Al final de otro invierno, cuando empieza el buen tiempo, un día se tumba allí a sol y sombra y se queda hecho un ovillo en la esquina de Atlantic con Nevins para siempre, en un punto de la acera a escasa distancia de la calzada, delante de la licorería permanentemente abierta y la cerrajería permanentemente cerrada. Hecho un nudo, rebozado de vómito, orina y sudor y con los pantalones sucios, permanece inmóvil como un hombre o una momia retrete conservado en una vitrina, con los ojos cerrados y la boca rígida, abrazándose la cintura, luchando contra el frío de hace una semana, cuando ocupó por primera vez esa posición. Se acurruca como si se enfrentara al tiempo, soportando el invierno que ya ha pasado, su postura es un recordatorio del dolor, una mueca de cuerpo entero congelada bajo el sol. Desde los hombros al culo lo cubre un fino saco de dormir sintético para niños, débil cobijo que, sin embargo, es lo que le ha ayudado a seguir adelante si es que todavía está vivo. Los dos extremos del saco están rotos, dejando ver el relleno de algodón manchado de la suciedad de la calle, y ambos extremos raídos se encuentran en un nudo bajo la barbilla entrecana, de modo que la cosa recuerda vagamente a la capa de un superhéroe.
Es el hombre volador, a la espera del previsible futuro.
El tipo parece muerto.
¿Cómo? ¿Por qué se permite? El 12 de septiembre de 1971 New York Magazine declaró el Boerum Hill de Isabel Vendle «el secreto mejor guardado de la ciudad». Aburguesamiento: dilo, no hay por qué avergonzarse; pero ¿qué está haciendo tirada a la vista de todos esa víctima del coma etílico? ¿Qué probabilidades hay de que nadie lo lamente ni se acerque a tocarle un hombro para comprobar si aún vive, qué probabilidades hay de que nadie llame siquiera a la policía?
¿Es porque es negro?
Tal vez la avenida Atlantic entre Nevins y la Tercera no es exactamente Boerum Hill. Tal vez sea Gowanus o algún otro lugar sin nombre. En cualquier caso, el citado aburguesamiento es extraño y lento y desde luego no tan coherente como Isabel Vendle habría deseado. Ahora hay un puñado de anticuarios en la avenida Atlantic, entre Hoyt y Bond, y familias nuevas en Pacific y Dean, además de en la calle Bergen. Pero no en Wyckoff, Wyckoff queda demasiado cerca de las casas protegidas, es un caso perdido. Por otro lado están las comunas. En el supuesto de que nadie esconda a Patti Hearst en un sótano de la calle Dean, los habitantes de las comunas son bastante inofensivos, vecinos temporales aceptables. Unas hormiguitas impacientes han abierto un restaurante francés en Bergen con Hoyt adelantándose, tal vez, a los acontecimientos, pero vale la pena arriesgarse. Incluso la calle State, muy próxima a Schermerhorn y la cárcel y el agonizante paisaje del centro de Brooklyn, incluso la calle State disfruta de su pequeña fiebre renovadora de edificios.
Sin embargo, el barrio vive bajo un hechizo, bajo una cortina de humo. Ahora se ven familias blancas continuamente, demasiadas incluso para contarlas, pero en conjunto siguen siendo un sueño, una proyección invocada por la voluntad de Isabel. Los renovadores -un modo más educado de llamarlos- son una colección de fantasmas del futuro que rondan el presente del gueto. Son una propuesta, un borrador. Si parpadeas, quizá desaparezcan.
¿Gueto? ¿Así se llama? Depende de qué manzana del mosaico tengas en mente. Elévate, de ese modo en que el hombre volador ya no puede. Mira. Aquí la Cuarta Avenida es una ancha trinchera de ruinas de industria ligera, garajes grasientos y tristes almacenes cubiertos de pintadas, aceras marcadas con chorros de cristales rotos que trazan la silueta de los incidentes nocturnos delante de los puestos chinos de comida preparada, las licorerías, los ultramarinos, lugares todos en los que se atiende a los clientes a través de rendijas o ventanillas abiertas en mamparas de plexiglás. En la otra punta, la calle Court es una reserva italiana, las calles laterales al sur de Carroll se acallan bajo el susurro de la mafia, las viejas costumbres se imponen con bates de béisbol o neumáticos rajados, hasta donde la curva de la vía rápida Brooklyn-Queens forma una cortina de acera que secciona lo que antes se llamaba Red Hook. Al sur, el canal Gowanus es un yermo de toxinas enterradas o sumergidas y tiras de caucho humeante mientras Ulano, la fábrica de disolventes, es un motor del tamaño de una manzana cuyas ventanas recuerdan a ojos entornados y que emite toxinas invisibles nuevas y las subsiguientes leyendas sobre daños neuronales y tumores cerebrales. Las casas de protección oficial, jardines Wyckoff y casas Gowanus… bueno, son las casas de protección oficial, un territorio con ley propia, como meteoros del crimen que hubiesen aterrizado en medio de la ciudad y a los que todavía no se pudiera acercar uno por el exceso de calor. La cárcel se llama Centro de Detención, un endeble eufemismo al que, no obstante, vale la pena aferrarse. Por tanto, las calles de casas de ladrillo rojo que abarcan estos márgenes -Wyckoff, Bergen, Dean, Pacific-, ¿son un gueto?
