17


La compañía se llamaba «Los Herejes», e iniciaba su gira en Exeter ante un público recién salido de la catedral, formado por mujeres medio enlutadas y por viejos sacerdotes al borde de las lágrimas, con carácter permanente. Cuando no tenían primera sesión, los miembros de la compañía vagaban aburridos por la ciudad, y, por la noche, después del espectáculo, comían queso y bebían vino, en compañía de ardientes enamorados de las artes, debido a que formaba parte del programa el compartir la cama con los nativos.

En Plymouth actuaron en la base naval, ante un público formado por desorientados oficiales de la Armada, todos jóvenes, que sufrieron horrores ante la duda de si era preciso conceder a los tramoyistas, aunque sólo fuera temporalmente, la condición de caballeros y darles entrada al comedor de oficiales.

Pero tanto Exeter como Plymouth eran ciudades de perdición y vida fácil, en comparación con la pequeña y húmeda ciudad de minería del granito, en un extremo de la península de Cornualles, con sus callejas cegadas por la niebla marítima, y con sus árboles retorcidos por la furia de las galernas. Los actores habían quedado repartidos en diez o doce casas de huéspedes, y a Charlie le tocó en suerte alojarse en una casa con tejas de pizarra, que formaba como una isla totalmente rodeada de hortensias, en la que el estrépito de los trenes que se dirigían hacia Londres, mientras Charlie yacía en cama, la hacía sentirse igual que el náufrago que desde su balsa ve pasar grandes buques, a lo lejos. El teatro en el que actuaba no era más que un improvisado escenario dentro de un pabellón de deportes, y desde este escenario de gimientes maderas, al olfato de Charlie llegaba el olor a cloro de la piscina, y a sus oídos llegaba el golpear de las pelotas contra un frontón. El público estaba integrado por gente mayor y pueblerina, con grandes pretensiones, en cuyos ojos embrutecidos y envidiosos se leía que cualquiera de los presentes lo haría mejor que los actores y actrices, si algún día accediera a caer tan bajo. Por fin, el camerino era un vestuario para mujeres, y éste fue el lugar en el que entregaron a Charlie las orquídeas, mientras ésta se maquillaba, faltando diez minutos para levantar el telón.

Charlie las vio por vez primera en el largo espejo ante las piletas, vio que entraban flotando por la puerta, envueltas en húmedo papel blanco. Vio que las orquídeas dudaban, y, luego, que avanzaban dubitativamente hacia ella. Pero Charlie siguió maquillándose como si en su vida hubiera visto una orquídea, y menos todavía orquídeas con una tarjeta, entregadas en el camerino, poco antes de que se alzara el telón, cual se hubiera alzado si hubiera habido telón. Orquídeas que, como un niño envuelto en papel, llevaba en brazos una vestal de Cornualles de cincuenta años de edad, llamada Val, con negras trenzas, y una sonrisa de tonto desinterés.

Con remilgo, Val dijo:

- Y en estos precisos instantes te proclamo la bella Rosalind.

Se produjo un hostil silencio, durante el cual todas las mujeres de la compañía saborearon la tontería de Val. Corrían los instantes en que los actores y las actrices más nerviosos están y en que menos hablan.

Charlie dijo:

- Bueno, sí, soy Rosalind. ¿A qué viene esto?

Y siguió perfilándose las líneas de los párpados, para indicar que le importaba muy poco la respuesta que aquella mujer pudiera darle.

Comportándose con indudable valentía, Val dejó ceremoniosamente las orquídeas en la pileta, y se fue sigilosamente, mientras Charlie cogía el sobre sin el menor disimulo, de manera que todos lo vieron. «Para la señorita Rosalind.» Escrito con caligrafía continental, y con bolígrafo azul en vez de tinta negra. Dentro había una tarjeta de visita, también continental, de papel muy brillante. El nombre estaba escrito con letra realzada, en mayúsculas inclinadas al frente: «ANTON MESTERBEIN, GINEBRA.» Debajo había una sola palabra: «Justicia.» No había otro mensaje, ni tampoco las palabras Joan, espíritu de mi libertad.

Charlie fijó su atención en el otro ojo, con mucho cuidado, como si aquel ojo fuera lo más importante del mundo. Una pastora que estaba sentada ante la pileta contigua, recién salida de la escuela, y con una edad mental de quince años, preguntó:

- ¿Quién es, Chas?

Concentrando toda su atención en su propia cara reflejada en el espejo, Charlie estudió críticamente su trabajo de maquillaje. La pastora dijo:

- Habrán costado un dineral, ¿no crees, Chas?

Como un eco, Charlie repitió:

- ¿No crees, Chas?

¡Es él!

¡Un mensaje de él!

En este caso, ¿por qué no está aquí? ¿Por qué no ha escrito la nota de su puño y letra?

«En nadie confíes -le había advertido Michel-. Desconfía especialmente de aquellos que dicen conocerme.»

Es una trampa. Es la policía. Se han enterado de mi viaje a través de Yugoslavia. Me quieren utilizar como cebo para atrapar a mi amante.

«¡Michel! ¡Michel! ¡Mi amor, dime qué debo hacer!»

Oyó que la llamaban:

- Rosalind.

Otra vez la misma voz:

- ¡Charlie! ¿Dónde diablos se ha metido Charlie?

En el corredor, un grupo de nadadores con toallas alrededor del cuello miraron sin expresión en los ojos la imagen de una señora pelirroja, ataviada con un viejo vestido elizabetiano, saliendo del vestuario de las chicas.

Sin saber cómo, Charlie consiguió terminar su interpretación. E incluso cabe la posibilidad de que llevara a cabo una buena interpretación. Durante el entreacto, el director, hombre con alma de monje, a quien llamaban Hermano Mycroft, pidió a Charlie, con una extraña expresión en los ojos, que hiciera el favor de bajar un poquitín el tono de su interpretación, y Charlie le prometió obedientemente hacerlo así. Pero, en realidad, Charlie apenas le oyó, debido a que estaba totalmente absorta en escrutar las medio vacías hileras de sillas, con la esperanza de ver un blazer rojo.

Fue en vano.

Vio otras caras -la de Rachel y la de Dimitri, por ejemplo-, aunque no las reconoció. Desesperada, Charlie pensó: «No está aquí. Es una trampa. Es la policía.»

En el vestuario, Charlie se cambió rápidamente las ropas, se puso el pañuelo de cabeza blanco, y estuvo esperando allí hasta que el conserje la echó. En el vestíbulo, en pie, como un fantasma de blanca cabeza, esperó entre los deportistas que se iban, mientras mantenía las orquídeas junto a su pecho. Una vieja señora le preguntó si acaso ella misma había cultivado aquellas orquídeas. Un colegial le pidió un autógrafo. La pastora le tiró de la manga:

- Chas, la fiesta, por favor, Val te está buscando por todos lados.

Las puertas del pabellón de deportes se cerraron a sus espaldas, avanzó en el aire nocturno, y poco le faltó para caer de narices sobre el asfalto, impelida por la fuerza del viento marino. Tambaleándose llegó hasta su automóvil, abrió la portezuela, dejó las orquídeas en el asiento contiguo al del conductor, se sentó y cerró la portezuela. Al principio, el motor se negó a ponerse en marcha, y cuando se puso en marcha lo hizo con tal ímpetu que parecía un caballo llevado por la querencia a la cuadra. Mientras recorría la calleja para penetrar en la vía principal, vio en el retrovisor las luces de otro automóvil. Luego este automóvil la siguió, manteniéndose siempre a la misma distancia, hasta la casa de huéspedes.

