21


Cuando aterrizaron en Beirut estaba lloviendo y supo que era una lluvia cálida, porque su calor llegó hasta la cabina, mientras seguían describiendo círculos e hizo que volviera a picarle el cuero cabelludo a causa del tinte que Helga la había obligado a ponerse. Volaron sobre una nube como una roca ardiente bajo las luces del avión. La nube se detuvo y estaban volando bajo sobre el mar, rozando el desastre en las montañas que se aproximaban. Ella tenía una reiterada pesadilla en la que pasaba lo mismo, excepto porque su avión descendía sobre una calle atestada y flanqueada por rascacielos. Nadie podía pararlo porque el piloto le estaba haciendo el amor. Ahora nada podía pararlo. Hicieron un aterrizaje perfecto, las puertas se abrieron, olió por primera vez el Medio Oriente, que la recibía como a una hija pródiga. Eran las siete de la tarde, pero hubieran podido ser las tres de la madrugada, porque advirtió en seguida que ése no era un mundo que se acostase. El estruendo en el vestíbulo de recepción le recordó el día del Derby antes de la «salida». Había bastantes hombres armados, con distintos uniformes, como para comenzar una guerra privada. Apretando el bolso contra el pecho, se abrió paso hacia la cola de inmigración y descubrió, sorprendida, que estaba sonriendo. Su pasaporte de Alemania Oriental, su falsa apariencia, que cinco horas antes, en el aeropuerto de Londres, habían sido asuntos de vida o muerte, eran cosas triviales en esta atmósfera de urgencia inquieta, peligrosa.

- Ponte en la cola de la izquierda, y cuando muestres tu pasaporte solicita hablar con el señor Mercedes -le había ordenado Helga cuando estaban sentadas en el Citroén en el aparcamiento de Heathrow.

- ¿Y qué pasa si me habla en alemán?

Este punto estaba fuera de su alcance.

- Si te pierdes, toma un taxi hasta el hotel Commodore, siéntate en el vestíbulo y espera. Es una orden. Mercedes, como el coche.

- ¿Y después qué?

- Charlie, creo que realmente estás siendo un poco obstinada y un poco estúpida. Por favor, déjalo ahora.

- O me pegarás un tiro -sugirió Charlie.

- ¡Señorita Palme! Pasaporte. Pase. ¡Si, por favor!

Palme era su nombre alemán. Se pronunciaba «Palmer», le había dicho Helga. Había sido pronunciado por un árabe pequeño y jovial, con barba de un día, cabello rizado y ropas raídas inmaculadas.

- Por favor -repitió, y le tiró de la manga. Su chaqueta estaba abierta y tenía una enorme automática plateada metida en la pistolera. Había veinte personas entre ella y el funcionario de inmigración, y Helga no le había dicho que iba a ser así.

- Soy el señor Danny. Por favor, señorita Palme. Venga.

Le dio su pasaporte y él se zambulló en la multitud, abriendo los brazos para que ella pudiera seguirle. Ahí quedaba Helga. Ahí quedaba Mercedes. Danny había desaparecido, pero un momento después reapareció con aspecto orgulloso, llevando en una mano una tarjeta de desembarco blanca y en la otra a un hombre corpulento, de aspecto oficial, que llevaba un abrigo de cuero negro.

- Amigos -explicó Danny con una gran sonrisa patriótica-. Todos amigos de Palestina.

En cierta forma, ella lo dudaba, pero, enfrentada con su entusiasmo, era demasiado cortés como para decirlo. El hombre corpulento la examinó gravemente, después estudió el pasaporte, que pasó a Danny. Finalmente, estudió la tarjeta blanca, que se colocó en el bolsillo superior.

- Willkonzmeuz -dijo, con un rápido movimiento diagonal de la cabeza, que era una invitación a darse prisa.

Cuando estalló la pelea, estaban en las puertas. Comenzó de manera insignificante, como algo que un funcionario uniformado había dicho a un viajero de aspecto próspero. De pronto, ambos estaban gritando v agitando los puños muy cerca de la cara del otro. Segundos después, cada hombre tenía sus seguidores, cuando Danny le mostraba el camino hacia el aparcamiento, un grupo de soldados con boinas verdes se encaminaba dificultosamente hacia la escena, preparando las metralletas por el camino.

- Sirios -explicó Danny, y sonrió filosóficamente, como para decirle que cada país tenía sus sirios.

El coche era un viejo Peugeot azul que hedía a humo de tabaco y estaba aparcado junto a un puesto de café. Danny abrió la puerta trasera y sacudió los cojines con la mano. Cuando ella entró, un chico se deslizó a su lado, desde el costado opuesto. Cuando Danny puso en marcha el coche, apareció otro chico que se acomodó en el asiento del acompañante. Estaba demasiado oscuro como para que pudiera ver sus rasgos, pero veía claramente las metralletas. Eran tan jóvenes, que por un momento le resultó difícil creer que las armas fueran reales. El chico que estaba a su lado le ofreció un cigarrillo y quedó triste cuando Charlie declinó la invitación.

- ¿Habla español? -preguntó él con la mayor cortesía, buscando un alternativa.

Charlie no hablaba español.

- Entonces perdonará mi inglés. Si hablara español, podría hablar perfectamente.

- Pero si su inglés es estupendo.

- Eso no es verdad -replicó él reprobadoramente, como si ya hubiera descubierto una perfidia occidental, y cayó en un silencio preocupado.

Detrás de ellos, sonaron dos disparos, pero nadie reparó en ello. Estaban aproximándose a un recinto rodeado de sacos de arena. Danny detuvo el coche. Un centinela uniformado la miró y después los dejó pasar agitando su metralleta.

- ¿El también era sirio? -preguntó.

- Libanés -dijo Danny, y suspiró.

De todos modos, ella sentía su excitación. La sentía en todos ellos: una agudeza, una rapidez de la mirada y el pensamiento. La calle era en parte campo de batalla, en parte lugar edificado. Las farolas de la calle, al menos las que funcionaban, se lo mostraban por retazos apresurados. Los tocones de árboles quemados recordaban a una bonita avenida. La buganvilla había comenzado a tapar las ruinas. Por todos lados había coches quemados, salpicados de agujeros de bala. Pasaron junto a chabolas iluminadas, con tiendas chillonas dentro, y altas siluetas de edificios bombardeados que parecían despeñaderos de montaña. Pasaron junto a una casa tan perforada por las bombas que parecía un gigantesco queso que se balanceaba contra el cielo pálido. Un poco de luna, que saltaba de un agujero al otro, les seguía los pasos. En ocasiones aparecía un edificio flamante, construido a medias, iluminado a medias, habitado a medias: el juego de un especulador, con vigas rojas y vidrio negro.

- En Praga estuve dos años. En La Habana, Cuba, tres. ¿Ha estado en Cuba?

El chico que estaba a su lado parecía haberse recuperado de su decepción.

- No he estado en Cuba -confesó ella.

- Ahora soy intérprete oficial, español-árabe.

- Fantástico -dijo Charlie-. Le felicito.

- ¿Interpreto para usted, señorita Palme?

- En cualquier momento -dijo Charlie, y hubo muchas risas. Después de todo, la mujer occidental estaba rehabilitada.

Danny estaba disminuyendo la marcha y bajando su ventanilla. Frente a ellos, en el centro de la calle, brillaba una hoguera, y a su alrededor se sentaba un grupo de hombres y muchachos con kuffias blancos y pedazos de uniformes de fajina color caqui. Varios perros marrones habían acampado cerca, de ellos. Recordó a Michel en su aldea natal, escuchando los cuentos de los viajeros, y pensó: «Ahora han hecho una aldea en la calle.» Mientras Danny hacía guiños con las luces, un hombre viejo, hermoso, se puso en pie, se frotó la espalda, se dirigió hacia ellos, metralleta en mano, y metió su rostro marcado por la ventanilla de Danny hasta que pudieron abrazarse. La conversación oscilaba interminablemente hacia atrás y hacia adelante. Ignorada, Charlie escuchaba cada palabra imaginando que, de algún modo, comprendía. Pero, mirando más allá del hombre, tuvo una visión menos agradable: de pie en un semicírculo inmóvil, cuatro de los que estaban con el viejo apuntaban el coche con sus metralletas y ninguno de ellos tenía más de quince años.

- Nuestra gente -dijo el vecino de Charlie con reverencia cuando reemprendieron la marcha-. Comandos palestinos. Nuestra parte de la ciudad.

