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De los resultados inmediatos y no tan inmediatos de la operación, el mundo supo mucho más de lo que comprendió; y, por cierto, muchísimo más que Charlie. Supo, por ejemplo -o pudo haber sabido, de haber estudiado la letra menuda de la información en las páginas de extranjero de la prensa anglosajona-, que un supuesto terrorista palestino había muerto en un tiroteo con miembros de una unidad especializada de Alemania Occidental, y que su rehén, una mujer, había sido trasladada al hospital en estado de shock, pero, por lo demás, ilesa. Los periódicos alemanes llevaban versiones más sensacionalistas de la historia -«El salvaje Oeste llega a la Selva Negra»-, pero los relatos eran tan serenos, si bien contradictorios, que se hacía difícil sacar nada en limpio de ellos. La vinculación con el fallido atentado con bomba del que fuera objeto el profesor Minkel en Freiburg -en un principio tenido por muerto y más tarde descubierto como milagroso sobreviviente-fue tan graciosamente negado por el encantador doctor Alexis que todo el mundo dio por sentada su existencia. Convenía a las circunstancias, sin embargo, según los más sabios editorialistas, el que no se nos revelara demasiado.

La sucesión de otros incidentes menores en torno del hemisferio occidental dio lugar a especulaciones ocasionales acerca de las actividades de una u otra organización terrorista árabe, pero, en realidad, con tantos grupos rivales como hay en estos días, era muy difícil señalarlas con precisión. El estúpido asesinato, en pleno día, por ejemplo, del doctor Anton Masterbein, el humanitario jurista suizo, defensor de los derechos de las minorías e hijo del eminente financiero, fue colocado directamente ante la puerta de una organización falangista extremista que poco antes había «declarado la guerra» a los europeos manifiestamente simpatizantes de la «ocupación» palestina del Líbano. El atentado ocurrió cuando la víctima salía de su casa para dirigirse al trabajo -sin protección, como de costumbre-, y el mundo se sintió profundamente conmovido durante al menos la primera parte de una mañana. Cuando el editor de un periódico de Zurich recibió una carta en que se exigían responsabilidades, que estaba firmada «Líbano Libre» y que fue declarada auténtica, se pidió a un joven diplomático libanés que abandonara el país y él lo hizo, tomando el asunto con filosofía.

La voladura del coche de un diplomático del Rejectionist Front a la salida de una mezquita recientemente reconstruida en el bosque de Saint John apenas si fue considerada como noticia en lugar alguno; era el cuarto asesinato similar en igual número de meses.

Por otra parte, el sanguinario apuñalamiento del músico y columnista radical italiano Albert Rossino, y de su acompañante alemana, cuyos cuerpos desnudos y difícilmente reconocibles fueron descubiertos semanas más tarde junto a un lago del Tirol, fue comunicado por las autoridades austriacas, que lo consideraron carente de toda significación política, a pesar del hecho de que ambas víctimas tuvieran vinculaciones con medios extremistas. Con las pruebas disponibles, prefirieron tratar el caso como un crimen pasional. La dama, una tal Astrid Berger, era bien conocida por sus extraños apetitos, y se estimó probable, a pesar de lo grotesco que podía parecer, que no hubiese una tercera parte implicada. Una serie de otras muertes, menos interesantes, pasó virtualmente inadvertida, como también ocurrió con el bombardeo israelí de una antigua fortaleza en el desierto, en la frontera siria, de la cual fuentes de Jerusalén afirmaron que había sido empleada como base de entrenamiento de terroristas extranjeros por los palestinos. En cuanto a la bomba de cuatrocientas libras que explotó en la cima de una colina, en las afueras de Beirut, que destruyó una lujosa villa de veraneo y mató a sus ocupantes -entre los cuales se contaban Fatmeh y Tayeh-, resultó tan indescifrable como cualquier otro acto de terror en aquella trágica región.

