15

Dos hijos podrían pensar que dos padres no salen de sus escondites más que para ir a donde Ramírez o Buggy a comprar lo estrictamente necesario: papel higiénico, zumo Tropicana, fiambres a precios de extorsión, lo que fuera.

Dos hijos podrían considerar a sus padres totalmente legos en el oficio de sentarse en escalinatas, podrían suponerlos ignorantes también de sus vecinos y de la naturaleza delirante del sol que bañaba la sima de edificios de ladrillo.

Dos hijos podrían estar completamente equivocados. Abraham Ebdus y Barrett Rude Junior tenían su propia calle Dean, en la edición de las once de la mañana de cualquier día laborable.

Para entonces Abraham Ebdus llevaba varias horas levantado, había enviado a clase a un Dylan callado y adormilado, había mordisqueado una tostada y luego se había subido un termo de café para una sesión de pintura de celuloides bajo luz natural. Abraham pintaba la película a primera hora de la mañana y última de la noche, las mejores del día, y reservaba las embotadas sobremesas para pintar paisajes del espacio exterior, gremlins eléctricos de la cuarta dimensión o cualquier otra cosa que pidiera el último director gráfico. Las cubiertas de los libros se pintaban solas; daba igual que estuviera medio dormido. La modorra atontaba la rabia y el buen gusto, funciones innecesarias. La película requería ojos y mentes purificados de sueño y afilados por la cafeína. A partir de las ocho y media podía acabar unos cinco o seis segundos de metraje y a las once estar listo ya para estirar las piernas, aclarar el termo y salir un rato de casa. A esa hora la calle Dean estaba meditabunda, transitiva, los que tenían trabajo o clases se habían ido ya y los haraganes todavía se estaban despertando. El primer hombre que llegaba a la esquina de Ramírez podía haberse encontrado ya con su caja de leche o no. A media manzana de distancia tal vez un casero estuviera barriendo su trozo de acera. Y Barrett Rude Junior se habría despertado, se habría calzado las zapatillas, se habría asomado al portal para echar un vistazo al día y disfrutar de un primer trago de aire y luz.

A menudo Junior nada más despertarse echaba mano al tocadiscos, cuyas luces rojas seguían encendidas, y volvía a bajar la aguja en el disco que lo hubiera acunado la noche anterior, de modo que cuando vestido con bata y pijama tomaba posesión de su escalinata lo hacía al son de Extension of a Man de Donny Hathaway o Inspiration Information de Shuggie Otis. Si el volumen estaba lo bastante alto y el autobús de la calle Dean lejos de allí, Abraham Ebdus, cinco puertas más allá, oía débilmente la música. Junior salía con banda sonora de fondo, lucía una aureola musical cual brisa aromática, siempre funk. A aquella distancia ningún tipo de olor corporal llegaba hasta Abraham, pero no resultaba demasiado arriesgado suponer que se pegaría a aquellas sedas arrugadas en forma concentrada.

A Abraham le alegraba ver al padre de Mingus Rude a las once. No habría sabido decir por qué. Ocurría cada pocas mañanas sin seguir ningún patrón más allá de la pura acumulación o un largo polirritmo. Gobernaban desde lo alto de sus altas escalinatas respectivas, eran los verdaderos reyes de la manzana. Las mañanas más cálidas los dos se sentaban fuera, cuando refrescaba o llovía no aguantaban fuera ni un minuto. En cualquier caso, Abraham se esforzaba por mantenerse fiel a la cita e imaginaba que Barrett Rude Junior hacía lo mismo. No había modo de saberlo puesto que solo se saludaban con un gesto de la cabeza, levantando las barbillas, o a veces con la mano.

Abraham ya no veía al anciano y se preguntaba qué habría sido de él.

El autobús cruzaba ronroneando bajo la sombra de los árboles.

Una frase escrita en la acera resquebrajada.

Las cornisas a lo lejos eran los dinteles de un cañón o la pared de una cantera.

