Casi no recuerdo nada de las pocas semanas de verano que transcurrieron entre la muerte a tiros de Barrett Rude Senior y mi trayecto de autobús lejos de la ciudad para empezar mi primer trimestre en Camden College. La tragedia se convirtió en propiedad comunitaria de la calle Dean, por supuesto, y mi conocimiento cercano de los hechos fue un secreto. De modo que mi impresión personal pronto quedó diluida por el tropel de cotilleos. No me compadecí demasiado de Mingus, que estaba arrestado y al que iban a juzgar como a un adulto; yo era un cohete de negación esperando a ganar velocidad suficiente para escapar de aquel escenario. El asesinato solo sirvió para darle un nombre y una forma claros a la nube de razones por las que quería abandonar Brooklyn. En cualquier caso, Mingus me daba miedo. Había matado a alguien con una pistola. Eso no había pasado antes. Era 1981, antes de que los tiroteos se volvieran algo habitual. Todavía era una época de navajas y bates de béisbol, de nunchacos caseros, de estrangulamientos. Había visto blandir pistolas, pero nunca dispararlas.
Vermont era mi antídoto. Solo había estado allí una vez desde mi viaje de la Fundación Aire Fresco, cuando tenía trece años: siete meses antes, en enero, para la entrevista de ingreso en Camden. Con todo, pese a las verdes colinas del paisaje de Vermont cubiertas de nieve, más blancas de lo que jamás había visto, y el viento del campus vacío que atravesaba mi abrigo de piel de imitación, veía por todas partes indicios de fantasmas de Heather Windle, de mi verano de bañadores y libélulas. En la estación de autobuses de Camden Town me compré unos caramelos de jarabe de arce envueltos en cartulina y celofán, y cuando lo dejé deshacerse en la lengua como me había enseñado a hacer Heather tuve la erección más inocente y vehemente que había experimentado en cuatro años.
Pero Camden College no era el Vermont de Heather Windle. En Camden, Heather habría sido una paleta, una chica entrevista en el Brass Cat o el Peanut’s, uno de esos bares de ciudad pequeña que los estudiantes de Camden se atrevían a veces a frecuentar en sus incursiones lejos de la idílica reserva amurallada, las bucólicas hectáreas que formaban el campus. Por dentro, aquel santuario verde era una especie de laboratorio solipsista colectivo donde los excitables chicos urbanos podían jugar a sus anchas. Vestidos de cuero, pieles y batik, ellos y yo -puesto que durante un breve período fui uno de ellos- deambulábamos por un entorno que era en parte tierra de labranza de Nueva Inglaterra, completado con residencias estudiantiles de madera, retorcidos manzanos que daban frutos incomibles, muros bajos tapizados de líquenes adentrándose por los bosques hacia ninguna parte y parcelas de cementerio con fechas del siglo XVIII: una parte escuela de arte experimental, fundada en la década de 1920 por apasionados mecenas de inclinaciones rojas y legendaria por sus bailarines modernos y los matrimonios entre estudiantes de la facultad, y otra parte reserva lunática de díscolos niños bien, demasiado familiarizados con los tratamientos psiquiátricos para seguir a otros parientes a Harvard o Yale y que recapitulaban los rituales tribales de los centros vacacionales mediterráneos y los veranos en East Hampton en la sala VIP de Studio 54.
Yo no entendía nada de todo esto. Era un bobo social, protegido del entendimiento que da el dinero por el elitismo artesano de mi padre y, paradójicamente, por el radical orgullo populista de Rachel: me habían criado un monje y una hippy y los dos se mantenían tercamente fuera de cualquier jerarquía de clase. Los deseos que nuestra pequeña familia no podía permitirse nunca habían parecido importantes, solo tonterías, esnobismos y errores, como las prioridades de Thurston Howell en La isla de Gilligan. Además, había tenido tanto o más dinero que la mayoría de los chicos de Brooklyn que conocía, aunque tal vez algo menos que mis compañeros de estudios de Manhattan en Stuyvesant, de modo que me imaginaba en un punto intermedio. Sí, estaba claro: yo era de clase media.