«Y también la parte de Michel», pensó ella con orgullo.

«Descubrirás que es gente fácil de amar», le había dicho Joseph.

Charlie pasó cuatro noches y cuatro días con los chicos y los amó, individual y colectivamente. Fueron los primeros de sus diversas familias. La trasladaban constantemente, como a un tesoro, siempre por la noche, siempre con la mayor cortesía. Había llegado tan de repente, explicaban con encantadora aflicción; «nuestro capitán necesitaba hacer ciertos preparativos». La llamaban «señorita Palme» y tal vez creyeran realmente que era su nombre. Ellos le retribuyeron su amor, pero sin pedirle nada personal o molesto. En todos los sentidos, mantenían una reticencia tímida y disciplinada que la hacía sentirse curiosa sobre la naturaleza de la autoridad que los gobernaba. Su primer dormitorio estaba en lo alto de una vieja casa, destrozada por las bombas, vacía de toda vida, excepto de la del loro del propietario ausente, que tenía una tos de fumador, que reproducía cada vez que alguien encendía un cigarrillo. Su otro truco consistía en chillar como un teléfono, lo que hacía durante la noche y la obligaba a correr hacia la puerta y esperar a que le contestaran. Los chicos dormían en el rellano, afuera, de a uno, mientras los otros dos fumaban, bebían vasitos diminutos de té dulce y alimentaban un murmullo de campamento mientras jugaban a las cartas.

Las noches eran eternas y, sin embargo, no había dos minutos iguales. Hasta los sonidos se peleaban, primero lejos, a distancia prudencial, después avanzando, agrupándose, cayendo los unos sobre los otros en una confusión de clamores en conflicto: un estallido de música, el chirrido de frenos y sirenas…, seguidos por el profundo silencio de un bosque. En esa orquesta, el tiroteo era un instrumento menor: un tamborileo aquí, un repiqueteo allá y a veces el lento silbido de una bomba. Una vez escuchó carcajadas, pero las voces humanas eran escasas. Y una vez, a la mañana temprano, después de golpear con urgencia su puerta, Danny y los dos chicos entraron de puntillas y fueron hasta la ventana. Siguiéndolos, vio un coche aparcado a unas cien yardas. De adentro salía humo, se elevaba y se enrollaba a su costado como alguien que se revolviera en su cama. Una vaharada de aire caliente la hizo retroceder. Algo cayó de un estante. Escuchó un golpeteo en su cabeza.

- Paz -dijo Mahmoud, el más guapo, con un guiño. Y se retiraron, con los ojos brillantes y confiados.

Sólo el amanecer era predecible, cuando los crujientes altavoces ululaban la voz del muecín, que convocaba los fieles a la oración.

No obstante, Charlie lo aceptaba todo y como retribución se entregaba entera. En la sinrazón que la rodeaba, en esta tregua de meditación inesperada, encontró finalmente un soporte para su propia irracionalidad. Y como en medio de semejante caos no había paradoja lo bastante grande como para resultar excesiva, encontró también un lugar para Joseph. Su amor por él, en este mundo de devociones inexpresadas, estaba en todo lo que escuchaba o miraba. Y cuando los chicos, tomando té y fumando, la obsequiaban con espléndidas historias sobre los sufrimientos de sus familias a manos de los sionistas -como había hecho Michel y con el mismo regodeo romántico-, era una vez más su amor por Joseph, el recuerdo de su voz suave y su sonrisa poco habitual, los que abrían su corazón a esa tragedia.

Su segundo dormitorio estaba en lo alto de una resplandeciente casa de apartamientos. Desde su ventana, podía contemplar la fachada negra de un nuevo banco internacional y, más allá, el mar inconmovible. La playa vacía, con sus cabañas abandonadas, era como un balneario permanentemente fuera de temporada. Un solo raquero tenía la excentricidad de un bañista en la Serpentine un día de Navidad. Pero lo más extraño de ese lugar eran las cortinas. Cuando los chicos las corrían por la noche, no observaba nada insólito. Pero cuando llegaba el amanecer, veía una línea de agujeros de bala recorriendo la ventana con la ondulación de una serpiente. Ese fue el día que les preparó a los chicos un desayuno de tortillas y les enseñó a jugar al gin-rummy.

La tercera noche durmió encima de una especie de cuartel general del ejército. Había barrotes en las ventanas y agujeros de bombas en las escaleras. Había pósters que mostraban niños agitando ametralladoras o ramos de flores. En cada rellano había guardias de ojos oscuros y el edificio tenía un aire canalla, de Legión extranjera.

- Nuestro Capitán la verá pronto -le aseguraba tiernamente Danny de vez en cuando-. Está haciendo preparativos. Es un gran hombre.

Ella estaba empezando a conocer la sonrisa árabe, que significaba retraso. Para consolarla en su espera, Danny le contó la historia de su padre. Después de pasar veinte años en los campos, pareció que la desesperación lo había hecho desaprensivo. Así que una mañana, antes de la salida del sol, metió sus pocas pertenencias en una bolsa junto con las escrituras de su tierra y, sin decir nada a su familia, cruzó las líneas sionistas con el objeto de ir en persona a reclamar su granja. Corriendo detrás de él, Danny y sus hermanos llegaron a tiempo para ver su pequeña figura encorvada avanzando más y más dentro del valle, hasta que le destrozó una mina. Danny relató todo esto con una precisión desconcertada, mientras los otros dos vigilaban su inglés, interrumpiéndole para volver a expresar una frase cuando su sintaxis o su cadencia les desagradaban, asintiendo como ancianos para aprobar otra. Cuando hubo terminado, le hicieron una cantidad de preguntas serias sobre la castidad de las mujeres occidentales, sobre la cual habían oído cosas desdichadas, aunque no totalmente desprovistas de interés.

Así que su amor por ellos aumentaba, un milagro de cuatro días. Amaba su timidez, su virginidad, su disciplina y la autoridad que tenían sobre ella. Los amaba como captores y amigos. Pero pese a todo su amor, nunca le devolvieron su pasaporte, y si ella se acercaba demasiado a sus metralletas, se alejaban con miradas peligrosas e indómitas.

- Venga, por favor -dijo Danny, golpeando suavemente la puerta para despertarla-. Nuestro Capitán está preparado. Eran las tres de la madrugada y estaba oscuro.

Después creyó recordar unos veinte coches, pero hubieran podido ser sólo cinco, porque todo sucedió muy aprisa: un zigzag de viajes por la ciudad, cada vez más alarmantes, en sedanes color arena con antenas adelante y atrás y guardias de corps que no hablaban. El primer coche estaba esperando frente al edificio, pero del lado del patio, donde no había estado. No fue hasta que estuvieron fuera del patio y corriendo a toda velocidad calle abajo, que comprendió que había dejado a los chicos. Al extremo de la calle, el conductor pareció ver algo que no le gustó, porque dio una vuelta en U que estuvo a punto de volcarlo, y cuando se precipitaban otra vez calle arriba, escuchó un tableteo y un grito junto a ella y sintió una mano pesada que la obligaba a bajar la cabeza, de modo que supuso que los disparos eran para ellos.

Pasaron un cruce con luz roja y estuvieron a punto de chocar con un camión; se subieron a una acera del lado derecho, después hicieron una amplia curva hacia la izquierda entrando en un aparcamiento en pendiente que daba a una playa abandonada. Vio otra vez la media luna de Joseph, suspendida sobre el mar, y por un segundo imaginó que estaba de camino a Delfos. Se detuvieron junto a un Fiat grande y prácticamente la embutieron en él, y allá se fue otra vez, propiedad de dos nuevos guardias de corps, de camino hacia una autopista llena de baches con edificios acribillados a ambos lados y un par de luces que los seguían de cerca. Frente a ella, las montañas eran negras, pero las que estaban a su izquierda eran grises porque un resplandor del valle encendía sus laderas, y más allá del valle estaba una vez más el mar. El velocímetro marcaba 140, pero de pronto no marcó nada porque el conductor había apagado las luces y el coche que los seguía había hecho lo mismo.

