Una vez más era hermoso. Era Michel, maduro, con la sobriedad y el encanto de Joseph y el carácter decididamente despótico de Tayeh. Era todo lo que ella había imaginado cuando trataba de hacer de él una persona en la que pensar con ilusión. Tenía hombros anchos y un cuerpo bien proporcionado, con la rareza de un objeto precioso conservado fuera de la vista. No podía haber entrado en un restaurante sin que las conversaciones se apagaran a su alrededor, ni haber salido sin dejar tras él una especie de alivio. Era un hombre nacido para vivir al aire libre, condenado a ocultarse en habitaciones pequeñas, con la palidez del calabozo en la tez.
Había corrido las cortinas y encendido la luz de junto a la cama. No había silla para ella, y el se servía de la cama como de un banco de carpintero. Había arrojado las almohadas al suelo, a un lado de la caja, y había sentado a la muchacha en esa parte del lecho al disponerse a trabajar, y hablaba constantemente mientras trabajaba, mitad para sí mismo y mitad para ella. La voz del hombre sólo conocía el ataque: un enérgico avance de ideas y de palabras.
- Dicen que Minkel es una buena persona. Quizá lo sea. Cuando leí acerca de él, yo también me dije: este muchacho, Minkel, debe de haber necesitado bastante coraje para decir aquellas cosas. Es posible que llegara a respetarle. Soy capaz de respetar a mi enemigo. Soy capaz de reverenciarle. No tengo problemas en cuanto a eso.
Tras haber amontonado las cebollas en un rincón, iba sacando una serie de pequeños paquetes de la caja con la mano izquierda, y desenvolviéndolos uno por uno mientras empleaba la derecha para sostenerlos. Desesperada por concentrarse en algo, Charlie intentaba confiarlo todo a la memoria; luego desistió: dos linternas de pilas, de las que se venden en los supermercados, nuevas, en un solo paquete, un detonador del tipo de los que ella había usado en el fuerte para entrenarse, con cables rojos surgiendo del extremo rizado. Navaja. Alicates. Destornillador. Soldador. Un rollo de cable rojo de buena calidad, grapas de acero, alambre de cobre. Cinta aislante, una bombilla para linterna, clavijas de madera de diversas longitudes. Y un trozo rectangular de madera ligera como base para el aparato. Acercando el soldador al lavamanos, El Jalil lo enchufó en una toma próxima, produciendo un olor de polvo ardiente.
- ¿Piensan los sionistas en toda esa buena gente cuando nos bombardean? No lo creo. ¿Cuándo arrojan napalm sobre nuestras aldeas, asesinan a nuestras mujeres? Lo dudo muchísimo. No creo que el piloto terrorista israelí, allí sentado, se diga: «Estos pobres civiles, estas víctimas inocentes.»
«Habla así cuando está solo -pensó ella-. Y está solo muy a menudo. Habla para mantener viva su fe y tranquila su conciencia.»
- He matado a mucha gente a la que, indudablemente, respetaba -dijo él, apoyado en la cama-. Los sionistas han matado mucha más. Pero yo mato solamente por amor. Mato por Palestina y por sus hijos. Trata de pensar así también -le aconsejó piadosamente. Se interrumpió para mirarla-. ¿Estás nerviosa?
- Sí.
- Es natural. También yo estoy nervioso. ¿Te pones nerviosa en el teatro?
- Sí.
- Es lo mismo. El terror es teatro. Conmovemos, asustamos, despertamos indignación, ira, amor. Educamos. El teatro también. La guerrilla es el mayor actor del mundo.
- Michel me escribió también eso. Está en sus cartas.
- Pero se lo dije yo. Fue idea mía.
El siguiente paquete estaba envuelto en papel engrasado. Lo abrió con reverencia. Tres trozos de plástico ruso de media libra cada uno. Los colocó en primer plano, en el centro del edredón.
- Los sionistas matan por miedo y por odio -proclamó-. Los palestinos, por el amor y por la justicia. Recuerda esta diferencia. Es importante. -Nuevamente la mirada, repentina y dominante-. ¿La recordarás cuando sientas miedo? ¿Te dirás a ti misma: «por la justicia»? Si lo haces, dejarás de sentir miedo.
- Y por Michel -dijo ella.
El no estaba enteramente satisfecho.
- Y también por él, naturalmente -admitió. De una bolsa de papel de embalar dejó caer sobre la cama dos pinzas corrientes, que luego aproximó a la luz del lado para comparar sus sencillos mecanismos. Observándole desde tan cerca, ella reparó en un trozo de piel blanca y arrugada donde la mejilla y la porción más baja de la oreja parecían haberse fundido y vuelto a enfriar.
- ¿Por qué te cubres la cara con las manos? -preguntó El Jalil, por curiosidad, cuando hubo seleccionado la mejor pinza.
- Me sentí cansada por un momento -dijo ella.
- Entonces despierta. Has de estar despejada para tu misión. También para la revolución. ¿Conoces este tipo de bomba? ¿Te ha enseñado Tayeh algo de esto?
- No lo sé. Tal vez Bubi lo haya hecho.
