26


El Jalil la cogió por el brazo y casi la arrastró hasta el brillante coche nuevo, porque ella sollozaba y temblaba tanto que no era capaz de andar normalmente. Después de las humildes ropas de un conductor de furgoneta, él daba la sensación de haberse puesto el disfraz completo del intachable gerente alemán: abrigo negro ligero, camisa y corbata, cabello cepillado y peinado hacia atrás. Abriendo la puerta, se quitó el abrigo y cubrió con él solícitamente los hombros de la muchacha, como si se tratara de un animal enfermo. Ella no tenía la menor idea de cómo él esperaba que se comportase, pero se le veía menos impresionado que respetuoso de su estado. El motor ya estaba en marcha. Puso la calefacción en su punto máximo.

- Michel estaría orgulloso de ti -dijo él amablemente, y la observó durante un instante a la luz del interior del coche.

Ella inició una respuesta, pero en lugar de completarla volvió a romper en sollozos. El hombre le tendió un pañuelo, que ella cogió con las dos manos, retorciéndolo entre los dedos, mientras las lágrimas caían y caían. Le permitieron hablar al llegar a la parte baja de la colina boscosa.

- ¿Qué ocurrió? -susurró.

- Has obtenido una gran victoria para nosotros. Minkel murió al abrir la cartera. Se informó que otros amigos del sionismo estaban gravemente heridos. Aún los están contando. -Se expresaba con brutal satisfacción-. Hablan de atropello. Conmoción. Asesinato a sangre fría. Deberían visitar Rashideyeh algún día. Invito a toda la universidad. Hay que reunirlos en los refugios y acribillarlos a medida que salgan. Hay que quebrarles los huesos y obligarlos a mirar cómo se tortura a sus hijos. Mañana el mundo entero leerá que los palestinos no se convertirán en los pobres negros de Sión.

La calefacción era potente, pero no bastaba. Se acurrucó más en el abrigo de él. Las solapas eran de terciopelo y ella percibía el olor característico de las prendas nuevas.

- ¿Quieres contarme cómo fue? -preguntó él.

La muchacha negó con la cabeza. Los asientos eran mullidos y suaves; el motor estaba silencioso. Escuchó, pero no oyó ningún otro coche. Miró el retrovisor. Nada detrás, nada al frente. ¿Cuándo lo hubo? Tomó conciencia de los ojos oscuros de El Jalil, que la observaban.

- No te preocupes. Te cuidaremos. Te lo prometo. Me alegra que sientas pesar. Otros, cuando matan, ríen y se consideran vencedores. Se emborrachan, se arrancan las ropas como animales. Yo he visto todo eso. Pero tú…, tú sollozas. Eso es muy bueno.

La casa estaba junto a un lago y el lago en un valle profundo. El Jalil pasó por delante dos veces antes de volver al camino, y sus ojos, al mirar a los lados, eran los ojos de Joseph, oscuros y resueltos y omnividentes. Se trataba de una cabaña moderna, el segundo hogar de un hombre rico. Tenía paredes blancas y ventanas árabes y un tejado rojo en pendiente, en el que la nieve no podía asentarse. El garaje estaba unido a la casa y sus puertas se encontraban abiertas. Cuando hubieron entrado, se cerraron. El paró el motor y extrajo de la chaqueta una pistola automática de largo cañón. El Jalil, el tirador manco. Ella permaneció en el automóvil, contemplando la leña apilada junto al muro posterior. El hombre abrió la puerta del lado de la muchacha.

- Ve detrás de mí. A tres metros, no más cerca.

Una puerta metálica lateral se abría a un pasillo interior. Esperó, y luego echó a andar tras él. Las luces del salón ya estaban encendidas y había leña ardiendo en el hogar. Sofá tapizado en piel de potro. Muebles rústicos. Una mesa de troncos puesta para dos. En un cubo de hielo, con su correspondiente pie de hierro forjado, una botella de vodka.

- Espera aquí -dijo él.

