Hacía tres semanas, Dylan se había plantado a esperar en la acera frente a la escalinata de Mingus Rude.
Las mujeres llevaban a los niños pequeños a la guardería de la asociación cristiana o caminaban solas por Nevins, en dirección al metro. Dos gays de la calle Pacific arrastraban de la correa sendos perros salchicha, en otro mundo. Un puñado de chicas negras bajaron desde las casas de protección oficial a reunirse con Marilla, que ahora iba al instituto en la Tercera Avenida, al Sarah J. Hale. Compartieron un cigarrillo para desayunar y desaparecieron al girar la esquina envueltas en una bola de humo y risas. Todo ello a la luz sesgada de la mañana, con la bruma de Jersey a lo lejos, el olor de la fábrica de disolventes subiéndosete a la cabeza y la torre del reloj del Williamsburg Savings Bank organizando el cielo, dando una hora distinta en cada fachada, pero en cualquier caso era hora de irse, hoy era el primer día de clase, probablemente en todo el mundo. En el día que marcaba el final del verano hacía tanto calor como en plena estación, incluso a las ocho de la mañana.
Solo una cosa desentonaba en la escena mientras la manzana se iba vaciando, pasaba el autobús y un perro ladraba en clave a una bicicleta. Dylan en pantalones largos con la mochila cargada de páginas intactas, lápices, gafas escondidas y un El Marko todavía virgen. Se sentía como una manzana pelada para que la inspeccionaran en el nuevo colegio, agriándose al sol. Los perros, y probablemente cualquiera, notaban que olía a pánico.
Si Mingus Rude recorriera con él la calle Dean hasta Smith o Court, atravesara a su lado las puertas de la escuela, codo con codo, podría ser diferente.
Dylan se acercó a la ventana cerrada del sótano y llamó con los nudillos. La entrada privada de Mingus por debajo de las escaleras no tenía timbre.
Subió las escaleras, llamó al timbre.
Volvió a llamar, cambiando el peso de pie, ansioso, el tiempo iba pasando, el día y la perspectiva de séptimo curso se iban estropeando rápidamente al sol, como él.
Entonces, como un títere irracional, aterrado, se apoyó en el timbre y lo dejó sonar sin parar.
Todavía seguía sonando cuando abrieron la puerta.
No era Mingus, sino Barrett Rude Junior en albornoz blanco y nada más debajo, mostrando su desnudez a la calle, con los brazos apoyados en la puerta y mirando hacia abajo. Con la cara cuajada de sueño, parpadeó al notar la luz sesgada, erosionadora. Alzó un brazo para protegerse los ojos del sol con aire de querer borrar el día entero por considerarlo una mala idea, un error pasajero.
– ¿Qué coño haces, pequeño Dylan?
Dylan retrocedió un paso, bajó un escalón.
– ¿Cómo se te ocurre llamar al timbre a las siete de la mañana, tío?
– Mingus…
– Ya lo verás en la escuela esa de la puñeta. -Barrett Rude Junior iba enfadándose, su voz era una nube de martillos-. Lárgate.
En séptimo curso resultó que, cuando por fin te sumaste al edificio principal con Mingus Rude, Mingus Rude nunca estaba allí. Como si Mingus recorriera otra calle Dean para ir al colegio, otra calle Court, como si durante todo ese tiempo hubiera asistido a otra ES 293. La única prueba en sentido contrario era la proliferación de «DOSE» firmados en farolas, buzones o camiones que avanzaban cansinamente por el vecindario; la escritura de Mingus se extendía en forma de nimbo con el edificio del colegio por centro. Por lo visto, cada pocos días llegaba un nuevo suministro. Dylan presionaba a escondidas el índice contra el metal, preguntándose si podría calcular la antigüedad del tag por lo pegajosa que estaba la tinta. Si el dedo se pegaba un poquito, Dylan imaginaba que solo le separaban de Mingus unos minutos, que había estado a punto de pillarlo con las manos en la masa.
Durante tres semanas Mingus Rude fue como el hombre volador, un rumor unipersonal que Dylan no podía confirmarse. La ausencia de Mingus en los días en que, como Dylan, tenía clase constituía la premisa secreta de una existencia por lo demás inalterada, salvo por el hecho de haber empeorado en todos los sentidos posibles. Séptimo era sexto sin sublimar, descorchado. Era a sexto curso lo que la trilogía de El señor de los anillos a El Hobbit: por fin la historia real, con todos los malos augurios intuidos abandonando los márgenes para salir a la luz. Séptimo curso no era para niños. Se adivinaba la tensión que suponía incluso el mero hecho de entrar en el edificio en la postura de los profesores y de los guardias de seguridad. Nadie podía relajarse en semejante área de desastre hormonal y racial.
Los cuerpos deambulaban como caricaturas feas, como si alguien sin talento garabateara con carne.
Las formas más grandes eran las más feas. Eso eran, formas: entre que escondías las gafas y evitabas mirar directamente, habías acabado convertido en Míster Magoo. Cuanto menos mirabas a los ojos a la gente, menos posibilidades había de que te arriesgaras a hacerlo, el programa acarreaba su propio cumplimiento.
Por lo visto a los chinos les habían aconsejado con tiempo y habían desaparecido.
Los puertorriqueños y los dominicanos parecían alejarse de puntillas de todas las situaciones. Se arreglaban de otro modo y, a cada hora que pasaba, hablaban más español. El modo que tenían de ocupar el espacio en el aula o el gimnasio era visto y no visto, una operación de adyacencia en masa.
Las peleas más temibles estallaban entre dos chicas negras.