A la derecha había una hilera de palmeras; a la izquierda, la reserva central que dividía las dos calzadas, una acera de seis pies de ancho, a veces de grava, otras veces de vegetación. Con un gran salto, la subieron y con otro aterrizaron del otro lado. El tráfico ululaba y Charlie gritaba: «!Jesús!», pero el conductor no era receptivo a la blasfemia. Encendiendo todas las luces, condujo directamente contra el tráfico antes de volver a hacer girar el coche a la izquierda, bajo un puente pequeño, y de pronto estaban deteniéndose en un camino lodoso v desierto y pasaban a un tercer coche, esta vez un Land-Rover sin ventanas. Llovía. No lo había notado hasta entonces, pero cuando la metieron en la parte trasera del Land-Rover, un chaparrón la empapó y vio un estallido de relámpagos blancos chocando contra las montañas. O tal vez fuera una bomba.

Treparon por un camino tortuoso. Por la parte trasera del Land-Rover veía cómo se alejaba el valle; por el parabrisas, entre las cabezas de los guardias y el conductor, observaba la lluvia goteando como cardúmenes de pececillos danzantes. Frente a ellos había un coche, y por la manera en que lo seguían, Charlie supo que era de ellos; había un coche detrás, y por la manera que tenían de no prestarle atención, era de ellos también. Hicieron otro cambio y quizá otro; entraron en lo que parecía ser una escuela abandonada, pero esta vez el conductor detuvo el motor, mientras él y el guardia se apostaban en las ventanas con ametralladoras, esperando a ver lo que llegaba a la colina. Hubo controles camineros en los que se detuvieron, y otros a los cuales pasaron con nada mas que un lento movimiento de la mano en dirección a los centinelas inmóviles. Hubo un control en el que el guardia del asiento delantero bajó su ventanilla y disparó una salva de metralleta a la oscuridad, pero la única respuesta fue el aterrado gemido de las ovejas. Y hubo un último salto aterrador en la negrura, entre dos filas de reflectores que los iluminaban de lleno, pero para entonces ella estaba más allá del terror. Estaba sacudida y aturdida y le importaba un comino.

El coche se detuvo. Estaba en el patio delantero de una villa antigua, con chicos centinelas con metralletas posando en silueta sobre el tejado como los héroes de una película rusa. El aire era frío y limpio y lleno de los olores griegos que la lluvia había dejado atrás: ciprés y miel y todas las flores silvestres del mundo. El cielo estaba lleno de tormentas y una nube de humo; el valle se estiraba debajo de ellos en cuadrados de luz en retroceso. La hicieron atravesar un porche y entrar al vestíbulo, y allí, bajo una luz muy tenue, tuvo su primera visión de Nuestro Capitán: una figura marrón, torcida, con una madeja de pelo negro, lacio, de colegial, y un bastón de paseo de aspecto inglés, de fresno natural, para ayudar a sus piernas fláccidas, y una sonrisa forzada que le daba la bienvenida iluminando su rostro picado de viruelas. Para estrecharle la mano, colgó el bastón del antebrazo izquierdo, dejando que se balanceara, de modo que ella tuvo la sensación de estar sosteniéndole por un segundo antes de que volviera a enderezarse.

- Señorita Charlie, soy el capitán Tayeh y la saludo en nombre de la revolución.

Su voz era enérgica y formal. Y también, como la de Joseph, era hermosa.

«El miedo será un problema de selección -le había advertido Joseph-. Por desgracia, nadie puede estar asustado todo el tiempo. Pero con el capitán Tayeh, corno se hace llamar, tienes que hacer lo mejor que puedas, porque el capitán Tayeh es un hombre muy inteligente.»

- Perdóneme -dijo Tayeh con alegre hipocresía.

La casa no era suya, porque no podía encontrar nada de lo que deseaba. Hasta por un cenicero tuvo que dar vueltas en la penumbra, interrogando con humor a los objetos y observando si eran demasiado valiosos para usar. Sin embargo, la casa pertenecía a alguien de su gusto, porque ella observó una calidez en sus modales que decía: «Es típico de ellos…, sí; este es exactamente el lugar en el que guardarían la bebida.» La luz era escasa todavía, pero a medida que sus ojos se fueron acostumbrando a ella, decidió que estaba en la casa de un profesor. O de un político. O de un abogado. Las paredes estaban cubiertas de libros que habían sido leídos, sobados y vueltos a colocar sin demasiado cuidado; sobre la chimenea colgaba un cuadro que podía haber sido de Jerusalén. Todo lo demás era un desorden masculino de gustos mezclados: sillas de cuero, cojines hechos con trozos de lana de diferentes colores y un batiburrillo de alfombras orientales. Y objetos de plata árabe, muy blanca y adornada, brillando como cofres del tesoro en los oscuros rincones. Y además, un estudio, en una alcoba a la que se bajaba mediante dos escalones, con un escritorio estilo ingles y una vista panorámica del valle del cual ella acababa de emerger y de la costa a la luz de la luna.

Se había sentado donde él le había dicho que lo hiciera, sobre el sofá de cuero, pero el propio Tayeh seguía cojeando sin cesar por la habitación, apoyado en su bastón, haciendo una cosa cada vez, mientras le echaba ojeadas desde distintos ángulos, midiéndola. Ahora los vasos; ahora una sonrisa; ahora, con otra sonrisa, vodka; y finalmente Scotch, aparentemente de su marca favorita, porque estudió la etiqueta con aprobación. A cada lado de la habitación había un chico sentado con una metralleta atravesada sobre las rodillas. Sobre la mesa había un montón de cartas y, sin mirar, supo que eran sus propias cartas a Michel.

«No confundas la aparente confusión con incompetencia -le había advertido Joseph-. Nada de ideas racistas sobre la inferioridad árabe, por favor.»

Las luces se apagaron, pero esto sucedía a menudo, incluso en el valle. El estaba de pie, recortado contra la enorme ventana, una sombra de sonrisa alerta apoyada en un bastón.

- ¿Sabe qué nos pasa cuando vamos a casa? -preguntó, sin dejar de mirarla. Pero su bastón apuntaba a la ventana-. ¿Puede imaginar cómo es estar en el propio país, bajo sus propias estrellas, de pie en la tierra con un arma en la mano, buscando al opresor? Pregúnteselo a los chicos.

Su voz, como otras que conocía, era aún más bella en la oscuridad. -Usted les gustó - dijo-. ¿Le gustaban a usted?

- Si…

- ¿Cuál le gustaba más?

- Todos por igual -dijo ella, y él rió otra vez.

- Dicen que está muy enamorada de su palestino muerto. ¿Es verdad?

Su bastón seguía apuntando a la ventana.

- En los viejos tiempos, si tenía usted coraje, la llevábamos con nosotros. Del otro lado de la frontera. Ataque. Venganza. Regreso. Celebración. Iríamos juntos. Helga dice que desea usted pelear. ¿Desea pelear?

- Sí.

- ¿Contra cualquiera o sólo contra los sionistas?

- No espero la respuesta. Estaba bebiendo-. Alguna de la escoria que conseguimos quiere volar el mundo entero. ¿Usted es así?

- No.

- Esa gente es escoria. Helga…, el señor Mesterbein… escoria necesaria. ¿Si?

- No he tenido tiempo de averiguarlo.

- ¿Es usted escoria?

- No.

Se encendieron las luces.

- No -aceptó él, mientras continuaba su examen-. No, no creo que lo sea. Tal vez cambie. ¿Ha matado a alguien alguna vez?

- No.

- Es usted afortunada. Tiene una policía. Su propia tierra. Par-lamento. Derechos. Pasaportes. ¿Dónde vive?

- En Londres.

- ¿En qué parte?

Ella tenía la sensación de que sus heridas le hacían impaciente; que apartaban su mente de sus respuestas todo el tiempo, dirigiéndola hacia otras cuestiones. Había encontrado una silla alta y la arrastraba con descuido hacia ella, pero ninguno de los chicos se levantó a ayudarlo y supuso que no les importaba. Cuando tuvo la silla donde la quería, acercó una segunda, se sentó en la anterior y, con un gruñido, puso su pierna sobre la otra. Y cuando hubo hecho todo eso, sacó un cigarrillo suelto del bolsillo de su túnica y lo encendió.

- Usted es nuestra primera inglesa, ¿lo sabía? Holandés, italiano, alemán, suecos, un par de americanos, irlandés. Todos vienen a luchar por nosotros. Inglés, no. No hasta ahora. Como de costumbre, los ingleses llegan demasiado tarde.

«Experimento un sentimiento de gratitud.» Como Joseph, él hablaba de dolores que ella no había experimentado, desde un punto de vista que todavía tenía que aprender. No era viejo, pero poseía una sabiduría adquirida demasiado pronto. Su cara estaba junto a una pequeña lámpara. Tal vez por eso la había puesto allí. «El capitán Tayeh es un hombre muy inteligente.»