Aparcó y volvió a oír el viento azotando las hortensias. Se envolvió en su abrigo de pieles, y llevando las orquídeas dentro del abrigo, corrió hacia la puerta. Había cuatro peldaños que Charlie contó dos veces, la primera de ellas cuando los subió a toda prisa, y la segunda mientras esperaba que le dieran la llave de su cuarto, todavía jadeante, al oír los pasos de otra persona que subía los mismos peldaños, con una linterna y firme caminar. No había huéspedes, ni en el vestíbulo ni en el salón. El único superviviente era Humphrey, chico gordo, con aspecto de personaje de Dickens, que jugaba a hacer de conserje de noche.

Mientras alargaba la mano para coger la llave, Charlie dijo alegremente:

- No es la seis, Humph, sino la dieciséis, arriba en la fila más alta. Y en el cajoncito también encontrarás una carta de amor, monada, que es para mí. Dámela, antes de que se te ocurra darla a otra.

Charlie cogió el papel doblado que le entregó el chico, con la esperanza de que fuera de Michel, y, a continuación las facciones de Charlie revelaron una expresión de reprimida desilusión, cuando descubrió que la carta era de su hermana, quien le decía: «Buena suerte en la representación de esta noche», lo cual era tan sólo la manera de Joseph de musitarle: «Estamos contigo», aunque en voz tan baja que Charlie apenas le oyó.

A espaldas de Charlie se abrió la puerta del vestíbulo y se cerró. Los pies de un hombre se acercaban cruzando la alfombra del vestíbulo. Charlie se permitió dirigirle una rápida mirada, por si acaso era Michel. Pero no lo era, cual reveló la expresión de desilusión de Charlie. Era una persona del resto del mundo, carente de toda utilidad para Charlie. Se trataba de un muchacho delgado, peligrosamente pacífico, con oscuros ojos que indicaban que amaba a su madre. Llevaba una larga trinchera de tela de gabardina, de color castaño, con militares hombreras para dar anchura a sus civiles hombros. Y una corbata castaña que armonizaba con el color de sus ojos que armonizaba con la trinchera. Calzaba zapatos castaños, de triste aspecto, con anchas punteras cosidas con dos filas de puntadas. Charlie concluyó que no era un hombre de la justicia, sino un hombre de justicia denegada. Un muchacho de cuarenta años, con gabardina, privado de su justicia en su primera juventud.

- ¿Señorita Charlie?

Y una boca excesivamente alimentada, sobre el campo de una barbilla pálida.

- Vengo a saludarla de parte de nuestro común amigo Michel, señorita Charlie.

Charlie había endurecido la expresión de su cara, como si se dispusiera a aguantar castigo en ella. Dijo:

- ¿Qué Michel?

Y vio que nada se movía en el individuo, lo cual, a su vez, infundió gran quietud en la propia Charlie, que se quedó quieta tal como quietos nos quedarnos para que nos pinten o nos hagan estatuas, y tal como se quedan quietos los policías.

- Michel de Nottingham, señorita Charlie.

El hombre había hablado con acento suizo, acento ofendido y levemente acusador. El hombre añadió:

- Michel me ha pedido que le regale orquídeas doradas y que la lleve a cenar, en su nombre. Insistió mucho en que usted aceptara. Soy un buen amigo de Michel. Por favor, venga conmigo.

«¿Tú? -pensó Charlie-. ¿Amigo? Michel jamás tendría un amigo como tú, ni que en ello le fuera la vida.» Pero Charlie dejó que su furiosa mirada dijera estas palabras.

- También tengo la misión de representar a Michel jurídicamente, señorita Charlie. Michel tiene derecho a la plena protección legal. Por favor, venga. Ahora.

El ademán costó a Charlie un gran esfuerzo, pero Charlie deseaba que se notara. Las orquídeas pesaban terriblemente, y fue larguísimo el trayecto que tuvieron que recorrer en el aire, levantándose de las manos de Charlie a las del hombre. Pero Charlie lo consiguió. Pudo reunir el valor y la fuerza suficientes, y los brazos del hombre se levantaron para recibir las orquídeas. Y Charlie pudo hallar el metálico tono adecuado para decir las palabras que quería decir:

- Se equivoca, yo no conozco al Michel de Nottingham, y no conozco a ningún Michel, sea de donde sea. Y tampoco nos encontramos en Monte, en la última temporada. Lo ha hecho usted muy bien, pero estoy cansada. Cansada de todos ustedes.

Al volverse hacia el mostrador para coger la llave, Charlie se dio cuenta de que Humphrey, el conserje, le estaba diciendo algo de suma importancia. A Humphrey le temblaba la cara de grasienta piel, y sostenía un lápiz con la punta sobre un gran libro registro. En tono indignado, con su marcado acento norteño, y arrastrando las palabras, Humphrey dijo:

- Le he preguntado que a qué hora quiere usted el té del desayuno, señorita.

- A las nueve en punto, ni un segundo antes.

Y con cansados movimientos, Charlie se dirigió hacia la escalera. Humphrey dijo:

- ¿Quiere el periódico de la mañana también, señorita? Charlie se volvió, dirigió una

pesada mirada a Humphrey y murmuró:

- Dios mío…

De repente, Humphrey se excitó grandemente. Al parecer, Humphrey creía que únicamente un poco de animación podía despertar a Charlie. Dijo:

- ¡El periódico de la mañana! ¡Para leerlo! ¿Cuál es su favorito? Charlie repuso:

- El Times, querido.

Humphrey volvió a sumirse en un estado de satisfecha apatía. Mientras escribía, dijo:

- Será el Telegraph, el Times es sólo para los suscriptores.

Pero en estos momentos, Charlie ya había comenzado a subir penosamente la ancha escalera, camino de las históricas tinieblas del primer descansillo.

- ¡Señorita Charlie!

Si vuelves a llamarme de esta manera, pensó Charlie, igual bajo unos cuantos peldaños y te atizo con verdadera fuerza en tu suave pasamontañas suizo. Charlie subió dos peldaños más, antes de que el individuo volviera a hablar. Charlie no había previsto que aquel hombre pudiera hablar con tanta energía:

- A Michel le gustará mucho saber que Rosalind ha llevado su brazalete esta noche. Y que, si no me equivoco, sigue llevándolo en los presentes momentos. ¿O se trata del regalo de otro caballero?

Primero la cabeza y, después, el cuerpo entero de Charlie dio frente al hombre, quien había trasladado las orquídeas al brazo izquierdo. El brazo derecho pendía junto al costado, causando la impresión de que fuera sólo una manga sin brazo.

- Le he dicho que se vaya. ¡Lárguese! ¿Quiere hacerme este favor?

Pero Charlie hablaba en contra de su convicción, cual revelaba el vacilante acento con que habló.

- Michel me ha ordenado que la invite a langosta y a una botella de Boutaris. Dice que el vino debe ser blanco y frío. También tengo que transmitirle otros mensajes de Michel. Se irritará mucho cuando sepa que usted ha rechazado su hospitalidad. Sí, incluso se sentirá insultado.

Aquello era demasiado. Aquel hombre era el propio ángel negro de Charlie reclamando aquella alma que ella había comprometido tan a la ligera. Tanto si aquel hombre mentía, como si era de la policía, como si era un chantajista, Charlie le seguiría hasta el centro del inframundo, en el caso de que aquel hombre pudiera llevarla al lado de Michel. Con pasos pesados, Charlie bajó los peldaños que había subido, hasta llegar al mostrador del conserje.

Arrojó la llave sobre el mostrador, cogió el lápiz que Humphrey sostenía en la mano, sin que éste ofreciera resistencia, y escribió la palabra «CATHY» en un bloc que Humphrey tenía ante sí. Charlie dijo:

- Humphrey, es una señora americana. ¿Me comprendes? Amiga mía. Si llama, dile que he salido acompañada de seis amantes. Dile que quizá mañana vaya a buscarla a su casa, para almorzar.