Por supuesto la calle Dean se infiltraba en su obra, no podía ser de otro modo. Abraham pintaba hileras de fachadas, luego las cubría de pintura, ahogaba aquellas presencias en abstracciones. La película era, entre otras cosas, un registro de métodos disimulados, un cementerio de estrategias. Un día se sorprendió dibujando una silueta, uno de esos hombres de las escaleras, un pilón sin brazos a rayas grises. La forma anómala, Barrett Rude Junior tomando el aire por la mañana, se contoneó durante el trabajo de dos semanas, un minuto de película, antes de ser censurada. Aunque Abraham no borró la figura con carácter retroactivo. El duendecillo sencillamente habitó el espacio de un minuto, luego dio media vuelta y entró. Se marchó.

La película devoraba los días y los años y Abraham se lo permitía. Había sacado copias ópticas de las secciones anteriores y de vez en cuando las pasaba por la empalmadora de manivela no tanto para editarlas como para adentrarse en su propia obra en continua progresión. En el mar. Ya no lograba relacionar los motivos de las secuencias más tempranas con fechas ni acontecimientos de su vida. Watergate, Erlan Hagopian, la marcha de Rachel. La película flotaba por encima de su vida cotidiana, las tazas de café, los periódicos, el niño que iba creciendo. El resto eran trivialidades puestas en práctica, estados de ánimo. Un cuerpo que avanzaba día a día al servicio de fines más elevados.

Abraham Ebdus estaba bastante seguro de estar destruyendo el concepto de tiempo.

Por ello, y no por ningún fetiche relacionado con la muerte, se recreaba en las necrológicas. Tal vez fueran las únicas noticias importantes, cierres silenciosos a cuentas olvidadas que revelaban vidas alargadas varias décadas más allá de su momento álgido, sus nódulos de fama. Las miraba después de desayunar y las leía con exagerada fruición, con un toque de entusiasmo teatral. «Vivió en México, donde ejerció de guardaespaldas de Trotski y más tarde editó Mecánica popular… Asombroso, ¿verdad, Dylan? Unas vidas tan plenas y alocadas, tan contradictorias, y solo te enteras de estas cosas cuando se mueren. ¡Podrías no enterarte nunca de que alguna vez existieron!» Cuanto más se empeñaba Dylan en responder a estos delirios con silencio, más insistía su padre: «Jean Renoir, su padre era el pintor Renoir, ya sabes», o «Escucha esto: Al Hodge, interpretó al Avispón Verde y al Capitán Vídeo… Increíble». Charles Seeger, Jean Stafford, Sid Vicious, los nombres se iban amontonando en la letanía del desayuno. Si no más, al menos era un modo de sacar al chico de casa y mandarlo al ferrocarril de la IRT. Probablemente Dylan le debía un incalculable récord de asistencia a la página de necrológicas. «Es la sección mejor escrita del diario, estos tipos son genios, escucha…»

Por tanto, fue pura suerte que el chaval siguiera todavía a la mesa del desayuno esa mañana en particular: no había fallecido nadie importante. La página era excepcionalmente aburrida. Abraham sobrevivió a esa pequeña decepción y pasó a la sección local, donde lo vio, vio a Mingus Rude con una extraña camiseta además de una tela enroscada alrededor del cuello.

– Vaya, vaya. Dylan, creo que te interesa esto.

El niño no le hizo caso y bostezó con la boca llena de cereales, como siempre.

Abraham plegó la sección y le entregó el artículo a Dylan para que no se lo perdiera. Aquello no era una necrológica, ni por asomo, estaba escrito por un reportero sabelotodo y empalagoso que dejaba un montón de lagunas y preguntas por contestar, pero también tenía sus sorpresas.


CRUZADO DE LA CAPA ATRAPADO

EN GOLPE ANTIDROGA

HUMBOLT ROOS


BROOKLYN, 16 DE MAYO. Una operación secreta en las viviendas Walt Whitman de Fort Greene fracasó por la intervención de un adolescente vestido de superhéroe la pasada noche del lunes, de acuerdo con los informes de la comisaría 78.

El vigilante disfrazado, identificado posteriormente como Mingus Rude, de dieciséis años, se escondía al parecer en un árbol del complejo de viviendas cuando asaltó a un agente infiltrado en el decurso de una transacción de drogas con conocidos traficantes al tomar al policía por un criminal. El intento de arrestar al civil provocó, literalmente, fuertes dolores de cabeza al agente Morris, que tuvo que ser tratado de heridas leves en el escenario del asalto y otros tantos dolores de cabeza a los oficiales encargados de redactar el informe. La operación de vigilancia, un golpe complejo que requirió varias semanas de preparación, no tuvo éxito y no se realizaron detenciones.

