5

Al cabo de cinco semanas estaba preparado para vender los desnudos. No dejaban de darle vueltas en la cabeza, hablaban entre ellos en susurros distorsionados desde paredes opuestas, le devolvían su imagen reflejada como espejos deformantes; los desnudos, junto con el teléfono sonando sin cesar, la encimera de la cocina abandonada y los ceniceros todavía sin vaciar daban a la planta del salón el aspecto de un cráneo sin cerebro, un cráneo vacío decorado con recuerdos, déjà vu. Ella no iba a volver, y los lienzos le recordaban como huellas todavía calientes que lo sabía.

Erlan Hagopian, un coleccionista armenio que vivía en el Upper East Side, había visto los cuadros hacía dos años. Había pedido verlos después de que uno de los lienzos participara en una exposición colectiva en la calle Prince a petición del ex profesor de Abraham Ebdus: una petición que Abraham debería haber rechazado, una vanidad, un error. Hagopian y el marchante de la calle Prince se habían pasado por Dean con la intención de ver los cuadros y el estudio. Abraham no les había dejado, para proteger la película, para proteger su obra secreta y fomentar sin querer la confusión de que los desnudos eran recientes o que continuaba trabajando el lienzo. No lo hacía. Sus pinceles gruesos se pudrían, ni siquiera los había lavado bien la última vez que los había tocado. Aquel día Erlan Hagopian había montado toda una puesta en escena para preguntar el precio de toda la sala, quería saber la cifra que debería escribir en un talón para robarle al salón su protección carnosa de un solo gesto grandilocuente. Confiado, sin duda, en que se le rechazaría la oferta: al menos el armenio había sabido interpretar el retraimiento de Abraham Ebdus. Aunque quizá no tan bien como para esperarse lo que consiguió: que se le denegara incluso uno solo de los cuadros. La recompensa de Abraham Ebdus fue el saludo apenado, de mano temblorosa, del marchante de gafas de sol y melena dorada de la calle Prince. Aquella mirada valía más que cualquier cifra en un talón.

Ahora, pasados dos años, Ebdus telefoneó directamente a Hagopian, consciente de que saltarse al marchante -un secreto que no duraría ni un «minuto neoyorquino» si efectivamente Hagopian compraba obras de arte- era como quemar un puente hacia su vieja carrera, un puente al SoHo, a Manhattan. Abraham Ebdus estaría encantado de que el puente desapareciera. Le había dado la espalda a la ciudad que se extendía al otro lado del río y se encaminaba en dirección contraria, hacia un desierto de su propia creación, un desierto llamado celuloide.

Erlan Hagopian, por razones propias, no lo dudó. Pareció captar la lógica de la capitulación de Abraham Ebdus: cuando te pedí que pusieras precio a una sala llena de cuadros te negaste a venderme ni uno solo y, en ese gesto excesivo, esa subestimación infantil del poder del dinero, se escondía ya la semilla del momento que acabaría por llegar en que inevitablemente vendrías a rogarme que te los comprara todos. Naturalmente.

Quizá Erlan Hagopian siempre había querido comprar la sala entera de desnudos y ahora sería capaz de admitirlo. Quizá compraba salas enteras de desnudos todas las semanas. Quizá había intuido la muerte de la carrera pictórica de Abraham y sabía que estaba coleccionando una luminosa e inmensa lápida, quizá Rachel Ebdus era ahora su amante, cautiva en un lujoso ático de la avenida Park, y los cuadros eran solo el sello de un acuerdo invisible que Abraham Ebdus no era consciente de estar enmascarando. En cualquier caso, Erlan Hagopian no pidió ver los cuadros una segunda vez. Envió un cheque y un camión.


La amistad de Dylan Ebdus con Mingus Rude transcurría en breves ventanas de tiempo que puntuaban las frases calladas de sus días. No había una única historia: por lo que Dylan sabía, Mingus podía andar luchando contra el Hombre Topo en el anexo de la ES 293, donde iban los de sexto, mientras él, en quinto, seguía atrapado en la Zona Negativa y no importaba, no había ninguna contradicción, al fin y al cabo tampoco eran los Cuatro Fantásticos, solo un par de chavales. Para cuando Dylan volvía a ver a Mingus les habían pasado demasiadas cosas a los dos para poder contarlas. Porque Dylan intuía que Mingus arrastraba su propia carga secreta, su propio mundo cambiante que latía bajo el silencio. No tenían más opción que retomar la relación donde la habían dejado, juntar lo que todavía tenían en común. Fingías dar por supuestas las novedades del otro, un pacto aceptado instintivamente para garantizar que sabrías sobrellevar la situación.

