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Fueron formalmente presentados en la isla de Mikonos, en una playa con dos merenderos, durante un tardío almuerzo, en la segunda mitad del mes de agosto, en el tiempo en que el sol de Grecia pega más duro, aproximadamente. Dicho en términos históricos un poco más amplios, el encuentro se produjo cuatro semanas después de que los aviones a reacción israelitas bombardearan el populoso barrio palestino de Beirut, en lo que después se denominó operación encaminada a aniquilar a los dirigentes palestinos, aun cuando no había dirigente alguno entre los centenares de muertos, a no ser, desde luego, que se tratara de futuros dirigentes, ya que muchos de los muertos eran niños.

Alguien dijo en tono excitado:

- ¡Charlie, quiero que conozcas a Joseph!

Y el deseo se cumplió.

Sin embargo, los dos se comportaron como si la presentación apenas hubiera tenido lugar. Ella frunció las cejas, en su habitual ceño revolucionario, y ofreció la mano para ejecutar un apretón de manos propio de una colegiala inglesa, de absolutamente total brutalidad. Y él le dirigió una mirada calma y de tolerante aprecio, aunque totalmente carente de ambiciones.

El dijo:

- Mucho gusto, Charlie.

Y sonrió justamente lo preciso para ser cortés. Pero, a fin de cuentas, fue él, y no Charlie, quien dijo: «Mucho gusto.»

Charlie advirtió que aquel hombre tenía el hábito militar de oprimir los labios inmediatamente antes de hablar. La voz de aquel hombre, de matices extranjeros y muy controlada, tenía cierta obsesionante tolerancia. Charlie estaba más consciente de lo que aquella voz callaba que no de lo que la voz decía. El comportamiento de aquel hombre hacia ella era lo opuesto a la agresión.

El nombre de Charlie era, en realidad, Charmian, pero todos la llamaban Charlie, y, a menudo, Charlie la Roja, en méritos del color de su cabello y de sus actitudes radicales un tanto locas, actitudes que constituían su manera de demostrar su interés por el prójimo, y de atacar las injusticias. Charlie era como un apéndice de una endeble compañía de jóvenes actores ingleses que dormían en una ruinosa casa de campo que se alzaba a cosa de media milla de la costa, compañía que iba a la playa como una familia siempre unida. El modo en que habían ido a parar a aquella casa de campo, y el modo en que habían ido a parar a aquella isla, era un milagro para todos los miembros de la compañía, aun cuando, por su condición de actores, los milagros no los sorprendían. El mecenas de esta compañía teatral era una opulenta empresa de Londres que recientemente había decidido convertirse en la providencia del teatro itinerante. Terminada la gira por provincias, la media docena de principales miembros de la compañía quedó pasmada al enterarse de que aquella empresa obsequiaba a todos con un período de descanso y diversión, a costa de la empresa. En un vuelo charter fueron transportados a la isla, la casa de campesinos los esperaba amablemente, y el dinero para gastos quedó asegurado gracias a un modesto aumento de los sueldos. Era demasiado amable, demasiado generoso, demasiado súbito, y hacía ya demasiado tiempo. Cuando recibieron la noticia, todos se mostraron gozosamente de acuerdo en que sólo un hatajo de cerdos fascistas podía comportarse con tal filantropía, una filantropía que los dejaba desarmados. Después de esto, se olvidaron todos de la manera en que habían llegado a aquel lugar. Y olvidados de ello estaban hasta el momento en que alguno levantaba medio dormido el vaso y murmuraba el nombre de la empresa, en un tibio brindis.

Charlie no era, ni mucho menos, la más linda de las chicas, a pesar de que su sexualidad era patente, lo mismo que su buena voluntad, siempre incurable y jamás totalmente oculta por sus actitudes voluntariamente adoptadas. Lucy, a pesar de ser estúpida, era preciosa, en tanto que Charlie, de acuerdo con los generales criterios, resultaba un tanto insulsa, ¡noche, con su fuerte y larga nariz, con la cara prematuramente hosca, que en un momento determinado parecía infantil y en el instante siguiente quedaba tan vieja y fúnebre que causaba la impresión de haber tenido una vida terrible hasta el presente momento y se temía lo que la muchacha podía llegar a ser. A veces, Charlie era la huerfanita de la compañía, en otras ocasiones era la madre, quien contaba el dinero, quien sabía dónde se encontraba el medicamento para curar picadas, o las tiras para poner en los cortes en los pies. En estas últimas funciones, Charlie era la que más corazón tenía y la más capacitada. De vez en cuando, Charlie se transformaba en la conciencia de la compañía, los reñía a gritos por algún imaginario o real delito de chauvinismo, de sexismo o de occidental apatía. Sus derechos a actuar de semejante manera tenían su fundamento en la clase social a que Charlie pertenecía, ya que era el elemento distinguido de la compañía. Había sido educada en escuelas de pago y era hija de un agente de cambio y bolsa, aun cuando era preciso tener en cuenta, cual Charlie jamás se cansaba de repetir a sus compañeros, que dicho señor, pobre hombre, acabó entre rejas, por defraudar a sus clientes. Pero la distinción siempre se nota.

Y, por fin, Charlie era indiscutiblemente, la primera dama de la compañía. Cuando llegaba la noche y la familia teatral se dedicaba a representar pequeños dramas, todos ataviados con las túnicas playeras y tocados con sombreros de paja, Charlie, en el caso de que se dignara tomar parte en la representación, era sin la menor duda la mejor, Si se dedicaban a cantar, Charlie era quien tocaba la guitarra mucho mejor de lo que las voces de los demás se merecían. Charlie sabía las canciones populares de protesta, y las cantaba airadamente y con cierto masculino matiz. En otras ocasiones todos se reunían para fumar marihuana y beber retsina, que compraban a treinta dracmas el medio litro. Si, todos menos Charlie, quien se mantenía apartada, cual si ya hubiera fumado y bebido cuanto se puede fumar y beber en la vida.

Con voz adormilada, Charlie les advertía en estas ocasiones: -Esperad a que amanezca mi revolución. Os obligaré a todos, críos indecentes, a cosechar nabos antes del desayuno.

Ante estas palabras, todos fingían temor, y le preguntaban: -¿Y dónde comenzará la revolución? ¿Dónde caerá la primera cabeza?

A lo que Charlie, recordando su tormentosa infancia en un lujoso barrio residencial, contestaba:

- En el maldito Rickmansworth. Lo primero que haremos será arrojar sus malditos automóviles Jaguar a sus malditas piscinas.

Y todos emitían gemidos de terror, a pesar de que sabían que Charlie tenía una marcada debilidad por los automóviles rápidos.

Pero, entre una cosa y otra, la amaban. Indiscutiblemente. Y Charlie, a pesar de que lo negaba, les correspondía.

Contrariamente, Joseph, cual le llamaban, no formaba parte de la familia. Ni siquiera era, como Charlie, un miembro disidente. Joseph gozaba de una autosuficiencia que, para ánimos menos templados, equivalía a la valentía. No tenía amigos, pero no se quejaba, era el extraño que a nadie necesitaba, ni siquiera a ellos. Sólo necesitaba una toalla, un libro, una botella de agua y su sitio privado y particular en la playa. Únicamente Charlie sabía que Joseph era un fantasma.

La primera vez que Charlie avistó a Joseph fue en la mañana subsiguiente a la gran pelea que Charlie tuvo con Alastair, y que Charlie perdió por clarísimo fuera de combate. Charlie padecía una fatal debilidad que la llevaba siempre a sentirse atraída por brutos, y el bruto correspondiente a aquel día fue un escocés borracho, de dos metros de altura, a quien la familia conocía con el nombre de Long Al, quien los amenazó a todos, y citó erróneamente al anarquista Bakunin. Lo mismo que Charlie, el escocés era pelirrojo, tenía la piel blanca, y ojos azules de dura expresión. Cuando los dos salían del agua con el cuerpo reluciente, juntos los dos, parecían personas pertenecientes a una raza distinta de la de todos los demás, y sus expresiones ceñudas revelaban que estaban al tanto de ello. Cuando los dos partían repentinamente, cogidos de la mano, camino de la casa de campo, sin decir nada a nadie, se sentía el carácter imperativo de su deseo, como un dolor que uno hubiera padecido, pero que jamás hubiera compartido. Pero, cuando se peleaban, que era lo que ocurrió en la noche anterior, su encono hería de tal manera a las almas tiernas, cual las de Willy y Pauly, que los dueños de dichas almas tenían que irse y mantenerse alejados hasta que la tormenta hubiera pasado. Y en esta ocasión, Charlie también huyó, se refugió en un rincón para lamerse las heridas. Despertó bruscamente a las seis en punto y decidió tomar un baño solitario, para luego ir al pueblo y regalarse con un desayuno y un diario de lengua inglesa. Y mientras Charlie compraba el Herald Tribune, se produjo la aparición. Fue un clásico fenómeno parapsicológico.