Después de decir estas palabras, Charlie repitió:

- ¿Me comprendes?

Charlie arrancó la hoja del bloc, la metió en el bolsillo alto de la chaqueta de Humphrey, y le dio un distraído beso, mientras Mesterbein contemplaba la escena con el disimulado resentimiento del amante que espera a la mujer con la que desea pasar la noche. En el porche, Mesterbein se sacó del bolsillo una linda linterna suiza. A la luz de la linterna, Charlie vio la amarilla pegatina de Hertz en el parabrisas del automóvil de Mesterbein. Este abrió la puerta del automóvil correspondiente al asiento contiguo al del conductor y dijo:

- Por favor.

Pero Charlie siguió adelante hasta llegar a su Fiat, entró en él, puso el motor en marcha y esperó. En el momento en que Mesterbein la adelantaba, Charlie observó que, para conducir, se había puesto una boina negra, con el borde perfectamente horizontal, como un gorro de baño, que tenía la virtud de poner de relieve sus orejas.

Condujeron despacio debido a las zonas de niebla. O quizá ésta fuera la habitual manera de conducir de Mesterbein, ya que tenía la agresivamente impasible espalda propia del conductor cauteloso. Ascendieron un poco y siguieron hacia el norte por una zona desértica. La niebla desapareció y aparecieron los postes de teléfono como agujas clavadas en el cielo nocturno. Una desgarrada luna griega apareció brevemente por entre las nubes, y éstas volvieron a absorberla. En una encrucijada Mesterbein detuvo su coche para consultar un mapa. Por fin, Mesterbein señaló hacia la izquierda, primero con la linterna y luego con una mano blanca a la que imprimió un movimiento giratorio. Si, Anton, comprendo. Charlie le siguió por una pendiente y, luego, a través de un pueblo. Charlie bajó el vidrio de la ventanilla y el olor salado del mar llenó el interior de su automóvil. La brusca entrada del aire obligó a Charlie a abrir la boca, igual que si se dispusiera a chillar. Siguiendo a Mesterbein, Charlie pasó debajo de un sucio cartel que decía «East West Timesharer Chalets Ltd». Luego avanzaron por una estrecha carretera nueva, por entre dunas, hacia una ruinosa mina de estaño que se alzaba en una colina, recortada contra el cielo. Un cartel decía: «Venga a Cornualles.» A la derecha y a la izquierda de Charlie se alzaban casitas de madera, todas oscuras. Mesterbein aparcó, y Charlie aparcó detrás de él, dejando el automóvil con una marcha puesta, debido a que el suelo era pendiente. El cambio de marchas vuelve a gemir, pensó Charlie. Tendré que devolver el automóvil a Eustace. Mesterbein bajó. Charlie también lo hizo, y cerró con llave el automóvil. El viento había dejado de soplar. Se encontraban en la zona de sotavento de la península. Las gaviotas trazaban círculos en el aire y chillaban, como si hubieran perdido algo valioso en el suelo. Mesterbein, con la linterna en la mano, cogió con la otra el codo de Charlie para guiarla hacia delante. Charlie dijo:

- Suélteme.

Mesterbein empujó una puerta en una verja, produciendo un gemido. Ante ellos se encendió una luz. Avanzaban por un corto sendero de cemento hacia una puerta azul en la que se leía Sea-Wrack. Mesterbein tenía ya la llave dispuesta. La puerta se abrió, Mesterbein entró primero y se detuvo para dejar pasar a Charlie, como un agente de la propiedad inmobiliaria mostrando una casa a un posible cliente. No había porche, y parecía que faltase algo que anunciara la entrada en la casa. Charlie entró y Mesterbein cerró la puerta. Se encontraban en una sala de estar. Al olfato de Charlie llegó el olor a colada húmeda, y Charlie vio negras manchas de hongos en el techo. Una mujer alta y rubia, con vestido de pana azul estaba metiendo una moneda en una estufa eléctrica. Cuando entraron, volvió rápidamente la cabeza, con una sonrisa en el rostro. Luego se puso en pie de un salto y, echándose atrás un largo mechón de cabello rubio, avanzó hacia ellos.

- ¡Anton! ¡Es maravilloso! ¡Me has traído a Charlie! ¡Charlie, bienvenida! ¡Y serás doblemente bienvenida si me enseñas la manera de poner en marcha esta estúpida máquina!

Cogió a Charlie por los hombros y le besó las mejillas. Dijo:

- Has estado sencillamente fantástica en tu interpretación de Shakespeare, esta noche. ¿Verdad que sí, Anton? Has estado soberbia. Me llamo Helga.

La rubia lo dijo de tal manera que parecía indicar que los nombres carecían de toda importancia para ella. Insistió:

- Helga. De la misma forma que tú te llamas Charlie, yo me llamo Helga.

Sus ojos eran grises y luminosos, y, al igual que los de Mesterbein, peligrosamente inocentes. Con militante sencillez contemplaban un mundo difícil. Ser auténtico es lo mismo que ser indómito, pensó Charlie, citando una frase de una de las cartas de Michel. Siento, en consecuencia actúo.

Desde un rincón de la estancia, Anton dio una tardía respuesta a la pregunta que Helga le había formulado. En aquellos momentos, Mesterbein estaba metiendo un colgador por debajo de las hombreras de su trinchera:

- Ha estado impresionante, desde luego.

Las manos de Helga todavía descansaban sobre los hombros de Charlie, y sus recios pulgares rozaban levemente el cuello de Charlie. Con su optimista mirada en la cara de Charlie, Helga preguntó:

- ¿Es difícil aprender tantas palabras, Charlie?

Charlie repuso:

- Para mí no representa problema alguno.

Y se apartó de Helga. Pero ésta cogió la mano de Charlie y le puso una moneda de cinco peniques en la mano, diciéndole:

- ¿Aprendes con facilidad? Anda, enséñame como funciona este fantástico invento inglés llamado fuego.

Charlie se puso en cuclillas junto a la estufa, dio vuelta hacia un lado al cierre, echó la moneda, dio vuelta al otro mando, y la moneda cayó dentro. Se oyó un gemido de protesta en el momento en que se encendía el fuego. Helga exclamó:

- ¡Oh, Charlie! ¡Es increíble!

Luego, Helga explicó inmediatamente, como si fuera un rasgo importante de su personalidad que su nueva amiga debiera saber:

- Ocurre que soy absolutamente negada para las cosas técnicas. Es típico en mí. Soy totalmente opuesta a las posesiones, y por esto nada tengo, por lo que difícilmente puedo saber cómo manejar las cosas. Anton, haz de intérprete, por favor. Tengo fe en Sein, nicht Haben.

La petición dirigida a Anton fue pronunciada como la orden dada por una institutriz dictatorial. El inglés de Helga era lo suficientemente bueno para que no necesitara la ayuda de Anton. Helga dijo a continuación:

- ¿Has leído a Erich Fromm, Charlie?

Con lúgubres acentos, mientras miraba a las dos mujeres, Anton dijo:

- Cuando Helga ha dicho posesiones quería decir propiedades o propiedad. Esta es la esencia de la filosofía moral de la señorita Helga. Tiene fe en la bondad fundamental, y también en la superioridad de la naturaleza sobre la ciencia.

Y Anton, como si quisiera interponer su persona entre las dos mujeres, añadió: -Es lo que ella y yo creemos.

Helga, echándose de nuevo la rubia melena hacia atrás, y mientras ya pensaba en otra cosa absolutamente diferente, repitió:

- ¿Has leído a Erich Fromm? Estoy totalmente enamorada de él.