En las calles Court y Smith ni siquiera quedaba claro quién iba a tu colegio y quién no. Por allí pululaban otros cuerpos, elementos sueltos. Podían acorralarte un par de chicos negros y preguntarte si eras italiano o blanco y sabías de cierto que no era buena idea señalar que los italianos también eran blancos. Quizá un chico negro podía temer algo, podía querer cubrirse las espaldas en la calle Court como un italiano lo haría en Smith, pero fuera lo que fuese lo que le asustaba, nunca serías tú. De todos modos ningún chaval italiano habría contestado: «Soy italiano». Habría dicho: «¿A ti qué coño te parezco?». O se habría cogido la polla por encima de los pantalones, chupándose los dientes y ensanchando los orificios nasales.
En cuanto a ti, tú estabas a millones de kilómetros de semejante comportamiento.
Pertenecías más bien al mercado de un posible caso de asma falsa.
El día siguiente a que Dylan Ebdus y Arthur Lomb charlaran de Blue Beetle en la biblioteca, Mingus Rude reapareció. A las tres en punto, la hora en que las puertas se abrían de par en par y la escuela entera salía en tropel al asfalto de aquel octubre luminoso mascando chicle o mascando nada, simplemente mascando y entornando los ojos. Dylan utilizaba la entrada de la calle Butler con la idea de perderse en el río de caras anónimas, con la esperanza de que le acompañaran un trecho de la calle Dean y quedar disimulado en el coágulo de gente antes de ser otra vez el único chico blanco y solo. Ese día se detuvo. Mingus estaba sentado de piernas cruzadas en lo alto de un buzón en la esquina de Court y Butler, contemplando el frenético flujo de salida de los niños con la serenidad de un Buda, como desde un lugar todavía más alto que el buzón, tal vez desde otro planeta. Podía llevar horas plácidamente sentado allí arriba, desapercibido por los guardas de seguridad y los adolescentes italianos mayores que él que vagaban por la calle Court, al menos daba esa impresión. Dylan comprendió al instante que Mingus no solo no había ido ese día a clase, sino que no había cruzado las puertas del colegio desde verano, desde el principio de octavo.
– ¡Tú, Dill-man! -llamó Mingus, riendo-. Te estaba buscando. ¿Dónde te has metido?
Mingus desdobló las piernas y bajó resbalando del buzón, apartó a Dylan de la muchedumbre, como si no hubiera duda de que salían juntos del cole, como si llevaran tres semanas haciéndolo a diario. Cruzaron la calle Court hacia Cobble Hill mientras Dylan se enganchaba la mochila a los hombros y trotaba para no retrasarse. Mingus le condujo por la calle Clinton hasta la avenida Atlantic, dejando instantáneamente atrás a los chicos de la ES 293. Allí el vecindario se abría, se veían los astilleros por debajo de la vía rápida Brooklyn-Queens, la avenida que descendía hacia las brillantes aguas amarillas. Mingus conocía rutas desde el colegio que el estupefacto Dylan jamás habría ideado solo.
– No te he visto… -empezó a decir Dylan.
– «Cuandoquiera que me llames, acudiré» -cantó Mingus-. «Cuandoquiera que me necesites, acudiré… ¡Me tendrás contigo!» Ten. -Dejó un par de dólares arrugados en las manos de Dylan y señaló con la cabeza el estanco árabe de la esquina de Clinton-. Tráeme una cajetilla de Kool, Super-D. -Volvió a ladear la cabeza-. Te espero allí.
– No puedo comprar cigarrillos.
– Di que son para tu madre, di que es clienta habitual. Te los venderán, no te preocupes. Será mejor que te guarde yo la mochila.
Dylan trató de no mirar la estantería de cómics al entrar en el estrecho y oscuro pasillo de la tienda.
– Esto… un paquete de Kool. Para mi madre.
La operación se desarrolló exactamente según el guión. El tipo enarcó una ceja al oír la palabra «madre», luego empujó los Kool encima del mostrador de linóleo limitándose a sonreír.
De nuevo en la calle, Mingus escondió cigarrillos y cambio en su chaqueta misteriosa y luego guió a Dylan de vuelta por la calle Clinton, en dirección al parque de la calle Amity.
– Dill-Man, D-Lone, Dillinger -entonó Mingus-. Digital Don, Dilan-Dilón.
– No te he visto por ninguna parte -dijo Dylan, incapaz de refrenar el tono acusador.
– ¿Te pasa algo, tío? ¿Va todo bien?
Dylan sabía exactamente a qué se refería Mingus con «todo»: todo séptimo curso, cualquier cosa que ocurriera o dejara de ocurrir en el interior del edificio que, aparentemente, ya no tenía nada que ver con Mingus.
Según el señor Winegar, profesor de ciencia, el universo iba expandiéndose a cámara lenta, todo se desprendía de todo a un ritmo constante. Una buena explicación para el momento actual.
– ¿Todo bien? -preguntó Mingus.
Dylan comprendió entonces que estaban juntos pero separados. Mingus Rude resultaba inalcanzable, un borrón, tal vez demasiado alto. No establecería ninguna comunión con lo más profundo de Mingus, esa tristeza vívidamente feliz que remedaba la de Dylan.
Dylan se encogió de hombros y contestó:
– Claro.
– Es lo que quería saber, tío. Ya sabes que eres mi colega, Dillinger. Di-Tren.
Era un ensayo y Dylan descubrió entonces para qué. Mientras bajaban hacia el parque, Mingus exageró su trote habitual, alzó una mano en una especie de saludo cansino. Junto a las mesas de ajedrez había tres adolescentes negros en diferentes posturas de dejadez. Unos más exagerados que otros, formando una geometría de miembros característica que hizo que a Dylan se le acelerara el corazón, sintiéndose culpable. No obstante siguió caminando junto a Mingus hacia el centro del grupo, aceptó cualquier cosa que tuviera que ocurrir en el parque con la mirada de sonámbulo que, perfeccionada en la escuela nueva, abarcó incluso la resurrección de Robert Woolfolk como presencia habitual en su vida.