Pero Charlie, en su refugio de junto al mar, no supo nada de esto; o, más exactamente, lo supo todo de una manera general, y estaba demasiado aburrida o demasiado asustada como para escuchar los detalles. Al principio, no podía hacer otra cosa que nadar o dar plácidos paseos sin objeto hasta el final de la playa y regresar, cerrándose el albornoz hasta el cuello mientras sus guardaespaldas la seguían a una respetuosa distancia. En el mar, tendía a sentarse en la zona menos profunda y sin olas, y a frotarse con el agua como si se jabonara, primero la cara y luego los brazos y las manos. Las otras muchachas, en instrucción, se bañaban desnudas; pero cuando Charlie declinó seguir tan liberador ejemplo, el psiquiatra les ordenó volver a vestirse y esperar.

Kurtz iba a verla cada semana; algunas, dos veces. Era extremadamente gentil con ella; paciente y leal, aun cuando ella le gritaba. La información que le llevaba era práctica, y toda para beneficio de ella.

Se había inventado un padrino para la muchacha, un viejo amigo de su padre que se había hecho rico y había muerto recientemente en Suiza, dejándole una crecida suma de dinero, el cual, al proceder del extranjero, estaría libre de impuestos a la transferencia de capital en el Reino Unido.

Se había hablado con las autoridades británicas, y éstas habían aceptado -por razones de las que Charlie no podía tener conocimiento- el hecho de que el seguir indagando en las relaciones de la muchacha con ciertos extremistas europeos y palestinos no serviría a ningún fin útil. Kurtz estaba también en condiciones de garantizarle que Quilley tenía una buena opinión de ella: la policía, dijo, había en realidad insistido en explicarle que sus sospechas respecto de Charlie habían sido producto de una información equivocada.

Kurtz discutió también con Charlie las formas de explicar su brusca desaparición de Londres, y ella convino pasivamente en una historia en que se mezclaban el temor al acoso policial, un ligero colapso nervioso, y un amante misterioso al que habría conocido tras su estancia en Mikonos, un hombre casado que la había invitado a bailar y que finalmente se había desembarazado de ella. Cuando comenzó a adiestrarla en esto, y presumiblemente a probarla en aspectos menores, ella se puso pálida y se echó a temblar. Una manifestación similar tuvo lugar cuando Kurtz le anunció, no sin cierta falta de prudencia, que «el más alto nivel» había decidido que ella podría pedir la ciudadanía israelí en el momento en que lo deseara, por el resto de su vida.

- Dale esto a Fatmeh -dijo de pronto, y Kurtz, que para entonces tenía entre manos una cantidad de nuevos asuntos, hubo de consultar el fichero para recordar quién era Fatmeh, o quién había sido.

En cuanto a su carrera, dijo Kurtz, había algunas cosas apasionantes esperándola para cuando se sintiera dispuesta a enfrentarse con ellas. Un par de importantes productores de Hollywood se habían interesado sinceramente por Charlie durante su ausencia, y esperaban con ansiedad que ella regresara a la Costa e hiciera algunas pruebas de cámara. Uno de ellos, a decir verdad, tenía en reserva un pequeño papel, que le parecía muy probablemente adecuado para ella; Kurtz no conocía más detalles. Y también estaban sucediendo algunas cosas buenas en los escenarios teatrales de Londres.

- Yo sólo quiero regresar a donde estaba -dijo Charlie. Kurtz respondió que eso podía arreglarse, querida, sin ningún problema.

