15

Le pregunté la hora a Mingus: la una menos cuarto. Llevaba sentado en el suelo de la galería cinco horas, con el hombro calzado en un pequeño reborde de pared entre la celda de Mingus y la siguiente, con la sien cerca de los barrotes y la de Mingus cerca de la mía para poder hablar. Nuestras orejas se rozaron una o dos veces. Me había mostrado solo una vez, me saqué el anillo y luego volví a desaparecer, cuando le expliqué cómo me había colado y había dado con él. Conversábamos en murmullos, ahogados por el ruido de las radios ilegales, las charlas de los internos y la ventilación. A medida que el bloque fue silenciándose, bajamos la voz.

En las últimas horas era Mingus el que hablaba. Yo escuchaba e intentaba no dormirme. Para empezar, nunca había permanecido invisible tantas horas. Sentando en el hormigón frío, noté la reaparición de mi micropsia infantil, un terror nocturno que creía haber dejado atrás, en mi dormitorio de la calle Dean, a los once o doce años: la sensación de que mi cuerpo empequeñecía hasta el tamaño de una mota en un universo plagado de fuerza gravitacional mientras el vacío me aplastaba por todos lados. Las ramas del ailanto que rozaban las ventanas traseras me habían parecido pequeños brazos en espiral de galaxias lejanas. Más adelante, en los años posteriores a que guardara el anillo, atribuí mi incapacidad para lanzarme de un tejado y mi tendencia a no mirar al cielo a las alucinaciones de la micropsia. Esa noche en la prisión regresaron para minar mi heroísmo. Mi heroísmo casi se había agotado. Me quedaba solo para huir de aquel lugar y lanzar la maldición de Aaron Doily entre los arbustos que bordeaban la carretera, luego me subiría a mi coche de alquiler y me perdería agradecido en la rabia ordinaria que me había ganado en tanto que californiano adulto. Escribía notas de presentación, era un novio incompetente. ¿Cómo podía haber tirado semejantes logros por la borda a cambio de un rescate quimérico? Lo único que sentía era la presión submarina de la sal, la especial claustrofobia de una bóveda de catedral dividida en jaulas para ratas. La sala tenía su propio clima, un hedor a bochorno de años acumulados. Con las luces apagadas, un planetario de colillas iluminó las galerías por encima y a nuestro alrededor, estrellas defectuosas llenas de reproches. Me decían que me fuera de allí.

Supongo que también trataba de no dejarme adormecer por la bella voz de Mingus que iba desgranando historias alrededor de una entrecortada forma de confesión, de una confesión que no se sabía entrecortada. Mingus se había enfrentado a su propia vida cientos, miles de veces más de las que yo podía soportar. Intenté no dormirme tampoco con el consuelo y la culpa que me producía tenerle de vuelta y estar a solo un instante de volver a perderle, de estar a punto de renunciar a la invisibilidad.

El anillo no le servía. Mingus intentó que lo entendiera. Me explicó que se estaba comportando, que no había recibido amonestaciones desde hacía años a pesar de los líos de Robert con los Latin Kings. En la última revisión había intuido cierta esperanza de clemencia, tal vez incluso lo soltaran pronto, dentro de uno o dos años. Tal vez lo del riñón había impresionado al consejo. En cualquier caso, la vida de un fugado en constante huida, visible o invisible, no le atraía.

Cuando Mingus me comunicó lo que quería resultó que lo había tenido en mente desde el principio, que había empezado a convencerme hacía diez horas en la sala de visitas. Le había ofrecido un modo de evitar que Robert Woolfolk cayera en manos de los Latin Kings. No era «un cedé» lo que había oído mencionar en las oficinas, sino UNCP: una Unidad de Confinamiento Protegido para los presos cuya seguridad estaba amenazada por los internos o que amenazaban la seguridad de los otros presos. Allí estaba encerrado nuestro colega de Gowanus. Yo le llevaría el anillo a Robert: Mingus me explicaría cómo encontrar el lugar y dónde dormían los guardias a los que había de robarles las llaves. Como conseguir un home run con un palo de escoba, Mingus sabía que podía hacerlo. Mingus sabía que lo haría.