– Tíos -dijo Mingus Rude, chocando manos lánguidamente, murmurando sílabas incomprensibles que debían de corresponder a nombres.
– ¿Pasa, G.? -saludó Robert Woolfolk.
Robert Woolfolk llamaba G. a Mingus, de Gus, supuso Dylan. ¿Significaba eso que también conocía a Barrett Rude Junior?
Entonces Robert Woolfolk reconoció a Dylan. Woolfolk se estremeció con todos los músculos de la cara, sus rasgos ácidos como el limón no ocultaron nada, y sin embargo no alteró ni un centímetro la disposición de las extremidades.
El parque estaba lleno de niños blancos con cortes de pelo redondeados, tal vez estudiantes de primero o segundo curso del instituto Packer o Saint Ann. Pasaban corriendo y chillando junto a las mesas de ajedrez, vestidos con ropa de marca Garanimals, cargados los brazos de juguetes de plástico, G. I. Joes, pistolas de agua y pelotas Wiffle. Visto lo que el mundo en que habitaban tenía en común con el de Dylan, Mingus y Robert Woolfolk, aquellos chicos podrían haber sido azulejos animados de Disney gorjeando inofensivamente alrededor de la cabeza de la Bruja Malvada mientras envenenaba una manzana.
– Mierda -dijo Robert Woolfolk y sonrió-. ¿Conoces a este, G.?
– Es mi colega D-Lone -contestó Mingus-. Chana. Es colega de la manzana.
Robert miró a Dylan un rato largo antes de hablar.
– Conozco al chaval -dijo-. Lo tenía visto de antes de conocerte, G. -Lanzó una mirada a Dylan-. ¿Qué hay, Dylan? No digas que no te acuerdas de mí, porque sé que me recuerdas.
– Claro -contestó Dylan.
– Mierda, si hasta conozco a la madre del tío este -dijo Robert Woolfolk.
– ¿Ah, sí? -dijo Mingus, cautelosamente displicente, minimizando la importancia de cualquier posible especulación-. Así que tranqui, ¿eh? Enróllate, que Dylan es colega.
Robert Woolfolk se rió.
– ¿Para qué me lo dices, tío? Haz lo que quieras con el blanco este, a mí me la trae floja.
Con lo cual, la fina y despreciable fachada de aprecio a Dylan se hizo trizas ante la hilaridad general. Los otros dos adolescentes negros soltaron risotadas y chocaron las palmas al oír «el blanco este», emocionados como nunca de oírlo en voz alta.
– Choca esos cinco -dijo uno, cabeceando de admiración como si acabara de presenciar una escena espectacular en una película: la vuelta de campana de un coche o un cuerpo acurrucado bajo una granizada de balas llenándolo todo de sangre.
Dylan se quedó paralizado en mitad de la tarde inocente, con su mochila estúpida y las inútiles Pro Keds y con los brazos flácidos, mirando a Mingus sin comprender.
Como un muñeco bobo.
– ¿Vamos a bombardear trenes o vamos a quedarnos aquí sentados todo el día hablando de chorradas? -preguntó Robert Woolfolk.
– Vamos -dijo Mingus Rude en voz baja.
– ¿Te traes al chaval?
De pronto una mujer se adentró en pleno grupo. Apareció junto a las mesas rodeadas de chicos sentados y de pie como salida de ninguna parte. Fue toda una impresión, como si la mujer hubiera estallado una burbuja, alterado un campo de fuerza que Dylan no había considerado permeable, un campo en el que la conversación de los adolescentes, por muchas veces que dijeran «joder», quedaba aislada por un vidrio de los cláxones de los coches a lo lejos, los cantos de los pájaros y los dulces chillidos de los niños pequeños.
Desde luego, era madre, uno de los niños que correteaban por el parque debía de ser suyo. Tendría unos veinticinco o treinta años, era rubia, vestía cazadora vaquera y pantalones de pata de elefante y gafas de abuela: podría haber sido una habitual de las fiestas de Rachel. En ese instante Dylan se imaginó a Rachel pasando un porro, exponiendo una apasionada digresión sobre Altman o Szechuan, exasperando a los hombres acostumbrados a acaparar la atención.
– ¿Estás bien, chico?
La mujer se dirigió solo a Dylan, no cabían confusiones. A sus ojos el resto de los adolescentes, incluido Mingus, formaban una única cosa y Dylan otra distinta. Dylan tuvo la impresión de que en cierto modo Robert Woolfolk había materializado la cosa más parecida a Rachel de los alrededores, como si las mujeres blancas de todas partes cargaran con la responsabilidad de perpetuar la intervención crucial de Rachel tantas veces como fuera necesario.
De todas las veces posibles, tenía que ocurrir entonces. Dylan había anhelado un millón de veces la irrupción de un adulto, que un profesor o un amigo de su madre aparecieran a la vuelta de la esquina de Bergen o Hoyt y chocaran con alguno de los innombrables desastres de Dylan, que lo liberaran con una simple pregunta como «¿Estás bien, chico?». Pero no en ese momento. Ese desastre en concreto sellaba para siempre su estatus de «chico blanco» con Robert Woolfolk precisamente cuando Mingus había estado trabajando para cambiarlo.