Llámalo «el secreto mejor guardado de la ciudad».
Nevins, al terminar por un lado en la avenida Flatbush y adentrarse por el sur en plenos jardines Wyckoff, al tiempo que su recorrido incluye el centro de reinserción social, el departamento de vehículos motorizados, el parque Schermerhorn y el centro de atención diurna Nevins en cuyos escalones se reúnen drogadictos a saludar a las madres que entran y salen tirando de los brazos de sus niños chillones como si fueran yoyós, contiene propiedades únicas. Y aunque se trata de un hecho ampliamente conocido, pocas veces se habla de lo siguiente: en el cruce de Pacific con Nevins se tolera la prostitución. Alguna omisión por parte de las autoridades hace que se persiga hasta ese punto, donde a partir de las once puede verse a la sombra de la Escuela Pública 38 alguna prostituta callejera y, las noches tranquilas, se las oye incitar a los paseantes solitarios. Las llamadas escandalizadas a la policía local reciben promesas y poco más. A ese inexplicable nivel en que se cierran esa clase de tratos cívicos, este en concreto se considera irrevocable, incluso aunque el vecindario en pleno se esté aburguesando a toda velocidad. De modo que la policía se revela como un cuerpo escéptico, insensible a las preocupaciones de los agentes inmobiliarios. Esta zona pertenece a su mapa oficial de Desahuciados (que jamás se muestra en público).
Por tanto, tal vez sea en virtud del mismo principio que se haya permitido al hombre ex volador descansar en postura fetal en la esquina de Nevins con Atlantic sin ser molestado. Todavía sigue allí el último sábado de marzo, cuando el chico negro y el chico blanco pasan por al lado. Sí, vuelven a estar juntos, a formar esa extraña pareja esporádica cuya solidaridad ofusca a los transeúntes al constituir, quizá, una prueba de simbolismo utópico y, sin duda, algo que Norman Rockwell elegiría como tema pero que no oculta el hecho de que los dos parecen sospechosos, quizá colocados, y que claramente les esperan, si no los tienen ya, todo tipo de problemas propios de la combinación del blanco con el negro. Incluso aquellos que no los ven deslizar rotuladores de punta de fieltro empapado de tinta violeta dentro y fuera de sus chaquetas intuyen que algo va mal. Esto es Brooklyn, nada se integra inocentemente. ¿Quién engaña a quién? Si los polis fueran espabilados los separarían por principio general.
El chico blanco y el chico negro se turnan para vigilar mientras el otro escribe. Las cosas se han simplificado de modo radical: el chico blanco dejó de buscarse un nombre, animado por el negro a escribir la réplica perfecta de la firma de este último. «DOSE, DOSE, DOSE». Es una buena solución para los dos. El chico negro consigue que su tag se extienda, en su carrera por ganar puntos por ubicuidad, que es la frontera que delimita el éxito de un grafitero. El Rey de la línea C, por ejemplo, no es más que un tagger malísimo con demasiado tiempo libre que ha estampado una firma totalmente carente de imaginación, «CE», en todas las ventanillas de todos los trenes que circulan por dicha línea. Un éxito similar es tan indiscutible como mecánico, burdo. Los grafiteros compiten como los virus, mediante proliferación pura y dura.
¿Qué gana el chico blanco? Bueno, de este modo se le permite fusionar su identidad con la del chico negro, liberar su palurdez de blanco en la falsa creencia de que él y su amigo Mingus Rude son, los dos, Dose, ni más ni menos. Un equipo, un frente unido, una marca, una idea. El control de la línea que tiene el chico blanco, perfeccionado en mil espirales del Spirograph, y su don para la imitación -adquirida en pasatiempos de diarios- le han sido de gran utilidad. Ejecuta el icono de DOSE de manera clara, perfecta, automática: de hecho, más clara y con trazo más firme que el chico negro. Es cuestión de juego de muñeca, nada que no se aprenda practicando tropecientasmil veces mientras se espera el gran momento.
El rotulador está ahora en manos del chico negro. El chico blanco vigila. El chico negro escribe «DOSE» en la base de un semáforo de la esquina de Atlantic con Nevins y en la persiana metálica de la cerrajería, que está cerrada. Luego se gira y observa la figura retorcida que hay cerca del bordillo. Los dos la observan. El vagabundo -la palabra que habrían encontrado si se hubieran molestado en buscar alguna- lleva durmiendo o muerto en la misma esquina tanto tiempo que los dos lo habían visto ya en otras ocasiones. Aunque esta es la primera vez que lo ven juntos, y el hecho de estar juntos les obliga a reconocer su existencia de un modo que no habrían hecho estando separados.
