16


Durante dos o tres interminables semanas, mientras Londres pasaba del verano al otoño, Charlie vivió en un estado de semi-realidad, durante el que pasaba de la incredulidad a la impaciencia, desde los excitados preparativos al terror espasmódico. Tarde o temprano vendrán a buscarte, éstas eran las palabras que él no dejaba de decirle. Deben hacerlo. Y él se dedicó a preparar la mente de Charlie, en consonancia con sus predicciones.

Pero ¿por qué han de venir? Charlie no lo sabía y él no se lo decía sino que utilizaba su lejanía a modo de protección. ¿Convertirían Mike y Marty a Michel en su hombre, de la misma manera que la habían convertido a ella en su chica? Había días en que Charlie imaginaba que llegaría el momento en que Michel se pondría a la altura de la historia que para él habían imaginado, y que aparecería ante ella, para reclamar sus derechos de enamorado. Y Joseph estimulaba suavemente la esquizofrenia de Charlie, guiándola de día en día más y más cerca de su ausente sustituto o al ausente a quien sustituía. Michel, mi querido Michel, ven a mi lado. Ama a Joseph pero sueña con Michel. Al principio, Charlie apenas osaba mirarse al espejo, debido a que estaba convencida de que se le notaba su secreto. La información que Charlie llevaba oculta detrás de la cara tiraba de su piel, dejándola tensa. La voz y los movimientos de Charlie habían adquirido cierto lento aire sub-acuático que la situaba a millas de distancia del resto de la humanidad: soy un espectáculo interpretado por una sola chica durante las veinticuatro horas del día; por una parte está el mundo entero, y, por otra parte, estoy yo.

Luego, poco a poco, a medida que el tiempo pasaba lentamente, el temor de Charlie a quedar descubierta dio paso a una afectuosa falta de respeto hacia todos los inocentes que tenía a su alrededor y que eran incapaces de ver lo que todos los días se les ponía debajo de las mismísimas narices. Charlie pensaba: se encuentran en el lugar en que antes me encontraba yo. Son lo que yo era, antes de que pasara al otro lado del espejo.

Con respecto a Joseph, Charlie empleaba la técnica que había perfeccionado durante su viaje al través de Yugoslavia. Joseph era el ser familiar al que Charlie vinculaba todos sus actos y decisiones; era el amante para quien contaba chistes y para el que se maquillaba. Joseph era su áncora, su mejor amigo y su mejor objeto. Joseph era la presencia que aparecía en los más raros lugares, dotada de una absolutamente imposible previsión de los movimientos de Charlie, ya en la parada del autobús, ya en una biblioteca, ya en una lavandería sentada bajo las luces de neón entre tristes madres, contemplando como las camisas de Joseph daban vueltas dentro de la lavadora. Pero Charlie jamás reconocía la existencia de Joseph. Joseph estaba totalmente fuera de la vida de Charlie, fuera del tiempo y fuera del contacto físico. Con los excepcionales momentos de sus furtivas misiones, que eran los momentos que sostenían a Charlie. Excepto Michel, el sustituto de Joseph, o el sustituido por éste.

Para ensayar Como gustéis, la compañía había arrendado un viejo barracón de instrucción militar del Ejército Territorial, cercano a la estación Victoria, y allá iba Charlie todas las mañanas. Y todas las tardes se lavaba el cabello para quitarle el rancio olor de la cerveza militar.

Charlie permitió que Quilley la invitara a almorzar en el «Bianchi», y tuvo la impresión de que aquel hombre se comportaba de manera rara. Parecía que Ned intentara precaverla de algo, pero cuando Charlie le preguntó directamente de qué quería precaverla, Ned se cerró de banda, y dijo que la política es un asunto personal de cada individuo, y que precisamente fue esta convicción lo que le indujo a luchar en la guerra, con los Chaquetas Verdes. Pero Ned se emborrachó de una forma terrible. Después de haber ayudado a Ned a firmar la factura, Charlie se unió a la multitud que circulaba por la calle, y tuvo la sensación de caminar un poco rezagada con respecto a sí misma, de seguir su propia forma huidiza, forma que se escapaba de sí misma, penetrando entre las densas y móviles multitudes. Estoy separada de la vida. Jamás encontraré el camino de regreso. Pero incluso mientras pensaba lo anterior, Charlie sentía el roce de una mano en su hombro, cuando Joseph caminaba unos instantes a su lado, antes de apartarse para meterse en «Marks and Sparks». El efecto de estas presencias pronto adquirió un carácter extraordinario en la vida de Charlie. La mantenían en constante estado de vigilancia, y si Charlie se contestaba a sí misma honradamente, en un estado de deseo, también. Un día sin él nada era. Y bastaba con que Charlie le vislumbrara para que su corazón y su cuerpo se estremecieran cual si tuviera dieciséis años.