Entremedias podía pasar cualquier cosa y así empezaba a ocurrir. Un ejemplo: el día en que Robert Woolfolk, sin ningún esfuerzo, acorraló a Dylan en el patio del colegio llamándolo con un gesto de los hombros y diciéndole: «Tú, Dylan, tío, ven que te vea un momento». «Que te vea un momento», como si el mismo Dylan fuera ahora una botella de Yoo-Hoo que beber o una bicicleta sobre la que girar la esquina de la manzana para siempre. Dylan había dado un paso, dos pasos, en dirección a Robert Woolfolk, incapaz de comprender cómo negarse, y se encontró a solas con él.

Robert le dijo, somnoliento:

– Vi que sacaban a tu madre de casa desnuda.

– ¿Qué?

– En un camión. La envolvieron con mantas, pero se soltaron. La vi exhibirse por toda la manzana como una puta.

Dylan calculó las distancias entre el lugar donde se encontraban y las cuatro salidas del patio, desesperándose ante aquella tarde de noviembre vacía que había sucumbido al Principio Woolfolk de la deserción humana.

– No era mi madre -fueron las palabras que salieron de la boca de Dylan. Ni siquiera respondían a medias a la locura de Robert.

– Salió de tu casa, tío, desnuda como una zorra. No me mientas. La metieron en un camión de la poli y se la llevaron.

Ahora Dylan estaba desconcertado. ¿Había visto Robert Woolfolk algo que él no había presenciado? No podía estar confundiendo cuadros con una persona, transportistas de arte con policías.

Al mismo tiempo creció en su interior una oleada de miedo, consciente de que Robert Woolfolk, por confundido que estuviera, había entendido que Rachel ya no andaba cerca para pegarle otra vez.

Robert continuó hablando, en un tono de razonable conmiseración.

– Supongo que la han metido en la cárcel. La deben de haber encerrado por locaza y zumbada.

– No estaba desnuda -se defendió Dylan-. Eran pinturas.

– A mí no me pareció que fuera pintada cuando la vi. Se paseaba por toda la calle para que la viera todo el mundo. Pregunta a cualquiera, si es que me tomas por un bolas.

– ¿Un mentiroso?

Aturdido, Dylan quería llevar a Robert Woolfolk a casa para mostrarle las marcas de polvo y las sombras de la pintura de las paredes del salón donde antes colgaban los cuadros, los cuadros ausentes de una mujer ausente, fantasmas de un fantasma.

– No me llames bolas, tío, si no quieres pillar, blanco. Enséñame la mano.

– ¿Qué?

– La mano. Va. Que te voy a enseñar una cosa.

Robert rodeó la muñeca de Dylan con sus largos dedos y la giró hacia abajo mientras Dylan lo contemplaba fascinado como desde una gran distancia, luego la retorció de un solo gesto rápido hacia el omóplato de Dylan obligándole a doblarse por la cintura, siguiendo la línea de fuerza. La mochila de Dylan se quedó colgando por encima de su cabeza y los folios cayeron al suelo entre sus rodillas. La sangre y la respiración le subieron a la cabeza.

– ¿Ves? No dejes a nadie que te lo haga -dijo Robert-. Harás lo que te pidan porque te retorcerán el brazo detrás de la espalda. Te lo digo por tu bien. Recoge tus cosas y lárgate.

Nada de todo eso se podía contar. Sentados bajo la débil luz invernal que se colaba por la ventana del patio trasero de Mingus Rude -con Barrett Rude Junior en el piso de arriba desde donde llegaban las notas de la Average White Band y sus pisadas rítmicas mientras ellos hojeaban, con las cabezas agachadas y juntas, los números nuevos de Luke Cage, héroe de alquiler y Warlock-, Dylan no podía preguntarle a Mingus si él también había visto a los transportistas cargar el camión o si, por el contrario, había visto a la policía imaginaria de Robert Woolfolk. Para empezar, no quería nombrar la desaparición de Rachel para no grabarla en la historia de la calle Dean. Y si Mingus había presenciado el desfile de lienzos carnosos, Dylan tampoco quería saberlo. Además, no podía describir cómo aquello había desequilibrado la balanza de terror que Rachel había arraigado en Robert Woolfolk porque intuía, intranquilo, que era mejor que Mingus y Robert siguieran sin saber nada el uno del otro. Si estaban destinados a conocerse, Dylan no quería ser quien los presentara, y si ya se conocían, Dylan tampoco tenía ninguna prisa por enterarse. Por último, no podía preguntarle a Mingus Rude si los negros llamaban «bolas» a los mentirosos porque Mingus Rude era negro. Más o menos.