Tenía unas cuantas preguntas para Mingus antes de marcharme. Antes de decidir si le fallaba o no: no me interesaban lo más mínimo Robert Woolfolk ni la UNCP. En cualquier caso, casi había terminado allí, casi me había comido la magdalena proustiana del «Play That Funky Music». Solo me restaba saborear las migajas.

– Mingus -dije-. ¿Tenías idea de lo a menudo que me estrangulaban?

– ¿Te refieres a las llaves que te hacían los hermanos?

Intentaba aclarar un punto, no burlarse de mí. No pretendía avergonzarme contrastando mi queja con sus lamentos reprimidos. No había pedido mi compasión, ni una sola vez. Yo solo me sentí avergonzado, pero aun así quería una respuesta.

– Me hacían una llave y me robaban el dinero -dije-. Prácticamente todos los días durante los tres años que estuve en la ES 293. Me llamaban chico blanco.

– A mí también me robaron alguna vez. -Se tomó mi pregunta más en serio de lo que probablemente me merecía-. Tíos de las casas Gowanus, Whitman, Atlantic Terminals; verás, tío, se pasaban el día robando y atracando, no sabían vivir de otro modo. En los clubs de Manhattan todo el mundo vigilaba a los negros de Brooklyn, para ellos todos eran atracadores armados.

Me parecía justo. Simplemente había sido un muñeco de pruebas para los crímenes reales, no se trataba de nada personal.

– No era una cuestión de blancos y negros -continuó Mingus-. Esos gilipollas simplemente estaban sedientos de cosas.

Sedientos. Más o menos resumía la cuestión. Ahora tenía que dirigirme al más sediento de todos -sediento de mi bici, sediento de mi terror- y liberarle de su celda.

– ¿Mingus?

– ¿Sí?

Noté en su voz que estaba tan cansado como yo. Me había encargado una tarea y ahora debía marcharme. Mingus llevaba toda la noche hablando, intentando no decepcionar, esforzándose por cubrir mis absurdas expectativas, sacar algo de mi incursión con lo que los dos pudiéramos seguir viviendo. Mingus se había trasladado a Watertown, una zona difícil de visitar desde la ciudad, para soltarse el lastre de Barry, de Arthur, de cualquiera. ¿Hasta dónde tendría que cargar conmigo esa noche?

– ¿Alguna vez has estrangulado a un chico blanco?

Desenterró su última respuesta desde algún lugar cansino; sin embargo, capté cierto asombro en su tono de voz por lo que había encontrado.

– Sí -contestó-. Una vez. Es decir, yo no le hice la llave. Nadie tuvo que hacérsela.

– ¿Cómo fue?

– Yo y unos colegas de Terminals queríamos pillar hierba. Un hermano propuso ir a Montague a sacarle la pasta a algún estudiante de la Packer o yo qué sé. Acorralamos a un par de chicos con aparatos ortopédicos en el Promenade, a plena luz del día. Yo me quedé al fondo, me limité a poner cara de pocos amigos mientras los hermanos les registraban los bolsillos. Consciente de que hacía lo que debía.

– Que era… ¿qué?

– Lo que acabo de decirte. Fui a los Heights y puse cara de pocos amigos.

Se pegó a los barrotes y la tenue luz de la galería recortó el mentón y el ceño de Mingus: la cara de pocos amigos. Un enfurruñamiento tipo el gato Silvestre que, sin embargo, me despertó una oleada de pánico que reconocí como uno de mis compañeros de viaje vital.

¿A qué edad aprende un chico negro que da miedo?

Mingus me mostró la cara un instante y luego retrocedió hacia las sombras.