El era el hombre del blazer rojo. En aquellos instantes se encontraba exactamente detrás de Charlie, y compraba un libro de bolsillo, sin hacer el menor caso de la muchacha. Sin embargo, en aquella ocasión el hombre del blazer rojo no llevaba blazer rojo, sino camiseta de manga corta, calzones cortos y sandalias. Pero era el mismo hombre, sin duda alguna. El mismo cabello corto, negro, con blanca escarcha en las puntas y que se rebelaba en la parte central de la frente; la misma mirada cortés de sus ojos castaños, mirada respetuosa de las pasiones ajenas, mirada que había estado fija en Charlie, como una negra linterna situada en la primera fila del Barrie Theater de Nottingham, durante medio día. En la primera sesión y, luego, en la segunda, aquellos ojos sólo estuvieron fijos en Charlie, pendientes de todos sus movimientos. Era una cara que el paso del tiempo no había endurecido ni suavizado, ya que era tan invariable y fija como un grabado. Una cara que, para Charlie, representaba una fuerte y constante realidad, en contraste con las muchas máscaras propias de los autores.

Charlie interpretaba Juana de Arco, y estaba furiosa con el delfín, quien se hallaba lejos de ella, en una posición más elevada, y que con su presencia anulaba todos los parlamentos de Charlie. Por esta razón, hasta el último cuadro, Charlie no se dio cuenta de que aquel hombre estaba sentado entre los niños en edad escolar, en primera fila de una platea sólo mediada. Si la iluminación del escenario no hubiera sido tan débil, Charlie probablemente jamás hubiera visto al hombre en cuestión, pero el sistema de iluminación de la compañía había quedado en Derby, y todos estaban esperando su llegada, por lo que en el escenario no imperaba aquel resplandor que hubiera impedido a Charlie ver al hombre en cuestión. Al principio, Charlie pensó que el individuo era un maestro. Pero, cuando los chicos se fueron, el hombre se quedó, leyendo lo que Charlie supuso era el texto de la obra interpretada, o quizá su presentación. Y cuando se levantó de nuevo el telón para la representación de la noche, el hombre seguía allí, en medio, con su plácida mirada sin reacciones fija en ella, igual que antes. Cuando el telón bajó, Charlie sintió rencor debido a que el telón la privaba de la presencia de aquel hombre.

Pocos días después, en York, cuando Charlie ya se había olvidado de aquel hombre, tuvo la impresión, hasta el punto de estar dispuesta a jurar que era cierta, de verle de nuevo. Pero la certeza de Charlie no era absoluta. En esta ocasión las luces del escenario eran tan fuertes que Charlie no pudo traspasar la barrera luminosa, y esta vez fue el inquisidor quien la dominó. El hombre no se quedó en la butaca durante los entreactos. De todas maneras, Charlie hubiera jurado que se trataba de la misma cara, en primera fila, en una butaca central, con la vista fija en ella, y también con el mismo blazer rojo. ¿Se trataría de un crítico? ¿De un productor? ¿De un agente? ¿De un director de cine? ¿Sería un empleado de la empresa patrocinadora que había sustituido al consejo artístico en el mecenazgo de la compañía teatral? El hombre era tan flaco y tan observador en su inmovilidad que difícilmente podía tratarse de un profesional del comercio que vigilaba la inversión de la empresa. En cuanto a los críticos, los agentes y todos los demás, sólo por milagro permanecían durante más de un acto en su butaca, y jamás veían dos representaciones consecutivas. Y, cuando Charlie le vio por tercera vez, o pensó verle, justamente cuando se disponía a irse de vacaciones, en realidad en la última representación de la temporada, apostado junto a la salida de artistas de un pequeño teatro del East End, poco faltó para que Charlie le preguntara a gritos qué diablos quería, si era un Jack el Destripador en potencia, un cazador de autógrafos, o un normal maníaco sexual como todos nosotros. Pero el aire comedido y decente de aquel hombre impidió a Charlie llevar a efecto sus propósitos.

En consecuencia, la visión de dicho hombre, ahora, situado a menos de una yarda de ella, aparentemente inconsciente de su presencia, contemplando los libros exhibidos con el mismo solemne interés que pocos días antes había dedicado generosamente a la propia Charlie, fue causa y motivo de que ésta se sintiera profundamente agitada. Charlie se volvió hacia él, fijó la mirada en sus ojos tranquilos, y, durante un segundo, Charlie miró al hombre con mucha más intensidad de lo que jamás el hombre la hubiera mirado a ella. Y Charlie tenía la ventaja de llevar gafas de cristales oscuros que se había puesto para ocultar un morado. Visto de cerca, el hombre pareció a Charlie mayor de lo que antes había supuesto, más delgado y de aspecto más fatigado. Charlie pensó que a aquel hombre le hacía falta dormir, y se preguntó si acaso padecía las consecuencias de rápidos viajes en avión, sí, ya que el punto externo de unión de los párpados apuntaba hacia abajo. Sin embargo, el hombre no daba la más leve muestra de excitación o de reconocimiento. Devolviendo el Herald Tribune al montón, Charlie emprendió una rápida retirada hacia el seguro territorio de una taberna del puerto.

Mientras con mano temblorosa se llevaba la taza de café a los labios, Charlie pensó: «Estoy loca.» Todo es invención mía. Es su doble. No hubiera debido tomarme esa píldora euforizante que Lucy me dio para levantarme los ánimos, después de que Long Al me atizara con el cinturón. Charlie había leído en alguna parte que la sensación de deja-vu era la consecuencia de un fallo en las comunicaciones entre el cerebro y la vista. Pero cuando Charlie miró hacia la carretera, en la dirección por la que ella había llegado, le vio allí sentado, perfectamente perceptible para la vista y para el cerebro, en una cercana taberna, tocado con un gorro de golf, con visera, levemente inclinada hacia adelante para que le diera sombra a los ojos, leyendo un libro en inglés, debido al francés Debray, titulado Conversaciones con Allende. Ayer mismo, Charlie tuvo tentaciones de comprar aquel libro.

«Este hombre ha venido a rescatar mi alma -pensó Charlie mientras pasaba negligentemente ante él, con el fin de demostrarle que era inmune-. Sin embargo, ¿cuándo le pedí a este hombre que rescatara mi alma?»

Aquella misma tarde, cómo no, el hombre fue a la playa y se situó a menos de sesenta pies de distancia del lugar en que había acampado la familia teatral. Llevaba unos calzones de baño muy castos, de monje, negros, e iba provisto de una cantimplora metálica de la que de vez en cuando tomaba cortos sorbos de agua, como si el próximo oasis se encontrara a un día de marcha. Y así estuvo sin jamás lanzar una mirada, sin prestarles la menor atención, leyendo a Debray, con los ojos a la sombra de la visera de la abollada gorra de golf blanca. Sin embargó, a Charlie le constaba que el hombre seguía cada uno de sus movimientos, y le constaba en méritos de la mismísima inclinación e inmovilidad de la hermosa cabeza del hombre. De entre todas las playas de Mikonos, el hombre había elegido la de la familia teatral de Charlie. De entre todos los lugares de esta playa, el hombre había elegido aquel punto elevado, entre las dunas, desde el que se dominaban todas las entradas y salidas, con lo que podía observar a Charlie cuando se chapuzaba al igual que cuando iba a la taberna a buscar otra media botella de retsina para Al. Desde su alto punto de observación, el hombre la podía contemplar tranquilamente, en tanto que ella no podía hacer absolutamente nada para desalojarle de allí. Decir lo que ocurría a Long Al era exponerse al ridículo o a algo peor. Charlie no tenía la menor intención de dar a Long Al tan magnífica ocasión para que se burlara de lo que él denominaría otra de sus fantasías. Y decirlo a cualquier otra persona era lo mismo que decirlo a Long Al. Si, se enteraría antes de que terminara el día. Charlie no tenía otra solución que guardar el secreto en su fuero íntimo, que era exactamente lo que más deseaba.

Charlie nada hizo, y el hombre nada hizo. Pero Charlie sabía que, a pesar de todo, el hombre estaba a la espera. Charlie tenía clara conciencia de la paciente disciplina con que el hombre contaba las horas. Incluso cuando el hombre se tumbaba y quedaba tan quieto como si estuviera muerto, su cuerpo enjuto y tostado emitía una misteriosa señal de alerta que el sol transmitía a Charlie.

A veces, la tensión de la espera, en el hombre, parecía quebrarse bruscamente, y el hombre se ponía en pie de un salto, se quitaba la gorra de golf, bajaba gravemente de la duna camino del agua, con el aire de individuo de una selvática tribu, aunque sin lanza, y se zambullía silenciosamente, sin apenas alterar la tranquila superficie del mar. Charlie esperaba; y esperaba más y más tiempo. Sin duda alguna, el hombre se había ahogado. Hasta que, por fin, cuando Charlie ya le daba por muerto, el hombre salía a la superficie, en un punto muy lejano de la ensenada, nadando en estilo libre, despacito, como si se dispusiera a recorrer millas y millas, mientras su corto cabello negro relucía cual el pelo de las focas. Había motoras que surcaban las aguas de un lado para otro, pero el hombre no les hacía el menor caso. Había chicas, pero el hombre jamás volvía la cabeza hacia ellas, mientras Charlie le vigilaba para ver si lo hacía. Y después de haber nadado, el hombre hacía lentos y metódicos ejercicios físicos, antes de volverse a poner la gorrita de golf, inclinada hacia delante, y dedicar de nuevo su atención a Allende y Debray.