El psiquiatra era un joven brillante de ojos risueños y con un pasado militar, y no se sentía en absoluto inclinado al autoanálisis ni a ninguna otra clase de tenebrosa introspección. En realidad, parecía tener menos interés en hacerla hablar que en convencerla de que no debía hacerlo; en su profesión, debe de haber sido un hombre muy discutido. La llevó a pasear en su coche, primero por los caminos costeros, luego hasta Tel Aviv. Pero cuando, imprudentemente, señaló algunas de las pocas hermosas casas árabes antiguas que habían sobrevivido al desarrollo, Charlie empezó a balbucear de ira. La llevó a restaurantes discretos, nadó con ella y llegó a echarse a su lado en la playa y a darle un poco de conversación, hasta que ella le dijo, con un extraño temblor en la voz, que preferiría hablar con él en su despacho. Cuando supo que a ella le gustaba montar, pidió caballos, y pasaron un gran día cabalgando, durante el cual la muchacha pareció olvidarse por entero de sí misma. Pero al día siguiente volvió a estar demasiado quieta para el gusto de él, y le dijo a Kurtz que esperara al menos otra semana. Y, en efecto, aquella misma noche ella tuvo un prolongado e inexplicado ataque de vómitos, que resultaba de lo más insólito si se tomaba en cuenta lo poco que comía.

Vino Rachel, que había reanudado sus estudios en la universidad, y se mostró franca y dulce y relajada, completamente distinta de la versión, más dura, que Charlie había conocido en Atenas. También Dimitri había vuelto a estudiar, dijo; Raoul estaba considerando la posibilidad de hacer la carrera de medicina y quizá llegar a ser médico militar; por otra parte, tal vez reanudara arqueología. Charlie sonrió con amabilidad ante estas noticias de matiz familiar: Rachel dijo a Kurtz que había sido como hablar con la abuelita. Pero en definitiva, ni sus orígenes en el País del Norte, ni sus alegres modales de inglesa de clase media consiguieron el impacto deseado en Charlie y, al cabo de un rato, aunque gentilmente, ésta le preguntó si podría hacerle el favor de dejarla sola nuevamente.

Entretanto, en el servicio de Kurtz se había agregado cierto número de valiosas lecciones a la gran suma de conocimientos técnicos y humanos que formaban el tesoro de sus muchas operaciones. Los no judíos, a pesar del lógico prejuicio existente en contra suya, no sólo eran utilizables, sino, en ocasiones, esenciales. Una muchacha judía jamás hubiese podido desenvolverse tan eficazmente en el terreno intermedio. Los técnicos también estaban fascinados por el funcionamiento de las pilas en el radio-reloj; nunca es demasiado tarde para aprender. Una historia expurgada del caso fue preparada rápidamente para su uso en los entrenamientos, y surtió gran efecto. En un mundo perfecto, se sostenía, el oficial del caso debía haber advertido al hacer el cambio que las pilas no correspondían al modelo del agente. Pero al menos las reunió en grupos de dos cuando la señal local cesó, y resolvió el problema inmediatamente. El nombre de Becker, claro está, no aparecía en ninguna parte; en forma totalmente independiente de las cuestiones de seguridad, Kurtz no había oído últimamente nada bueno de él, y no estaba dispuesto a verle canonizado.

Y, por último, a fines de la primavera, tan pronto como la cuenca del Litani estuvo lo bastante seca como para permitir el paso de los tanques, los peores temores de Kurtz y las peores amenazas de Gavron se cumplieron: el largamente esperado avance israelí hacia el interior del Líbano tuvo lugar, acabando con aquella fase de las hostilidades o, según se considere la situación de uno o de otro lado, anunciando la siguiente. Los campos de refugiados que habían acogido a Charlie fueron higienizados, lo cual significa, aproximadamente, que las motoniveladoras entraron para enterrar los cuerpos y completar lo que los tanques y los bombardeos aéreos habían iniciado; una lamentable fila de refugiados partió hacia el norte, dejando atrás sus cientos, luego sus miles, de muertos. Grupos especiales erradicaron los puestos secretos de Beirut en que había estado Charlie; de la casa de Sidón sólo quedaron los pollos y el huerto de las mandarinas. El edificio fue destruido por un grupo de Sayaret, que también acabó con los dos chicos, Kareem y Yasir. Llegaron de noche, desde el mar, exactamente como Yasir, el gran oficial de inteligencia, siempre había predicho, y emplearon una clase especial de balas explosivas norteamericanas, aún en la lista secreta, a las que bastaba con tocar el cuerpo para matar. El conocimiento de todo esto -de la efectiva destrucción de su breve relación amorosa con Palestina- le fue prudentemente ahorrado a Charlie. Podía trastornarla, dijo el psiquiatra; con su imaginación y su introversión, era perfectamente lógico que llegase a sentirse responsable del conjunto de la invasión. Mejor evitarle el tema, por lo tanto; dejar que lo descubra cuando se encuentre en condiciones. En cuanto a Kurtz, durante un mes o más, fue difícil verle o, en caso de verle, reconocerle. Su cuerpo pareció reducirse a la mitad de su tamaño, sus ojos eslavos perdieron el brillo, llegó, en suma, a representar su verdadera edad, cualquiera que ésta fuese. Luego, un día, como un hombre que ha logrado superar una larga y devastadora enfermedad, regresó y, en cuestión de horas, al parecer, reanudó su labor al frente del extraño feudo que regía con Misha Gavron.

