En los años comprendidos entre Elmira y Watertown, la vida de Dose en la calle fue solo una sombra, un débil sueño entre condenas.
Una salida se confundía con otra en una repetición propia de la Zona Negativa compuesta de mil descensos del autobús de Riker’s en la plaza Queensboro. Allí el autobús paraba bajo las vías del tranvía elevado y el conductor repartía billetes de metro, uno por hombre, el láconico regalo de despedida del sistema. Ya en el andén, Dose esperaba en medio de una bandada de delincuentes alucinados que fingían todos no estar en compañía de los otros, todos con pánico en los ojos. Los liberados masticaban chicle frenéticamente, escupían, vestidos con ropa de calle demasiado ajustada para sus nuevos bíceps y pectorales, todos ellos tan descaradamente mal equipados para ese mundo como bogavantes soltados en campo abierto.
Dose regresaba a casa desde la plaza Queensboro. Cogía la línea 7 hasta Grand Central y, si estaba animado, allí cambiaba al tren de Nevins con la esperanza de ver alguna pintada en los trenes o encontrarse con alguien conocido. Los días en que se sentía menos audaz recorría a pie las dos manzanas que le separaban de la plaza Queens para coger la G, que cruzaba Greenpoint, Bed-Stuy, Fort Greene, trece paradas de metro que nadie usaba, una hora en los túneles para tranquilizarte.
Repite la tonadilla del regreso: «¿Me has echado de menos, cabrón? ¡Bueno, pues ya he vuelto!».
De vuelta en Nueva York.
Al salir de Elmira y según lo acordado, Dose se dirigía a casa de Arthur Lomb en la calle Smith. Barry había alquilado las habitaciones del sótano; allí no sería bien recibido. Su primera temporada en libertad, Dose trabajó para un contratista hippy llamado Glenray Schurz cambiando los marcos de las ventanas de las viejas casas de ladrillo, colaborando con la renovación, convirtiendo Gowanus en Boerum Hill. En aquella época, Dose visitaba a Barry a la hora del almuerzo, todavía cubierto de yeso y con la mascarilla contra el polvo colgada del cuello. Solía presentarse con una bolsa de bocadillos de Buggy’s, aderezados con la mostaza picante que Barry adoraba. Solo que ahora Barry no probaba bocado. Dose se sentaba en el sofá con él, intentando conocer a su padre, pero apenas hablaban. Solo veían la tele: Phil Donahue, Misión imposible o, las tardes de domingo, se metían con los Jets cuando fallaban un placaje.
Fuera, la manzana estaba muerta, sin niños.
De vez en cuando Henry saludaba vestido con traje y corbata.
Barry guardaba el bocadillo en la nevera y destapaba su almuerzo a base de licor de malta con la puerta aún abierta.
También había visto a su padre en la calle, en Atlantic, en el hotel Times Plaza. Donde Dose no podía dejarse ver, solo podía observar a Barry esperar en la entrada a que se presentara una oportunidad de negocio.
Más adelante, cuando Dose había vuelto a la cárcel y lo habían vuelto a soltar, con su ruta por Riker’s ya establecida, los días de adicción al crack que daban paso a meses de adicción al crack que daban paso a años de adicción al crack, años invertidos en una única misión, Arthur Lomb se volvió demasiado estirado para ofrecerle una cama. Arthur veía a Dose aproximándose a lo lejos en la calle y sacaba la cartera, le daba un billete de cinco al tiempo que chocaban las manos, dinero nacido de la lástima que Dose ya no podía rechazar. En aquel tiempo, cuando Dose llegaba a la plaza Queens ya no podía volver a Gowanus, a ningún lugar de Brooklyn. Atajaba hacia Manhattan, a Washington Square, en busca de conocidos poco recomendables o noticias de alguna fiesta y para cuando llegaba la madrugada se había juntado con alguna mujer lo bastante desesperada para sumarse a su desesperada carrera, lo bastante loca para no ver adónde iban: la estela de las posesiones empeñadas de la mujer apuntaba, como miguitas de pan, hacia el día en que volverían a arrestar a Dose.
Se te olvidó la tonadilla del regreso, ya solo recordabas algunas frases confusas del estribillo: «¡No pienso volver al trullo, nunca más!».
