13

Él nunca quiso ser el Rey de la línea A, ni de la CC, ni el Rey de ninguna de las líneas de los ferrocarriles IRT, nunca quiso ser el Rey de ninguna línea. Para Dose nunca se trató de contar firmas, fanfarronear, marcar el territorio. No, podías cerrar tratos con alguna de las bandas que se enzarzaban en luchas idiotas por dominar -Dose acabó uniéndose a los FMD porque era lo más fácil-, pero solo para poder seguir practicando tu arte. Los días de Mono y Lee y Super Strut -las leyendas que operaban en un gran Gotham que necesitaba que le enseñaran lo que era un tag, un throw-up o un top-to-bottom, lo que era el graffiti más allá de las bromas de las paredes de los lavabos y los números de teléfono de los maricones- habían terminado. Acabado. Un millón de chicos firmaban las paredes y no los conocían. Tal vez se imaginaran que siempre había sido así: comer, respirar, ver la tele, unirse a una banda, pintar paredes.

El arte solitario tenías que sentirlo. Lo que Dose ansiaba era la línea y el lenguaje de un chorro confuso de pigmento fijándose en la piedra o el metal. La línea y el lenguaje, el sobresalto de un tag perfecto grabado en la cara de la ciudad. Por no hablar de un resplandeciente vagón pintado cruzando a toda velocidad la estación: ¡lo más! Tal vez el mundo fuera una mazmorra, pero algunas voces conseguían comunicarse entre ellas. Pese a la abundancia de advenedizos, el graffiti nunca fue un movimiento. Como Jackie Wilson a Sam Cooke, a Otis Redding y a Barrett Rude Junior, los auténticos formaban un continuo de lo más escaso, una constelación.

Tal vez Barry no lo entendiera, pero Dose sabía que su arte unía a padre e hijo.

Quizá la cocaína consiguiera lo mismo: al menos Barry así parecía creerlo, visto el modo en que había animado a Dose.

Una droga era un estudio largo, nada que pudiera tomarse a la ligera. Podías morirte antes de llegar a descubrir lo que tenía que enseñarte.

Su padre Barry y su amigo Dylan no podían imaginar lo similares que acabaron pareciéndole a Dose. Dose notaba el peso de las grandes esperanzas que habían depositado en él y en el mundo. Papá y Dillinger eran soñadores y, por tanto, tímidos. Débiles. Deseaba protegerlos de los descubrimientos que los machacarían, incluso aunque a veces pareciera que eso incluía cualquier cosa. Cosas que Mingus sabía sencillamente porque tenía ojos en la cara. Cuando abandonó a Dylan a su destino en la ES 293, no fue sin saber lo que hacía. Al contrario: no podía soportar saber las injusticias que Dylan tendría que aguantar, no podía enfrentarse a su incapacidad para evitarlas. Había días en que tenía ganas de llamar al timbre de Abraham y chillarle: «¡Manda al chico blanco a la Brooklyn Friends ahora mismo! ¡Sácalo de aquí!».

¿Y volar? Básicamente había intentado no decepcionarle.

Pantera Negra, Luke Cage, Arreoman, por supuesto. Como si lo que Gowanus necesitara fuera un superhéroe negro.

Dose leía entre líneas los cómics, aquello que Dylan no llegaba a ver, y sabía que los negros solo eran extras de la escena urbana. Un título de corta duración.

De todos modos, la mitad de los artistas de las llaves eran tipos que Dose conocía de las casas de protección oficial.

Barry y Dylan vivían la novela de la calle Dean. Dose entendía la manzana como la frágil isla que en realidad era en el mar del barrio: la conocía como la conocería un hombre volador, a vista de pájaro. Veía Nevins y Hoyt y adónde conducían. Nadie, salvo tal vez Marilla, sabía cómo Dose protegía la manzana de los sedientos hermanos de los jardines Wyckoff y las casas Gowanus, de los jóvenes tíos de Robert Woolfolk y sus iguales. Nadie sabía cómo resguardaba a los niños de la calle Dean, incluso a Alberto y Lonnie, incluso al chulito de Henry, de que les pegaran, de que les robaran una y mil veces monopatines y bicicletas. Defendía las casas de piedra rojiza de los de la banda de Bergen con la Tercera, que arrancaban los barrotes de las ventanas de los sótanos con los gatos de los coches y se colaban dentro. Mientras les vendía hierba se enteraba de sus planes en contra de los renovadores y les pedía que desistieran: «¡No hay nada que robar, tío! ¿Crees que esos blancos tienen pasta? ¡Son una panda de hippies, tío! ¿Crees que se habrían instalado aquí si hubiesen podido pagarse otro sitio?».

