El monasterio se encontraba a dos kilómetros de la frontera, en una depresión con grandes piedras y amarillentos juncos. Era una ruina triste y profanada, con techumbres hundidas y un patio con celdas ruinosas, en cuyas piedras se veían psicodélicas muchachas pintadas. Ciertos post-cristianos habían comenzado a instalar una discoteca allí, pero, al igual que los anteriores monjes, habían huido del lugar. En la pequeña extensión de cemento que hubiera debido ser pista de baile, se encontraba el Mercedes rojo, como un caballo de guerra siendo preparado para la batalla. Al lado del Mercedes se encontraba el adalid que lo montaría, y junto al adalid se hallaba Joseph, supervisando la operación. Este es el lugar al que Michel te trajo para cambiar las placas de la matrícula, y despedirse de ti, Charlie. Este es el lugar en que te dio las llaves y la documentación falsa. Rose, vuelve a limpiar la tapa de la guantera, por favor. Rachel, ¿qué es ese papelito, ahí, en el suelo? De nuevo era Joseph, el perfeccionista, ocupándose de todos los detalles, incluso los más nimios. La camioneta de comunicaciones se encontraba al otro lado del muro, y su antena se inclinaba en graciosas reverencias, al impulso de la brisa.
Las placas de matrícula de Munich ya habían sido colocadas. Una polvorienta «D» de Alemania había sustituido la pegatina del cuerpo diplomático. El coche había sido limpiado de todo género de restos y desechos. Con meticuloso cuidado, Becker comenzó a distribuir elocuentes souvenirs, tales como una muy usada guía de la Acrópolis, olvidada en la bolsa de una puerta, semillas de uva en el cenicero, fragmentadas pieles de naranja en el suelo, palos de helados griegos, porciones de papel para envolver chocolate, dos billetes para visitar los antiguos restos de Delfos, un mapa de carreteras de la ESSO en el que se veía la ruta desde Delfos a Tesalónica, mapa marcado con un rotulador, y en el que asimismo constaban dos anotaciones marginales, en arábigo, escritas por Michel, en aquel punto de la montaña en que Charlie había disparado la pistola con una sola mano y no había dado en el blanco, un peine con unos cuantos cabellos negros entre las púas, y oliendo a la penetrante loción capilar alemana utilizada por Michel, un par de guantes de cuero, para conducir, levemente perfumados con el masaje utilizado por Michel, un estuche para gafas, de Frey, de Munich, que era el correspondiente a las gafas de sol que fueron involuntariamente rotas cuando su propietario intentó recoger a Rachel, en la carretera.
Por fin, Becker sometió a Charlie a una inspección igualmente minuciosa que abarcó toda la superficie de su cuerpo vestido, desde los zapatos hasta la cabeza, y de la cabeza a los zapatos, pasando por el brazalete, antes de pasar a prestar su atención -con desgana, según le pareció a Charlie- a la mesilla plegable en donde se encontraba el revisado contenido del bolso de Charlie.
Por fin, y después de haber trazado otra crucecita en la lista, Becker dijo a Charlie:
- Mételo todo dentro del bolso.
Observó como Charlie lo guardaba todo, a su manera: pañuelo, lápiz para los labios, carnet de conducir, monedas, billetero, recuerdos, llaves, y todos los meticulosamente elegidos chismes que, debidamente examinados, serían el testimonio de las complejas ficciones de las diversas vidas de la muchacha.
Charlie preguntó:
- ¿Y las cartas?
Joseph hizo una de sus características pausas, que Charlie aprovechó para decir:
- Si me hubiera escrito esas cartas tan ardientes, yo las llevaría conmigo a todas partes, ¿no crees?
Joseph, por fin, dijo:
- Michel no te lo permite. Te ha dado estrictas instrucciones de guardar esas cartas en un lugar seguro de tu casa, y, sobre todo, de jamás pasar una frontera llevando contigo las cartas en cuestión.
Del bolsillo lateral de la chaqueta, Joseph extrajo una pequeña agenda, apta para llevar un diario en ella, protegida con plástico, encuadernada en tela, y con un lápiz en el lomo, diciendo:
- Sin embargo, como sea que tú no tienes la costumbre de llevar un diario, nosotros decidimos llevarlo por ti.
Charlie lo aceptó con remilgado ademán, y arrancó el plástico. Cogió el lápiz. En él había marcas de mordeduras, lo cual indicaba lo que Charlie aún hacía con los lápices: los chupaba. Echó una ojeada a diez o doce páginas. Las anotaciones hechas por Schwili eran breves, pero gracias a la intuición de Leon y a la memoria electrónica de la señorita Bach, resultaban exactamente las propias de Charlie. Nada había referente a la temporada de Nottingham, ya que Michel había sido un ataque por sorpresa. En cuanto a la temporada de York había una gran «M» con un interrogante, todo ello dentro de un círculo. En una esquina de la hoja correspondiente a aquel día había un alargado dibujo abstracto, un dibujo contemplativo, que era la clase de dibujos abstractos que Charlie trazaba cuando se hallaba en estado de ensoñación. Se hacía referencia a su automóvil: «El Fiat a Eustace, a las 9.» También a su madre: «1 semana falta para el cumpleaños de mamá, comprar regalo ahora.» Había referencia a Alastair: «A la Isla de Wight, ¿el comercial Kellog's?» Charlie recordaba que no había ido allá, debido a que la Kellog había encontrado un actor más competente y menos borracho. En los días correspondientes a la menstruación había líneas sinuosas, y la burlona anotación: «Rebajada de juegos.» Después de buscar los días correspondientes a las vacaciones griegas, Charlie encontró la palabra Mikonos, escrita en grandes letras mayúsculas, y, al lado las horas de llegada y de salida. Pero cuando Charlie llegó al día correspondiente a su llegada a Atenas, la doble página, en su integridad, estaba ilustrada con una bandada de pájaros en pleno vuelo, dibujada con bolígrafos rojo y azul, de manera que parecía un tatuaje de marinero. Charlie dejó caer el pequeño diario en el bolso, y cerró éste con un seco sonido del cierre. Aquello era demasiado. Se sentía sucia y con su intimidad invadida. Quería conocer a gente nueva a la que todavía pudiera sorprender, a gente que fuera incapaz de fingir sus sentimientos, los de Charlie, ni su caligrafía, de tal manera que ni ella misma podía distinguir lo genuino de lo falsificado. Quizá Joseph se hubiera ya dado cuenta de los sentimientos de Charlie. Quizá los supo adivinar en la brusquedad de los modales de ésta. Al menos esto esperaba Charlie. Joseph, con la mano enguantada, mantenía la puerta del Mercedes abierta para que Charlie entrara en él. Charlie entró muy de prisa. Joseph le ordenó:
- Mira los papeles una vez más.
Con la vista fija al frente, Charlie repuso:
- No hace falta.
- ¿Número de la matrícula del automóvil?
Charlie lo dijo.
- ¿Fecha de registro?
También lo dijo. Lo dijo todo, todas las invenciones dentro de otras invenciones, dentro de otras invenciones. El automóvil era propiedad de un médico de Munich que estaba de moda y que era el actual amante de Charlie, cuyo nombre Charlie dio con seguridad. El automóvil estaba registrado y asegurado a nombre de dicho doctor. O si no, vean los papeles falsificados.
- ¿Y por qué no está contigo este diligente médico? Esta pregunta te la hace Michel, ¿comprendes?
Si, Charlie comprendía. Repuso:
- Esta mañana tuvo que regresar desde Tesalónica para atender un caso urgente. Accedí a conducir el automóvil, en su lugar. El médico se encontraba en Atenas para dar una conferencia. Hemos hecho turismo juntos.
- ¿Y cuándo conociste al médico ese?
- En Inglaterra. Es amigo de mis padres. Les cura las resacas. Mis padres son inmensamente ricos.
- Para un caso extremo, para un caso de necesidad, llevas en el bolso los mil dólares que Michel te prestó para el viaje. También cabe la posibilidad de que esa gente, teniendo en cuenta las molestias que le has causado y el tiempo que te ha tenido que dedicar, acepte elegantemente cierta ayuda económica por tu parte. ¿Cómo se llama la esposa?
- Renate, y la odio.
- ¿Los hijos?
- Christoph y Dorotea. Y yo sería una madre para ellos si Renate hiciera el favor de no entrometerse en mis relaciones con ellos. Y ahora quiero irme. ¿Algo más?
- Sí.
Mentalmente, Charlie se preguntó ¿cómo, por ejemplo, que me amas? ¿Cómo, por ejemplo, que te sientes un poco culpable por mandarme a cruzar media Europa con un automóvil cargado de explosivos rusos de alta calidad?
Con la misma pasión que emplearía para examinar su carnet de conducir, Joseph le aconsejó:
- No te confíes en exceso. No todos los policías fronterizos son tontos u obsesos sexuales.
Charlie se había prometido no decir frase alguna de despedida, y era posible que Joseph hubiera hecho lo mismo. Charlie dijo:
- Bueno, pues adelante, Charlie.
Y puso en marcha el motor.
Joseph no agitó la mano ni sonrió, aunque quizá Joseph repitió:
- Adelante Charlie.
Pero si así lo hizo, la muchacha no lo oyó. Llegó a la carretera principal y el monasterio con sus temporales habitantes desapareció del espejo retrovisor. Recorrió de prisa un par de kilómetros, y llegó ante un viejo cartel indicador, con una flecha, que decía Yugoslawien. Condujo despacio, a la par que el resto del tránsito. La carretera se ensanchó, convirtiéndose en una zona de aparcamiento. Vio una fila de camionetas y una fila de automóviles, y las banderas de todas las naciones cocidas por el sol hasta haberles dado tonalidades pastel. Soy inglés, soy alemán, soy israelita, soy árabe. Charlie puso su automóvil detrás de un coche deportivo. En el deportivo iban dos muchachos sentados delante y dos chicas detrás. Charlie se preguntó si acaso serían miembros del equipo de Joseph. O de Michel. O policías de algún tipo u otro. Charlie comenzaba a ver el mundo de esta manera: todas las personas formaban parte de un grupo u otro. Un funcionario con uniforme gris le indicó con un impaciente ademán que avanzara. Charlie lo tenía todo dispuesto. Documentos falsos, explicaciones falsas. Nadie le pidió los unos o las otras. Y pasó la frontera.
Joseph, en lo alto de la colina, bajó los prismáticos, y regresó a la camioneta que le esperaba.
Dirigiéndose a David, el muchacho que tecleaba obedientemente palabras con la máquina, Joseph dijo:
- El paquete ha sido enviado.
David tecleó estas palabras. En obediencia a Becker, el muchacho hubiera tecleado cualquier cosa, se hubiera arriesgado a todo, hubiera matado a gente. Para él, Becker era una leyenda viviente, un ser perfecto, alguien a quien el muchacho intentaría en todo momento imitar.
Con reverentes acentos, el muchacho dijo:
- Marty le felicita.
Pero el gran Becker pareció no oírle.