- Pues presta atención. -Sentado en la cama, junto a ella, cogió la base de madera y, con un bolígrafo, trazó sobre ella rápidamente unas líneas, correspondientes al circuito-. Lo que hacemos es una bomba para todas las ocasiones. Funciona como un reloj automático (aquí) y también como trampa explosiva (aquí). No confiar en nada: ésa es nuestra filosofía.
Tendiéndole unas pinzas y dos chinchetas, la observó, mientras ella las colocaba en cada lado de la boca de las pinzas.
- No soy antisemita, ¿sabes?
- Si…
Ella le devolvió las pinzas; él se acercó al lavamanos y comenzó a soldar cables a las cabezas de las dos chinchetas.
- ¿Y cómo es que lo sabes? -inquirió, confundido.
- Tayeh me decía lo mismo. Y también Michel. -«Y unas doscientas personas más», pensó la muchacha.
- El antisemitismo es un invento estrictamente cristiano. Volvió a la cama, esta vez llevando consigo la cartera de Minkel, abierta.
- Vosotros, los europeos, sois anti-todo-el-mundo. Antijudíos, antiárabes, antinegros. Nosotros tenemos muchos amigos en Alemania. Pero no porque amen Palestina. Únicamente porque odian a los judíos. La tal Helga… ¿te cae bien?
- No.
- Tampoco a mí. Es muy decadente, me parece. ¿Te gustan los animales?
- Sí.
Se sentó cerca de ella, la cartera sobre la cama, junto a él.
- ¿Le gustaban a Michel?
«Escoger, no vacilar nunca -había dicho Joseph-. Es preferible ser incoherente a ser vacilante.»
- Nunca hablamos de ello.
- ¿Ni siquiera de caballos?
«Y nunca, jamás, te corrijas.»
- No.
Del bolsillo, El Jalil había sacado un pañuelo plegado, y del centro del pañuelo un reloj de bolsillo barato al que le faltaban el cristal y la aguja horaria. Tras colocarlo junto al explosivo, cogió el cable rojo del circuito y lo desovilló. Ella tenía la base de madera sobre la falda. El le quitó la tabla, le tomó la mano y se la hizo poner de modo que le fuera posible sujetar las grapas, mientras él las clavaba con suavidad en su sitio, fijando el cable rojo a la madera de acuerdo con el modelo que había dibujado. Acto seguido, regresando al lavamanos, soldó los cables a la batería, mientras ella cortaba tiras de cinta aislante para él con las tijeras.
- Mira -dijo él con orgullo al agregar el reloj.
Estaba muy cerca de la muchacha. Ella sentía su proximidad como un calor. Se encontraba inclinado como un zapatero sobre la horma, absorto en su trabajo.
- ¿Era religioso mi hermano cuando estaba contigo? -preguntó él, cogiendo una bombilla y conectándola con el extremo pelado de un cable.
- Era ateo.
- A veces era ateo, a veces era creyente. Otras veces era un chiquillo tonto, demasiado preocupado por las mujeres y las ideas y los coches. Tayeh dice que tú eras modesta en el campamento. Ni cubanos, ni alemanes, ni nada.
- Quería a Michel. Era lo único que quería, Michel -dijo ella, con un entusiasmo que sonó excesivo para sus propios oídos. Pero cuando levantó los ojos hacía él, no pudo evitar preguntarse si su amor fraterno había sido todo lo infalible que Michel había proclamado, porque el rostro del joven estaba marcado por la duda.
- Tayeh es un gran hombre -dijo él, quizá dando a entender que Michel no lo era. La bombilla se encendió-. El circuito está bien -anunció y, de detrás de ella, con delicadeza, cogió los tres trozos de explosivo-. Tayeh y yo… hemos muerto juntos. ¿Te contó Tayeh ese incidente? -preguntó, mientras, con la ayuda de Charlie, comenzaba a sujetar los explosivos, en un solo grupo, mediante cinta aislante, muy fuertemente.
- No.
- Los sirios nos atraparon… Corta aquí. Primero nos dieron una paliza. Esto es lo corriente. Ponte de pie, por favor. -De la caja había extraído una vieja manta parda, que la muchacha sostuvo firmemente ex tendida ante el pecho, mientras él, hábilmente, la cortaba a tiras. Sus rostros, a uno y, otro lado de la manta, estaban muy próximos. Ella percibía la cálida dulzura del cuerpo árabe del hombre.
- En el curso de la paliza se irritaron muchísimo, de modo que decidieron rompernos todos los huesos. Primero los dedos, luego los brazos, luego las piernas. Después nos quebraron las costillas con los fusiles.
La punta del cuchillo que atravesaba la manta estaba a pocos centímetros del cuerpo de ella. El cortaba rápida y limpiamente, como si la manta fuese alguien a quien hubiera dado caza y asesinado.
- Cuando terminan con nosotros, nos dejan en el desierto. Estoy contento. ¡Al menos, moriremos en el desierto! Pero no llegamos a morir. Una patrulla de nuestros comandos nos encuentra. Durante tres meses, Tayeh y El Jalil yacen el uno junto al otro en el hospital. Muñecos de nieve. Cubiertos de escayola. Tenemos algunas conversaciones interesantes, nos hacemos muy amigos, leemos juntos algunos buenos libros.