El chico blanco siente varias cosas, el chico negro siente otras. El chico blanco ha visto al vagabundo en días mejores, le ha visto en el cielo, por idiota que parezca. No sabe si su amigo Mingus comparte dicha información y tampoco sabe por dónde empezaría a explicárselo si quisiera intentarlo. Sencillamente se ha quedado varado en un estado permanente de sobrecogimiento estúpido, aderezado con algo de miedo.
El chico negro frunce los labios, víctima de un repentino ataque de vergüenza: ni que decir tiene que el que está tirado en el suelo es negro, por supuesto. No es latino. Por muchos borrachos hispanos que escupan a la calle las pensiones de Dean, siempre vuelven a casa, duermen en camas, se cambian de ropa, cobran cheques del gobierno y vuelven a empezar. Y el tipo no es blanco, eso ni se plantea.
– Observa -dice el chico negro.
– ¿Qué? -dice el chico blanco.
El chico negro sale disparado con gran arrojo, dejando al blanco sin respiración. Ha destapado el rotulador. El saco de dormir extendido sobre la espalda del vagabundo brilla pese a la porquería, su superficie pulida invita a deslizar el rotulador. El chico negro se arrodilla junto a la forma apestosa y escribe, consigue firmar a pesar de que el fieltro se engancha en el tejido sintético ennegrecido: acaba en un momento y los dos chicos echan a correr, sorprendidos.
En la espalda del vagabundo se lee: «DOSE».
– ¡Corre!
– No se mueve. ¡Joder! ¡Mira eso!
– ¡Vamos!
Ya está, se acabaron las firmas por hoy, de todos modos no podrían superar la última. Los dos avanzan por Nevins jadeando y riendo, embriagados por la terrible travesura, por la demostración de su nueva y peligrosa habilidad para plasmar un logotipo en los posibles muertos de este mundo.
Llegaron tarde y tuvieron que sentarse separados. Dylan se sentó delante, en la segunda fila. Su padre había insistido en que Dylan se quedara con la butaca más adelantada y él se había sentado más atrás, al fondo, en el lado izquierdo de la sala de actos. Dylan comprendió que se esperaba de él que apreciara esa visión de cerca del cineasta experimental Stan Brakhage, a quien Abraham consideraba un gran hombre, un buen hombre. El tema general de la conferencia era la pintura de películas. Hasta ese momento Dylan desconocía que existieran películas pintadas a excepción de la de Abraham. Por no hablar de que consiguieran llenar una sala llena de incómodas sillas plegables de metal.
De hecho, Brakhage, cuando por fin habló, le pareció fascinante y eso que no entendió nada de lo que dijo. Brakhage era pomposo y carismático y recordaba a Orson Welles en la tele. Al igual que este, sugería una grandeza distante y en reposo que, en este caso, apenas se molestaba en saborear el ambiente de adulación de la sala. El cineasta permaneció sentado bebiendo agua y parpadeando muy rápido, estudiando al público, dejando largos silencios en favor de una lista de hombres más jóvenes que, por laboriosos turnos, se fueron pronunciando acerca de la importancia de las películas de Brakhage. El tono resentido y quisquilloso de los oradores no conseguía disimular (o quizá no lo pretendiera) la implicación de que solo ellos comprendían la obra del cineasta. Dylan se aburría, como habría dicho Rachel: se moría de asco.
– Preferiría considerar mi obra un intento por clarificar áreas estéticas, de liberar al cine de artes e ideologías previas -dijo Brakhage cuando se lo permitieron. Sus palabras ondularon por la sala, resonando en mentes tan pendientes de su orador que parecían a punto de estallar. Dylan también lo notó. Se giró hacia su padre, que también estaba sentado en tensión, mirando el escenario con amor y furia-. Tal vez para que hombres y mujeres de diferentes clases lo usen y quizá así colaboren en el desarrollo de la sensibilidad humana.
El salón de actos del sótano de la Cooper Union, iluminado por fluorescentes y de enlucido desconchado, estaba al máximo de su capacidad, no quedaban asientos. Dylan se movió, pero no fue el único. El hombre de la silla de al lado estaba despedazando un vaso de poliestireno en mil trocitos del tamaño de la caspa que al caer iban formando una especie de ventisquero entre sus inquietos pies. El hombre del poliestireno tal vez estuviera esforzándose en reprimir alguna pregunta que quería gritarle a los del escenario. Quizá creyera que él también debía estar en el escenario. Por todos lados chirriaban sillas.
– Creo en la canción -dijo Brakhage-. Es lo que quiero hacer, de un modo bastante egoísta, por una necesidad propia de alcanzar una voz que sea comparable con el canto y afín a toda vida animal existente en el planeta. Me emociona toda la gama de cantos que el lobo dedica a la luna o que ladran los perros del vecindario y, desde una gran humildad, desearía unirme a ellos.