«¿Te vienes de fiesta, nena?»
Más adelante aún, ya cerca del final, antes de que encontrara el camino al piso de Lady en las casas Gowanus, Dose estrenaba su temporada de libertad tal como sabía que estaba destinada a terminar: pasaba las noches en la piscina pública de la calle Thompson que nadie usaba. Allí se escondía y dormía bajo el acceso de la piscina, en un hueco junto a un agujero de la alambrada que los marginados aún no habían ocupado, probablemente porque el club social de John Gotti estaba a la vuelta de la esquina.
Para entonces no era más que un adicto al crack y un chorizo. Solo robaba día y noche, el trabajo más duro que pueda imaginarse, mangaba cedés, ropa, cinturones y zapatos y pequeños electrodomésticos hasta que ya no quedaban tiendas abiertas. Luego buscaba un restaurante que no cerrara por las noches e intentaba robar las propinas de la barra.
Trataba de sobrevivir del amanecer al anochecer, empeñándolo todo para la pipa.
En aquellos años solo quedaba ya un rescate posible, que lo arrestaran. Dose empezó a desear que llegara el arresto como el cambio de estación, era su oportunidad para dejar de morirse de hambre en plena calle. Fumó hasta quedar consumido a cuarenta kilos, luego a treinta y seis, se convirtió en un espantajo que dormía en las alcantarillas y empezó a rezar para que volvieran a arrestarlo: «¡Dios mío, por favor, méteme en Riker’s antes de que me muera!».
Invisible entre una muchedumbre de hombres invisibles, Dose tenía que destacar para conseguir lo que quería. Abordar a un agente de la secreta o seguir una rutina, ir al mismo lugar todos los días en un maratón por el callejón de detrás de Tower Records o en la puerta de OK Harris hasta que por fin alguien pedía a la policía que retirara aquella maltrecha firma humana de la fachada urbana.
Por dondequiera que pasearas por los distritos de Dinkins y luego de Giuliani, aquella ciudad archipiélago siempre había cambiado durante los intervalos que pasabas en Riker’s, la isla del exilio.
¿Adónde coño habían ido a parar los graffiti?
¿Qué estaba pasando cuando uno no podía ni encenderse un porro en la calle Octava?
No era porque te consideraras un zombi. Pero lo cierto es que vagabas por una ciudad fantasma.
Burletes Windsor.
Fue Arthur el que citó a Dose con Glenray Schurz, el que llevó a Dose a la comuna hippy de la calle Pacific, una de las pocas que todavía quedaban en el vecindario. Schurz tenía barba, ojos centelleantes, pero en peto y sin camisa solo se le veían venas y cartílagos, el tipo era un vegetariano empedernido. Schurz se había dedicado a la carpintería estilo utopía Woodstock. Luego, al mudarse a Brooklyn, se hizo ebanista, arreglaba las cocinas de las casas del vecindario. Solo que acabó dando demasiado trabajo atender a las fantasías que las amas de casa veían en las revistas. Schurz se pasó a algo más simple: aplicar burletes Windsor a las ruinosas ventanas de guillotina de las casas de ladrillo rojo, unos marcos dobles que databan de las décadas de 1860 y 1880 y dejaban pasar el aire. El trabajo era tan repetitivo como cambiar neumáticos, pero los renovadores dependían de él. La sombra de Isabel Vendle podía engatusarlos para que se mudaran al barrio, para que se empantanaran en peligrosas hipotecas, pero ningún fantasma de Vendle ni nadie les ayudaría cuando llegaran los recibos del gas del primer invierno: ¡Mierda! Acto seguido preguntarían educadamente y alguien les diría: «Burletes Windsor. Hay un carpintero en la calle Pacific que los instala a cuarenta dólares la ventana más materiales, recuperas la inversión en seis meses. El tipo es un poco sórdido y asqueroso, pero…».