La muchacha se detuvo en el centro del salón, sosteniendo el bolso con ambas manos, mientras él recorría la casa, habitación por habitación, tan silenciosamente que ella sólo oía las puertas de los armarios al abrirse y cerrarse. Empezó a temblar otra vez, vio-lentamente. El regresó al salón, dejó su arma a un lado, se dejó caer en cuclillas ante el fuego y se dedicó a atizarlo para elevar la llama. «Mantener a raya a los animales -pensó ella, observándole-. Y el cordero a salvo.» El fuego crepitó y ella se sentó delante, en el sofá. El hombre conectó la televisión. Se veía una película en blanco y negro, transmitida desde la taberna de lo alto de la colina. Bajó el sonido. Fue a situarse ante ella.

- ¿Querrías un poco de vodka? -preguntó con amabilidad-. Yo no bebo, pero a ti quizá te agrade.

Quería, de modo que él le sirvió un poco, demasiado.

- ¿Quieres fumar?

Le alcanzó una cigarrera de piel y le dio lumbre.

La iluminación del lugar era brillante; ella dirigió inmediatamente los ojos hacia la televisión y se encontró de pronto contemplando las facciones alteradas, histriónicas, del alemán bajo y de rostro de comadreja, al que había visto menos de una hora antes junto a Marty. Se encontraba a un lado del coche policial. Detrás de él, alcanzaba a ver un trozo de pavimento y la puerta lateral de la sala de conferencias, rodeada por una cerca de cinta fluorescente. Automóviles de la policía, de los bomberos y ambulancias entraban y salían con gran bullicio del área acordonada. «El terror es teatro», pensó. El fondo fue remplazado por la imagen de unos encerados verdes, destinados a mantener a raya la tormenta, mientras la búsqueda proseguía. El Jalil aumentó el sonido, y ella oyó las sirenas de las ambulancias detrás de la voz tersa y bien modulada de Alexis.

- Qué dice? -preguntó.

- Es quien dirige la investigación. Espera. Te lo diré.

Alexis se esfumó y fue remplazado por una imagen de estudio de Oberhaus ileso.

- Ese es el idiota que me abrió la puerta -dijo ella.

El Jalil alzó la mano para indicarle que guardara silencio. Ella escuchó y entendió, con una curiosidad objetiva, que Oberhauser estaba dando una descripción de su persona. Captó «Süd Afrika» y una referencia al cabello castaño; vio cómo, con un gesto, aludía a sus gafas; la cámara mostró un dedo tembloroso que señalaba unas similares a las que Tayeh le había proporcionado.

Después de la descripción de Oberhauser, vino la primera imagen probable que del sospechoso podía facilitar nuestro artista, una imagen que no se parecía a la de nadie en el mundo, excepto, quizás, a la de un antiguo anuncio de un líquido laxante que había sido ampliamente difundido en las estaciones ferroviarias diez años atrás. A continuación, uno de los agentes de policía que habían conversado con ella agregó su propia vergonzosa descripción.

Apagando el aparato, El Jalil volvió a pararse ante ella.

- ¿Me permites? -preguntó con timidez.

Cogió el bolso de la muchacha y lo puso al otro lado, a fin de poder sentarse. ¿Zumbaba? ¿Emitía alguna señal:? ¿Era un micrófono? ¿Para qué demonios servía?

El Jalil se expresó con precisión: un médico muy experimentado ofrece su diagnóstico.

- Corres cierto riesgo -dijo-. Oberhauser te recuerda, y también te recuerdan su esposa, el policía y varias personas del hotel. Tu peso, tu figura, el hecho de que hables inglés, tu talento de actriz. Lamentablemente, hay también una mujer inglesa que alcanzó a oír parte de tu conversación con Minkel y cree que no tienes nada de sudafricana, que eres inglesa. Tu descripción ha sido enviada a Londres, y sabemos que los ingleses ya te tienen en mal concepto. Esta región está en máxima alerta, las carreteras interceptadas, se pide la documentación, todo el mundo ha empezado a desconfiar. Pero no te preocupes. -Le cogió la mano y se la sostuvo con firmeza-. Te protegeré con mi vida. Esta noche estaremos a salvo. Mañana te habremos introducido clandestinamente en Berlín y te enviaremos a casa.