- Si quiere cambiar el mundo, olvídese del asunto -observó él-. Los ingleses ya lo hicieron. Quédese en casa. Represente sus pequeños papeles. Mejore su mente en un vacío. Es más seguro.

- No, ahora no lo es -dijo ella.

- ¡Oh, podría regresar! -Y bebió más whisky-. Confesión. Re-forma. Un año en prisión. Todo el mundo debería pasar un año en prisión. ¿Por qué suicidarse luchando por nosotros?

- Por él -rectificó ella.

Con el cigarrillo, Tayeh aventó con irritación su romanticismo. -Dígame, ¿qué es para él? Está muerto. En uno o dos años, todos habremos muerto. ¿Qué es para él?

- Todo. El me enseñó.

- ¿Le dijo lo que hacemos…? ¿Bombardear? ¿Disparar? ¿Matar…? No importa.

Durante un rato, sólo se ocupó de su cigarrillo. Lo miraba arder, inhalaba y fruncía el ceño. Después lo apagó y encendió otro. Supuso que en realidad no le gustaba fumar.

- ¿Qué podía enseñarle? -objetó-. ¿A una mujer como usted? Era un niño. No podía enseñarle nada a nadie. No era nada.

- Lo era todo -repitió con obstinación, y una vez más sintió que él perdía interés, como alguien aburrido por una conversación inmadura. Después comprendió que había escuchado algo antes que los otros. Dio una rápida orden. Uno de los chicos saltó hacia la puerta. «Corremos más rápido cuando se trata de hombres lisiados», pensó. Escuchó voces suaves afuera.

- ¿Le enseñó a odiar? -sugirió Tayeh, como si no hubiera sucedido nada.

- Dijo que el odio quedaba para los sionistas. Dijo que para pelear es necesario amar. Dijo que el antisemitismo era una invención cristiana.

Se interrumpió, escuchando lo que Tayeh había oído mucho antes: un coche que ascendía la colina. Oye como un ciego -pensó-. Es a causa de su cuerpo.

- ¿Le gusta Estados Unidos? -preguntó.

- No.

- ¿Ha estado alguna vez?

- No.

- ¿Cómo puede decir que no le gusta si no ha estado? -preguntó.

Pero una vez más se trataba de una pregunta retórica, una observación que hacía para sí mismo en el diálogo que estaba produciendo a su alrededor. El coche estaba deteniéndose en el patio delantero. Escuchó ruidos de pasos y voces bajas y vio los rayos de luz de los faros que cruzaban la habitación, antes de ser apagados.

- Quédese donde está -ordenó él.

Aparecieron otros dos chicos, uno llevando una bolsa de plástico, el otro una metralleta. Se quedaron quietos, esperando respetuosamente a que Tayeh les dirigiera la palabra. Las cartas yacían entre ellos, sobre la mesa y, cuando recordó lo importante que habían sido, su desorden le pareció majestuoso.

- No la siguen y va usted hacia el sur -le dijo Tayeh-. Termine su vodka y vaya con los chicos. Tal vez la crea, tal vez no. Tal vez no sea tan importante. Tienen ropas para usted.

No era un coche, sino una mugrienta ambulancia blanca con medias lunas verdes pintadas a los lados y mucho polvo rojo sobre el capó. Un chico despeinado, con gafas oscuras, iba al volante. Otros dos se acuclillaban sobre las literas en la parte trasera, con sus metralletas metidas dificultosamente en el espacio estrecho, pero Charlie se sentó audazmente junto al conductor, con una túnica de hospital gris y un pañuelo en la cabeza. Ya no era de noche, sino un alegre amanecer, con un pesado sol rojo a su izquierda que se empeñaba en ocultarse mientras bajaban cuidadosamente la colina. Trató de mantener una conversación intrascendente en inglés con el conductor, pero él se enojó. Dirigió un jovial «!Eh, ustedes!» a los chicos que iban detrás, pero uno era sombrío y el otro feroz, pensó. «Hagan su maldita revolución», y se dedicó a mirar el paisaje. Al sur, había dicho él. ¿Por cuánto tiempo? ¿Para qué? Pero había una ética de la ausencia de preguntas y su orgullo su instinto de supervivencia le exigían que se conformara a ella.

El primer control llegó cuando entraban a la ciudad; hubo otros cuatro antes de que la dejaran por el camino costero hacia el sur, y en el cuarto había un chico muerto que dos hombres metían en un taxi, mientras las mujeres gritaban y golpeaban el techo. Estaba echado de costado con una mano vacía apuntando hacia abajo, buscando algo todavía. «Después de la primera muerte no hay otra», se dijo Charlie, pensando en el asesinado Michel.

A la derecha se abría el mar azul v una vez más el paisaje se volvió ridículo. Era como si hubiera librado una guerra civil en la costa inglesa. Ruinas de coches y villas acribilladas de balas flanqueaban el camino; en un campo, dos chicos jugaban con un balón, enviándoselo el uno al otro por encima del cráter de una bomba. Los pequeños embarcaderos de yates yacían destrozados y medio sumergidos; hasta los camiones de frutas que iban hacia el norte y casi los empujaban fuera del camino, tenían una desesperación fugitiva.

Volvieron a detenerse para un control caminero. Sirios. Pero las enfermeras alemanas en ambulancias palestinas no le interesaban a nadie. Escuchó el ruido de una motocicleta y le echó una mirada indiferente. Una Honda polvorienta con las bolsas atestadas de plátanos verdes. Un pollo vivo, colgado de las patas, se balanceaba en el manillar. Y en el asiento, Dimitri, escuchando con seriedad el ruido del motor. Usaba el medio uniforme del soldado palestino y un pañuelo rojo alrededor del cuello. Encajado dentro de la charretera color caqui de su camisa, como el favor de una mujer, había un orgulloso ramo de brezo blanco como para decir «Estamos contigo», porque el brezo blanco era el signo que bahía estado buscando durante los últimos cuatro días.

«A partir de ahora, sólo el caballo conoce el camino -le había dicho Joseph-. Tu trabajo consiste en mantenerte en la silla.»

Una vez más formaron una familia y esperaron.

Esta vez el hogar era una casita cerca de Sidón, con una galería de hormigón que había quedado partida en dos por un buque de guerra israelí, dejando oxidadas barras de hierro en el aire, como las antenas de un insecto gigante. El jardín trasero era un huerto de mandarinas en el que un viejo ganso picoteaba la fruta caída. El frente era un vertedero de lodo y metal que durante la última invasión había sido un emplazamiento famoso. En el prado adyacente un coche blindado en ruinas era compartido por una familia de pollos amarillos y una spaniel refugiada con cuatro gordos cachorros. Más allá del coche blindado estaba el cristiano mar de Sidón, con su fortaleza de cruzados surgiendo de la orilla como un perfecto castillo de arena. De la reserva de chicos aparentemente interminable que tenía Taveh, Charlie había adquirido otros dos: Kareem y Yasir. Kareem era regordete un tanto payaso y fingía contemplar su metralleta como un peso muerto, bufando y gesticulando cada vez que se veía obligado a colgársela del hombro. Pero cuando ella le sonrió, comprensiva, el se turbó y se apresuró a alejarse para reunirse con Yasir. Su ambición era llegar a ser ingeniero. Tema diecinueve años y hacia seis que luchaba. Hablaba inglés en un susurro y colocaba un «solía» en casi todos los verbos.

- Cuando Palestina suela acostumbrarse a ser libre, estudio en Jerusalén -dijo Kareem-. Mientras tanto -agitó la mano y suspiró ante la espantosa perspectiva-, tal vez Leningrado, tal vez Detroit.

Sí, aceptó cortésmente Kareem, solía tener un hermano y una hermana, pero ésta había muerto en un ataque aéreo sionista al campo de Nabativeh. Su hermano había sido trasladado al campo de Rashideveh y tres días después había muerto en un bombardeo naval. Describió esas perdidas con modestia, como si no significaran mucho dentro de la tragedia general.

- Palestina suele ser un gatito -le dijo misteriosamente a Charlie una mañana, mientras ella esperaba con paciencia frente a la ventana de su dormitorio vestida con un camisón blanco y él mantenía preparada su metralleta-. Necesita muchas caricias o suele volverse salvaje.

Había visto en la calle a un hombre de mal aspecto, explicó, y había subido para ver si debía matarlo.