Helga se puso en cuclillas ante el fuego y alargó las manos para calentárselas. Dijo:

- Cuando admiro a un filósofo, me enamoro de él. Esto también es típico en mí.

Tenía Helga una gracia superficial en sus movimientos, unida a cierta torpeza de quinceañera. Calzaba zapatos sin tacones, para no incrementar su considerable altura.

Charlie preguntó:

- ¿Dónde está Michel?

Desde su rincón, Mesterbein observó secamente:

- La señorita Helga no sabe dónde se encuentra Michel. La señorita Helga no es abogado, y ha venido aquí sólo por el placer del viaje y en busca de la justicia. La señorita Helga nada sabe de las actividades y del paradero de Michel. Siéntese, por favor, señorita Charlie.

Charlie siguió en pie, pero Mesterbein se sentó en una silla y colocó cruzadas sus blancas y limpias manos sobre sus muslos. Sin trinchera, Mesterbein lucía ahora un traje castaño, nuevo. Parecía un regalo de cumpleaños que le hubiera hecho su madre. Charlie dijo: -Me dijo que tenía noticias de él.

Un temblor se había apoderado de la voz de Charlie, quien sentía los labios rígidos. Helga, ahora tendida en el suelo, se volvió hacia Charlie. Helga oprimió con aire pensativo la uña de su dedo pulgar contra sus fuertes dientes frontales. Mesterbein preguntó a Charlie: -¿Cuándo vio por última vez a Michel? Charlie ya no sabía a cuál de los dos mirar. Repuso: -En Salzburgo. Desde el suelo, Helga observó: -Salzburgo no es una fecha. -Hace cinco o seis semanas. ¿Dónde está? Mesterbein preguntó:

- ¿Y cuándo tuvo noticias de él por última vez? -¡Quiero saber dónde está! ¿Qué le ha ocurrido? Se volvió hacia Helga, insistiendo: -¿Dónde está? Mesterbein preguntó:

- ¿Y nadie la visitó o la llamó? ¿Amigos? ¿La policía? Helga insinuó: -Quizá tu memoria no sea tan buena como dices, Charlie. Mesterbein dijo:

- Por favor, señorita Charlie, díganos con quien ha estado usted en contacto. Inmediatamente. Es absolutamente necesario. Estamos aquí para solucionar asuntos urgentes. Helga, mientras dirigía a Charlie una mirada límpida e interrogativa, dijo:

- En realidad, Charlie puede mentir con gran facilidad, siendo como es tan buena actriz. ¿Qué podemos creer de cuanto nos diga una mujer tan preparada para fingir?

Como si hiciera una nota mental para su actuación en el próximo futuro, Mesterbein se mostró de acuerdo con Helga:

- Debemos andar con mucho cuidado.

La doble y conjunta actuación de aquellos dos tenía cierto matiz de sadismo. Estaban hurgando en una herida que Charlie aún no sentía. Miró a Helga y luego a Mesterbein. A Charlie se le escaparon las palabras, no pudo evitarlo. En un susurro preguntó:

- ¿Ha muerto, verdad?

Helga pareció no haberla oído. Estaba totalmente absorta en la contemplación de Charlie. En tono lúgubre, Mesterbein dijo:

- ¡Oh, sí! Michel ha muerto. Como y es natural, lo siento. La señorita Helga también lo siente. Los dos lo sentimos mucho. Y a juzgar por las cartas que usted le escribió, le aseguramos que también usted lo sentirá, señorita Charlie.

Aquello, a Charlie, sólo una vez le había ocurrido en toda su vida. Fue en la escuela. Trescientas muchachas situadas junto a las paredes del gimnasio, la directora en medio, y todas esperando que la culpable confesara. Charlie había estado observando a las chicas a su alrededor, junto con las compañeras más listas, con el fin de identificar a la culpable. ¿Es ella? Apostaría a que ha sido ella. Charlie no se había sonrojado, tenía la expresión grave e inocente, y luego se demostró que verdaderamente nada había hurtado. Pero, de repente, las rodillas le fallaron, y cayó redonda al suelo, sintiéndose perfectamente de la cintura para arriba, pero paralizada de cintura para abajo. Y esto fue lo que ahora le ocurrió. No fue un acto fingido. Le ocurrió antes de que se diera cuenta de ello, incluso antes de que siquiera a medias se hubiera percatado de la enormidad de la información, y antes de que Helga pudiera cogerla. Se tambaleó y se estrelló contra el suelo, con un golpe sordo, de modo que la lámpara pendiente del techo dio un leve salto. Rápidamente, Helga se arrodilló al lado de Charlie, murmuró algo en alemán, y puso su confortante mano femenina sobre el hombro de Charlie, en ademán suave, sin afectación. Mesterbein no la tocó. Toda su atención se centraba en la manera en que Charlie lloraba.

Charlie tenía la cara de lado, apoyada por una mejilla en una de sus manos crispadas en forma de puño; por lo que sus lágrimas no descendían por su cara, sino que la cruzaban. Poco a poco, las lágrimas de Charlie parecieron alegrar a Mesterbein, quien en momento alguno había dejado de mirarla. Mesterbein efectuó un levísimo movimiento afirmativo con la cabeza, que bien hubiera podido parecer un movimiento de aprobación. Estuvo junto a las dos mujeres, mientras Helga llevaba a Charlie, en brazos, al sofá, en donde la dejó de nuevo yacente, con las manos en la cara, y contra los ásperos almohadones, llorando como solo los verdaderamente apenados y los niños pueden llorar. Agitación, ira, culpabilidad, remordimientos, terror… Charlie reconoció todas y cada una de estas emociones cual las fases de una interpretación controlada, pero profundamente sentida. Sí, yo lo sabía. No, yo no lo sabía. No me permitía a mí misma pensar. Tramposos, asesinos fascistas tram posos, hijos de mala madre que habéis asesinado a mi amante en el teatro de la realidad.

Charlie seguramente dijo algo de lo anterior en voz alta. En realidad, sabía que había sido así. Charlie había medido y seleccionado sus estranguladas frases, incluso mientras el dolor la desgarraba: «Fascistas hijos de mala madre, ¡cerdos, oh Dios!, Michel.»

Hubo una pausa y, después, Charlie oyó la inalterable voz de Mesterbein invitándole a proseguir, pero Charlie hizo caso omiso de él, y siguió balanceando la cabeza a uno y otro lado. Se ahogaba y padecía arcadas, las palabras se le pegaban a la garganta y se tropezaban con sus labios. Las lágrimas, el sufrimiento, los sollozos constantes no constituían problema alguno para Charlie, ya que estaba perfectamente acostumbrada a las fuentes de su dolor y de su indignación. Ninguna necesidad tenía de pensar en su padre, cuyo camino hacia la tumba había sido acortado por la vergüenza de la expulsión de Charlie de la escuela, ni de imaginarse a sí misma como a una trágica niña en la selva de la vida adulta, que era lo que solía hacer. Para que las lágrimas acudieran a sus ojos, le bastaba con recordar a aquel medio domesticado muchacho árabe que le había devuelto la capacidad de amar, que había dado a su vivir la orientación que ella siempre había ansiado, y que ahora estaba muerto.

En inglés, Mesterbein dijo a Helga:

- Dice que fueron los sionistas. ¿Por qué culpa a los sionistas, cuando en realidad fue un accidente? La policía nos ha asegurado que fue un accidente. ¿Por qué contradice a la policía? Es muy peligroso llevarle la contraria a la policía.

Pero Helga, o bien ya se había enterado de lo anterior, o bien no le interesaba. Helga, con su mano fuerte y práctica, meditativa la expresión, apartaba suavemente el pelo rojo de la cara de Charlie. Luego se sentó, para vigilar a Charlie, en espera de que ésta dejara de llorar y comenzara a dar explicaciones.