Charlie condujo eternamente. Condujo con los brazos doloridos debido a agarrar con demasiada fuerza el volante, con el cuello dolorido debido a mantener las piernas demasiado rígidas. Condujo con dolor en la barriga, causado por el mantenimiento de la misma posición. Estaba mareada de miedo. Luego, se sintió todavía peor cuando el motor produjo unos raros ruidos, y Charlie pensó: ¡Avería! Joseph le había dicho: Si tienes una avería, abandona el automóvil, lo dejas en la cuneta y haces auto-stop, pierde tu documentación, coges el tren, y, sobre todo aléjate cuanto puedas del coche. Pero ahora que había comenzado la aventura, Charlie estimaba que no podía comportarse de semejante manera. Sería lo mismo que abandonar el teatro en plena representación. La música la estaba dejando sorda. Cerró la radio y el ruido de los motores de los camiones volvió a dejarla sorda. Se sentía en una sauna, se sintió muerta de frío, cantaba. No había avance, sino solo movimiento. Charlie conversaba animadamente con su padre muerto y con su maldita madre: «Bueno, el caso es, mamá, que conocí a ese árabe sencillamente encantador, maravillosamente bien educado, y terriblemente rico y culto, y todo fue una larga jodienda desde el alba hasta el ocaso, y luego volvimos a la carga…»
Charlie conducía con la mente en blanco y sus pensamientos voluntariamente apagados. Se obligaba a permanecer en la superficie exterior de la experiencia. Oh, mira, un lago, oh, mira un villorrio, se limitaba Charlie a pensar, sin permitirse jamás penetrar en el caos interior. Soy libre, estoy descansada, y hago un viaje maravilloso. Para almorzar comió fruta y pan, que compró en un kiosko de una gasolinera. Y un helado. Si, le cogió la pasión de comer helados, como si de un antojo de embarazada se tratara. Fue un helado amarillento, aguado, yugoslavo, en cuyo envoltorio se veía a una muchacha con grandes senos. En una ocasión Charlie vio a un muchacho que hacía auto-stop, y sintió la avasalladora necesidad de hacer caso omiso de las instrucciones de Joseph, y coger al chico. El sentimiento de soledad que experimentaba Charlie se hizo de repente tan terrible que hubiera hecho cualquier cosa para gozar de la compañía del muchacho. Si, se hubiera casado con él en una de las capillitas que se alzaban en lo alto de pequeñas montañas peladas, le hubiera violado sobre el amarillento césped junto a la carretera. Pero en momento alguno reconoció ante sí misma, durante los largos años y las infinitas millas de aquel viaje, que llevaba doscientas libras de explosivos rusos de alta calidad, divididos en porciones de media libra, ocultos en la tapicería, en los asientos, en la techumbre del automóvil, ni que los modelos antiguos ofrecían más oportunidades de esconder explosivos en ellos. Ni que se trataba de unos explosivos excelentes y nuevos, bien acondicionados, y que resistían bien el frío y el calor, y que eran razonablemente plásticos en todas las temperaturas.
«Sigue adelante, muchacha -se repetía en tono decidido una y otra vez, en ocasiones en voz alta-. Es un día soleado y eres una rica fulana que conduce el Mercedes de su amante.» Recitaba versos de Como gustéis, recitaba párrafos de su primera y más importante representación, recitaba párrafos de Santa Juana. Pero, Charlie no pensaba jamás en Joseph. Charlie en su vida había conocido a un israelí, jamás has deseado a ese israelí, jamás cambió sus puntos de vista y su religión por culpa del tal israelí, jamás se convirtió en creación de dicho israelí fingiendo ser creación de su enemigo, jamás se maravilló e inquietó ante las secretas guerras que se desarrollaban en el fuero interno de tal hombre.
A las seis de la tarde, a pesar de que Charlie bien hubiera querido conducir durante toda la noche, vio el cartel que nadie le había dicho que esperase ver, y dijo: «Bueno, parece un sitio agradable, vamos a probarlo.» Así de sencillo. Y Charlie lo dijo en voz alta, con gran optimismo, probablemente a su madre, a su maldita madre. Recorrió una milla más, según indicaba el cartel, penetrando en la zona montañosa, y allí estaba, exactamente igual que lo había descrito aquella inexistente persona. Se trataba de un hotel, construido en el interior de unas ruinas, con un campo de golf en miniatura y una piscina. Y sólo entrar en el vestíbulo, ¿a quién encontró Charlie sino a sus viejos amigos Dimitri y Rose, a quienes había conocido en Mikonos? ¡Santo Dios, mira qué coincidencia querido, es Charlie! ¿Y por qué no cenamos juntos? Para cenar comieron carne asada junto a la piscina y nadaron. Luego la piscina se cerró al público, y como que Charlie padecía insomnio, jugaron con ella al juego de formación de palabras añadiendo cada cual, por turno, una letra, igual que carceleros en la noche anterior a la ejecución de un condenado. Charlie dormitó durante unas poquísimas horas, y a las seis de la mañana estaba de nuevo en la carretera. A media tarde llegó a la frontera austríaca, en cuyo momento el aspecto exterior de Charlie llegó a ser, de una forma brusca, terriblemente importante para ella.
Llevaba una blusa sin mangas, procedente de la generosidad de Michel, se había peinado hacia atrás, y estaba impresionante en los tres espejos de que disponía. A la mayoría de los automóviles les daban la entrada sin trámite alguno, pero Charlie no contaba con tener tanta suerte una vez más. A otros automovilistas les pedían la documentación, y a unos pocos les ordenaban que aparcaran a un lado para proceder a una detenida inspección. Charlie se preguntó si esa selección se hacía al azar o si la policía había recibido información de antemano, o bien si se guiaban por invisibles indicios. Dos hombres vestidos de uniforme avanzaban despacio por la carretera, deteniéndose ante las ventanillas de los automóviles. Uno de ellos iba de verde y el otro vestía uniforme azul. El que iba de azul había inclinado la visera de su gorra de tal manera que parecía un as de la aviación. Los dos miraron a Charlie y dieron un paseo alrededor del automóvil, muy despacio, Charlie oyó que uno de ellos propinaba una patada a un neumático trasero, y Charlie tuvo tentaciones de exclamar, «¡Huy, qué daño!», pero se contuvo debido a que Joseph, en quien no quería pensar, le había dicho no les des confianzas, mantén las distancias, decide que es lo que debes hacer, y haz la mitad de lo que hayas decidido. El hombre vestido de verde le preguntó algo en alemán, y Charlie le contestó en inglés, «Sorry?» Charlie le mostraba su pasaporte inglés, en el que se decía que su profesión era la de actriz. El policía cogió el pasaporte, lo examinó y lo entregó a su compañero. Los dos eran muchachos bien parecidos. Hasta el momento, Charlie no se había dado cuenta de lo muy jóvenes que eran. Rubios, rebosantes de vida, con la mirada clara, y la piel con el permanente tostado propio de las gentes de montaña. Charlie, de buena gana les hubiera dicho, en un arranque directamente encaminado hacia su propia extinción: Me llamo Charlie, por si quieren probarme.
Los cuatro ojos estuvieron fijos en ella, mientras le formulaban preguntas: ahora tú, ahora yo. Charlie dijo que no, sólo unos cien cigarrillos griegos y una botella de ouzo. No, dijo, nada de regalos, de verdad. Apartó la vista de ellos, resistiendo la tentación de coquetear. Bueno, sí, una chuchería para su madre, pero carente de valor. Digamos que unos diez dólares. Abrieron la puerta y le pidieron que les mostrase la botella de ouzo, aunque Charlie tenía la astuta sospecha de que los dos policías, después de haber lanzado una profunda mirada a su escote, ansiaban ver sus piernas para tener una visión del conjunto. El ouzo se encontraba en un cesto al lado de Charlie, en el suelo. Inclinándose sobre el asiento contiguo, Charlie cogió el ouzo, de manera que su falda se abrió, lo cual fue accidental en un noventa por ciento, aunque por un instante su muslo izquierdo quedó al descubierto hasta la cadera. Charlie levantó la botella para mostrarla a los policías, y, en el mismo instante sintió que algo frío y húmedo golpeaba su carne desnuda. «¡Dios mío, me han apuñalado!» Charlie soltó una exclamación y se llevó la mano al punto en cuestión, y quedó pasmada al ver, estampado en su muslo, el sello de goma, en tinta azulenca, que daba constancia de su entrada en Austria. Se enojó tanto que poco faltó para que atacara a los policías. Pero, al mismo tiempo, se sintió tan aliviada que poco le faltó para echarse a reír a grandes carcajadas. Si las palabras de cautela de Joseph no la hubieran detenido, Charlie hubiera abrazado a los dos policías por su increíble, adorable e inocente generosidad.
Charlie había cruzado la frontera y se sintió maravillosa. Alzó la vista al espejo retrovisor y vio a los dos simpáticos muchachos despidiéndola con la mano, en tímido ademán, lo cual hicieron durante treinta y cinco minutos, sin prestar la menor atención a los restantes automóviles que esperaban.
Charlie jamás había amado tanto a los representantes de la autoridad.
La larga espera de Shimon Litvak comenzó a primera hora de la mañana, ocho horas antes de que se diera la noticia de que Charlie había cruzado felizmente la frontera, y dos noches y un día después de que Joseph, actuando en representación de Michel, hubiera mandado los telegramas duplicados al abogado de Ginebra, para su transmisión al cliente de éste. Ahora era media tarde y Litvak había cambiado la guardia tres veces, pero nadie se aburría, y todos estaban muy alerta. El problema de Litvak no consistía en mantener a su equipo alerta, sino en convencer a sus miembros que debían descansar debidamente, durante las horas libres.
Desde su puesto de mando en la suite nupcial de un viejo hotel, Litvak contemplaba una linda plaza de mercado, de Carintia, principalmente caracterizada por dos posadas tradicionales, con mesas en el exterior, un pequeño aparcamiento, y una antigua y simpática estación ferroviaria, en la que la caseta del jefe de estación estaba coronada con una cúpula en forma de cebolla. La posada que más cerca de Litvak se hallaba tenía el nombre de «El Cisne Negro», y contaba orgullosamente con un acordeonista, pálido y retraído muchacho que tocaba demasiado bien para sentirse feliz, y lanzaba furiosas miradas a los automóviles, cuando pasaban ante él, lo cual hacían con excesiva frecuencia. La segunda posada se llamaba «Las Armas del Carpintero», y tenía un cartel dorado, muy bello, con representaciones de las herramientas del oficio. «Las Armas del Carpintero» tenía clase: manteles blancos y truchas que se podían elegir en un tanque al aire libre. En aquella hora del día pasaban pocos viandantes. Y un calor denso y polvoriento sumía el paraje en una agradable somnolencia. En la parte exterior del «Cisne» dos muchachas tomaban té y soltaban risitas mientras conjuntamente escribían una carta, siendo su tarea la de formar una lista de las matrículas de todos los vehículos que entraban o salían de la plaza. En la parte exterior de «Las Armas del Carpintero», un joven y grave sacerdote bebía sorbitos de vino y leía su breviario, y en el sur de Austria nadie pide a un sacerdote que se vaya por pelmazo que sea. El verdadero nombre del sacerdote era Udi, abreviación de Ehud, el zurdo asesino del rey de Moab. Lo mismo que su tocayo, el joven sacerdote iba armado hasta los dientes y también era zurdo, y se encontraba allí por si acaso fuese preciso luchar. En retaguardia el sacerdote tenía a una pareja de ingleses de media edad sentados en su Rover, en el aparcamiento, que, al parecer dormían para superar los efectos de un excelente almuerzo. De todas maneras, tenían entre los pies armas de fuego, y otras armas de diversas clases al alcance de la mano. Su radio estaba sintonizada con la camioneta de comunicaciones aparcada a doscientos metros, en la carretera de Salzburgo.