Charlie leyó los respetables suplementos dominicales de los periódicos y estudió las pasmosas revelaciones de la señora Sackville West -o acaso de la señora Sitwell-, y se maravilló ante la frívola estupidez de la egoísta tontería de la mentalidad de los ingleses rectores del país. Charlie contempló el Londres que había olvidado, y encontró en todas partes el apoyo a su postura radical, en cuanto a mujer comprometida con su destino, su destino unido a la senda de la violencia. La sociedad, tal como ella la conocía, no era más que una planta muerta. Su misión consistía en limpiarla, y en utilizar la tierra para conseguir algo mejor. Los desesperanzados rostros de los tenderos, moviéndose como esposados esclavos a lo largo y ancho de los supermercados iluminados con neones le revelaban todo lo anterior, al igual que lo hacían los viejos de desesperada mirada y los policías de desesperada mirada. Y la misma actitud era la de los desocupados y heroicos negros que contemplaban el paso de los Rolls-Royce, y los relucientes bancos con su aire de secular culto, y sus gerentes con el comportamiento de rigurosos moralistas. Las empresas de construcción engañando a los ilusos para que cayesen en sus engaños, los establecimientos de bebidas, los establecimientos de apuestas, el vómito… Con muy poco esfuerzo por parte de Charlie, la escena de Londres, en su totalidad, no era más que un cubo de basura repleto de esperanzas frustradas y de almas defraudadas. Gracias a la inspiración de Michel, Charlie pudo construir los puentes mentales entre la explotación capitalista y el Tercer Mundo, situado ahí, en el umbral de Camden Town.

Vivida tan a lo vivo, la vida le daba una sensación de hombres libres. Al dar un paseo matutino, en domingo a lo largo de la senda paralela al Regent Canal -lo cual, en realidad era uno de sus pocos concertados encuentros con Joseph- Charlie oyó el sonido de un instrumento musical de profundo tono gutural, que entonaba una canción espiritual negra. El canal se abría al frente, y Charlie vio en el centro del embarcadero con abandonados tinglados alrededor, a un viejo negro que parecía recién sacado de la Cabaña del tío Tom, sentado en una barquita anclada y tocando el violoncelo para la suma delicia de un grupo de chiquillos. Era una escena digna de Fellini. Era cursi, era un espejismo, era una inspirada visión surgida del subconsciente.

Fuera lo que fuese, era una inspirada visión que, durante varios días, se transformó en un término de referencia de cuanto Charlie vio a su alrededor, algo tan íntimo que ni siquiera a Joseph podía confiarlo, por temor a que él se riera de ella, o, peor todavía, que le diera una explicación racional de ello.

El caso es que Charlie se acostó varias veces con Al, debido a que no quería que surgieran crisis con él, y debido también a que después de su larga abstinencia con Joseph, el cuerpo de Charlie necesitaba a Al. Y, además, Michel le había ordenado que lo hiciera. Charlie no había permitido a Al que la volviera a visitar en su casa, debido a que Al volvía a estar sin hogar, y Charlie temía que Al intentara quedarse, lo cual era precisamente lo que había hecho antes, hasta que llegó el momento en que Charlie arrojó sus ropas y sus aparejos para afeitarse a la calle. De todas maneras el piso de Charlie albergaba nuevos secretos que nada en la tierra, ni bajo el poderío de Dios, sería capaz de revelar, y compartir con él. La cama de Charlie era la cama compartida con Michel, la pistola de Michel había reposado bajo la almohada, y no había nada, ni Al ni nadie, que pudiera obligarla a profanar aquello. Por otra parte, Charlie estaba ya cansada de Al, debido a que Joseph la había advertido que la película de Al se había ido al garete, y Charlie sabía, desde mucho tiempo atrás, lo muy bestia que Al podía ser cuando se sentía herido en su orgullo.