Lo único que sacaron los agentes de narcóticos por sus molestias fue el premio de consolación: el señor Rude, que más tarde fue dejado bajo custodia paterna con una amonestación pero libre de cargos. Vestido con una máscara pintada a mano y una capa y presentándose como «Aeroman», el señor Rude se negó en un principio a responder a las preguntas de la policía sin presencia de un abogado. La policía confirma que recientemente se han denunciado diversos incidentes locales en los que un pretendido superhéroe…


Etcétera.

Dylan se había puesto rojo como un tomate.

– ¿Me lo puedo quedar?

– Claro, claro. -Abraham abrió las manos-. ¿Por qué no?

El chico metió el periódico plegado en la mochila y salió echando leches de la mesa, tanto que casi tira el vaso a medio beber de zumo de naranja y el cuenco con leche y cereales, sin mirar y con las orejas encendidas como luces traseras.

– ¡Adiós! -gritó desde el pasillo.

Y salió por la puerta.

¿Preguntas? Por supuesto que Abraham tenía preguntas. «¿Sabes algo de esto, hijo?» «¿Te gustaría compartirlo conmigo?» «En fin, ¿por dónde andáis Mingus y tú todo el día y toda la noche?»

«Ya puestos: ¿es Brooklyn una forma geográfica de locura?»

«¿Por casualidad no sabrás, querido hijo, si Dios nos ha maldecido?»

Pero, en estos tiempos, ¿quién obtiene respuesta a sus preguntas?


Hizo lo que nunca había hecho: saltarse las clases. Y una cosa que llevaba años sin hacer: ir en busca de Mingus en lugar de confiar en que los reuniera la suerte. Aunque primero aguantó las clases de la mañana, consciente de que Mingus no solía levantarse antes de las diez y con pocas ganas de arriesgarse a despertar a Barrett Rude Junior, además de porque no quería atraer la atención de la policía, los agentes de asistencia escolar, los guardias de seguridad, las bandas ni nadie en general, como imaginaba que ocurriría si se dirigía directo al instituto de Mingus: chico blanco con mochila en el bordillo delante del Sarah J. Hale a las nueve de la mañana después del timbre de entrar a clase. Por tanto, cogió el metro hasta Stuyvesant y agonizó en su silla, tragándose la ansiedad durante las clases de francés, física e historia mientras sacaba el periódico de la carpeta para confirmar, aterrorizado, tal vez cientos o miles de veces, que sí, que había pasado, habían arrestado a Aeroman. ¡Al menos habían escrito bien el nombre! A la hora del almuerzo se fugó, cogió el ferrocarril de la IRT de vuelta a Brooklyn y merodeó por el territorio devastado que conformaban la acera y el patio del Sarah J. Hale a la busca de Mingus Rude. Su recompensa fue la que su corazón asustado y culpable creía merecer: Robert Woolfolk.

Robert Woolfolk y un par de compinches ocupaban la escalera de enfrente del Sarah J. Hale, en la calle Pacific. Los tres escondían botellines de cerveza en la manga para echar fugaces tragos cuando no había moros en la costa: una tarde cualquiera de miércoles a la cálida luz de finales de primavera, la vida era una delicia. La manzana estaba vacía, no había guardias, ni polis, ni bandas, ni vibraciones procedentes del interior del edificio; Robert Woolfolk seguía siendo la bomba de neutrones humana de Gowanus. Dylan fue recibido con una pícara sonrisa de felicidad por parte de Robert. La escena era lo contrario a lo que Dylan había imaginado: las aceras del Sarah J. repletas de estudiantes haciendo novillos como en el parque de enfrente del Stuyvesant. En cambio, la calle Pacific parecía un desierto de dibujos animados, Dylan cruzaba la calle con águilas sobrevolando por encima de su cabeza y Robert y su banda eran como una panda de bandidos ante los que te arrodillabas.

«No necesitamos tipos con placa por aquí.»