En total, Litvak tenía a sus órdenes nueve hombres y cuatro mujeres. Más le hubiera gustado tener a dieciséis personas, pero no se quejaba. Le gustaban los buenos despliegues, y la tensión siempre le producía sensación de bienestar. Para esto nací, pensaba Litvak. Sí, cuando se disponía a actuar, Litvak siempre pensaba esto, Litvak se sentía calmo, con el cuerpo y la mente en un sueño profundo, y su equipo descansaba soñando en muchachas y muchachos, y en veraniegas excursiones en Galilea. Sin embargo, bastaba el más leve rumor de una brisa para que todos los miembros del equipo pasaran a ocupar sus puestos, antes de que la brisa tocara las velas.
Litvak murmuró una rutinaria contraseña en el aparato transmisor receptor que llevaba en la cabeza, y recibió la pertinente contestación. Para llamar menos la atención, hablaban en alemán. A veces, fingían ser miembros de una empresa de radio-taxis de Graz, y en otras ocasiones de un servicio de helicópteros de rescate, con base en Innsbruck. Cambiaban de frecuencia a menudo, y utilizaban una amplia variedad de señales conducentes a la confusión.
A las cuatro de la tarde, Charlie entró despacio en la plaza, a bordo del Mercedes, y uno de los vigilantes situados en el aparcamiento, transmitió tres alegres notas de una marcha triunfal. Charlie tuvo problemas para encontrar sitio en el que aparcar el automóvil, debido a que Litvak había ordenado terminantemente que ninguna ayuda se le diera en este aspecto. Charlie debía tropezarse con las dificultades normales en estos casos, nada de mimos. Un espacio quedó vacante, Charlie lo ocupó, salió del coche, se desperezó y se frotó la espalda. Del portamaletas sacó su bolsa de viaje y la guitarra. Lo hace muy bien, pensó Litvak, quien la contemplaba con prismáticos. Es innato en ella. Ahora cierra con llave el automóvil. Y, ahora, mete las llaves en el tubo de escape. Esto último Charlie lo hizo con un movimiento realmente natural, en el momento en que sacaba su equipaje. Después emprendió cansinamente el camino hacia la estación ferroviaria, sin mirar a derecha ni a izquierda. Litvak se dispuso a esperar. La cabra ya está atada, pensó Litvak recordando una frase favorita de Kurtz. Ahora, lo único que necesitamos es un león. Litvak habló por el receptor-transmisor y escuchó la confirmación de su orden. Imaginó a Kurtz en su piso de Munich, inclinado sobre el teletipo, mientras la camioneta de comunicaciones imprimía el mensaje. Imaginó el movimiento inconsciente de los gruesos dedos de Kurtz al secarse los labios nerviosamente, mientras mantenía en ellos su constante sonrisa. Imaginó como Kurtz levantaba su recio antebrazo para consultar el reloj, sin verlo. Por fin estamos penetrando en la oscuridad, pensó Litvak mientras contemplaba los primeros indicios del temprano ocaso. Durante todos estos meses hemos estado buscando la oscuridad.
Pasó una hora y el buen sacerdote Udi pagó su módica factura y desapareció con paso piadoso, para penetrar en una calleja secundaria, a fin de descansar y de cambiar su imagen en un piso franco. Las dos muchachas habían terminado su carta por fin y pidieron un sello. Después de conseguirlo, se fueron por las mismas razones por las que se había ido Udi. Con satisfacción, Litvak observó como los relevos de los anteriores ocupaban sus posiciones: una tronada camioneta de lavandería, dos auto-stopistas que deseaban almorzar tardíamente, y un trabajador inmigrante italiano que pidió un café y los periódicos de Milán. Un automóvil de la policía penetró en la plaza y dio tres vueltas de honor, pero ni el conductor ni su acompañante prestaron la menor atención al Mercedes rojo aparcado, con las llaves escondidas en el tubo de escape. A las siete y cuarenta minutos, con el consiguiente interés de todos los espectadores, una mujer gorda anduvo hacia la puerta del Mercedes correspondiente al conductor, intentó meter la llavecilla, efectuó unos cómicos movimientos de reconocimiento de su error, y se fue a bordo de un Audi. Si, se había equivocado de marca. A las ocho, una potente motocicleta entró en la plaza, dio una vuelta muy de prisa, y se fue rugiendo, antes de que nadie pudiera fijarse en su matrícula. El que iba de paquete en la motocicleta llevaba el cabello muy largo y bien podía ser una mujer. Los dos causaban la impresión de ser un par de jovenzuelos corriendo una aventura.
Por la radio, Litvak preguntó:
- ¿Contacto?
Había división de opiniones. Una voz dijo que hablase dado cierta falta de cautela. Otra dijo que demasiado de prisa ya que, ¿a santo de qué correr el riesgo de ser detenidos por la policía? La opinión de Litvak era diferente. Se trataba de un primer reconocimiento, y de ello tenía plena seguridad, pero no lo dijo por temor a influenciar el parecer de los otros. Litvak se dispuso a esperar una vez más. El león ya ha olfateado la presa. ¿Volvería?
Eran las diez. Los restaurantes comenzaban a vaciarse. Un profundo silencio campesino se estaba adueñando de la ciudad. Pero el Mercedes rojo seguía intacto, y la motocicleta no regresó.
Cuando uno ha contemplado un automóvil vacío, uno se da cuenta de que contemplar un automóvil vacío es algo absolutamente estúpido, y Litvak había contemplado muchos automóviles vacíos. Al paso del tiempo y manteniendo la vista fija en él, uno llega a darse cuenta de cuán tonto es un automóvil cuando no hay un ser humano que lo conduzca. Y también se da cuenta de cuán tonto es el ser humano, por haber inventado el automóvil. Al cabo de un par de horas, el automóvil se transforma en el cacharro peor que uno haya contemplado en toda su vida. Uno comienza a soñar en un mundo de peatones y caballos. En huir de la vida de retazos metálicos, y volver a la vida de la carne. A pensar en el propio kibbutz y sus huertos de naranjos. En el día en que el mundo entero se dé cuenta de los riesgos que derramar sangre judía comporta.
Uno desea hacer volar por los aires, destrozados, todos los coches enemigos, y conseguir de una vez para siempre la libertad de Israel.
O uno se acuerda que es la fiesta del sábado, y que la ley dice que más vale salvar un alma trabajando en sábado que observar la fiesta del sábado y no salvar el alma en cuestión.
0 que uno se ha comprometido a casarse con una muchacha poco atractiva y muy devota que a uno no le gusta demasiado, y a asentarse en Herzlia, con una hipoteca, y penetrar en la trampa de ser padre, sin emitir la más leve protesta.
0 uno piensa en el Dios judío, y en ciertas situaciones bíblicas que son paralelas a las de
uno.
Pero sea lo que fuere lo que uno piensa, y sea lo que fuere lo que uno hace, cuando uno es un hombre tan bien preparado como lo era Litvak, y si uno se encuentra en una posición de mando, y si uno pertenece a aquella clase de gente para quien la perspectiva de actuar en contra de los verdugos de los judíos es como una droga que jamás le abandonará a uno, uno no aparta ni siquiera por un segundo la vista del automóvil aparcado.
La motocicleta había regresado.
Había estado en la estación ferroviaria durante cinco minutos y medio, que parecieron una eternidad, de acuerdo con el reloj luminoso de Litvak. Desde la ventana de la oscura habitación del hotel, situada, en línea recta, a menos de veinte yardas, Litvak había estado observando sin descanso. Se trataba de una motocicleta de la más alta cilindrada, japonesa, con matrícula de Viena, y un manillar alto especialmente incorporado. Había dado la vuelta a la plaza con el motor parado, como un fantasma, teniendo como conductor a un ser de sexo todavía indeterminado, con vestido de cuero y casco, y un pasajero o paquete, del sexo masculino y anchos hombros, que recibió al instante el apodo de Melenas, con tejanos y zapatillas de lona, y un pañuelo al cuello, heroicamente anudado en el cogote. La motocicleta aparcó cerca del Mercedes, aunque no tan cerca que pudiera parecer que los motociclistas tuvieran interés alguno en el coche. Si hubiera estado en su lugar, Litvak hubiera hecho lo mismo.
En voz baja, Litvak dijo por la radio:
- Los socios se han reunido.
E inmediatamente recibió cuatro asentimientos. Litvak estaba tan seguro del terreno que pisaba que si en aquel instante los dos motoristas se hubieran atemorizado y se hubiesen dado a la fuga, Litvak hubiera dado la orden sin pensarlo un instante, a pesar de que ello hubiera significado el fin de la operación. Aarón, desde la camioneta de la lavandería se hubiera puesto en pie y les hubiera asado a tiros en la misma plaza. Luego el propio Litvak hubiera bajado y hubiera vaciado un cargador, para mayor seguridad. Pero los dos motoristas no echaron a correr, lo cual fue mucho mejor. Se quedaron montados en la moto, toqueteando el barboquejo del casco y las hebillas de las correas, sin hacer nada durante horas, como suelen hacer los motoristas, aunque en realidad sólo pasaron dos minutos. Siguieron haciéndose cargo de la situación, mirando entradas y salidas, automóviles aparcados y altas ventanas, tales como aquella en la que se encontraba Litvak, aun cuando el equipo de éste había tomado todas las medidas precisas, desde hacía ya largo tiempo, para que no se viera absolutamente nada.
Pasado este período de meditaciones, Melenas se bajó de la moto en lánguidos movimientos, y pasó junto al Mercedes, con la cabeza inocentemente inclinada a un lado, mientras cabía presumir que se percataba de la presencia de la llave de contacto en el interior del tubo de escape. Pero no intentó apoderarse de ella, lo cual mereció la aprobación de Litvak, en su calidad de colega. Después de rebasar el Mercedes, Melenas se dirigió hacia la estación, entrando en el lavabo público, del que salió inmediatamente, con la finalidad de poner en peligrosa situación a cualquier persona que hubiera tenido la temeraria idea de seguirle. Pero nadie le seguía. Las muchachas no podían seguirle, y los chicos tenían la astucia suficiente para no hacerlo. Melenas pasó junto al automóvil por segunda vez, y Litvak deseó ardientemente que Melenas se inclinara y cogiera la llave, debido a que Litvak necesitaba un movimiento decisivo. Pero Melenas no quiso complacer a Litvak. Volvió junto a la motocicleta y a su compañero, quien se había quedado sentado en el sillín, con la finalidad, sin duda, de poder salir pitando y sin dificultades, si fuere preciso. Melenas dijo algo a su compañero; acto seguido se quitó el casco y, en un brusco movimiento de la cabeza, puso la cara a la luz.
Dando el nombre en clave previamente acordado, Litvak dijo por la radio:
- Luigi.