De modo que la escena se componía de silencio, bocadillos de cómic y el golpeteo de un bajo en el tocadiscos del piso de arriba.

Una tarde de diciembre Mingus bajó su carpeta de anillas, un cartón doblado forrado de tela azul con las puntas peladas, y Dylan vio que la superficie alrededor de la vieja pegatina de los Philadelphia Flyers estaba cubierta de garabatos de bolígrafo, rayas que se repetían como óvalos del Spirograph, intentos en pos de una forma perfecta que se resistía. Eran los mismos garabatos que había en las paredes del colegio, transportados a la calle Dean y dejados caer sobre la escalinata de casa de Dylan.

– Es mi tag -dijo Mingus al ver que Dylan escudriñaba la nube de ruido visual-. Mira.

Arrancó una página y, cogiendo el bolígrafo muy abajo y sacando la lengua torcida hacia la mejilla en gesto concentrado, escribió «DOSE» en mayúsculas sesgadas. Luego volvió a escribirlo con letras confusas propias de un bocadillo de tebeo en las que apenas se distinguía la D de la O y la E estaba tan hinchada que los tres palos se superponían: una vaga imitación, a juicio de Dylan, de los efectos sonoros de la Marvel Comics.

– ¿Qué significa?

– Es mi tag, mi firma: Dose. Lo escribo.

Un nuevo dato. Cualquiera podía tener un tag. El propio Dylan podía tener uno un día de esos. No sabía si recibiría más explicaciones. Las escasas horas de luz invernal constituían una forma de paciencia, una réplica estoica a ninguna pregunta en concreto. Rachel había vaciado la casa de cierta histeria, reemplazándola por el teléfono y timbrazos varios. Un día tenía zumbido igual que una concha marina. Dylan miraba la televisión, miraba el correo, miraba a su padre subir con dificultad las escaleras hacia el estudio. Escuchaba a bajo volumen los discos que había abandonado su madre: Carly Simon, Miriam Makeba, Delaney & Bonnie. Desde la ventana con barrotes del aula del segundo piso miraba a los conserjes avanzar renqueantes por entre una fina alfombra de nieve hacia los contenedores, recién cubiertos de garabatos. Dylan había empezado a entender algunos nombres, a interpretar el desorden. La mayoría de las cosas habían ocurrido antes de que llegara Dylan, por eso resultaba crucial darlas por sentado. Podías sintonizar un ejemplo cualquiera en las reposiciones televisivas: Habitación 222, El noviazgo del padre de Eddie, Patrulla juvenil. Todas ellas, modelos ejemplares de la vida cotidiana, la resaca de la normalidad.

Dylan Ebdus y Mingus Rude nunca hablaban de las cosas que les ocurrían en compañía de otros. Vieron la Super Bowl en el salón de Mingus Rude, después de cerrar una apuesta de cinco dólares en la habitación del sótano en la que Mingus optó por los Pittsburgh Steelers y Dylan, empujado por la estética del casco, por los Minnesota Vikings. Luego subieron de puntillas, bajo la atenta mirada de los discos de oro. Habían remodelado el salón, se habían llevado la cama de agua y habían colocado el sofá y un butacón enorme junto a un mastodóntico televisor a color. Barrett Rude Junior estaba sentado frente a la pantalla como en un trono, con pantalones de satén azul y un batín de seda abierto, sus gruesos brazos colgaban de los lados con las palmas abiertas y había despatarrado las piernas a medio camino del televisor. Las volutas de pelo negro y blanco eran como falsos principios, cursivas inacabadas escritas sobre la página marrón del pecho. Apartó un poco la mirada de los preliminares del partido para fijarse en Dylan y entornó los ojos tras las gafas de abuela, arrugando la perilla al fruncir los inmensos labios.

– Amigo tuyo, ¿no?

Mingus obvió la pregunta, se sentó en el sofá.

– ¿Cómo te llamas?

– Dylan.

– ¿Dylan? Conozco al tipo, tío. ¿Con qué equipo vas, pequeño Dylan?

– ¿Eh?

– ¿Con qué equipo vas?