- A casa -dijo ella.

- Eres una de nosotros. Eres nuestra hermana. Fatmeh dice que eres nuestra hermana. No tienes un hogar, pero formas parte de una gran familia. Podemos proporcionarte una nueva identidad, o puedes ir donde Fatmeh, vivir con ella durante todo el tiempo que lo desees. Aunque nunca vuelvas a combatir, cuidaremos de ti. ¡Por Michel! Por lo que has hecho por nosotros.

Su lealtad era horrorosa. La mano de ella permanecía aún en la de él, en contacto con su fuerza y su seguridad. Los ojos del hombre brillaban con un orgullo posesivo. La muchacha se puso de pie y salió de la habitación, llevándose su bolso de mano.

Una cama doble, la estufa eléctrica encendida, ambas resistencias, sin reparar en gastos. Un estante con los best-sellers de Nowheresville: Yo estoy bien, tú estás bien, la alegría del sexo. La cama, abierta por los dos lados. Más allá, el cuarto de baño, revestido con madera de pino, con sauna incluida. Extrajo su transmisor y lo miró, y era su viejo transmisor, hasta en el último rasguño: sólo que un poco más pesado, un poco más fuerte en la mano. «Espera hasta que él duerma. Hasta que yo duerma.» Se consideró a sí misma. La primera imagen del artista no había estado tan mal, después de todo. Una tierra para nadie, para alguien sin tierra. Primero se restregó las manos y las uñas; luego, llevada por un impulso, se desnudó y se dio una larga ducha, aun cuando sólo fuera para mantenerse, durante unos momentos más, al margen del calor de la confianza de él. Se lavó con loción para el cuerpo, evitando el espejo del botiquín que había encima del lavabo. Le interesaban sus propios ojos; le recordaban los de la muchacha francesa de la escuela en que se había entrenado: aparecía en ellos el mismo furioso vacío de una mente que había aprendido a renunciar a los peligros de la compasión. Regresó y encontró al hombre poniendo comida en la mesa. Exactamente el mismo autodesprecio. Fiambres, queso, una botella de vino. Velas ya encendidas. El apartó una silla para ella, en el mejor estilo europeo. Ella se sentó; él se sentó frente a ella y empezó a comer de inmediato, con la natural concentración con que lo hacía todo. Había matado y ahora estaba comiendo: ¿qué podía haber de más correcto? «Mi comida más demencial -pensó ella-. La peor y la más demencial. Si se acerca un violinista a nuestra mesa, le pediré que toque Moon River.»

- ¿Aún lamentas lo que has hecho? -preguntó él, con total desapego, como si preguntase: «¿Se te ha pasado el dolor de cabeza?»

- Son unos cerdos -dijo ella, completamente en serio-. Despiadados, sanguinarios…

Comenzó a sollozar nuevamente, pero se contuvo a tiempo. El tenedor y el cuchillo temblaban tanto, que se vio obligada a dejarlos. Oyó pasar un coche, ¿o era un avión? «Mi bolso -pensó caóticamente-, ¿dónde lo he dejado?» En el cuarto de baño, lejos de sus entrometidos dedos. Volvió a coger el tenedor y vio el hermoso e indomado rostro de El Jalil, que la estudiaba desde el otro lado del canal de la luz de las velas exactamente en la misma forma en que lo había hecho Joseph en la cima de la colina de Delfos.

- Quizá te estés esforzando demasiado por odiarlos -sugirió él, a modo de remedio.

Era la peor comedia que había representado jamás, y la peor de las cenas en que había participado. Su ansiedad por quebrar la tensión era tan grande como su ansiedad por quebrarse. «Esto es lo que Joseph te ha enviado. Cógelo.»