Así que Dose se convirtió en el ayudante de Schurz. Dos veces por semana recogían una carga en la fábrica familiar de la Cuarta Avenida que manufacturaba los revestimientos de zinc. Después pasaban por Brook Lumber a por molduras romas nuevas para reponer las estropeadas que sin duda se encontrarían en el trabajo. Y por último, a menudo bajo la mirada desconfiada de una mujer sola en casa después de que su marido hubiera cerrado el trato -¿Tenía que contratar a uno de estos? ¿Debería esconder el monedero?-, se ponían manos a la obra. Primero descolgaban la ventana, dejaban las pesas y poleas a un lado. Luego cortaban zinc a medida del marco. Marcaban guías arriba y abajo. Forraban con zinc la cabecera y la pieza de apoyo mientras los marcos estaban vacíos. Luego llegaba la parte complicada, en la que siempre que un renovador intentaba apañárselas solo acababa reconociendo que dependía de la experiencia de Schurz: volver a colgar aquellos antiguos pesos en las bolsas de aire escondidas a cada lado del marco para que la ventana quedara equilibrada. Pobre del que dejaba que un peso se le resbalara de los dedos hasta el fondo de la cámara de aire. Tenía que tirar la moldura para recuperarlo.
Había que orientar bien la ventana y sellar ambos marcos de modo que el zinc impidiera el paso del aire por la junta. En un buen día podían montar ocho. Dose detectó la secreta satisfacción de Schurz por el trabajo bien hecho, aunque Schurz solía criticar aquel trabajo por corrupto y a los que le contrataban por ser unos cerdos burgueses.
Los compañeros de comuna de Glenray estaban cediendo el vecindario a los yuppies tanto como los negros y los puertorriqueños. En un proceso de aburguesamiento, algunos blancos -como Glenray, Abraham Ebdus o la madre de Arthur- podían cambiar de bando. Y algunos de ellos no renunciaban a contaminar de cultura negra a los suyos.
A veces algún cliente reconocía a Dose y lo demostraba solo con un alzamiento de cejas. La eterna lección de la vida: la gente vuelve con nuevos disfraces.
Aprendías la lección al tiempo que la enseñabas.
En alguna ocasión, mientras trabajaban en una celosía de cien años de antigüedad, Glenray y Dose descubrían alijos de periódicos viejos dejados allí por albañiles muertos hacía años, con noticias de los partidos de béisbol y los naufragios de principios de siglo. Una vez encontraron una botella cerrada de brandy escondida en la pared, con la etiqueta tan oscura que solo se leía como un negativo fotográfico. En el descanso se sentaron en la escalinata del edificio y se zumbaron la botella polvorienta como si fuera vino barato. La bebida era dulce, densa y añeja, enmohecida por los años.
En otros lugares solo encontraban marcas a lápiz, nombres y fechas escritos por los trabajadores que les habían precedido: «Jno. Willson 16-2-09». Entonces Dose cogía el lápiz de carpintero de Glenray y escribía «Dose 1987», un pequeño enigma enviado a la historia antes de volver a sellar la pared.
Durante otros descansos, Dose y Glenray trepaban por las salidas de incendios hasta los tejados y fumaban porros de sinsemilla de la comuna. Contemplaban el paisaje más allá de los jardines Wyckoff, del andén del tren F que cruzaba el canal, hacia Coney y el supuesto océano. Dose nunca aludía a su conocimiento a vista de pájaro de las calles.
Glenray decía: «La fábrica de Ulano nos va a provocar cáncer de testículos. Si alguna vez se quema en mitad de la noche, habré sido yo».
Glenray decía: «Me gustaría construir un tipi siberiano en lo alto del centro de detención».
Glenray decía: «¿Tu viejo actuó de telonero para los Stones? Tu viejo es la hostia de bueno, tío».
Glenray decía: «Una vez iba colocado de mescalina y me corrí en un sándwich de paté de hígado solo porque lo había leído en un libro».
Y un día Glenray dijo: «Es extraño, tengo mil contactos para pillar drogas de hoja marrón pero ninguno para los polvos blancos, que ahora mismo me apetecerían un montón. ¿Tú no podrías ayudarme, Mingus?».
Una misión.