Dylan se detuvo en la acera, pero Robert no se movió. Nadie parecía demasiado impresionado por el regalo que les había caído del cielo. Tal vez la banda encontrara en otro momento la motivación para retomar su carrera de criminales o, al menos, de acosadores, amenazadores, inspiradores de miedo: ese día le llevaban treinta años de ventaja a los hombres que se sentaban en las escaleras de las pensiones o la entrada del Centro de Atención Diurna Brooklyn Sur de la calle Nevins, eran apacibles observadores indolentes del correr de la vida cual Thoreau en Walden. Estaban borrachos como cubas.

El correr de la vida podía traducirse en caminitos de orina que bajaban de las escaleras hasta el bordillo, pero eso daba igual.

– Hola, Robert -saludó Dylan.

– Pasa, tío -dijo Robert Woolfolk con ojos vidriosos.

No le molestó que Dylan le dirigiera la palabra, no ese día: «Estamos en el mismo planeta, así que no me importaría admitir que te conozco».

– ¿Has visto a Mingus?

Robert echó la cabeza atrás y a un lado, como Mohamed Ali al esquivar un golpe. O quizá imitara una risa estridente, pero no se oyó ninguna.

Uno de sus compinches tendió una mano para chocar los cinco y Robert Woolfolk así lo hizo. Dylan se había adentrado en una especie de escultura de lento avance, un friso en movimiento. Aunque había penetrado en la realidad del friso, no podía sin embargo acelerarlo.

– ¿Le has visto? -volvió a preguntar, indefenso, con un pánico creciente.

– ¿Estás buscando a Arreoman? -dijo Robert Woolfolk.

Hizo que sonara a Errorman.

Dylan no le corrigió.

Esa vez sí oyó la risa estridente, por triplicado. Los compinches de Robert se retorcían en sus puestos como presas de unas cosquillas brutales, esforzándose por respirar, suplicando que se acabara aquel exceso de hilaridad. Volvieron a chocar los cinco, Robert aceptó las felicitaciones por su ingenio rimador.

– Jo, mierda -dijo uno de los compinches de Robert, meneando la cabeza al tiempo que se recuperaba.

– No, tío, hoy G. no ha venido por aquí -contestó Robert-. ¿Quieres que le pase algún recado de tu parte?

– Da igual.

– Se lo diré, tío. ¿Qué? ¿No te fías de mí?

– Dile solo que he venido a buscarle.

– Vale. Que le buscabas, puta madre.

Dylan musitó las gracias.

– Eh, tú, Dylan, espera un momento, tío. ¿Me prestarías un dólar?

En la escalinata, nadie alteró un ápice su actitud. Alguien apuró un botellín metido en la bolsa de papel y lo tiró a un lado. Robert Woolfolk podría haber estado hablando con el cielo, Dylan no merecía ni que le pusieran la vista encima.

– Porque sabes que soy bueno contigo, tío. Estos tipos no te conocen, he tenido que impedirles que bajaran a estrangularte. Les he dicho que eras colega mío, que prácticamente hemos crecido juntos, eres como mi hermano pequeño.

La lógica era correcta. Desde luego los amigos de Robert no decían lo contrario, aunque en ese momento tampoco parecían inclinados a ahogar nada más grande que un gato. Dylan vació los bolsillos, absolutamente desesperado, podía deshacerse de los dólares.

Al menos la transferencia de fondos siempre había garantizado pasar página.

Caminó hacia las Heights, consciente de que no podía arriesgarse a dejarse ver por la calle Dean antes de las tres y suponiendo que ninguna autoridad competente se cuestionaría la legitimidad de un chico blanco con mochila para estar en Brooklyn Heights antes del final de las clases. Allí se acomodó en un banco del extremo sur del paseo con la barbilla apoyada en las manos, atrapado entre el cielo y el tráfico de camiones que rugía por debajo de sus pies, en la agotada vía rápida Brooklyn-Queens. Se abandonó a la contemplación de la bahía, de los transbordadores que se arrastraban hacia Staten Island y la estatua, las barcazas de la basura cargadas hasta los topes en dirección al vertedero de Fresh Kills y, en general, el conjunto de la boca acuosa de la ciudad. La vista de Dylan le engañó miles de veces: en cada gaviota tambaleante veía a Mingus Rude volviendo a caerse del puente, las alas blancas eran las puntas de la capa empapadas de agua.