Cuando la tensión de la sala alcanzó el punto álgido y el vaso de poliestireno fue procesado del todo, el triturador de al lado de Dylan se levantó de un salto y chilló a los de la perorata del escenario:
– ¿Y qué pasa con Oskar Fischinger? ¡Ninguno de vosotros le conoce!
Lanzado el reto, se quedó de pie temblando, quizá a la espera de que la muchedumbre a sus espaldas ocupara, enfurecida, la tarima.
– No creo que nadie niegue aquí la importancia de Fischinger -dijo uno de los hombres de la mesa, en tono sarcástico-. No me parece que se trate de eso.
– Fischinger da igual -dijo otra voz. Era Abraham Ebdus. Hablaba desde el rincón de la sala sin levantarse de la silla y más tranquilo que el triturador, que seguía de pie-. Tal vez sea el momento de hablar de Walther Ruttman.
Silencio en la tarima, roto solo por el leve asentimiento de Brakhage, en absoluto sorprendido, que parecía decir: «Ruttman, sí, Ruttman». El triturador se sentó, humillado.
Entonces, desde el fondo de la sala otro grito rompió la tensión:
– ¡A la mierda Ruttman! ¿Qué pasa con Disney?
Lo cual desencadenó un murmullo de alivio, puesto que a nadie le entusiasmaba la tarea de comprender lo poco que sabían de las carreras de Fischinger y Ruttman. El momento se perdió en una confusión de voces y risas. Luego Brakhage lo arregló todo empezando a responder a las preguntas del público. La hostilidad se fue disipando poco a poco cuando la autoridad de Brakhage igualó a comentaristas y público. Callados, más o menos se les perdonaba que estuvieran en el escenario.
Quizá se lo perdonaron todos salvo Abraham.
Después Brakhage fue asediado a los pies del escenario. Abraham encontró a Dylan entre la masa de cuerpos revoloteando, le cogió de la mano y juntos se abrieron camino hacia la salida. Dylan notaba la ira inarticulada que ardía en su padre, se sentía cercado por ella como dentro de un capullo mientras bajaban las escaleras de la parada del metro de Astor Place, esperaban en el andén y luego subían a un vagón de la línea 6, sentía que la ira los aislaba del resto de los viajeros nocturnos que cabeceaban con el movimiento del tren, sentía que los aislaba del resto de la ciudad entera.
Dylan inhaló la vergüenza de su padre. Algo había salido mal en la demostración de Abraham a su hijo de la grandeza de Brakhage y de la suya, la de Abraham, emparentada con la del gran cineasta, ese hombre que era el tutor secreto de Abraham, su estrella polar. Quizá la sala se había llenado demasiado. Quizá habría estado demasiado llena solo con que hubiera acudido una persona más aparte de Brakhage y Abraham Ebdus y su hijo. La velada se arruinó en cuanto resultó obvio que Brakhage no solo no estaba tan necesitado de reconocimiento como Abraham, sino que no lo estaba en lo más mínimo.
O quizá había sido solo el imbécil aquel que gritó «Disney» para arrancar unas risas fáciles.
Ese estado de ánimo perduraba mientras esperaban la línea 4 en la parada del puente de Brooklyn, con la vejación extra de que la línea 6 no se dignaba entrar en Brooklyn, y continuaba cuando salieron a la calle Nevins para ir caminando silenciosamente hasta Dean, hacia la cama, lugar donde olvidarían la desastrosa velada. La burbuja de ira muda de Abraham podría haberlos acompañado hasta casa de no haber sido por el vagabundo con un tag en la espalda que seguía en la esquina de la avenida Atlantic.
Abraham Ebdus abandonó su lúgubre observación del pavimento a sus pies y siguió la mirada de Dylan hasta la espalda del vagabundo. Se detuvo.
– ¿Qué es eso?
– ¿Qué? -dijo Dylan.
– Eso. -Abraham señaló sin margen de error el llamativo «DOSE» escrito en el saco de dormir del vagabundo.
– Nada.
– ¿Qué significa?
– No lo sé -dijo Dylan, sinceramente.
– Sí que lo sabes -insistió Abraham-. Lo escribes en la libreta. -La seguridad se adueñó de la voz de Abraham, dando forma a su enfado-. Lo he visto. Es la palabra esa que Mingus y tú vais escribiendo por todas partes. ¿Crees que no me he dado cuenta? ¿Crees que soy tonto?
Dylan no podía hablar.
– A ver, déjame ver tus zapatillas de deporte.
Abraham Ebdus cogió a Dylan del hombro, clavándole la mano como una garra en una sorprendente demostración de fuerza. La aprobación o la indiferencia de Abraham normalmente se demostraban como aspectos de una vaga disposición de sus ideas sobre la paternidad, en gran medida de carácter sonoro: pasos en el piso de arriba, una voz que bajaba las escaleras. Abraham era una colección de sonidos que la penumbra unía a una forma humana.