Estaba claro que Mingus le había enviado a Dylan un mensaje con su desaparición de tres semanas, con su actitud esquiva: en la escuela nueva Dylan estaba solo. Nadie le cubría las espaldas. Sencillamente, no podía ser. Había hecho falta hasta el último día de esas tres semanas para que Dylan abandonara la fantasía de que Mingus lo guiaría por todo séptimo y octavo. Mingus, con gran astucia, solo apareció una vez Dylan hubo comprendido el mensaje: «Yo no puedo ocuparme de ti, hijo, es superior a mis fuerzas». Entonces, a modo de declaración compensatoria igualmente meridiana, había guiado a Dylan hasta el parque de la calle Amity en Cobble Hill para que conociera a Robert Woolfolk y pactaran una tregua y decirle así: «En lo que pueda, te ayudaré. No estoy ciego y tampoco me da igual, Dylan. Voy con cuidado».
– ¿Chico? ¿Te pasa algo?
Dylan se había vuelto hacia la mujer boquiabierto, indefenso. No había forma de decirle que tenía razón y estaba equivocada al mismo tiempo, no había modo de hacerla desaparecer. Peor aún, era guapa, relucía como la portada de una de las revistas de Rachel que se amontonaban en el salón, menospreciadas por Abraham, a la espera de que Dylan, con cierto sentimiento de culpa, examinara los anuncios de sujetadores. Dylan quería proteger a la mujer rubia de la mirada de Robert Woolfolk. La mujer no debería haber abandonado el otro mundo, el mundo de Cobble Hill con niños de colegio privado y sus cuidadoras; era un malentendido. Dylan quería mandarla a casa para que arrancara a Abraham del estudio, allí sí que podría ser de alguna ayuda.
Por supuesto, en realidad Robert Woolfolk no importaba. Al fin y al cabo, era el enemigo. Lo peor que había hecho la mujer era humillarle delante de Mingus.
– Son mis amigos -dijo débilmente Dylan.
En cuanto las palabras salieron de su boca, sintió que había suspendido otra prueba, una en la que la respuesta correcta habría sido «¿Y tú qué coño miras?». Esa frase, aplicada con vigor, podría haberlos transportado a todos a un momento antes de que Robert Woolfolk hubiera pronunciado las palabras «el blanco este». Entonces tal vez Dylan habría sido invitado a seguir a los otros a unas cocheras o dondequiera que fueran a «bombardear trenes», una perspectiva generosamente aterradora. Dylan se moría de ganas de bombardear trenes con la misma ansia que si llevara años oyendo la expresión en lugar de haberla oído por primera vez hacía un momento. Y llevaba su El Marko en la mochila para bombardearlos, si es que le daban la oportunidad de sacarlo.
Nadie intervino para decir «Métase usted en sus asuntos, señora», y Dylan descubrió que Robert Woolfolk y sus dos compañeros, el coro de risas de Robert, no estaban. Se habían marchado. Dylan se había ausentado un instante mirando desconcertado a la mujer rubia, había perdido un momento en ensoñaciones, momento que Robert Woolfolk había aprovechado para largarse lejos de aquel parque risueño que parecía pensado para acoger cualquier cosa menos a él. Como si confesara en silencio lo que fuera que la mujer sospechara que estaba pasando. Solo Mingus se quedó, y se apartó de Dylan y de la mesa donde se habían sentado los otros.
– ¿Quieres que te acompañe a casa? -preguntó la mujer-. ¿Dónde vives?
– Tú, Dylan: nos vemos luego, tío -dijo Mingus. No estaba asustado, simplemente no le apetecía enfrentarse a la mujer y lo que ella pudiera pensar de él. Dylan se supo irrelevante. Al haberse marchado su madre a cambio de un millón de dólares, Mingus era inmune a los ecos maternos-. Que vaya bien. -Mingus le ofreció la mano para que Dylan se la chocara con la punta de los dedos-. Nos vemos por la manzana, D.
Y, con la misma, Mingus encorvó los brazos alrededor de los bolsillos de la chaqueta como el que se adentra en una ventolera y se dirigió sin prisas hacia la arboleda soleada del fondo del parque, en dirección a la calle Henry, la vía rápida, los astilleros, dondequiera que fuera y Dylan no estuviera invitado. Su andar parodiaba un paso enfermizo en una imagen de algo divertido y profundo que habías visto en alguna parte pero que no lograbas identificar: imitaba a Mickey Rivers, Weird Harold o Meadowlark Lemon. Parecía una silueta recortada de un tipo de día concreto y trasladada a otro diferente, un garabato de historieta o una línea de bajo convertidos en realidad.
Dylan quería contarle a la mujer rubia que aquel era su mejor amigo, porque cuanto más tardaba Dylan en responder a su ofrecimiento más lo miraba ella como si se hubiera equivocado con él, como si tal vez lo hubieran estropeado las compañías en que lo había encontrado y fuera un inadaptado social en lugar de un niño que mereciera ser rescatado.
Y eso mismo quería decirle Dylan: estaba echado a perder, contaminado de negritud.
Puta racista.
¿Dónde vivo? Mentalmente, Dylan respondió: «Vivo en los jardines Wyckoff, en las casas de protección oficial de Nevins con la Tercera. Ya sabes, las que siempre se incendian. Si quieres puedes acompañarme a casa, vamos».