Lo único que sacó de la rehabilitación -Alcohólicos Anónimos y el grupo de terapia de Riker’s- fue un modo de llamar a lo que sentía cuando estaba en la calle en busca del siguiente colocón: Dose tenía una misión. El término abarcaba las mil y una cosas que se había encontrado haciendo, su pícara variedad de escaramuzas y chanchullos: revender entradas en el Garden, robar libros en Saint Marks y venderlos en el Strand, empeñar el secador o el despertador de alguna chica o sencillamente arrastrarse por Washington Square a la caza de algún camello conocido al que convencer de que le pasara algo de crack a cambio de algún cometido peligroso. Todas estas cosas podrían parecer actividades diversas pero en realidad eran la misma, Dose en una misión: decidido, monomaníaco, autístico por la ansiedad.
La experiencia de rehabilitación más extraña no ocurrió ni en prisión ni en la ciudad, sino en Hudson, en una moribunda localidad industrial al norte del estado durante un programa llamado NewGap. Una noche de enero se había refugiado de las temperaturas bajo cero en un centro de acogida público por el que se pasó una trabajadora de los servicios sociales. Dose empezó a hablar con ella para pedirle una taza de café y acabó rellenando un formulario. Lo siguiente que recuerda es que lo metieron a toda prisa en un autobús hacia un edificio ruinoso, un asilo para tuberculosos reconvertido. El régimen de NewGap consistía en una mezcla de fascismo a lo Gordon Liddy y lavado de cerebro tipo Werner Erhard, cuyos reclutas eran reeducados en todos los niveles sociales para romper el hábito de desprecio a su propia persona. A Dose y los demás «novatos» se les negó el derecho a hablar sin un permiso previo por escrito mediante un elaborado sistema en el que tenían que escribir notas y levantar la mano, un vasto juego de salón en el que los sargentos chillaban furiosos al menor error.
Dose siguió el juego un par de semanas. El día que se ausentó sin permiso tardó una hora en encontrar la casa donde se vendía crack de Hudson gracias al buen funcionamiento de su radar resultado de las fuerzas renovadas con las comidas de NewGap. En esos años, invariablemente, cualquier pequeña ciudad tenía su microcosmos de epidemia de crack: camellos, putas, todos los elementos que el resto del país condenaba como síntomas propios de las grandes urbes te los encontrabas justo delante de las narices a poco que te molestaras en buscar.
De hecho, fue en Hudson donde Dose cayó en lo que siempre había considerado una degradación sin precedentes. En la ciudad también había oído hablar de algún camello humillando a un adicto desesperado que le suplicaba un poco de crack gratis: «Si quieres roca, chúpame la polla, tío». Si el drogadicto era mujer podía ser que el camello lo dijera en serio; si era hombre, era para reírse, para ver el temblor avergonzado de un esqueleto humano antes de concederle esa caridad o echarlo a patadas. Sin embargo, por muy degradante que pudiera ser el encuentro, el envoltorio sexual mantenía a los intérpretes del drama por encima de cierto umbral, en el reino de la avaricia, del deseo, de lo humano. Dose lo entendió al ver lo que vio en Hudson: lo bajo que un ser humano puede desear que caiga otro.
– ¿Una roca, tío? -le había preguntado el camello al adicto en cuestión-. ¿Ves esa cucaracha de ahí?
Dose la vio, en realidad era más grande que una cucaracha. Era un bicho lúgubre de color marrón amarillento asomando por debajo de un lavabo roto. Dose vio también al yonqui suplicante ver el bicho.
– Si te comes ese bicho, te la doy.
El esqueleto se había agachado a por el bicho, lo había atrapado y se lo había tragado. Y recibió lo que quería entre las carcajadas entusiasmadas del camello y los demás. Dose solo apartó la vista, apabullado por lo que de pronto les habían arrancado del alma. Todos los reunidos en aquella habitación desconchada estaban muertos pero solo Dose lo sabía.
Cuando la policía de Hudson cogió a Dose en una barrida no lo arrestaron, se limitaron a subirlo a un autobús de vuelta a la gran ciudad. Al cabo de un par de meses, después de que lo arrestaran en la ciudad, Dose se sentó en una litera de Riker’s y contó lo ocurrido en Hudson. Por increíble que parezca, uno de los oyentes aportó datos nuevos. Había visto lo mismo, lo de comerse un bicho, en un viaje a Florida.
Todos se mostraron de acuerdo: una cosa tan macabra y paleta nunca pasaría allí. Los neoyorquinos eran demasiado dignos para eso.