En realidad, era una buena pregunta. ¿Es que los renovadores se pensaban que estaban en Park Slope o qué?

¿Por qué tenía que cargar con ellos Dose?

Abraham y Dylan eran una cosa, pero algunos de los habitantes de las casas rojas, David Upfield, Isabel Vendle, los Roth, ni siquiera mirarían a la cara a Dose ni a Junior, parecían envidiarles el lugar que ocupaban en la calle. Upfield salía cada día con su gorra de los Red Sox y su bigote daliniano a recoger la basura de su jardín. Lanzaba miradas desafiantes a los puertorriqueños sentados frente a la tienda de Ramírez como si alguna vez fueran a dejar de tirar chapas y bolsas vacías de chips de plátano a su forsitia.

Debía de haber sido el traslado desde Filadelfia lo que le había hecho ver esas líneas de fuerza. Tuvo que despojarse del uniforme de escolta, del jersey de fútbol americano y volver a empezar de cero. En aquel lugar, la idea de considerarse clase media resultaba insostenible.

Junior podía quedarse en casa y sacarle brillo a los discos de oro. Tú, tú ibas a tener que ser capaz de moverte por esas calles.

Había mañanas en que se limitaba a recorrer la calle Montague, pasear entre las hordas de niños de los Heights que corrían hacia la escuela Packer o Saint Ann, para desaparecer y colocarse a los pies de los pilares del puente. Sin profesores ni vigilantes de asistencia, ni Dylan, ni Arthur, ni Robert. Haciéndose el sordo. Ni la banda de los Flamboyan, ese día no. Ni los Homicidas Feroces intentando que huyera por Red Hook, ni los Tomahawks tratando de que escapara por Atlantic Terminals. Fuera, todos lejos, como el humo que subía hacia el arco del puente mientras él permanecía sentado en el desguace de la ciudad entre los guardabarros abollados de coches patrulla y los parquímetros reventados y la montaña de carcasas de máquinas de escribir de la junta de educación con las teclas amontonadas contra el rodillo como si intentaran componer una palabra impronunciable. Todo se había ido. Junior, Senior, Mingus.

En cierto sentido Senior se parecía más a Mingus. Aunque estaba furioso como una mangosta, Senior tenía ojos en la cara.

Algunas veces Dose seguía a Senior por la calle Nevins hacia sus visitas en la oficina de libertad condicional y luego hasta la librería Avery de la calle Livingston, donde, en el pasillo, entre las revistas de astrología y los libros de texto para oposiciones, Senior se pasaba una hora manoseando mohosos Playboy de los años sesenta hasta que el viejo judío le decía que si no iba a comprar nada tenía que marcharse.

Un día Senior le pellizcó en el brazo en el pasillo del sótano y le dijo: «Sé que me sigues, hijo, espero que aprendas algo».

Aunque lo que recuerda del domingo del tiroteo es una vergüenza abismal, querer taparle los ojos al chico blanco.

Sus remordimientos no eran como debían. Si retrocedía mentalmente en el tiempo, solo era para cazar a Senior por la noche, atraparlo con las putas de Pacific y atravesarle el corazón de vampiro con una bala de plata.

Aunque en realidad su abuelo no era digno de una bala. Si Dose hubiera podido blandir un escalpelo en lugar del cuarenta y cinco, habría separado a Senior de Junior. Su intención había sido salvar a su padre. Entonces habría valido la pena el precio que había tenido que pagar.


Spofford.