Creo que perdí un poco la cabeza mientras paseaba por la cárcel. La invisibilidad y la voz de Mingus me habían desnudado. Ya no tenía secretos que ocultar. Además, no sabía poner cara de pocos amigos, ninguna mueca, en realidad; no me extrañaba que Zelmo Swift me hubiera tratado como a un criajo idiota. No podía salir de Watertown sin completar mi misión y, sin embargo, no me imaginaba entregando el anillo: aquel objeto había pasado a formar parte de mí, se había convertido en mi verdad. Así que durante un rato me dediqué a equilibrar ambas sensaciones y vagar sin rumbo fijo. Aunque, de hecho, me abría camino hacia el lugar donde según Mingus podría agenciarme las llaves de la UNCP solo que sin decirme a mí mismo que eso era lo que hacía. Avanzaba de modo temerario, pegado a los funcionarios que me iban abriendo puertas, convertido en una alteración viviente de las ondas aéreas, en un poltergeist enfermo de ambivalencia. Fue fácil robar un enorme llavero. Lo usé sin prestar atención, probando todas las opciones hasta que daba con la llave que encajaba en la cerradura. A medida que avanzaba por el complejo iba dejando puertas abiertas tras de mí. Tal vez con la idea de que seguirían abiertas cuando tuviera que regresar, tal vez solo porque pensaba que deberían estar abiertas. No estaba pensando: mi cerebro se había vuelto invisible.

Volví a cruzar el patio. La luna se había escondido. Como una marioneta guiada por Mingus encontré la UNCP, un edificio achaparrado de tres plantas más parecido a un anexo hospitalario que a unas dependencias carcelarias. No me gustó su aspecto. La bestia atrapada en el corazón de la mazmorra tenía que estar cautiva en una jaula al aire libre en el fondo de un pozo, atada a un poste. También podían haber acordonado al Señor de los Codos, el Que Puede Lanzar una Spaldeen de Lado, en una casa de pan de jengibre donde pudiera roer un túnel de huida.

Entré. La planta inferior acogía una sala especial para presos parapléjicos: yonquis agonizando de sida o víctimas de disparos en la médula espinal calificados de máxima seguridad. En la segunda, la del módulo de protección, las alas parecían manicomios del inspector Clouseau: ventanas con barrotes, puertas sin pomo con ranuras para intercambios, supuse que para bandejas o papeles. Allí, Robert Woolfolk y yo teníamos un pasillo embaldosado para nosotros solos.

Tuve que alzar la voz para despertarle.

– Bobo Bulldog -le llamé.


Me quité el anillo y me quedé donde pudiera verme, luego me acerqué al enrejado de su puerta.

– ¿Dylan?

– Sí, Robert.

– ¿Qué coño haces aquí?

Era él, Robert Woolfolk, una fantasía de mi odio convertida una vez más en realidad. Con su chándal y su cabeza rapada y el aire despectivo de sus rasgos, alargados y desagradables, su eterna cara de pocos amigos, se parecía al actor Scatman Crothers salido de un vertedero. Aquellas extremidades, ahora vestidas del color naranja de los presos, se habían enredado con las de Rachel en la calle Bergen. Le desprecié y le envidié por haber recibido el contacto de los puños de Rachel.

– Me envía Mingus -farfullé.

– Debes de haberte creído que dormía, ¿verdad?

– Es que dormías.

– Qué va, tío, actuaba como si durmiera, pero estaba despierto. Nadie me va a pillar desprevenido, tío.

– Lo que tú digas.

– ¿Sabes lo que estaba haciendo?

Esa no era la conversación que yo quería tener.

– ¿Qué? -pregunté.

– Escribiendo rimas mentalmente. He escrito todo un disco en mi cabeza. Ninguno de estos idiotas sabe lo que estoy haciendo, se piensan que estoy loco porque siempre estoy cabeceando con los ojos cerrados: un día esta mierda me sacará de aquí y voy a impresionar al mundo.

«Vas a salir antes de lo que esperas», pensé.

– ¿Quieres oírlo?

– Eh… claro.


Conoces mi nombre, léelo en las notas

A las raperas de gargantas profundas

Les roban sus abrigos de marcas caras

Porque en Gowanus lucen sus bugas

No se enteran, pero hablan de luchas…


Rapeaba con estilo plomizo y bronco, gruñendo letras incoherentes… o quizá la incoherencia la aportara yo.