Plegando las tiras y acumulándolas en pulcras pilas militares, El Jalil se dirigió a la cartera negra y barata de Minkel, respecto de la cual observó por vez primera que estaba abierta por la parte posterior, por los goznes, en tanto los cierres delanteros permanecían firmemente abrochados. Una a una, dispuso en el interior las tiras dobladas, hasta construir una plataforma mullida para que la bomba descansara sobre ella.
- ¿Sabes qué me dijo Tayeh una noche? -preguntó como solía hacerlo-. «El Jalil», dijo «¿por cuánto tiempo más vamos a seguir representando el papel de buenos chicos? Nadie nos ayuda, nadie nos agradece. Pronunciamos grandes discursos, enviamos buenos oradores a las Naciones Unidas y, si esperamos otros cincuenta años, quizá nuestros nietos, si es que están vivos, alcancen un pequeño, trozo de justicia…» -Interrumpiéndose, le indicó cómo sería el trozo, con los dedos de la mano buena-. «Entretanto, nuestros hermanos árabes nos matan, los sionistas nos matan, los falangistas nos matan, y aquellos de nosotros que permanecen con vida entran en su diáspora. Como los armenios. Como los propios judíos.» -Su expresión pasó a reflejar astucia-. «Pero si fabricamos unas cuantas bombas…, matamos unas pocas personas…, hacemos una carnicería, durante sólo dos minutos de historia…»
Sin terminar la frase, tomó el artefacto y, solemnemente, con gran precisión, lo introdujo en el maletín.
- Necesito gafas -explicó con una sonrisa, y movió la cabeza como un viejo-. Pero ¿dónde iría a buscarlas… un hombre como yo?
- Si fuiste torturado como Tayeh, ¿por qué no cojeas como Tayeh? -preguntó ella, levantando súbitamente la voz en su nerviosismo.
Delicadamente, él separó la bombilla de los cables, dejando los extremos pelados libres para ser conectados al detonador.
- No cojeo debido a que he rogado a Dios para que me diese fuerzas, y Dios me las ha dado para que pudiese combatir a mi verdadero enemigo y no a mis hermanos árabes.
Entregó el detonador a la muchacha y la observó con satisfacción, mientras ella lo unía al circuito. Cuando hubo terminado, él recogió el cable sobrante y, con un movimiento hábil, casi inconsciente, lo enrolló cual si de lana se tratase en torno a las puntas de sus dedos muertos, formando un ovillo. Después envolvió el conjunto con la misma hebra, haciéndole dar dos vueltas en sentido transversal, a modo de cinturón.
- ¿Sabes lo que me escribió Michel antes de morir? ¿En su última carta?
- No, El Jalil, no lo sé -replicó ella, mientras le miraba colocar el ovillo en la cartera.
- ¿Decías?
- No. Decía que no, que no lo sé.
- ¿En la carta enviada tan sólo unas horas antes de morir? «La amo. Ella no es como las demás. Es cierto que cuando la conocí tenía la conciencia paralizada de un europeo.» Aquí, sujeta el reloj, por favor, «… y también que era una puta. Pero ahora es árabe en lo hondo de su alma, y un día la mostraré a nuestra gente y a ti.»
Faltaba la trampa explosiva, y para ella debían trabajar en aún mayor intimidad, por cuanto la labor requería que ella hiciera pasar un trozo de cable de acero a través del tejido de la tapa, de forma tal que él la sostuvo todo lo bajo que le fue posible, mientras la muchacha, con sus pequeñas manos, llevaba el cable hasta el clavijero con las pinzas. Esta vez, cautelosamente, él volvió a acercar el artilugio al lavamanos y, dándole la espalda, repuso las bisagras, soldándolas por ambos lados. Habían pasado el punto desde el cual aún era posible retornar.
- ¿Sabes que le dije una vez a Tayeh?
- No.
- «Tayeh, amigo mío, nosotros, los palestinos, somos muy indolentes en nuestro exilio. ¿Por qué no tenemos palestinos en el Pentágono? ¿Ni en el Departamento de Estado? ¿Por qué todavía no controlamos el New York Times, Wall Street, la CIA? ¿Por qué no estamos haciendo películas en Hollywood acerca de nuestra gran lucha, ni se nos elige para la alcaldía de Nueva York ni para la presidencia del Tribunal Supremo? ¿Qué es lo que no hacemos bien, Tayeh? ¿Por qué carecemos de espíritu de empresa? No basta con que los nuestros lleguen a ser doctores, científicos, profesores. ¿Por qué no mandamos en Estados Unidos también? ¿Por eso tenemos que emplear bombas y armas?
Estaba de pie ante ella y sujetaba la cartera por el asa, como un buen viajante de comercio.
- ¿Sabes qué debemos hacer?
Ella no lo sabía.