El cielo estaba lleno de Aeroman, salvo que era mentira.

Si el anillo había desaparecido, Dylan nunca volaría en Brooklyn. La idea había sido ir pasándoselo, ya que el cambio de blanco a negro constituía una de las características más desconcertantes de Aeroman, suponía otro nivel de identidad secreta, pero siempre le había tocado a Mingus ponerse el traje y a Dylan agazaparse detrás de un coche aparcado o hacer de cebo mientras Mingus volaba. Y ahora aquello: Mingus adentrándose heroicamente en las casas de protección oficial del final de la avenida Flatbush, adonde Dylan jamás iría. Dylan había cosido cuatro retales de Rachel y había contado un cuento y luego Mingus, vestido con esos retales, se había lanzado contra un poli metido en un trapicheo de drogas. Si es que se creía uno lo que decía el periódico. Por supuesto, para creérselo primero había que entenderlo.

La historia tenía algo que no entendías.

O quizá algo que no querías saber.

¿Qué se le había perdido a Aeroman en el tráfico de drogas?

Dos niños negros encontraron a Dylan en la punta del banco de cara a la isla, el agua y el cielo. Quédate el tiempo suficiente en el mismo sitio y te encontrarán, atraídos como las moscas. Tampoco parecían más molestos que un par de moscas, eran demasiado pequeños para estrangularle, de quinto o sexto curso probablemente: una pareja de Robin atracadores sin un Batman que los apoyara. Si merodeaban por las Heights desde dondequiera que vinieran -probablemente la ES 293-, debían de ser más de las tres, después de clase.

Rodearon a Dylan como si el chico fuera una colmena que pensaran atacar.

– ¿Qué pasa contigo, blanco?

– ¿Tus amigos te han dejado solo?

– ¿Qué? ¿No sabes volver a casa? ¿Te has perdido?

– ¿Estás llorando, blanquito?

– No dice nada.

– Debe de ser tonto o retrasado.

– Mírale en los bolsillos.

– Hazlo tú, tío.

Dylan alzó la vista y los dos retrocedieron. La verdad es que no tenían ninguna posibilidad de ponerle la mano encima. No era Aeroman, pero había ganado gravedad, había alcanzado un tamaño medio, no era ni gaviota ni topo.

– Oh, oh, está loco.

– ¡Lárgate que te pilla!

– No, ya llora otra vez.

– Es un blanco estúpido.

– ‘Túpido.

– ‘Tú-pi-do.

– Maricón.

Con aquello bastó para que echaras de menos a Robert Woolfolk. La situación exenta de miedo solo resultaba una idiotez. Dylan estaba harto, harto del rollito racial. Le habían llamado chico blanco miles de veces y no iba a enterarse de nada nuevo. Otra opción, Manhattan, destacaba tanto que casi se le clavaba en los ojos. Si se habían quedado sin el anillo de Aaron X. Doily, tal vez Dylan habría acabado con Brooklyn por una temporada, con los estudiantes de quinto y los misterios de Mingus, y estuviera listo para completar su huida.

Los dos negros se aburrieron de Dylan y se marcharon, tal vez en busca de algún estudiante de Saint Ann o Packer con el que ponerse manos a la obra y agenciarse un par de dólares.

Una barcaza con un graffiti tricolor de Strike, una pieza estupenda, gruñó en los muelles.

Dylan continuó sentado cantando canciones de los Clash mentalmente: «I’m So Bored with the USA», «Julie’s in the Drug Squad», discos que nunca le pondría a Mingus Rude porque en la calle Dean le daría vergüenza, porque no sabía cómo hacerlo. Siguió con los Talking Heads: «Encuéntrame, encuéntrame una ciudad donde vivir». Midió sentado los rascacielos a través de los barrotes y cuando se cansó de estar sentado el sol había descendido y los rayos anaranjados se colaban entre las torres y los puentes, la luz color de miel llameaba y luego se fue apagando y Dylan se saltó la cena con Abraham; llevaba todo el día sentado.

Volvió al barrio de noche y llamó a la puerta de Mingus.


Mingus Rude apareció en la puerta del apartamento del sótano en persona, intacto, con ojos drogados. No mostró ninguna objeción a la visita de Dylan.

