20


Salió más temprano de lo que le había dicho Helga, en parte porque en cierto sentido era aprensiva y en parte porque se había revestido deliberadamente de un escepticismo basto con referencia a la totalidad del plan. «¿Y qué pasa si no funciona? -había objetado-. Esto es Inglaterra, Helg, no la supereficiente Alemania… ¿Y qué pasa si cuando llamas está comunicando?» Pero Helga se había negado a considerar estos argumentos. «Haz exactamente lo que se te ordena, deja el resto para mí.» De modo que partió de Gloucester Road y se sentó arriba, pero en lugar de coger el primer bus posterior a las siete y media, cogió el que llegaba pasadas las ocho. En la estación de metro de Tottenham Court Road tuvo suerte: en el momento en que llegaban a la plataforma sur, salía un tren, con el resultado de que tuvo que quedarse sentada mucho tiempo en Embankment, hasta que hizo su última conexión. Era una mañana de domingo y, aparte de algunos insomnes y devotos, era la única persona despierta en todo Londres. La City, cuando llegó, había sido totalmente abandonada, y sólo tuvo que encontrar la calle para ver la cabina telefónica a unas cien yardas adelante, exactamente como la había descrito Helga, que le hacía guiños como un faro. Estaba vacía.

- Primero vas al final de la calle, das la vuelta y regresas -había dicho Helga, de modo que obedientemente hizo una primera pasada y se aseguró de que el teléfono no parecía demasiado destrozado, aunque para entonces había decidido que era un lugar absurdamente obvio para dar vueltas esperando llamadas telefónicas de terroristas internacionales. Dio la vuelta y comenzó a retroceder otra vez y, al hacerlo, vio con infinito fastidio, a un hombre que entraba en la cabina y cerraba la puerta. Echó una mirada a su reloj y comprobó que faltaban todavía doce minutos, de modo que, no demasiado preocupada, se instaló a unos metros de distancia y esperó. El llevaba un sombrero de corcho, como un pescador, y un abrigo de cuero con cuello de piel, excesivo para un día tan pegajoso. Le daba la espalda y hablaba en un italiano torrencial. «Por eso necesita el forro de piel -pensó-. Su sangre latina no se lleva bien con nuestro clima.» La propia Charlie seguía usando la misma ropa que tenía cuando se ligó al joven Matthew en la reunión de Al: unos tejanos viejos y su chaqueta tibetana. Se había peinado, pero no cepillado el cabello. Se sentía tensa y perseguida y pensó que se le notaba.

Faltaban siete minutos y el hombre de la cabina se había embarcado en uno de esos apasionados monólogos italianos que podían versar tanto sobre el amor no correspondido como sobre el estado de la bolsa de Milán. Nerviosa ahora, se mojó los labios y examinó la calle, pero no había un alma. Ni siniestros sedanes negros ni hombres de pie en las puertas; tampoco había ningún Mercedes rojo. El único coche a la vista era una furgoneta pequeña, de carrocería rayada y con la puerta del conductor abierta directamente frente a ella. De todos modos, estaba comenzando a sentirse muy desnuda. Dieron las ocho, anunciadas por una sorprendente variedad de carillones seculares y religiosos. Helga había dicho a las ocho y cinco. El hombre había dejado de hablar, pero escuchó el tintineo de monedas en sus bolsillos mientras buscaba más. Después escuchó un golpecito con el que trataba de llamar su atención. Se volvió y lo vio con una moneda de cincuenta peniques, mirándola suplicante.

- ¿No puede dejarme pasar, primero? -dijo-. Tengo prisa. Pero el inglés no era su lengua.

«Al diablo con todo -pensó-. Helga tendrá que seguir marcando. Es exactamente lo que le dije que sucedería.» Sacándose la correa del bolso del hombro, lo abrió y hurgó en el fondo en busca de monedas de diez y de cinco, hasta que reunió las cincuenta. «¡Cristo, mira el sudor de mis dedos!» Le tendió el puño, con los dedos húmedos hacia abajo, dispuesta a dejar caer las monedas en su agradecida palma latina, y vio que él la apuntaba con una pistola pequeña por entre los pliegues de la chaqueta abierta, exactamente al punto en el que su estómago se encontraba con las costillas, un juego de manos tan limpio como el mejor que pudiera encontrarse. No era un arma grande, «aunque las armas parecen mucho más grandes cuando están apuntándote», observó. Más o menos del tamaño de la de Michel. Pero como le había dicho el propio Michel, toda pistola es un compromiso entre el disimulo, el transporte sencillo y la eficacia. Seguía sosteniendo el teléfono en la otra mano y ella supuso que del otro lado seguía escuchando a alguien, porque, aunque ahora le estaba hablando a Charlie, mantenía la cara cerca de la boquilla.