– Le gustan los Vikings -dijo Mingus, ausente, hundido en una especie de estado de trance inducido por su padre y la inmensa pantalla palpitante.

– Perderán los Vikings -sentenció Barrett Rude Junior, con tal rotundidad que por un momento desconcertó a Dylan: ¿es que no estaban todos allí para descubrir quién ganaría? El partido no era una reposición-. ¿Conoces a los Dolphins?

Dylan mintió:

– Sí.

– Me entrené con ellos, en el verano del setenta y uno. Trae la foto, Gus.

Mingus se levantó del sofá y entró en el dormitorio enmoquetado de su padre, regresó con una fotografía a color enmarcada, tomada desde abajo, de Barrett Rude Junior con uniforme de jugador de fútbol americano y la pelota pegada al pecho y una mirada soñadora puesta a mundos de distancia de la lente.

– Mercury Morris dijo que daría la campanada como wideout suplente, pero no tuve oportunidad de triunfar. La maldita discográfica dio al traste con todo, pensaban que no me sabía cuidar solito. Me costó un partido de la Super Bowl, tío.

La voz de Barrett Rude Junior se fue apagando, dirigida a nadie en particular. El partido, cuando empezó, resultó ser una gran monotonía verde: de hombres robóticos jadeantes y de interés de Dylan. El fútbol era una disposición de errores, una prueba de lo poco probables que eran la mayor parte de las cosas. Mingus mantuvo en privado su apuesta, animando como un maníaco a que cualquiera lanzara al aire la pelota. Dylan canturreaba mentalmente los anuncios: «Me gustaría invitar al mundo a una Coca-Cola», «Indi-gestión». Barrett Rude Junior retorcía los dedos, siguiendo el ritmo de alguna melodía en el apoyabrazos del butacón.

– Gus, tío, tráeme un Colt de la nevera.

La botella amarilla de litro sudaba perlas a causa del radiador del apartamento. Barrett Rude se secaba los dedos en la rodilla cubierta de seda azul después de cada trago, formando manchas húmedas que se evaporaban, pero dejaban rúbricas arrugadas, rastros.

– En la media parte os daré diez dólares y vais a comprar algo para hacer unos bocadillos. A la tienda de Buggy, a por ese queso sueco que me gusta. Detesto el queso puertorriqueño que venden donde Ramírez, tío.

Barrett Rude Junior decía «Buggy» como el resto de la manzana, daba lo mismo que nunca saliera a la calle. Los motes entraban en casa. Una vez más, quedaba demostrado que la manzana formaba un todo. Las casas de ladrillo rojo tenían oídos, mentes.

Dylan y Mingus se envolvieron en los abrigos y se embutieron los sombreros hasta los ojos. El viento soplaba con fuerza en la esquina de la calle Bond, azotando sus piernas huesudas, silbando por entre las aberturas de las deportivas Keds. Llevaban los puños cerrados en los bolsillos, tenían las palmas sudadas y los nudillos congelados. Abrieron la puerta de Buggy contra el viento. La mujer y su pastor alemán se acercaron como dos apariciones, criaturas de Marte que se asomaban al cristal. Un niño negro y uno blanco comprando queso y mostaza. Tal vez Buggy no supiera que estaban dando la Super Bowl, incluso podía pensar que la palabra tenía algo que ver con lavabos, con algún producto azul cubierto de polvo colocado en el estante más alto y que nadie compraba.

Mingus y Dylan prepararon los bocadillos y se los comieron entre los tres: Barrett Rude Junior puso por las nubes el sabor de la mostaza caliente mientras se chupaba los dedos, rezongaba y atacaba una segunda botella de licor de malta. El tercer cuarto fue un desierto de luz artificial, los jugadores se amontonaban sin orden ni concierto, el tiempo se hizo interminable. En algún lugar quizá se estuvieran estrellando aviones cargados de hielo, Manhattan podía haberse partido en dos y estar yendo a la deriva hacia el mar. Brooklyn era la isla del invierno. Fuera estaba oscuro como si fuera de noche. Jamás habrías adivinado que la Super Bowl era tan lúgubre y pesada. La toma que mostró un zepelín empujado por el viento no alivió el aburrimiento. Mingus mantuvo la vela, encerrado en sí mismo, apaciguado, impresionado por su padre. Dylan se alejó de rodillas y curioseó entre la colección de discos de Barrett Rude Junior que llenaba el rincón de debajo de la repisa de la chimenea. Dylan los pasaba hacia delante y hacia atrás, Afrodisiac de Main Ingredient, BlackEyed Blues de Esther Phillips, The Inflated Tear de Rahsaan Roland Kirk, Wack Wack de los Young Holt Trio, los nombres y los diseños de las portadas eran ventanas a un mundo lejano tan cargado de significados irrecuperables como cualquier cómic de Marvel.