Helga hizo café en el hornillo eléctrico. Charlie se sentó en el sofá sosteniendo la taza con las dos manos, inclinada sobre ella como si inhalara el vapor, mientras las lágrimas seguían resbalando por sus mejillas. Helga había puesto un brazo sobre los hombros de Charlie, y Mesterbein estaba sentado frente a las dos, observándolas desde la penumbra de su propio mundo interior.

Mesterbein dijo:

- Murió en una explosión accidental, en la autopista de Salzburgo a Munich. Según la policía el coche iba cargado de explosivos. Unas cien libras. ¿Y por qué? ¿Por qué los explosivos han de estallar de repente, en el liso piso de una autopista?

Helga cogió un mechón de cabello de Charlie y lo colocó amorosamente detrás de la oreja de la muchacha. En voz baja, Helga dijo: -Tus cartas están a salvo.

Mesterbein dijo:

- El automóvil era un Mercedes, con matrícula de Munich, pero la policía dice que la matrícula es falsa. Y también la documentación. Falsificaciones. ¿Y por qué razón mi cliente conducía un automóvil con matricula falsa y cargado de explosivos? Mi cliente era un estudiante. No era un hombre dedicado a poner bombas. Se trata de una intriga. Estoy seguro.

Helga acarició con más cariño todavía a Charlie, para sonsacarle una contestación más fácilmente, y le preguntó:

- ¿Conoces este automóvil, Charlie?

Pero Charlie, en su imaginación, sólo podía ver a su amante despedazado, con sus miembros volando por los aires, por doscientas libras de explosivos rusos, escondidas en la tapicería, la techumbre y debajo de los asientos del automóvil; un infernal volcán que destruía el adorado cuerpo de su amante. Y lo único que podía oír era la voz de su otro mentor sin nombre, que le decía: «Desconfía de ellos, miénteles, niégalo todo, rechaza, rehusa.»

En tono acusador, Mesterbein dijo:

- Algo ha dicho la chica.

Helga, mientras secaba un nuevo torrente de lágrimas, utilizando al efecto el práctico pañuelo que había extraído del bolso, manifestó:

- Ha dicho «Michel».

Mesterbein dijo:

- También murió una muchacha. Dicen que iba cota él, en el automóvil.

Muy suavemente y tan cerca de ella que Charlie pudo sentir su aliento en la oreja, Helga

dijo:

- Una holandesa, una verdadera belleza. Rubia.

Alzando la voz, Mesterbein prosiguió:

- Al parecer murieron juntos.

En tono confidencial, Helga dijo:

- Tú no eras la única, Charlie. Tú no tenias el derecho al uso exclusivo de nuestro pequeño palestino.

Por primera vez desde que le habían dado la noticia, Charlie pronunció una frase coherente:

- Jamás se lo pedí.

Mesterbein explicó:

- La policía dice que la chica era una terrorista.

Helga añadió:

- Y dice que también Michel era un terrorista.

Mesterbein dijo:

- La policía dice que la holandesa puso varias bombas, en obediencia a las órdenes de Michel. La policía dice que la holandesa y Michel estaban planeando otra acción, y que en el automóvil encontraron un plano de Munich con el Centro de Comercio Israelita marcado de puño y letra de Michel.

Después de una pausa, Mesterbein añadió:

- En el río Tsar. Se trataba de una planta alta, o sea un objetivo difícil, en realidad. ¿Te habló Michel de esta acción, Charlie?

Temblorosa, Charlie tomó un sorbo de café, lo cual pareció complacer a Helga tanto como si Charlie hubiera dado una contestación explícita, ya que Helga dijo:

- ¡Mira! Por fin se está despertando, por fin. ¿Quieres más café, Charlie? ¿Hago un poco de café? ¿Quieres comer algo? Tenemos salchichas, huevos, queso, en realidad tenemos un poco de todo.

Charlie meneó negativamente la cabeza y dejó que Helga la acompañara al lavabo, en donde Charlie estuvo mucho tiempo, echándose agua a la cara, eructando, y, de vez en cuando, deseando saber el alemán suficiente para comprender la conversación en voces breves y secas, conversación violenta, que llegaba a sus oídos, al través de la delgadísima puerta.

Cuando Charlie regresó, encontró a Mesterbein, con la trinchera puesta, en pie junto a la puerta. Mesterbein dijo:

- Señorita Charlie, le advierto que la señorita Helga goza de la plena protección de la ley.

Y, acto seguido, Mesterbein abrió la puerta.

Por fin solas. Mujeres solamente.

Riendo, Helga anunció:

- Anton es un genio. Es nuestro ángel de la guarda. Odia la ley pero, como es natural, se enamora de lo que odia. ¿No estás de acuerdo? Charlie debieras siempre estar de acuerdo conmigo, ya que de lo contrario me siento muy desilusionada.

Helga se acercó más, y dijo, reanudando una conversación que, en realidad, ni siquiera había comenzado:

- El tema principal no es la violencia. Jamás. Si actuamos violentamente o si actuamos pacíficamente, ello carece de importancia. Para nosotros, lo más importante es actuar con lógica. Y no mantenernos inactivos mientras el mundo rueda por sí mismo, sino convertir la opinión en convicción, y la convicción en acción.

Helga hizo una pausa para apreciar el efecto que su argumentación había producido en su alumna. Las cabezas de las dos mujeres estaban muy cerca la una de la otra. Helga dijo:

- La acción es auto-realización, y también es un objetivo. ¿Si o no?

Helga hizo una pausa, durante la cual tampoco obtuvo contestación. Dijo:

- ¿Quieres saber otra cosa que te dejará totalmente sorprendida? Mantengo excelentes relaciones con mis padres. Pero éste no es tu caso. Se nota en tus cartas. Anton también. Como es natural, mi madre es la más inteligente de los dos, pero mi padre…

Helga volvió a interrumpirse, pero en esta ocasión el silencio de Charlie la irritó, lo mismo que el renovado ataque de llanto de la muchacha. Helga dijo:

- Charlie, basta ya ¿lo oyes? ¡Basta! A fin de cuentas, no somos viejas. Tú le amabas, y nos parece lógico, pero está muerto.

La voz de Helga se había endurecido de manera sorprendente. Siguió:

- Está muerto, pero no somos individualistas entregados a nuestras experiencias íntimas, sino que somos luchadores y trabajadores. ¡Deja ya de llorar!

Cogiendo el codo de Charlie, Helga la puso enérgicamente en pie, y la obligó a atravesar lentamente la estancia. Le dijo:


- Escúchame. Ahora. En cierta ocasión tuve un novio muy rico. Se llamaba Kurtz. Era muy fascista y totalmente primitivo. Yo le utilizaba por motivos puramente sexuales, tal coma también utilizo a Anton, pero, al mismo tiempo, también intentaba educarle. Un día el embajador de Alemania en Bolivia, el conde no sé cuántos, fue ejecutado por los luchadores en pro de la libertad. ¿No recuerdas esta acción? Kurtz, que ni siquiera conocía al embajador en cuestión, se enfureció: «¡Cerdos! ¡Terroristas! ¡Es una vergüenza!» Y yo le dije: «Kurtz -sí, porque se Llamaba Kurtz-, ¿por qué te indignas? Todos los días hay gente que se muere de hambre en Bolivia. ¿Por qué has de llorar la muerte de un conde?» ¿Estás de acuerdo con esta argumentación, Charlie? ¿Si?

Charlie encogió laciamente los hombros. Y Helga, después de haber sentado la anterior base, pasó a una argumentación más concluyente:

- Y, ahora, voy a hacer un razonamiento más duro. Michel es un mártir, pero los muertos no pueden luchar y, además, hay muchos mártires. Ha muerto un soldado, pero la revolución continúa. ¿Si?