La casa de Lady.
Aquella noche de junio en la habitación de Barry fue la primera y última vez que Dose vio a Lady fuera de su casa. Siendo generoso, podría considerarse una fiesta: estaban Dose y su padre además de Horatio, Lady y otra chica escuálida y rezongona con graves problemas para mantener la cabeza erguida.
Dose había cerrado un círculo con Barry y ahora compartían la pipa.
Si los adictos al crack eran una familia extensa, que se odiaban tanto entre ellos como los parientes de verdad, ¿por qué excluir a su padre?
Los garabatos de humo flotaban en el aire entre los dos como un lenguaje agotado, el nombre no mencionado de Senior grabado en humo.
Muy de vez en cuando Dose desempolvaba la funda de un disco y colocaba la aguja sobre un surco que Barry no había aireado en diez años -Esther Phillips, Donny Hathaway-, tesoros que se pudrían por la falta de uso. Aunque la noche que Dose la conoció, en la penumbra del salón-sarcófago de Barrett Rude Junior, Lady ya se había acercado a los viejos vinilos y había elegido uno: Curtis Live, «Stare and Stare», «Stone Junkie», Mayfield riéndose en falsetto de los tartamudeantes ritmos de su batería.
Lady tenía más aguante que nadie. Dose nunca había conocido a nadie que pudiera fumar más crack que él, no digamos ya una mujer. Lady aguantó tres, cuatro días seguidos de fiesta sin apenas cabecear y nunca tanto como aquella primera vez, justo después de que Barry los echara a la calle a las cuatro de la madrugada. Horatio y la chica de trapo se alejaron por Nevins hacia los IRT y Lady llevó a Dose a su guarida en las casas Gowanus, un apartamento convertido en fumadero de crack.
Su nombre real era Veronica Worrell, aunque Dose nunca se lo oyó pronunciar. Se presentaba tal como todos la llamaban: Lady. El nombre que resumía sus aires formales, cierto matiz severo. No era la chica de nadie ni la madre de nadie, era la Lady de todos y así la conocían.
Si esa noche caminando por la calle con ella Dose hubiese equivocado la razón de que Lady lo eligiera, lo que Lady había visto en sus ojos, le habría bastado con ver su guarida para disipar cualquier duda. La puerta daba a la calle Hoyt de cara a las casas de protección oficial, a la vista del tráfico, los coches que pasaban con la música encendida haciendo vibrar las ventanas y los policías que patrullaban en inquietantes furgonetas pagadas por Giuliani. Lady tenía un vigía, un yonqui al que había enseñado un par de señas que solo servían para comunicar lo siguiente: el puño cerrado significaba hombre blanco o negro desconocido, tal vez un poli, y la mano abierta indicaba un comprador conocido o alguien evidentemente enganchado, demasiado esquelético para representar una amenaza.
Dose no lo sabía, pero había entrado allí para llevar a cabo su última misión, como una paloma que regresa a casa.
Aquello era una fábrica que funcionaba con un único objetivo: mantener el hábito de Lady. El volumen de negocio que generaban las tres habitaciones era asombroso, una proeza que envidiarían Henry Ford o Andy Warhol. Se había rentabilizado hasta el último rincón, no solo los dormitorios donde las chicas atendían a sus clientes ni la cocina donde los camellos cortaban el material, en los armarios almacenaban la mercancía, y los pasillos y sofás acogían a los que se desplomaban. Quizá ya no durmieras: muchos no lo hacían. Al cabo de dos meses en casa de Lady, Dose no recordaba haber dormido. Pero si no dormías, cabeceabas, y si no cabeceabas, descansabas con los ojos abiertos. En casa de Lady había que pagar por descansar.
