana, y Becker de nuevo sentado en la silla, mirando el inquietante cielo nocturno. Kurtz agarró la manecilla de la ventana y abrió ambas hojas de par en par, dejando que en el cuarto penetrase el zumbido del tránsito en la autopista.
Como si se hubiera pillado a sí, mismo en una actitud negligente, Kurtz dijo:
- ¿A santo de qué correr riesgos innecesarios?
Becker comenzó a hacer cuentas a velocidad de soldado. Tanto tiempo para que los dos quedaran en posición. Tanto tiempo para las últimas comprobaciones. Tanto tiempo para emprender la retirada. Tanto tiempo para que se produjera una interrupción del tránsito en ambas direcciones. Tanto tiempo para preguntarse cuál es el valor de la vida humana, incluso en el caso de aquellos que conculcan totalmente su naturaleza. Y de aquellos que tal no hacen.
Como de costumbre fue el estallido más fuerte que todos habían oído en su vida. Más fuerte que el de Godesberg, más fuerte que el de Hiroshima, más fuerte que el de todas las batallas jamás libradas. Sentado en su silla, mirando más allá de la silueta de Kurtz, Becker vio una bola de color anaranjado que estallaba a la altura del suelo, y que luego se desvanecía, llevándose consigo las últimas estrellas y la primera luz del día. El estallido fue seguido de inmediato por un aceitoso humo negro que llenó el espacio vaciado por los gases expansivos. Vio cascotes volando por los aires, y un chorro de fragmentos negros que salía disparado y girando sobre sí mismo detrás del estallido, sin saber exactamente qué eran aquellos fragmentos, ruedas, una porción de asfalto, restos humanos… Vio como la cortina acariciaba amorosamente el desnudo brazo de Kurtz, y sintió el calor propio de un secador de cabello. Oyó el zumbido, parecido al que producen los insectos, causado por objetos duros que, al temblar, se rozaban entre sí, y mucho antes de que este zumbido se acallara, oyó los primeros gritos de indignación, los ladridos de perros, el paso de pies que avanzaban arrastrándose, calzados con zapatillas, por los pasillos cubiertos que unían los chalets, y oyó voces que decían las tontas frases que se dice la gente en las películas cuando se hunde un barco: «¡Mamá! ¡Mamá, mamá!» «¡He perdido las joyas!» Oyó la voz de una mujer, presa de la histeria, que aseguraba que llegaban los rusos, y oyó otra voz igualmente aterrada que decía a la mujer que no pasaba nada, ya que sólo había estallado un depósito de petróleo. Alguien dijo que era cosa de los militares, y que era una vergüenza las cosas que los militares transportaban de noche. Junto a la cama había una radio. Mientras Kurtz seguía junto a la ventana, Becker puso la radio en marcha, que comenzó a difundir un programa local centrado en conversaciones para insomnes, y la mantuvo conectada con dicha estación, en espera de que se interrumpiera el programa para dar la información de emergencia. Acompañado por el gemido de una sirena, un automóvil de la policía, destellante, intermitente su luz azul, avanzaba a toda velocidad por la autopista. Luego, no pasó nada. Después un coche de bomberos, y luego una ambulancia. El programa de la radio fue interrumpido, y se dio la primera noticia. Se había producido una misteriosa explosión al Este de Munich, sin que se supieran las causas ni otros detalles del hecho. La auto-pista había quedado cerrada al tránsito en ambas direcciones, y se advertía a los conductores que debían seguir las rutas alternativas.
Becker cerró la radio y encendió las luces. Kurtz cerró la ventana y corrió las cortinas. Luego se sentó en la cama y se quitó los zapatos sin desanudar los cordones.
Como si, de repente, algo le hubiera refrescado la memoria, Kurtz dijo:
- A propósito, Gadi, no hace mucho, unos días tan sólo, estuve hablando con nuestra gente en la embajada de Bonn. Les pedí que practicaran ciertas investigaciones sobre las finanzas de esos polacos con los que tú trabajabas en Berlín…
Becker nada dijo. Kurtz siguió:
- Bueno, pues parece que las noticias no son buenas, ni mucho menos. Creo que tendremos que buscar más dinero para ti o, de lo contrario, otros polacos…
Al no recibir respuesta, siquiera ahora, Kurtz levantó despacio la cabeza y vio a Becker que le miraba fijamente desde la puerta, y algo había en la apostura de Becker, el más alto de los dos hombres, que irritó gravemente a Kurtz, quien dijo:
- ¿Acaso quiere usted decirme algo, señor Becker? ¿Es que tiene que hacer alguna alegación de carácter moral que deje tranquilizada su mente?
Al parecer, Becker nada tenía que decir. Se fue, cerrando suave-mente la puerta a su espalda.
Kurtz tenía que hacer una última llamada telefónica. Se trataba de una llamada a Gavron, directamente a su casa. Alargó la mano para coger el teléfono, dudó, y retiró la mano. Que espere, pensó, mientras la ira volvía a surgir en su fuero interno. De todas maneras, le llamó. Comenzó a hablar suavemente, con sentido común, y como si todo estuviera dominado. Siempre comenzaban a hablar de esta manera. Utilizaban el inglés. Y se servían de los nombres falsos correspondientes a cada uno de ellos, en aquella semana.
- Nathan, soy Harry. Hola. ¿Cómo está tu mujer? Magnífico, dale también mis recuerdos. Nathan, dos cabras locas, jóvenes por cierto, han pillado un fuerte resfriado. Esto seguramente gustará a la gente que de vez en cuando nos pide que le demos una satisfacción.
Al escuchar la respuesta de Gavron, seca, imparcial, oficialesca, Kurtz comenzó a temblar. Pero, a pesar de todo, consiguió mantener el tono sereno de su voz:
- Nathan, me parece que ahora comienza tu gran momento. Por mi culpa has tenido que aguantar ciertas presiones, para que esa cosa madurase. Te he hecho promesas y las he cumplido, ahora hace falta que tengas un poco de confianza, un poco de paciencia.
De entre todas las mujeres y los hombres que Kurtz conocía, Gavron era el único ser que le inducía a decir frases que luego Kurtz lamentaba. De todas maneras, Kurtz siguió dominándose.
- Bueno, y también es cierto que nadie espera que una partida de ajedrez se gane antes de desayunar, ¿oyes? Necesito un poco de aire, un poco de libertad, un poco de terreno en el que moverme.
La ira, por fin, dominó a Kurtz, quien dijo:
- En consecuencia, ponles camisa de fuerza a esos locos, ¿oyes? ¡Por una vez en la vida pide que me apoyen un poco!
La comunicación se cortó. Si ello se debió a la explosión o a un acto de Misha Gavron, Kurtz jamás lo supo, ya que no intentó establecer comunicación de nuevo.