- Lo que harás es caminar junto a mí hasta el coche, Charlie - explicó en buen inglés-. Te mantienes a mi derecha, caminas un poquito por delante de mí, las manos a la espalda, donde pueda verlas. Juntas a la espalda, ¿me sigues? Si tratas de huir o haces una señal a alguien, si gritas, entonces te dispararé en el lado izquierdo…, aquí, y te mataré. Si aparece la policía, si alguien dispara, si sospechan de mí, me da lo mismo. Te mataré.

Le mostró el punto en su propio cuerpo, de modo que compren-diera. Agregó algo en italiano en el teléfono y colgó. Después salió a la acera y le dedicó una gran sonrisa confiada, justo en el momento en que su cara estaba más cerca de la de ella. Era una verdadera cara italiana, sin una sola línea desperdiciada. Y también una verdadera voz italiana, rica y musical. Podía imaginarla sonando en antiguos mercados y dando charla a las mujeres en sus balcones.

- Vamos -dijo él. Una mano había quedado en el bolsillo de su chaqueta-. No demasiado rápido. ¿De acuerdo? Tranquila y normal.

Un momento antes había estado necesitando desesperadamente hacer pis, pero al caminar la urgencia desapareció y en su lugar padeció un calambre en la nuca y un zumbido en el oído derecho parecido al de un mosquito en la oscuridad.

- Cuando llegues al asiento del acompañante, pon las manos en el tablero -le aconsejó mientras caminaba detrás de ella-. La chica que está atrás también tiene una pistola y es muy, rápida para dispararle a la gente. Mucho más rápida que yo.

Charlie abrió la puerta del acompañante, se sentó y colocó la punta de los dedos sobre el tablero, como una niña educada en la mesa.

- ¡Tranquila, Charlie! -dijo alegremente Helga, detrás de ella-. ¡Baja los hombros, querida, ya pareces una vieja! -Pero Charlie mantuvo los hombros donde los tenía-. Ahora sonríe. ¡Hurra! Sigue sonriendo. Hoy todo el mundo es feliz. El que no sea feliz merece un tiro.

- Empieza conmigo -dijo Charlie.

El italiano se sentó frente al volante y encendió la radio en la emisora de Dios.

- Apágala -ordenó Helga. Estaba apretada contra las puertas traseras, con las rodillas levantadas y sosteniendo el arma con ambas manos, y no parecía el tipo de persona que falla a una lata de aceite a quince pasos. Con un encogimiento de hombros, el italiano apagó la radio y, en el silencio restablecido, volvió a hablarle:

- Muy bien; te pones el cinturón de seguridad, después juntas las manos y las pones sobre el regazo -dijo-. Espera, lo haré por ti. -Y cogiendo su bolso se lo tiró a Helga, después cogió el cinturón y lo cerró, rozando con descuido sus senos. En la treintena.

Apuesto como una estrella de cine. Un Garibaldi echado a perder con la bufanda roja, que iba para héroe. Calmosamente, con todo el tiempo del mundo para matar, sacó de su bolsillo un par de gafas de sol y se las puso. Al comienzo ella pensó que se había quedado ciega de miedo, porque no veía absolutamente nada. Después pensó: «Son del tipo de las que se van adaptando; se supone que tengo que quedarme quieta y esperar a que se aclaren.» Después comprendió que se trataba precisamente de que no viese nada.

- Si te las sacas, ella te disparará en la nuca, puedes estar segura -le advirtió el italiano al poner en marcha el coche.

- ¡Oh, y lo hará! -dijo la jovial Helga.

Partieron, primero saltando un poco sobre un trozo de empedrado y después navegando en aguas más calmas. Trató de escuchar el sonido de otro coche, pero sólo oyó su propio motor latiendo y carraspeando por las calles. Trató de descubrir hacia dónde iban, pero ya estaba perdida. Se detuvieron sin que mediara advertencia alguna. No tuvo sensación de ir aminorando la marcha ni de que el conductor se estuviera preparando para aparcar. Había contado trescientas pulsaciones propias y dos paradas previas que supuso que eran señales de tráfico. Había memorizado detalles triviales, tales como la nueva alfombrilla de goma que tenía bajo los pies y el diablo rojo con un tridente en la mano que colgaba del llavero del coche. El italiano estaba ayudándola a salir del coche. Le pusieron un bastón en la mano; supuso que era blanco. Con mucha ayuda de sus amigos estaba negociando los seis pasos y los cuatro escalones ascendentes que conducían a la puerta delantera de alguien. El mecanismo del ascensor tenía un gorjeo que era una reproducción exacta del silbato de agua en el que había soplado en la orquesta de la escuela preparatoria para producir ruido de pájaros en la Sinfonía de los juguetes. «Son buenos actores -le había advertido Joseph-. No hay aprendizaje. Irás directamente de la escuela de arte dramático, al West End.» Estaba sentada en una especie de silla de cuero sin respaldo. La habían hecho cruzar las manos y volver a ponerlas sobre su regazo. Habían guardado su bolso y los escuchó revisar el contenido poniéndolo sobre una mesa de vidrio, que tintineó cuando cayeron sus llaves y el cambio. Y produjo un sonido seco bajo el peso de las cartas de Michel, que había recogido esa mañana cumpliendo órdenes de Helga. En el aire había un olor de loción corporal, más dulce y adormecedora que la de Michel. La alfombra que tenía bajo los pies era de nylon grueso y color rojizo, como las orquídeas de Michel. Supuso que las cortinas debían ser pesadas y estaban completamente cerradas, porque la luz que llegaba al borde de las gafas era de un amarillo eléctrico, sin una insinuación de luz natural. Habían estado unos minutos en la habitación sin cambiar ni una palabra.