El primer encuentro tuvo lugar en el pub habitual de él, en donde Charlie encontró al gran filósofo, arropado por dos femeninas discípulas. Mientras caminaba al encuentro del hombre en cuestión, Charlie pensó: oleré a Michel, porque Michel está en mis ropas, en mi piel, en mi sonrisa. Pero Al estaba muy ocupado en demostrar lo muy poco que le importaba oler cualquier cosa. Con el pie, Al apartó una silla para que Charlie se sentara, y Charlie mientras se sentaba, pensó: Que Dios me asista, apenas hace un mes, este enano era mi asesor sumo, y era quien conseguía que el mundo funcionara, que el mundo hiciera tic-tac. Cuando el pub se cerró y todos fueron al piso de un amigo, y los dos se aposentaron en el cuarto libre, el cuarto de invitados, Charlie quedó aterrada al pensar que era Michel quien se encontraba dentro de ella, y que era la cara de Michel la que estaba mirando su cara, y que era el cuerpo oliváceo de Michel el que estaba junto al suyo, en la penumbra… Michel, su joven asesino, que la llevaba al borde del abismo. Pero detrás de Michel había todavía otra figura, la figura de Joseph, que al fin era poseído por ella. La sexualidad contenida de Joseph, al final estallaba, quedando liberada, y el cuerpo con cicatrices de Joseph, lo mismo que su mentalidad igualmente herida, era poseída por Charlie.

Además de los suplementos dominicales de los periódicos, Charlie leía esporádicamente diarios capitalistas y escuchaba programas de radio orientados hacia el consumismo, pero nada supo acerca de una muchacha inglesa, pelirroja, buscada en relación con el paso de contrabando a Austria de cierta cantidad de explosivos rusos. No, esto jamás había ocurrido. Lo hicieron otras dos chicas, sí, esta es una de mis fantasías. En muchos otros aspectos del estado del ancho mundo había dejado de interesar a Charlie. Leyó la noticia del estallido de una bomba puesta por palestinos en Aachen, o Aix-la-Chapelle, y de un bombardeo de represalia llevado a cabo por los israelitas en un campamento del Líbano, del que resultó un alto número de civiles muertos. Leyó que en Israel se había levantado una furia creciente de día en día, y se sintió debidamente estremecida al leer una entrevista con un general israelí que prometía solucionar de raíz el problema palestino. Pero Charlie después de su cursillo intensivo en actividades secretas había perdido su fe en la descripción oficial de hechos y acontecimientos, y jamás recobraría tal fe. Las únicas informaciones que leía con fe eran las referentes a una osa panda del zoo de Londres que se negaba a ser cubierta por el correspondiente oso, a pesar de que las feministas insistían en que el fracaso se debía al macho. El parque zoológico era también uno de los lugares de Joseph. Se encontraban en un banco del parque, aunque sólo fuera para estar con las manos juntas, antes de separarse e ir cada cual a sus asuntos.

Joseph decía: pronto. Pronto.

Flotante, interpretando constantemente un papel ante un público invisible, vigilando todas sus palabras y todos sus gestos para no cometer una indiscreción momentánea, Charlie se vio obligada a confiar en gran manera en la observación de rígidas costumbres. En los fines de semana iba a su club infantil, en Peckham, y allí, en un gran patio con arcadas, que por su tamaño permitiría incluso representar obras de Brecht, ponía en funcionamiento su grupo de arte dramático, lo cual le gustaba en gran manera. Proyectaban representar una pantomima rock en Navidad, representación que sería un ejemplo de pura anarquía.

Algunos viernes iba al pub que solía frecuentar Al, y los miércoles iba con dos botellas de cerveza a visitar a la señorita Dubber, que vivía en la esquina, fulana retirada, procedente de coros de revista musical. La señorita Dubber padecía artritis y otras varias enfermedades graves, y lanzaba maldiciones contra su cuerpo con el mismo entusiasmo con que en mejores tiempos las lanzaba contra los amantes tacaños. Charlie, en justa correspondencia, regalaba los oídos de la señorita Dubber con maravillosas historias inventadas acerca de escándalos en el mundo del espectáculo, y las dos se reían tan estentóreamente que los vecinos tenían que subir el volumen del televisor para ahogar el ruido.

Por lo demás, Charlie se sentía incapaz de tratar con gente, a pesar de que su carrera de actriz le había proporcionado la amistad de diez o doce grupos de personas a las que podía visitar cuando quisiera.