Barry no acudió a la comparecencia ante el juez de Mingus ni a la vista en la que se fijó la fianza. Resultó que había huido del escenario del crimen, había regresado a Carolina del Norte con el cuerpo de Senior y había abandonado la calle Dean, el piso con el suelo manchado y la cocaína filtrándose en los cojines. Nadie intentó que soltaran a Dose, nadie tenía el dinero: ¿qué iba a hacer Arthur Lomb?, ¿traficar para pagar la fianza?, ¿una colecta en la calle Nevins?, ¿pedirle el dinero a su horrorizada madre?

Nadie sabía que Dose había cumplido dieciocho años. Así que al principio lo metieron en el reformatorio Spofford, en el Bronx, con contrabandistas de heroína de trece años, travestis de catorce, pederastas infantiles. Conoció a un par de asesinos que ni siquiera habían superado la pubertad. Habían matado a otros chicos. Dose, en cambio, ya se afeitaba, y había tiroteado a un anciano. Los chicos de Spofford le trataron como a un viejo estadista. Al cabo de diez días alguien en Filadelfia encontró su partida de nacimiento y repararon el error. Lo trasladaron a Riker’s.

Sin embargo, si piensa en agosto de 1981, lo que recuerda es Spofford: un compañero de litera de doce años de Bed-Stuy que oía voces que describía como si «Bugs Bunny me hablara dentro de mi cabeza» y que había secuestrado a una niña blanca de tercero del patio de la EP 38 y que, en los descampados de detrás de la Academia de Música de Brooklyn y las terminales del ferrocarril de Long Island, se había desnudado, la había desnudado, y la había obligado a comerse sus heces, y que ahora se pasaba las noches llorando por su mamaíta. Nadie se burlaba de Bugs: su lamento nocturno podría ser el de todos.


Riker’s.

Después de tanto tiempo, Dose ya no recordaba la primera impresión que le causó ese lugar. Llegar a dominar la isla es una de las grandes hazañas de su vida, aunque no le haya servido de nada. Por tanto, es probable que haya purgado el terror de las primeras visiones por pura necesidad. En el edificio 6, inundado por el pánico especial de los recién encarcelados, Dose es siempre un veterano.

No hay nada peor que los muchachotes asustados intentando demostrar que son tipos duros. Desde que descubriste cómo funciona, preferirías cumplir condena en cualquier prisión del norte del estado a pasar una temporada en el 6. Al edificio 6 llegan oleadas de internos directamente de la calle. Los jóvenes, endureciéndose para lo que imaginan que les espera al norte del estado, convierten Riker’s en un centro mucho peor que cualquier prisión del norte. El rumor se ha extendido: es mejor que te labres una reputación de caso difícil nada más cruzar la verja. Así que jugaban a firmar con cuchillas en el largo pasillo sin patrulla del economato. La burbuja -el puesto acristalado de los funcionarios- quedaba tan lejos de la acción que daba risa.

Todo el mundo sabía que los adolescentes se asustaban más que los adultos.

El método del miedo ahorra tiempo en el juzgado. Todos los hermanos aterrizan en el edificio 6 jurando que esta vez van a pedir un juicio con jurado, prometiendo que nunca más van a declararse culpables. No pueden soportar otra condena: «Además, tú, ¡soy inocente!». Entonces, después de seis meses esquivando las cuchillas de los chicos en la cola del economato, el abogado de oficio menciona un trato. Felonía con posibilidad de libertad condicional o de uno a cinco años al norte del estado, y aceptas. El riesgo de perder la vida es demasiado alto. Sorpresa: te han vuelto a trincar.

Nada sirve mejor al sistema que un sistema que no controla los márgenes.

Dose ha recorrido toda la isla y ha visto cómo funciona, tan bien como un reloj con la tapa abierta. Cuando los adictos al crack entran por primera vez, buscan una litera y nadie les deja sitio. Apestosos, flacos, nunca lo superarán, nunca convencerán a nadie de nada. Los peores casos, tipos mayores o jóvenes matones, siempre les dicen lo mismo: «¡Mierda, cabrón, apestas!».

Lárgate con los marginados, tío, ¡aquí no duermes!