Arthur Lomb y su madre vivían en la calle Pacific entre Hoyt y Bond, del otro lado del hospital. La manzana de Arthur resultaba inquietante, no había niños ni autobuses, la lavandería del hospital emitía cascadas de silencioso vapor blanco al cielo, el colmado de la esquina reunía otra congregación de viejos sentados en cajas de leche en la acera, pero más grave, menos divertida, menos musical que el grupo de Ramírez. Los hombres de la calle Pacific rezongaban en una especie de distancia media, moviendo las fichas de dominó con sus dedos correosos. En Pacific, todo, incluido un gato gris cruzando la calle a toda velocidad, parecía más alejado y meditabundo. Tal vez aquella manzana fuera el Triángulo de las Bermudas de Boerum Hill, un espacio ubicado a la distancia precisa de las casas Gowanus, la cárcel de Brooklyn y la Escuela de Secundaria 293 para no pertenecer a ningún dominio. A largo plazo no solucionaba nada, sin embargo la escalinata de Arthur Lomb formaba una especie de oasis ciertas tardes de octubre cuando Dylan y él acudían allí de puntillas, sin que nadie les molestara, y colocaban un tablero de ajedrez bajo la sombra móvil del vapor del hospital.
– El año pasado estabas en la clase de Winegar, ¿verdad? Lo siento por ti. Es un gusano. ¿Te has fijado en cómo se atusa el bigote cuando habla con alguna chica puertorriqueña con mucho pecho? Me dan ganas de vomitar. Es igual, finge que te gusta. El profesor de ciencias es tu billete para salir de aquí, yo lo enfoco así. No muevas ese alfil, es lo único que me impide machacarte. Te lo he dicho mil veces: conecta los peones.
Arthur Lomb estaba sentado sobre una pierna como un niño de jardín de infancia. Monologaba siempre, con el ceño y los labios fruncidos, en torno a maquinaciones cobardes intercaladas por acotaciones filosóficas y viceversa. Parloteaba con un estilo glótico, como de salmodia, aparentemente con el objeto de conducirte más allá del territorio en el que podrías desear hacerlo callar o incluso golpearle y adentrarte en un reino de sobrecogimiento perplejo resultado de caer en la cuenta del ruido de fondo que significaba un palurdo hablando sin parar. Arthur Lomb había estudiado en Saint Ann hasta el día en que sus padres se divorciaron y su madre no pudo seguir permitiéndose una escuela privada. Ahora estaba decidido a entrar en un instituto público especial, uno de esos con exigencias académicas y examen de admisión. Arthur Lomb nunca suspiraba por la escuela perdida, por la compañía de otros chicos blancos de quienes Dylan solo alcanzaba a conjeturar que, a su modo, le aborrecían tanto como los negros de la 293. Arthur Lomb era pura necesidad deprimente, un soldado en campo abierto buscando un hoyo en una trinchera.
– Lo único importante es el examen para entrar en Stuyvesant. Solo preguntan mates y ciencias. Da igual si suspendes lengua. Lo del boletín de notas es una fantochada, siempre lo ha sido. No he ido ni una sola vez a clase de gimnasia. ¿Conoces a Jesús Maldonado? Dijo que me rompería el brazo como un Pixy Stix si me pillaba a solas en el vestuario. La verdad, gimnasia es un suicidio. No pienso quedarme en calzoncillos en ningún lugar comprendido entre las cuatro paredes de ese cole, de ningún modo. Si tengo que ir de vientre, me espero a la salida.
Arthur Lomb y su madre vivían en un apartamento del ático de un edificio de ladrillos rojos y Arthur dormía en el cuarto de atrás. Guardaba los cómics apilados cuidadosamente en unas estanterías bajas, enfundados todos en bolsas de plástico. Los entregaba con lúgubre desdén y no disimulaba su desaprobación cuando Dylan pasaba las páginas demasiado rápido como para haber leído ciertos bocadillos de pensamientos esenciales. Pese a que los archivaba con cuidado, los cómics de Arthur Lomb tenían tenues marcas donde el chico había aplicado papel traslúcido para calcar con bolígrafo los pechos de la Mujer Avispa y la Valquiria. La página de pechos en tinta azul resultante la guardaba en el cajón del escritorio como si fuera una escritura china secreta. Dylan las encontró un día mientras Arthur Lomb preparaba un plato de galletas integrales.
– Tienes que pasar ese examen. Te va la vida. Si lo de ahora parece malo, espera al instituto. Si no entras en Stuyvesant o al menos en la politécnica del Bronx, estás muerto. El examen funciona así: los de las notas más altas van a Stuyvesant, los segundos a la politécnica del Bronx y los últimos a la de Brooklyn. El Sarah J. Hale o el John Jay son prácticamente una prisión. En el Sarah J. Hale dispararon a un profesor, salió en la tele. Álgebra, geometría, biología. Pídele a Winegar un modelo de examen, te lo digo como amigo. Hazle creer que te cae bien. Dile que quieres participar en algún proyecto para la exposición de ciencias. No hace falta que hagas nada. Si el tipo sabe que quieres ir a Stuyvesant, quizá hable con alguien. Haz lo que haga falta.
Arthur Lomb guardaba ediciones de bolsillo de Respuestas tajantes a preguntas estúpidas de Al Jaffe y Con ligereza de Dave Berg en las mismas estanterías que los cómics. La ironía insolente de los dibujantes de Mad Magazine parecía encajar a la perfección con los amargos puntos de vista de Arthur: todo era gracioso de un modo que no tenía gracia. El sarcasmo entendido como algo que se practicaba igual que el kárate. Disimula la rabia muda cuando nadie te da pie para hablar.
Las ventanas del dormitorio de Arthur Lomb daban a las entradas traseras y descuidadas, con patios ahogados de ailantos, de las tiendas de la avenida Atlantic, a las ventanas traseras de los pisos de encima de las tiendas, a la cárcel de Brooklyn que asomaba por encima de los tejados, a los edificios municipales y los juzgados de detrás de la prisión en el centro de Brooklyn y al rastro visible de los dientes de Manhattan al fondo. Arthur Lomb miraba por la ventana de su dormitorio con unos prismáticos. Al final de la tarde, tras la inevitable partida de ajedrez, Arthur y Dylan miraban por turnos sin espiar nada en particular, en silencio para variar, hasta que Arthur encendía la radio, que tenía sintonizada en una emisora de AM que emitía «Dream Weaver» o «Fly Like an Eagle» sin parar.