- Necesito al camarada Mesterbein -dijo de pronto Charlie-. Necesito toda la protección de la ley.

Helga rió encantada.

- ¡Oh Charlie! Esto es demasiado loco. Es maravilloso, ¿no te parece? -Y esto presumiblemente al italiano, porque no tenía conciencia de que hubiera alguien más en la habitación. Sin embargo, la pregunta no obtuvo respuesta y Helga no parecía esperar ninguna. Charlie probo otra vez.

- La pistola te sienta bien, Helg; te lo concedo. A partir de ahora, jamás pensaré en ti vestida de otra manera.

Y esta vez Charlie distinguió perfectamente la nota de nervioso orgullo en la risa de Helga. Estaba mostrándole Charlie a alguien…, alguien a quien respetaba mucho más que al chico italiano. Escuchó un paso y vio, exactamente debajo, colocada sobre la alfombra rojiza para que pudiera inspeccionarla, la puntera negra y muy lustrosa de un zapato masculino de alto precio. Escuchó una respiración y el chasquido de una lengua colocada contra los dientes superiores. El pie desapareció y sintió un movimiento del aire cuando el cuerpo cálidamente perfumado pasaba cerca de ella. Instintivamente se echó hacia atrás, pero Helga le ordenó que se estuviera quieta. Escuchó el chasquido de una cerilla y olió uno de los cigarros de Navidad de su padre. Sin embargo, Helga le estaba diciendo otra vez que se estuviera quieta, «completamente quieta, porque de otro modo serás castigada sin vacilación». Pero las amenazas de Helga eran meras intrusiones en los pensamientos de Charlie, mientras procuraba por todos los medios a su alcance definir al visitante invisible. Se imaginó como una especie de murciélago, enviando señales y escuchando cómo volvían hacia ella. Recordó los juegos a ciegas que solían jugar en las fiestas infantiles en vísperas del Día de todos los Santos. «Huele esto, siente aquello, adivina quién está besando tus labios de trece años.»

La oscuridad la estaba mareando. «Voy a caerme. Por suerte, estoy sentada.» El estaba frente a la mesa de vidrio, estudiando el contenido de su bolso, como había hecho Helga en Cornwall. Escuchó un jirón de música cuando él jugueteó con su pequeña radio-reloj, y un tintineo cuando la dejó a un lado. «Esta vez no hay trucos -había dicho Joseph-. Llevas tu modelo, sin sustitutos.» Le escuchó hojear su agenda mientras aspiraba el humo. «Va a preguntarme qué significa "fuera de juego" -pensó-. Ver a M…, encontrarme con M… amar a M… ¡ATENAS!…» No le preguntó nada. Escuchó un gruñido cuando se sentó con alivio en el sofá; escuchó el crujido de su pantalón sentado sobre un chintz con apresto. Un hombre rechoncho que usa una loción cara, zapatos hechos a mano y fuma un habano, se sienta con alivio en un sofá áspero. La oscuridad era hipnótica. Todavía tenía las manos cruzadas sobre el regazo, pero pertenecían a otra persona. Escuchó el chasquido de una banda de goma. Las cartas. «Nos enojaremos mucho si no traes las cartas. Cindy, acabas de pagar tus lecciones de música. Si hubieras sabido dónde iba cuando fui a verte. Si lo hubiera sabido yo…»

La oscuridad la enloquecía un poco. «Si me encarcelan, ya lo tengo… La claustrofobia es mi punto débil.» Estaba recitándose T. S. Elliot a sí misma, algo que había aprendido en la escuela el curso en que la expulsaron: sobre que el tiempo presente y el tiempo pasado están contenidos en el tiempo futuro. Sobre que todo el tiempo era eternamente presente. No lo había comprendido entonces y no lo comprendía ahora. «Gracias a Dios que no acepté a Whisper», pensó. Whisper era un ruinoso perro negro que vivía en la acera de enfrente de su casa, y cuyos dueños se iban al extranjero. Se imaginó a Whisper sentado junto a ella ahora, con gafas negras él también.