Charlie musitó:

- Sí.

Habían llegado de nuevo al sofá. Cogiendo su práctico bolso, Helga extrajo de él una plana media botella de whisky, en la que Charlie vio la etiqueta de «libre de impuestos». Helga desenroscó el tapón y entregó la botella a Charlie. Helga dijo:

- Por Michel. Brindemos por Michel. Por Michel. Anda, dilo. Charlie tomó un breve sorbo, puso mal gesto, y Helga recuperó la botella, diciendo:

- Siéntate, Charlie. Si, quiero que te sientes inmediatamente. Con atonía, Charlie se sentó en el sofá. Una vez más, Helga quedó cernida sobre Charlie. Dijo:

- Escucha lo que te voy a decir y contéstame. ¿De acuerdo? Yo no he venido aquí para divertirme. ¿Comprendes? Y tampoco he venido para conversar. Me gusta conversar, pero no ahora. Di «sí».

Con fatigados acentos, Charlie dijo:

- Sí.

- Tú atraías a Michel. Esto es un hecho científico. En realidad, Michel incluso estaba enamorado de ti. En la mesa de su apartamento había una carta inacabada dirigida a ti, rebosante de fantásticas frases sobre la sexualidad y el amor. Todas destinadas a ti. Y también hablaba de política.

Despacio, como si el sentido de estas palabras sólo muy despacio hubiera llegado a su comprensión, la hinchada cara y deformada cara de Charlie adquirió expresión de ansiedad. Charlie dijo:

- ¿Dónde está esta carta? ¡Dámela!

- Está siendo estudiada. En esta clase de operaciones es preciso estudiarlo y valorarlo todo. Sí, todo debe ser objetivamente estudiado.

Charlie fijó la vista en sus propios pies y dijo:

- ¡Es mía! ¡Dámela!

- Es propiedad de la revolución, probablemente te la entregaran más adelante. Ya veremos.

Sin demasiados miramientos, Helga empujó a Charlie para que volviera a quedar en el sofá. Dijo:

- Este automóvil, el Mercedes, que ahora se ha convertido en un montón de chatarra. ¿Lo llevaste tu a Alemania? ¿Por cuenta de Michel? ¿Fue una misión? Contéstame.

Charlie musitó:

- A Austria.

- ¿Desde dónde?

- Cruzando Yugoslavia.

- Charlie, creo sinceramente que eres muy imprecisa en tus ex-presiones. Te he preguntado: ¿Desde dónde?

- Tesalónica.

- Y, naturalmente, Michel te acompañó en este viaje. Creo que éste era un comportamiento normal en él.

- ¿Cómo que no? ¿Condujiste sola? ¿En un trayecto tan largo? ¡Es ridículo! Michel jamás te hubiera dado una carga tan pesada. No creo ni media palabra de lo que dices. No haces más que mentir.

Volviendo a la apatía, Charlie repuso:

- Bueno, ¿y qué?

Pues para Helga no era «¿y qué?» Se puso furiosa. Dijo:

- ¡Claro, a ti nada te importa! Si eres una espía, ¿qué va a importarte? Veo con claridad lo que ocurrió: No hace falta que te haga más preguntas, ya que serían puros y simples formalismos. Michel le reclutó, te convirtió en su amor secreto, y tú, tan pronto pudiste, te fuiste con el cuento a la policía, con el fin de protegerte a ti misma, y de ganar una fortunita. Eres una espía de la policía. Comunicaré esto a ciertas personas muy eficaces con las que tenemos tratos, y estas personas darán buena cuenta de ti, incluso si tienen que esperar veinte años. ¡Ejecutada!

Charlie dijo:

- Formidable. Me parece estupendo.

Charlie apagó su cigarrillo y dijo:

- Hazlo, Helga Es exactamente lo que me hace falta. Mándamelos, por favor. Habitación dieciséis, en esa casa de huéspedes en que me alojo.

Helga se había acercado a la ventana y había apartado la cortina con la intención, al parecer, de indicar a Mesterbein que regresara. Mirando mas allá del cuerpo de Helga, Charlie vio el pequeño coche de alquiler de Mesterbein, con la luz interior encendida, y la silueta, con la cabeza cubierta, de Mesterbein, sentado impasible en el asiento del conductor, Helga golpeó la ventana, y dijo:

- Anton, Anton, ven aquí inmediatamente. ¡Tenemos cogida a una espía!

Pero la voz de Helga fue lo bastante baja para que Mesterbein no la oyera, que era, precisamente, lo que Helga quería. Después de volver a dejar la cortina cerrada, Helga se volvió hacia Charlie y, enfrentándose con ella, le preguntó:

- ¿Y por qué Michel no nos habló de ti? ¿Por qué no compartió tus servicios con nosotros? Y resulta que tú fuiste su secreto durante meses… ¡Es ridículo!

- Me amaba.

- ¡Uf…! Se servía de ti. Conservas sus cartas todavía, ¿verdad?

- Me ordenó que las destruyera.

- Pero no lo hiciste. Claro que no lo hiciste. ¿Cómo ibas a ser capaz de destruirlas? Eres una sentimental idiota, lo cual se puede ver a la primera ojeada, en las cartas que tú le escribiste. Le explotaste, le obligaste a gastar dinero en ti, le obligaste a comprarte ropas, joyas, a pagarte hoteles caros, y tú le vendiste a la policía. ¡Estaba clarísimo!

Como sea que el bolso de Charlie estaba al alcance de la mano de Helga, ésta lo cogió, y, en ademán impulsivo, vació su contenido sobre la mesa. Pero las pistas que habían sido puestas adrede en el bolso -el diario, el bolígrafo de Nottingham, las cerillas de Diógenes en Atenas- eran para Helga, en aquellos instantes, demasiado sutiles, ya que buscaba pruebas de la traición de Charlie, y no indicios de sus afectos.

- ¡La radio!

Se trataba de la pequeña radio japonesa, con su pito de alarma, el «chivato» que Charlie utilizaba para sus ensayos. Helga dijo:

- ¿Qué es? Un instrumento de espionaje. ¿De dónde procede? ¿Por qué razón una mujer como tú lleva una radio así en el bolso?

Dejando que Helga se ocupase de responder a sus propias preguntas, Charlie apartó la vista, fijándola en la estufa, sin verla. Helga toqueteó los mandos de la radio y encontró una sintonía con música. Irritada, echó la radio a un lado.

- En la última carta de Michel dirigida a ti, la carta que no echó al correo, dice que tú besaste su pistola. ¿Qué quiere decir con esto?

- Quiere decir que besé su pistola.

Charlie corrigió su contestación, diciendo:

- Quiere decir que besé la pistola de su hermano.

La voz de Helga se elevó de tono bruscamente:

- ¿Su hermano? ¿Qué hermano?

- Michel tenía un hermano mayor. Era su héroe. Un gran luchador. Y este hermano le dio la pistola, y Michel me hizo besar esta pistola a modo de juramento.

Helga la miraba con expresión de incredulidad. Preguntó:

- ¿Michel te dijo esto?

- Pues no, resulta que lo leí en los periódicos, claro.

- ¿Y cuándo te lo dijo?

- En la cumbre de una montaña, en Grecia.

Casi chillando, Helga preguntó:

- ¿Y qué más te dijo su hermano? ¡Contesta, rápido!

- Michel adoraba a su hermano. Ya te lo he dicho.

- Hechos, quiero hechos. Hechos y sólo hechos. ¿Qué más te dijo acerca de su hermano?

La voz secreta de Charlie le decía que ya había hablado demasiado. Contestó:

- El hermano de Michel es un secreto militar.