¿Quién es el empresario de este hombre?, se preguntaba Charlie inútilmente. ¿Quién le escribe el libreto y le dirige? El hombre actuaba en un escenario para ella, de la misma manera que ella lo había hecho para él en Inglaterra. El hombre era un animal de escena, igual que ella. Con aquel sol de justicia temblando entre el cielo y la arena, Charlie era capaz de mirar el cuerpo cuidado y maduro de aquel hombre durante minutos y minutos, y utilizarlo como instrumento de sus excitadas especulaciones. Tú para mí, pensó; y yo para ti; esos críos no lo comprenden. Pero cuando llegó la hora del almuerzo y todos pasaron cansinamente ante el castillo en que se guarecía el hombre, camino de la taberna, Charlie vio, con rabia, que Lucy soltaba el brazo de Robert, y saludaba coquetamente al hombre, agitando la mano y moviendo las caderas.

En voz alta, Lucy dijo:

- ¿Verdad que el tipo es fabuloso? Cualquier día me lo voy a comer con ensalada.

Willy, en voz más alta todavía, dijo:

- Yo también. ¿Y tú no, Pauly?

Pero el hombre no les hizo caso. Por la tarde, Al llevó a Charlie a la casa de campo, en donde hicieron el amor con feroz desamor. Cuando regresaron a la playa, al atardecer, el hombre se había ido, y Charlie se sintió desdichada por haber sido infiel a su hombre secreto. Charlie se preguntó si acaso sería aconsejable recorrer los lugares de diversión nocturna, a ver si le encontraba. Charlie había decidido que si no podía comunicar con él de día, ello se debía seguramente a que el hombre era de hábitos nocturnos.

La mañana siguiente, Charlie decidió no ir a la playa. Durante la noche anterior, la fuerza de su fijación en aquel hombre divirtió a Charlie, luego la asustó, y, al despertar, estaba plenamente dispuesta a acabar con aquella situación. Mientras yacía al lado del voluminoso cuerpo dormido de Al, Charlie se imaginó a sí misma locamente enamorada de alguien con quien ni siquiera había hablado, amándole de las maneras más fantasiosas, abandonando a Al para huir, para siempre jamás, en compañía del desconocido. A los dieciséis años, semejantes locuras eran permisibles. Pero a los veintiséis eran indecentes. Abandonar a Al era una cosa, cosa que ocurriría tarde o temprano. Perseguir un sueño con gorrita de golf era una cosa absolutamente diferente, incluso en la isla de Mikonos. Por lo tanto, Charlie repitió el paseo del día anterior, pero en esta ocasión, con el consiguiente desencanto de Charlie, el hombre no apareció a su espalda en la tienda de libros, ni se tomó un café en la taberna contigua a la suya. Cuando Charlie anduvo mirando los escaparates de las tiendecillas del paseo marítimo, la imagen del hombre no apareció junto a la suya, reflejada en el vidrio del escaparate, tal como Charlie había alentado esperanzas de que ocurriera. Al reunirse con la familia en la taberna para almorzar, Charlie se enteró de que, en su ausencia, habían bautizado al hombre con el nombre de Joseph.

Nada excepcional había en ello, ya que la familia daba nombres a todos aquellos que, por una razón u otra, les llamaban la atención, y generalmente eran nombres procedentes de obras teatrales o de películas, y las normas éticas imperantes exigían que estos nombres, una vez aprobados, fueron utilizados por todos. Por ejemplo, su Bosola de La duquesa de Malfi era un tranquilo magnate naviero sueco, con una mirada que siempre andaba en busca de carne humana, y su Ofelia era una muy corpulenta ama de casa de Frankfurt ataviada con un gorro de baño con florecitas rosadas y poca cosa más. Ahora, la familia declaró que Joseph debía llamarse así en méritos de su aspecto semítico, así como por la chaqueta a rayas multicolores que llevaba en conjunción con los cortos calzones negros, cuando llegaba a la playa o se iba de ella. También merecía el nombre de Joseph por su alejamiento de los restantes mortales, y por su aire de ser el hombre elegido, en detrimento de otros no tan bien dotados. Joseph, despreciado por sus hermanos, se quedaba solo con su cantimplora llena de agua y su libro.

Desde el lugar en que se encontraba sentada a la mesa, Charlie escuchó con triste irritación la manera en que sus compañeros se apropiaban burdamente de su secreta propiedad. Alastair, que se sentía amenazado siempre que alguien era alabado sin que él diera permiso para ello, se encontraba ocupado en llenar su vaso con la botella perteneciente a Robert, pero ello no le impidió anunciar audazmente:

- Joseph… Y una mierda, Joseph. No es más que un repulsivo marica, igual que Willy y Pauly, aquí presentes. Lo que ocurre es que va de caza. Sí, con sus ojos de tío de cama… Me gustaría partirle la cara. Y pienso hacerlo.

Pero, aquel día, Charlie ya estaba más que harta de Alastair, harta de ser la esclava de aquel fascista, la esclava corporal y la madre terrenal de él, al mismo tiempo. Por lo general, Charlie no era tan cáustica, pero la creciente repulsión que Alastair suscitaba en ella contrastaba con los sentimientos de culpabilidad provocados por Joseph. Volviéndose hacia Alastair, al que dirigió una fea mueca de la boca, nacida de la ira, Charlie dijo furiosa:

- Si es un marica, ¿a santo de qué ha de ir de caza? Dos playas más allá puede elegir entre la mitad de los maricas que hay en Grecia, cretino. Y tú también.

Dando muestras de que se había enterado de tan audaz consejo, Alastair propinó un tremendo bofetón a Charlie, consiguiendo que la mejilla de ésta quedara, en primer lugar, blanca y después escarlata.

Las especulaciones de la familia prosiguieron por la tarde. Joseph era un voyer, era un merodeador, un presumido, un asesino, un culturista, un artista travesti, un miembro del partido conservador. Pero como de costumbre, Alastair fue quien dio la última definición: «Es un repulsivo masturbador.» Lo dijo a gritos, con expresión de desprecio formada mediante el movimiento de una comisura de los labios, y esbozó una sonrisa mostrando los dientes frontales, para subrayar la agudeza de su observación.

Pero Joseph se comportaba de una manera tan indiferente a estos insultos que incluso Charlie quedó satisfecha. Hasta tal punto que a media tarde, cuando el sol y la marihuana les bahía dejado en un estado de casi total embrutecimiento -menos a Charlie, como de costumbre-, decidieron que Joseph era frío, lo cual, habida cuenta de la manera de ser de la familia, constituía le más alto cumplido. Y, en tan espectacular cambio, fue también Alastair quien llevó la batuta. Joseph se comportaba con total indiferencia con respecto a ellos, y no se mostraba atraído por Lucy ni por los bellos muchachos. En consecuencia, Joseph era frío, como el propio Alastair, que también lo era. Joseph tenía su territorio, y su sola presencia lo decía: nadie me influye, y este lugar es mi acampamiento. Frío. Bakunin le hubiera dado notas muy altas.

Mientras acariciaba pensativamente la sedosa espalda de Lucy, desde lo alto hasta el borde del bikini, y desde aquí hasta arriba otra vez, Alastair concluyó:

- Es frío y le amo. Si este tipo fuera una mujer, yo sabría exactamente lo que tendría que hacer con él. ¿Verdad que lo comprendes, Lucy?

En el instante siguiente, Lucy se había puesto en pie, siendo la única persona que, con aquel calor, estaba erecta en la ardiente playa. Mientras se quitaba el traje de baño, Lucy dijo:

- ¿Quién dice que yo no soy capaz de atraer a ese tipo?

El caso es que Lucy era rubia, con anchas caderas, y tentadora cual manzana. Interpretaba papeles de camarera, de prostituta y de lesbiana, pero su especialidad era la interpretación de ninfómanas de menos de veinte años. Era capaz de atraer a cualquier hombre con solo un parpadeo. Se enrolló una toalla, que anudó a la altura de los pechos, cogió una jarra de vino y un vaso de plástico y avanzó hasta llegar al pie de la duna, sosteniendo la jarra de vino en la cabeza, ondulando las caderas y frotándose los muslos al andar, con lo que hacía una satírica imitación, según su particular criterio, de una diosa griega de Hollywood. Después de haber ascendido la brevísima cuesta, se puso rodilla en tierra junto a Joseph, y escanció vino, levantando mucho la jarra, en el vasito, dejando, al hacerlo, que la toalla en que iba envuelta se abriera. En el momento de ofrecer el vaso a Joseph, decidió dirigirse a Joseph en francés, dentro de los límites de los conocimientos que de este idioma tenía Lucy:

- Aimez-vous?

Al principio, Joseph no dio muestras de haberse dado cuenta de la presencia de Lucy. Volvió la página del libro que estaba leyendo, luego fijó la vista en la sombra proyectada por Lucy, y a continuación Joseph dio un cuarto de vuelta sobre sí mismo, quedando de costado, y dando frente a Lucy, cuyo cuerpo examinó con crítica atención, teniendo los ojos a la sombra de la visera del gorro de golf. Aceptó el vaso, lo levantó gravemente en el ademán del brindis, y bebió, mientras a veinte yardas de distancia, los partidarios de Lucy batían palmas y emitían esos fatuos sonidos de asentimiento que se oyen, de vez en cuando, en la Cámara de los Comunes.

Joseph, con el mismo entusiasmo con el que se lee un mapa, dijo a Lucy:

- Forzosamente has de ser Hera.

Y éste fue el instante en que Lucy hizo el espectacular descubrimiento: ¡Joseph tenía cicatrices!