Ahora estaban los dos de pie en la esquina de la avenida Atlantic, en el frío nocturno, conectados por la garra de Abraham. La farola proyectaba una aureola de luz sobre la figura tumbada a sus pies, un afloramiento maloliente de las alcantarillas que llevaba olvidado semanas y al final, contra todo pronóstico, había recabado algo de atención humana. Abraham obligó a Dylan a dar media vuelta y examinó las zapatillas deportivas de su hijo como si fueran las pruebas de un asesinato.
Las miradas escondidas tras los parabrisas que pasaban por allí no podían ser más indiferentes.
A una manzana de distancia, una puta hacía la esquina de Pacific. Llamó a un anciano que paseaba a un perro, sin hacerse ilusiones, solo por aburrimiento.
Pero la mujer notaba que se acercaba la primavera, el deshielo general.
– ¿Qué es eso? -repitió Abraham, apretando con fuerza-. Es lo mismo, ¿no?
No había escapatoria. El grueso margen blanco de la suela de cada una de las Pro Keds de Dylan estaba atiborrado de tags en miniatura. El caucho blando acogía el bolígrafo azul como la mantequilla el diente de un tenedor, descubrimiento que había cautivado la atención de Dylan en el transcurso de una tediosa clase de mates. Aunque técnicamente estaba destrozando sus preciadas 69ers, Dylan no pudo contenerse. Al menos así no valdría la pena robarlas.
– Lo escribió Mingus -se oyó confesar Dylan.
Abraham soltó el hombro de Dylan y padre e hijo se separaron, en una renuncia física tan aguda como el propio contacto.
– ¡Míranos! -dijo Abraham, estrujándose ojos y frente con una mano. No estaba claro si hablaba con Dylan.
Dylan esperó, petrificado.
– ¿Qué significa esto? -continuó Abraham, hablando a borbotones-. ¿Es así como te he educado? ¿En una total falta de respeto por la vida humana? ¿Qué hacéis Mingus y tú cuando salís a la calle, Dylan? ¿Correr como animales salvajes? ¿Quién te ha enseñado a hacer estas cosas?
– Yo no he… -Pero Dylan no podía volver a culpar a Mingus.
– Quizá solo sea este horrible lugar. Tal vez en estas calles el mal y el bien se confunden y por eso tus amigos y tú os volvéis locos como animales capaces de hacer algo así a un ser humano.
No se mencionó a Rachel, se la omitió, pero los dos sabían que hablar de aquel lugar era hablar de ella por muy poco que lo desearan. Muy posiblemente Dylan y Abraham solo se habían quedado en Gowanus por Rachel, a guardarle el sitio. Ahora los dos juntos se habían aproximado a una implicación que Rachel había prohibido. Sobre el término «animales» se cernía una sombra que avergonzaba profundamente a Abraham.
– Es esta época -continuó Abraham, en busca de algún sentimiento épico que borrara el pensamiento que compartían padre e hijo-. Esto es el infierno, es la única explicación.
El cuerpo tirado en la calle con «DOSE» escrito en la espalda podía imputársele a Gerald Ford o Abe Beame, tal vez al sha de Persia.
En una ciudad condenada a caerse muerta no resultaba del todo improbable que alguno de sus ciudadanos lo hiciera literalmente y a plena luz del día. Sobre todo en la calle Nevins.
– Este vecindario está acabando con nosotros, es culpa mía, Dylan, lo siento. Es culpa de las decisiones que he tomado. -Por fin, y de un modo casi mecánico, Abraham volvía a centrarse en su propia persona, con todas sus fuentes de decepción y odio. Tal vez habría estado acumulando humillaciones desde el salón de actos o mucho antes, a saber desde dónde. Desde Rachel. A Dylan no le servía de alivio-. Dios mío, míranos -gimió Abraham. Antes se había cubierto los ojos, ahora los abrió como platos.
La absolución esperaba al final de un único camino. A sus pies.
– ¿Está vivo?
– No lo sé -dijo Dylan.
Abraham se arrodilló y abrazó el hombro del bulto por encima del saco de dormir que lo envolvía. Lo empujó suavemente, luego lo giró un poco. Dylan contemplaba la escena horrorizado.
– ¿Está usted…? -empezó a preguntar, estúpidamente, Abraham. ¿Qué debía preguntar? ¿Le preguntabas a un cadáver si se encontraba bien, a gusto? Abraham recurrió a un simple-: ¿Hola?
Por increíble que parezca, el hombre del suelo se desenroscó, movió las extremidades. Luego habló con gruñidos como ronquidos:
– ¡Joder!
El hombre del suelo giró el cuello, amenazó con los puños y los codos doblados, recordaba a un Tiranosaurio Rex escarbando con sus pequeñas patas delanteras. Por muy larga que hubiera sido la siesta, el hombre se despertó en pleno conflicto, protegiéndose de algo o alguien. El movimiento agitó la peste, evidenció su intensidad. Abraham apartó la mano de golpe, sorprendido.