Y, acto seguido, Charlie cogió otro cigarrillo.

Helga dijo:

- ¿Te dijo donde se encuentra? ¿Te dijo qué es lo que está haciendo? ¡Charlie, te ordeno que me lo digas!

Helga se acercó más a Charlie, y dijo:

- La policía, los servicios de información, el mundo entero, incluso quizá los sionistas te están buscando. Nosotros tenemos excelentes relaciones con ciertos elementos de la policía alemana. La policía alemana ya sabe que no fue la chica holandesa quien condujo el automóvil a través de Yugoslavia. Cuenta con descripciones. Tiene mucha información para poder acusarte. Y si nosotros queremos, podemos ayudarte. Pero no podremos hacerlo hasta que nos hayas dicho todo lo que Michel te contó acerca de su hermano.

Helga se inclinó hasta que sus grandes y pálidos ojos quedaron a una distancia inferior a la anchura de la mano, con respecto a la cara de Charlie. Helga dijo:

- Michel no tenía derecho alguno a hablar contigo. Y tú no tienes derecho a esta información. Debes dármela.

Charlie meditó la petición de Helga, y, luego de reflexionar debidamente, se la denegó. Charlie dijo:

- No.

Charlie estuvo a punto de proseguir, diciendo: Le prometí nada decir, y basta, además no confío en ti, y quiero que te apartes, que me dejes en paz, pero tan pronto Charlie oyó su propio «no» decidió que lo mejor era no decir más.

Joseph le había dicho: «Tu tarea consiste en convertirte en necesaria para ellos; piensa que se trata de algo parecido a que un hombre te corteje; darán mayor importancia a aquello que quieren si piensan que no lo pueden conseguir.»

Helga había adoptado, ahora, una actitud helada. La comedia había terminado. Helga habíase situado en un punto de total lejanía y falta de conexión, lo cual Charlie comprendía muy bien, de manera instintiva, porque era algo que ella también sabía hacer. -Muy bien. Resulta que te llevaste el automóvil a Austria. ¿Y luego qué? -Lo dejé donde me dijo. Nos reunimos y fuimos a Salzburgo. -¿De qué manera? -Avión y automóvil. -¿Y en Salzburgo, qué?

- Fuimos a un hotel.

- ¿El nombre del hotel, por favor?

- No lo recuerdo. Ni me fijé.

- En este caso, describe el hotel.

- Era grande, antiguo, cerca de un río. Y era bonito.

- Y os dedicásteis al sexo. Era muy viril, y tuvo muchos orgasmos, como de costumbre.

- Fuimos a pasear.

- Y después del paseo, os entregásteis a la sexualidad. Por favor, no seas tontaina.

Una vez más, Charlie hizo esperar a Helga, a quien por fin dijo:

- Esta era nuestra intención, pero inmediatamente después de cenar me quedé dormida. El viaje me había dejado agotada. Intentó despertarme un par de veces, pero, luego renunció. En la mañana siguiente, ya estaba vestido cuando yo desperté.

- ¿Y entonces fuiste a Munich con él?

- No.

- ¿Qué hiciste, pues?

- Por la tarde cogí el avión de Londres.

- ¿Qué automóvil llevaba Michel?

- Un coche de alquiler.

- ¿Qué marca?

Era un BMW, pero Charlie fingió no acordarse. Helga le preguntó.

- ¿Y por qué no fuiste con él a Munich?

- El no quería que cruzáramos juntos la frontera. Dijo que tenía que hacer un trabajo.

- ¿Esto te dijo? ¿Que tenía que trabajar? ¡Qué tontería! No me extraña que fueras capaz de traicionarle.

- Dijo que tenía que coger el Mercedes y llevarlo a un sitio, siguiendo instrucciones de su hermano.

Esta vez, Helga no dio muestras de pasmo, ni siquiera de indignación, ante la magnitud de la indiscreción de Michel. Helga pensaba en actuar, sí, ya que tenía fe en la actuación. Anduvo hasta la puerta, la abrió de par en par, y, mediante ademanes, ordenó enérgicamente a Mesterbein que regresara. Dio media vuelta sobre sí misma, se puso en jarras y fijó la vista en Charlie. Los grandes y pálidos ojos de Helga eran un peligroso y alarmante vacío. Helga observó:

- De repente te has convertido en Roma, querida. Todos los caminos conducen a ti. Es una actitud terriblemente perversa. Eras la amante secreta de Michel, condujiste su automóvil, pasaste la última noche de su vida con él. ¿Sabías lo que iba dentro del automóvil que tu condujiste?

- Explosivos.

- Tonterías. ¿Qué clase de explosivos?

- Plástico ruso, doscientas libras.

- Esto te lo dijo la policía. Es la mentira que la policía dice ahora. La policía siempre miente.

- Me lo dijo Michel.

Helga soltó una falsa y airada carcajada:

- ¡Oh Charlie! Ahora no creo ni media palabra de cuanto has dicho. Mientes en todo momento.

A pasos silenciosos, Mesterbein había llegado junto a Helga quien dijo:

- Anton, ahora todo está claro. Nuestra joven viuda es una embustera de cabo a rabo. Tengo la seguridad de ello. Nada haremos para ayudarla. Nos vamos ahora mismo.

Mesterbein miró a Charlie, Helga miró a Charlie. Ninguno de los dos causaba la impresión de tener la certeza tan enérgicamente expresada por Helga. Aunque esto no importaba a

Charlie. Charlie estaba sentada como una lacia muñeca de trapo, una vez más indiferente a todo salvo a su propio dolor.

Helga se volvió a sentar a su lado, y puso un brazo sobre los indiferentes hombros de Charlie, a quien dijo:

- ¿Cómo se llamaba el hermano? Anda, dilo.

Helga dio un leve beso a Charlie en el pómulo, y añadió:

- Quizá podamos ser amigos tuyos, a fin de cuentas. Tenemos que andar con tiento, tenemos que alardear un poco de lo que tenemos. Es natural. Bueno, primero dime el nombre de Michel.

- Salim, pero juré no utilizarlo jamás.

- ¿Y el nombre del hermano?

Charlie musitó:

- El Jalil.

Charlie se echó a llorar de nuevo, y murmuró:

- Michel le adoraba.

- ¿Y su nombre profesional?

Charlie no comprendió el significado de la pregunta, pero le daba igual. Contestó:

- Era un secreto militar.

Decidió conducir hasta caerse muerta de cansancio, algo así como otra travesía de Yugoslavia. Abandonaré la compañía teatral, iré a Nottingham y me mataré en aquella misma cama del motel.

Volvía a encontrarse en aquel paraje desértico, sola y rozando los ciento treinta por hora, cuando poco faltó para que se saliera de la carretera. Detuvo el automóvil y apartó bruscamente las manos del volante. Los músculos del cogote se le estremecían como alambres al rojo, y se sentía mareada.

Estaba sentada en el linde de la carretera, con la cabeza adelantada, entre sus rodillas. Un par de caballos salvajes se acercó y la observaron. La hierba era larga y estaba mojada por el rocío del alba. Charlie alargó las manos, se las humedeció en la hierba y se las pasó por la cara. Una motocicleta pasó despacio ante ella, y vio que el muchacho que la montaba la miraba dubitativo, como si pensara en la conveniencia de detenerse y prestarle ayuda. Por entre los dedos, le vio desaparecer. ¿Es uno de los nuestros, es uno de los otros? Regresó al automóvil y anotó la matrícula. Por una vez en la vida no confió en su memoria. Las orquídeas de Michel reposaban en el asiento contiguo. Sí, ya que Charlie las había reclamado al irse. Helga se resistió diciendo:

- ¡Charlie, no seas ridícula! Eres excesivamente sentimental. «Pues jódete, Helga. Las orquídeas son mías.»