Lucy casi fue incapaz de contenerse. La más atractiva de las cicatrices de Joseph era un limpio orificio que parecía practicado con taladro, del tamaño de una moneda de cinco peniques, igual que aquellos orificios de bala que Pauly y Willy fingían con pegatinas en su Mini. ¡Pero el orificio de Joseph estaba en el lado izquierdo de su estómago! Desde lejos no se podía ver. Pero cuando Lucy lo tocó advirtió que la cicatriz era de verdad, suave y dura.

Lucy, que no sabía quién era Hera, replicó con vagos y ensoñados acentos:

- Y tú eres Joseph.

Nuevos aplausos sonaron en la playa cuando Alastair levantó su vaso y brindó a gritos:

- ¡Joseph! ¡Señor Joseph! ¡El del fuerte brazo! ¡Avasalla a tus envidiosos hermanos!

Robert gritó:

- ¡Venga con nosotros, señor Joseph!

Y, a continuación, se oyó la furiosa orden de Charlie ordenando a Robert que se callara.

Pero Joseph no fue con ellos. Levantó el vaso, y, llevada por su calenturienta imaginación, Charlie pensó que el brindis de Joseph iba dirigido particularmente a ella. Pero ¿cómo podía percibir esa particularidad, desde veinte yardas de distancia, en el caso de un hombre que brindaba por un grupo? Luego, Joseph prosiguió su lectura. No, no les chasqueó. Tal como dijo Lucy, Joseph no hizo nada excesivo ni nada insuficiente. Se limitó a ponerse boca abajo y a seguir leyendo. Y, sí, ciertamente, aquello era un orificio de bala, ya que la cicatriz de salida de la bala se veía en la espalda, mucho más grande. Lucy siguió observando a Joseph y advirtió que éste tenía varias cicatrices. Cicatrices en los antebrazos, debajo de los codos; islas de piel rara y sin pelo en la parte trasera de los bíceps; y las vértebras «raspadas», dijo Lucy, «como si alguien le hubiera pasado alambre de espino al rojo vivo», e incluso parecía que le hubieran arrastrado. Lucy se quedó un rato a su lado, fingiendo que leía el libro de Joseph por encima del hombro de éste, mientras Joseph volvía páginas, aunque en realidad Lucy luchaba con sus deseos de acariciarle la espalda, debido a que, además de tener cicatrices, tenía la espina dorsal velluda y hundida entre dos riberas de músculos, lo cual constituía la espalda favorita de Lucy. Pero Lucy no lo hizo debido a que, tal como contó después a Charlie, no tenía la seguridad de que si le tocaba una vez pudiera tocarle una segunda vez. En un insólito arrebato de modestia, Lucy dijo que se preguntaba si para tocar a aquel hombre era preciso, antes, llamar a su puerta. Más tarde, esta frase quedó fijamente alojada en la mente de Charlie. Lucy pensó en la posibilidad de vaciar de agua la cantimplora de Joseph y llenarla de vino, pero no lo hizo debido a que el hombre apenas bebió vino del vaso, por lo que Lucy pensó que quizá le gustaba más el agua que el vino. Por fin, Lucy volvió a colocarse la jarra de vino en la cabeza y caminando lánguida y rítmicamente regresó al lado de los suyos, en donde dio su emocionado parte de noticias, antes de dormirse con la cabeza apoyada en el vientre de alguien. Todos estimaron que Joseph era todavía más frío de lo que habían creído en un principio.

El hecho que dio motivo a que los dos se conocieran ocurrió la tarde siguiente, y Alastair fue la causa. Long Al se iba. Su agente le había enviado un telegrama de contenido milagroso. Hasta el presente momento se había creído, justificadamente, por cierto, que el agente de Alastair ignoraba que existiera este caro medio de comunicación. El telegrama fue transportado en Lambretta, a las diez de la mañana, a la casa de campo, y Willy y Pauly, quienes habían prolongado su estancia en cama, juntos, lo llevaron a la playa. En el telegrama se ofrecía lo que el agente denominaba «posible papel en importante película», lo cual era un gran acontecimiento para la familia, debido a que Alastair sólo tenía una ambición, que era interpretar papeles en películas largas y caras, o, como decían ellos, «dar el golpe en el cine». Siempre que las empresas de cine le rechazaban, Alastair explicaba: «Soy demasiado fuerte para ellos, tendrían que modificar todo el reparto para que estuviera a mi altura, y esto es algo que los muy cerdos saben perfectamente.» El caso es que cuando el telegrama llegó, todos se alegraron por Alastair, aunque en secreto se alegraron mucho más por sí mismos, ya que la violencia del carácter de Alastair había comenzado a asquearlos. Les asqueaba por las consecuencias que de ella sufría Charlie a quien los ataques de Alastair estaban dejando entre negra y morada, y también les hacía temer que el comportamiento de Alastair hiciera peligrar la presencia de todos ellos en la isla. Sólo Charlie se sintió preocupada ante la perspectiva de que Alastair se fuera, pero su preocupación se proyectaba en ella misma, en Charlie. Lo mismo que el resto de la familia, Charlie llevaba ya días deseando que Alastair desapareciera de su vida de una vez para siempre. Pero ahora que el telegrama había dado cumplida respuesta a sus rezos, Charlie se sintió dominada por los sentimientos de culpabilidad y de temor al ver que otra de sus vidas terminaba.

La familia llevó a Alastair a la delegación de la empresa de aviación griega Olympic Airways, en la ciudad, tan pronto esta oficina abrió, después de la siesta, a fin de tener la seguridad de que en la mañana siguiente tomaría el vuelo que le llevaría a Atenas. Charlie también fue con ellos, pero estuvo en todo momento pálida y con aspecto de mareada, y con los brazos prietamente cruzados sobre el pecho, como si se estuviera helando de frío.

Charlie había advertido al resto de la familia:

- Este maldito vuelo estará más que completo. Tendremos que aguantar durante varias semanas a ese hijo de mala madre.

Pero Charlie se equivocó. No sólo había una butaca libre para Alastair, sino una butaca reservada para él, con su nombre completo, lo cual se había hecho desde Londres hacía tres días, y se había reconfirmado el día anterior. Este descubrimiento disipó las últimas dudas de la familia. Long Al iba camino de las alturas. A ninguno de ellos le había ocurrido jamás algo parecido. Incluso la filantropía de sus mecenas quedaba pálida al lado de esto. ¡Un agente -y entre todos los agentes el de Al era, por unánime acuerdo, el más bruto en todo el mercado ganadero- había reservado billetes de aviación por télex, en nombre del gran Al!

Después de haber tomado unos cuantos ouzos, mientras esperaban el autobús que los devolvería a la playa, Alastair les dijo:

- A ese tipo le voy a recortar la comisión. No estoy dispuesto a que un maldito parásito me quite el diez por ciento durante el resto de mis días.

Un joven hippy, de cabello del color del lino, tipo raro que de vez en cuando se unía a la familia de actores, recordó a Alastair que toda propiedad es un robo.

Absolutamente separada de Alastair, aunque deseándolo dolorosamente, Charlie estuvo con las cejas fruncidas y sin beber. En una ocasión, Charlie musitó:

- Al…

Y alargó la mano en busca de la de Alastair. Pero Long Al no era más dulce en los momentos de triunfo que en los momentos de fracaso o en los momentos de amor, en demostración de lo cual Charlie llevaba, aquella mañana, un labio partido, labio que exploraba nostálgicamente con las puntas de los dedos. De nuevo en la playa, el monólogo de Alastair, con la ayuda de la retsina siguió tan implacable como el sol. Dijo que exigiría conocer al director de la película y dar su aprobación al mismo, antes de firmar. Y anunció:

- No estoy dispuesto a que me dirija un maricón inglés de provincias. No, hija mía, no. Y, en lo tocante al guión debes saber que yo no soy esa clase de actor, que más que actor es un dócil histrión, que se está siempre sentado, calentándose las nalgas, dispuesto a recitar cuanto le echen, como si fuera un loro. Ya me conoces, Charlie. Y si esa gente quiere conocerme, si quiere saber cómo soy de verdad, más valdrá que comiencen a enterarse ahora, Charlie, porque, de lo contrario, esa gentuza y yo vamos a tener una batalla en toda la regla, sí, una de esas batallas en las que no hay prisioneros. Sí, muchacha, sí.

En la taberna, para que todos se fijaran en él, Long Al se sentó en la cabecera de la mesa, y éste fue el momento en que todos se dieron cuenta de que Long Al había perdido su pasaporte, su billetero, su carta de crédito, su billete de avión, y casi todo aquello que un buen anarquista considera basura de la sociedad esclavizada y que, como tal basura, debe tirarse.