Aunque sobre todo se sentaban en la escalinata de la entrada a estudiar la incapacidad de la calle Pacific para reconocer sus lazos con Bond o Hoyt. Determinados días de verano podrían haber compuesto el contenido de un diorama del Museo de Historia Natural del Upper West Side, criaturas cazadas por Theodore Roosevelt, disecadas y colocadas en una vitrina: Dylan Ebdus, Arthur Lomb, Homo sapiens, calle Pacific, Brooklyn, 1976. Los días pasaban con una falsa tranquilidad, a cámara lenta; Dylan no pensaba en Mingus Rude ni en la calle Dean, se limitaba a contemplar al gato gris escondiéndose bajo un coche, a la nube hipnótica del vapor del hospital girando, al cartero leyendo revistas en otra escalinata a media manzana de distancia, mientras se preguntaba cuánto tiempo más aquella extraña indiferencia podría disimular mil partidas al ajedrez perdidas ante el juego poco avezado pero implacable de Arthur Lomb.
Arthur Lomb se frotaba la pierna doblada con ambas manos para reactivar la circulación mientras la cabeza seguía trabajando tras sus consternados ojos de jerbo preparando una nueva digresión.
– No tiene sentido ser seguidor de los Mets, los datos cantan. Poca gente de nuestra edad tiene en cuenta el historial de cada equipo, pero los Yankees son el mejor equipo de la historia del béisbol de acuerdo con cosas tan simples como campeonatos conseguidos, jugadores en el Hall of Fame, etcétera. Todo el asunto ese con los Mets es muy reciente. Pero muchos chicos como tú han picado el anzuelo, se lo han tragado. El legado de los Yankees es indiscutible.
– Hum…
– Te habrás preguntado por qué siempre llevo zapatos. Tenía un par de Pro Keds y unos chavales me las quitaron, tuve que volver a casa en calcetines. Mi madre me compró otro par, pero las guardo en casa. Según mis informaciones, las Puma van a ser lo más. Si es que vas de ese rollo: si vistes lo que viste todo el mundo solo porque los demás lo llevan. No es mi rollo.
– Hum…
– La película más divertida de Mel Brooks es Los productores, seguida de El jovencito Frankenstein y Sillas de montar calientes. Terri Garr es lo más. Me dan lástima los pobres chavales que no han visto Los productores. Mi padre me llevaba a ver todas las comedias. La mejor Pantera Rosa es, probablemente, El regreso de la Pantera Rosa. La mejor de Woody es Todo lo que siempre quiso saber sobre el sexo.
Posicionarse una y otra vez, Arthur Lomb se pasaba la vida posicionándose, dando a conocer sus opiniones, ocupando su lugar en un índice que nadie consultaba. Esa era la carga de Dylan, su cruz: la acumulación de todas las actitudes petulantes de Arthur Lomb con respecto a cualquier tema posible. Dylan era consciente de que le tocaba cargar con esa cruz porque también su cabeza bullía de pedanterías, de banalidades demasiado ansiosas por salir a la luz en cualquier momento. De modo que aguantar a Arthur Lomb era el castigo por adelantado que Dylan sufría por la posibilidad de ser un plasta.
– Afila las garras o… ¡Hulk aplastará!
De vez en cuando Dylan veía abrirse una persiana, un atisbo del mobiliario rabioso que decoraba el interior de Arthur Lomb. A Dylan no le importaba. Consideraba que se lo merecía de acuerdo con el principio de similitud que, para empezar, había dictado la amistad entre los dos. Así como Dylan debía absorber el hastío de la afectación de Arthur a causa de la pizca que también latía en su interior, así debía actuar con los rescoldos de rabia que entreviese.
– El otro día no pude evitar fijarme en que hablabas con el tal Mingus Rude después de clase. Ejem, echa un vistazo al tablero o te meterás en problemas. Vas a seguir jugando mal hasta que aprendas a enrocar. Lo que te decía: te vi charlando con Mingus Rude, es de octavo, ¿cómo le has conocido? No se puede decir que vaya mucho por la escuela. Pero, con todo, debe de tener sus ventajas conocer a… eh… ese tipo de gente.
La charla de Arthur Lomb se atascaba de un modo característico, como si tuviera una cicatriz: cogía aire justo en el punto donde había omitido la palabra «negro» de la frase pero no del pensamiento que había dado lugar a dicha frase. Y a Dylan esa marca de la respiración le parecía un resumen de Arthur en pocas palabras: alguien que alardeaba tanto de las cartas que tenía en la mano que chivaba toda su jugada.
– Y tú, ¿de qué conoces a Mingus? -se oyó preguntar Dylan.
Por una vez se había concentrado en la partida, a la espera de que Arthur enrocara ostentosamente como solía, pero preparado, con sus ases en la manga. Distraído, Dylan había dejado escapar una pregunta que revelaba su sentimiento de posesión hacia Mingus, sus celos. Te pasabas todas las tardes de un mes escuchando a Arthur Lomb y acababas hablando sin pelos en la lengua, era el precio a pagar.
– Bueno, me han hablado de él -dijo Arthur sin darle importancia.
Dylan no imaginaba qué chicos habrían hablado alguna vez con Arthur Lomb en el colegio, salvo para vaciarle los bolsillos. El propio Dylan le rehuía en el colegio, solo se reunían después de clase para arrastrarse juntos hasta el refugio de la calle Pacific. Entendía el hecho de que Arthur aceptara la humillación del tratamiento de silencio a que le sometía Dylan en el colegio como un baremo del grado de desesperación y soledad de Arthur. De modo que ¿qué chicos?