Se puso en pie y oyó cómo su cuchillo y su tenedor caían ruidosamente al suelo. Apenas si alcanzaba a ver al hombre a través de las lágrimas de su desesperación. Comenzó a desabrocharse el vestido, pero sus manos estaban tan confusas que no logró servirse de ellas. Rodeó la mesa hacia donde se encontraba él, que ya se estaba levantando cuando ella le invitó a hacerlo. Los brazos del hombre la estrecharon; la besó y luego la alzó y la llevó al dormitorio como si se tratase de un camarada herido. La dejó sobre la cama y de pronto, Dios sabe por qué desesperado proceso químico de su mente y de su cuerpo, ella lo poseyó a él. Se vio encima de él, desnudándole; le metió dentro de sí como si fuese el último hombre sobre la tierra, en el último día de la tierra; para su propia destrucción y para la de él. Se vio devorándole, succionándole, llenando de él los aullantes espacios vacíos de su culpa y de su soledad. Se vio sollozando, se vio gritándole, llenando de él su propia boca mentirosa, forzándole a volverse para borrar bajo el peso del cuerpo del hombre toda huella de sí misma y del recuerdo de Joseph. Le sintió en su paroxismo, pero le ciñó y le retuvo en son de reto en su interior hasta mucho después de que sus movimientos hubiesen cesado, los brazos cerrados en torno de él, como ocultándose de la tormenta que se avecinaba.

No estaba dormido, pero ya dormitaba. Yacía con el cabello negro desordenado sobre el hombro de ella, el brazo bueno descansando descuidadamente sobre sus pechos.

- Salim era un muchacho de suerte -murmuró, con una sonrisa en la voz-. Una chica como tú es una buena causa para morir por ella.

- ¿Quién dice que murió por mí?

- Tayeh dice que era posible.

- Salim murió por la revolución. Los sionistas volaron su coche.

- El se voló. Leímos muchos informes policiales alemanes sobre el incidente. Yo le dije que nunca fabricara bombas, pero no me obedeció. No tenía talento para esa tarea. No era un luchador por naturaleza.

- ¿Qué ha sido ese ruido? -dijo ella, apartándose bruscamente de él.

Era un ruido sordo, como un crujir de papel, una sucesión de sonidos aislados, y luego, nada. Imaginó un automóvil deslizándose suavemente sobre la grava con el motor parado.

- Alguien que pesca en el lago -dijo El Jalil.

- ¿A esta hora de la noche?

- ¿Nunca has pescado de noche? -rió él, amodorrado-. ¿Nunca has salido al mar en un pequeño bote, con una lámpara, para atrapar peces con tus propias manos?

- Despierta. Háblame.

- Mejor dormir.

- No puedo. Tengo miedo.

El empezó a contar la historia de una misión nocturna que había llevado a cabo en Galilea largo tiempo atrás, con otros dos hombres. Cómo cruzaban el mar en un bote de remos, y era tan hermoso que perdieron toda noción de aquello por lo que se encontraban allí, y, en cambio, se pusieron a pescar. Ella le interrumpió.

- No era un bote -insistió-. Ha sido un coche, he vuelto a oírlo. Escucha.

- Es un bote -dijo él soñoliento.

La luna había encontrado un espacio entre las cortinas, y brillaba sobre el piso. Levantándose, ella fue hasta la ventana y, sin tocar las cortinas, miró hacia afuera. Había pinos por todas partes; la luna sobre el lago era como una escalera blanca que bajara hasta el centro del mundo. Pero no había bote alguno en ninguna parte, ni luz alguna para atraer a los peces. Regresó a la cama y él deslizó el brazo derecho sobre su cuerpo, atrayéndola hacia sí; pero, al percibir su resistencia, gentilmente, se apartó, volviéndose con languidez sobre la espalda.

- Háblame -volvió a decir ella-. El Jalil, despierta. -Le sacudió violentamente, luego lo besó con desespero en los labios-. ¡Despierta! -repitió.