Y, al hacerlo, Litvak experimentó la rara e intemporal bendición de la satisfacción pura y simple. Con calma, pensó: Eres tú, Rossino, el apóstol de la solución pacífica. Sí, Litvak le conocía muy bien. Sabía los nombres y las señas de las amigas y amigos de aquel hombre, sabía quiénes eran sus derechistas padres con residencia en Roma, y sabía quién era su izquierdista mentor en la academia de música de Milán. Conocía el periódico napolitano que publicaba todavía los artículos, con aire de sermón, en los que aquel hombre insistía en que el único camino aceptable era el de la no-violencia. Sabía que Jerusalén llevaba largo tiempo sospechando de aquel hombre, y asimismo estaba al tanto de la historia de los reiterados y vanos intentos de conseguir pruebas condenatorias. Sabía cómo olía y qué número de zapatos calzaba. Y, ahora, Litvak comenzaba a sospechar la función que había desempeñado en Bad Godesberg y en otros lugares. Asimismo Litvak, al igual que sus compañeros, tenía ideas muy claras acerca de qué era lo mejor que se podía hacer con aquel hombre. Aunque todavía no se le podía hacer. Y no se le podría hacer durante bastante tiempo. No, las cuentas no podrían saldarse hasta que todos hubieran recorrido íntegramente el sinuoso camino que les esperaba.
La muchacha ha dado el rendimiento esperado, pensó Litvak. Sólo gracias a esta identificación, el largo viaje que la muchacha ha hecho hasta aquí ha sido rentable. La muchacha era una gentil justa, lo cual, en opinión de Litvak, resultaba muy raro.
Por fin, ahora el conductor de la moto desmontaba. Desmontó, se desperezó y se desabrochó el barboquejo, mientras Rossino le sustituía en el asiento del conductor.
Pero quien había conducido la moto hasta el momento era una muchacha.
Si, se trataba de una muchacha rubia, esbelta, según pudo ver Litvak a través de sus prismáticos con dispositivo de intensificación de las luces, muchacha con delicadas facciones delgadas y con aire etéreo, a pesar de su dominio en la conducción de motocicletas. Y Litvak, en aquel instante crítico, se negó terminantemente a preocuparse de intentar averiguar si los viajes de aquella muchacha la habían llevado de Orly a Madrid, o si se había dedicado a transportar maletas con discos para entregarlas a amigas suecas. No, ya que si su mente hubiera seguido este rumbo, el odio acumulado entre los miembros del equipo hubiera podido superar su sentido de la disciplina. La mayoría de los miembros del equipo habían matado, y en casos como el presente no tendrían el menor inconveniente en volverlo a hacer. En consecuencia, Litvak nada dijo por la radio. Dejó que cada cual hiciera su identificación aproximativa y nada más.
Ahora, a la muchacha rubia le tocó el turno de visitar el retrete. Después de sacar una bolsita de la bolsa de equipaje y de entregar el casco a Rossino, la chica, con la cabeza descubierta, cruzó la plaza y penetró en la estación, en donde, a diferencia de su compañero, se quedó. Una vez más, Litvak deseó que la muchacha cogiera la llave del contacto, pero no lo hizo. Al igual que Rossino, la chica caminaba con decisión, decisión que no vaciló ni un instante. Sin duda alguna, era una chica sumamente atractiva. No era de extrañar que el desdichado agregado laboral se sintiera atraído hacia ella. Litvak enfocó los prismáticos en Rossino. Alzándose un poco en la parte delantera del sillín, Rossino había inclinado la cabeza a un lado, como si aguzara el oído en espera de oír algo. Naturalmente, pensó Litvak, mientras también aguzaba el oído en espera de oír el mismo murmullo, el del tren procedente de Klagenfurt, que estaba a punto de llegar. Y llegó el tren que, con un leve estremecimiento, se detuvo ante el andén. Los primeros pasajeros de cansada expresión bajaron al andén. Un par de taxis avanzaron unos metros y volvieron a detenerse. Apareció un fatigado grupo de excursionistas, suficientes para llenar un vagón, todos ellos con la misma etiqueta en sus maletas.
Litvak rogó: «Hacedlo ahora, agarrad el coche y largaos aprovechando el tránsito más denso, actuad tal como debéis.»
Litvak no estaba aún preparado para lo que realmente hicieron. Un hombre y una mujer entrados en años se encontraban en la parada de taxis y detrás de ellos había una muchacha de modesto aspecto, como una niñera o una acompañante. La chica iba con un vestido de color castaño y un sombrerito, también castaño, con el ala baja. Litvak se fijó en ella, tal como se fijó en muchas otras personas que se hallaban en el mismo lugar, se fijó con su visión adiestrada y clara, a la que la tensión daba aún más claridad. Una linda muchacha que llevaba una pequeña bolsa de viaje. La pareja entrada en años llamó a un taxi, lo cual hicieron los dos a la vez, en tanto que la muchacha se mantenía detrás, cerca de ellos, observando cómo el taxi se acercaba. La pareja entrada en años subió al taxi, y la muchacha les ayudó, entregándoles maletas y paquetes. Se trataba evidentemente de la hija de los otros dos. Litvak volvió a observar el Mercedes, y, a continuación, la motocicleta. Si algún pensamiento dedicó a la muchacha vestida de castaño, este pensamiento le dijo que seguramente había subido en el taxi alquilado por sus padres. Era lo natural. Y no fue hasta el momento en que Litvak prestó atención al fatigado grupo de excursionistas que avanzaban por la acera en dirección a dos autocares que Litvak, con un sobresalto de pura alegría, se dio cuenta de que aquella chica era su chica, nuestra chica, la chica de la motocicleta. Si, la muchacha se había cambiado las ropas muy de prisa en los retretes y había conseguido de esta manera engañar por el momento a Litvak. Y luego se había unido al grupo de excursionistas para cruzar con ellos la plaza. Litvak estaba todavía embargado por la alegría, cuando la muchacha abrió la puerta del automóvil con su propia llave, arrojó dentro la bolsa de viaje, y se aposentó ante el volante en movimientos tan castos que parecía se dispusiera a ir a la iglesia. Así se alejó, mientras la cadena de la llave de contacto todavía lanzaba destellos en la salida del tubo de escape. Este detalle también hizo las delicias de Litvak. ¡Cuán evidente, cuán lógico! Telegramas duplicados, llaves duplicadas: nuestro jefe tiene fe en multiplicar por dos sus oportunidades.
Litvak dio la orden expresada con una sola palabra, y vio como los seguidores se ponían en marcha: las dos muchachas a bordo de un Porsche, Udi en un Opel grande con la bandera de Europa, pegada por el propio Udi en la parte trasera, después el acompañante de Udi, a bordo de una motocicleta menos llamativa que la de Rossino. Desde la ventana, Litvak vio como la plaza se iba vaciando despacio, cual la gente abandona un teatro. Se fueron los automóviles, se fueron las camionetas, se fueron los peatones, las luces se apagaron en los alrededores de la estación, y a los oídos de Litvak llegó el metálico golpe de alguien que cerraba una puerta, por haber llegado ya la noche. Sólo en las dos posadas quedaban restos de vida.
Por fin, la contraseña que Litvak esperaba sonó en su radio:
- Ossian.
El automóvil se dirigía hacia el norte. Litvak preguntó:
- ¿Y a dónde va Luigi?
- Camino de Viena.
Litvak dijo:
- Espera.
Y se quitó los auriculares para poder pensar más cómodamente y con mayor claridad.
Tenía que tomar una decisión inmediata, y, a fin de cuentas, lo más importante que le
había enseñado la educación recibida era precisamente tomar decisiones rápidas. Seguir a Rossino y a la chica al mismo tiempo era imposible. Litvak carecía de los recursos pertinentes para ello. En teoría, debía seguir a los explosivos, y, en consecuencia, seguir a la muchacha, pero Litvak dudaba, debido a que Rossino era escurridizo y, con mucho, la pieza más importante, en tanto que el Mercedes era notorio por definición, y su destino casi cierto. Litvak dudó durante unos instantes más. Ovó unos sonidos en los auriculares, pero Litvak hizo caso omiso, y siguió repasando la hilación lógica de la ficción. La idea de dejar escapar a Rossino era casi superior a sus fuerzas. Y Rossino era, sin la menor duda, un importante eslabón en la cadena de la oposición. Y, además, tal como había dicho Kurtz, si la cadena no se conocía en su integridad, ¿cómo iba Charlie a poder penetrar en ella? Rossino regresaría a Viena convencido de que, hasta el momento, nada había quedado en situación comprometida. Rossino era un eslabón esencial, pero, al mismo tiempo, era un esencial testigo. Por otra parte, la muchacha no era más que un ser subalterno, un conductor de vehículos, un ser que colocaba las bombas, la infantería siempre sacrificable del gran movimiento de la oposición. Además, Kurtz tenía planes de vital importancia con respecto a la muchacha, en tanto que Rossino podía esperar.
Litvak se volvió a poner los auriculares:
- Seguid el automóvil. Dejad a Luigi.
Tomada la decisión, Litvak se permitió esbozar una satisfecha sonrisa. Sabía con exactitud el orden de marcha. Primero Udi en su moto, luego la rubia en el Mercedes rojo, y después de ésta el Opel. Y después del Opel, rezagadas con respecto a todos, las dos muchachas en el Porsche de reserva, dispuestas a relevar a quien fuera tan pronto se les ordenara. Litvak se repitió in mente los puestos estáticos que vigilarían el Mercedes hasta la frontera con Alemania. Imaginó las fantasiosas historias que Alexis se habría inventado con el fin de tener la certeza de que permitieran la entrada sin complicaciones a la muchacha.
Echando una ojeada a su reloj, Litvak preguntó:
- ¿Velocidad?
Le contestaron que Udi comunicaba que la velocidad a que iba la muchacha era muy moderada. La señorita no quería complicaciones con los representantes de la ley. La carga que llevaba la había puesto nerviosa.
Y así debía ser, pensó Litvak mientras se quitaba los auriculares. Si yo fuera una chica, esa carga me aterraría.
Litvak bajó la escalera con una cartera en la mano. Ya había pagado la cuenta pero si se la hubieran presentado de nuevo la hubiese pagado por segunda vez. Sí, Litvak estaba enamorado del mundo entero, en aquellos instantes. Su automóvil, el automóvil de mando, un nervioso BMW, le esperaba en el aparcamiento del hotel. Con un dominio de sí mismo nacido de la experiencia, Litvak se dispuso a seguir con calma el convoy. ¿Qué era lo que aquella muchacha sabía? ¿Cuánto tiempo tardarían en sonsacárselo? Litvak pensó: ten calma, primero hay que atar a la cabra. Pensó en Kurtz, y, con una punzada de placer, Litvak imaginó oír la voz autoritaria e inagotable de Kurtz amontonando elogios sobre su cabeza, en un hebreo horroroso. Y complacía en gran manera a Litvak pensar que iba a ofrecer un sacrificio tan sustancioso a Kurtz.