– D-Man. ¿Qué tal?

– ¿Dónde está el anillo?

– Lo tengo yo, no pasa nada, no te preocupes.

– ¿Dónde?

Dylan miraba calle arriba y calle abajo, temeroso de que los estuvieran vigilando. No había nadie, ni siquiera Mingus reflejaba su paranoia. Solo habían pasado dos noches y a nadie le importaba, Aeroman o Errorman era solo una broma, un nombre que fue transmitiéndose de portal en portal antes de perderse en la memoria.

– Lo he escondido.

– ¿La policía te vio volar?

– ¿Los polis? Se pensaron que había saltado de un árbol, tío.

– ¿Qué?

Mingus levantó una mano para indicar «Basta, ahora no».

– ¿Quieres pasar? Estoy con el Rey Arturo.

El estante estaba vacío, no había ni traje, ni anillo; solo el casco de fútbol de los Manayunk Mohawks y la bola de bolos cubierta de firmas de Art y Dose. En el tocadiscos sonaba «Get Off», en realidad la aguja todavía no había arrancado la música del vinilo aunque se estaba acercando. Arthur Lomb estaba tumbado en su lado de la cama, con las Puma sucias encima de la colcha, vaciando las semillas de una bolsa en el pliegue del desplegable de Pick of the Litter de los Spinners. Le rodeaba un círculo de papel de liar arrugado, restos de intentos fallidos, como el círculo mágico de algún hechizo de dudosa efectividad. Al ver a Dylan, sonrió: «¡Bienvenido a mi cámara, blablabla!».

Arthur Lomb se había convertido en un gnomo hediondo. Parecía más pequeño. Probablemente se trataba de una ilusión óptica, el resultado de que se perdiera en gigantescas sudaderas con capucha y holgados pantalones militares en los que habrían cabido varias docenas de piernas de deshollinador como las suyas. La ropa de Arthur seguía creciendo pero él no. Por fin terminó de liar un porro, lamiéndolo asquerosamente con la boca para pegar el papel con saliva. Solo habló después de encenderlo, para demostrar que era un experto a la hora de hablar sin soltar el humo. El esfuerzo le agudizó la voz como el helio:

– ¿Te has enterado de que arrestaron a Gus?

– Cállate, Arthur.

Arthur pasó el porro a Dylan mientras la calada le explotaba en los labios formando una ráfaga de humo.

– Fue a las casas de protección oficial de la avenida Myrtle a medianoche y saltó de un árbol en ropa interior. Supongo que si vas colocado de LSD o heroína puede parecerte buena idea. Una vez vi algo parecido en El FBI. Una chica se comió la corteza de un árbol en un descampado. Y también iba bastante colocada.

– Estoy a nada de patearte el culo.

– Adelante, superhéroe.

– Cuando acabe contigo, serás todo lágrimas.

– Me muero de ganas de verlo. Valdrá la pena solo por verte vestido de moñas, Arreoman.

Arthur fastidiaba como movía las torres del ajedrez, sin avergonzarse de caer en obviedades. Era monótono y extenuante, te ponía fácil desconectar. Por lo visto también Mingus había aprendido a hacerlo.

– ¿Tú qué poder tendrás, Dylan? Porque ahora todos necesitamos poderes, ahora somos Superamigos. Estaba pensando que yo quizá sería capaz de desnudar a la gente con la mente, quiero decir que la ropa desparecería de verdad y los criminales se rendirían al instante, humillados. Me llamaré «Hoja de Parra Man».

Mingus no miraba a Dylan a los ojos cuando se pasaban el porro. Era más fácil dejar las preguntas sin respuesta: por qué Mingus volaba solo o cuál era la razón de Aeroman para ir a las casas Walt Whitman. De haber querido reventar una venta de drogas le habría bastado con acercarse a Bergen o Atlantic, al vestíbulo del hotel de las putas. O, para el caso, subir a la planta de arriba, al piso de Junior, donde el tráfico de drogas se producía a diario, cuando no varias veces al día.

Pero quizá fuera ese el dilema que había empujado a Aeroman fuera de su órbita habitual: el peligro de encontrarse a alguien conocido. Lo cual incluía también a Barrett Rude Junior y Senior.