En realidad le habían dado por muerto. Dylan y su padre parpadearon, impresionados por la idea de haber estado hablando delante de un cuerpo vivo. Incluso era posible que el hombre del suelo los hubiera escuchado.
– Un momento, hombre -dijo Abraham en voz apagada, apurada. A Dylan le dio la impresión de que Abraham pensaba que el hombre de la acera acababa de desmayarse, como si esa temporada en la esquina de la calle no definiera la vida del hombre sino que constituyera tan solo una interrupción, un pequeño contratiempo-. Llamaremos a una ambulancia.
La puta, paseando aburrida a lo lejos, llegó a la avenida. Atlantic estaba en calma, no había coches en los semáforos que cambiaron a verde con un ruidito apenas más alto que el zumbido de insecto de las farolas. Se tambaleó en medio de la intersección y gritó a los tres hombres, al pequeño, al alto y delgado y al negro gordo del suelo:
– ¿Alguno quiere un servicio?
Los mejores colores tienen los mejores nombres: agua pastel, ciruela, amarillo John Deere, anaranjado tipo polo, violeta seguridad federal. Un ciego podría robar la pintura correcta solo escuchando los nombres. Estos colores son necesarios para arrojar un burner, una inmensa obra maestra de centelleantes letras tridimensionales remachadas o sangrantes por los cortes más profundos, rodeadas por nubes de estrellas, rayos y un mago Vaughn Bode o un Félix el Gato dibujado de pie a un lado, a modo de maestro de ceremonias. Un burner cobra vida en los laterales de un vagón de metro parado o de una pista de balonmano o en las paredes de un patio escolar en cuestión de cinco o seis horas en plena noche; dos tipos aplican pintura en aerosol, el más hábil se encarga de las siluetas y los fundidos, el otro rellena, normalmente otros dos vigilan al final de la manzana o en la entrada del patio. Además de estropearse la ropa, vuelven a casa con los poros y los lagrimales obstruidos por los pigmentos. Detalles mucho más evidentes para un padre atento que el consumo de drogas; los porreros lo tienen fácil.
Aunque primero tienes que conseguir la pintura.
Lo cual implica atracar McCrory’s.
Hoy le toca a la banda de la calle Dean: una aglomeración temporal, quizá para una sola vez, liderada por Mingus Rude. Componen la banda Lonnie, Alberto, Dylan y Mingus. Mingus es el mayor. Los cuatro tienen un plan de ataque que, como la propia expedición, ha sido ideado por Mingus (o, si este lo copió de otro chico, no lo admite). A la banda de la calle Dean el plan le parece original y brillante, perfecto. De hecho les ha emocionado, bailan, alborotan.
McCrory’s es el peor de los dos grandes almacenes de la calle Fulton. El otro, a una manzana de distancia, se llama A &S -Abraham & Straus-, un monolito de ocho plantas estilo art déco, una máquina del tiempo dorada hacia la utopía de las compras. También resulta intimidador y propio de Manhattan, con sus ascensoristas uniformados y sus vigilantes ex policías. En la planta sexta de A &S hay una boutique del gourmet con estantes de chocolates artesanos; en la octava están los juguetes, los puzzles y un mostrador donde venden monedas y sellos para coleccionistas. También incluye una tienda de discos, una tienda dentro de otra, de la que todavía no ha salido ningún chaval fanfarroneando de haber robado algún disco. Las bandas se mantienen alejadas de A &S, tal vez avergonzadas por recuerdos de las visitas en que sus padres los sentaban en el regazo de Santa Claus. El lugar es demasiado maravilloso.
McCrory’s son los grandes almacenes que entienden y merecen, McCrory’s resulta un poco más asequible. En realidad es una imitación de Woolworth que huele a palomitas con mantequilla y vende bisutería en estuches de plexiglás y tiene un fotomatón y un desolado bar de bocadillos donde un niño espabilado puede pedirse un batido y, si se lo bebe despacio, pagarlo con las propinas que vaya recogiendo de otros puntos de la barra. La planta baja acoge hectáreas de ropa interior y de bebé y zapatillas deportivas de saldo amontonadas en cubos. La vuelta al cole deja paso a las calabazas de papel crepé naranja que dejan paso a las guirnaldas a medio iluminar de luces navideñas que dejan paso al día de San Valentín que deja paso a las tonterías de Semana Santa y a las rebajas de verano, todo ello complementado por una cantinela grabada que emiten unos altavoces invisibles. En el sótano se encuentra la ferretería. Ese es el destino de hoy de la banda, de la banda de la calle Dean. Han reconocido el terreno la tarde anterior. Están preparados.