Tú has sido uno de los que han cargado con la manta hasta el cuadrante de los marginados, exiliado al Bowery de Riker’s a dormir con los borrachos de dedos rotos y costras. Hombres destrozados, con miradas titilantes fruto de décadas de humillaciones.

Después están los Horatio Alger. Tipos que se preocupan de su aspecto por primera vez: nunca antes se han dedicado una hora, nunca se han lavado, nunca han pasado un día sin drogas. Entran pidiendo a gritos un cristal de crack, pero no lo reciben. El primer confinamiento es una mirada rápida en el espejo. Los mayores tienen costumbres, ideologías -abogado de la cárcel, musulmán, jugador o chulo, o las bandas nacionales, los Latin Kings, los Nietas, los Bloods-, y todo el mundo tiene un discurso en el que habla infatigablemente sobre el respeto. No hay nadie que no esté metido en algún chanchullo o afiliación, por mucho que hable de protegerse sobre todo no confiando en nadie. Mantén tu espacio, no te endeudes. No te atrases en los pagos con nadie, ese es el principio universal. Así que, naturalmente, todo el mundo intenta prestarte cigarrillos el primer día a un interés de dos a uno: los atrasos, hijo.

Todo el mundo tiene además una capa de músculo. Pero tú eres un escuálido recién llegado de la calle, pesas cuarenta kilos una vez repuesto del mono.

Tienes intención de no endeudarte, pero el barbero de Riker’s te corta el pelo y luego te susurra «Me debes medio paquete, hermano», y ni siquiera se lo discutes, sencillamente te sientes agradecido porque antes de que te arreglara tenías pinta de estar acabado.

Riker’s te ofrece la primera audición: ¿cuál será tu chanchullo? ¿Guardias? ¿Maricones? ¿Drogas? ¿O solo consejos financieros y cigarrillos, contar historias que ni siquiera terminan, ser la Sherezade de la cárcel?

Aunque el mejor chanchullo de Dose en la isla fue por casualidad, la primera vez que lo encerraron, entre la sentencia y el traslado al norte. Ese septiembre, pensando en el fantasma de Senior, Dose había indicado en su formulario de ingreso que era judío. El funcionario ni siquiera parpadeó, solo le explicó el lugar y el horario de los servicios. Dose lo olvidó por completo hasta las vacaciones de Navidad, cuando le entregaron una caja con matzo kosher a la hora de la cena y le permitieron llevársela a la celda. Alguna autoridad rabínica tenía que haber presionado mucho para conseguir ese extra: cualquiera que sea la fuente, el matzo era una absurda fruta caída del cielo, cada día recibía una caja llena que le duraría una semana.

El compañero de litera de ese diciembre era un capullo que conocía del barrio, un perla al que solía ver rondando por el centro comercial de la plaza Albee vendiendo pasteles y repartiendo panfletos vestido de Malcom X. En la calle no es más que un miembro de la Nación del 5%, el tipo se había iniciado en el estudio del islam en prisión: a las cinco de la madrugada él y los suyos se iban a la sala a rezar a Alá de rodillas. Ahora es Ramadán y el muy gilipollas se está muriendo de hambre porque durante esa semana los musulmanes no pueden comer hasta la puesta de sol. En Riker’s eso significa saltarse las tres comidas del día, sentarte en la litera mientras todos salen a cenar a las cinco. Así que Dose le pasa una caja de matzo y luego otra a sus amigos -para entonces tiene ya bastantes provisiones debajo de la cama-, con lo que se los gana enseguida. Ni siquiera les pide nada a cambio, sabe que en adelante la Nación le vigilará las espaldas. De modo que un falso judío juega a ser el Santa Claus de un puñado de musulmanes famélicos: la lógica de Riker’s.


Elmira.

Cada institución acarrea encarnaciones previas, como ríos de aguas mansas en cuyo lecho descansa cieno de otro siglo. Las reformas penitenciarias, las innovaciones en la gestión de prisiones, todos los usos distintos para las mismas paredes van dejando vibraciones. Todo el mundo sabe que Sing Sing es el hogar de la silla eléctrica, incluso después de abolida la pena capital, el acero del lugar conserva la radiación del corredor de la muerte. Auburn y Filadelfia son la cuna de solitarias tumbas de piedra para volver locos a los presos, aunque los nuevos centros de alta seguridad se esfuerzan por dejar a Auburn en ridículo.