– Ya, bueno, yo lo conozco de antes -dijo Dylan, callándose antes de que fuera demasiado tarde.
Que preguntara Arthur. Dylan adelantó el caballo en respuesta al enroque de Arthur. Movió con indolencia, pero el corazón le iba a mil por hora. Arthur no se fijaba en los caballos, Dylan solo había tardado mil partidas en darse cuenta.
– Antes… ¿de qué? -preguntó Arthur en tono sarcástico.
Empujó un peón con aire distraído, mirando con el ceño fruncido por encima de Dylan y el tablero hacia la calle Hoyt, tal vez en busca de una respuesta tajante.
– Jaque.
Entonces Arthur miró el tablero con el ceño fruncido, analizando con mirada febril aquel giro imprevisto.
– Ese peón, ¿está aquí o ahí? -preguntó.
– ¿Qué?
Arthur señaló, Dylan se inclinó adelante. De pronto el tablero se zarandeó, habían rozado una esquina. Entonces la marejada provocada entre los jugadores explotó y el tablero desapareció, las piezas cayeron dando vueltas y el rey condenado de Arthur rebotó atonalmente escalinata abajo en dirección a la calle, con lo cual descubrieron que era de plástico.
– Mira lo que me has hecho hacer -dijo Arthur Lomb.
– Lo has volcado tú.
Arthur le mostró la palma de las manos: a mí, que me registren.
– Estaba a punto de ganarte.
– Ahora nunca lo sabremos.
– Ganas siempre, ¡y no soportas que te gane una sola vez!
Arthur Lomb se acarició el mentón con aire meditabundo.
– La verdad, creo que íbamos directos a tablas. No deberías excitarte demasiado, Dylan; todavía puedes tardar bastante en derrotarme. Pero estás mejorando. Te felicito. Desde luego, has aprendido un par de cosas. A propósito, ¿te importaría recoger ese rey? Se me han dormido las piernas.
Dos hombres, dos padres. Dos padres expulsados de sus guaridas, camino de Manhattan para variar, vestidos para un día que amenaza lluvia, afeitados para impresionar simbólicamente en sus respectivos destinos, con las bufandas ajustadas mediante fugaces miradas vanidosas al espejo del vestíbulo antes de salir del escondite y lanzarse a la calle. Dos padres que suspiran mientras bajan las escaleras del metro a enfrentarse con las hordas que pululan por los andenes y cruzan las puertas abiertas golpeándose con los hombros, luego se cuelgan cansados de los asideros o de las barras de los vagones chirriantes y de iluminación parpadeante. Uno con las pruebas encima, una carpeta negra y gris de lazo, y el otro con las manos vacías, puesto que la garganta y los pulmones son el instrumento que transporta en el pecho. Dos padres viajan un rato en vagones separados, luego, ya en la estación -Times Square para uno, West Four, para el otro-, los dos pisan la acera, esta vez de la gran isla; dos padres tratan de adaptarse a la infraestructura desquiciada y ruinosa del alcalde Abe Beame en el año de las regatas Tall Ships. Dos padres parpadean confusos, asombrados los dos por lo ermitaños que se han vuelto, atraídos por la soledad de la calle Dean, donde Brooklyn deviene un estado mental que cada día se desgaja un poco más de Manhattan como en una deriva continental. Dos padres recuerdan breve e involuntariamente otros yoes menos morbosos y sensibilizados mientras avanzan aturdidos entre las caras deformes que pasean por las calles a finales de octubre, dos padres que se dan cuenta, cada uno por su lado, de que son los únicos entre los millones de personas que recorren Manhattan a diario, los millones hartos del exceso de estímulos de libre asociación, son los únicos a quienes todavía distrae la secuencia, como un pase de diapositivas, de falsos conocidos: ¡Tú! ¿Tú no ibas al City College? ¿No eres Charles No Sé Qué? Dos padres se sacuden la idea de encima, se esfuerzan por elevar el umbral de inocencia, regresan a sus misiones metropolitanas gemelas bajo el frío de la lluvia incipiente. Dos padres se vienen abajo, recuerdan su trabajo, su lugar en el mundo. Dos padres que están donde están sin razón aparente, solo por negocios, nada de distraerse.
Un padre se detiene bruscamente, se agacha bajo una sombrilla para cambiarle cincuenta centavos por un perrito caliente a un vendedor callejero, otro ritual perdido inalcanzable en su parte de Brooklyn, en sus paseos restringidos. Se coloca la carpeta llena de dibujos bajo un brazo y, con las dos manos libres, retira el papel parafinado y se come el perrito con mostaza de cuatro mordiscos que traga prácticamente sin masticar. El tentempié le sienta de maravilla al estómago, pero probablemente le ensucia el aliento, de modo que el padre engulle-perritos, preocupado de nuevo por la impresión que causará, se detiene en un estanco a comprar chicles de menta. Cuarenta y una manzanas más al sur, el otro padre ha sentido retortijones similares y está tentado de pararse junto a los aromas de sirena que flotan en la fría niebla, de hecho se da unas palmaditas en el estómago al olerlos, pero sigue adelante, confiando en el festín que le han prometido que estará esperándole en el estudio de grabación: pan de maíz y pechuga a la brasa con alubias pintas y arroz de Sylvia’s.