- Marchar. Todos. Antes de que acaben con nosotros definitiva-mente. -Ofreciéndole el antebrazo, la ayudó a ponerse en pie-. De Estados Unidos, de Australia, de París, de Jordania, de Arabia Saudí, del Líbano…, de todos los lugares del mundo en que haya palestinos. Embarcamos hacia las fronteras. Aviones. Millones de nosotros. Como una gran marea a la que nadie pueda hacer retroceder. -Tendió la cartera a la muchacha y comenzó a reunir rápidamente sus herramientas y a colocarlas en la caja-. Entonces, todos juntos, marchamos hacia nuestra patria, reclamamos nuestras casas y nuestras granjas y nuestras aldeas, aun cuando tengamos que derribar sus ciudades e instalaciones y kibutzim para dar con ellas. No funcionaría. ¿Sabes por qué no? Ellos nunca vendrían.
Se dejó caer en cuclillas, examinando la alfombra raída en busca de señales reveladoras.
- Nuestros ricos no serían capaces de soportar su propio descenso en las condiciones socioeconómicas de vida -explicó, destacando irónicamente la jerga-. Nuestros mercaderes no abandonarían sus bancos y tiendas y despachos. Nuestros doctores no dejarían sus elegantes clínicas, ni los abogados sus prácticas corruptas, ni nuestros académicos sus cómodas universidades. -Estaba de pie ante ella, y su sonrisa era un triunfo sobre todo su dolor-. De modo que los ricos hacen dinero y los pobres luchan. ¿Acaso alguna vez fue distinto?
Ella le precedió escaleras abajo. Fue la salida de una furcia con su cajita de afeites. La furgoneta de Coca-cola seguía en el patio, pero ella pasó de largo ante el vehículo, como si nunca en su vida lo hubiese visto, y subió a un Ford de modelo rural, un diesel con balas de paja atadas encima. Se sentó junto a él. Nuevamente, colinas. Pinos cargados por un lado de nieve húmeda y fresca. Instrucciones, en el mismo estilo que las de Joseph: «Charlie, ¿entiendes?» «Si, El Jalil, entiendo.» «Entonces, repítemelo.» Ella lo hizo. «Es por la paz, recuérdalo.» «Lo recordaré, El Jalil; lo recordaré: por la paz, por Michel, por Palestina; por Joseph y El Jalil; por Marty y la revolución y por Israel, y por el teatro de lo real.»
El se había detenido junto a un granero y había encendido los faros. Miraba su reloj. Más abajo, en el camino, una linterna destelló dos veces. Se inclinó por sobre ella y abrió la puerta del lado de la muchacha.
- Su nombre es Franz, y tú le dirás que eres Margaret. Buena suerte.
La noche era húmeda y tranquila, las farolas del antiguo centro de la ciudad pendientes sobre ella como lunas blancas enjauladas con sus soportes de hierro. Había preferido que Franz la dejase en la esquina porque quería atravesar el puente a pie antes de hacer su entrada. Quería dar la impresión de estar sin aliento, como quien llega del aire libre, y el pellizco del frío en el rostro, y el odio en el fondo de su mente. Estaba en una callejuela, entre andamios bajos, que se cerraba sobre ella como un largo y estrecho túnel. Pasó ante una galería de arte llena de autorretratos de un joven rubio, desagradable, de gafas, y ante otra, cercana a la primera, con paisajes idealizados en que el muchacho no entraría jamás. Las pintadas chillaban delante de ella, pero no logró entender una palabra hasta que leyó «Jodida América». «Gracias por la traducción», pensó. Volvía a estar en un espacio abierto, subiendo unos escalones de cemento sobre los que se había echado arena para derretir la nieve, pero que aún eran resbaladizos bajo los pies. Llegó al último y vio las puertas de cristal de la biblioteca de la universidad a su izquierda. Las luces permanecían encendidas en el café de los estudiantes. Rachel y un muchacho estaban sentados junto a la ventana, tensos. Dejó atrás el primer poste totémico de mármol y se encontró en el paseo arbolado, muy por encima de la carretera que llevaba al lado opuesto. Ya la sala de conferencias se alzaba ante ella, su piedra de color de fresa se tornaba carmesí violento por la luz de los focos. Los coches iban subiendo; los primeros componentes del público llegaban, trepando los cuatro peldaños de la entrada del frente, deteniéndose para estrecharse las manos y felicitarse los unos a los otros por su enorme eminencia. Una pareja de funcionarios de seguridad examinaba superficialmente los bolsos de las mujeres. Ella siguió andando. «La verdad te hará libre.» Dejó atrás el segundo poste totémico, acercándose a la escalera por la que podría bajar.
La cartera pendía en su mano derecha y la sintió rozándole el muslo. Una ululante sirena policial hizo que los músculos de su espalda se contrajeran de terror, pero siguió andando. Dos motocicletas de la policía con luces azules giratorias subieron, escoltando un Mercedes negro brillante con un gallardete. Habitualmente, cuando pasaban grandes automóviles, ella volvía la cabeza, para no dar a los ocupantes la satisfacción de ser observados; pero esta noche era diferente. Esta noche podía andar con orgullo; tenía la respuesta en la mano. De modo que los observó y fue recompensada por el fugaz vislumbre de un hombre de tez rojiza, sobrealimentado, con traje negro y corbata plateada; y una esposa malhumorada con tres papadas y una piel de mink. «Para las grandes mentiras necesitamos, naturalmente, grandes públicos», recordó. Se encendieron luces de filmación y la importante pareja ascendió hacia las puertas de cristal, admirada por al menos tres viandantes. «Pronto, bastardos -pensó ella-, pronto.»