Lo cierto era que pocos estudiantes de Camden habían pisado alguna vez una escuela pública y mucho menos habían estudiado en ella. Y yo nunca había pisado Brooklyn Friends ni Packer Collegiate ni Saint Ann. Un puñado de ex estudiantes de estos centros, la mayoría chicos de Brooklyn Heights, se me presentaron durante las primeras semanas, esas de «también es de Brooklyn», pero eran extraños y, cuando admitía que había estudiado en la EP 38 y la ES 293 sabían, mejor que cualquier otra persona en Camden, lo antinatural que resultaba que yo estuviera allí con ellos. Desde orillas opuestas de esta experiencia, mis nuevos conocidos y yo nos mirábamos fijamente como moradores de un mundo especular.
En un gesto que cabía interpretar como confusa amabilidad o como cruel segregación, se me asignó un compañero de habitación que también recibía ayudas económicas. Matthew Schrafft era de Keene, New Hampshire, una ciudad muy similar a Camden solo que sin la elegante universidad. Había estudiado en escuelas privadas de Manhattan hasta sexto, pero la fortuna de su familia había dado un vuelco cuando su padre había abandonado su carrera de productor en el canal de informativos de la CBS para mudarse a un pueblecito y escribir una novela. Razón por la que sospechaba que Matthew se sentía peligrosamente cerca de ser un paleto. Nos hicimos amigos, y era un consuelo que mi compañero de cuarto y amigo se encontrara a veces, como yo, en el lado equivocado de las barras de los comedores, vestido con un delantal, sirviendo gofres calientes, salchichas y huevos de grandes recipientes de acero a las bandejas de nuestros compañeros de estudios. Servir comida era uno de los trabajos menos ocultos y eufemísticos: los otros casos de caridad que se dedicaban a ayudar en las investigaciones o trabajar en la asociación de alumnos podían permitirse apiadarse de Matthew y de mí mientras esperaban su comida en la cola.
A Matthew y a mí también nos habían adjudicado una solución poco habitual en estudiantes de primero para la cuestión del alojamiento: los apartamentos Oswald House. Oswald tenía fama de ser la residencia de estudiantes más pendenciera y drogadicta de Camden. Cada uno de sus ocho edificios de madera incluía un apartamento central: varias habitaciones conectadas con chimenea y baño privados. Las mejores habitaciones se reservaban para estudiantes licenciados o profesores invitados, solo que nadie que esperara disfrutar de un minuto de paz habría aceptado alojarse en Oswald. Los suelos del salón apestaban permanentemente a restos de cerveza frotados por las mujeres de la limpieza, la moqueta estaba llena de quemaduras y las puertas engalanadas con graffiti pornográficos y mordaces al estilo punk. Oswald House era como un barco pirata surcando el césped cubierto de manzanas, uno donde se oía a los Grateful Dead a todo volumen las veinticuatro horas del día a finales de verano, cuando los altavoces podían montarse de cara al exterior en las ventanas de la primera planta y los estudiantes se tumbaban en el jardín. Había sido, además, el dominio de una pareja legendaria de fiesteros barbudos tipo Belushi, y creo que en la oficina de alojamientos se les ocurrió que reemplazar a esos dos cabecillas por dos nuevos becarios de pelo corto equivaldría a un trasplante de corazón de la casa: que Matthew y yo apaciguaríamos el lugar desde dentro. Aunque no funcionó exactamente así, estoy seguro de que los oswalditas de siempre, al vernos entrar en septiembre en el apartamento, se desanimaron tanto como la administración habría deseado.