Habló por teléfono con Lucy y acordaron verse, pero no concertaron una cita concreta. Descubrió que Robert se encontraba en Bettersea, pero el grupo de Mikonos era ya algo así como los condiscípulos que no se han visto en diez años. No podían compartir nada, ya que nada les quedaba. Comió un curry con Willy y Pauly, pero aquellos dos estaban ya proyectando separarse y la comida fue un fracaso. Intentó ver a otros amigos del alma, de otros tiempos, pero tampoco estos encuentros fueron un éxito, después de lo cual Charlie se transformó en una solterona. Regaba los árboles jóvenes de su calle, cuando el tiempo era seco, y colgaba bolsas en su ventana con comida para los gorriones, debido a que ésta era una de las señales que Charlie destinaba a Joseph, al igual que la pegatina del Desarme Mundial en su automóvil, y la «C» de latón pegada a una porción de cuero cosida al bolso para llevar colgado del hombro. Joseph llamaba a estos signos las «señales de seguridad» de Charlie, y le enseñaba reiteradamente la manera de usarlas. La desaparición de cualquiera de estas señas significaba un grito en petición de auxilio. Y en el bolso de Charlie vivía un gran pañuelo de seda blanca, totalmente nuevo, que no tenía la misión de indicar una rendición, sino la de decir, «Han venido», caso de que vinieran. Llevaba su diario íntimo de bolsillo, que continuaba a partir del punto en que el comité literario había dejado de escribirlo. Terminó la reparación de un bordado, de carácter pictórico, que había comprado antes de ir de vacaciones, y que representaba a Lotte en Weimar, agonizando sobre la tumba de Werther. Sí, yo otra vez, entregada al clasicismo. Escribió largas cartas a su ausente, pero poco a poco dejó de echarlas al buzón.

«Michel, querido Michel, por favor, ven a mi lado.»

Pero Charlie se mantenía apartada de los grupos radicales, no iba a las librerías subversivas de Islington, a las que solía ir para tomar café en un ambiente soporífero. Y, ante todo, se mantenía alejada del airado grupo de St. Pancras, cuyos panfletos basados en la cocaína Charlie solía distribuir, debido a que nadie más quería hacerlo. Por fin, pudo retirar del taller de Eustace, el mecánico, su automóvil, un viejo Fiat que Al estrelló, y que, en el día de su cumpleaños, Charlie aireó un poco por primera vez, llevándolo hasta Rickmansworth, para visitar a su maldita madre y entregarle el mantel que para ella había comprado en Mikonos. Por norma general, Charlie temía esas visitas a su madre, con la trampa del almuerzo del domingo, con tres clases de hortalizas y un pastel de ruibarbo, todo ello seguido del detallado relato, a cargo de su madre, de todas las maldades de que el mundo la había hecho objeto desde la última visita de su hija. Pero, en esta ocasión, con la consiguiente sorpresa de Charlie, la conversación con su madre fue deliciosa. Durmió en casa de su madre y, al día siguiente, se puso en la cabeza un pañuelo oscuro, jamás el blanco, y llevó en su automóvil a su madre a la iglesia, teniendo buen cuidado de no acordarse de la última vez que había llevado un pañuelo en la cabeza. Al arrodillarse, Charlie se sintió conmovida por unos imprevistos restos de piedad religiosa, y puso fervientemente sus diversas identidades al servicio del Señor. Al escuchar la música del órgano, Charlie se echó a llorar, lo cual le indujo a preguntarse hasta qué punto ejercía el control de su mente.

«Se debe a que no puedo enfrentarme con la necesidad de regresar a mi piso», pensó.

Lo que desconcertaba a Charlie era la fantasmal manera en que su piso había cambiado para recibir aquella nueva identidad en la que con tanto cuidado Charlie se iba metiendo. De entre todo lo que formaba su nueva vida, la insidiosa reconstrucción de su piso durante su ausencia era lo que más la perturbaba. Hasta el momento, Charlie había estimado que su piso era el más seguro entre todos los lugares, algo así como un Ned Quilley arquitectónico. Había sucedido en la ocupación del piso a un actor sin trabajo que, después de haberse dedicado a ladrón, se había retirado, trasladándose juntamente con su amiguete a España. El piso se encontraba en el extremo norte de Camden Town, encima de un café indio de Goa, con clientela de transportistas, que comenzaba a animarse a las dos de la madrugada y que seguía despierto hasta las siete, sirviendo Samosas y desayunos de comida frita. Para llegar hasta su escalera, Charlie tenía que pasar por un angosto lugar entre los retretes y la cocina, y luego cruzar un patio, lo cual comportaba el ser objeto de detenida observación por parte del dueño, del cocinero, y del descarado amiguete del cocinero, por no hablar ya de cuantos estuvieran en el retrete. Y cuando Charlie llegaba a lo alto de la escalera tenía que cruzar una segunda puerta, antes de entrar en sus atemorizados dominios, que estaban formados por un cuarto de buhardilla con la mejor cama del mundo, un cuarto de baño y una cocina, todo ello independiente e independientemente pagado.