De acuerdo con el plan, Dylan Ebdus espera de pie y solo en la calle Fulton: una figura inmóvil entre el enjambre de personas en movimiento, la mayoría de ellas señoras negras con niños pequeños a remolque. Por una vez lleva puestas las gafas, además de una camisa Izod a rayas verdes y blancas -que, irónicamente, pertenece a Mingus Rude- abotonada hasta arriba para completar su imagen de estudiante pardillo de escuela privada. También lleva una mochila, vacía pero ahuecada con una percha de alambre torcida para dar la impresión (al menos, en ello confían) de que está llena de libros de texto.
Lonnie, Alberto y Mingus ya están en el sótano de McCrory’s, cambiando de pasillo botes de pintura en spray, escondiéndolos en secciones menos vigiladas, detrás de los carteles de «SI NO ENCUENTRA LO QUE BUSCA, PÍDALO» y álbumes de fotos de vinilo rugoso. Los tres, dos negros y un puertorriqueño, están llamando la atención del personal de seguridad. No pasa nada: su mera presencia enciende una alarma silenciosa en el establecimiento, así es como tienen que ir las cosas. Se alegran de que los vean eligiendo aerosoles de pintura Krylon y paseándolos por otros pasillos pero se preocupan más de pasar inadvertidos cuando cambian de lugar los botes. En un par de ocasiones escenifican incluso una pantomima como si se guardaran cosas en los holgados abrigos, entre risillas. Este crimen sin delito, este juego de cebar la expectación racista de que están robando, les parece entretenido.
Entonces entra Dylan, directo al sótano cinco minutos después y sin hacer nada que delate ningún tipo de conexión con los dos chicos negros y el puertorriqueño. Aguza la mirada, se orienta por el campo de juego, el laberinto fuertemente iluminado de pasillos, compradores y vigilantes, además de sus amigos. Inhala el perfume a palomitas, traga. El personal de seguridad, compuesto mayoritariamente de jamaicanas enormes, está previsiblemente nervioso, siguiendo a Mingus, Lonnie y Alberto por la sección de ferretería hasta un pasillo de estanterías altas llenas de cubos de basura, escobas y rastrillos, seleccionado previamente por la escasa visibilidad que permite. ¡Capullas! Dylan frunce el ceño, se ajusta las gafas, pasea inofensivamente por los pasillos designados el día anterior. El plan se aplica. Dylan es el recolector. Respira ruidosamente, coge los botes de Krylon de los diversos alijos escondidos en pasillos inocentes y, con miedo eléctrico en la punta de los dedos, los mete en la mochila: mandarina, cromo, azul surf.
Hoy eres blanco por algo.
Ya se encargará Mingus Rude de recuperar las diferencias para sus propios fines, para ser el Robin Hood de las artes.
Dylan se dirige a la salida. Los botes de Krylon chocan emitiendo un atractivo ruidito metálico a su espalda, el tesoro está a salvo. Ocupados ahora en crear confusión, los otros tres siguen caminos divergentes por los pasillos, se marchan por separado. Una pareja de guardas detienen y cachean a Mingus, el actor más llamativo. Alberto grita desde la puerta: «¡Que os jodan!». Sin razón, solo porque puede.
De regreso en la calle Fulton se reúnen a la sombra del garaje del aparcamiento, todos sin aliento y el corazón acelerado incluso antes de haber echado a correr. Enseguida pesan la pintura, la sacuden para revelar el prometedor tintineo del bote, luego la trasladan a los bolsillos de los abrigos, se embuten aerosoles en las mangas. Aunque los persiga un superguardia nunca cogerá a los cuatro. Trotan por la calle Hoyt fingiendo que los acosan, riendo y gritando: «¡Mierda! ¿No puedes correr, tío? ¿Te pasa algo en las piernas?».
¿Querías animales, Abraham? Pues tendrás animales.
Compartieron un largo paseo silencioso por Flatbush, por encima de Saint Felix, hacia el hospital de ladrillo rojo apretujado contra un lateral del parque Fort Greene. Era un sábado por la tarde de primeros de abril, el aire traía los primeros calores, había pájaros en celo y los niños atontados por el sol bombardeaban las ventanas del hospital con un pedrisco de chillidos estridentes. Las ventanas abiertas de par en par no lograban decantar la densa podredumbre de linóleo orinado de la sala de desintoxicación, un olor a venenos corporales cubierto con desinfectante y pedos suspendidos en el aire de los recién salvados de la inanición. Un muro de peste los había golpeado como si chocaran con un panel de vidrio.
Dylan se quedó esperando en la puerta. De pie a su lado había una enfermera jamaicana con una ceja levantada. Abraham se acercó a la cama. El hombre era una mole envuelta en ropa con las muñecas atadas al bastidor de aluminio de la cama y las manos colgando, grandes y lastimosas. Un pie sarnoso sobresalía del borde de la cama, el otro miraba hacia dentro como el de un bailarín, enganchado debajo del bulto de la rodilla cubierta por la sábana. La mejilla y la ceja izquierdas habían quedado petrificadas en un guiño. Un tubo intravenoso goteaba algo amarillo verdoso hacia el interior de su brazo, algo que también había dejado una mancha amarilla verdosa en la sábana. Incluso allí, las manchas formaban parte de su naturaleza. Costaba imaginar que había surcado los cielos.