Attica solo es una locura, como Apocalypse Now.

Elmira fue en otro tiempo un reformatorio juvenil y aunque oficialmente es una fase superada sigue teniendo más reclusos jóvenes de lo normal, como si con ello te hicieran un favor. Más adelante sustituye a Sing Sing como centro de recepción estatal, donde te evalúan y te clasifican para decidir adónde enviarte. El nivel de estudios, además de los resultados de un test de aptitud, determina el sueldo que cobrarás todo el tiempo que trabajes dentro: cuarenta o setenta centavos la hora. Puedes ser conserje u ordenanza, o repartir el jabón del bloque durante diez años según ese examen de una hora. Luego, después de que te examinen en busca de marcas de los colores de alguna banda, te sueltan en los rincones más alejados, lejos de los matones. No es extraño que los presos cumplan sentencias enteras en Elmira; no obstante, la presunción de estar de paso combinada con el aire de prisión juvenil convierte a Elmira en la casa de «tú todavía no has visto nada». Circulan murmullos en voz baja del tipo «Cállate, chaval, considérate afortunado por estar aquí». Como si la cosa pudiera empeorar.

Dose pasó cuatro años entre las paredes de Elmira, que fueron como volver del revés los bolsillos de su juventud. Como en la calle Dean, se convirtió en un veterano, en un corredor de la calle interior, de la noche a la mañana. Era extravagante con las tradiciones, tonto también, le contaba a tipos que le doblaban en edad cómo manejar un sistema que apenas había visto. En realidad, lo único que Dose necesitaba saber lo aprendió el primer día que salió al patio de Elmira, en el banco, cuando descubrió que las pesas estaban unidas a la barra para que nadie las robara ni las empleara para aplastar cráneos. En otras palabras, o espabilabas rápido o después sería demasiado tarde. Además, si no alcanzabas cierta envergadura los tipos del banco no te dejarían ni acercarte a las pesas. Se acabó la ilusión de que tu destino estaba todavía por escribir. Cualquier camino que se bifurque ha quedado atrás, mucho más atrás de lo que te atreves a imaginar.


Carrera profesional.

En Elmira, Dose se convirtió en un artista carcelario. Como los matzos de Riker’s, la carrera profesional de Dose también fue una casualidad. Estaba encorvado con aire introspectivo sobre una libreta en una mesa de la sala diurna dibujando en bolígrafo azul elaborados diseños para vagones de tren imaginarios con brillantes colores también imaginarios. Había estado trabajando sobre todo en un tema tipo San Valentín: corazones henchidos atravesados por flechas aladas lanzadas por un querubín a lo cerdito Porky calzado con zapatillas Nike de caña alta.

Un hermano de mirada drogada con una camiseta de redecilla que marcaba músculos y con insignias de una banda de la cárcel que Dose había intentado esquivar siempre de pronto asomó por encima del hombro y se le quedó mirando. El hermano apoyó un dedo en la página de los corazones.

– Eh, tú, qué pasada.

– Gracias.

– ¿Podrías hacerme algo parecido para mi novia?

– Claro.

– Pon mi nombre y el de ella. De Raf a Junebug.

– Claro.

– En el borde de la página, tío. Para que pueda escribir dentro.

– Claro.

– ¿Cuánto?

Dose se encogió de hombros.

– Cuatro cajetillas -gruñó Raf.

Raf era uno de esos que, después de desatender e incluso pegar a su novia mientras estuvo en libertad, en la cárcel se había vuelto un romántico. ¿Qué tenía que ofrecer un hombre aparte de palabras de amor, cartas floridas y promesas de matrimonio si deseaba que una mujer siguiera visitándolo o para evitar que encontrara a otro y huyera con su hijo? Raf había agotado su escaso vocabulario de cortejo en un par de llamadas telefónicas, de modo que detalles como el papel de carta decorado le corrían cada vez más prisa. Posiblemente notaba a Junebug más distante. Posiblemente sus visitas se habían ido espaciando. Le encargó a Dose una serie de tarjetas de amor decoradas, Hallmark en versión graffiti.