En Berlín, Gadi Becker flotó al principio en un vacío comparable al de Charlie; pero ya había flotado en él antes y era en cierto modo menos sensible a sus causas y sus efectos. Volvió a su piso, y a sus escasas perspectivas comerciales; la insolvencia estaba una vez más a la vuelta de la esquina. Si bien pasaba días discutiendo telefónicamente con comerciantes mayoristas o transportando cajas de un lado del almacén a otro, la depresión mundial parecía haber golpeado a la industria berlinesa del vestido más dura y profundamente que a ninguna otra. Había una muchacha con la que dormía a veces, una criatura más bien imponente que había dejado atrás la vertical de los treinta, afectuosa hasta el exceso e inclusive, para satisfacer sus prejuicios hereditarios, vagamente judía. Al cabo de varias jornadas de fútil reflexión, él la telefoneó y le dijo que estaba temporalmente en la ciudad. Sólo durante unos días, dijo; quizá sólo uno. Percibió la alegría de la mujer ante su regreso, y las divertidas protestas ante su desaparición; pero también percibió las oscuras voces del interior de su propia mente.

- Ven por aquí -dijo ella cuando terminó de regañarle.

Pero él no fue. No podía consentirse el placer que ella era capaz de proporcionarle.

Asustado de sí mismo, fue a toda prisa a un club nocturno griego que estaba de moda y del que tenía noticias, regentado por una mujer de experiencia cosmopolita y, habiendo finalmente logrado embriagarse, observó a los clientes romper platos con demasiada impaciencia, en la mejor tradición greco-berlinesa. Al día siguiente, sin gran planificación previa, comenzó una novela sobre una familia judía de Berlín que ha huido a Israel y luego ha vuelto a desarraigarse, incapaz de ponerse de acuerdo con lo que se estaba haciendo en nombre de Sión. Pero cuando miró lo que había estado pergeñando, confió sus notas a la papelera primero, y luego, por razones de seguridad, al fuego del hogar. Un nuevo hombre de la embajada en Bonn fue a visitarle, y le dijo que era el remplazante del último hombre: si necesita comunicar con Jerusalén o cualquier otra cosa, pregunte por mí. Sin poder contenerse, aparentemente, Becker se embarcó en una provocativa discusión con él acerca del Estado de Israel. Y terminó con una pregunta sumamente ofensiva, algo que había entresacado de los escritos de Arthur Koestler y adaptado a su propia preocupación:

- ¿En qué nos vamos a convertir? -dijo-. ¿En una patria judía o en un pequeño y horrible Estado espartano?

El nuevo hombre era de mirada dura y carecía de imaginación, y la pregunta, evidentemente, le enfadó sin que hubiese comprendido su significado. Dejó algo de dinero y su tarjeta: segundo secretario, comercial. Pero, lo que era más importante, dejó una nube de incertidumbre tras de sí, nube que la llamada telefónica de Kurtz, en la mañana siguiente, pretendía disipar.