Dose pagaba del único modo que podía, llevando a más gente a la casa. Si compraban, Dose pagaba su deuda. Esa era la especialidad de Lady, su cerebro concebido como una máquina de sumar. Incluso aunque fumaba más de lo que el cuerpo del tipo más duro podría tolerar, Dose nunca la vio equivocarse en un dígito en sus cálculos. Ella misma le avisaba cuando tenía saldo sobrante para una roca. O tanto como para vender él mismo algo de crack. En los meses que vivió bajo el ala de Lady, Dose se convirtió en empresario emprendedor cuatro o cinco veces y llevó los viales de droga a la calle Hoyt o Fulton, al centro comercial de Albee Square o sencillamente al patio interior del complejo de casas subvencionadas. Luego se rendía, se lo fumaba todo y no lograba ahorrar para otro vial, y en cuanto cabeceaba volvía a endeudarse por todo el trecho de pared de piedra que ocupaba. El sistema era duro, pero justo. No se le podía recriminar nada a Lady, ella cuidaba de su gente, de sus yonquis. Nadie te robaba los zapatos ni la ropa cuando cerrabas los ojos en casa de Lady.
Dose no siguió engañándose: aquella era la verdadera historia de amor: Lady miró en el alma de Dose y vio apetito de crack hasta la punta de los pies.
Fue el último verano de Dose, una larga cabezada contra la pared del pasillo. Y cuando lo volvieron a arrestar estaba más delgado que nunca, tal vez pesara treinta y dos kilos.
Encojamos, que todo el mundo encoja.
Ese mismo mes de junio, en la calle Smith, a una manzana de distancia, abrió el primer restaurante francés caro de la zona: Sans Famille. Había conseguido una estrella del Times y fue la primera señal de la bomba de relojería que aburguesaría Smith, precursor de las cafeterías y boutiques que expulsarían a las tiendas de parafernalia religiosa y los clubs sociales, precursor del falso Berlin de Arthur Lomb.
Los friegaplatos y ayudantes de camarero de Sans Famille no eran ajenos a lo que ocurría en Hoyt. Más de uno y de dos cruzaban el umbral de Lady durante los descansos que imponía la legislación municipal.
En cuanto demostró que no era de fiar para salir a la calle con los viales, Dose se resignó a su destino ineludible, el puesto para el que quizá Lady lo destinó desde la primera vez que lo vio. Dose controlaba la puerta. No la ventana de vigilancia, no había caído tan bajo. Seguía siendo traficante, solo que no se confiaba en él para que sacara algo más que la mano por la puerta asegurada con la cadena del cerrojo. Entraba el dinero y sacaba la mercancía, Dose lo tocaba todo y apenas se quedaba nada.
Él descorrió la cadena cuando llegó la poli. Llegaron justo a tiempo. Si hubiera seguido el ritmo de Lady, habría muerto.
La pistola escondida en el cajón no era de nadie en particular, pero se la adjudicaron a él. Dose tuvo que tomárselo con filosofía. Formaba parte de la naturaleza misma de un arresto que cualquier arma que hubiera en la escena se adjudicara al individuo que tenía una condena por homicidio.
Cuando lo juzgaron llevaba seis meses en Riker’s y había engordado hasta pesar cuarenta y seis kilos. Lo trasladaron primero a Auburn y luego a Watertown.
Auburn.
En su primer encarcelamiento, Dose había sido la avanzadilla de una generación destinada a acabar en prisión. Esta vez no solo Riker’s estaba lleno de caras conocidas de los patios del vecindario. Ocurría lo mismo en las grandes instituciones del norte del estado como Auburn, como si el sistema estuviera reuniendo sin saberlo a toda la ciudad y sus facciones allí, atrapando a 1977 en el ámbar de la encarcelación. Los grafiteros se reunían con los demás miembros de sus bandas, a los que no habían visto desde hacía tiempo, desde que habían cambiado las afiliaciones adolescentes por vidas más serias y responsables. Sin embargo, el fracaso parecía haberles despojado de sus vidas adultas. Lo que quedaba eran adolescentes de treinta años tomándose el pelo en la prisión: «¡Hostia, tío, si eres tú! ¡Este es mi colega Pietro de los DMD!». O: «Mierda, si yo siempre veía tus pintadas de la línea 6, tú estabas con la peña de Rolling Thunder, ¿verdad?».