Al final de la escalinata giró a la derecha. Lo hizo y siguió andando hasta llegar a la esquina. «Puedes estar segura de que no caerás al río -había dicho Helga, añadiendo un toque de humor-: las bombas de El Jalil no son a prueba de agua, Charlie, ni tú tampoco.» Giró hacia la izquierda y comenzó a rodear el edificio, siguiendo un camino de grava sobre el cual la nieve no había logrado cuajar. El pavimento se ensanchaba y se convertía en un patio, y en el centro de éste, junto a un grupo de tiestos de cemento, había un coche de policía. Ante él, dos agentes uniformados se pavoneaban en mutuo espectáculo, estirándose las botas y riendo, y miraban con mal gesto a quien se atreviera a observarlos. Estaba a menos de quince metros de la puerta lateral, y empezó a sentir la calma que estaba esperando: la sensación, casi de levitación, que la invadía cuando salía a escena y dejaba atrás sus otras identidades, en el camerino. Era Imogen, de Sudáfrica, de gran coraje, de escasa gracia, apresurándose a asistir a un gran héroe liberal. Estaba azorada -diablos, estaba mortalmente azorada-, pero iba a hacer lo debido o a quebrarse. Había llegado a la puerta lateral. Estaba cerrada. Probó el pomo, pero éste no giró. Indecisión. Puso la palma de la mano sobre el panel y empujó, pero el panel no se movió. Retrocedió y miró la puerta, luego buscó a su alrededor a alguien que la ayudara; para entonces, los dos policías habían dejado de flirtear y la contemplaban con suspicacia, pero sin acercarse.
Telón arriba. A escena.
- Digo, disculparme -se dirigía a ellos-. ¿Hablan ustedes inglés?
Ellos aún no se habían movido. Si había una distancia que cubrir, dejaban que fuese ella quien la recorriera. No era más que una ciudadana, después de todo, y una mujer, por lo demás.
- Dije si hablaban inglés. Englisch… sprechen Sie? Alguien tiene que entregar esto al profesor. Inmediatamente. ¿Vendrán ustedes hasta aquí, por favor?
Ambos fruncieron el ceño, pero sólo uno se aproximó a ella. Lentamente, como convenía a su dignidad.
- Toilette nicht hier -barbotó, y señaló con la cabeza el camino por el que ella había venido.
- No me interesa el servicio. Quiero encontrar a alguien que entregue esta cartera al profesor Minkel. Minkel -repitió, y mostró la cartera, alzándola.
El policía era joven y no reparaba en la juventud. No cogió la cartera de la muchacha, pero se la hizo sostener mientras él manipulaba la cerradura y se aseguraba de que no se podía abrir.
«¡Oh, jovencito! -pensó ella-. Acabas de suicidarte y todavía me miras con el ceño fruncido.»
- Offnen! -ordenó él.
- No puedo abrirla. Está cerrada. -Permitió la entrada en su voz de una nota de desesperación-. Es del profesor, ¿entiende? Por lo que sé, contiene las notas para la conferencia. La necesita para esta noche. -Volviéndose, golpeó violentamente la puerta-. ¿Profesor Minkel? Soy yo, Imogen Baastrup, de Wits. ¡Oh, Señor!…
El segundo policía se había acercado a ellos. Era de más edad y de tez oscura. Charlie recurrió a su mayor sabiduría.
- Bien, ¿habla usted inglés acaso? -dijo. En el mismo momento, la puerta se entreabrió unos pocos centímetros y un rostro de macho cabrío la observó con curiosidad y profunda desconfianza. Comentó algo en alemán al policía más próximo, y Charlie captó la palabra «Amerikanerin» en su respuesta.
- No soy norteamericana -replicó, casi a punto de echarse a llorar- Me llamo Imogen Baastrup, soy sudafricana y le traigo la cartera del profesor Minkel. La dejó olvidada. ¿Tendría usted la amabilidad de entregársela inmediatamente? Porque estoy segura de que se encuentra desesperado por ella.!Por favor!
La puerta se abrió lo suficiente como para revelar el resto de la persona: un hombre mofletudo, con aspecto de mayordomo, de sesenta años o más, con traje negro. Estaba muy pálido y, para el ojo secreto de Charlie, también muy asustado.
- Señor, ¿habla usted inglés? ¿Si? ¿Lo habla?
No solamente lo hablaba, sino que también juraba en él. Porque dijo «Lo hablo» con una solemnidad tal que, en ese punto, no podría retroceder en el resto de sus días.
- Entonces me hará el favor de entregar esto al profesor Minkel y saludarle de parte de Imogen Baastrup y decirle que el hotel cometió un error estúpido, y que me hace muchísima ilusión el escucharle esta noche…
Le tendió la cartera, pero el mayordomo se negó a cogerla. Miró a los policías que estaban tras ella y pareció recibir alguna débil señal de asentimiento por parte de ellos; volvió a mirar la cartera, y luego a Charlie.