Los dos padres llegan a los umbrales respectivos, se detienen. Ahora llueve de lado debido al viento, y eso les empuja a acortar sus reflexiones. Dos padres exhalan largos suspiros. Uno entra en el ascensor del vestíbulo de la torre de oficinas de la calle Cuarenta y nueve y aprieta el botón de la planta dieciocho. El otro atisba por la ventanilla de la puerta, luego llama al timbre del estudio de grabación de la calle Octava Oeste conocido por el nombre de Electric Lady.
Estar en este lugar es admitir que existes.
Estar en este lugar es admitir que quieres algo.
O, quizá, convéncete de que lo haces por el niño.
Un padre se encamina al mostrador de recepción, espera de pie al director gráfico de la segunda editorial de ciencia ficción en bolsillo de la ciudad; nada de las oficinas piratas de Belmont Books, los talones con tres meses de retraso y los despachos en el barrio de moda con seis tipos con la camisa manchada de comida china; no, esta es una editorial como Dios manda: recepcionista adusta con un bote de caramelos y un teléfono en el que parpadean tres líneas a la vez. Otro padre, en el centro de la ciudad, es invitado a abandonar la calle plagada de peleterías con prendas de temporadas pasadas y vagabundos adolescentes blancos y a entrar en la extraña fortaleza de ladrillos por un individuo de voz atronadora que se disculpa porque los demás llegarán tarde pero asegura que no hay ningún problema. Estupendo, estupendo. El padre del centro asiente sin inmutarse, desquitándose con el tipo, sintiéndose un imbécil por haber llegado temprano, por ser el primero.
Por tanto, dos padres a los que dan más tiempo para sufrir del que esperaban. Entonces el director gráfico llega para estrechar la mano del padre de la parte alta de la ciudad, el tipo lleva un chaleco de punto y mordisquea una pipa apagada, es el típico moderno asalariado y bien alimentado de los pies a la cabeza; mientras, en el centro de la ciudad, en ese mismo momento se abren de golpe las puertas de Electric Lady y bajando de una limusina blanca aparcada junto al bordillo aparece la banda al completo con sus gafas a lo Elton John, sus boas y sus sombreros de chulo -el bajista lleva traje de astronauta: hombreras y cinturón de satén-, porque así es como visten y no para subirse a un escenario o para una sesión de fotos, sino porque son un puñado de tarados que se creen Jimi Hendrix y Sly Stone y Marvin el Marciano todos en uno; y el padre recuerda que conoce a esos tipos, que les gusta y que por eso está allí, todos provienen del mismo lugar. Mierda, todos -él y hasta el último de aquellos payasos- firmaron por la Motown en otros tiempos.
El tipo lo guía adentro por el codo diciendo: «Encantado de conocerte, Ebdus. Tengo la impresión de que los dos nos vamos a alegrar de que llamaras».
Chocan esos cinco con la mano arriba y abajo, insisten en toda la parafernalia habitual: «Eh, tío, esta mañana no había quien nos sacara de la cama. Te vas a cagaaar de gusto cuando escuches el tema, tío».
«Belmont se te quedó pequeño incluso antes de que empezaras a trabajar para la empresa, Ebdus. No creas que tu trabajo pasó desapercibido. Esta es una industria pequeña; al menos, una vez estás dentro. Es como el instituto, todo el mundo sabe quién es el chico de moda. Sinceramente, no entiendo por qué no acudiste a nosotros de entrada.»
«Olvida el papeleo legal, tío. Pondremos otro nombre en la carátula, te llamaremos… eh… Pee-Brain Rooster. ¿Te gusta? Cualquiera que tenga oído sabrá que eres tú en cuanto abras la boca, tío. En cuanto sueltes ese vozarrón que tienes, cabrón. Arreglaremos los asuntos legales en otro momento, tío, no te preocupes.»
Lo que un padre no dice es que estar allí es admitir que se ha comprometido en alguna especie de carrera profesional. El acuerdo con Belmont, se había repetido siempre con lógica perversa, era un favor que hacía a Perry Kandel: así su antiguo profesor podía imaginarse que lo había traído de vuelta al mundo. Era una payasada. Además, la idea de los Nuevos Especiales Belmont sugería una suerte de acuerdo limitado, un trayecto con final. Pero realizar la llamada y acudir a la cita equivalía a confirmar que ahora era un ilustrador de libros de bolsillo, un artista comercial. Y una bienvenida tan efusiva significaba, pese al desprecio que rezumaban sus pinceles, que había hecho un trabajo aceptable. En el ascensor se habría jurado que oía la risa amarga de Perry.
Lo que el otro padre no dice es que pese a que envidia la libertad de esos hombres vestidos de proxenetas y superhéroes de dibujos animados, que pese a que una parte de él piensa «Mierda, por qué no me tiraría al rollo rarito, por qué me he mantenido fiel al acartonado estilo Filadelfia», otra no cree que las voces y la música del tema de fondo valgan la pena. El funk es soul de ácido, para bien y para mal; y ese día, para mal. El tema no va a ninguna parte, a su modo es un mal tema disco. Disco pornográfico, eso es lo que es. El padre se esperaba canturrear sobre un fondo armónico pero las armonías son pésimas y, por primera vez desde que dejara los Subtle Distinctions, echa de menos sus voces dulces y tensas, el cojín de sonido limpio y terso que le ofrecían para que, con esa base, se extasiara, volara.
«¿Te apetece un café? La verdad es que no está nada mal.»
«Oye, tío, la comida está al caer. ¿Necesitas un toquecito?»
«¿Ocurre algo?»
«Pide por esa boquita, tío.»
Padres, padres, ¿por qué estáis tan lúgubres? Hoy habéis salido de casa, de vuestro escondite, y se os ha acogido con una cálida bienvenida. Sonreíd, padres. Relajaos. Hoy el mundo os quiere.