Las líneas de enemistades desaparecían. Allí, en los bosques, cualquier conexión era buena. Dose conoció a un par de chicos de la, en otro tiempo, aterradora banda de Coney Island. Un verano Dose y otros dos miembros de DMD habían molestado a la banda de Coney por culpa de un error tonto: habían pintado en el interior de unos vagones aparentemente limpios de la línea D en la cochera iluminada por la luna con gruesos trazos negros. Cuando los trenes arrancaron al día siguiente, Dose y sus colegas descubrieron horrorizados lo que la tenue luz de la luna no les había mostrado: el interior de los vagones ya estaba cubierto de tags rosas de la banda de Coney Island. Ahora el negro tapaba el rosa por todas partes. ¿Cómo explicar que no habían visto el rosa? Imposible. Pensaron que Dose los había tapado a propósito. Dose se pasó el verano mirando por encima del hombro a la espera de que aparecieran los de Coney, convertido en una presa marcada.
Ahora todo marchaba sobre ruedas, la anécdota servía para echarse unas risas. Dose era famoso, de modo que la banda de Coney recordaba el incidente como una prueba más de que una vez habían sido grafiteros importantes.
Dose era historia andante, y los hermanos querían un poco.
– Eh, tú, Dog, ¿te acuerdas de mí? Escribía «Kansur 82» y tú no parabas de taparme.
– Claro, claro que me acuerdo -decía Dose, si se sentía generoso.
Otras veces les privaba del honor de relacionarse con su nombre, solo para verlos frustrados:
– ¿Por qué iba a molestarme en taparte? ¿Qué eras tú para mí?
– Era un toyaco, ya lo sé. Hacías bien en pasar de mis tags.
Dose lo negaba, atormentándolos:
– ¿Me estás diciendo que llegabas a algún sitio antes que yo?
– ¡Si siempre me tapabas! -solía insistir el grafitero más joven.
– Qué va, tío. Tú escribías debajo.
Cirugía.
Tuvo que ser Horatio, cómo no, más payaso que nunca, el que se presentara en la sala de visitas para darle vueltas al asunto sin contar exactamente lo que quería decir. Barry estaba enfermo; bueno, eso Dose ya lo sabía. No, enfermo de verdad, había tenido que ir dos veces al servicio de urgencias del Hospital Universitario de Long Island. Su padre necesitaba a Dose de un modo que Horatio no quería explicar. Dose lo aceptó todo sin entender qué estaba aceptando.
Al cabo de una semana lo escoltaron a la enfermería de Auburn para consultar a un cirujano que actuaba como el doctor Doolittle entre los salvajes, frunciendo el ceño en actitud de reproche aunque hablara a la velocidad de un imbécil. ¿Entendía Dose lo que estaba ofreciendo? Sí, claro, aunque hasta entonces no lo sabía. No había ninguna garantía de que funcionara, le advirtió Doolittle. Se necesitaban varias pruebas para comprobar compatibilidades. Tenían que estudiar tanto su candidatura como la de su padre. Dose, convertido ya en un veterano de la pasividad, se sometió a tres semanas de donaciones de fluidos: espinal, biliar y mierda. Los resultados: Dose era el candidato ideal para rescatar la sangre en descomposición de su padre.
Doolittle, irritado por ser el instrumento de una excepción al curso oficial de las cosas, vistos los hilos que movían Andre Deehorn y otros representantes de la escena de Filadelfia, recomendó a Dose que no se sometiera a la operación. El riñón podía fallar en cinco o diez años: eso ya sería todo un éxito.
Dose habría donado el corazón, las manos o los ojos.
Estuvo seis días en recuperación en el Hospital Presbiteriano de Albany. Dose y su padre yacieron uno junto al otro narcotizados y con un guardia en la habitación a todas luces entusiasmado con el encargo y lleno de sueños sobre enfermeras tipo Playboy.
El día antes de que lo devolvieran a prisión, cuando ya Dose y Barry podían levantarse y caminar y habían demostrado una función renal satisfactoria para Doolittle, los cuatro -padre e hijo en pijama de algodón, Horatio y el guardia- se escaparon por la salida de incendios hasta el tejado del hospital.
Allí se fumaron un porro que Horatio había entrado a escondidas y sometieron el nuevo riñón a sus propias pruebas… ¿para qué otra cosa lo querían?
Mientras bizqueaban deslumbrados por el horizonte de Albany, quedó claro que la decepción de Barry no tenía fondo. Barry podía aceptar un riñón de Dose y seguir sin mirarle a los ojos.