El resto de la familia no comprendió el asunto, cual por lo general el resto de la familia no comprendía esos asuntos. Pensaron que se trataba de otra negra pelea entre Alastair y Charlie. Alastair había agarrado la muñeca de Charlie y, torciéndole el brazo, se la oprimía contra el omóplato. La cara de Charlie estaba contorsionada, mientras Alastair la insultaba en voz baja con su cara muy cerca de la de ella. Charlie soltó un ahogado grito de dolor e inmediatamente después, en el silencio subsiguiente, todos oyeron por fin lo que Alastair había estado diciendo, de una forma u otra, a Charlie, durante un buen rato:

- Te dije que lo pusieras todo en la maldita bolsa, te lo dije, estúpida vaca. Estaba todo allí, en el mostrador de la compañía de aviación, y te lo dije, te lo dije, te lo dije: «Cógelo todo y ponlo en tu bolsa, Charlie; sí, en la bolsa que llevas colgada al hombro.» Sí, porque los hombres, a no ser que sean puercos maricones, como Willy y Pauly, los hombres no llevan bolsos ni bolsas, ¿no es cierto, pequeña? ¿Si o no, pequeña? Y ahora quiero que me digas dónde lo has escondido, ¿dónde? No hay manera de impedir que un hombre vaya al encuentro de su destino, puedes estar segura de ello. No hay manera de refrenar el compañerismo entre los hombres, por mucha envidia que tengan del éxito de un camarada. ¡Tengo mucho que hacer allá, pequeña, tengo que conquistar muchos éxitos!

Fue aproximadamente en este momento, en el momento culminante del combate, cuando Joseph hizo su entrada. Aunque nadie supo de cierto por dónde entró, y tal como dijo Pauly, parecía que alguien hubiera hechizado la lámpara y de ella hubiera salido Joseph. En la medida que luego se pudo concretar, Joseph entró por la izquierda, procedente de la playa. El caso es que apareció bruscamente, con su chaqueta rayada de múltiples colores y su gorrilla de golf echada hacia adelante, llevando en la mano el pasaporte de Alastair, su billetero y su billete de avión, todo lo cual, al parecer, Joseph había recogido del suelo, junto a los peldaños de la taberna. Sin expresión en el rostro, un poco pasmado a lo sumo, Joseph contempló la escena de la lucha entre los dos amantes, y, como un distinguido mensajero, esperó que le prestaran atención. Entonces, dejó lo hallado sobre la mesa. Pieza por pieza. De repente, en la taberna imperó un absoluto silencio solamente roto por el leve sonido producido por cada uno de los objetos al chocar contra la mesa. Por fin, Joseph habló:

- Les ruego me disculpen, pero he pensado que alguien iba a echar en falta esos objetos muy pronto. Debiera ser posible vivir sin ellos, supongo, pero mucho me temo que en los presentes tiempos ha de ser bastante difícil.

Hasta el presente momento, nadie, salvo Lucy, había oído la voz de Joseph, y Lucy, cuando la oyó, estaba tan afectada por la marihuana que no pudo percibir acento o inflexión alguna en aquella voz. En consecuencia, no había oído el inglés liso y llano, bien ordenado, del que había quedado eliminado el más leve rastro extranjero. Hubo un momento de pasmo, y luego risas en las que Joseph, ruborizándose, participó. Luego hubo gratitud. Le pidieron que se sentara con ellos. Joseph se excusó y la familia insistió estridentemente. Joseph se había convertido en Marco Antonio ante la muchedumbre clamorosa. Le obligaron a sentarse con ellos. Joseph los estudió. Sus ojos se fijaron en Charlie, miraron a los otros y regresaron a Charlie. Por fin, con una sonrisa de aceptación, Joseph capituló:

- Si tanto insisten…

Lucy, como si fuera una vieja amiga de Joseph, le abrazó. Pauly y Willy hicieron los honores. Por riguroso turno, cada miembro de la familia se enfrentó con la recta mirada del recién llegado, hasta que, de repente, el enfrentamiento fue entre los duros ojos azules de Charlie y los castaños de Joseph, entre la furiosa confusión de Charlie y la perfecta compostura de Joseph, de la que toda expresión de triunfo había sido cuidadosamente eliminada, a pesar de lo cual a Charlie le constaba que no era más que una máscara para ocultar otros pensamientos y otros motivos.

Con calma, Joseph dijo:

- Mucho gusto, Charlie.

Y se estrecharon la mano. A continuación se produjo un instante de teatral silencio e inmovilidad. Y, luego, como si al fin hubiera sido liberada de su cautividad y volara libremente por vez primera, en el rostro de Joseph apareció una ancha sonrisa, joven como la de un colegial y dos veces más contagiosa. Joseph dijo:

- Pensaba que Charlie era un nombre de chico.

Charlie dijo:

- Pues soy una chica.

Y todos rieron, incluida Charlie, antes de que la luminosa sonrisa de Joseph se retirara bruscamente a los estrictos límites de su confinamiento.

Durante los pocos días de libertad que a la familia le quedaban, Joseph se convirtió en su mascota. Con el alivio de la partida de Alastair aceptaron cordialmente a Joseph. Lucy le hizo proposiciones, pero Joseph declinó cortésmente la oferta, e incluso cabe decir que declinó con renuencia. Lucy comunicó tan triste noticia a Pauly, quien también hizo proposiciones a Joseph, sólo para recibir otra negativa un poco más firme que la dirigida a Lucy, lo cual era otra confirmación de que Joseph había hecho votos de castidad. Después de la partida de Alastair, la familia comenzó a pensar en la posibilidad de relajar un poco las normas de su convivencia. Sus breves matrimonios se estaban rompiendo y las nuevas combinaciones que idearon de nada sirvieron para salvarlos. Lucy creía que probablemente estaba embarazada, aunque esto era algo que Lucy creía a menudo, y casi siempre con toda la razón del mundo. Los grandes debates políticos se habían extinguido por falta de fuerza impulsora de ellos, ya que lo único que los miembros de la familia sabían era que el Sistema estaba en contra de ellos y que ellos estaban en contra del Sistema. Pero en Mikonos es un poco difícil encontrar al

Sistema, principalmente cuando el Sistema le ha enviado a uno allí, en avión, pagando el Sistema. Por la noche, en la casa de campo, mientras cenaban con pan, tomate, aceite de oliva y retsina, comenzaron a hablar nostálgicamente de la lluvia y de los fríos días de Londres, y de las calles en las que se olía al desayuno dominical de tocinilla. La partida de Alastair y la incorporación de Joseph les dio una nueva perspectiva. Aceptaron a Joseph ávidamente. No contentos con recabar la compañía de Joseph en la playa y en la taberna, le ofrecieron una velada en la casa de campo, una Joseph-Abend, como la llamaron, y Lucy en su papel de futura madre sacó platos de papel, taramasalata, queso y fruta.

Charlie, sintiéndose a merced de Joseph, en méritos de la partida de Alastair, y atemorizada por sus propios y desordenados sentimientos, fue el único miembro de la familia que se mantuvo alejado de Joseph, diciendo:

- ¿Es que no veis, idiotas, que es un falsario de cuarenta años? ¿No lo veis? Claro, es que no podéis verlo. Sois un hatajo de falsarios drogados y por esto no lo podéis ver. No lo podéis ver literalmente.

El comportamiento de Charlie les dejó a todos intrigados. ¿Qué había sido de su antigua generosidad espiritual? Argüían: ¿Cómo puede ser un falsario si no pretende nada? ¡Vamos Chas, dale una oportunidad! Pero Charlie no quería. En la taberna se estableció de forma espontánea un orden de lugares en la mesa. Joseph, por voluntad popular, presidía la alargada mesa, sentándose en medio, siempre discreto, con la mirada atenta, y diciendo muy poco. Pero Charlie, en el caso de que acudiera a la taberna, se sentaba, nerviosa o atontada, lo más lejos posible de Joseph, a quien despreciaba por ser demasiado accesible a todos. Charlie dijo a Pauly que Joseph le recordaba a su padre. Y lo dijo como si ello fuera un dramático descubrimiento. Joseph tenía el mismo encanto hipocritón que su padre: «Aunque retorcido, Pauly, retorcido, pero no lo digas a nadie.» Si, Charlie se había percatado de ello con una sola mirada.

Pauly juró que nada diría a nadie.

Aquella misma noche, Pauly explicó a Joseph que a Charlie le había dado una de sus manías en contra de los hombres. No, no era nada personal, era antes bien político. La asquerosa madre de Charlie era una maldita conformista, y su padre era un chorizo, dijo Pauly.

Joseph, con una sonrisa que indicaba que conocía bien a los chorizos, dijo:

- ¿Su padre es un chorizo? Me parece maravilloso. Háblame del padre de Charlie.

Así lo hizo Pauly, a quien le gustó mucho poder hacer confidencias a Joseph. En lo tocante a confidencias, Pauly no fue el único en hacérselas a Joseph, ya que después del almuerzo o de la cena, siempre había dos o tres miembros de la familia que se quedaban para hablar de su talento teatral con su nuevo amigo, o bien hablaban de sus amoríos o de los grandes sufrimientos que ser artista comporta. Si sus confesiones corrían peligro de carecer de picante interés, les añadían datos imaginarios, con el fin de que Joseph no se aburriera. Joseph los escuchaba gravemente, efectuaba graves movimientos afirmativos con la cabeza, e incluso reía un poco, gravemente. Pero jamás les daba consejos, ni tampoco, cual no tardaron en descubrir con gran pasmo y admiración, difundía lo que le comunicaban. Guardaba dentro de sí todo lo que le decían. Mejor aún, Joseph jamás contestaba con sus monólogos los monólogos de los demás, ya que prefería estimular soterradamente el habla de los otros mediante cautelosas preguntas acerca de ellos mismos, e incluso acerca de Charlie, ya que ésta estaba muy presente en los pensamientos de los miembros de la familia.