Así que despertó para ella, porque era un hombre amable, y la había escogido como hermana.

- ¿Sabes qué llamaba la atención en tus cartas a Michel? -preguntó. El arma. «Desde ahora, soñaré con tu cabeza sobre mi almohada, y tu pistola debajo»… Palabras de amante, hermosas palabras de amante.

- ¿Por qué llamaba la atención? Dímelo.

- Tuve con él una conversación exactamente igual a ésta una vez. Precisamente sobre este mismo tema. «Oye, Salim», le dije. «Sólo los cowboys duermen con sus pistolas debajo de la almohada. Aunque no recuerdes ninguna de las cosas que te he enseñado, recuerda ésta. Cuando estés acostado, ten la pistola a un lado de la cama, donde puedas ocultarla mejor, y donde tienes la mano. Aprende a dormir así. Aun cuando duermas con una mujer.» Dijo que lo recordaría. Siempre me lo prometía. Luego, olvidaba. 0 encontraba una nueva mujer. 0 un nuevo coche.

- Entonces rompía las reglas, ¿no? -dijo ella, cogiendo la mano enguantada del hombre, considerándola en la penumbra, pellizcando uno a uno los dedos muertos. Eran de algodón, todos, menos el más pequeño y el pulgar.

- ¿Cómo te ocurrió esto? -inquirió ella con prontitud-. ¿Fueron los ratones? ¿Cómo sucedió? Despierta.

Le llevó largo tiempo responder:

- Un día, en Beirut… Yo soy un poco tonto, como Salim. Estoy en el despacho, llega la correspondencia, tengo prisa, espero cierto paquete, lo abro. Fue un error.

- ¿Así? ¿Cómo es posible? Lo abriste y había un explosivo, ¿no es eso? Te voló los dedos. ¿Y qué pasó con la cara?

- Cuando desperté, en el hospital, estaba Salim. ¿Sabes una cosa? Estaba muy contento de que yo hubiese cometido una estupidez. «La próxima vez, antes de abrir un paquete, muéstramelo o lee las señas», dice. «Si viene de Tel Aviv, mejor que lo devuelvas al destinatario.»

- ¿Por qué haces tus propias bombas, entonces? ¿Si sólo tienes una mano?

La respuesta estuvo en el silencio. En la quietud crepuscular del rostro del hombre, vuelto hacia ella, con su mirada fija, franca y grave de luchador. En todo lo que ella había visto desde la noche en que firmara contrato con el teatro de lo real. «¡Por Palestina, vale! ¡Por Israel! ¡Por Dios! ¡Por mi sagrado destino! Para devolver a los bastardos lo que los bastardos me hicieron a mí. Para reparar la injusticia. Con injusticia. Hasta que todo lo justo vuele hecho añicos, y la justicia sea finalmente libre de separarse de los escombros y recorrer las calles despobladas.»

De pronto, él le preguntaba a ella. Y ya sin encontrar oposición.

- Cariño -susurró ella-. El Jalil. ¡Oh, Cristo! ¡Oh, cariño! Por favor.

Y todas las demás cosas que dicen las putas.

Amanecía, pero ella aún no le dejaría dormir. A la pálida luz del día, una exaltación insomne la poseía. Con besos, con caricias, se valía de todas las artes que conocía para regalarle con su presencia y mantener su pasión ardiente. «Eres el mejor -le susurraba-, y yo nunca gano primeros premios. El más fuerte, el más valiente, el más inteligente de los amantes que tuve jamás. ¡Oh, El Jalil, El Jalil! ¡Cristo! ¡Oh, por favor!» «¿Mejor que Salim?», preguntó él. «Más paciente que Salim, más mimoso, más agradecido. Mejor que Joseph, que me envió a ti en una bandeja.»

- ¿Qué ocurre? -dijo ella cuando él, súbitamente, se desprendió de ella-. ¿Te he hecho daño?