Pero Yasir, con su ceño de bóxer y la mirada ardiente y furiosa, no podía hablarle. Usaba una camisa roja a cuadros y un acollador negro sobre el hombro para denotar Inteligencia Militar, y cuando caía la oscuridad se quedaba en el jardín, vigilando el mar en busca de aviones sionistas. Era un gran comunista, explicó comprensivamente Kareem, e iba a destruir el colonialismo en todas partes del mundo. Yasir odiaba a los occidentales, aun cuando afirmaran amar a Palestina, dijo Kareern. Su madre y toda su familia habían muerto en Tal-al- Zataar.

- ¿De qué? -preguntó Charlie.

- De sed -dijo Kareem, y le explicó un pequeño capítulo de historia moderna: Tal al- Zataar, la colina del tomillo, era un campo de refugiados en Beirut. Chozas con tejados de lata; a menudo, once personas en una sola habitación. Treinta mil palestinos y pobres libaneses resistieron allí diecisiete meses un bombardeo persistente.

- ¿De quiénes? -preguntó Charlie.

Kareem quedó desconcertado con su pregunta.

- De los Katib -dijo como si fuera obvio-. De fascistas maronitas ayudados por sirios e indudablemente también por sionistas. Murieron miles, pero nadie sabía cuántos -continuo-, porque quedaban muy pocos para extrañarlos. Cuando llegaron los atacantes, mataron a la mayor parte de los supervivientes. También colocaron en fila a las enfermeras y a los médicos y los mataron, lo que era lógico porque no tenían medicinas, ni agua ni pacientes.

- ¿Tú estabas allí? -preguntó Charlie.

- No -contestó él-, pero Yasir sí.

- En el futuro, no tome baños de sol -le dijo Tayeh cuando llegó la tarde siguiente a buscarla-. Esto no es la Riviera.

No volvió a ver a los chicos. Estaba entrando gradualmente en esa condición que le había predicho Joseph. Estaba siendo educada en la tragedia, y la tragedia la absolvía de la necesidad de explicarse. Era un jinete cegado, que era conducido a través de hechos emociones demasiado grandes para ser abarcados y dentro de una tierra donde el simple estar presente era ser parte de una injusticia monstruosa. Se había reunido con las víctimas y estaba finalmente reconciliada con su engaño. A medida que pasaban los días, la ficción de su supuesta lealtad hacia Michel estaba cada vez más firmemente basada en los hechos, mientras que su lealtad a Joseph, si bien no era una ficción, sobrevivía sólo cumo una marca secreta en su alma.

- Pronto todos estaremos muertos -le dijo Kareem, repitiendo a Tayeh-. Los sionistas nos perseguirán hasta la muerte, ya lo verá.

La antigua prisión estaba en el centro de la ciudad, y era el lugar, había dicho crípticamente Tayeh, donde los inocentes cumplían cadena perpetua. Para llegar tuvieron que aparcar en la plaza principal y meterse en un laberinto de antiguos pasajes abiertos al cielo, pero cubiertos por carteles de plástico, que al principio confundió con ropa lavada. Era la hora del comercio, por la tarde. Las tiendas y puestos estaban llenos. Las farolas de la calle brillaban profundamente en el viejo mármol de las paredes, pareciendo encenderlo desde adentro. El ruido de los callejones era fragmentario y a veces, cuando doblaban una esquina, se detenía y sólo se oían sus pasos deslizándose y arrastrándose sobre el bruñido pavimento romano. Un hombre hostil, de piernas torcidas, les mostraba el camino.

- He explicado al administrador que es usted una periodista occidental -le dijo Tayeh, mientras cojeaba a su lado-. Sus modales no son buenos, porque no le gustan los que vienen aquí a mejorar sus conocimientos de zoología.

La luna rota caminaba con ellos; la noche era muy calurosa. Entraron en otra plaza y los saludó un estallido de música árabe que surgía de unos altavoces improvisados instalados sobre palos. Las altas puertas estaban abiertas y daban a un patio brillantemente iluminado, del cual salía una escalera de piedra que daba a sucesivos balcones. La música se escuchaba más fuerte.

- Entonces ¿quiénes son? -susurró Charlie, todavía sin comprender-. ¿Qué han hecho?

- Nada. Ese es su crimen. Son los refugiados que se han refugiado de los campos de refugiados -replicó Tayeh-. La prisión tiene paredes gruesas y estaba vacía, de modo que tomamos posesión de ella para protegerlos. Salude con solemnidad a la gente - agregó-. No sonría demasiado pronto o pensarán que se ríe usted de su miseria.

Un viejo, sentado en una silla de cocina, los contempló con indiferencia total. Tayeh y el administrador se adelantaron a saludarle. «Veo esto todos los días. Soy una dura periodista occidental que des-cribe la privación a aquellos que lo tienen todo y se sienten desdichados.» Estaba en el centro de un vasto silo de piedra cuyas antiguas paredes se elevaban hacia el cielo con puertas de jaula y balcones de madera. Pintado de blanco en su totalidad, producía una ilusión de higiene. Las celdas de la planta baja tenían entradas de arco. Las puertas estaban abiertas como para señalar hospitalidad. Al comienzo, las figuras del interior le parecieron inmóviles. Hasta los niños se movían como ahorrando fuerzas. Delante de cada celda había cuerdas para la ropa, y su simetría sugería el orgullo competitivo de la vida de aldea. Charlie olió café, alcantarillas abiertas y día de colada. Tayeh y el administrador regresaron.

- Deje que ellos le hablen primero -volvió a aconsejarle Tayeh-. No sea impertinente con esa gente; no comprenderá. Está observando una especie casi extinguida ya.

Subieron por una escalera de mármol. Las celdas de esa planta tenían puertas sólidas, con mirillas para los carceleros. El ruido pareció aumentar con el calor. Pasó una mujer con un traje de campesina. El administrador le habló y ella señaló hacia el balcón, en dirección a un signo en árabe pintado a mano, con forma de arco. Mirando abajo, hacia el pozo, Charlie vio al viejo de regreso en su silla, mirando a la nada. «Ha hecho el trabajo del día -pensó-. Nos ha dicho "suban".» Alcanzaron el arco, siguieron su dirección, llegaron a otro y pronto avanzaban hacia el centro de la prisión. «Necesitaré un cordel para encontrar el camino de regreso», pensó. Echó una mirada a Tayeh, pero él no quería mirarla. «En el futuro, no tome baños de sol.» Entraron en lo que había sido una habitación para el personal o cantina. En el centro había una camilla forrada de plástico y en una mesilla de ruedas nueva, medicinas, cubos y jeringas. Un hombre y una mujer trabajaban: la mujer, vestida de negro, estaba limpiando los ojos de un bebé con algodón. Las madres que esperaban estaban pacientemente sentadas a lo largo de la pared, mientras sus hijos dormitaban o se agitaban.

- Quédese aquí -ordenó Tayeh, y esta vez se adelantó él mismo, dejando a Charlie con el administrador. Pero la mujer ya lo había visto entrar. Sus ojos se alzaron hacia él, después hacia Charlie y se fijaron en ella, llenos de sentido y preguntas. Dijo algo a la madre del niño y le devolvió el bebé. Fue hacia el lavabo y se lavó metódicamente las manos mientras estudiaba a Charlie por el espejo.

- Síganos -dijo Tayeh.

Toda prisión tiene una habitación pequeña y brillante con flores de plástico y una fotografía de Suiza, donde se puede recibir a la gente inocente. El administrador se había ido. Tayeh y la muchacha se sentaron uno a cada lado de Charlie, la chica tan erguida como una monja y Tayeh reclinado, con una pierna puesta rígidamente hacia un lado y el bastón en el centro, como el palo de una tienda. El sudor corría sobre su cara, llena de cráteres, mientras fumaba y jugueteaba con el cigarrillo y fruncía el entrecejo. Los ruidos de la prisión no habían cesado, pero se habían confundido entre sí hasta formar un estrépito único, en parte de musita, en parte de voces humanas. A veces, sorprendentemente, Charlie escuchaba risas. La muchacha era hermosa y severa y un poco aterradora en su negrura, con rasgos fuertes y una mirada oscura, directa, que no tenía interés en disimular. Se había cortado el cabello. La puerta permanecía abierta. Los dos chicos de costumbre la guardaban.

- ¿Sabe quién es ella? -preguntó Tayeh, apagando ya su primer cigarrillo. ¿Ve algo familiar en su cara? Mirela bien. Charlie no necesitaba hacerlo.