- ¿Qué diablos estás tratando de decirme? -preguntó brutalmente, en inglés, tan pronto como Becker hubo levantado el auricular-. Vas a empezar a enlodar el nido; entonces ven a nuestro país, donde nadie te presta la menor atención.

- ¿Cómo está ella? -dijo Becker.

Quizá la respuesta de Kurtz fuera deliberadamente cruel, porque la conversación tuvo lugar cuando se hallaba en su peor momento.

- Frankie está muy bien. Bien psíquicamente, bien de aspecto, y, por alguna razón que se me escapa, te sigue amando. Elli le habló hace unos días y tiene la clara impresión de que ella no considera obligatorio el divorcio.

- No se supone que los divorcios sean obligatorios.

Pero, como de costumbre, Kurtz tenía una respuesta: -Los divorcios no se suponen; punto y aparte.

- Entonces, ¿cómo está ella? -repitió Becker, enérgicamente.

Kurtz tuvo que refrenar su temperamento antes de replicar.

- Si estamos hablando de una amiga común, se encuentra bien de salud, se está curando, y no quiere volver a verte nunca… ¡y que te conserves joven para siempre! -Kurtz terminó con un grito desaforado y colgó.

Esa misma noche llamó Frankie -Kurtz debe de haberle dado el número por despecho-. El teléfono era el instrumento de Frankie. Otros pueden tocar el violín, el arpa, o el shofar, pero para Frankie siempre era el teléfono.

Becker la escuchó durante bastante rato. La escuchó sollozar, en lo cual era incomparable; escuchó sus halagos y sus promesas.

- Seré lo que tú quieras que sea -dijo-. Dímelo, y lo seré.

Pero la última cosa que hubiese deseado Becker era inventar a nadie.

No mucho después, Kurtz y el psiquiatra decidieron que había llegado la hora de devolver a Charlie al agua.

El espectáculo se llamaba Un ramillete de comedia, y el teatro, como otros que había conocido, servía a la vez como Instituto Femenino y como escuela de arte dramático, e indudablemente también como colegio electoral en tiempo de votaciones. Era una pieza vil y un teatro vil, y llegó en el momento más bajo de la decadencia de la muchacha. La sala tenía techo de cinc y un suelo de madera, y cuando ella daba un golpe con el pie, nubes de polvo se elevaban de entre las tablas. Había comenzado por representar sólo papeles trágicos, porque, tras mirarla con inquietud, Ned Quilley había dado por supuesto que la tragedia era lo que ella prefería; y lo mismo, por sus propios motivos, había concluido Charlie. Pero pronto descubrió que los papeles serios, si es que significaban algo para ella, la superaban: lloraba o sollozaba en los momentos más absurdos, y varias veces tuvo que inventar un mutis para recobrarse.

Sin embargo, era más frecuente que fuese la irrelevancia de sus parlamentos lo que la aplastaba; ya no tenía estómago -ni, lo que es peor, comprensión- para lo que pasaba por ser dolor en la sociedad de clase media occidental. De modo que la comedia llegó a ser, finalmente, su mejor máscara, y gracias a ella había visto alternarse sus semanas entre Sheridan y Priestley y los más recientes genios modernos, cuyos productos se describían en el programa como un soufflé resplandeciente de incisiva inteligencia. Lo habían representado en York, pero, gracias a Dios, se había evitado entrar en Nottingham; lo habían representado en Leeds y en Bradford y en Huddersfield y en Derby; y Charlie aún no había visto elevarse el soufflé ni resplandecer la inteligencia, porque en su imaginación pasaba por sus parlamentos como un boxeador aturdido por los golpes, que debe sufrir el castigo o sucumbir para salvarse.