– No mires eso ahora -dijo Barrett Rude Junior, vagamente molesto-. Siéntate y mira el partido. -Entornó los ojos, como si por primera vez viera a Dylan al completo.

La blancura del chico en la casa del negro.

– ¿Tu madre sabe que estás aquí? -preguntó Barrett Rude Junior.

– La madre de Dylan se ha ido -informó Mingus desde el sofá.

– ¿Tu madre se ha marchado?

Dylan asintió.

Barrett Rude Junior sopesó la información. La presencia de Dylan en el salón quedaba explicada, quizá fuera esa su primera conclusión. Luego, despacio, cayó en la cuenta de algo más. Dylan notó en la mirada de párpados pesados de Barrett Rude un atisbo de ternura, la sintió como la luz de un faro que se girara para enfocarle.

– La madre se ha ido, pero el chico sale adelante.

Barrett Rude Junior pronunció la frase dos veces. La primera vez las palabras emergieron densas, deliberadas, masticadas. La segunda vez fue un eco de la primera, convertida la frase en el verso de una canción de amonestación, de seducción: «La madre se ha ido, pero el chico sale adelante».

Dylan volvió a asentir, embobado.

El padre de Mingus Rude todavía sostenía la botella amarilla por la base. La movió en círculos, brindando ante una mesa invisible.

– Está bien. Estás bien. Ya mirarás los discos en otro momento, pequeño Dylan, ahora siéntate y mira el partido.

¿Barrett Rude Junior le recordaba a Rachel? ¿O es que era el rato más largo que la palabra «madre» había resonado en el aire desde que Rachel se había marchado? Dylan tuvo la impresión de que Rachel se había colado en el salón, en forma de niebla o nube, de formación meteorológica. Mingus Rude se retorció en el sofá, no quería mirar a Dylan a los ojos: por lo visto, también él notaba la presencia, de Rachel Ebdus o de alguna otra madre, presionándole desde arriba como una fuerza, como el tiempo meteorológico. Luego la presencia desapareció de su vista, el ángulo de la cámara cambió en favor de la lucha por las yardas, de los corredores contorsionándose en el campo dividido a rayas, del casco que alguien en la banda abrazaba como a un bebé, de la larga espera hasta llegar al extremo opuesto del campo.

Cuando al final Mingus Rude alzó un puño y dijo «He ganado», su padre le preguntó:

– ¿Qué has ganado?

– Dylan y yo habíamos apostado.

– ¿Cuánto?

– Cinco dólares.

– No juegues así con un amigo. Hasta el más tonto sabe que los Vikings son incapaces de ganar la Super Bowl. Ven aquí. Que vengas aquí.

Cuando Mingus se acercó lo suficiente, Barrett Rude alargó la mano abierta, arrastrando con ella el batín y dejando al descubierto un pezón extrañamente suave y grande, y abofeteó a su hijo en la mejilla. Podría haber pasado por un cachete cariñoso si la voz de Barrett Rude, aquella orden teatral, no hubiera indicado lo contrario. Dylan vio a Mingus apoyarse ligeramente en los talones de las deportivas a la espera de otro bofetón más fuerte. Pero Barrett Rude se desinteresó, se examinó la mano por delante y por detrás como si tuviera algo escrito. Luego añadió:

– Si quieres dinero, no se lo robes a un amigo. -Alargó un brazo hacia la repisa de la chimenea y arrancó un billete de veinte de un fajo, se lo tiró a Mingus-. Ponte el sombrero y acompaña al pequeño Dylan a su casa. Y de regreso cómprate algo, so burro, que me tienes harto de repetirte las cosas.


Los días de invierno eran imágenes estáticas vislumbradas entre los cambios de canal. La nieve se pudría en la calle como encías enfermas. Las casas de protección oficial estaban cerradas a cal y canto, los niños no salían. Quizá Henry estuviera lanzando al cielo una pelota de fútbol y atrapándola él mismo. Alberto le había abandonado, lo había cambiado por amigos nuevos, más puertorriqueños. Era asombroso ver a Henry venido a menos, ver hasta qué punto su posición había dependido de Alberto. Mingus aparecía por la manzana al anochecer o se escondía durante semanas. Los cómics se volvían extraños, los tiraban al suelo disgustados. Dejaron de publicar Warlock, nunca llegaron a saber cómo terminó su batalla con Thanatos. El regreso de Jack Kirby, el Rey, a Marvel, tras su exilio en DC Comics, seguía levantando polémica. Dylan se imaginaba a Kirby en un laboratorio depurando las toxinas de Superman de su cuerpo, recuperándose de una intoxicación de kriptonita.