- Fatmeh -dijo.

- Ha regresado a Sidón para estar junto a su gente. No habla inglés, pero sabe quién es usted. Ha leído sus cartas a Michel, y también las que él le escribió a usted. Traducidas. Naturalmente, está interesada en usted.

Agitándose dolorida en su silla, Tayeh sacó un cigarrillo manchado de sudor y lo encendió.

- Está sufriendo, pero todos sufrimos. Cuando le hable, por favor, no se ponga sentimental. Ya ha perdido a tres hermanos y una hermana. Sabe cómo se hace.

Tranquilamente, Fatmeh empezó a hablar. Cuando se detuvo, Tayeh tradujo… con desprecio, que era su humor de esa noche.

- Primero desea darle las gracias por el gran consuelo que le dio a su hermano Salim mientras combatía contra el sionismo también le agradece que usted se haya unido a la lucha por la justicia. -Y espera mientras Fatmeh continuaba-. Dice que ahora son hermanas. Ambas amaban a Michel, ambas están orgullosas de su muerte heroica. Le pregunta… -E hizo una nueva pausa para dejarla hablar-. Le pregunta si esta usted dispuesta a aceptar la muerte antes que ser esclava del imperialismo. Es muy política. Diga que sí.

- Si.

- Desea saber cómo hablaba Michel de su familia de Palestina. No invente. Tiene mucho instinto.

El humor de Tayeh ya no era despreocupado. Poniéndose en pie con dificultad, comenzó a dar una larga vuelta a la habitación, interpretando, haciendo sus propias preguntas subsidiarias.

Charlie habló directamente mirando al frente, desde el corazón, desde su herida memoria. No era una impostora para nadie, ni si-quiera para si misma. «Al comienzo -dijo-, Michel no quería hablar de sus hermanos; y sólo una vez, de pasada de su amada Fatmeh. Entonces un día en Grecia comenzó a recordarlos a todos con gran amor, subrayando que desde la muerte de su madre su hermana Fatmeh se había transformado en la madre de toda la familia.»

Tayeh tradujo con brusquedad. La muchacha no contestó, pero sus ojos estaban fijos en el rostro de Charlie, vigilándolo, escuchando, inquiriendo.

- ¿Qué dijo de ellos…, de los hermanos? -ordenó Tayeh, impaciente-. Repítaselo.

- Dijo que durante toda su infancia, sus hermanos mayores fueron su luminosa inspiración. En el Jordán, en el primer campo, cuando el era todavía demasiado pequeño para luchar, los hermanos se iban sigilosamente sin decir adonde. Después Fatmeh se acercaba a su cama y le decia en susurros que habían hecho otro ataque contra los sionistas…

Tayeh interrumpió con una veloz traducción.

Las preguntas de Fatmeh perdieron su nota nostálgica, adquiriendo la aspereza de un examen. ¿Qué habían estudiado sus hermanos? ¿Cuáles eran sus habilidades y aptitudes, cómo habían muerto? Charlie contestaba lo que podía, a trozos. Salim -Miuhel- no le había contado todo. Fawvaz era un gran abogado, o había tenido intención de serlo. Había estado enamorado de una estudiante en Ammán…; ella era la joven novia de su niñez en su aldea de Palestina. Los sionistas le mataron cuando salía de su casa una mañana temprano.

- Según Fatmeh… -comenzó.

- ¿Qué pasó según Fatmeh? -preguntó Tayeh.

- Segun Fatmeh, los jordanos le habían pasado su dirección a los sionistas.

Fatmeh estaba haciendo una pregunta. Enojado, Tayeh volvió a traducir:

- En una de sus cartas, Michel menciona su orgullo al compartir la tortura con su gran hermano -dijo Tayeh-. Con respecto a este incidente, escribe que su hermana Fatmeh es la única mujer sobre la tierra, aparte de usted, a la que puede amar completamente. Explique esto a Fatmeh, por favor. ¿A qué hermano se refiere?

- A El Jalil -dijo Charlie.

- Describa el incidente -ordenó Tayeh.

- Fue en Jordania.

- ¿Dónde? ¿Cómo? Describa exactamente.

- Era al atardecer. Un convoy de jeeps jordanos entraron en el campo. Eran seis. Cogieron a El Jalil y a Michel, Salim, y le ordenaron que cortara unas ramas de un granado. - Extendió las manos de la manera en que lo había hecho Michel esa noche en Delfos-. Seis ramas jóvenes, de un metro cada una. Hicieron que El Jalil se quitara los zapatos y obligaron a Salim a arrodillarse y sujetar los pies de El Jalil, mientras ellos los golpeaban con las ramas de granado. Después tuvieron que cambiar. El Jalil sujeta a Salim. Sus pies ya no son pies. Son irreconocibles. Pero los jordanos los hacen correr de todos modos, disparando al suelo detrás de ellos.

- ¿Y entonces? -dijo Fatmeh, impaciente.

- Entonces, ¿qué?

- ¿Por qué es tan importante Fatmeh en este asunto?

- Ella los cuidó. Día y noche, lavándoles los pies. Les dio valor. Les leyó los grandes escritores árabes. Les hizo planear nuevos ataques. «Fatmeh es nuestro corazón», dijo él. «Es nuestra Palestina. Debo aprender de su coraje y de su fuerza.» Dijo eso.

- Hasta lo escribió, el idiota -dijo Tayeh, colgando el bastón del respaldo de una silla con un golpe enojado. Encendió otro cigarrillo.

Mirando rígidamente la pared blanca como si hubiera en ella un espejo, echado hacia atrás sobre su bastón de fresno, Tayeh se secaba la cara con un pañuelo. Fatmeh se puso en pie, fue silenciosamente hacia el fregadero y cogió un vaso de agua para él. Tayeh sacó de su bolsillo media botella de whisky; se sirvió un poco con el agua. A Charlie se le ocurrió, no por primera vez, que se conocían muy bien a la manera de colegas íntimos, incluso de amantes. Hablaron un momento. Después Fatmeh se dio vuelta y volvió a hacerle frente, mientras Tayeh hacía la última pregunta.

- ¿Qué significa esto en su carta: «El plan en el que acordamos sobre la tumba de mi padre»? Explique esto también. ¿Qué plan?

Empezó a describir cómo había muerto, pero Tayeh la interrumpió.

- Sabemos cómo murió. Murió de desesperación. Háblenos del funeral.

- Pidió ser enterrado en Hebrón, en El Jalil, de modo que le llevaron al puente Allenby. Los sionistas no los dejaron cruzar, así que Michel, Fatmeh y dos amigos llevaron el ataúd a una colina alta, y cuando cayó la noche cavaron una tumba en un lugar desde el cual pudiera ver, del otro lado de la frontera, la tierra que los sionistas le habían robado.

- ¿Dónde está El Jalil, mientras tanto?

- Ausente. Ha estado ausente durante años. Fuera de contacto. Luchando. Pero esa noche, mientras están tapando la tumba, apareció de pronto.

- ¿Y?

- Ayudó a cerrar la tumba. Después le dijo a Michel que fuera a luchar.

- ¿Ir a luchar? -repitió Tayeh.

- Dijo que había llegado el momento de atacar a los judíos. En todas partes. Ya no debía hacerse distinción entre judío e israelí. Dijo que toda la raza judía era una base del poderío sionista y que los sionistas no descansarían hasta haber destruido a nuestro pueblo. Nuestra única posibilidad era obligar al mundo a escuchar. Una y otra vez. Si iban a destruirse vidas inocentes, ¿por qué siempre tenían que ser palestinas? Los palestinos no iban a imitar a los judíos y a esperar dos mil años para volver al hogar.

- ¿Y entonces? -preguntó Tayeh, inconmovible.

- Entonces Michel tenía que ir a Europa. El Jalil lo arreglaría. A transformarse en un estudiante, pero también en un combatiente.

Fatmeh habló, no por mucho tiempo.

- Dice que su hermano pequeño tenía una gran boca y que Dios fue sabio al cerrarla cuando lo hizo -dijo Tayeh y, llamando a los chicos, cojeó rápidamente hacia adelante, escaleras abajo. Pero Fatmeh puso una mano en el brazo de Charlie y la retuvo y la miró una vez más con curiosidad franca, pero amistosa. Una junto a otra, las dos mujeres regresaron por el corredor. A la puerta de la clínica, Fatmeh volvió a mirarla, esta vez con indisimulado desconcierto. Después besó a Charlie en la mejilla. Lo último que Charlie vio fue que recuperaba el bebé y se ponía en seguida a limpiarle los ojos, y, si Tayeh no hubiera estado instándola a que se diese prisa, se hubiera quedado a ayudar a Fatmeh para siempre.