Durante todo el día, cuando no estaba ensayando, vagaba como un paciente en la sala de espera de un médico, fumando y leyendo revistas. Pero esa noche, cuando el telón se alzó una vez más, una peligrosa pereza remplazó a su excitación y le costó enormemente no quedarse dormida. Oía su propia voz alzarse y descender, sentía su brazo moverse de este modo, su pie dar aquel paso; calló para dar paso a lo que solía ser una carcajada segura, pero en cambio la golpeó un incomprensible silencio. A la vez, imágenes del álbum prohibido empezaron a llenar su mente: de la prisión en Sidón y de la fila de madres que esperaban junto al muro; de Fatmeh; del salón de clases del campo durante la noche, donde se grababan las consignas para la marcha; del refugio antiaéreo, y de los estoicos rostros que la contemplaban, preguntándose si ella tendría la culpa. Y de la mano enguantada de El Jalil dibujando torpemente la forma de los dedos con su propia sangre.

El camerino era comunitario, pero cuando llegó el entreacto, Charlie no se dirigió a él. En cambio, se quedó junto a la puerta del escenario que daba al exterior, al aire libre, fumando y tiritando y mirando fijamente la calle de los Midlands, tratando de resolver si debía limitarse a andar y seguir andando hasta caer o ser atropellada por un coche. La estaban llamando por su nombre y oía puertas que se cerraban con violencia y pies que corrían, pero el problema parecía ser de ellos, no suyo, y por eso se lo dejaba. Sólo un sentido último -muy último- de la responsabilidad la llevó a abrir la puerta y a volver a entrar sin darse cuenta.

- Charlie, ¡por el amor de Dios!…, Charlie, ¿qué diablos…?

El telón se levantó y se encontró una vez más en escena. Sola.

Un largo, divertido monólogo, mientras Hilda se sienta al escritorio de su marido y escribe una carta a su amante: a Michel, a Joseph. Una vela encendida junto a su codo y en un minuto abriría el cajón del escritorio en busca de otra hoja de papel, para encontrar -«¡Oh, no!»- la carta de su esposo a la amante. Comenzó a escribir y estuvo en el motel de Nottingham; miró la llama de la vela y vio el rostro de Joseph brillando al otro lado de la mesa en la taberna de las afueras de Delfos. Volvió a mirar y era El Jalil, cenando con ella en la mesa de troncos de la casa de la Selva Negra. Estaba recitando su texto y, milagrosamente, no era el de Joseph, ni el de Tayeh, ni el de El Jalil, sino el de Hilda. Abrió el caaón del escritorio y metió en él una mano, falló un movimiento, sacó una página manuscrita con aire confundido, la levantó y devolvió la mirada al público. Se puso en pie y, con una expresión de creciente incredulidad, avanzó hacia la parte anterior del escenario y empezó a leer en voz alta… ¡Qué cara divertida, tan llena de ingeniosas contra rreferencias!… En un minuto, su esposo, John, entraría por la izquierda, enfundado en su batín, se acercaría al escritorio, y leería la carta de ella, inconclusa, a su propio amante. En un minuto habría un entrecruzamiento aún más gracioso de las dos cartas, y el público se revolcaría en el delirio, que se trocaría en éxtasis cuando los dos amantes engañados, excitado cada uno por las infidelidades del otro, se reunieran en un lujurioso abrazo. Oyó entrar a su marido, y ése fue el motivo para que ella levantara la voz: la indignación remplaza a la curiosidad a medida que Hilda lee. Aferró la carta con ambas manos, se volvió y dio dos pasos al frente con la finalidad de no ocultar a John.

Al hacerlo, le vio: no a John, sino a Joseph, completamente inconfundible, sentado donde se había sentado Michel, en el centro del patio de butacas, mirándola con el mismo interés terriblemente grave.

Al principio, realmente, no se sintió en absoluto sorprendida; la división entre su mundo interior y el mundo exterior había sido un asunto baladí en los mejores tiempos, pero aquellos días habían prácticamente dejado de existir.