Pero ahora, de repente, Charlie había perdido el consuelo de la seguridad. Se lo habían robado. Tenía la impresión de que hubiera alquilado su habitáculo a otra persona, durante su ausencia, y que esta persona, que era un hombre, hubiera hecho todo género de modificaciones erróneas, para favorecer a Charlie. Sin embargo Charlie ignoraba cómo habían podido penetrar en su piso sin que nadie se diera cuenta de ello. Cuando hizo las pertinentes indagaciones en el café, le dijeron que allí nada sabían. Por ejemplo, en su mesa escritorio encontró, amontonadas en el extremo más alejado, todas las cartas que Michel le había dirigido, es decir las cartas originales cuyas fotocopias había visto en Munich. Allí estaba también su dinero de reserva, que ascendía a unas trescientas libras en billetes de cinco, detrás de la pequeña y rajada alacena del cuarto de baño, que era el lugar en que Charlie guardaba la marijuana, en las temporadas en que fumaba. Charlie trasladó el dinero a un hueco debajo del parquet, luego lo devolvió al baño y luego debajo del parquet una vez más. Luego estaban las reliquias, los adorados recuerdos de su gran aventura amorosa a partir del primer día en Nottingham: carteritas de cerillas del motel; el barato bolígrafo con el que había escrito sus primeras cartas a París; las primeras orquídeas recibidas, aplanadas mediante un peso entre las páginas del libro de cocina Mrs. Beeton; el primer vestido que su gran amor le había regalado -que fue en York, donde acudieron los dos juntos a la tienda-; los horribles pendientes que le había regalado en Londres y que Charlie no podía llevar como no fuera para complacer a su amante… En realidad cosas cual las contadas, Charlie casi las esperaba, y, además, Joseph se lo insinuó. Lo que perturbaba a Charlie era que estos objetos, estos menudos detalles, a medida que Charlie fue conviviendo con ellos, llegaron a ser más propios de ella misma de lo que ella misma era: en su librería, las relucientes y muy manoseadas obras de información sobre Palestina, con cautelosas dedicatorias de Michel; en la pared el cartel de propaganda palestina, con la cara de rana del primer ministro de Israel crudamente representada encima de las siluetas de refugiados árabes; junto al cartel el conjunto de mapas en colores reflejando la expansión territorial de Israel desde 1967, con un signo de interrogación trazado por la propia Charlie sobre Tiro y Sidón, signo nacido de la lectura de las reclamaciones de estos territorios por Ben Gurion; y la pila de mal impresas revistas en lengua inglesa, de propaganda anti-israelita.

Soy yo desde la cabeza a los pies, pensó Charlie, mientras repasaba despacio aquella colección de objetos. Si, en cuanto me entusiasmo con algo, ya no hay quien me pare.

Pero esto no lo hice yo. Lo hicieron ellos.

Pero decir lo anterior en nada ayudaba a Charlie. Y, al paso del tiempo, ni siquiera retuvo en su mente esta distinción. «Michel, ¡por el amor de Dios!, ¿te han hecho prisionero?»

Poco después de regresar a Londres, y siguiendo instrucciones, Charlie fue a las oficinas de Correos de Maida Vale, presentó sus credenciales, v recogió una sola carta, con matasellos de Istambul, que había llegado a Londres, evidentemente, después de que ella partiera hacia Mikonos. «Querida, poco falta para Atenas. Te quiero. Firmado: M.» Una notita para mantener el fuego sagrado. Pero la visión de esta comunicación viva conmovió profundamente a Charlie. Una multitud de imágenes enterradas salió a la superficie para torturarla. Los pies de Michel, calzados con sus zapatos Gucci, bajando torpemente la escalera. Su lacio y adorable cuerpo sostenido por sus carceleros. Su rostro viril, tan joven que aún no podía ser llamado a filas. Su voz, rica, inocente, excesivamente rica e inocente. El medallón de oro golpeando suavemente su desnudo pecho de oliváceo color. Joseph, te quiero.

Después de esto, Charlie fue todos los días a la oficina de Correos, e incluso llegó a ir dos veces al día, convirtiéndose en una persona conocida en el lugar, aunque sólo fuera por el curioso hecho de irse siempre con las manos vacías, y con aspecto cada día más desdichado. Era una interpretación teatral delicada y bien dirigida, que Charlie llevaba a cabo con gran cuidado, y que Joseph, en su calidad de director secreto, observó personalmente más de una vez, mientras compraba sellos en el mostrador contiguo.