- Debe esperar -le dijo Tayeh mientras la llevaba al campo-. Después de todo, no la esperábamos. No la invitamos.

A primera vista le pareció que la había llevado a una aldea, porque a la luz de los faros las terrazas de casuchas blancas que poblaban la falda de la colina parecían bastante atractivas. Pero a medida que continuaban, el lugar comenzó a verse, y cuando alcanzaron la cumbre de la colina estaba en una ciudad improvisada, construida para miles de personas. Un hombre grisáceo, digno, los recibió, pero fue en Tayeh en quien derramaba su simpatía. Llevaba zapatos negros lustrados y un uniforme color caqui rígidamente planchado, y ella supuso que se había puesto sus mejores ropas para recibir a Tayeh.

- Es el jefe aquí -dijo simplemente Tayeh, presentándole-. Sabe que es usted inglesa, pero nada más. No preguntará.

Le siguieron a una habitación medio vacía, con trofeos deportivos metidos en cajas de cristal. Sobre una mesilla de café, colocada en el centro, había un plato lleno de paquetes de cigarrillos de distintas marcas. Una joven muy alta llevó té dulce y pasteles, pero nadie le habló. Usaba un pañuelo de cabeza, una falda ancha tradicional y zapatos chatos. ¿Esposa? ¿Hermana? Charlie no lo sabía. Tenía sombras de dolor debajo de los ojos y parecía moverse en un mundo personal de tristeza. Cuando se hubo ido, el jefe fijó una mirada feroz en Charlie e hizo un discurso sombrío con claro acento escocés. Explicó sin sonreír que durante los años del Mandato había servido en la policía de Palestina y que todavía cobraba una pensión británica. El espíritu de su pueblo, dijo, había sido muy fortalecido por sus sufrimientos. Suministró estadísticas. En los últimos doce años, el campo había sido bombardeado setecientas veces. Dio las cifras de víctimas, subrayando la proporción de mujeres y niños muertos. Las armas más eficaces eran las bombas-racimo de factura norteamericana. Los sionistas arrojaban también trampas explosivas disimuladas como juguetes. Dio una orden y un chico desapareció y regresó con un coche de carreras estropeado. Levantó la carrocería y mostró los alambres y el explosivo dentro. «Tal vez sí -pensó Charlie-. Tal vez no.» Se refirió a la diversidad de teorías políticas que había entre los palestinos, pero les aseguró seriamente que, en la lucha contra el sionismo, esas distinciones desaparecían.

- Nos bombardean a todos -dijo.

Se dirigió a ella llamándola «camarada Leila», que era como la había presentado Tayeh, y cuando hubo terminado le dio la bienvenida y se la pasó con alivio a la triste mujer alta.

- ¡Por la justicia! -dijo, al despedirse.

- ¡Por la justicia! -contestó Charlie.

Tayeh la miró cómo se iba.

Las calles estrechas tenían la oscuridad de la iluminación a bujías. Por el centro bajaba el alcantarillado abierto; sobre las colinas se movía una luna con cuarto creciente. La muchacha alta le mostraba el camino; la seguían los chicos con metralletas y el bolso de mano de Charlie. Atravesaron un campo deportivo lleno de barro y casuchas bajas que hubieran podido ser una escuela. Charlie se acordó del fútbol de Michel y se preguntó, demasiado tarde, si habría ganado algunas de las copas de plata que había en la estantería del jefe. Pálidas luces azules ardían sobre las puertas herrumbradas de los refugios antiaéreos. El ruido era el ruido nocturno de los exilios. El rock y la música patriótica se mezclaba con el murmullo atemporal de los viejos. En algún lugar, una pareja joven discutía. Sus voces se hundieron en una explosión de furia exasperada.

- Mi padre pide disculpas por la precariedad del lugar. Una regla del campo es que los edificios no deben ser permanentes de modo que no podamos olvidar dónde está nuestro verdadero hogar. Si hay una incursión aérea, por favor no espere las sirenas. Siga en la dirección en que corran todos. Después de una incursión, por favor asegúrese de no tocar nada que haya en el suelo. Estilográficas, botellas, radios… ¡Nada!

Su nombre era Salma, dijo con su sonrisa triste, y el jefe era su padre.

Charlie permitió que la hicieran adelantarse de prisa. La casucha era diminuta y limpia como la sala de un hospital. Había una palangana y un lavatorio y un patio trasero del tamaño de un pañuelo.

- ¿Qué haces aquí, Salma?

La pregunta pareció desconcertarla por un momento. Estar allí ya era una ocupación.

- ¿Dónde aprendiste inglés? -preguntó Charlie.

- En América -contestó Salma-. Era graduada en bioquímica por la Universidad de Minnesota.

Hay una paz terrible, aunque pastoral, en vivir durante mucho tiempo entre las verdaderas víctimas del mundo. En el campo, Charlie experimentó finalmente la compasión que le había sido negada hasta entonces. Esperando, se unió a las filas de los que habían esperado toda su vida. Compartiendo su cautiverio, soñó que se había liberado del suyo. Amándolos, imaginó que recibía su perdón por las muchas duplicidades que la habían llevado allí. No se le asignaron centinelas, y la primera mañana, en cuanto despertó, se puso a probar con cautela cuáles eran los límites de su libertad. No parecía haber ninguno. Recorrió el perímetro de los campos deportivos y vio a los niños pequeños, encorvados, luchando duramente para lograr el físico de los adultos. Encontró la clínica y las escuelas y las tiendas diminutas que vendían de todo, desde naranjas a champú. En la clínica, una sueca anciana le habló satisfecha de la voluntad de Dios.

- Los pobres judíos no pueden descansar mientras nos tengan sobre sus conciencias - explicó, soñadora-. Dios ha sido tan severo con ellos. ¿Por qué no podrá enseñarles a amar?

Al mediodía, Salma le llevó un pastel de queso, chato, y un tarro de té, y cuando hubieron almorzado en su casucha ascendieron juntas, atravesando un bosquecillo de naranjos, hasta lo alto de una colina muy parecida al lugar en el que Michel le había enseñado a disparar con el arma de su hermano. Una cadena de montañas marrones se extendía en el horizonte, al oeste y al sur.

- Las del este son de Siria -dijo Salma, señalando un lugar del otro lado del valle-. Pero aquéllas -y movió el brazo hacia el sur y lo dejó caer después en un súbito gesto de desesperación-, aquéllas son nuestras y de allí saldrán los sionistas para venir a matarnos.

Al descender, Charlie tuvo una visión de camiones del ejército aparcados bajo la red de camuflaje y, en un bosquecillo de cedros, el brillo opaco de los cañones que apuntaban al sur. Su padre venía de Haifa, a unas cuarenta millas de distancia, dijo Salma. Su madre había muerto, ametrallada por un bombardero israelí cuando salía del refugio. Tenía un hermano que era un próspero banquero de Kuwait. No, dijo con una sonrisa, respondiendo a la pregunta obvia: los hombres la encontraban demasiado alta y demasiado inteligente.

Por la tarde, Salma llevó a Charlie a un concierto infantil. Después fueron a una escuela y, junto con otras veinte mujeres, fijaron pegatinas chillonas en las camisetas de los niños, preparándolas para la gran manifestación, utilizando una plancha de hierro verde, como una máquina, que se quemaba a cada rato. Algunas de las pegatinas eran consignas en árabe que prometían la victoria total; otras eran fotografías de Yaser Arafat, a quien las mujeres llamaban Abu Ammar. Charlie se quedó con ellas la mayor parte de la noche y se transformó en su campeona. Dos mil camisetas de las tallas correctas, hechas a tiempo gracias a la camarada Leila.

Pronto su casucha estuvo llena de niños del amanecer al atardecer. Algunos iban a hablar inglés con ella; otros, a enseñarle a bailar y a cantar sus canciones. Y otros, finalmente, para coger su mano y caminar calle arriba y calle abajo en su compañía, porque eso era prestigioso. En cuanto a sus madres, le llevaban tantas galletas, dulces y pasteles de queso que hubiera podido mantenerse allí para siempre, que era lo que deseaba hacer.