Una tarde Dose tuvo la buena idea de decirle:

– Esta es gratis, tío.

Raf entornó los ojos como advirtiéndole: «Nada de atrasos. No juegues conmigo, tío».

– Pero no la envíes inmediatamente, ¿vale? Enséñasela por ahí a los hermanos. -En las comidas, Raf se sentaba a la mesa de los Bloods, una zona de violencia latente a la que nadie podía acercarse-. Diles quién te lo ha hecho.

Raf sonrió, lo había pillado.

– Vale, Dog. Hecho.

Dose enseguida se había dado cuenta de que los pósters dibujados a mano, las insignias y los primitivos esbozos pornográficos pegados con celo en las paredes de numerosas celdas eran obra de unos pocos prisioneros a los que el resto de la población carcelaria se los compraba. Nada le impedía ampliar el mercado: las postales para Raf estaban muy por encima de la porquería habitual, que en su mayoría parecían calcos de tebeos de los años cincuenta. Los graffiti eran los que despertaban admiración.

Un poco de promoción bien llevada atrajo enseguida a un abundante flujo de clientes. Dose se encontró garabateando bordes para un sinfín de cartas de amor; las exclamaciones de aprobación de detrás de los muros y los barrotes podrían hacerte perder la cabeza si te las creías. Hasta el último de aquellos reformados enamorados era un ex chulo pegaputas que ahora se arrodillaba ante ellas. Dose intentaba no enterarse de a quién le contestaban las cartas, quién recibía visitas o a quién le cogían el teléfono.

Pero las postales de amor eran solo un producto de una amplia gama: Dose hizo negocios a manos llenas con los marcos de cartón para las fotografías de las amadas y tags de colores firmados en páginas de papel para personalizar las celdas. Todos los que veían uno exclamaban: «Tío, tengo que conseguir uno, tú», y se sumaban a la lista de espera en la siguiente hora de recreo. Fabricaba pornografía a medida, pequeños libros ilustrados en los que, por ejemplo, Crockett y Tubbs se tiraban a Madonna, lo que el cliente deseara, el cliente siempre tenía la razón. Dibujaba esbozos para tatuajes que los tatuadores transferían a bíceps, muslos y pechos. Dose veía en la cola del economato a tipos que no conocía pero lucían tags suyos en el cuerpo. Llamémosle el Rey de Elmira. A veces le devolvía a sus tiempos de escolta, como si fueran a darle una medalla al mérito por tatuajes o dibujo de tetas.

Un chico puertorriqueño le pidió que le personalizara una de las camisetas blancas que todos llevaban. Quería una caricatura de sí mismo con las manos abiertas en gesto de impotencia y el lema «¿DE DIEZ A PERPETUA?». Triste pero cierto, el chico quería la camiseta y Dose se la hizo, le prestó al chico los grandes ojos ovalados de Félix el Gato y, en su opinión, con un resultado aceptable. Al día siguiente un funcionario negro ya mayor llamado Carroll, de ordinario bastante legal, se presentó en la celda de Dose.

– Sal, registro -dijo Carroll.

– ¿Qué pasa, tío?

– Cierra el pico y sal.

Carroll salió del registro con todo el material de papelería además de diez cajetillas que Dose había acumulado.

– Tengo que confiscar el material y abrirte expediente. Más de seis cajetillas constituye infracción.

– Quédate con los pitillos, tío, pero lo demás es para dibujar.

– Oye, Rude. ¿Has hecho tú esta camiseta? -Carroll le mostró la camiseta del puertorriqueño que llevaba en el bolsillo de atrás.

– ¿Y qué si la he hecho?

Carroll meneó su gorda cabeza, cansado de todo lo que había llegado a ver.

– Te arriesgas a siete años por intento de fuga por destrozar una camiseta.