El verano todavía no había llegado a Salzburg. Un fresco aire de primavera soplaba procedente de las montañas, y el río Salzach olía a mar. Cómo habían llegado allá seguía siendo un misterio para Charlie, debido a que pasó gran parte del trayecto durmiendo. Desde Graz fueron en avión a Viena, pero el viaje duró unos cinco segundos, ya que Charlie seguramente durmió en el avión. En viena, Michel ya tenía un coche de alquiler esperándole, un elegante BMW. Charlie volvió a dormir, y cuando penetraron en la ciudad la muchacha tuvo la impresión de que el automóvil se había incendiado, pero se trataba solamente de los rayos del sol poniente reflejados en la pintura, en el momento en que Charlie abrió los ojos.
Charlie preguntó:
- ¿Y por qué Salzburgo precisamente?
Oyó la respuesta, según la cual ello se debía a que era una de las ciudades de Michel, y a que se encontraba en el camino. Charlie preguntó:
- ¿En el camino a dónde?
Pero una vez más se tropezó con la reserva de su compañero.
El hotel tenía un patio interior cubierto, con viejas barandas doradas y plantas en macetas de mármol. Las ventanas de su suite daban directamente a un río de aguas barrosas y muy rápido curso, y al otro lado del río se alzaban más cúpulas que las que pueda haber en los cielos. Más allá de las cúpulas se levantaba un castillo, con un teleférico que ascendía por la ladera de la montaña.
Charlie dijo:
- Necesito caminar.
Se metió en la bañera y se durmió en ella, y Michel tuvo que golpear la puerta para despertarla. Charlie se vistió y Michel, una vez más, demostró saber cuáles eran los lugares que debía mostrar a la muchacha y cuáles eran las cosas que más le gustarían.
Charlie preguntó:
- ¿Es nuestra última noche, verdad?
Y, en esta ocasión, Joseph no se ocultó detrás de Michel:
- Si, es nuestra última noche, Charlie. Mañana tenemos que hacer una visita, y luego regresarás a Londres.
Cogiendo con ambas manos el brazo de Joseph, Charlie anduvo con él por estrechas callejas y por plazuelas que comunicaban entre sí, igual que salones. Se detuvieron ante la casa en que nació Mozart, y, para Charlie, los turistas fueron como el alegre y distraído público teatral de los sábados por la tarde.
Charlie preguntó:
- Lo hice bien, ¿verdad, Joseph? Anda, dilo.
- Excelentemente.
Pero, para Charlie, las reservas de Joseph tenían más significado que sus elogios.
Las pequeñas iglesias, como casas de muñecas, fueron para Charlie más bellas que cualquier sueño, con dorados altares de curvas líneas, con ángeles voluptuosos, y con tumbas en las que los muertos parecían tener placenteros sueños. Un judío que se finge musulmán me muestra mi legado cristiano, pensó Charlie. Pero cuando Charlie le pidió información, Joseph se limitó a comprar una guía de relucientes tapas y a meterse el recibo en el billetero. Secamente, Joseph dijo:
- Mucho me temo que Michel todavía no ha tenido tiempo de estudiar el barroco.
Pero Charlie percibió en estas palabras las sombras de un obstáculo no explicado. Joseph
dijo:
- ¿Volvemos a casa?
Charlie meneó negativamente la cabeza. Quería que aquello durase más. Entróse la noche, las muchedumbres desaparecieron, y de las más insospechadas puertas surgían voces de coros infantiles. Se sentaron junto al río y escucharon las viejas campanas de sordo sonido contestándose las unas a las otras en tozuda competencia. Volvieron a caminar, y súbitamente Charlie se sintió tan lacia que tuvo que poner un brazo alrededor de la cintura de Joseph, para sostenerse.
Mientras Joseph la llevaba hacia el ascensor, Charlie dijo:
- Comida. Champaña. Música.
Pero apenas Joseph hubo llamado al servicio de las habitaciones, Charlie ya estaba en cama, profundamente dormida, y nada en el mundo entero, ni siquiera Joseph, hubiera podido despertarla.
Charlie yacía tal como había yacido en Mikonos, con el brazo izquierdo doblado y la cara apoyada en él, mientras Becker, sentado en un sillón, la contemplaba. La primera luz grisácea del alba colaba por las cortinas. Al olfato de Becker llegaba un aroma a madera y hojas verdes. Durante la noche había caído un chaparrón con gran aparato eléctrico, tan ruidoso que causaba la impresión del paso de un rugiente tren por el valle. Desde la ventana, Becker había contemplado la ciudad estremeciéndose bajo los ataques de los rayos, y la lluvia bailando en las brillantes y resbaladizas cúpulas. Pero Charlie había seguido tan quieta que Becker se inclinó sobre ella y puso una oreja junto a la boca de la muchacha, para comprobar que seguía respirando.
Becker miró el reloj. Pensó: planea, actúa. Deja que la acción mate las dudas. Junto a la ventana estaba la mesa con la comida intacta, y el cubo con la botella de champaña sin abrir. Utilizando, alternativamente, los dos tenedores, Becker comenzó a sacar de la cáscara la carne de langosta y a ensuciar platos, mezclando la ensalada, estropeando las fresas, añadiendo, en suma, una ficción más a las muchas que ya habían representado. Si, el gran banquete de Salzburgo, en el que Charlie y Michel celebraron el éxito con que Charlie coronó su primera misión en pro de la revolución. Llevó la botella de champaña al cuarto de baño y cerró la puerta, no fuera que el sonido del descorche despertara a Charlie. Derramó el champaña en la pileta, y luego abrió el grifo de agua. Arrojó la carne de langosta y las fresas al retrete, y tuvo que vaciar la cisterna un par de veces, debido a que en la primera vez no desapareció todo lo allí arrojado. Dejó un poco de champaña para verterlo en su copa. Luego extrajo el lápiz de labios del bolso de la muchacha y embadurnó un poco el borde de la copa de la chica, antes de arrojar a ella los últimos restos del champaña. Después, volvió a la ventana en la que había pasado la mayor parte de la noche, y contempló las azules montañas empapadas de lluvia. Pensó: soy un escalador harto de montañas.
Se afeitó y se puso el blazer rojo. Se acercó a la cama, alargó la mano para despertar a Charlie, pero la retrajo al instante. Sintió una desgana parecida a un pesado cansancio. Volvió a sentarse en el sillón, en donde se le cerraron los ojos. Con un esfuerzo los volvió a abrir. Se despertó con un sobresalto, sintiendo el peso del rocío del desierto en su uniforme de combate, y percibiendo el aroma de la arena mojada antes de que el sol la secara dejándola ardiente.
- ¿Charlie?
Volvió a alargar la mano, con la intención de tocar la mejilla de la muchacha, pero le tocó el brazo. Charlie, ha sido un éxito. Charlie, Marty dice que eres una gran estrella, y que le has regalado todo un reparto de nuevos personajes. Me llamó por la noche, pero no te despertaste. Dice que eres mejor que la Garbo. Dice que, juntos, somos capaces de conseguirlo todo. Charlie, despierta. Charlie, tenemos que trabajar.
Pero, en voz alta, Becker se limitó a pronunciar una vez más el nombre de Charlie, y bajó al vestíbulo, en donde pagó la factura y se guardó el último recibo. Se dirigió a la parte trasera del hotel para hacerse cargo del BMW, y el alba era igual que había sido el ocaso, fresca, sin ser todavía veraniega.
Becker dijo a Charlie:
- Ahora debes despedirme agitando la mano. Luego date un paseo. Dimitri te llevará a Munich.
El ascensor olía a desinfectante, y los dibujos y frases de los artistas espontáneos estaban profundamente hendidos en el vinilo gris. Charlie penetró en silencio en el ascensor. Charlie había colocado su forma de ser dura en primera fila, al exterior, tal como solía hacer en las manifestaciones, en las sentadas y en otras actividades de parecido tenor. Estaba excitada. Tenía una sensación de inminente logro final. Dimitri pulsó el timbre y el propio Kurtz abrió la puerta. Detrás de Kurtz estaba Joseph y detrás de Joseph colgaba una placa de bronce con un San Cristóbal y un Niño.
Oprimiendo prietamente a Charlie contra su pecho, Kurtz dijo con voz baja y tensa:
- Charlie, has estado maravillosa, realmente maravillosa. Charlie, has estado increíble.
Sin mirar a Joseph, sino más allá del lugar en que éste se encontraba, a la puerta cerrada, Charlie preguntó:
- ¿Dónde está?
Dimitri no había entrado. Después de entregar a Charlie, había bajado en el mismo ascensor.
Hablando todavía como si estuvieran en la iglesia, Kurtz soltó a Charlie, y contestó a Charlie como si ésta le hubiera formulado una pregunta de simple cortesía:
- Está bien. Un poco fatigado de tanto viajar, lo cual me parece lógico.
Después de hacer una pausa, dijo:
- Gafas oscuras, Joseph. Dale unas gafas oscuras. ¿No tienes unas gafas oscuras, Charlie, querida? ¿Y un pañuelo para ponerte en la cabeza y ocultar tu adorable cabellera? Toma, ahí tienes un pañuelo. Puedes quedarte con él.
Se trataba de un bonito pañuelo de seda verde. Kurtz lo llevaba guardado en el bolsillo, para dárselo a Charlie. Los dos hombres, muy juntos, contemplaron a Charlie, mientras ésta ante el espejo se colocaba el pañuelo, anudándoselo en la nuca. Kurtz explicó:
- Se trata sólo de una precaución. En esta clase de asuntos, toda precaución es poca. ¿No es así, Joseph?
Charlie extrajo del bolso la polvera con polvos nuevos y se retocó el maquillaje. Kurtz le advirtió:
- Charlie, este asunto en el que estamos puede tener ciertos matices emotivos.
Charlie guardó la polvera y sacó el lápiz de labios. Kurtz le advirtió:
- Si en algún momento lo que estamos haciendo te impresiona, debes recordar que este hombre ha dado muerte a muchos inocentes. Todos tenemos rostro humano, y este muchacho no constituye una excepción. El chico es muy apuesto, tiene talento y muchas aptitudes jamás utilizadas. El espectáculo no es agradable. Y tan pronto comencemos, quiero que guardes silencio. Yo me encargaré de decir cuanto haya que decir. Acuérdate de esto. Deja que sea yo, y solo yo, quien hable.
Kurtz abrió la puerta, diciendo:
- Le encontraréis dócil. Tuvimos que infundirle esa docilidad durante el trayecto hasta aquí, y, luego, durante su estancia entre nosotros. Por lo demás, se encuentra en perfecto estado. No hay problemas. Ahora bien, no hables con él.
Automáticamente, Charlie se dijo: Estoy en un dúplex que en otros tiempos fue elegante pero que ahora está en desastrosa decadencia, con una bonita escalera interior, una galería alta en el nivel superior, de estilo rústico, y con una barandilla de hierro forjado. Un hogar de estilo inglés, con leños pintados en lienzo. Se ven focos de fotógrafo e impresionantes cámaras en trípodes. Un gran magnetófono en su propio mueble independiente, un gracioso sofá curvo, de estilo Marbella, con relleno de espuma de nylon, y más duro que el hierro. Charlie se sentó en este sofá y Joseph lo hizo a su lado. Charlie pensó: Joseph y yo debiéramos estar cogiditos de la mano. Kurtz había cogido un teléfono gris, y oprimió el botón de la extensión. Dijo algo en hebreo, teniendo la vista levantada a la galería. Dejó el teléfono y dirigió una tranquilizadora sonrisa a Charlie. Al olfato de Charlie llegaba olor a cuerpos masculinos, a polvo, a café y a salchichas. Y a millones de colillas muertas. Notó otro olor diferente, pero no pudo identificarlo debido a que tenía en la mente demasiadas posibilidades, desde la silla de su primera jaca al sudor de su primer amante.