Matthew y yo ironizábamos sobre nuestro malestar sublimándolo en cultura. Devo, un grupo que nunca me había interesado en el instituto, se convirtió en emblema de nuestra diferencia, no solo respecto a los hippies de Camden, sino también a los tipos chic y punks adoradores de Bowie que estaban suscritos a Interview e iban de vacaciones a París. Devo expandía el espíritu de cerebrito de una banda como Talking Heads en una dirección hostil muy práctica. Si te gustaba Devo, podías regodearte en el resentimiento de nuestra clase social disfrazándolo de sátira anticapitalista. El grupo se convirtió en adjetivo: determinadas cosas de esa universidad eran terriblemente «devo», ¿verdad?
Una plácida tarde de esa primera semana en Vermont, desconcertados todavía por haber sido catapultados fuera de nuestras vidas de instituto y sin conocer a nadie, Matthew y yo acudimos a una charla en el césped a cargo de Richard Brodeur, el nuevo rector de Camden. A Brodeur parecía aterrarle tanto aquel lugar como a nosotros. Al igual que el padre de Matthew, Brodeur había lanzado por la borda una carrera empresarial a cambio de algo más «real», y su explicación de por qué quería ser rector de Camden sonaba un poco a la defensiva. De hecho, Brodeur era un experto en eficiencia contratado para reparar los daños causados por un tipo carismático y tolerante de los años setenta. Solo un grupo de crédulos estudiantes de primero se molestó en acudir a la charla.
– Me gustaría contaros una historia -dijo Brodeur-. De niño me encantaba la pizza, y siempre que mi padre me llevaba a la pizzería pedía dos porciones. Mi padre me observaba mientras yo devoraba la primera sin apartar la vista de la segunda. Ni siquiera saboreaba la primera porción. Un día, mi padre me dijo: «Hijo, tienes que aprender que cuando te estás comiendo la primera porción, te estás comiendo la primera porción. Porque ahora mismo te estás comiendo la segunda antes de haber terminado con la primera». Y hace un año comprendí que necesitaba volver a aprender esa lección. Eché un vistazo a mi vida y comprendí que tenía la vista fija en la segunda porción de pizza.
En mi caso, la parábola no cayó del todo en saco roto, aunque no pude evitar pensar en el día en que Robert Woolfolk y su secuaz habían intentado robarme la pizza en la calle Smith. Me pregunté si Richard Brodeur sabría cómo enfocar el problema de la primera porción. Sospechaba que no.
Después, Matthew y yo volvimos al parque central de la universidad, donde, pasadas las hileras más exteriores de residencias estudiantiles, el césped cortado se perdía más allá de la vista: el lugar era conocido como el Fin del Mundo. Allí, un grupo de chicos de nuestra casa estaban destapando un barril. Nos pusimos a la cola para conseguir un vaso de plástico de cerveza espumosa sobre un fondo de colinas verdes rizadas por las sombras del crepúsculo.
– ¿Tú qué has entendido? -preguntó Matthew-. ¿Que cuando te estás comiendo la primera porción podrías en realidad estar comiéndote la segunda?
– Algo así. En cualquier caso, me ha abierto el apetito.
Lo cual se convertiría en una broma recurrente: cuando Matthew y yo empezamos a trasnochar y a saltarnos clases lo llamábamos «comerse la primera porción». Tal como salieron las cosas, mi carrera en Camden no incluiría una segunda porción.
Esa semana acudimos a nuestra primera fiesta de los viernes. Las residencias estudiantiles contaban con un retumbante sistema de sonido y el servicio de comidas las proveía de vasos de plástico y barriles de cerveza: los fines de semana, la administración se esforzaba en mantener a sus tiernos pupilos lejos de los bares de Vermont. En honor a la verdad, Camden no era un invernadero casual, sino deliberado, un experimento como la biosfera. De modo que a las once de la noche doscientos o trescientos estudiantes bailábamos en masa al ritmo de «Super Freak» de Rick James sobre el suelo pegajoso del salón de Fish House, otra residencia con solo un poco menos de mala fama que Oswald. Aquella apropiación del funk bailable fue una primera degustación de algo que yo quería entender con todas mis fuerzas: la ignorancia por parte de esos chicos blancos de clase media de las intrincadas fronteras de la raza y la música que eran mi herencia y mi obsesión. Allí a nadie le importaban: solo era una canción bailable. A Rick James le siguió David Bowie; a Bowie, Orchestral Maneuvers in the Dark; y a OMD, Aretha Franklin. Me lancé a la pista de baile, liberado por un momento.