- Venga por aquí -dijo, como un acomodador de teatro que ganase sus diez libras por noche, y se hizo a un lado para dejarla entrar.
Ella se puso pálida. Esto no estaba en el guión. Ni en el de El Jalil, ni en el de Helga, ni en ningún otro. ¿Qué ocurriría si Minkel la abría ante sus propios ojos?
- ¡Oh, no, no puedo hacer eso! Tengo que ocupar mi lugar en el auditorium. ¡Y aún no he comprado mi billete!!Por favor!
Pero el hombre con aspecto de mayordomo también tenía sus órdenes, y tenía sus temores, porque cuando ella le alcanzó la cartera se apartó dando un salto, como si quemara.
La puerta se cerró; estaban en un pasillo a lo largo de cuyo techo corrían cañerías revestidas. Por un instante, trajeron a la memoria de la muchacha los tubos en lo alto de la Villa Olímpica. Su renuente escolta la precedía. Ella percibía olor a aceite y oía el trueno reprimido de una caldera; una oleada de calor en el rostro la llevó a pensar en desmayarse o marearse. El asa de la cartera le hacía sangre, sentía el cálido limo salir gota a gota por entre sus dedos.
Habían llegado a una puerta en que ponía «Vorstrand». El hombre con aspecto de mayordomo golpeó en ella y llamó: «¡Oberhauser! ¡Schnell!» Mientras él hacía esto, la muchacha miró hacia atrás y vio a dos jóvenes bien parecidos, vestidos con chaquetas de piel, en el pasillo, tras ella. Estaban armados. «¡Cristo todopoderoso!, ¿qué es esto?» La puerta se abrió. Oberhauser entró primero e inmediatamente se hizo a un lado, como desconociéndola. Se encontraba en un plató de Journey's End. Los bastidores y los camerinos estaban protegidos con sacos de arena; grandes trozos de entretela revestían el cielo raso, sostenidos en su lugar por alambres. Los sacos de arena hacían las veces de barrera, trazando un camino en zigzag a partir de la puerta. En el centro del escenario había una mesita de café baja con una bandeja con bebidas. Junto a ésta, en un sillón bajo, estaba sentado Minkel, como una figura de cera, con los ojos clavados en ella. Frente a él, su esposa, y junto a él, una alemana rechoncha con una estola de piel que Charlie tomó por mujer de Oberhauser.
Más allá de los genios, y preparándose entre bastidores, en medio de los sacos de arena, estaba el resto del equipo, en dos grupos distintos, sus portavoces hombro con hombro en el centro. El equipo local estaba encabezado por Kurtz; a la izquierda de éste había un hombre agradable, de mediana edad, de rasgos poco definidos, que permitieron a Charlie olvidar rápidamente a Alexis.
Próximos a Alexis estaban sus jóvenes lobos, con sus rostros hostiles vueltos hacia ella. Enfrente de ellos había partes de la familia que la muchacha ya conocía, con desconocidos agregados, y la oscuridad de sus facciones judías, en contraste con las de sus equivalentes alemanes, componía una de esas imágenes que se mantendrían en su memoria mientras viviera. Kurtz, el director de circo, tenía el dedo sobre los labios y la muñeca izquierda alzada para escrutar la esfera de su reloj.
Comenzó a decir «¿Dónde está?», y entonces, con una ráfaga de júbilo y de cólera, le vio, apartado de todos, como de costumbre, el agobiado y solitario productor en la noche del estreno. Aproximándose a ella rápidamente, se situó ligeramente a un lado, abriéndole camino hacia Minkel.
- Di tu parlamento para él, Charlie -le indicó serenamente-. Di lo que hayas de decir e ignora a todos cuantos no estén en el reparto. -Y lo único que ella necesitaba era el sonido de la claqueta al cerrarse ante su rostro.
La mano de él se acercó a la de ella, que sentía el vello del hombre en contacto con su piel. Hubiese deseado decir: «Te amo… ¿Cómo eres?» Pero había que recitar otro texto, así que inspiró pro-fundamente y lo recitó, porque aquél era, después de todo, el nombre de su relación.
- Profesor, ha sucedido algo terrible -empezó con ímpetu-. Los estúpidos del hotel enviaron su cartera a mi habitación con mi equipaje; me vieron hablando con usted, supongo, y allí estaba mi equipaje y estaba su equipaje, y de alguna forma ese chiquillo tonto se metió en la tonta cabeza que ésta era mi cartera…
Se volvió hacia Joseph para decirle que se le había terminado el texto.
- Entregue la cartera al profesor -ordenó él.
Minkel estaba de pie, sin expresión alguna en el rostro y perdido en sus pensamientos, como un hombre al que se le comunica una larga condena a prisión. Minkel se desvivía por sonreír. Las rodillas de Charlie estaban paralizadas, pero, con la mano de Joseph en el codo, se las arregló para lanzarse hacia adelante, alcanzando la maleta al hombre mientras pronunciaba algunas líneas más.