Un chico saltó desde un quinto piso del centro de reinserción social de la calle Nevins y se empaló en los pinchos de una verja de hierro, de la que hubo que cortar una sección para trasladarla con el muchacho al quirófano del Brooklyn Hospital. Los niños iban de excursión a ver la verja hasta que los reveladores pinchos fueron coronados por una barra de acero que los unía por las puntas. No supiste que se trataba de un centro de reinserción hasta que el chico saltó, luego resultó que todo el mundo lo sabía. Igual que con el Centro de Detención de Brooklyn en la avenida Atlantic, habías esquivado el edificio por puro instinto, adivinando algo que no podrías haber sabido.

Dylan y Abraham se quedaban despiertos hasta tarde para ver Saturday Night Live, pero a los diez minutos Abraham decidía que no lo entendía y rebuscaba enfadado un disco de Lenny Bruce que no estaba en su sitio. El tiempo estaba retrocediendo, decía Abraham. Antes las cosas eran divertidas e importantes. Dylan se lo creía. Un día Dylan se encontró a Earl lanzando con fuerza una Spaldeen contra la fachada de la casa abandonada mientras repetía una y otra vez, apretando los dientes: «¡Soy Chevy Chase, y tú no!». Earl estaba furioso, desconsolado, en ese momento no era amigo de nadie. Jugar a la pelota se había convertido para cualquiera en un gesto de nostalgia explícita. Si un puñado de niños se reunían a jugar eran como los puertorriqueños sentados en las cajas de leche de la esquina, rememoraban el pasado, cumplían refunfuñando un ritual. Los juegos con pelotas desaparecían como las falsas modas, pasaban como los estados de ánimo. Marilla y La-La cantaban, casi a gritos: «Tiraré el cobertizo, me montaré una cancha, me pondré tu peluca de mujer, si no vuelves, debería darte vergüenza, oh, ¡qué vergüenza! ¡Si tampoco sabes bailar!».

Un cálido sábado de marzo Dylan quedó con Mingus a mediodía para ir a la calle Court, cruzando el parque lleno de porquería que se extendía más allá de Borough Hall, en una solemne misión que Dylan no entendía. En el parque compraron perritos calientes y knishes envueltos en grasiento papel parafinado de un puesto humeante, Mingus sacó un billete de cinco hecho una bola del bolsillo del abrigo. Mingus volvió a envolver la mitad de su knish y lo metió donde antes llevaba el dinero, almacenándolo para el desconocido destino. Justo pasado el monumento a la guerra, el parque descendía hacia el final de Brooklyn, las maltrechas orillas del río: aparcamientos, barcazas de la basura, los depósitos de porquería de la ciudad. La vía rápida Brooklyn-Queens era una sombra vibrante bajo la cual las calles todavía lucían adoquines en algunos sitios mientras que en el resto los antiguos raíles del tranvía asomaban medio enterrados en el alquitrán.

Mingus le iba mostrando el camino. Dieron una vuelta bajo la vía de acceso hasta encontrar una escalera de piedra que subiera al paseo del puente iluminado por el sol, luego cruzaron por encima del río mientras el tráfico aullaba enjaulado a sus pies y el cielo gris encapotado se pegaba a las venas del puente, el lomo de dinosaurio de Manhattan que iba descubriéndose a medida que remontaban la gran curva sobre el río. Los listones del paseo eran irregulares, algunos estaban podridos. Solo un armazón de alambres atornillados separaba las zapatillas deportivas de Mingus y Dylan del agua brillante, rítmica. El puente era un razonamiento o una súplica al espacio.

Se detuvieron a dos tercios del puente. En la vasta torre plantada en la boca de Manhattan había dos pintadas espléndidas, en aerosol rojo y blanco y verde y amarillo rociado a una altura fantástica sobre la piedra rugosa, los bordes se habían corrido debido a la textura geológica. La primera pintada decía «MONO», la segunda, «LEE», sílabas vacías de contenido como el «DOSE» de Mingus.