Al cabo de un par de horas, Matthew y yo nos llevamos dos chicas al Fin del Mundo. Ahora el límite del césped se hundía en una oscuridad mística, explicando así el porqué de su sobrenombre. Aimée Dunst y Moira Hogarth eran, como nosotros, compañeras de cuarto y estudiantes de primero y, muy convenientemente, seguidoras de la moda punk, con sombra de ojos negra y pelo engominado. Matthew las había conocido en la clase sobre Milton y Blake. Los cuatro habíamos charlado o lo habíamos intentado en la locura alcohólica de la fiesta, aquella penumbra de cuerpos contorsionados y vomitando, pero luego habíamos sacado nuestras copas de vodka con mosto afuera, a la gorjeante oscuridad.
Aimée era de Lyme, Connecticut, y Moira era de Palatine, en los alrededores de Chicago. Yo ya había descubierto que casi nadie era de ciudad. Si decían Los Ángeles o Chicago o Nueva York se referían a Burbank o Palatine o Mount Kisko.
Me había dedicado a alardear de mis conocimientos del centro de la ciudad para ligar, dándole la vuelta a mi malestar.
– ¿Alguna vez te han atracado? -preguntó Aimée.
Aimée, como todos los que antes o después me han hecho la misma pregunta, estaba pensando en un robo en un callejón, una transacción adulta, una transacción entre desconocidos. Aimée pensaba en El justiciero anónimo y en Kojak. Lo más cerca que yo había estado de una situación semejante fue cuando Robert Woolfolk atracó al camello, un acontecimiento que no podía explicar.
– Me estrangulaban -dije-. ¿Te han hecho alguna vez una llave?
– ¿Qué es eso?
– Tendría que enseñártelo.
Las chicas soltaron unas risitas y Matthew se quedó mirándome sin entender más que ellas.
– No sé -dijo Aimée, retrocediendo con pasos torpes.
– Vale, olvídalo.
– Házmelo a mí -dijo Moira con audacia.
– ¿Estás segura?
– Ajá.
– En realidad no duele. Pero tendrás que dejar la bebida en el suelo.
Dejamos los vasos de plástico sobre la hierba húmeda. Me incorporé demasiado rápido y me mareé. El oxígeno de Vermont era como una bebida de esas de baja graduación que se toman después de las fuertes.
– ¿Qué coño estás mirando?
Los tres volvieron la cabeza, engañados por el volumen y la hostilidad repentinos de mi voz. Pero estábamos solos en el Fin del Mundo. Era el único lugar en el que podría haber representado mi número folclórico, mi espectáculo de trovador.
Clavé la vista en Moira. Los otros no importaban.
– Eso es, chica. No mires a otro lado, te estoy hablando. ¿Qué coño crees que estás mirando?
– Para -dijo Aimée.
Moira se limitaba a sostenerme la mirada, nerviosa pero desafiante.
– Si no pasa nada. No busco problemas. Ven aquí un momento. -Señalé el suelo a mis pies-. ¿Qué pasa? ¿Tienes miedo? No te voy a hacer nada. Solo quiero hablar contigo un momento.
Mi yo borracho estaba asombrado de lo bien que me sabía el ejercicio. Aquellas palabras nunca habían salido de mi boca.
Moira se acercó, aceptando el reto, respondiendo como Bacall a mi papel de Bogart. A mí me habría encantado dejarlo correr, pero el guión exigía llegar al final. Había rabia en aquel guión, una necesidad que nunca había destapado.