En vez de responder, él alargó su mano buena y, con un gesto imperativo, le cerró los labios con un ligero pellizco. Luego se fue incorporando cautelosamente sobre el codo. Ella también se puso a escuchar. El ruido de una ave acuática al elevarse desde el lago. El chillido de las ocas. El canto de un gallo, el repique de una campana. Escorzado por el campo cubierto de nieve. Ella percibió que el colchón se elevaba a su lado.

- No hay vacas -dijo él desde la ventana.

Estaba de pie a un lado de la ventana, aún desnudo, pero con la pistola cogida por la correa encima del hombro. Y, por un segundo, en el punto culminante de su tensión, ella imaginó la imagen espectacular de Joseph parado frente a El Jalil, iluminado al rojo por la estufa eléctrica, separado de él por sólo la delgada cortina.

- ¿Qué ves? -susurró finalmente, incapaz de seguir soportando la tensión.

- No hay vacas. Y no hay pescadores. Y no hay bicicletas. Veo demasiado poco.

Su voz estaba llena de acción contenida. Las ropas estaban junto a la cama, donde ella las había arrojado en su frenesí. Se puso los pantalones oscuros y la camisa blanca, y se ciñó la pistola en su lugar, debajo de la axila.

- No hay coches, ni luces en movimiento -dijo sin alterarse-. Ni un obrero camino de su trabajo. Y no hay vacas.

- Las habrán llevado a ordeñar.

El negó con la cabeza.

- No se ordeña durante dos horas.

- Es la nieve. Las tienen dentro.

Algo en la voz de ella llamó su atención; la actividad había aguzado su conciencia.

- ¿Por qué buscas excusas?

- No es eso. Sólo trato…

- ¿Por qué buscas justificaciones para la ausencia de toda vida alrededor de esta casa?

- Para disipar tus temores. Para consolarte.

Una idea cobraba cuerpo en él…, una idea terrible. Podía leer en el rostro de ella, y en su desnudez; y ella, a su vez, alcanzaba a percibir sus sospechas.

- ¿Por qué quieres disipar mis temores? ¿Por qué estás más asustada por mí que por ti?

- No lo estoy.

- Eres una mujer buscada. ¿Por qué eres tan generosa como para amarme? ¿Por qué hablas de consolarme, y no de tu propia seguridad? ¿Qué culpa tienes en el alma?

- Ninguna. No me gustó matar a Minkel. Quiero salir de todo esto. ¿El Jalil?

- ¿Tiene razón Tayeh? ¿Murió por ti mi hermano, después de todo? Respóndeme - insistió, muy serenamente-. Quiero una respuesta.

Todo el cuerpo de la mujer imploraba perdón. El calor en su rostro era terrible. Ardería para siempre.

- El Jalil…, vuelve a la cama -susurró-. Hazme el amor. Regresa.

¿Por qué estaba él tan sereno si habían rodeado completamente la casa? ¿Cómo podía mirarla así, mientras el círculo se cerraba a su alrededor cada segundo?

- ¿Qué hora es, por favor? -preguntó, sin dejar de mirarla-. ¿Charlie?

- Las cinco y media. ¿Qué importa eso?

- ¿Dónde está tu reloj? Tu pequeño reloj. Quiero saber la hora, por favor.

- No lo sé. En el cuarto de baño.

- Quédate donde estás, por favor. De otro modo, es probable que te mate. Veremos.

Fue a buscarlo y se lo tendió sobre la cama.

- Ten la amabilidad de abrirlo para mí -dijo, y la observó mientras ella luchaba con el broche.

- ¿Qué hora es, por favor, Charlie? -volvió a preguntar, con una terrible ligereza-. Ten la amabilidad de decirme, en tu reloj, qué hora del día es.

- Las seis menos diez. Más tarde de lo que yo creía.

Se lo arrebató y miró la esfera. Digital, veinticuatro horas. Conectó la radio y ésta dejó oír un gemido musical antes de que volviera a apagarla. Lo acercó al oído y luego lo sopesó en la mano.

- Desde anoche, cuando te separaste de mí, no tuviste mucho tiempo para ti misma, me parece. ¿Es así? Ninguno, en realidad.