- Sólo que yo no la vi hasta hace media hora, la metieron en el armario y mis vestidos, colgados, la ocultaban; entonces, cuando la vi y leí la etiqueta, estuve a punto de desmayarme…
Minkel hubiese cogido la cartera, pero tan pronto como ella se la ofreció, otras manos la hicieron desaparecer en el interior de una gran caja negra dispuesta en el suelo, de la que salían como serpientes gruesos cables. De pronto, todos parecieron asustarse de ella y se refugiaron tras los sacos de arena. Los fuertes brazos de Joseph la llevaron a reunirse con él; con una mano la obligó a bajar la cabeza hasta que ella se encontró mirándose la cintura. Pero no antes de que hubiese visto a un buzo enfundado en un pesado traje blindado, que se aproximaba a la caja. Llevaba un casco con un espeso visor de vidrio y, debajo de éste, un tapabocas de cirujano para evitar empañarlo desde el interior. Una orden que llegó amortiguada conminó al silencio; Joseph la había atraído junto a sí y la sofocaba con su cuerpo. Otra orden determinó un alivio general; las cabezas volvieron a elevarse, pero él siguió sujetándola allí abajo. Ella oyó sonidos de pies con metódica prisa y, cuando al fin el hombre la liberó, vio a Litvak alejarse con precipitación, con lo que evidentemente era una bomba de su propia fabricación, mucho más tosca que la de El Jalil, con cables aún sin conectar que pendían de ella. Entretanto, Joseph la guiaba firmemente de regreso al centro de la habitación.
- Prosigue con tus explicaciones -le ordenó al oído-. Estabas contando cómo leíste la etiqueta. Continúa a partir de allí. ¿Qué hiciste?
Inspiración profunda. El parlamento se reanuda:
- Entonces, cuando pregunté en recepción, me dijeron que usted estaría fuera durante la noche, que tenía su conferencia en la universidad; de modo que cogí un taxi y…, quiero decir que no sé cómo me podrá perdonar. Mire: debo marcharme. Buena suerte, profesor, que pronuncie un gran discurso.
A una señal de Kurtz, Minkel había sacado un llavero del bolsillo y fingía buscar una llave, si bien no tenía cartera que abrir. Pero Charlie, bajo la apremiante dirección de Joseph, ya se alejaba hacia la puerta, en parte andando, en parte arrastrada por el brazo con que él le rodeaba el talle.
«No lo haré, Joseph; no puedo, he agotado mi coraje, como tú dijiste. No me dejes ir, Joseph, no.» Oyó a sus espaldas órdenes apagadas y los sonidos de pasos precipitados mientras todo el mundo parecía batirse en retirada.
- Dos minutos -gritó Kurtz tras ellos, a modo de advertencia. Se hallaban nuevamente en el corredor con los dos jóvenes bien parecidos y sus armas.
- ¿Dónde le encontraste? -preguntó Joseph en voz baja y con tono seco.
- En un hotel llamado Edén. Una especie de casa de citas, en las lindes de la ciudad. Cerca de una farmacia. Tiene una furgoneta de Coca-cola, de color rojo. FR ocho-nueve-seis- dos-dos-cuatro. Y un turismo Ford. No he retenido el número de matrícula.
- Abre tu bolso.
Ella lo abrió. Rápidamente, tal como él hablaba. Extrayendo del interior del bolso el pequeño transmisor de pulsera de la muchacha, lo remplazó por uno similar, procedente de su propio bolsillo.
- No es el mismo tipo de aparato que utilizábamos antes -se apresuró a advertir-. Recibirá una sola emisora. Seguirá indicando el tiempo, pero no tiene alarma. Pero emite, y nos dice dónde estás.
- ¿Cuándo? -dijo ella, estúpidamente.
- ¿Qué órdenes te dio El Jalil para este momento?
- Debo volver andando a la carretera y continuar andando,… Joseph, ¿cuándo vendrás? ¡Por el amor de Dios!…
El rostro del hombre reflejaba una gravedad trasnochada y heroica, pero no había en él concesión alguna.
- Escucha, Charlie. ¿Me escuchas?
- Si, Joseph, te escucho.
- Si oprimes el botón de volumen en tu transmisor (no lo gires, oprímelo), sabremos que él está dormido. ¿Comprendes?
- No dormirá así.
- ¿Qué quieres decir? ¿Qué sabes de cómo duerme?
- Es como tú, no es de los que duermen; está despierto día y noche. Es… Joseph, no puedo regresar. No me obligues.
Miraba suplicante el rostro del hombre, esperando aún que cediera, pero seguía oponiéndosele rígidamente.
- Quiere que duerma con él, ¡por Dios! Quiere una noche de bodas, Joseph. ¿No te preocupa eso un poco? Me está tomando en el punto en que Michel me dejó. No me gusta. Va a ajustar cuentas. ¿Tengo que ir?
Se aferró a él tan furiosamente que al hombre le fue difícil desasirse. Estaba de pie, apretada contra él, con la cabeza gacha, contra su pecho, deseando que volviese a tomarla bajo su protección. Pero, en cambio, él le pasó las manos por debajo de los brazos, obligándola a erguirse, y tornó a ver su rostro, inmóvil e inexpresivo, diciéndole que el amor no era su territorio: ni el de él, ni el de ella, ni, muchísimo menos, el de El Jalil. La puso en camino; ella se desprendió de él y marchó sola; él dio un paso tras ella y se detuvo. La muchacha miró hacia atrás y le odió; cerró los ojos y los abrió, dejó escapar un profundo suspiro. «Estoy muerta.»