- Usted nos dice la verdad y no la matamos -dijo suavemente una voz de hombre.

¡Era Michel! Casi. ¡Michel está casi vivo otra vez! Era el acento de Michel, la belleza de cadencia de Michel, el tono rico y adormecedor de Michel, sacado de la parte de atrás de la garganta.

- Nos dice todo lo que les dijo, lo que ya haya hecho para ellos, cuánto le pagan y está bien. Comprendemos. Dejamos que se vaya.

- Mantén la cabeza quieta -barboto Helga desde detrás de ella.

- No creemos que lo haya traicionado por traicionarlo, ¿entiende? Estaba asustada, se metió demasiado, así que ahora está con ellos. Bueno, es natural. No somos inhumanos. La sacamos de aquí, la dejamos en las afueras de la ciudad, usted les dice todo lo que le ha pasado aquí. Sigue sin importarnos, siempre y cuando salga limpia.

Suspiró como si la vida estuviera transformándose en una carga para él.

- Tal vez se crea usted una dependencia con algún policía guapo, ¿eh? Le hace un favor. Entendemos esas cosas. Somos gente comprometida, pero no psicópatas. ¿Si?

Helga estaba molesta.

- ¿Lo comprendes, Charlie? ¡Contesta o serás castigada! No contestar era una cuestión de honor.

- ¿Cuándo recurrió a ellos por primera vez? Dígamelo. ¿Después de Nottingham? ¿De York? No importa. Recurrió a ellos, estamos de acuerdo. Se asustó y corrió a la policía. «Ese chico árabe está tratando de alistarme como terrorista. Sálvenme, haré lo que me digan.» ¿Es así como pasó? Escuche: cuando vuelva a ellos sigue sin haber problema. Les dice que es una heroína. Le daremos alguna información que puede transmitirles; la hará sentirse bien. Somos buena gente. Gente razonable. Bueno: vamos al grano. No tonteemos. Es usted una linda damita, pero no entiende nada. Vamos.

Estaba en paz. La había invadido una lasitud profunda, provocada por el aislamiento y la ceguera. Estaba a salvo, estaba en el útero para volver a empezar o morir en paz, como lo dispusiera la naturaleza. Estaba durmiendo el sueño de la infancia o la vejez. Su silencio la fascinaba. Era el silencio de la libertad perfecta. Estaban esperándola…, sentía su impaciencia, pero no tenía la sensación de compartirla. Varias veces llegó a pensar en lo que podría decir, pero su voz estaba muy lejos y no parecía tener objeto ir en su busca. Helga dijo algo en alemán y, aunque Charlie no entendió una sola palabra, reconoció, con tanta claridad como si fuese su propia lengua, la nota de resignación desconcertada. El hombre gordo contestó y parecía tan perplejo como ella, pero no hostil. Tal vez…, tal vez no, parecía estar diciendo. Tenía la percepción de aquellos dos negándose a hacerse responsables de ella, mientras se la pasaban el uno al otro: una pelea burocrática. El italiano intervino, pero Helga le ordenó callar. La discusión entre el gordo y Helga se reanudó y ella pescó la palabra «logisch». Helga está siendo lógica. O Charlie, no. O se le dice al hombre gordo que debería serlo.

Entonces el hombre gordo dijo:

- ¿Dónde pasó la noche después de haber telefoneado a Helga? -Con un amante.

- ¿Y anoche?

- Con un amante.

- ¿Otro?

- Sí pero ambos eran policías.

Comprendió que si no hubiera tenido puestas las gafas, Helga le hubiera pegado. Se abalanzó sobre ella y su voz enronquecía de ira, mientras le arrojaba una andanada de órdenes: no ser impertinente, no mentir, contestar a todo de inmediato y sin sarcasmos. Las preguntas recomenzaron y ella contestó con fatiga, dejándolos que le arrancaran las respuestas, frase tras frase, porque en última instancia no era cosa de ellos. ¿En Nottingham, qué número de habitación? ¿En qué hotel de Tesalónica? ¿Nadaron? ¿A qué hora llegaron, comieron? ¿Qué bebidas pidieron desde la habitación? Pero gradualmente, mientras escuchaba primero su voz y luego la de ellos, supo que, al menos por el momento, había ganado…, aun cuando le hicieron ponerse las gafas cuando se fue no se las sacaron hasta que estuvieron a una distancia prudente de la casa.


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