La mente de Charlie había cambiado su ritmo de funcionamiento, y a la muchacha le faltaba poco para dormirse. Estoy enferma, pensó. Estoy esperando el resultado de los análisis. Doctor, déme inmediatamente esos resultados. Notó la existencia de un montón de revistas propias de una sala de espera, y deseó tener una en el regazo, para protegerse con ella. Ahora, Joseph también miraba a la galería, en lo alto. Charlie siguió la mirada de Joseph, aun cuando tardó un poco en hacerlo, debido a que quería darse a sí misma la impresión de haber hecho aquello tan a menudo que, en realidad, ni siquiera le hacía falta mirar. Charlie era como una compradora en una tienda de modas. Se abrió la puerta y apareció un muchacho con barba, que penetró de espaldas en la galería superior, caminando torpemente, y esforzándose en tener expresión airada, incluso visto de espaldas.
Por unos instantes nada más apareció. Luego salió un bulto escarlata, y después un muchacho con la cara rasurada, aunque éste no tenía expresión airada, sino devota, hasta el punto de parecer un jefe de coro de iglesia, castigado por haberse excedido en sus deberes.
Por fin, Charlie comprendió la situación. No se trataba de dos muchachos, sino de tres. El que iba en medio se tambaleaba entre los otros dos, y llevaba un blazer rojo. Era el esbelto muchacho árabe, el amante de Charlie, el monigote caído, en el teatro de la realidad.
Sí, pensó Charlie, hundida detrás de los oscuros vidrios de sus gafas, es perfectamente razonable. Sí, y el parecido es bueno. A veces, Charlie, en su fantasía, había utilizado las facciones de Joseph, permitiendo que éste sustituyera a su amante, al amante de sus sueños. En otras ocasiones, se había formado una figura diferente, basada en sus oscuros recuerdos del palestino que les dio conferencias en aquella reunión, y, ahora, Charlie estaba muy impresionada por lo mucho que se había acercado a la realidad. ¿No crees, quizá, que las comisuras de los labios son demasiado alargadas?, se preguntó la muchacha. ¿Que no hay un poquitín de exageración en la sensualidad? ¿Que las aletas de la nariz son excesivamente expresivas? ¿Que la cintura es demasiado estrecha? Charlie tuvo tentaciones de ponerse en pie y acudir a proteger a aquel muchacho, pero esto no se hace en escena, a no ser que conste en el libreto. Y, además, Charlie no se había liberado de Joseph.
Sin embargo, durante un segundo poco faltó para que Charlie perdiera el dominio de sí misma. Durante este segundo, Charlie fue todo aquello que Joseph le había dicho que ella era, fue la salvadora y liberadora de Michel, fue su Santa Juana de Arco, la esclava de su cuerpo, su estrella. Por él, Charlie había interpretado un papel con el corazón, había cenado con él en un asqueroso motel a la luz de una vela, había compartido la cama con él, se había unido a su revolución, había llevado su brazalete y había bebido su vodka, y Charlie había casi desgarrado el cuerpo de aquel hombre quien, a su vez, casi había desgarrado el suyo. Charlie había conducido el Mercedes de aquel hombre, obedeciendo sus instrucciones, y había entregado el TNT ruso, de la más alta calidad, a los acosados ejércitos de la libertad. Con él había celebrado la victoria en un hotel junto al río en Salzburgo. Había bailado con él en el Acrópolis, una noche, y el mundo entero había resucitado para ella. Y Charlie se sentía poseída por un loco sentimiento de culpabilidad que no había experimentado en ningún otro amor.
Era muy hermoso aquel hombre, tan hermoso cual Joseph le había prometido. Más hermoso todavía. Tenía aquella absoluta capacidad de atracción que Charlie y las mujeres como ella reconocen con renuente inevitabilidad. Si, aquel hombre pertenecía a esa monarquía y le constaba. Era leve, pero perfecto, con hombros bien formados y caderas muy estrechas. Tenía frente de boxeador y cara de Peter Pan, coronada por densos rizos negros. Nada entre todo lo que le hubieran hecho para domarlo podía ocultar a los ojos de Charlie el profundo apasionamiento de su manera de ser, ni apagar la luz de la rebeldía en sus ojos negros como el carbón.
Y era un muchacho ligero, un joven campesino caído de las ramas de un olivo, con un repertorio de frases hechas, y vista de garza para las lindas joyas, los billeteros de cocodrilo, las señoras lindas y los coches bonitos. Y con la indignación del campesino dirigida contra aquellos que le habían echado de sus tierras. Ven a mi cama, muchachito, y deja que tu mamá te enseña algunas de las largas palabras de la vida.
Le sostenían por los sobacos, y, al bajar laciamente los peldaños de madera, sus zapatos Gucci no acertaban a apoyarse debidamente, lo que parecía avergonzarle, ya que en su rostro apareció una evanescente sonrisa, y bajó la vista a sus inseguros pies.
Acercaban a ella al muchacho, y Charlie no estaba segura de que pudiera soportar aquello. Se volvió hacia Joseph para decírselo, y vio que éste la miraba derechamente a los ojos mientras le decía algo, pero en el mismo instante, el magnetófono gigante comenzó a hablar en voz muy alta, por lo que Charlie se volvió bruscamente y vio a Kurtz, con su cárdigan, inclinado sobre el aparato y toqueteando los mandos para reducir el volumen.
La voz era suave y hablaba con fuerte acento extranjero, exactamente igual que aquella otra voz que Charlie recordaba en la reunión de izquierdistas ingleses. Eran palabras que formaban frases desafiantes, leídas con dubitativo énfasis.
«Nosotros somos los colonizados. Hablamos en nombre de los nativos en contra de los asentados. Hablamos por los mudos, alimentamos las bocas ciegas y estimulamos los oídos mudos… Nosotros, los animales de pacientes pezuñas, hemos perdido al fin nuestra paciencia… Vivimos de acuerdo con la ley que nace todos los días bajo el fuego… El mundo entero, salvo nosotros, tiene algo que perder… Lucharemos contra todos aquellos que se irroguen la función de administradores de nuestras tierras…»
Los muchachos habían colocado al prisionero en un extremo del sofá, ante Charlie. El prisionero no conservaba bien el equilibrio. Inclinaba el tronco hacia delante, pesadamente, y utilizaba los antebrazos para enderezarse. Tenía una mano sobre la otra, cual si estuviera encadenado, aunque sólo estaba encadenado por la cadenilla de oro que le habían puesto en una muñeca para completar su caracterización. El muchacho con barba, ceñudo, se encontraba detrás del prisionero, y el jefe del coro eclesial, con la cara afeitada, estaba devotamente sentado al lado del prisionero, y mientras la voz de éste registrada en la cinta seguía sonando triunfal, como una música de fondo, Charlie vio que los labios de Michel se movían lentamente, intentando seguir las palabras. Poco a poco, Michel abandonó sus intentos, ya que las palabras eran demasiado rápidas, demasiado fuertes para el propietario de la voz que las pronunciaba. En el rostro de Michel se dibujó una tonta sonrisa de disculpa, que trajo a la memoria de Charlie la expresión de la cara de su padre, después de sufrir el ataque de apoplejía.
«Los actos de violencia no son criminales… cuando se llevan a cabo en oposición a la fuerza utilizada por el estado… que el terrorista considera criminal.»
Se oyó el sonido de papel al volver página el orador. Ahora la voz adquirió un tono intrigado y desganado: «Te amo… Eres mi libertad… Ahora eres uno de los nuestros… Nuestros cuerpos y nuestra sangre se han mezclado… Eres mía… Mi soldado… Por favor, ¿por qué digo esto? Juntos pondremos la cerilla al detonador.» Se hizo un silencio de perplejidad, y volvió a oírse la voz: «Por favor, señor, ¿puede preguntarle qué es esto?»
Kurtz hizo callar la máquina, y ordenó:
- Mostrad sus manos a la señorita.
Cogiendo una de las manos de Michel, el muchacho con la cara afeitada la abrió rápidamente y la mostró a Charlie, cual si de una mercancía se tratara.
Mientras se acercaba al grupo, Kurtz explicó:
- Mientras trabajó la tierra, tuvo las manos endurecidas por el trabajo manual. Pero ahora es un gran intelectual. Tiene montones de dinero, montones de chicas, buena comida y tiempo que perder. ¿No es así, muchacho?
Kurtz se acercó al sofá, puso su recia mano sobre la cabeza de Michel y le dio una vuelta obligándole a mirarle. Kurtz dijo: -¿Eres un gran intelectual, verdad?
La voz de Kurtz no era cruel ni burlona. Parecía que estuviera hablando con un travieso hijo suyo, y en su voz se daba también el mismo tono de triste cariño. Kurtz dijo:
- Y haces lo preciso para que tus chicas trabajen en vez de ser tú quien lo haga.
Dirigiéndose a Charlie, Kurtz explicó:
- En cierta ocasión, se sirvió de una chica a modo de bomba. Embarcó a la chica en un avión, con bonito equipaje, y el avión estalló. Creo que la chica jamás supo que fue ella la que hizo estallar el avión. Esto es de muy mala educación muchachito. Tratar así a una señora es de mal educado, muchachito.
Ahora, Charlie reconoció el olor que no había podido identificar anteriormente. Era el olor de la loción para después del afeitado que Joseph había dejado en todos los cuartos de baño que habían compartido. Seguramente habían rociado loción de esta clase a Michel, para la presente ocasión. Kurtz preguntó a Michel:
- ¿No quieres hablar con esta señora? ¿No quieres darle la bienvenida a nuestra villa de recreo? Comienzo a preguntarme a qué se deberá que no quieres seguir cooperando con nosotros.
Poco a poco, al influjo de la persistencia de Kurtz, los ojos de Michel despertaron, y su cuerpo, obediente, se enderezó. Kurtz le dijo:
- ¿Quieres saludar correctamente a esta señora tan linda? ¿Quieres desearle buenos días? ¿Quieres decirle buenos días, muchachito?
Y así lo hizo, desde luego. En una átona versión de la voz grabada en el magnetófono, Michel dijo:
- Buenos días.
Sin que apareciera la nota del rencor en su voz, Kurtz insistió: -Se dice «Buenos días, señora».
Joseph, en voz baja, dijo a Charlie:
- No contestes.
Michel dijo:
- Señora.
Kurtz ordenó:
- Hacedle escribir algo.
Y soltó a Michel. Sentaron a éste ante una mesa, colocando en ella papel y pluma, pero Michel poco pudo hacer. A Kurtz esto último le importó muy poco. Decía: «Mira cómo coge la pluma, cómo de una manera natural se le curvan los dedos para trazar los signos árabes.» Añadió:
- Quizá una noche te despertaste y le encontraste despierto, haciendo cuentas. ¿Comprendes? En este caso, tenía ese aspecto.