Incluso la nacionalidad de Joseph era un misterio. Por razones que sólo él sabía, Robert afirmaba que era portugués. Otro insistía en que Joseph era un superviviente armenio del genocidio cometido por los turcos; sí, había visto una película sobre el asunto. Pauly, que era judío, aseguraba que Joseph era «Uno de los Nuestros», pero Pauly tenía la costumbre de decir esto último de todo quisque. Por esto, durante cierto tiempo, y con el solo fin de irritar a Pauly, consideraron que Joseph era árabe.

Pero jamás preguntaron a Joseph de dónde era, y cuando intentaron acosarle para que dijera a qué se dedicaba, Joseph se limitaba a contestar que había viajado mucho, pero que ahora se había asentado. Lo decía de tal manera que casi parecía que se hubiera retirado.

Pauly, siempre más valeroso que los otros, le preguntó:

- ¿Y cuál es tu empresa, Joseph? Bueno, quiero decir, ¿por cuenta de quién trabajas?

Con cautela, Joseph contestó que en el fondo no creía que realmente tuviera una empresa. Y antes de contestar se tocó pensativamente la visera de la gorra de golf. No, ahora ya no tenía una empresa. Leía un poco, negociaba un poco, recientemente había heredado algún dinero, y esto le inducía a pensar que, técnicamente hablando, era un trabajador autónomo. Si, era un autónomo. Esta era la expresión correcta.

Sólo Charlie quedó insatisfecha. Se le puso roja la cara y dijo:

- Somos un parásito, ¿verdad Joseph? Leemos, comerciamos, gastamos dinero, y de vez en cuando vamos a una isla griega sexy, para gozar de los correspondientes placeres. ¿No es eso?

Con una sencilla sonrisa, Joseph asintió a las palabras de Charlie. Pero Charlie no quedó contenta. Charlie perdió la compostura y se pasó de rosca:

- ¿Y se puede saber qué diablos lees? Sólo pregunto esto. ¿Y en qué negocias? Supongo que puedo preguntar, ¿verdad?

Joseph asintió silenciosamente, lo cual sólo sirvió para provocar todavía más a Charlie. Ocurría simplemente que aquel tipo era demasiado veterano para quedar afectado por los sarcasmos de Charlie. Esta preguntó:

- ¿Vendes libros? ¿En qué clase de bolsillos metes los deditos?

Joseph tardó en contestar. Si, podía hacerlo. Sus largos momentos de meditación eran ya populares entre la familia, y se les conocía como las «Cautelas de tres minutos de Joseph». Poniendo énfasis en la interrogante, Joseph dijo:

- ¿Meter los dedos? ¿Meter los dedos? Charlie, seré muchas cosas, pero no ladrón.

Acallando las risas de los demás, Charlie los interpeló:

- ¿Es que no veis, imbéciles, que este hombre no puede estar ahí sentado, sin hacer nada, en un vacío, y, al mismo tiempo, negociar? ¿Qué hace? ¿Cuál es su oficio?

Charlie se reclinó desmadejadamente en la silla, y dijo: -¡Oh Dios! ¡Cretinos!

Y Charlie renunció a seguir luchando, adquiriendo el aspecto de estar agotada y de ser una viejecita, lo cual podía conseguir en menos que canta un gallo.

Cuando nadie había acudido todavía en auxilio de Charlie, Joseph dijo muy amablemente:

- ¿No crees que es muy aburrido hablar de estas cosas? Yo diría que el dinero y el trabajo son las dos cosas que venimos a olvidar a Mikonos, ¿no crees lo mismo, Charlie?

Con rudeza, Charlie repuso:

- Lo que yo digo es que esto es más aburrido que hablar con un gato.

De repente, algo estalló en la personalidad de Charlie. Se puso en pie, soltó una exclamación entre dientes y, reuniendo las fuerzas precisas para despejar toda incertidumbre, atizó un puñetazo a la mesa. Era la misma mesa a la que estaban sentados cuando Joseph apareció milagrosamente con el pasaporte de Al. Ahora, el mantel de plástico resbaló, y una botella vacía de limonada, que utilizaban para cazar avispas, fue a caer al regazo de Pauly. Charlie soltó una larga cadena de palabrotas, lo cual dejó a todos un poco avergonzados ya que, en presencia de Joseph, moderaban su lenguaje. Charlie acusó a Joseph de ser un saco de hipocresías y perversiones, de ir a la playa para intentar dominar a unos muchachos a quienes doblaba en edad, y de buena gana le hubiera acusado también de robar viviendas y tiendas de Nottingham, York y Londres, pero no lo hizo debido a que no estaba muy segura, y temía quedar en ridículo ante sus amigos. Ninguno de los presentes supo con certeza hasta qué punto Joseph había comprendido las palabras de Charlie. Esta había hablado con voz ahogada y furiosa, y utilizando su acento más populachero. Ahora bien, en el rostro de Joseph sólo vieron la expresión propia de estudiar cuidadosamente a Charlie.

Después de su habitual pausa dedicada a meditar, Joseph preguntó:

- Bueno, ¿qué es lo que quieres saber exactamente, Charlie?

- Para empezar, ¿tienes un nombre, supongo?

- Vosotros me lo disteis. Es Joseph.

- ¿Cuál es tu nombre verdadero?

Se formó un triste silencio en todo el restaurante, e incluso aquellos que amaban sin reservas a Charlie, como, por ejemplo, Willy y Pauly, sintieron que su lealtad hacia ella quedaba sometida a una dura prueba. Por fin, como si lo hubiera seleccionado entre una amplia lista, Joseph contestó:

- Richthoven, lo mismo que el aviador pero con uve. Joseph, como si la idea le gustara, repitió sonoramente: -Richthoven. -Luego dijo-: ¿Es que este nombre me convierte de repente en una persona diferente? Y, por otra parte, si soy tan perverso como dices, ¿a santo de qué vas a creerme?

- Y antes de Richthoven, ¿cómo te llamas? ¿Cuál es tu nombre de pila?

Antes de decidirse, Joseph hizo otra pausa:

- Peter. Pero me gusta más Joseph. ¿Que dónde vivo? Vivo en Viena. Pero viajo. ¿Quieres mis señas? Si quieres te las daré, sí, porque desdichadamente no me encontrarás en el listín telefónico.

- ¿Eres austríaco?

- Charlie, por favor… Digamos que soy un ser de razas cruzadas, con orígenes europeos y orientales. ¿Te basta con esto?

En estos momentos, el grupo ya estaba acudiendo en auxilio de Joseph, murmurando avergonzadamente:

- Charlie, ¡por el amor de Dios!… Vamos, vamos, Charlie… No imagines que estás en la plaza de Trafalgar, ahora…

Pero Charlie ya no podía parar. Alargó el brazo por encima de la mesa y chascó los dedos debajo de las narices de Joseph. Los chascó una vez y luego otra, de manera que todos los camareros y todos los clientes de la taberna se fijaron en el espectáculo. Charlie dijo:

- ¡El pasaporte, por favor! Anda, cruza mi frontera. Tú fuiste quien encontró el pasaporte de Al, pues bien, ahora quiero ver el tuyo. Fecha de nacimiento, color de los ojos, nacionalidad… ¡Dámelo!

Primero, Joseph miró los dedos extendidos de Charlie, dedos que, en aquella postura, tenían una fea expresión de intromisión. Luego, Joseph levantó la vista a la congestionada cara de Charlie, como si quisiera saber a ciencia cierta cuáles eran sus intenciones. Por fin, Joseph sonrió, y esta sonrisa fue para Charlie como una leve y lenta danza sobre la superficie bajo la que se ocultaba un profundo secreto, una sonrisa que tentaba a Charlie con sus presunciones y sus omisiones.

- Lo siento, Charlie, pero mucho me temo que nosotros, los seres de raza mezclada, tenemos una enraizada renuencia, me atrevería a decir una renuencia histórica, a que nuestra identidad quede definida en papelitos. Tengo la seguridad de que tú, en cuanto a persona progresista, compartes mi sentimiento.

A continuación, cogió la mano de Charlie, le cerró cuidadosamente los dedos con la otra mano, y la devolvió al lado de Charlie.

La semana siguiente, Charlie y Joseph comenzaron su viaje por Grecia. Lo mismo que otras propuestas felices jamás fue estrictamente formulada. Anteriormente, Charlie se había apartado totalmente de su grupo, y se dedicaba a ir a la ciudad a primera hora de la mañana, cuando aún no hacía calor, y matar el día en dos o tres tabernas, entregada a tomar café y a aprenderse de memoria sus parlamentos en Como gustéis, que aquel otoño iba a representar en el oeste de Inglaterra. Un día tuvo la impresión de que la estaban observando, alzó la vista y vio a Joseph en la otra parte de la calle, saliendo de la pensión en que Charlie había descubierto que vivía: Richthoven, Peter, habitación 18, solo. Más tarde, Charlie se dijo a sí misma que fue por pura y simple coincidencia el que ella se sentara en aquella taberna, precisamente en la hora en que Joseph solía salir de la pensión para ir a la playa. Joseph, al ver a Charlie, se acercó a ella y se sentó a su lado. Charlie le dijo:

- Vete.

Sonriendo, Joseph pidió un café, y confesó:

- Mucho me temo que de vez en cuando tus amigos resultan un tanto pesados. Y uno siente deseos de buscar el anonimato de las calles.