– Eh, tú, D-Man, tienes que escuchar este disco: «King Tim Personality Jock» de Fatback… -empezó a decir Mingus. Se acercó a la cadena, poniendo punto y final a la conversación sobre su aventura de hacía dos noches y anunciando la reanudación de la historia real: vivían en una era famosa donde en cualquier momento podían producirse avances heroicos en los estilos musicales o el descubrimiento de un break nuevo jamás escuchado-. Esta mierda está la hostia de cargada.

Mingus solo se giró fugazmente para dar un puñetazo en el brazo a Arthur Lomb. Que le gritó «¡Gilipollas!» y se acarició el lugar del impacto, pero no se movió de la cama donde siguió despatarrado, era un enano parlanchín abotargado por las drogas.

Aeroman estaba muerto o, como mínimo, atravesaba un paréntesis, un despido temporal. Era probable que no volviera a aparecer en la misma forma de antes. Dylan estaba seguro de que Mingus había perdido o destruido el traje. De todos modos, el traje no importaba. Las tiras de sábana y el emblema dibujado con Spirograph le habían dado un toque demasiado personal, demasiado tierno para las calles. Aaron X. Doily había acertado al renunciar a la capa, pero Dylan había pasado por alto esa pista. Ahora el anillo de Doily estaba escondido, como debía ser. El anillo era un enigma que meditar, un objeto de análisis más profundos. El traje era casi tan ‘túpido como Arthur Lomb lo hacía parecer, pero el anillo no formaba parte de la historia de Arthur, ni de la de la poli o la del The New York Times.

Se drogaron más y más hasta que dejaron de hablar.

Si no lo analizabas demasiado, podía parecer normal que estuvieran los tres juntos. En cierto sentido, lo raro era que no hubiera ocurrido antes.

Pero Dylan Ebdus y Mingus Rude todavía compartían secretos, incluso aunque estuvieran en reposo, escondidos en algún lugar no especificado oculto en la mirada perdida de Mingus.

Dylan Ebdus contaba historias y dibujaba, Arthur Lomb criticaba y fastidiaba, pero Mingus Rude poseía una fuerza mayor, estados de ánimo que prevalecían, estados de ánimo que eran ley. Podía anular regiones enteras de la existencia, borrando con un ceño fruncido padres, abuelos, escuelas. No había discusión. De momento Aeroman había desaparecido, lo habían borrado del mapa.


Tres estudiantes blancos de instituto retozan por la calle Cuarta Oeste de vuelta de J &R’s Music World hacia un apartamento en Hudson donde cierta madre divorciada ha salido de casa, del que tienen las llaves y la habitual tarde para ellos solos. Los tres van armados contra el clima de finales de otoño con cazadoras negras de motorista en sus variantes Brando, Elvis y Ramones, con la piel tachonada de estrellas y calaveras de cromo, hebillas colgantes y las cremalleras del pecho abiertas pese al frío. Los tres ociosos se columpian torpemente de las farolas, hablan en jergas privadas, en argot de punks pardillos.

Noviembre de 1979: «Rapper’s Delight» acaba de coronar las listas de éxitos. También ha captado la atención de los chicos blancos de Stuyvesant, incluidos los tres que nos atañen. La canción suena en la radio y en la calle, sale de las tiendas y de los radiocasetes cargados al hombro, es un sonido distinto, imposible pasarlo por alto.

Pero para escucharlo bien alguien tiene que poner la pasta y llevárselo a casa.

El doce pulgadas de la Sugar Hill Records de funda genérica va en la bolsa con las demás compras: Eno, Tom Robinson, Voidoids y la banda sonora de Quadrophenia. El sencillo «Rapper’s Delight» ha entrado en las listas de pop como novedad, es la última entrada en la línea de «The Streak», «Convoy» y «Kung Fu Fighting», y es con ese espíritu con el que los tres chicos blancos lo compran: ese disco les parece increíblemente estúpido y para morirse de risa, dos conceptos que últimamente representan justo lo contrario de mutuamente excluyentes, Gabba Gabba Hey.

Le han dado la vuelta al odio hacia uno mismo para lucirlo con orgullo de punk imbécil.

Si alguno de los tres sabe algo más, no lo dice.