«Así que ha venido -pensó-. Ya era hora. ¿Unas orquídeas, Joseph? ¿Ninguna orquídea? ¿Ni una chaqueta roja? ¿Ni un medallón de oro? ¿Algo de Gucci? Quizá debiera haber ido al camerino, después de todo. Lee tu nota. Estaba segura de que ibas a venir, ¿sabes? Preparé un pastel.»

Había dejado de leer en voz alta porque verdaderamente no tenía ningún sentido seguir actuando, aun cuando el apuntador le disparara desvergonzadamente el texto y el director estuviese tras él haciéndole gestos con los brazos, como quien se defiende de un enjambre de abejas; ambos se encontraban en su línea de visión, aunque ella estuviese mirando exclusivamente a Joseph. 0 quizá solamente los estuviera imaginando, ahora que finalmente Joseph había llegado a ser tan real. Detrás de ella, el marido John, sin la menor convicción, había empezado a inventar líneas para cubrirla. «Necesitas un Joseph -quería decirle ella con orgullo-. Aquí, nuestro Joseph te dará textos para todas las ocasiones.»

Había una pantalla de luz entre ellos…, no tanto una pantalla como una separación óptica. Agregada a sus lágrimas, comenzaba a trastornar su visión del hombre, y se le insinuaba la sospecha de que, al fin, no fuese más que un espejismo. Desde bastidores le gritaban que saliera; el marido John se había aproximado a la parte delantera del escenario - clonc, clonc- y le había asido amable, pero firmemente, por el codo, como paso previo para arrojarla al cubo de la basura. Supuso que en un minuto más bajarían el telón sobre ella y le darían a esa pequeña furcia -cuál-es-su-nombre, su suplente- la oportunidad de su vida.

Aunque lo único que le interesaba era llegar hasta Joseph y tocarle y asegurarse. El telón cayó, pero ella ya estaba bajando los escalones para ir hacia él. Se encendieron las luces, y sí era Joseph, pero al verle con tanta claridad, se sintió molesta; no era más que otro miembro de su público. Echó a andar por el pasillo y sintió una mano sobre su brazo y pensó: «Marido John otra vez, apártate.» El vestíbulo estaba vacío, con la excepción de dos duquesas en situación geriátrica que probablemente constituyesen la junta directiva.

- Ve a ver a un doctor, querida; es lo que yo haría -sugirió una de ellas.

- O a dormir la borrachera -dijo la otra.

- ¡Oh, no se preocupen! -les aconsejó Charlie alegremente, empleando una expresión que nunca antes había empleado.

No caía la lluvia de Nottingham, ni había ningún Mercedes rojo aguardándolos, así que se dirigió a una parada de autobuses y se dispuso a esperar, con la expectativa de que llegara el muchacho norteamericano para decirle que buscara una furgoneta roja.

El vino hacia ella por la calle desierta, andando, enorme, y ella le imaginó echando a correr para llegar antes que sus propias balas; pero no echó a correr. Se alzó ante ella, algo agitado, y fue evidente que alguien le había enviado un mensaje, muy probablemente Marty, aunque quizá hubiese sido Tayeh. El abrió la boca para decirlo, pero ella se lo impidió.

- Estoy muerta, Joseph. Tú me disparaste, ¿recuerdas?

Quería agregar algo acerca del teatro de lo real, de cómo los cuerpos no se levantan ni andan. Pero de algún modo lo olvidó.

Pasó un taxi y Joseph lo llamó con la mano libre. No se detuvo, pero ¿qué se puede esperar? Los taxis, en esta época…, una ley para ellos. Ella se apoyaba en él, y hubiese caído de no haberla sujetado el hombre tan firmemente. Las lágrimas le impedían ver casi por completo, y le oía desde debajo del agua. «Estoy muerta -siguió diciendo-, estoy muerta, estoy muerta.» Pero, al parecer, él la quería viva o muerta. Fuertemente cogidos, echaron a andar torpemente por la calzada, aunque la ciudad era desconocida para ellos.


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