Se encontraba en una altiplanicie sin árboles, de color rosado y castaño. La luz del sol naciente incidía en su espejo retrovisor. La radio difundía un programa en francés. Parecía tratarse de un programa de preguntas y respuestas acerca de problemas de muchachas jóvenes, pero Charlie no podía comprender lo que se decía.

Pasó junto a un dormido remolque azul, aparcado en un campo. Un Land Rover vacío estaba al lado del remolque, y al lado del Land Rover colgaba ropa de bebé colgada de un alambre destinado a estos menesteres, pero en forma de antena telescópica. ¿Dónde había visto Charlie un alambre de aquel tipo? En ningún sitio. Jamás.

Se tumbó en su cama de la casa de huéspedes, observando como la luz del día iba iluminando el techo, escuchando el zureo de las palomas en el alféizar de la ventana. Joseph le había advertido: «Lo más peligroso es bajar de la montaña.» Charlie oyó un furtivo paso en el corredor. Son ellos. ¿Pero cuáles de ellos? Siempre la misma interrogante. ¿Rojo? No, señor agente, en mi vida he conducido un Mercedes rojo, así es que haga el favor de salir de mi dormitorio. Una gota de sudor frío se deslizó por su desnudo estómago. Mentalmente, Charlie siguió el trayecto de la gota de sudor hasta el ombligo, y, luego, deslizándose hacia la sábana.

Un gemido del suelo de madera, un reprimido bufido de esfuerzo. Está mirando por el ojo de la cerradura. Una punta de papel que pasaba por debajo de la puerta. Y el papel se balanceaba a uno y otro lado. Y crecía. Humphrey, el muchacho gordo le estaba entregando el Daily Telegraph.

Se había bañado y se había vestido. Condujo despacio, por calles de segundo orden, deteniéndose ante un par de tiendas que halló en su camino, tal como él le había enseñado. Se había vestido descuidadamente, o, por lo menos, llevaba el cabello desaliñado. Nadie que se fijara en su aire atontado y en su aspecto desaliñado hubiera podido dudar que la muchacha se sentía desgraciada. La carretera se oscureció, olmos enfermos se cernían sobre ella, y entre ellos se encontraba, agazapada, una iglesia típica de Cornualles. Detuvo el automóvil y empujó la puerta de hierro en la verja. Las tumbas eran muy viejas. Pocas de ellas tenían inscripciones. Había una algo apartada de las demás. ¿Sería la tumba de un suicida? ¿De un asesino? Estaba equivocada: era la tumba de un revolucionario. Arrodillándose, Charlie dejó las orquídeas en aquel extremo de la tumba en que, a su juicio, reposaba la cabeza. Un impulso de luto, pensó Charlie, mientras penetraba en el aire estancado y frío como el hielo de la iglesia. Si, aquello era algo que Charlie hubiera hecho, habida cuenta de las circunstancias, en el teatro de la realidad.

Pasó otra hora haciendo lo mismo, vagando al azar, deteniendo el automóvil sin que tuviera razón alguna para ello, como no fuera la de apoyarse en una valla y contemplar el paisaje. 0 apoyarse en una valla y no mirar nada. Hasta pasadas las doce, Charlie no tuvo la certeza de que la motocicleta había dejado de seguirla. Pero, incluso entonces, Charlie efectuó varias incongruentes desviaciones, y penetró en dos iglesias más, antes de tomar la carretera principal que llevaba a Falmouth.

El hotel tenía aspecto de rancho y se encontraba en el estuario de Helford, tenía una piscina interior y una sauna, así como un campo de golf con nueve hoyos, y sus clientes presentaban aspecto de hoteleros. Había estado en los otros hoteles, pero no en éste, hasta ahora. El había firmado en el libro registro en concepto de editor alemán, y había traído consigo un montón de libros ilegibles, para demostrar su aserto. El había dado generosas propinas a las señoras de la centralita telefónica, diciéndoles que tenía negocios con personas de todas las partes del mundo, que no respetaban el descanso del prójimo. Los camareros y mozos le consideraban un cliente generoso, pero que vivía con un horario altamente insociable. Había vivido de esta manera utilizando diversos nombres y diversos pretextos, en el curso de las últimas dos semanas, mientras seguía los pasos de Charlie, en solitario safari, a lo largo y ancho de la península. Había yacido en camas y contemplado techos, igual que Charlie. Habló por teléfono con Kurtz, y se mantuvo al tanto de las operaciones de Litvak, segundo a segundo. Alguna que otra vez había hablado con Charlie, había comido con ella alguna que otra vez, y le había enseñado más trucos referentes a escrituras secretas y a comunicaciones por otros medios. Había sido tan prisionero de Charlie como ésta lo había sido de él.

Abrió la puerta y Charlie entró sin mirarle, manteniendo en la cara un ceño de abstracta preocupación. Charlie no sabía cuáles eran sus sentimientos. Asesino. Bruto. Embustero. Pero Charlie no estaba de humor para interpretar las escenas de rigor en este caso. Charlie ya había interpretado todas las escenas, y su dolor la había dejado agotada. Charlie esperó que la abrazara, pero él se mantuvo quieto en su sitio, en pie. Charlie jamás le había visto con tan grave aspecto, con una actitud tan retraída. Profundas sombras de preocupación le rodeaban los ojos. Iba con camisa blanca remangada hasta los codos, y era una camisa de algodón, no de seda. Charlie examinó la camisa, consciente, a fin de cuentas, de cuáles eran sus propios sentimientos. No llevaba gemelos. No llevaba medallón colgado del cuello. No calzaba zapatos Gucci.

Charlie dijo:

- Al fin solos.

No comprendió el significado de las palabras de Charlie, quien insistió:

- Puedes olvidarte fácilmente del blazer rojo, ¿no es cierto? Tú eres tú y nadie más que tú. Has dado muerte a tu propio protector. Ya no hay nadie detrás de quien esconderse.

Charlie abrió el bolso y le entregó la pequeña radio. El cogió de encima de la mesa el modelo que originariamente era el de Charlie, y lo metió en el bolso de ésta. Riendo, y mientras cerraba el bolso, él dijo:

- Sí, ciertamente. Diría que a partir de ahora nuestras relaciones son remotas.

Charlie dijo:

- ¿Qué tal me he portado?

Se sentó y añadió:

- Pensaba que mi actuación era lo mejor que se había visto desde los tiempos de la Bernhardt.

- Mejor. En opinión de Marty ha sido lo mejor desde los tiempos en que Moisés bajó de la montaña. Incluso mejor que cuando subió a la montaña. Si quisieras, ahora podrías retirarte con honor. Están más que suficientemente en deuda contigo. Si, mucho más que suficientemente.

«Ellos», pensó Charlie. «Jamás nosotros.» Dijo:

- ¿Y en opinión de Joseph?

- Esa gente es gente importante, Charlie. Importante gente menuda del centro. Lo auténtico.

- ¿Los he engañado?

Se sentó al lado de Charlie. Para estar cerca de ella, pero sin tocarla, y dijo:

- Como sea que todavía estás viva, debemos suponer que les has engañado, por el momento.

Charlie dijo:

- Comencemos.

Y, acto seguido, alargando la mano, Charlie puso en marcha el magnetófono. Sin más preámbulos pasaron a la ceremonia de dar el parte de la ejecución de las órdenes recibidas, como un viejo matrimonio, que era precisamente aquello en que se habían con-vertido. Si., por cuanto, si bien era cierto que la camioneta de comunicaciones de Litvak había recogido todas las palabras de la conversación de anoche, tampoco cabía negar que el oro puro de las percepciones de Charlie aún tenía que ser extraído y cribado.


Загрузка...