Durante este mismo período, y con la intención de darle un poco de vida, Charlie mandó tres cartas a Michel, en París, en las que le rogaba que le escribiera, le decía que le amaba, y le perdonaba de antemano su silencio. Estas fueron las primeras cartas que Charlie escribió por sí misma. Tuvo la extraña reacción de experimentar alivio al mandarlas. A fin de cuentas, estas cartas conferían autenticidad a las anteriores, así como a los sentimientos por Charlie expresados. Siempre que escribía una de estas cartas la echaba a un buzón que le habían designado especialmente, y Charlie suponía que había gente vigilando el buzón, pero Charlie había ya aprendido a no mirar alrededor, y a no pensar en estos asuntos. En una ocasión vio a Rachel detrás del vidrio de un bar, con un aspecto muy gris e inglés. En otra ocasión, junto a ella pasaron Raoul y Dimitri en motocicleta. La última carta que mandó a Michel la envió por correo certificado, en la misma oficina de correos en donde iba a buscar cartas en vano, y Charlie escribió, «Querido, por favor, por favor, por favor, escribe», en el dorso del sobre, después de haberlo franqueado, mientras Joseph esperaba pacientemente detrás de ella.

Poco a poco, Charlie comenzó a considerar que su vida, durante aquellas semanas, estaba escrita en letra grande y en letra menuda. La letra grande correspondía al mundo en que vivía. La letra menuda correspondía al mundo en el que entraba y del que salía subrepticiamente, cuando el mundo mayor no la observaba. Ninguna aventura amorosa, ni siquiera con hombres muy casados, había sido tan secreta para ella.

El viaje que hicieron a Nottingham tuvo lugar en el quinto día de Charlie. Joseph tomó excepcionales precauciones. La recogió en un Rover, junto a una muy lejana estación del metro, un sábado por la tarde, y la devolvió a Londres el domingo por la tarde. Joseph acudió a la cita con una peluca rubia para Charlie, muy buena, y con ropas de repuesto, incluido un vestido y un abrigo de pieles, en una maleta. Había encargado una cena tardía, y dicha cena fue tan mala como la primera. A mitad de la cena, Charlie dio muestras de sentir un miedo terrible de que el personal del establecimiento la reconociera, a pesar de la peluca y del abrigo de pieles, y le preguntara qué había sido de su único y verdadero amor. Luego fueron a su dormitorio, con dos castas camas separadas, que arreglaron por el medio de juntarlas y poner los colchones al través. Por unos instantes, Charlie pensó que realmente iba a ocurrir. Charlie salió del baño y encontró a Joseph tendido cuan largo era en la cama, mirándola. Charlie se tendió junto a él y apoyó la cabeza en su pecho, luego levantó la cabeza y comenzó a besarle, con besos ligeros y en puntos favoritos, alrededor de las sienes, en las mejillas, y, por fin, en los labios. La mano de Joseph apartó un poco la cabeza de Charlie, la levantó, y Joseph besó a Charlie, manteniendo la mano en la mejilla de la muchacha, y los ojos abiertos.

Luego, Joseph, la apartó muy suavemente y se sentó. Le dio otro beso: adiós.

Mientras cogía la chaqueta, Joseph dijo:

- Escucha.

Joseph sonreía. Era una sonrisa hermosa, su sonrisa dulce, su mejor sonrisa. Charlie escuchó y oyó el sonido de la lluvia de Nottinghamshire contra los cristales. Era la misma lluvia que les había mantenido en cama durante dos noches y un día.

En la mañana siguiente repitieron nostálgicamente las mismas excursioncillas que ella y Michel habían hecho por los contornos del hotel hasta que el deseo recíproco les obligó a regresar al motel. Lo hicieron todo para refrescar los recuerdos visuales de Charlie, cual explicó muy seriamente Joseph, lo cual daba, por añadidura, la confianza de haberlo visto realmente. Entre estas lecciones, y a modo de descanso, Joseph le enseñó otras cosas. Señales silenciosas, las llamaba, y también le enseñó un método de escritura secreta en el interior de paquetes de cigarrillos Marlboro, método que, sin saber por qué, Charlie fue incapaz de tomar en serio.

Varias veces se reunieron en una sastrería teatral, detrás del Strand, por lo general después de los ensayos.