– ¿Ves? Soy tu amigo, ¿verdad? Me gustas, ya lo sabes. -Pasé un brazo por encima del hombro de Moira y la acerqué a mí-. ¿No tendrás un dólar para prestarme?
– ¡No se lo des! -chilló Matthew, entendiendo por fin la broma. Solo que apenas era una broma.
– No -dijo Moira.
Atrapando a Moira con todo el cuidado posible en el triángulo que formaban mi puño, mi codo y mi hombro, la obligué a agacharse como me lo habían hecho a mí cientos de veces. Aunque no mucho. Hasta mi pecho.
– ¿Seguro? Déjame que te mire un momento los bolsillos.
Le registré los bolsillos delanteros de los pantalones de pana, encontré los billetes y los saqué. Entonces Moira se retorció, me dio pena y la solté. Salió disparada hacia los otros, enfadada.
Levanté los billetes arrugados.
– Es solo un préstamo, confía en mí. Sabes que solo es una broma, ¿verdad?
Moira se me acercó corriendo y de un empujón me tiró al suelo. Noté la ira acumulada en su cuerpo por el modo en que la había tratado, una ira que conocía con precisión, había estado en su lugar. Pero Moira también estaba borracha y excitada y nuestras caderas se tocaban. Al estrangular a Moira también la había elegido. El ambiente estaba cargado de sexo, como lo había estado en la pista de baile de Fish House. Como lo estaba en todo Camden, esperando solo a que alguien se sirviera una porción, que era lo que Moira y yo acabábamos de hacer. Durante todo el instituto no había besado a una chica sin largas conversaciones preliminares, sin embargo en Camden era fácil. Cuando me quitó los billetes de la mano, le agarré la suya y devolvimos juntos el dinero a sus pantalones, rodando sobre el césped mojado, besándonos apasionadamente, sin acertarnos en la cara, besándonos orejas y pelo. Más allá, Matthew y Aimée se habían alejado por el Fin del Mundo y habían desaparecido en la oscuridad.
Lo que nunca habría podido explicarle a Moira era que el componente sexual de una llave estaba presente antes de ponerlo en práctica, que formaba parte de su uso tal como yo lo conocía, que estaba enterrado en sus mismas raíces.
Moira Hogarth y yo pasamos la noche en la habitación que compartía con Aimée en Worthell House, y Aimée y Matthew ocuparon la nuestra en Oswald. Moira y yo fuimos pareja durante dos semanas más: una eternidad en Camden, donde los ensayos de madurez quedaban reducidos a la más mínima expresión por la compresión del tiempo y el espacio. Una relación completa podía durar una semana, las heridas sanaban antes del siguiente viernes por la noche. En nuestro caso, para Halloween Moira y yo habíamos dejado de hablarnos. Después, en Acción de Gracias, volvíamos a ser confidentes y susurrábamos y reíamos mientras paseábamos por el campus y pasábamos noches juntos en la cama de manera que todo el mundo estaba seguro de que éramos pareja a pesar de que en realidad nos acostábamos con otros. Entonces, antes del final del trimestre, habíamos vuelto a romper. Y así siempre: en aquella universidad no había nada destacable en el hecho de reciclar a los pocos desgraciados que te hacían caso. Eran demasiado escasos para desperdiciarlos.