Mentalmente, Charlie hablaba a Joseph. «Sácame de aquí. Me parece que me voy a morir.» Oyó el pesado sonido de los pies de Michel, mientras le hacían subir la escalera quitándole del alcance de la vista y del oído de los presentes. Pero Kurtz no dio respiro a Charlie, tal como tampoco se lo concedía a sí mismo:
- Charlie, tenemos que hacer otra cosa, dentro de esta campaña. Y creo que más vale que nos ocupemos de ello ahora mismo, incluso si ello resulta un poco pesado. Ya sabes, hay ciertas cosas que deben hacerse.
En el cuarto había silencio, igual que en cualquier otro cuarto de estar normal y corriente. Cogida al brazo de Joseph, Charlie subió la escalera, siguiendo a Kurtz. Sin saber exactamente por qué, a Charlie le pareció más cómodo arrastrar un poco los pies, igual que Michel.
El sudor había dejado pegajosa la barandilla de madera. En los peldaños había tiras de color que parecían papel de lija, pero Charlie, al pisarlas, no oyó el sonido rasposo que lógicamente cabía esperar. Charlie se fijó atentamente en estos detalles debido a que hay momentos en que los detalles son lo único que nos vincula con la realidad. Vio un retrete con la puerta abierta, pero cuando se fijó más advirtió que no había tal puerta, sino solamente el vano, y que de la cisterna no colgaba cadena alguna. Charlie supuso que, cuando uno está obligado a ir arrastrando a un preso de un lado para otro durante todo el día, incluso en el caso de que el prisionero esté tan drogado que no sepa lo que hace, uno tiene que pensar en estos detalles, sí, uno tiene que conservar la casa en buen orden. Hasta que no hubo meditado debidamente estos importantes detalles, Charlie se negó a reconocer ante sí misma que acababa de entrar en un cuarto acolchado, con una sola cama, adosada a la pared del fondo. Y en la cama, sentado, estaba de nuevo Michel, desnudo, con la única salvedad de su medallón de oro, con las manos en el sexo, y sin apenas una arruga en barriga o vientre. Los músculos de sus hombros eran sólidos y redondeados, los del pecho eran planos y anchos, y las sombras que había abajo eran límpidas como rayas trazadas con tinta china. En obediencia a una orden dada por Kurtz, los dos muchachos pusieron en pie a Michel y apartaron del sexo las manos. El sexo era bien desarrollado, circunciso y hermoso. Silenciosamente, con las cejas fruncidas en expresión de desaprobación, el muchacho con barba indicó una blanca mancha de nacimiento, como una mancha de leche, en un flanco, después la marca oscura de una cicatriz resultante de una herida con arma blanca en el hombro derecho, y luego el tierno arroyuelo de vello negro que descendía desde el ombligo. En silencio, obligaron a Michel a dar media vuelta sobre sí mismo, y Charlie se acordó de Lucy y de la clase de espalda que más le gustaba a su amiga, una espalda con la columna vertebral profundamente hendida entre los músculos. Pero en aquella espalda no había orificios de bala, no había nada que menguase su pura belleza.
Kurtz dijo:
- Mostradle los pies.
Tumbaron a Michel de espaldas y le levantaron los pies para que Charlie los viera. Charlie vio las cicatrices producidas por los azotes que los jordanos propinaron a Michel, cuando aún era un niño. Eran extraños surcos en las plantas que terminaban en manchas blancas, en los extremos del puente del pie. Comenzaron a poner de nuevo en pie a Michel, pero Joseph pareció haber llegado a la conclusión de que Charlie ya había gozado durante demasiado tiempo del espectáculo, y Joseph ya la estaba conduciendo de prisa, escaleras abajo, sosteniéndola con un brazo alrededor de la cintura, y cogiéndole con la otra mano la muñeca, con tal fuerza que causaba dolor a la muchacha. En el lavabo junto al vestíbulo, Charlie se detuvo el tiempo suficiente para vomitar, pero lo que más ardientemente deseaba era irse. Salir de aquel piso, apartar de su vista a aquellos hombres, apartarlos de su mente y de su piel.
Charlie corría. Si, era una jornada deportiva. Corría a cuanta velocidad podía. La dentadura de cemento formada por los límites superiores de los edificios, dentadura que mordía el cielo, pasaba veloz bamboleándose, procedente de la dirección contraria a la que Charlie seguía. A la vista de Charlie, los jardines de las azoteas estaban unidos por estrechos senderos con el piso de ladrillos, carteles de ciudad de juguete le indicaban lugares cuyos nombres no podía leer, y sobre su cabeza, en lo alto, tuberías de plástico azul y amarillo trazaban rayas de colores. Charlie corría tan de prisa como podía, subiendo y bajando escaleras, y tomando una especie de interés hortícola en las variedades de vegetación que encontraba a su paso, en los alegres geranios, en los arbustos cuajados de flores, en las colillas de cigarrillos y en las zonas de tierra pelada, cual tumbas sin lápida. Joseph iba a su lado, y Charlie le gritaba que se fuera, que se alejara de ella. Una pareja entrada en años les sonrió nostálgicamente imaginando que era una pelea entre enamorados. Charlie recorrió dos manzanas de esta manera, hasta que llegó a una barandilla y un precipicio con un aparcamiento abajo. Y Charlie no se suicidó debido a que anteriormente había ya decidido que su tipo humano no era el del suicida, y, además, quería vivir con Joseph, en vez de morir con Michel. Charlie se detuvo, y descubrió que apenas jadeaba. La carrera le había sentado bien. Debiera correr más a menudo. Pidió un cigarrillo a Joseph, pero éste no llevaba cigarrillos. Joseph la llevó a un banco, en el que Joseph la sentó, pero Charlie se puso inmediatamente en pie, en un acto de afirmación de su personalidad. Por otra parte, Charlie había aprendido que las escenas con fuertes juegos de emoción no pueden representarse eficazmente entre personas que caminan, por lo que se quedó quieta.
Joseph, cortando con calma los primeros impulsos agresivos de Charlie, advirtió a ésta:
- Te recomiendo que reserves tus simpatías para los inocentes.
- ¡Este hombre era inocente hasta que os lo inventasteis!
Confundiendo el silencio de Joseph con el desconcierto y confundiendo el desconcierto con la debilidad, Charlie hizo una pausa y fingió observar la monstruosa línea formada por las azoteas contra el cielo. En tono mordaz, Charlie dijo:
- «Es necesario. No estaría aquí si no fuese necesario.» Es una cita. «Ningún juez sensato del mundo nos condenaría en méritos de lo que te pedimos.» También es una cita. Son tus propias palabras. ¿Quieres desmentirlas ahora?
- No, me parece que no.
- Me parece que no. Pues más valdrá que estés absolutamente seguro, ¿no te parece? Sí, ya que en el caso de que en los presentes momentos haya dudas, preferiría mil veces que fuera yo quien las tuviera.
Manteniéndose en pie, Charlie trasladó su atención a un punto que se encontraba directamente ante ella, en la parte media del edificio frontero, edificio que Charlie, ahora, estudiaba con el interés de un presunto comprador. Pero Joseph seguía sentado, con lo cual estropeaba el desarrollo de la escena. Hubieran debido estar los dos cara a cara y muy cerca el uno del otro. 0 bien Joseph a la espalda de Charlie, mirando el mismo distante punto que ésta.
Charlie preguntó:
- ¿Te molestaría mucho que,sacara unas cuantas conclusiones lógicas?
- Adelante, por favor.
- Ha matado judíos.
- Ha matado judíos y ha matado a inocentes que se encontraban en las cercanías, que no eran judíos y que no habían adoptado postura alguna en el conflicto.
- Me gustaría escribir un libro acerca de la culpabilidad de estos inocentes que se encontraban en las cercanías, y de los que tú tanto hablas. Comenzaría con vuestros bombardeos del Líbano, y, a partir de aquí, me iría extendiendo.
Prescindiendo del hecho consistente en que Joseph estaba sentado, lo cierto es que reaccionó con más dureza y rapidez de lo que Charlie esperaba:
- Este libro ya ha sido escrito, Charlie, y se llama Holocausto. Con índice y pulgar, Charlie imitó una lente y al través de esta lente miró un distante balcón. Dijo:
- Pero, por otra parte, me parece que tú has matado árabes, personalmente.
- Desde luego.
- ¿Muchos?
- Los suficientes.
- Aunque sólo en legítima defensa. Sí, los israelitas sólo matan en legítima defensa.
Joseph no contestó. Charlie añadió:
- «He matado los árabes suficientes», firmado ‹Joseph». Tampoco con estas palabras consiguió Charlie una reacción. Charlie dijo:
- Pues me parece que éste sería un interesante punto en el libro en cuestión. Un israelita ha matado los árabes suficientes.
La falda de tartán que llevaba Charlie pertenecía a las ropas regaladas por Michel. Esta falda tenía bolsillos a los lados, lo cual Charlie acababa de descubrir. Metió las manos en los bolsillos, y con ellas imprimió un movimiento de balanceo a la falda, que Charlie fingió estudiar. Sin dar la menor importancia a sus palabras, Charlie dijo:
- Sois unos hijos de puta, ¿verdad? Sois, rotundamente, unos hijos de puta. ¿No crees?
Charlie seguía mirando su falda, realmente interesada en la manera en que se hinchaba y se balanceaba. Añadió:
- Y entre todos los hijos de puta, tú eres el más hijo de puta, ¿verdad? Sí, porque juegas a las dos barajas. En un momento determinado eres el piadosísimo caballero, y en el instante siguiente eres el sanguinario guerrero. Cuando en realidad, en última instancia, no eres más que el pequeño judío ladrón de tierras y sediento de sangre.
Joseph no sólo se levantó sino que golpeó a Charlie. Dos veces, aunque primero le quitó las gafas de sol. Jamás habían pegado a Charlie tan fuerte y tan de prisa, y, ambas veces, en el mismo lado de la cara. El primer golpe fue tan fuerte debido a que una malhadada sensación de triunfo indujo a Charlie a mover la cara en dirección contrapuesta a la seguida por la mano de Joseph. Me he vengado, pensó Charlie, acordándose de Atenas. El segundo golpe fue una nueva erupción en el mismo cráter, y, terminada la explosión, Joseph empujó a Charlie obligándola a sentarse en el banco, en donde Charlie hubiera podido llorar todo lo que hubiese querido, pero su orgullo le impidió derramar ni una sola lágrima. ¿Me ha abofeteado en defensa propia o en defensa de mí misma?, se preguntó Charlie. Albergaba ansiosas esperanzas de que la hubiera golpeado en defensa de sí mismo, esperanzas de que en la última hora de su loco maridaje, ella hubiera conseguido por fin avasallar las defensas de aquel hombre. Pero le bastó una sola mirada al rostro hermético y flaco de Joseph para saber que era ella, y no Joseph, el sujeto paciente. Joseph le ofrecía un pañuelo, pero Charlie, en vago ademán, lo rechazó.
Charlie murmuró:
- Olvídalo.
Charlie se cogió del brazo de Joseph, y éste la llevó despacio hacia la zona de cemento por la que circulaban los peatones. La misma pareja entrada en años volvió a sonreír cuando los vio pasar. En un instante se peleaban como bandidos, pero en el instante siguiente estarían juntos en cama, pasándolo todavía mejor.