Charlie repuso:

- Pues sí, es verdad.

Joseph miró qué era lo que Charlie leía. Y, sin que Charlie se diera cuenta, se metieron los dos a comentar el papel de Rosalind, casi escena por escena. Aun cuando Joseph fue quien habló casi única y exclusivamente:

- Rosalind tiene una multitud de personalidades fundidas en una sola persona. Al observar cómo este personaje se va desarrollando a través de la obra, se tiene la impresión de que es una persona ocupada por un regimiento de personalidades contradictorias. Es buena, es prudente, en cierta medida algo le falta, ve demasiado, e incluso tiene cierto sentido del deber social. Me atrevería a decir que es un papel que te sienta muy bien, Charlie.

Charlie no pudo contenerse. Mirando derechamente a los ojos de Joseph, y sin tomarse la molestia de sonreír, Charlie le preguntó:

- ¿Has estado alguna vez en Nottingham, Joseph?

- ¿Nottingham? Me temo que no. ¿Hubiera debido ir? ¿Es Nottingham un lugar de especial interés? ¿Por qué me lo preguntas? Charlie sentía que le picaban los labios. Dijo:

- Es que el mes pasado estuve actuando allí. Y tenía esperanzas de que me hubieras

visto.

- Me parece interesantísimo. ¿Y en qué representación hubiera debido verte? ¿Cuál era la

obra?

- Santa Juana. La Santa Juana de Shaw. Yo era Juana.

- Esta es una de mis obras favoritas. No pasa siquiera un año sin que vuelva a leer la introducción de esta Juana de Arco. ¿Volverás a representarla? Me gustaría tener la oportunidad de verte. Con los ojos todavía fijos en los de Joseph, Charlie dijo: -También la representamos en York.

- ¿De veras? Representasteis esta obra durante una gira. Me parece estupendo.

- Sí, estupendo. ¿Has estado en York, en el curso de tus viajes?

- No, lo más al norte que he estado ha sido Hampstead, Londres. Pero me han dicho que York es muy bonito.

- Es formidable. Principalmente el Minster.

Charlie miró fijamente a Joseph cuanto tiempo osó, siguió mirando aquella cara en la primera fila de platea. Charlie buscó en los ojos oscuros, en la tersa piel que los rodeaba para descubrir el más leve estremecimiento de culpabilidad o de risa, sin que nada le delatara.

«Es amnésico -concluyó Charlie-. ¿Y yo qué soy? ¡Oh Dios!»

Joseph no le propuso desayunar, y si lo hubiera hecho Charlie hubiera rechazado la oferta. Joseph se limitó a llamar al camarero y a preguntarle en griego qué pescado fresco tenían aquel día. Lo hizo con autoridad, sabedor de que a Charlie le gustaba el pescado, y levantando el brazo con aire de director de orquesta para llamar al camarero. Despidió al camarero, y siguió hablando de teatro a Charlie, como si la cosa más natural del mundo fuera comer pescado y beber vino a las nueve de la mañana de un día de verano. Sin embargo, para él pidió Coca Cola. Sabía de lo que hablaba. Quizá no hubiera estado en el norte de Inglaterra, pero poseía un profundo conocimiento del teatro londinense, conocimiento que no había revelado a ninguna otra persona del grupo. Mientras Joseph hablaba, Charlie experimentó aquel inquietante sentimiento que Joseph había inspirado en ella desde un principio: su naturaleza exterior, lo mismo que su presencia en aquel lugar, no eran más que un pretexto, y la tarea que Joseph se había propuesto era abrir una brecha por la que pudiera colar su otra naturaleza, que era la naturaleza de un ladrón. Charlie le preguntó si iba a Londres con frecuencia. Joseph dijo que, después de Viena, Londres era la única ciudad que valía la pena en todo el mundo. Afirmó:

- En cuanto se me presenta la menor oportunidad la cojo, aunque sea por el rabo.

En ocasiones, incluso el inglés que hablaba parecía haber sido adquirido deshonestamente. Charlie le imaginaba robando horas al sueño para leer un libro de frases hechas inglesas, con el fin de aprender de memoria un determinado número de giros todas las semanas. Charlie dijo:

- También representamos Santa Juana en Londres. Si., hace pocas semanas.

- ¿En el West End? ¡Charlie esto es terrible! ¿Cómo es que no me enteré? ¡Hubiera ido inmediatamente! Con lúgubres acentos, Charlie le corrigió:

- En el East End.

El día siguiente volvieron a encontrarse en otra taberna. Instintivamente, Charlie dudaba que hubiera sido por casualidad. Y, en esta ocasión, Joseph le preguntó sin dar importancia a sus palabras, cuándo pensaba Charlie comenzar a ensayar Como gustéis, a lo que Charlie contestó, con la sola intención de proseguir la conversación, que hasta octubre no comenzarían los ensayos, y, conociendo como conocía la compañía, quizá ni siquiera en octubre. De todas maneras, no creía que las representaciones durasen más de tres semanas. Explicó que el Consejo de las Artes había gastado excesivamente en su presupuesto, y que se hablaba de retirarles la ayuda para efectuar giras. Para impresionar a Joseph, Charlie añadió un pequeño adorno de su propia cosecha:

- El caso es que nos han dicho que nuestro espectáculo sería el último que financiarán, a pesar de que hemos tenido ese formidable apoyo que nos dio el Guardian, y de que nuestro trabajo cuesta al contribuyente una trescientava parte de lo que vale un tanque. Pero ¿qué podemos nosotros hacer?

Con espléndido desinterés, Joseph le preguntó de qué manera emplearía Charlie su tiempo libre. Y fue muy curioso, según concluyó Charlie más tarde, que mediante el hecho de dejar claramente establecido que se había perdido la representación de Juana de Arco, Joseph dejó también establecido que los dos debían resarcirse de una forma u otra de semejante pérdida.

Charlie contestó la pregunta de una forma negligente. Lo más probable es que se dedicara a camarera de bar en algún sitio junto a algún teatro. O que quizá pintara su piso. ¿Por qué lo preguntaba?

Joseph quedó terriblemente preocupado, y dijo:

- Pero, Charlie, esto es muy poca cosa. No cabe duda de que tu talento merece una ocupación más importante que la de camarera. ¿Por qué no se te ha ocurrido pensar en la enseñanza o en la política? ¿No crees que sería más interesante para ti?

En una reacción nerviosa, Charlie se rió, con notable descortesía, de la falta de conocimientos de la vida que afectaba a Joseph, diciendo:

- ¿En Inglaterra? ¿Con el paro que hay? No digas tonterías. ¿Y quién me va a pagar cinco mil libras al año para destruir el orden establecido? ¡Por el amor de Dios, soy una subversiva!

Joseph sonrió. Pareció sorprendido y poco convencido. Rió en cortés reprensión. Dijo:

- Vamos, vamos, Charlie… ¿Qué significa lo que acabas de decir?

Dispuesta a enfadarse, Charlie dirigió una penetrante mirada a Joseph, pero una vez más se tropezaba con la mirada de Joseph, allí, ante la suya, como un muro. Charlie contestó:

- Pues significa exactamente lo que he dicho. Estoy mal vista. Con énfasis, Joseph preguntó:

- Pero ¿qué es lo que subviertes, Charlie? En realidad, me pareces una persona muy ortodoxa.

Fueran cuales fuesen las creencias que Charlie tenía aquel día, experimentaba la incómoda sensación de que, en un debate, Joseph la avasallaría. En consecuencia, para protegerse, Charlie utilizó modales de cansancio. Con fatigados acentos, aconsejó a Joseph:

- Deja este asunto, Joseph. Estamos en una isla griega. Estamos de vacaciones. Deja en paz mi actitud política y yo dejaré en paz tu pasaporte.

Estas palabras fueron suficientes. Charlie quedó impresionada y sorprendida por el poder que ejercía sobre Joseph, precisamente en un instante en que creía que no tenía poder alguno sobre él. Les sirvieron sus bebidas y mientras sorbía limonada, Joseph preguntó a Charlie si había visto muchos restos históricos en Grecia. Fue una pregunta de carácter extremadamente general, y Charlie la contestó con la equivalente indiferencia. Al y ella habían estado en Delfos para ver el templo de Apolo, dijo. Esto era cuanto había hecho. Se abstuvo de decir a Joseph que Alastair había cogido una combativa borrachera en el barco, que el viaje había sido un fracaso, y que, después, Charlie había pasado largas horas leyendo guías acerca de lo que había visto. Pero Charlie tuvo la aguda intuición de que Joseph ya sabía que así había sido.

Hasta el momento en que Joseph suscitó el tema del billete de avión de Charlie para volver a Inglaterra, ésta no comenzó a sospechar que Joseph albergaba ciertas intenciones tácticas tras su simple curiosidad. Joseph le preguntó si podía ver el billete en cuestión. Después de encoger con indiferencia los hombros, Charlie se lo mostró. Joseph lo cogió y estudió cuidadosamente los particulares del billete. Por fin, Joseph dijo:

- Bueno, la verdad es que puedes servirte perfectamente de este billete desde Tesalónica. Oye, ¿por qué no dejas que llame a un agente de viajes que es amigo mío, para que te lo modifique en este sentido? En este caso, podemos hacer el viaje juntos.

Joseph dijo estas palabras cual si fueran la solución que los dos habían estado buscando afanosamente.