Dylan comprendió lo que Mingus quería mostrarle. Los nombres pintados habían conquistado el puente, uniéndolo a la calle secreta, reclamándolo para Brooklyn. La distancia entre las atronadoras, atemporales y borrosas letras de tres metros de Mono y Lee y los garabatos en carpetas y paredes, aquellas señales de gnomos presentes por todas partes, podía salvarse paso a paso. Los tags y sus autores invisibles eran el próximo juego de las chapas, los siguientes superhéroes de la Marvel, la tradición oculta. Mingus Rude sacó el knish a medio comer y lo mordisqueó y los dos se quedaron de pie, sobrecogidos, cual simios ante un monolito, atisbando el futuro sin comprenderlo. Los coches que pasaban por debajo no sabían nada. De todos modos, los que iban en coche no eran neoyorquinos, se equivocaban en algo básico. Los dos niños de la pasarela, en apariencia inmóviles, avanzaban más rápido que los coches.

Mil novecientos setenta y cinco.

Dylan Ebdus y Mingus Rude en la primavera de 1975 caminan por la calle Dean de vuelta a casa analizando los tags en tinta negra y violeta pintados en buzones y farolas -DMD y FMD, DINE II y SCAR 56-, tratando de descifrar el código, articulando las sílabas en silencio. Dylan y Mingus, juntos y solos, en sus ventanas de tiempo, su puntuación. Uno, cruzando Nevins para esquivar a un grupo de niños de las casas de protección oficial, escondiendo su cara blanca en la capucha de la chaqueta; otro, moviéndose con bandas de chicos negros después de clase para regresar más tarde, solo, a la calle Dean. Los dos, uno de quinto y otro de sexto, varados en distritos distintos, en yoes distintos. Niño blanco, niño negro, Capitán América y Halcón, Puño de Hierro y Luke Cage. En ventanas de tiempo, regresando a la misma manzana desde escuelas distintas, dos casas de ladrillo rojo, dos padres, Abraham Ebdus y Barrett Rude Junior levantando la tapa de papel de aluminio para cenar frente al televisor y descubrir que guisantes y zanahorias han invadido la carne con puré de patatas al estilo Salisbury y dejar la comida en la mesa en adusto silencio. La cena en silencio o con el sonido de la televisión ahogado por el aullido de las sirenas, la calle Nevins es un carril para los bomberos, un sendero de destrucción, las casas subvencionadas arden de nuevo, desde la ventana de un piso de la planta dieciocho asoma un colchón humeante, atascado. La cuadrícula de distritos, las calles de casas rojas apiñadas entre la prisión y las casas subvencionadas, los jardines Wyckoff, las casas Gowanus. Las putas de la calle Nevins y Pacific. Los chavales de instituto saliendo del Sarah J. Hale toda la tarde, las chicas negras más grandes ya que las madres, la Tercera Avenida, otra tierra de nadie, el descampado donde «violaron a aquella chica». El centro de reinserción social. Todo eran centros de reinserción, salías de tu escuela de reinserción e intentabas seguir tu curso a través del vecindario de reinserción para regresar a tu casa de reinserción, tu casa medio vacía. Dylan Ebdus y Mingus Rude como figuras emergiendo de neblinas de silencio cada pocas semanas para leer un cómic o entretenerse escribiendo tags en boli, simulacros, ensayos para otra cosa.


El despacho de su antiguo profesor no había cambiado en nada, de modo que tal vez todo era un sueño, un error. Tal vez estuviera saltándose una clase de la universidad de la calle Ciento treinta y cinco para visitar la asociación de alumnos de bellas artes de la calle Cincuenta y siete en 1961; tal vez fuera de nuevo un chaval de la avenida Columbus embobado como si ni siquiera fuera neoyorquino, como un paleto perdido en el paraíso de los pantalones de tiro corto, seguro de ver a De Kooning en cada esquina, aireando su recién dejada perilla y rogando para que nadie lo pusiera en evidencia y lo desterrara lejos del centro. Por aquel entonces no conocía Brooklyn, salvo Coney Island, aquel país de las maravillas desvaído y lejano donde, con diecisiete años y puesto de Coca-Cola, bajó la pasarela de madera chirriante y, rayado a franjas de sol y sombra, desabrochó su primer sujetador, el de Sasha Koster, y, con las pelotas doloridas, eyaculó espontáneamente en sus apretados calzoncillos. Debería haber sabido que al verter así su semilla, en la arena fría y sucia de Brooklyn, se había condenado. Que aunque las calles MacDougal y Bleecker parecían su futuro acabaría casándose con una modelo artística de Williamsburg que había abandonado sus estudios en Hunter, fumadora empedernida de tabaco y marihuana, una hippy de antes de que existieran los hippies, y terminaría criando un niño él solo en una casa adosada a cinco manzanas del canal Gowanus. Al exponer los pechos de Sasha Koster al aire salado había jurado lealtad al Nueva York continental.