Cuando se enteró de la fama que le había reportado en Auburn la donación, Dose no quiso ser partícipe y pidió que lo transfirieran a Watertown para terminar su condena en la paz del anonimato.
Watertown.
Dose lo abandonó todo. Ya no era un artista carcelario, esos años habían quedado atrás: ahora había un millón de tipos que sabían hacer graffiti. Ser una eminencia de la vieja escuela no comportaba nada que le interesara, no significaba nada para la condena que debía cumplir, no desempeñaba ningún papel en el fortalecimiento mental. Recordar alianzas de la calle -«Eh, tú, conozco a ese tipo, es un hermano de los Fitty Cents, ese negro es el Rey de los jardines Wyckoff, me va a colocar en cuanto me suelten»- tenía menos sentido cada día que pasaba. La campaña de Dose se reducía a eludir retrasos y trampas. Seducir a los funcionarios solo era útil si querías algo que un funcionario pudiera conseguirte. Y no podían darte nada. Un protector como Raf importaba solo hasta que comprendías que no había nada que proteger.
Invisibilidad, intangibilidad, ojos de teflón.
Sin embargo, aún le quedaba un último error de afiliación.
Robert Woolfolk seguía siendo la misma persona agotadora de siempre, solo que maltratado y desgastado por quince años de calle y cárcel. Con dientes de oro, el antebrazo lleno de cicatrices de tanto buscarse las venas y una oreja mordisqueada, Robert avanzaba tambaleante, dejando décadas atrás aventuras que deberían haber significado su final de no haber tenido tantas vidas: como el Coyote, Robert seguía trepando del fondo del cráter, desempolvándose, frotándose las manos y sonriendo con un destello maquiavélico en la mirada. Te daban ganas de mandarlo a la cama.
La calle Dean había llegado a Watertown, como una señal de radio que atravesara el espacio, un éxito de 1976 convertido en el único signo de vida de la galaxia.
De modo que Dose lo acogió bajo sus alas, como si las tuviera.
Robert Woolfolk se inició en el contrabando de árboles a las pocas semanas de entrar en Watertown en contra del consejo de Dose. Si querías fumar, fumabas. Era mejor ser solo cliente, pasar desapercibido. Pero no: Woolfolk empezó apostando dos contra uno a que los cheques de economato no llegaban a tiempo, jugándose las deudas. Luego abría los árboles y los cortaba con tabaco pasado. Nada intolerable, Dose había visto a hombres seguir ese camino durante años, un camino que él mismo había recorrido alguna vez solo para no aburrirse en Riker’s.
Entonces Robert descubrió el mercado de los sacos y perdió el interés por los árboles.
Un saco era un paquete de drogas líquidas. Metadona robada del dispensario por yonquis con permiso para entrar en la enfermería, mediante el método de esconderse unos cuantos dedos de guantes de látex en la garganta o el carrillo y regurgitar la metadona. Este arte, o fingir tragar cuando en realidad retenías la droga en la resbaladiza bolsa, no era fácil. No todo yonqui que quisiera hacer de mula lo lograba. Los pocos que sabían hacerlo se convertían en bienes preciados. Un dedo con metadona al noventa por ciento se vendía por seis paquetes de cigarrillos. Era, además, un comercio circunscrito entre las paredes de la prisión, sin necesidad de contactos con el exterior ni de depender de las bandas.
A quién le robabas las mulas, eso ya implicaba cierto grado de dificultad que por lo visto superaba la astucia de Robert Woolfolk.
El día que los Latin Kings acorralaron a Dose en el patio, notó el aire cargado un momento antes de que ocurriera. Dose se había convertido en un instrumento barométrico del clima de la prisión sin ni siquiera darse cuenta. Los tipos que le cortaron el paso eran hombres a los que Dose había obviado durante años y viceversa, pero la nueva situación de intimidad resultaba innegable y borró de golpe tres años de miradas esquivas.
Era la historia de siempre, gastada hasta lo indecible, Robert estaba acorralado por los atrasos y Dose tenía que responder por él, así que todo ocurrió según el guión escrito un millón de años antes de Cristo.
Salvo por una cosa.
Ese día, Dylan Ebdus fue a la cárcel y le ofreció un anillo.