Dose empezó de cero, acumulando nuevo material a crédito y sin alterar una sola prenda de vestir. El segundo asalto a su empresa llegó a las pocas semanas de haber reanudado la actividad, de manos de los hermanos Astacio: dos viejos artistas carcelarios hispanos que tal vez no fueran hermanos sino primos. Nadie lo sabía, aunque los dos eran bajos y regordetes y los dos llevaban el pelo recogido en una redecilla con un moño aceitoso en la nuca. Los Astacio trabajaban un estilo a lo tatuaje de Coney Island bastante patético y sus rotulaciones de lemas y motes eran tan burdas como grabadas a navaja en madera. Sin preocuparse por dejarse notar, Dose había estado privándoles de su medio de vida, de modo que los hermanos empezaron a pegársele en la cola de la comida, en la cola del economato, en el patio. Le gruñían brutalmente algo relacionado con dejar de robarles clientes, como si esperaran que Dose filtrara las peticiones: «¿Por casualidad no serás cliente de los estimados Astacio?», o algo así. Dose fingía no entender lo que le decían, como si le hablaran en español. Entonces Ramón Astacio le atacó en los lavabos, en la ducha de la galería F, que se vació de pronto.

Ramón acorraló a Dose como totalmente privado del don de la palabra, usando solo el inglés corporal. Sonrió y mostró por qué: tenía una cuchilla de afeitar en la boca que giraba con la lengua como una animadora agitando un bastón.

Dose perdió la cabeza, desbordando todo el miedo acumulado durante un año, permitiéndose sentir furia abiertamente por primera vez desde que había disparado a Senior. Le dio un codazo a Ramón en la mandíbula, obligándole a morder la cuchilla que le estaba enseñando. El movimiento de Dose fue un triunfo y un error. Como en los estrangulamientos callejeros, había unas reglas que debías seguir, un arte que regía los enfrentamientos. Las amenazas tenían su retórica. Ramón tendría la boca llena de su propia sangre, pero Dose había cedido el timón de la situación.

Un hombre no golpea a otro a menos que sea capaz de llegar al final y matarlo, y ese no era el lugar que Dose se había labrado en la cárcel.

Entonces huyó de la ducha, dejando atrás a Noel, el otro hermano, que vigilaba la puerta.

Esa noche Ramón no bajó a cenar y por el comedor se extendió el rumor de que estaban cosiéndole la boca. Noel se sentó a la mesa de los Nietas y junto a algunos de los miembros de la banda se dedicaron a atravesar a Dose con la mirada. Dose sabía que al final tendría que actuar y que no servía de nada postergarlo, de modo que hizo lo impensable y se acercó a la mesa de los Bloods. No se dirigió directamente a Raf, sino al asiento de King Blood. Tuvo que tragarse el miedo.

– Pido perdón por la interrupción -le dijo a King Blood-. Pero tengo un problema y me gustaría saber si puedo hablar con Raf.

King Blood no levantó la mirada de su bandeja, como si todos a la mesa siguieran un guión tan familiar que ni siquiera merecía la pena ponerlo en escena.

– ¿Buscas perdón o negocio?

– Negocio.

– Adelante -dijo King Blood, solo tras una pausa apreciable, tiempo suficiente para que todos los presentes en la sala vieran que era Dose el que se había acercado a ellos y que le habían tenido aguardando tembloroso la respuesta.

Así fue como Raf se convirtió en el protector y el agente de Bolsa de Dose; Raf se llevaba el cincuenta por ciento de cada pago y hacía acopio de pósters de un estilo determinado de tetas grandes para distribuirlos entre los Bloods. En un trato secreto, algún cabecilla de los Bloods habló con otro cabecilla de los Nietas y los Astacio se fundieron. Los hermanos se limitaban a lanzar dardos con la mirada cuando estaban seguros de que nadie los miraba y Ramón se lamía los labios lascivamente con su lengua cosida esperando a que Dose viera la medalla que se había ganado y sopesara las implicaciones.