Una gigantesca señora rubia de unos sesenta años, ataviada con muy anchas ropas, decía a Charlie cada vez que ésta entraba en la tienda:

- ¿Ha venido para las pruebas, verdad, querida? Por aquí, querida.

Y la conducía a un dormitorio situado en la parte trasera, en donde Joseph estaba sentado esperándole, cual el cliente espera a la prostituta. El otoño te sienta bien, pensó Charlie, al fijarse de nuevo en la escarcha que cubría las sienes de Joseph, y en el color rosáceo de sus austeras mejillas. Te sienta bien y siempre te sentará bien.

La mayor preocupación de Charlie consistía en averiguar una manera de poder entrar en contacto con Joseph: «¿En dónde te alojas? ¿Cómo puedo entrar en contacto contigo?»

Joseph contestaba que a través de Cathy. Tienes las señales de seguridad y tienes a Cathy.

Cathy era el vínculo de Charlie con la vida, la oficina de recepción de Joseph, y la protectora de la exclusividad de éste. Todas las tardes, entre seis y ocho, Charlie entraba en una cabina telefónica, siempre diferente, y marcaba un número del West End, con el fin de que Cathy la guiara a través del día: la manera en que se habían desarrollado los ensayos; qué noticias había de Al y de su grupo; cómo se encontraba Quilley; si se había hablado de nuevas interpretaciones; si ya había celebrado entrevistas con referencia a la película; y qué era lo que Charlie necesitaba, en el caso de que necesitara algo. A menudo, la conversación telefónica duraba una hora o más. Al principio, Charlie sentía antipatía hacia Cathy por considerar que representaba una mengua de sus relaciones con Joseph, pero poco a poco Charlie llegó a esperar con placer las conversaciones con Cathy, debido a que ésta resultó ser muy ingeniosa, dentro de un estilo algo anticuado, y que estaba dotada de muy notable sabiduría práctica. La imagen que Charlie tenía de Cathy era la de una persona cordial, serena y posiblemente canadiense, parecida a una de aquellas imperturbables doctoras psiquiatras a cuya consulta acudía Charlie, en la Tavistock Clinic, después de haber sido expulsada de la escuela, cuando Charlie creía que estaba a punto de volverse loca. Y esta interpretación de Charlie era notablemente inteligente, por cuanto si bien la señorita Bach no era canadiense, sino norteamericana, pertenecía a una familia en la que había habido médicos durante muchas generaciones.

La casa de Hampstead que Kurtz había alquilado para que en ella se aposentaran los vigilantes era muy grande, y se alzaba en un tranquilo paraje, frecuentado por los automóviles de enseñanza de conducción de las escuelas Finchley. Los propietarios de dicha casa, obedeciendo una insinuación de Marty, su buen amigo de Jerusalén, se habían trasladado disimuladamente a Marlow, pero la casa que habían dejado momentáneamente seguía siendo una fortaleza de discreta e intelectual elegancia. En la sala de estar había cuadros debidos a Nolde, una fotografía de Thomas Mann firmada por el autor en cuestión estaba colgada en el invernadero, y una jaula de pájaros que cantaba si se le daba cuerda, así como una biblioteca con gimientes sillones de cuero, y una sala de música con un gran piano Bechstein. Había una sala de ping-pong en el sótano, y en la parte trasera de la casa había un denso y enmarañado jardín, con una gris y agrietada pista de tenis, en tan mal estado que los muchachos de la familia habían tenido que inventar un juego nuevo, consistente en una especie de golf-tenis, para aprovechar los muchos orificios y baches. En la parte delantera de la casa había una caseta de guarda en la que los vigilantes pusieron un cartel que decía «Grupo de estudios hebraicos y humanistas. Entrada sólo a los alumnos y al personal», cartel que en Hampstead no producía la menor sorpresa.

En conjunto eran catorce, incluyendo a Litvak, pero se repartieron en las cuatro plantas con tal discreción y gatuno silencio que parecía que en la casa no hubiera nadie. El estado de la moral del grupo nunca había sido un problema, y la casa de Hampstead tuvo la virtud de elevarlo todavía más. A todos les gustaba aquel mobiliario oscuro, así como la sensación de que todos los objetos a su alrededor parecían saber más cosas que ellos. Les gustaba trabajar durante todo el día y a menudo durante media noche, así como el haber regresado a aquel templo de elegante vivir judío, como también les gustaba vivir a tono con su legado histórico. Cuando Litvak interpretaba a Brahms, lo cual hacía muy bien, incluso Rachel, que era una fanática de la música pop, se olvidaba de sus prejuicios y bajaba a escucharle, a pesar de que, cual a menudo le recordaban, Rachel se había rebelado, al principio, ante la idea de volver a Inglaterra, e hizo ostentación de no viajar al amparo de un pasaporte inglés.