Espera a que pase el miedo, culito maricón

Porque te castañetean los dientes cacho cagón

Y te veo…


– Basta, Robert.

– ¿Qué?

– No tengo tiempo. -Le acerqué el anillo a la altura de los ojos, impaciente. Quería que él me lo pidiera («Eh, tú, déjame ver ese anillo un momento, solo para dar la vuelta al bloque, ¿es que no confías en mí?»). El juego había terminado-. ¿Te acuerdas de esto?

– Mierda. Eso es de G.

Yo no había conseguido que Mingus aceptara el anillo como suyo, pero Robert lo hizo al instante. Lo cual me provocó una extraña satisfacción.

– Exacto -dije-. Me ha pedido que te lo trajera.

– Mierda.

– Puedes usarlo para salir de aquí.

Lo empujé por la rendija, cayó en las manos de Robert. En cuanto lo solté, una oleada de pánico borró todo el vértigo que sentía: ya no estaba embriagado de nada. Tenía que salir de allí.

– ¿Por qué no se lo queda G.? -preguntó Robert.

– Quiere que lo tengas tú.

– ¿Cómo funciona?

– Ya lo descubrirás.

Robert lo meditó brevemente, luego pasó a otra cuestión.

– ¿Dylan, tío, tienes las llaves?

– Las necesito.

– Bueno, pero ábreme la puerta.

Lo miré durante bastante rato.

– ¿Dylan?

– ¿Qué?

– Que te jodan, gilipollas.


Las prisiones dormían. A esas horas, las tres o las cuatro de la madrugada, tenía vía libre en Watertown. La acostumbrada música de abrir cerrojos y blandir llaves no alertó a nadie. Solo sabía seguro que las puertas A/B marcaban mi límite, una prueba que no podría pasar siendo visible. Según el plan previo -de solo hacía unas horas, aunque ya parecía de otro mundo-, le pediría a Mingus que esperara unos días antes de ponerse el anillo para darme tiempo para desaparecer. Dudaba que Robert tuviera esa consideración conmigo. De todos modos, tampoco se lo había pedido.

No obstante, me ceñí al plan previo, que consistía en acercarme cuanto pudiera a la sala de visitas. Si iban a encontrarme dentro del complejo, imaginaba que la inocencia por asociación era mi mayor esperanza: era un civil, iría a donde de vez en cuando van los civiles. Allí esperaría durante las últimas horas de la noche, luego intentaría mezclarme con la primera tanda de visitantes de la mañana y argüiría que me había equivocado de puerta. Todavía no me había borrado el sello ultravioleta de la mano y esperaba que el escáner siguiera aceptando la marca. Ofrecería eso, además de mi testimonio, como pruebas de que no formaba parte de la población de reclusos. Y, al fin y al cabo, así era. De modo que tendrían que soltarme.

Volví a entrar en el pabellón de baldosas verdes que conducían a la sala de visitas, encontré un pasillo por el que ya había pasado, uno de amplios ventanales de plexiglás donde quedaba a la vista y que daba a la sala donde me había quitado el cinturón y los zapatos y donde me habían interrogado a propósito del tapón para los oídos. Allí encontré una habitación sin puertas, en realidad un vestíbulo que no conducía a ninguna parte con un par de máquinas de Pepsi iluminadas y otra máquina expendedora de galletas Oreo y Cheez-It envueltas en celofán además de una televisión colgada de la pared e inclinada como para que la viera un paciente desde la cama.

Escondí el manojo de llaves en el hueco polvoriento que quedaba entre la máquina de Cheez-It y el suelo. Allí podría recuperarlas si las necesitaba, aunque si me cogían no me beneficiarían en nada. Luego me desplomé bajo el umbral, recogí los pies e intenté ocultarme de cualquier posible ángulo de visión desde el pasillo. El agotamiento era tóxico y empecé a cabecear. No rítmicamente: no estaba componiendo ni memorizando una obra de arte del rap, solo me estaba quedando dormido. Cualquiera que quisiera me pillaría desprevenido. El ojo negro del televisor me vigilaba, pero no era inteligible, no era Vader ni el Gran Hermano. No escondía ninguna autoridad, ni maligna ni de cualquier otra clase. La máquina de Pepsi relucía, pero no obtenía respuesta.