Abraham frunció el ceño al ver las correas de las muñecas, la costra en la entrada del gotero, el olor a suciedad. La atención no era buena, no lo suficiente. Tal vez Abraham trataba de compensar algo: nada era lo bastante bueno para el hombre de la cama. Tenían que tratarlo como a un ser humano, no como a un vago o un sinvergüenza, porque al empeñarse en respirar cuando debería haber estado muerto se había convertido en un símbolo de la expiación posible. También la enfermera frunció el ceño para mostrar su desacuerdo con la implicación de Abraham Ebdus, que sugería que el hospital no hacía su trabajo con ese loco borracho que se estaba matando como otros miles más y que no merecía ninguna atención especial por el hecho de que un blanco hubiera venido a visitarlo.
– ¿Come? -preguntó por fin Abraham.
La enfermera puso los ojos en blanco.
– Come cuando quiere. En el desayuno, escupió en la comida. No podemos obligar a nadie a comer.
– Quiero hablar con un médico -repuso Abraham en tono imperativo.
– El médico llega a las cuatro, ahora no está aquí. -La enfermera apartó a Abraham para revisar el disco que regulaba el goteo de líquido intravenoso y demostrar su autoridad-. Aquí no necesitamos a ningún médico.
– Entonces quiero ver a su supervisor.
La enfermera se rió, sin decir nada. Ella y Abraham Ebdus salieron juntos al pasillo; las zapatillas blancas de la mujer chirriaban en las baldosas. Dejaron a Dylan a solas con el hombre de la cama.
Puede que Abraham fuera el defensor de ese hombre, pero el enfermo se había limitado a gruñirle un par de insultos. En cambio a Dylan lo conocía: habían hablado antes. El hombre abrió los amoratados labios:
– Chavalín blanco.
¿Iba a pedirle a Dylan que le entregara las monedas que llevase encima? ¿Qué utilidad podía dar el hombre volador a cincuenta centavos o un dólar atrapado como estaba en el hospital, atado a la cama? Dylan se palpó los bolsillos de forma instintiva, no encontró nada.
– Acércate. No te veo.
Dylan obedeció.
– Me has visto antes.
No era una pregunta, pero Dylan asintió.
– Ja, ja. En ese cajón. -Sin relajar el ojo que tenía guiñado, el hombre volador señaló la mesilla que había junto a la cama, donde habrían estado las flores si alguien las hubiera llevado-. Sí, en el cajón, ¡busca!
Dylan tiró del cajón, temeroso de encontrarse con alguna hipodérmica que el hombre volador quisiera clavarle en el brazo.
Solo había una cartera de plástico gastado, delgada como el pase del autobús. Carnet de conducir, expedido en Columbus, Ohio, en 1952, a nombre de Aaron X. Doily.
Y el anillo plateado que el hombre volador había lucido en el meñique.
– Eso, eso.
– ¿El anillo?
– Estoy acabado, tío, terminado. Ya no puedo luchar contra las ondas aéreas.
– ¿Quiere que…?
– Cógelo, tío.
Para cuando Abraham Ebdus y la enfermera regresaron a la habitación, el hombre de la cama estaba gritando de agonía en plena abstinencia o delírium trémens o lo que fuera, sudando por todo el cuerpo, tirando de la cama con sus contorsiones. Las correas ayudaban, de modo que cuerpo y cama se convirtieron en una única forma que traqueteaba, que temblaba agónicamente. El hombre encontró el soporte del gotero y lo tiró al suelo; la bolsa esparció líquido amarillo por todas partes. El niño se apoyaba en la pared del fondo, pero no estaba asustado, sino que contemplaba la escena con frialdad. La enfermera carraspeó para anunciar que aquello no le sorprendía en absoluto: era solo una prueba más de lo que a lo largo del día, etcétera. Abraham, al no haber obtenido una respuesta satisfactoria de los superiores de la enfermera en el puesto del pasillo, cogió al chiquillo, que ya había recibido suficiente castigo, y lo sacó de allí. El hombre que grita está loco. La verdad, es difícil soportarlo.
Dylan Ebdus, aferrando un anillo con el puño cerrado y hundido este al fondo del bolsillo del pantalón mientras la joya late entre sus dedos temblorosos como si fuera una ficha, un minúsculo fragmento del loco paroxismo del hombre que yacía en la cama del hospital, se alejó a escondidas bajo la brisa de la tarde de Fort Greene.
– ¿Qué decía? -le preguntó Abraham a su hijo con dulzura, cuando ya habían recorrido varias manzanas y la locura amarilla del hospital parecía cada vez más un sueño.
Dylan Ebdus se limitó a encogerse de hombros. El hombre volador había dicho muchas cosas.
La última de ellas no podía haber sido «¡Lucha contra el mal!», ¿verdad?