- Ninguno.

- ¿Y entonces cómo hiciste para comprar pilas nuevas para este reloj?

- No las compré.

- ¿Y cómo es que funciona?

- No necesita… No estaban agotadas… Funciona durante un año con las mismas pilas… Son especiales…, de larga vida…

Ella había llegado al final de su intervención. Completa y definitivamente, aquí y para siempre, porque acababa de recordar el momento en que, en la cumbre de la colina, él la había hecho detenerse junto a la furgoneta de Coca-cola para registrarla; y el momento en que él había dejado caer las pilas en su bolsillo, antes de devolver el reloj a la mochila y arrojarla en el interior del vehículo.

El había perdido todo interés por ella. El reloj acaparaba su atención por entero.

- Dame esa impresionante radio que hay junto a la cama, por favor, Charlie. Haremos un pequeño experimento. Un interesante experimento tecnológico relacionado con la radio de alta frecuencia.

- ¿Puedo ponerme algo? -susurró ella. Se puso el vestido y le alcanzó la radio, un aparato moderno de plástico negro, con un selector como un dial telefónico. Colocando uno junto al otro el reloj y la radio, El Jalil conectó esta última y probó todas las estaciones hasta que en una se oyó un gemido que se elevaba y descendía como una alarma antiaérea. Entonces cogió el reloj, levantó con el pulgar la tapa de la cámara destinada a albergar las pilas, y dejó caer éstas al suelo, tal como debía haber hecho la noche anterior. El gemido dejó de oírse. Como un niño que ha llevado a cabo con éxito un experimento, El Jalil volvió la cabeza hacia ella y fingió sonreír. La muchacha trataba de no mirarlo, pero no pudo evitarlo.

- ¿Para quién trabajas, Charlie? ¿Para los alemanes? Ella negó con la cabeza.

- ¿Para los sionistas?

Tomó su silencio por una respuesta afirmativa.

- ¿Eres judía?

- No.

- ¿Crees en Israel? ¿Qué eres?

- Nada -dijo ella.

- ¿Eres cristiana? ¿Los ves como los fundadores de tu gran religión?

Ella volvió a negar con la cabeza.

- ¿Es por dinero? ¿Te han sobornado? ¿Te han chantajeado?

Ella quería gritar. Apretó los puños y llenó de aire sus pulmones, pero el caos la estranguló y, en cambio, se puso a sollozar.

- Se trataba de salvar la vida. Se trataba de tomar parte. De ser algo. Yo le amaba.

- ¿Traicionaste a mi hermano?

Las obstrucciones desaparecieron de su garganta, para dar paso a una mortal uniformidad en el tono.

- No le conocí. Nunca en mi vida hablé con él. Me lo mostraron antes de matarlo, el resto fue inventado. Nuestra relación amorosa, mi conversión…, todo. Ni siquiera escribí las cartas, lo hicieron ellos. También escribieron la carta de él para ti. La carta en que se hablaba de mí. Yo me enamoré del hombre que se ocupaba de mí. Eso es todo.

Lentamente, sin agresividad, él extendió la mano izquierda y le tocó el rostro, aparentemente para asegurarse de que ella era real. Luego se miró las puntas de los dedos, y luego volvió a mirarla, estableciendo alguna comparación en su interior.

- Y eres la misma inglesa que malvendió mi país -observó con tranquilidad, como si le costara muchísimo creer lo que veía con sus propios ojos.