Pero Raf era grande y fuerte, y devoto, y por tanto Dose tenía la seguridad garantizada en Elmira. Dose era una de sus muchas mulas; las otras traficaban con «árboles» -porros de marihuana cortada con tabaco mentolado- y de vez en cuando le pasaban uno a Dose, a modo de pequeño extra. Dose había adoptado la política de renunciar a la marihuana mientras estuviese encerrado al ver la rápida espiral de deudas a la que conducía, pero colocarse gratis era una excepción segura. Raf también resultó no ser tan fiel a la receptora de sus incesantes postales de amor como para no querer alguna que otra mamada y luego, en cuanto se afianzó la confianza, chupársela también a Dose. Los Bloods tenían permanentemente comprado un armario de las escobas más o menos con ese fin. Dose llegó a admirar hasta qué punto Raf podía alargar una mamada, como quien cuenta un chiste malo. Si alguna vez llegaba a anhelarlo un poco, fuera como receptor o como actor, se descubría tan extasiado por la tensión de los muslos de Ralf como por la avidez de una boca y así estaba bien, no había ningún problema, en ningún sentido. Si algo había aprendido Dose de su padre -el Hombre Amor dormido en sus laureles que aceptaba perezosamente lo que fuera que llegara a la casa, las mujeres de Horatio o a veces el propio Horatio- era que no importaba demasiado chupar alguna que otra polla siempre y cuando no te convirtieras en el chapero de nadie. Así lo había entendido Dose el día que Barrett Rude Junior pilló a su hijo con Dylan Ebdus: pasaban muchas más cosas bajo el sol aparte de lo que dos chicos pudieran hacerse si no tenían mujeres a mano.

Tampoco es que Dose dedicara mucho tiempo a pensar en la calle Dean ni en antes de que Senior se mudara a la casa con ellos, cuando Barry todavía estaba en su polimorfo esplendor, antes de que las cosas se volvieran raras y paranoicas tanto en el sótano como en la planta alta e incluso en la calle. En aquella época en la que todavía parecía que Barry podría volver a hacer música y juntarse con aquella panda de superhéroes del funk.

El cuatro pistas era la máquina secreta escondida bajo los tablones del suelo, no el cuarenta y cinco.

En el breve margen transcurrido entre que renunció al uniforme de escolta y se unió a los FMD y Robert Woolfolk y abandonó a Dylan Ebdus, o fue abandonado por él, comoquiera que ocurriese, a Dose todavía le atraían los juegos más simples, jugar a la pelota en las escalinatas, el frontón, las chapas, robar revistas en el quiosco de la isleta de Flatbush y Atlantic, aprenderse de memoria hasta la última sílaba de «Eighth Wonder» de Sugarhill Gang o «The Breaks» de Kurtis Blow.

O tumbarse bajo la brisa que entraba por la ventana del patio de atrás y hojear Los Inhumanos a la espera de que su líder mudo, el Rayo Negro, abriera la boca y lo destrozara todo con una única palabra catastrófica capaz de derruir puentes, torres, colegios, todo el cemento público que Mono y Lee y Dose habían pintado con aerosoles para su futura demolición.

Cuando por fin el Rayo Negro hablara, arrasaría la ciudad y solo quedaría el metro recorriendo el subsuelo por su teorema de túneles, el único vecindario de verdad.

Dose podía quedarse tumbado en la colcha bajo la brisa con aroma de ailanto y soñar durante horas.

O, si no, salir a la calle los días de calor más achicharrante para, con una lata abierta por ambos extremos, dirigir el chorro de una boca de riego rota hacia la ventanilla bajada de algún coche. Si el conductor se olía la jugada, trataba de subirla frenéticamente, siempre demasiado tarde.

Pero las historias que te contabas -que fingías recordar como si hubieran pasado todas las tardes de un verano infinito- eran en realidad un puñado de días distorsionados hasta convertirlos en leyenda, otra exageración carcelaria, como las dimensiones de las tetas dibujadas a bolígrafo o las supuestas montañas de cocaína de las que disfrutabas en otro tiempo o cómo gritaste un rugido de venganza cuando apretaste el gatillo de una pistola que en realidad blandiste con terror. ¿Cuántas veces, en realidad, habías abierto la boca de riego? ¿Cuántas llegaste a atravesar la ventanilla de un coche con el chorro de agua? ¿Dos veces, a lo sumo? Al final, el verano solo duraba un par de tardes.

En cuanto a lo de volar, Dose nunca miraba al cielo. Volar era un verano dentro del verano, un capricho. Así que ¿para qué pensar en ello?

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