Pero digámoslo de otro modo: si en una de las tiendas de moda punk de Saint Marks Place vendieran camisetas con el lema «ESTRANGÚLAME, POR FAVOR», no tardarías ni un minuto en comprarte una.

Después te subirías la cremallera de la cazadora para volver a casa desde Manhattan.

Ahora, en la seguridad del piso, los otros discos se dejan a un lado mientras colocan el doce pulgadas en el tocadiscos materno para regocijo inmediato de todos. Detienen y retrasan la aguja docenas de veces para comprobar, incrédulos, una frase o rima: «Me da igual lo que diga la gente, sigo aquí asqueado de esta comida apestosa». Luego los tres chicos blancos rompen a reír, apenas capaces de respirar de tantas risas.

– ¡El… pollo… sabe… a… madera! -cita uno.

Se han quitado las cazadoras. El novio de la madre divorciada ha dejado seis Heineken en la nevera, el muy tonto, y pronto desaparecen. Acaban con una caja de barquillos Nilla hasta las últimas migas del fondo de la bolsa de parafina, que sacuden y esnifan. Vuelven a poner «Rapper’s Delight», los punks bailan una danza antigua, saltando en el colchón, con gestos entrecortados, haciendo posturitas.

El disco incluye, entre otros detalles, un pasaje donde se burlan de Superman en el que el rapero se hace llamar el Gran Promiscuo y corteja en broma a Lois Lane con fanfarronadas: «Tal vez pueda volar toda la noche, pero ¿aguanta una fiesta hasta la madrugada?». En realidad, una buena pregunta para Superman o cualquier otro personaje volador.

Eso si volar no fuera la última cosa en la que se te ocurriría pensar ahora.

Los tres comienzan entonces a citar sus versos favoritos tratando de imitar la inflexión del rapero con rostro imperturbable. «Comprendo lo de la comida -dice uno, casi llorando de placer-. Pero, oye, ¡todavía somos amigos!»

Dos de estos punks inofensivos de mejillas sonrosadas han nacido en Manhattan, donde acudieron a escuelas privadas hasta el año que ingresaron en Stuyvesant para ahorrarles el gasto a sus padres. Por lo que ellos saben, ese disco podría haber sido diseñado específicamente para su disfrute antropológico privado y lo escuchan con el distanciamiento debido a un objeto caído de la luna. Nunca antes han oído rapear a nadie, como tampoco se han cruzado con Fat Albert o Sanford e Hijo por la calle. La idea general podría resumirse en que lo que hace «Rapper’s Delight» y a los negros tan desternillantes es su total y absoluta falta de ironía. Oye, que no es racismo encontrar a los negros adustos como los hippies, tan embarazosos y bastos como un cómic. Estos chicos son punks, y los punks son despectivos. Es lo único que hacen, representar su papel.

La falta de ironía no es un problema para el tercero de la habitación, el punk de Gowanus.

Un espléndido lío de nudos barrocos, así es él. Listo para pasar cualquier prueba de acidez que demuestre su capacidad de autodividirse. Pero, oye, si saltar con las Converse All Star de caña alta sobre el colchón mientras mueves las caderas en una extraña parodia te recuerda a las instrucciones de Marilla para girar el hula-hop hace mil años, te recuerda también la decepción al descubrir que Marilla no era una de las rubias Solver y la culpa que sentiste por esa decepción, la vergüenza por la inexpresividad de tu cuerpo, las torpes caídas del aro… ¿qué pasa, eh? Reírte de «Rapper’s Delight» no es ninguna venganza y, en cualquier caso, no ha sido idea tuya y de todos modos lo que pasa es que es divertido. La calle Dean es otra historia, un reino de conocimientos inaplicables donde estás ahora.

Acabas de dejar la calle Dean y, con ella, a Aeroman.

Si eso implica evitar al que te protegió la espalda durante toda la secundaria, al que en otro tiempo te esforzaste por imitar, a aquel cuya órbita te contentabas con seguir -si eso significa no contestar las llamadas del chico del millón de dólares anotadas con la cuidadosa letra de Abraham-, es un precio pequeño a pagar por hacerte mayor, ¿no?

Esto no es ninguna fiesta, no es una discoteca ni ninguna tontería.

Es el final, el final de la década de los setenta.

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