Me desperté con el sol ya brillando y unas ganas incontrolables de orinar, y además encontré la ventana de plexiglás del otro lado del pasillo llena, no de lentos visitantes, sino de una superabundancia de activos funcionarios y un puñado de hombres blancos de mediana edad con traje oscuro, algunos de los cuales tomaban notas taquigráficas. Luego me sorprendió alguien más cercano: un joven funcionario de prisiones en el mismo vestíbulo que yo, metiendo una moneda de dólar tras otra en la máquina hasta que consiguió todo un cargamento de Pepsi. El golpe de las latas al rodar expelidas por la máquina fue lo que me despertó. El funcionario no me había visto, pero entonces se volvió de pronto.

– Eh… esto… se me ha caído el cambio -dije, parpadeando y palpando el suelo con las manos.

– ¿Cómo narices has entrado aquí?

– Por esa puerta -farfullé-. Estaba abierta.

– ¡Como te vea Talbot…!

– Ha sido Talbot el que me ha dado permiso para entrar. Creo que no me encuentro muy bien. ¿Dónde está el baño?

Entonces el funcionario me repasó de arriba abajo, intuyendo alguna irregularidad. Tuvo que cuadrarse y reorganizar la carga de latas de refrescos que llevaba en brazos. Era el funcionario más joven que había visto, estaba claro que solo era el recadero por muy lleno que llevara el cinturón con llaves, porra y, para mi fortuna, un escáner de ultravioletas.

– Eres periodista, ¿no?

– Seguro que me recuerdas, joven.

Me levanté, me arreglé la ropa, y adopté un tono transatlántico de ofuscada impaciencia interpretando a Cary Grant en el papel de Ralph Bellamy.

– ¿Cómo te llamabas?

– Vance Christmas.

Era el único periodista que se me ocurrió en tales circunstancias, además de Jimmy Olsen. Supuse que Christmas se merecía cualquier problema que Aeroman pudiera acarrearle.

– Sí, bueno, pero ¿de dónde?

– Albany -dije-. Del… hum… Albany Herald-Ledger. Ya sabes que estamos haciendo un reportaje especial sobre el estado de las prisiones.

– Pero has entrado con los demás, ¿no?

La incertidumbre seguía irritando al funcionario, a mi inseguro captor: él tenía tantas ganas de que le respondiera correctamente como yo, para poder proseguir así con su sencillo recado.

– Claro, Talbot me invitó -dije. Supuse que los demás eran los tipos que había visto del otro lado de la ventana. Si me mandaban con ellos quizá podría unirme al grupo y al final me sacarían de la cárcel-. Por lo del reportaje especial, el suplemento.

La ficción estaba empezando a parecerme real, me imaginaba un artículo demoledor, al desconocido Herald-Ledger ganando un Pulitzer, de modo que no me pregunté qué hacían allí los periodistas, los periodistas de verdad.

Sin embargo, había cometido un error al aludir por segunda vez al visto bueno del tal Talbot. El recadero me miró intensamente y dejó las latas de refrescos encima de la máquina para tener las manos vacías. Se frotó la parte interior del codo adormecida por el frío de las latas y carraspeó, reunió dignidad y autoridad.

– ¿Puedes mostrarme algún documento de identidad?

– Mira -dije bajando la voz-, en realidad no he entrado con los demás.

– Entonces, ¿cómo?

– He pasado aquí la noche. Entré ayer como visitante, mira, comprueba mi sello y lo verás.

– Bueno, no sé…

Parecía a punto de perder los nervios y pedir ayuda. El grupo de la sala de investigación todavía no nos había visto. Contaba con esa ventaja, que estaba perdiendo a marchas forzadas.

– Mira, espera. En realidad soy reportero del Albany Tribune. -¿Me había equivocado de credenciales? Daba igual-. He convencido a un par de guardias para que me dejen pasar. ¿Conoces a Stamos y Sweeney?