La llave que le hice a Moira en el Fin del Mundo se convirtió en el origen de un plan: lanzaría Brooklyn como un desafío. Necesitaba algo. Todo estaba pensado para que me sintiera como un soso en Camden, con mi pelo corto y mi estilo chaqueta de punto y mocasines, muy David Byrne o mod de Quadrophenia en Stuyvesant, pero a los ojos de quienes de verdad habían estudiado en colegios privados solo parecía un estudiante más. En cambio, nadie cuestionaría mi credibilidad callejera, porque en Camden nadie la tenía. Me gané mis galones interpretando a un robot del gueto. Fingía no saber qué era Baja o Aspen, o por qué mis compañeros de estudios apellidados Trudeau o Westinghouse resultaban particularmente altivos. Fumaba Kool, llevaba una gorra Kangol y llamaba a mis amigos con un «Eh, tú»; y esto, mucho antes de que los Beastie Boys popularizaran la expresión, fue lo bastante divertido para que una pareja de veteranos de Oswald House, un par de camellos de cocaína llamados Runyon Kent y Bee Prudhomme, lo convirtieran en un mote para mí: me llamaban Tutú. En esencia, me convertí en una caricatura de Mingus. El truco me proporcionaba un contenedor perfecto para el desdén que sentía hacia mi persona y la hostilidad que me despertaban mis compañeros de clase. Y me hizo popular.
Me habitué a engatusar y burlarme de los ricos justo hasta su límite de tolerancia. Gorroneaba, les avergonzaba para que me pagaran comidas, cortes de pelo y cajetillas de Kool, los halagaba y conmovía mencionando los temas que llevaban toda la vida preparándose para no tratar: su dinero, los fondos de inversiones que les pagaban los BMW, la ropa de diseño, los almuerzos y cenas en Le Cheval cuando no les apetecía acudir al comedor universitario, los cheques que seguían recibiendo aunque en realidad en el Vermont rural no hubiera nada que comprar en absoluto. Salvo drogas. Y las drogas fueron el otro medio por el que adquirí mis galones.
Camden nos proveía gratuitamente de cerveza, películas, anticonceptivos y psicoterapia. Eran asuntos que se debatían con total libertad, entre bromas. Pero la universidad suministraba otras cosas que no se nombraban pero que también eran gratis, como la clase de música heterodoxa, dirigida por un benevolente catedrático de pelo blanco llamado doctor Shakti que era conocido por dar aprobados seguros por muy poco que acudieras a sus clases, o los libros y las cintas que podían robarse a manos llenas de la tienda del campus porque alguien había decretado que no debía mancillarse el expediente de nadie con tales acusaciones (presumiblemente, la administración compensaba en silencio las pérdidas del tendero). Por supuesto, nuestros padres habrían respondido con una sonrisa amarga de haber oído a alguien considerar estas cosas «gratis»: los costes se incluían en la absurda y famosa matrícula. Los privilegios de Camden eran tan exuberantes que no costaba olvidar el hecho de que un puñado de nosotros no era rico. Todos viajábamos en el compartimiento de primera clase, incluso aunque alguno de nosotros tuviese también que fregar la cubierta.
En cuanto a las drogas, la universidad no las suministraba directamente, pero considerábamos otro privilegio más que hiciera la vista gorda. Camellos como Runyon y Bee operaban sin freno. En el césped se fumaban porros sin disimulo y las fiestas de Pelt House eran famosas por el ponche de ácido que preparaban en el laboratorio del mismo edificio. William S. Burroughs vino a inaugurar el curso y durante los pases de Cabeza borradora y El hombre que cayó a la Tierra una nube de humo atravesaba el rayo del proyector del minúsculo auditorio del campus. Aunque se consideraba de buena educación cerrar la puerta mientras te metías una raya de coca o metadona, pocos se molestaban en volver a colgar los espejos después, y había quien los mantenía a modo de mesillas de café permanentes, más o menos en la línea de Barrett Rude Junior.