«¿Y quién es ella?», se preguntaba Charlie, aplicándose a imaginar otra historia incompleta, mientras miraba a Salma recorriendo su triste camino privado entre su gente. La explicación fue insinuándose de manera gradual. Salma había estado en el mundo. Sabía cómo hablaban los occidentales de Palestina. Y había visto con mayor claridad que su padre lo lejos que estaban las montañas marrones de su hogar.

La gran manifestación tuvo lugar tres días más tarde, comenzando en el campo deportivo, en medio del calor de la mañana, y avanzando lentamente alrededor del campo, por calles atestadas de gente y adornadas con banderas bordadas a mano que hubieran sido el orgullo de cualquier instituto femenino inglés. Charlie estaba de pie en la puerta de su casucha, levantando a una niñita que era demasiado pequeña como para marchar, y el ataque aéreo empezó un par de minutos después de que hubo pasado la maqueta de Jerusalén, que llevaba media docena de niños. Primero venía Jerusalén, con la mezquita El Aqsa, hecha con papel dorado y conchillas. Después, venían los hijos de los mártires, llevando cada uno una rama de olivo y una de las camisetas en las que habían trabajado. Después, como una continuación de las festividades, llegó el alegre tamborileo de fuego desde la colina. Pero nadie gritó ni comenzó a huir. Todavía no. Salma, que estaba de pie junto a ella, ni siquiera levantó la cabeza.

Hasta entonces, Charlie no había pensado en los aviones. Había visto un par de ellos, muy arriba, admirando las estelas blancas mientras daban vueltas ociosas por el cielo azul. Pero, en su ignorancia, no se le había ocurrido que los palestinos podían no tener aviones, o que las fuerzas aéreas israelíes podían molestarse ante las demandas fervientes de su territorio hechas a tan poca distancia de la frontera. Había estado más interesada en las muchachas de uniforme bailando en los flotadores arrastrados por tractores, balanceando las metralletas atrás y adelante al ritmo de la multitud; en los chicos combatientes con tiras de kuffias rojas al estilo apache rodeando sus frentes, de pie en la parte trasera de los camiones con sus metralletas; en el aullido interrumpido de tantas voces de uno a otro extremo del campo. ¿Es que no enronquecían nunca?

Y también sucedió que en ese preciso momento, su mirada había sido atraída por un pequeño espectáculo subsidiario que se desarrollaba frente al lugar en el que estaban Salma y ella: el de un niño siendo castigado por un guardia. El guardia se había quitado el cinturón y lo había doblado y estaba golpeando al niño en la cara con la hebilla y, durante un segundo, mientras pensaba todavía si debía intervenir, Charlie tuvo la ilusión, en medio de tanto ruido como el que la rodeaba, de que era el cinturón el que provocaba las explosiones.

Después llegó el gemido de los aviones que giraban y mucho más fuego desde el suelo, aunque indudablemente era demasiado ligero e insignificante como para impresionar a algo que estaba tan alto y era tan rápido. Cuando cayó la primera bomba fue como un anticlímax: «Si la escuchas, es que estás viva.» La vio relampaguear sobre la falda de la colina, a un cuarto de milla de distancia. Después, una negra cebolla de humo cuando el ruido y la onda explosiva pasaron por encima de ella al mismo tiempo. Se volvió hacia Salma y le gritó algo, alzando la voz como si se hubiera desatado una tormenta, aunque para entonces todo estaba sorprendentemente tranquilo. Pero el rostro de Salma estaba contorsionado en una mirada de odio mientras contemplaba el cielo.

- Cuando quieren darnos, nos dan -dijo-. Hoy están jugando con nosotros. Debes habernos traído suerte.

El significado de esta sugerencia era excesivo para Charlie, que lo rechazó de plano.

Cayó la segunda bomba y pareció más lejana todavía, o tal vez fuera que estaba menos impresionable. Podía caer en cualquier lugar excepto en estos callejones atestados, con sus columnas de niños pacientes esperando como diminutos centinelas condenados a que la lava bajara de las montañas. La banda reinició la música, mucho más alto que antes; la procesión volvió a ponerse en camino, doblemente brillante. La banda tocaba una marcha y la multitud batía palmas. Recuperando el uso de las manos, Charlie bajó a su pequeña y comenzó a batir palmas también. Las manos le hormigueaban y le dolían los hombros, pero siguió. La procesión se hizo a un lado. Pasó un jeep a toda velocidad, con las luces encendidas, seguido de ambulancias y de un coche de bomberos. Detrás de ellos quedó una cortina de polvo amarillo, como el humo de la batalla. La brisa la dispersó, la banda volvió a iniciar la música y le tocó el turno al sindicato de pescadores, representado por un furgón amarillo cubierto de retratos de Arafat, con un gigantesco pez de papel pintado de rojo, blanco y negro, en el techo. Después de esto, conducido por una banda de flautistas, venía otro río de niños con armas de madera, cantando la letra de la marcha. El canto creció, toda la multitud cantaba, y Charlie, con palabras o sin ellas, cantaba con todo su corazón.

Los aviones desaparecieron. Palestina había conseguido otra victoria.

- Mañana te llevan a otro lugar -dijo Salma mientras caminaban por la falda de la colina.

- No iré -dijo Charlie.

Oscureció y Charlie regresó sola a su casucha. Encendió una vela porque no había electricidad, y lo último que vio en la habitación fue la rama de brezo blanco colocada en el vaso de los cepillos de dientes, encima del lavatorio. Estudió la pequeña pintura del niño palestino; salió al patio, donde seguían colgadas sus ropas…

¡Hurra, están secas!» No tenía manera de planchar, de modo que abrió un cajón de su diminuto baúl y metió las ropas dobladas con la concentración en la limpieza de un habitante del campo. «Lo puso uno de mis chicos -se dijo-. Ese alegre, con dientes de oro, a quien llamo Aladino. Es un regalo de Salma en mi última noche.»

«Somos como una relación amorosa -le había dicho Salma al despedirse-. Te irás, y cuando te hayas ido, seremos un sueño.»

¡Bastardos! -pensó-. Bastardos asquerosos, asesinos. Si no hubiera estado yo aquí, los habrían bombardeado hasta el día del Juicio.»

«La única lealtad posible consiste en estar aquí», había dicho Salma.

Los aviones regresaron dos horas después, antes de la oscuridad, cuando Charlie estaba de regreso en su casucha. La sirena comenzó demasiado tarde y todavía corría hacia los refugios cuando llegó la primera ola: eran dos, que se separaron de una exhibición aérea que ensordecía a la multitud con sus motores. ¿Volverán a levantarse alguna vez? Lo hicieron y el estallido de sus primeras bombas la arrojó contra la puerta de acero, aunque el ruido no era tan malo como el temblor de tierra que lo acompañaba y los histéricos gritos que llenaban el humo negro y hediondo del otro lado del campo de deportes. El golpe de su cuerpo alertó a alguien de los que estaban adentro, la puerta se abrió y fuertes manos de mujer la metieron en la oscuridad y la obligaron a sentarse en un banco de madera. Al comienzo estaba sorda como una tapia, pero gradualmente fue oyendo los gemidos de los niños aterrorizados y las voces más calmas, pero fervientes, de sus madres. Alguien encendió una lámpara de aceite y la colgó de un gancho en el centro del cielo raso, y durante un rato a Charlie le pareció, en medio de su mareo, que estaba viviendo en el interior de un grabado de Hogarth colgado al revés. Después vio que Salma estaba a su lado y recordó que había estado con ella desde el comienzo de la alarma. Siguieron otro par de aviones -¿o era el primer par que daba una segunda vuelta?-, la lámpara de aceite se agitó y su visión se corrigió mientras las bombas se aproximaban en un crescendo cauteloso. Sintió las dos primeras como golpes en el cuerpo…, no, otra vez no, otra vez no, por favor. La tercera fue la más ensordecedora y la mató en seguida; la cuarta y la quinta le dijeron que, después de todo, seguía viva.

- ¡América! -gritó de pronto una mujer, con histeria y dolor, dirigiéndose a Charlie-. ¡América, América, América!

Trató de conseguir que las otras mujeres la acusaran también, pero Salma le dijo suavemente que se quedara tranquila.

Charlie esperó una hora, aunque probablemente fueran dos minutos, y al no oír nada, miró a Salma para decir «Vámonos», porque había decidido que no había nada peor que el refugio. Salma meneó la cabeza.

- Están esperando que salgamos -explicó con tranquilidad, pensando tal vez en su madre-. No podemos salir antes de que oscurezca.


Загрузка...