– ¿Sí?

– No quiero causarles problemas, por eso las evasivas. Ellos me han dejado entrar de polizonte para la investigación.

– ¿Stamos?

– Sí.

– ¡Será idiota!

– Sí, lo sé.

– Talbot se los va a cargar.

– Quizá no, si consigues sacarme de aquí. Solo tienes que colarme detrás del grupo. No pienso citar vuestros nombres, te lo prometo.

– ¡La Virgen!

– Compruébame el sello.

Cabeceando, Recadero descolgó el escáner y lo enfocó a mis nudillos. El emblema púrpura parecía un minúsculo holograma flotante.

Intenté no darle tiempo para pensar actuando como si ya hubiera cedido.

– Será mejor aprovechar ahora que no están mirando.

– Joder…

– Pero tengo que ir al baño, me he pasado la noche aquí.

– Mi madre.

Cuando salí del lavabo de hombres, Recadero me miró con cara de pena, yo ya no representaba una amenaza.

– Supongo que ha sido mala suerte que todo esto coincidiera hoy.

– Muy mala suerte, sí -convine.

– Así aprenderás a no intentarlo de nuevo.

– Desde luego. Nunca más.

– No es divertido.

– No me río.

En las puertas A/B, susurré:

– Deberías decir que me he olvidado algo en el coche.

Recadero hizo una mueca, luego se inclinó hacia una ventanilla corredera.

– Este hombre tiene que volver al aparcamiento -dijo, en tono taciturno, como de chico apaleado-. Le acompaño afuera.

– De acuerdo -le contestó una voz adormilada.

Los cerrojos de la jaula se abrieron y se cerraron, cada uno a su tiempo, y cruzamos.

– Oye, entonces, ¿qué ocurría exactamente allí abajo? -le pregunté a Recadero a la entrada del aparcamiento.

La luz del amanecer que todavía se colaba entre los árboles me molestaba a los ojos. Me olí, apestaba al olorcillo habitual de una noche sin dormir. Tres cuervos contrariados corrieron por la grava cuando nos acercamos, luego aletearon hasta elevarse justo por encima de los bucles de pinchos de la alambrada y volaron hacia la carretera y el paseo de detrás. Los pájaros eran un feliz presagio de mi libertad: la perspectiva del aire acondicionado del coche de alquiler y un café en McDonald’s.

– La Virgen -dijo Recadero, sin acabar de creerse que yo me hubiera perdido una historia rompedora estando tan cerca-. Nada, solo que un tipo de la UNCP ha engañado a un agente para que le abriera la puerta y ha intentado huir. Supongo que había robado unas llaves, así que nos está dando muchos quebraderos de cabeza. Talbot está metido en un marrón.

– ¿El tipo se ha fugado?

Comprendí entonces que había tenido la suerte de ser solo un quebradero más en una mañana complicada. Por eso había podido salir tan fácilmente. Nadie, y menos que nadie Recadero, quería enfadar todavía más a Talbot. No habría escrito un papel mejor para Robert Woolfolk ni queriendo.

– Se ha matado.

– ¿Qué?

Recadero cerró los ojos y chasqueó la lengua.

– Quieres decir que lo han matado.

– No. -Susurró para reforzar el efecto de su comentario-. Suicidio. El tipo perdió los nervios y acabó con su vida, pobre desgraciado.

– ¿Por qué iba a suicidarse si se había fugado?

Recadero se encogió de hombros.

– El tipo ha saltado desde una torre de vigilancia, el punto más alto del patio. El agente de la torre dice que chillaba como un águila. Ha chocado contra un muro de contención de cemento, supongo que aterrizó de lado. Por lo visto daba bastante asco. Están fotografiando la escena, pero nadie va a usar las fotos para nada. Es la cosa más loca que he visto: tenía los brazos doblados bajo el cuerpo, así que ha debido de romperse por la mitad mientras resbalaba por la pendiente. Cuando ha frenado ya ni siquiera parecía humano.

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