El piso inferior era muy parecido al superior, con la diferencia de que no tenía balcón y que en él no había un prisionero. A veces, mientras leía o escuchaba, Charlie conseguía llegar al convencimiento de que jamás había estado en el piso superior. El piso superior era la cámara de los horrores, en las oscuras buhardillas de su mente. De vez en cuando, Charlie oía el sordo sonido del golpe de una caja de embalaje, al través del techo, mientras los muchachos empacaban su equipo fotográfico, preparando con ello su final de temporada, y, entonces, Charlie tenía que reconocer que el piso superior era tan real como el piso inferior, a fin de cuentas. Más real todavía, ya que las cartas eran ficticias, en tanto que Michel era de carne y hueso.
Se sentaron los tres formando tres puntos de una rueda, y Kurtz comenzó con uno de sus preámbulos. Pero el estilo de Kurtz era ahora mucho más seco y menos indirecto de lo habitual en él, debido quizá a que Charlie ya era, ahora, un soldado con valor demostrado, y no meramente supuesto, es decir una veterana, «que ha conseguido el prestigio de obtener un montón de nuevas informaciones importantes», tal como dijo Kurtz. Las cartas se encontraban dentro de una cartera de hombre de negocios situada sobre la mesa, y antes de abrir la cartera Kurtz dijo a Charlie la «ficción», palabra que utilizaba a menudo y que compartía con Joseph. La ficción consistía no sólo en que Charlie era una apasionada amante, sino también una apasionada cultivadora del género epistolar, género que, en las ausencias de Michel, constituía la única vía de expansión de Charlie. Mientras explicaba lo anterior, Kurtz se puso un par de baratos guantes de algodón. En consecuencia, las cartas no sólo eran una ilustración de las relaciones entre los dos, sino también «el único lugar en el que podías manifestar tu vida, querida Charlie». En las cartas constaba el crecientemente obsesivo amor de Charlie hacia Michel -a veces con inaudita franqueza-, pero también en ellas se demostraba el nuevo despertar político de la muchacha y su transición a un «activismo global» que se basaba, dándola por supuesta, en la vinculación que se daba entre todas las luchas antirepresivas del mundo. Conjuntamente consideradas, las cartas constituían el diario de «una persona emotiva y sexualmente excitada», a medida que la autora de las cartas avanzaba desde una actitud protestaria vagamente definida a un activismo general, con la implícita aceptación de la violencia.
Mientras terminaba de abrir la cartera de hombre de negocios, Kurtz concluyó:
- Y como sea que, habida cuenta de las circunstancias, no podíamos confiar en ti para que nos dieras toda la gama de tu literario estilo epistolar, decidimos escribir las cartas por tu cuenta.
Es natural, pensó Charlie. Acto seguido dirigió una mirada a Joseph, quien se hallaba sentado con la espalda muy erguida y con aspecto de insólita inocencia, juntas las manos por las palmas, entre las rodillas, como quien en su vida ha matado una mosca.
Las cartas se encontraban en dos grandes sobres de color pardo, aunque uno de los sobres era más grande que el otro. Kurtz eligió primero el más pequeño de los dos sobres, que abrió con torpes ademanes, con sus enguantados dedos, y esparció el contenido sobre la mesa. Charlie reconoció la escritura de Michel en tinta negra y con caligrafía infantil. Kurtz abrió el segundo sobre y Charlie, como entre sueños, reconoció su propia caligrafía. Las cartas que Michel te dirigió y que aquí ves son fotocopias, dijo Kurtz, ya que nosotros tenemos las cartas originales en Inglaterra, a tu disposición. Ahora bien, tus propias cartas son originales, por lo que pertenecen a Michel, ¿no crees?
Charlie dijo:
- Es natural.
Pero en esta ocasión lo dijo en voz alta. E instintivamente miró Joseph, aunque lo hizo concretamente hacia sus manos juntas, en una postura claramente indicativa de que él no era el autor de las cartas.
Charlie leyó en primer lugar las cartas de Michel, debido a que estimaba que le debía tal deferencia. Eran unas doce, cuyo contenido iba desde el texto francamente sensual y apasionado al tono autoritario. «Haz el favor de numerar tus cartas, y si no las numeras más valdrá que no escribas. No puedo gozar de tus cartas si no tengo la seguridad de que recibo todas las cartas que me escribes. Y te pido esto en beneficio de mi personal seguridad». Entre párrafos de delirantes elogios de su arte de actriz había otros párrafos de densas exhortaciones a interpretar solamente «papeles de significado social que puedan despertar la conciencia del público». Al mismo tiempo, Charlie debía evitar asistir a actos públicos que pudieran revelar sus convicciones políticas. Charlie debía dejar de ir a reuniones radicales, a manifestaciones o sentadas y otros actos públicos. Debía comportarse «de acuerdo con los modales burgueses», y causar la impresión de aceptar los criterios burgueses. Debía hacer lo preciso para que la gente creyera que había «renunciado a la revolución», en tanto que, en secreto, debía «proseguir por todos los medios las lecciones del radicalismo». En estas cartas de Michel había gran número de contradicciones en materia de lógica, muchos errores sintácticos, e incluso faltas de ortografía. En ellas hablaba de «nuestra reciente reunión», refiriéndose posiblemente a la futura reunión en Atenas, y también había unas sugestivas referencias a las uvas, al vodka y a «dormir mucho antes de reunirnos de nuevo».
A medida que leía, Charlie se fue formando una nueva y más humilde imagen de Michel, una imagen que se acercaba mucho más a la del prisionero que se hallaba en el piso superior. Charlie musitó:
- Es como un niño.
Dirigió una acusadora mirada a Joseph, a quien dijo:
- Le diste demasiada importancia en tus descripciones. No es más que un crío.
Al no recibir respuesta, Charlie cogió las cartas que figuraban como escritas por ella a Michel, y las cogió con remilgo, como si contribuyeran a revelar un gran misterio. En voz alta, Charlie dijo:
- Cosas de colegiala.
Lo dijo con una estúpida sonrisa en la cara, al dirigir una primera y nerviosa mirada a las cartas, debido a que, gracias a los archivos del pobre Ned Quilley, el viejo georgiano había sabido reproducir no sólo los extraños gustos de Charlie en materia de papeles en los que escribir -menús de restaurantes, facturas, cartas con membrete de hoteles y de teatros…-, sino también las espontáneas variaciones en su caligrafía, desde los casi infantiles trazos de los primeros momentos de tristeza hasta la apasionada letra de una mujer locamente enamorada, desde la caligrafía de la actriz fatigada a más no poder, enjaulada en su camerino y ansiando un poco de respiro, hasta la caligrafía de la pseudo-erudita revolucionaria que se tomaba la molestia de copiar un largo párrafo de Tolstoi, pero que escribía la palabra «ocurrió» con una sola erre.
Gracias a Leon, el estilo de la prosa de Charlie no era menos exacto que su caligrafía. Charlie se ruborizó materialmente al comprobar con cuánta perfección habían sabido imitar sus coloristas hipérboles, sus incursiones en torpes e inacabadas argumentaciones pseudo- filosóficas, su furia violenta y feroz contra el gobierno conservador, a la sazón en el poder. A diferencia de Michel, las referencias que Charlie hacía a sus actos de amor físico eran gráficas, explícitas. Las referencias a sus padres eran insultantes. Y cuando se refería a su propia infancia se mostraba airada y vengativa. Charlie conoció a la Charlie romántica, a la Charlie penitente, y a la Charlie mala bestia y caradura. Conoció aquella faceta suya que Joseph denominaba «la árabe que llevas dentro», o sea la Charlie enamorada de su propia retórica, cuya idea acerca de la verdad no estaba inspirada en lo realmente ocurrido, sino en lo que hubiera debido ocurrir. Cuando Charlie hubo leído todas las cartas, formó con ellas un montón, juntando las de los dos, y, cogiéndose la cabeza con las manos, leyó de nuevo íntegramente la correspondencia: sus cinco cartas por cada una recibida de Michel, las contestaciones suyas a las preguntas de Michel, y las evasivas de Michel a sus preguntas.
Por fin, y sin levantar la cabeza, Charlie dijo:
- Gracias, Joseph. Muchísimas gracias. Si me prestas un instante esa linda pistola que tenemos a medias, saldré del cuarto y me pegaré un tiro.
Kurtz rió a grandes carcajadas, pero parecía ser el único que experimentaba alegría en aquel cuarto. Dijo:
- Vamos, vamos, querida Charlie, no eres justa para con nuestro amigo Joseph. Todo fue labor de una comisión. Fueron muchos los que trabajaron en estas cartas,
Kurtz tenía que formular una última petición: Se trata de los sobres que contienen tus cartas, querida. Si, Kurtz los tenía allí. Todavía no estaban franqueados y no llevaban matasellos como es natural, y asimismo Kurtz aún no había metido las cartas en los sobres, con el fin de que Michel cumpliera con el requisito puramente formal de abrir los sobres. Dijo que se trataba de una cuestión de huellas dactilares. Primero las tuyas, querida, después las de los funcionarios de correos, y, por fin las de Michel. Pero tampoco había que olvidar el detalle de la saliva. Si, el sobre y los sellos debían ser pegados con la saliva de la propia Charlie, cuya saliva, sometida a análisis, revelaría su grupo sanguíneo, no fuera que algún ser astuto tuviera la idea de pedir comprobaciones al respecto, ya que no debemos olvidar que entre los enemigos hay gente astutísima, cual tu excelente, excelentísimo, trabajo nos reveló, o mejor dicho, nos confirmó, anoche.
Charlie recordó el largo y paternal abrazo que Kurtz le dio, ya que en el momento en que se lo dio pareció tan inevitable y necesario como la propia paternidad. Sin embargo, Charlie no guardó el más leve recuerdo de la despedida de Joseph, la última de toda una serie de despedidas, no, no recordó el modo en que se despidieron, ni el lugar en que lo hicieron. Recordó la sesión de información. Recordó el regreso a Salzburgo, que hizo en la parte trasera de la camioneta de Dimitri, en un trayecto de hora y media, y sin hablar a partir del anochecer. De la misma manera, recordó su aterrizaje en Londres, más sola de lo que jamás había estado en toda su vida, y recordó el olor de la tristeza londinense que la recibió incluso cuando aún se hallaba en la pista de aterrizaje, aportándole de nuevo a la mente qué fue aquello que la encaminó hacia la adopción de medidas radicales: la maligna negligencia de las autoridades y la acosada desesperación de los vencidos. Había huelga de celo de maleteros y una huelga de ferrocarriles. El lavabo de mujeres parecía una cárcel. Como de costumbre, el aburrido funcionario de aduanas la detuvo y la interrogó. Con la diferencia de que en esta ocasión Charlie dudó si acaso aquel individuo tenía otra razón para interrogarla, además de la de charlar con ella.
Volver a casa es como ir al extranjero, pensó Charlie mientras se ponía en la resignada cola que formaban los que iban a tomar el autobús. Bueno, lo mejor sería mandarlo todo al cuerno, y comenzar de nuevo.