Animados por tan estupendo espíritu de equipo, se dispusieron a esperar, con puntualidad de reloj. Sin necesidad de que nadie se lo dijera, no entraron en los bares y restaurantes del barrio, y evitaron el trato con el vecindario. Por otra parte tomaron la precaución de mandarse correo a sí mismos, así como de comprar periódicos y leche, y hacer todas esas cosas que las personas observadoras echarían en falta. Fueron mucho en bicicleta, y les divirtió grandemente enterarse de los muy distinguidos, y a veces discutibles, judíos que habían estado allí antes que ellos, y ni una de ellas dejó de rendir honores, con reservas, a la casa de Friedrich Engels y a la tumba de Karl Marx, en el cementerio de Highgate. Su parque móvil se encontraba en un elegante garaje, pintado de color de rosa, junto a Haverstock Hill, en donde había un viejo Rolls plateado, con las palabras «No está en venta» pintadas en el vidrio de una ventanilla. El propietario del garaje era un hombre llamado Bernie, hombre corpulento, que gruñía al hablar, con la cara oscura, ataviado con un traje azul, que solía llevar un cigarrillo medio consumido entre los dientes, y que se cubría con un sombrero azul, de alas duras y vueltas hacia arriba, parecido al que usaba Schwili, y que no se quitaba siquiera mientras escribía a máquina. Este hombre tenía gran número de camionetas, automóviles, motocicletas y placas de matrículas, y el día en que los vigilantes llegaron puso un gran cartel que decía: «SOLO CONTRATISTAS. VISITANTES ABSTENERSE.» Este hombre dijo a sus colegas en el negocio, refiriéndose a los vigilantes, a los que calificó rudamente: «Un atajo de inútiles. Dicen que son de una compañía de cine. Alquilaron todo lo que tenía en mi maldita tienda, y me pagaron a tocateja. ¿Cómo iba a resistirme?»

Todo lo cual era verdad, hasta cierto punto, ya que ésta era la historia que los vigilantes habían acordado contar a Bernie. Pero a Bernie no había quien le engañara, ya que, en sus buenos tiempos, también había andado metido en asuntejos parecidos.

Entretanto, casi todos los días, llegaba alguna que otra noticia, a través de la embajada en Londres, noticias como la de una distante batalla recientemente librada. Rossino había ido de nuevo al piso de Yanuka en Munich, en esta ocasión acompañado de una mujer rubia que constituía una demostración de las teorías de los vigilantes acerca de la chica llamada Edda. Fulano había visitado a Zutano en París, o en Beirut, o en Damasco o en Marsella. A raíz de la identificación de Rossino, se habían abierto nuevos caminos en diez o doce direcciones diferentes. Tres veces por semana, Litvak les reunía a todos, les daba instrucciones e información, y organizaba una libre discusión de la situación. En los casos en que se habían tomado fotografías, Litvak organizaba también una sesión de diapositivas, y daba breves conferencias acerca de nombres falsos recién descubiertos, de pautas de comportamiento personal, de gustos individuales y de costumbres en el desempeño del oficio. Periódicamente montaba competiciones de adivinanzas con divertidos premios para los ganadores.

Alguna que otra vez, aunque no a menudo, el gran Gadi Becker les visitaba para enterarse de las últimas noticias, sentándose en el fondo del cuarto, alejado de todos, y yéndose tan pronto la reunión terminaba. En lo tocante a la vida que Gadi Becker llevaba lejos de ellos nada sabían, y tampoco pretendían saberlo. Era un agente independiente, pertenecía a una raza especial, era Becker, el héroe jamás elogiado, que había llevado a cabo heroicamente más misiones secretas que años tenían la mayoría de los muchachos del grupo. Cariñosamente, le llamaban el «Steppenwolf», y se contaban impresionantes historias, mitad verdad mitad mentira, de sus hazañas.

El aviso llegó el día dieciocho. Un telex desde Ginebra les puso en alerta, y una llamada telefónica desde París les dio luz verde. Antes de que transcurriera una hora, las dos terceras partes del equipo se hallaban en camino, avanzando hacia el oeste, bajo una torrencial lluvia.


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