Charlie nada dijo, absolutamente nada. Tuvo la impresión de que, en su fuero interno, cada uno de sus elementos estuviera luchando con todos los demás. La niña luchaba contra la madre, la fulana luchaba contra la monja. Sentía que las ropas le producían un roce picante, sentía la espalda ardiendo, pero de todas maneras, nada dijo.

Joseph explicó:

- Dentro de una semana tengo que estar en Tesalónica. Podemos alquilar un coche en Atenas, y luego viajar hacia el norte durante un par de días. ¿Te parece?

El silencio de Charlie en modo alguno impresionó a Joseph, quien añadió:

- Si lo planeamos bien, podemos evitar las aglomeraciones, si esto es lo que te preocupa. Y, al llegar a Tesalónica, puedes coger el avión con destino a Londres. Si quieres incluso podemos turnarnos en la conducción del automóvil. Todos me han dicho que conduces muy bien. Como es natural, serás mi invitada.

Charlie dijo:

- Naturalmente.

- En este caso, ¿por qué no lo hacemos?

Charlie pensó en todas las razones que había preparado en vistas a este momento o a otro parecido, y pensó también en todas las frías y desalentadoras frases a las que recurría cuando hombres mayores le hacían proposiciones. Pensó en Alastair, en lo aburrido que era estar con él en cualquier sitio, salvo en la cama, y en lo aburrido que incluso esto llegó a ser en los últimos tiempos. Pensó en el nuevo capítulo de su vida que se había prometido a sí misma. Pensó en el triste período de fregoteos y comidas frugales que le esperaba cuando se encontrase de nuevo en Inglaterra, con todos sus ahorros gastados, período que Joseph le había recordado, ya intencionadamente, ya por casualidad. Una vez más, Charlie miró de soslayo a Joseph, y no vio en su expresión rastro de súplica alguno. Sólo vio un «¿Por qué no?», y nada más. Charlie recordó el nervudo y poderoso cuerpo de Joseph, trazando su solitaria estela en el mar. Una vez más: «¿Por qué no?» Recordó el contacto con su mano, y la extraña nota de reconocimiento en su voz: «Charlie, mucho gusto.» Y la simpática sonrisa que apenas había vuelto a esbozar desde entonces. Y también recordó cuán a menudo había pensado que, si alguna vez Joseph se lanzaba, las consecuencias serían tremendas, lo cual, se dijo Charlie, era lo que la había atraído hacia Joseph, más que cualquier otra cosa.

Mientras bebía con la cabeza baja, Charlie murmuró.

- No quiero que mi grupo de amigos se entere. Tendrás que arreglártelas para que así sea. Se morirían de risa.

A estas palabras, Joseph repuso que se iría el día siguiente por la mañana y que lo dispondría todo:

- Naturalmente, si quieres que tus amigos no sepan nada…

Charlie dijo que esto era, exactamente, lo que quería.

Bueno, pues en este caso, dijo Joseph en un tono de voz igualmente práctica, haría lo que acababa de decir. Charlie no pudo decidir si Joseph tenía esa clase de mentalidad o si lo había previsto todo de antemano. De todas maneras, le agradeció su precisión y claridad, aun cuando, luego, Charlie se dio cuenta de que había dado por supuestas estas cualidades.

- Tus amigos y tú iréis en barco hasta el Pireo. El barco atraca a última hora de la tarde, aun cuando esta semana probablemente se demorará por culpa del tráfico industrial. Poco después de que el barco entre en el puerto, dirás a tus amigos que quieres ir de viaje sola, vagando a tu antojo, por la península, durante unos días. Sí, será una decisión tomada repentinamente, una de estas decisiones por las que eres famosa. No se lo digas con anticipación, ya que entonces se pasarán todo el día intentando disuadirte.

Después de un breve silencio, Joseph añadió con la autoridad propia de quien está habituado a ejercerla:

- No les des demasiadas explicaciones, ya que esto es un claro síntoma de no tener la conciencia tranquila.

Antes de que hubiera tenido tiempo de meditar sus palabras, y recordando que Alastair, como de costumbre, había gastado el dinero de los dos, Charlie dijo:

- Supón que no tenga ni un dracma.

Charlie lamentó no haberse mordido la lengua. Y si Joseph le hubiera ofrecido dinero en aquellos instantes, Charlie se lo hubiera arrojado a la cara. Pero Joseph pareció darse cuenta de ello. Joseph dijo:

- ¿Saben que no tienes ni cinco?

- Claro que no.

- En este caso, la historia que vas a contarles es inatacable.

Y como si estas palabras dejaran zanjado el asunto, Joseph se metió en el bolsillo de su chaqueta el billete de avión de Charlie. Esta, bruscamente alarmada, chilló:

- ¡Eh, dame eso!

Pero fue un chillido en sordina, aunque por poco. Joseph dijo: -Una vez te hayas desembarazado de tus amigos, coge un taxi y ve a la plaza Kolokotroni.

Joseph deletreó el nombre de la plaza, y añadió:

- Te costará unos doscientos dracmas.

Esperó a ver si este último gasto podía ser un problema, pero resultó que no lo era. Charlie tenía todavía ochocientos dracmas, aunque no lo dijo a Joseph. Joseph repitió el nombre de la plaza y comprobó que Charlie se lo había aprendido. Causaba cierto placer someterse a la militar eficiencia de Joseph. Junto a la plaza había un restaurante con terraza. Joseph le dijo el nombre -Diógenes-, y se permitió un comentario humorístico: un nombre muy hermoso, uno de los mejores de la historia, y, a su juicio, el mundo necesitaba más Diógenes y menos Alejandros. El la esperaría en el Diógenes. No en la terraza sino en el interior, que era fresco e íntimo. Repite, Charlie: Diógenes. Con absurda pasividad, Charlie así lo hizo.

- Al lado de Diógenes está el Hotel París. Si por alguna circunstancia imprevista no puedo acudir a tiempo, dejaré una nota en la conserjería del Hotel París. Pide por el señor Larkos. Es un buen amigo mío. Si necesitas cualquier cosa, dinero o lo que sea, muéstrale esto al señor Larkos y te proporcionará lo que le pidas.

Joseph entregó una tarjeta a Charlie, y añadió:

- ¿Recuerdas todo lo que te he dicho? Naturalmente, no en vano eres actriz. Esto te permite recordar palabras, ademanes, números, colores, todo.

Charlie leyó: «Richthoven Enterprises, Export.» Y, a continuación el número de un apartado de correos, en Viena.

Al pasar ante una tienda de souvenirs, Charlie, que se sentía maravillosa y peligrosamente viva, compró, para regalárselo a su maldita madre, un mantel de labor de punto, y, pensando en su venenoso sobrino Kevin, compró un gorro griego, con borla. Luego compró una docena de tarjetas postales, que dirigió al viejo Ned Quilley, su inútil agente teatral de Londres, en las que escribió cómicos mensajes, con la intención de avergonzar al agente ante las remilgadas señoras que trabajaban en su oficina. En una de ellas escribió: «Ned, Ned, te voy a hacer todos los papeles.» En otra escribió: «Ned, Ned, ¿es posible que una mujer caída se hunda?» Sin embargo, en otra tarjeta postal escribió con toda seriedad, y en ella le decía que estaba pensando seriamente en demorar su regreso a Inglaterra, con la finalidad de poder visitar con detenimiento la Grecia continental. Haciendo caso omiso de los consejos de Joseph, en el sentido de no hablar o decir demasiado, Charlie explicó a su agente: «Ya es hora de que tu Charlie supere un poco sus niveles culturales, Ned.» Cuando Charlie se disponía a cruzar la calle con el fin de echar las postales al buzón, experimentó la extraña sensación de estar siendo observada por alguien. Sin embargo, cuando Charlie dio media vuelta sobre sí misma, para mirar hacia atrás, diciéndose que probablemente vería a Joseph allí, a su espalda, vio únicamente a aquel muchacho hippy, con el cabello del color del lino, el muchacho a quien le gustaba unirse a la familia de actores con la que Charlie había vivido hasta el momento, y que estuvo presente en las gestiones efectuadas por Alastair para salir de Grecia. El muchacho con el cabello del color del lino caminaba cansinamente detrás de Charlie, con los brazos caídos y adelantados, igual que un gran simio. El muchacho vio a Charlie, y levantó muy despacio el brazo derecho, agitando la mano en un gesto que recordaba la figura de Cristo. Charlie le contestó agitando el brazo, y con una sonrisa en los labios. Llevada por un estado de humor benévolo, Charlie se dijo que aquel muchacho había emprendido un mal «viaje», viaje de drogas, y que se encontraba en tal estado que no podía regresar al punto de partida. Charlie echó al buzón las tarjetas postales, una a una, y, entretanto, pensó que quizá debiera hacer algo para ayudar al muchacho con el cabello del color del lino.

La última postal estaba dirigida a Alastair y rebosaba fingidos sentimientos. Sin embargo, Charlie, después de escribirla, no la leyó. A veces, principalmente en momentos de incertidumbre o de cambio, o cuando se disponía a hacer algo audaz, a Charlie le gustaba creer que su simpático, inútil y blandengue Ned Quilley, que en su próximo cumpleaños cumpliría los ciento cuarenta, era el único hombre a quien verdaderamente había amado en toda su vida.


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