Levantó la cabeza y, cuando lo hizo, ella vio cómo su rostro era arrebatado por la desaprobación y luego, bajo la potencia de aquello con que le había disparado Joseph, encenderse. A Charlie le habían enseñado a estarse quieta cuando apretaba el gatillo, pero Joseph no hizo eso. No confiaba en que sus balas hicieran el trabajo que les correspondía, y corría tras ellas, tratando de llegar antes al blanco. Se precipitó por la puerta como un intruso cualquiera, pero, en vez de detenerse, se abalanzó hacia el interior al tiempo que disparaba. Y disparó con los brazos completamente extendidos, para reducir aún más la distancia. Ella vio encenderse el rostro de El Jalil, le vio dar una vuelta en redondo y arrojarse con los brazos abiertos hacia la pared, en busca de protección. Así, los proyectiles penetraron en su espalda, destrozando su camisa blanca. Sus manos se abrieron ante el muro -una de cuero, la otra real- y su cuerpo destrozado resbaló hasta quedar en cuclillas como el de un jugador de rugby, mientras intentaba desesperadamente abrirse paso a través de la materia. Pero, para entonces, Joseph se encontraba ya lo bastante cerca como para, con los pies, apresurar su caída. Detrás de Joseph entró Litvak, a quien ella conocía como Mike y al que siempre había atribuido, ahora lo com-prendía, una naturaleza enfermiza. Mientras Joseph retrocedía, Mike se arrodilló y colocó en el dorso del cuello de El Jalil una última y certera bala, seguramente innecesaria. Detrás de Mike entró aproximadamente la mitad de los verdugos del mundo, vestidos con trajes de hombrerana negros, seguidos por Marty y la comadreja alemana y dos mil camilleros y conductores de ambulancias y médicos y mujeres de rostro severo, que la sujetaron, le limpiaron los vómitos y la condujeron por el corredor y al aire fresco de Dios, aunque con el pegajoso y caliente olor de la sangre prendido a su nariz y a su garganta.

Una ambulancia aparcaba ante la puerta delantera, con la parte posterior apuntada hacia la entrada. En su interior había frascos de sangre y las sábanas también eran rojas, de modo que al principio se resistió a entrar. En realidad, se resistió con bastante energía y debe de haber repartido golpes considerablemente duros, porque una de las mujeres que la sujetaban la soltó de pronto y se apartó llevándose una mano al rostro. Se había quedado sorda, así que sólo podía oír vagamente sus propios chillidos, pero su principal interés consistía en quitarse el vestido, en parte porque era una puta, en parte porque había en él demasiada sangre de El Jalil. Pero el vestido le resultaba aún menos familiar que en el curso de la última noche, y no logró averiguar si llevaba botones o una cremallera, por lo que decidió no molestarse más por el asunto. Entonces aparecieron Rachel y Rose, una a cada uno de sus lados, y cada una de ellas la cogió por un brazo, exactamente tal como lo habían hecho en la casa de Atenas a su llegada allí para presenciar el teatro de lo real; la experiencia le indicó que toda otra resistencia carecería de sentido. La hicieron subir a la ambulancia y se sentaron una a cada lado de ella, sobre una de las camillas. Bajó los ojos y vio todas las estúpidas caras que la contemplaban: los chicos duros con sus ceños de héroes, Marty y Mike, Dimitri y Raoul, y otros amigos también, algunos de los cuales todavía no le habían sido presentados. Entonces la multitud se apartó y de ella emergió Joseph, tras haberse desembarazado delicadamente del arma con que había disparado a El Jalil, pero aún, desgraciadamente, con bastante sangre en los tejanos y los zapatos deportivos, según advirtió. Llegó al pie de los escalones y levantó la vista hacia ella, y primero fue como si la muchacha mirara su propia faz, porque veía en él exactamente las mismas cosas que veía en sí. Así tuvo lugar una suerte de intercambio de personajes, en el que ella asumió el papel de asesino y de chulo que le pertenecía a él, y él, presumiblemente, el de ella, de señuelo, de puta y de traidora.

Hasta que, de pronto, mientras le miraba, una última chispa de violencia se encendió en ella, y le devolvió la identidad que él le había robado. Se levantó, y ni Rose ni Rachel tuvieron tiempo de sujetarla en su asiento; aspiró muy profundamente y le gritó al hombre que se marchaba…, o al menos así lo creyó ella. Quizás haya dicho simplemente: «No.» Lo más probable es que no le importe a nadie.


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