Yo era una esponja para la coca. Formaba parte de mi actuación. Las tardes que deberíamos haber pasado en clase o en la biblioteca, Matthew y yo las dedicábamos a jugar al baloncesto con Runyon y Bee en la inmensa cancha, muy poco utilizada, construida en el bosque del límite del campus, por detrás del desaprovechado campo de fútbol (Camden no era un lugar muy atlético). Runyon y Bee disfrutaban con mis intentos de fintas y amagos, todos los movimientos que había absorbido y nunca me había atrevido a probar en los gimnasios de mi juventud. Runyon y Bee nos adoptaron a los dos, nos convertimos en sus mascotas. Como ellos, usábamos gafas de sol Wayfarer en la cancha, defendíamos sin ganas o nada en absoluto y, entre partidillo y partidillo, esnifábamos y fumábamos a la sombra sembrada de agujas de pino que había en el perímetro asfaltado. A los camellos, que no pudiera pagar mi parte les irritaba o enternecía, dependiendo de su estado de ánimo, pero no le daban demasiada importancia. Por las noches subía a las habitaciones de Runyon y Bee y cuando otro estudiante se pasaba a comprar un cuarto de gramo se me incluía en la obligada prueba de calidad. Una vez me gané mi manutención mecanografiando un trabajo de Runyon sobre Mientras agonizo impresionantemente plagado de errores gramaticales. Lo reescribí, tal como sospechaba que Runyon esperaba de mí, y conseguimos un sobresaliente.
Tres o cuatro tardes ese otoño, colocado de algo a una hora excepcionalmente temprana y cortadas las ataduras con quienquiera que estuviera de juerga, Moira o Matthew o los camellos del piso de arriba, incapaz de contenerme, fui al bosque y volé. Ya no tenía el traje, en realidad ya no era Aeroman, solo un chico de ciudad liberado en los bosques que quemaba energía surcando los aires entre las ramas. Que ya no fuera Aeroman era probablemente la razón de que, después de tanto tiempo, todavía pudiera volar. En Brooklyn nunca había volado, excepto durante una recepción de pelota. Me había acobardado físicamente, pero también me habían pesado demasiado los objetivos que Aeroman debía cumplir, sus ideas sobre heroísmos y rescates. En Camden no había nadie a quien rescatar de nada, a menos que nos rescataran a todos de nosotros mismos, algo que un chico volador de dieciocho años no podría ni plantearse. Así que me paseaba entre los árboles del este del Fin del Mundo, por debajo del campo de fútbol y la cancha de baloncesto, me ponía el anillo de Aaron Doily en el dedo, encontraba una roca alta desde la que saltar y volaba. Levantarme un poco por encima del campus, ver el reloj parado de la torre de la universidad desde lejos era un intento de creer en mi suerte, en mi improbable y embriagadora huida de la calle Dean. Intentaba que las colinas me parecieran reales enfrentándome a ellas en soledad y de frente, intentaba hacer mías las ramas arañándolas con la punta de los dedos. No sé si funcionó. Nunca he estado seguro de ser capaz de saborear la libertad, no más que durante el fugaz colocón de una raya de cocaína o la duración de una canción en particular. Y una canción, cuando la vuelves a poner, suena igual. Sin embargo, el polvo blanco, el vapor de mentol, la brisa de los pinos: esas tardes de vuelo mi nariz parecía funcionar al revés y solo olía el interior de mi cerebro mentolado.
Una de esas tardes, después de aterrizar, me encontré con Junie Alteck en el camino de regreso, entre los árboles. Junie era una hippy de Oswald con aspecto de sílfide, una fiestera impenitente que a menudo seguía en la habitación de Bee cuando los demás habían plegado ya las velas. Sospechábamos que se acostaba con Bee, pero él nunca lo había admitido. A Runyon le gustaba llamarla «Aspect». La chica había estado paseando sola por el bosque. Adiviné por su cara que me había descubierto.
– ¿Qué estabas haciendo? -dijo, aturdida.
– Un proyecto de performance para la clase de arte.
– Oh.
– No está mal, ¿eh?
– ¡Y que lo digas!
La cocaína, la jerga negra, las fintas y volar: todo lo que durante mi vida entera había sido peligroso, de pronto, en Camden, era seguro, y ¿por qué no? Camden estaba pensado para sentirse a salvo. Fue en ese estado mental en el que una noche de principios de diciembre, bastante tarde, recibí una llamada de Arthur Lomb en la cabina de Oswald.