Salió andando a la calle, se irguió y, resuelta como un soldado e igualmente ciega, subió a paso vivo una callejuela, dejando atrás un sórdido club nocturno en que se exhibían fotografías iluminadas de muchachas de treinta y algunos años descubriendo unos pechos escasamente convincentes. «Eso es lo que yo debía estar haciendo», pensó. Llegó a una carretera, recordó su educación peatonal, miró hacia su izquierda y vio la puerta de una torre medieval con el logotipo de las hamburguesas McDonald's, cuidadosamente pintado. Las luces verdes le dieron paso; siguió andando y vio altas colinas negras cerrando al final de la carretera, y un cielo pálido y cargado de nubes revolviéndose con impaciencia tras ellas. Miró a su alrededor y vio que la aguja de la catedral la seguía. Giró a su derecha y caminó con la mayor lentitud con que había caminado en su vida, descendiendo por una frondosa avenida de casas patricias. Ahora contaba para sí misma. Números. Ahora decía versos. «Joseph va a la ciudad.» Ahora recordaba lo ocurrido en la sala de conferencias, pero sin Kurtz, sin Joseph, y sin los sanguinarios técnicos de los dos irreconciliables bandos. Ante ella, Rossino hacía pasar su moto silenciosamente, empujándola, por una puerta. Se acercaba a él y él le tendía un casco y una chaqueta de piel, y cuando se disponía a ponérselos, algo la impulsaba a mirar en la dirección de la que había venido y veía un resplandor naranja que se estiraba lentamente hacia ella por sobre los guijarros húmedos, como el sendero del sol poniente, y reparaba en lo mucho que perduraba en el ojo después de haber desaparecido. Entonces, por último, oyó el sonido que oscuramente había estado esperando: un golpe sordo, distante aunque íntimo, como la rotura de algo irreparable en lo más profundo de sí; el exacto y definitivo fin del amor. «Pues bien, Joseph, sí. Adiós.»
Precisamente en ese mismo instante, el motor de Rossino entró violentamente en la vida, desgarrando la noche neblinosa con su rugido de risa triunfal. «También yo -pensó ella-. Es el día más divertido de mi vida.»
Rossino conducía con lentitud, manteniéndose en caminos apartados y siguiendo una ruta cuidadosamente concebida.
«Tú conduces, yo te seguiré. Quizá sea tiempo de hacerse italiana.»
Una llovizna cálida había eliminado gran parte de la nieve, pero él avanzaba con respeto a la mala superficie y a su importante pasajera. Le decía a gritos cosas alegres y parecía estar pasándolo muy bien, pero ella no tenía interés en compartir su talante. Atravesaron un gran portal y ella chilló: «¿Es éste el lugar?», sin saber cuál era el lugar al que se refería, ni preocuparse por ello en absoluto; pero el portal daba a un camino sin asfaltar que iba por colinas y valles de bosques particulares, y los cruzaron solos, bajo una luna inesperada que había sido propiedad privada de Joseph. La muchacha miró hacia abajo y vio un pueblo dormido, envuelto en un sudario blanco; percibió un aroma de pinos de Grecia y sintió cómo el viento hacía desaparecer sus lágrimas tibias. Tenía el cuerpo vibrante, nuevo, de Rossino apoyado en el suyo, y le dijo:
- Cuídate a ti mismo, no queda nada.
Descendieron una última colina, traspusieron otro portal y entraron en una carretera bordeada de alerces sin hojas, como los árboles de Francia en las fiestas de fin de año. El camino volvió a subir y, al llegar a la cima, Rossino paró el motor y se deslizaron cuesta abajo por un sendero del bosque. El hombre abrió una maleta y sacó de ella un montón de prendas y un bolso de mano que le arrojó a ella. Sacó una linterna y a su luz la observó mientras se cambiaba, y hubo un momento en que se encontró semidesnuda ante él.
«Me quieres; tómame; estoy disponible y no tengo compromisos.»
Se encontraba sin amor y sin valor ante sus propios ojos. Se encontraba donde había comenzado, y todo el podrido mundo podía aplastarla.
Pasó todas sus baratijas de un bolso al otro: polvos de maquillaje, tampones, dinero, su paquete de Marlboro. Y su pequeño radiodespertador para ensayos. -Oprime el volumen, Charlie, ¿me escuchas?-. Rossino le cogió el viejo pasaporte y le entregó otro nuevo, pero ella no se molestó en averiguar qué nacionalidad había adquirido.
Ciudadana de Ninguna parte, nacida ayer.
Hizo un montón con sus viejas ropas y las metió en la maleta, junto con su vieja mochila y sus gafas. «Espera aquí, pero mira hacia la carretera -dijo él-. Encenderá una luz roja dos veces.» Hacía menos de cinco minutos que él se había marchado cuando la vio titilar al otro lado de los árboles. «¡Albricias, un amigo al fin!»