El despacho seguía igual y Perry Kandel seguía igual, todavía harapiento como un genio con un suéter con coderas, los dientes y la piel todavía grises como un boceto a carboncillo borrado y el pelo desordenado como en una caricatura de un loquero publicada en el New Yorker. Kandel inclinó su imperturbable cintura por encima de la mesa para darle la mano a Abraham, luego volvió a sentarse y habló como si retomara un argumento que llevara media vida elaborando pero que, aunque viviera dos veces, jamás alcanzaría a concluir.

– Los pensadores no están pensando, Abraham, los profesores no están enseñando. Los escritores no escriben, en lugar de escribir se suben al escenario y se pajean, emulan a Mailer y Ginsberg. Hemos perdido a una generación. Los jóvenes entran en mi despecho y me anuncian su intención de vivir en una cúpula geodésica y criar abejas o de componer música coral en esperanto. De hacer happenings. La tradición está kaput. Nada es lo bastante bueno; desde ese gilipollas con orejeras de Warhol, ya no. Ni siquiera resulta ya lo bastante interesante ser un hombre o una mujer. Fui a ver una supuesta «película» en el Quad y en tres horas solo descubrí que a David Bowie le falta el pene. Ese ya ni siquiera puede pajearse. En cuanto a mí, no soy tan ambicioso, solo busco que los pintores continúen pintando, al menos, algunos. Tú, Abe, eres una gran decepción.

– Habías dicho algo de un trabajo, Perry. No me tortures.

– Lo considero un acto de desesperación. Cuando vendiste los lienzos a Hagopian no estabas vendiendo, estabas enterrando pruebas como un animal culpable. Te avergüenzas de la pintura, te incomoda. ¿Qué? ¿Te sorprende? ¿Crees que no me llegan las noticias?

– ¿Te han llegado noticias sobre el naufragio de mi matrimonio?

Abraham Ebdus pronunció las palabras que hasta entonces había callado y miró a su antiguo profesor a los ojos, deseoso de sorprenderlo y acallarlo. De hecho, solo había conseguido asombrarse a sí mismo. Perry Kandel ni siquiera se detuvo a coger aire.

– Existe un problema que nadie ha solucionado. Un pintor deja un rastro de matrimonios rotos si, para empezar, tiene la suerte de acostarse con alguien, pero, pero, pero… en esencia continúa cubriendo lienzos de cola y pigmento. Así es como se gana el derecho a seguir rompiéndolos.

Abraham no iba a rebajarse a mencionar hijos ni hipotecas.

– Si me llamaste por teléfono solo para que viniera a recibir lecciones…

– Mira, es un trabajo. Tú decides si está hecho para ti. Implicaría la aplicación de pintura mediante un pincel, pero solo con fines totalmente carentes de gusto y absolutamente censurables, de modo que relájate. No debería comprometer la renuncia a tu talento.

– Agradezco la preocupación.

– De nada. Un editor que conozco, un tipo listo ante el que con frecuencia pierdo dinero en el póquer, me preguntó si conocía pintores jóvenes con aptitudes tanto figurativas como abstractas y con cierto sentido del color. Le contesté que por supuesto, que a un par. Edita una colección de ciencia ficción de bolsillo que quiere comercializar con la vista puesta en los adultos, para variar, en el mundillo universitario. A saber qué se imagina que es eso. De modo que busca a alguien de fuera del circuito de pintores comerciales habitual. Alguien «de más calidad», en palabras suyas. Personalmente, cada vez que oigo algo así me echo a temblar. No me gustaría que me aplicaran el comentario.

Pese a la certeza de que pronto retomaría su arenga galáctica, Perry Kandel se tomó un respiro para saborear su última floritura retórica como si chupara un puro invisible. Luego, fijado el precio -Abraham Ebdus era más consciente que nunca de que todo tiene un precio-, su antiguo profesor garabateó un nombre y un número de teléfono en el duplicado rosa del formulario de evaluación de un estudiante y lo empujó por encima de la mesa.

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