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Vendlemachine estaba tumbada en la cama del salón. La luz amarilla grisácea de octubre que se filtraba a través de las altas cortinas formaba un enjambre de motas, de puntitos móviles que le daban un aspecto tan sólido como los ejes de roble barnizado del bastidor de la cama y los vasos casi llenos de agua y coñac de la mesilla de noche o el bastón apoyado en el mueble, y más sólido que las extremidades débilmente temblorosas de la minúscula mujer acurrucada en la cama que ahora tanteaban despacio en busca del bastón sin que por ello levantara la cabeza iluminada por el sol de la almohada en la que se hundía.

– Me he dormido -dijo la mujer, como ausente.

Dylan Ebdus no dijo nada, pero siguió sin cruzar la línea de entrada a la habitación llena de la presencia y estilo de la anciana.

– Has tardado.

Dylan logró hablar.

– Había cola.

El niño había llevado otro fajo de las cartas que la anciana escribía a mano en papel crema a la oficina de correos de la avenida Atlantic, donde esperó turno frente a la ventanilla de plexiglás estudiando los carteles de ofertas de trabajo y las campañas publicitarias que animaban al coleccionismo de sellos y la alfabetización, arrastrando la punta de las deportivas entre los trozos de papel, los papelitos amarillos y los sobres rotos del gobierno que ensuciaban el suelo.

Dylan trabajó para Isabel Vendle a dólar la hora los sábados por la mañana del año en que cumplió diez años, el año de cuarto curso. «Vendlemachine, Vendlemachine», canturreaba Dylan mentalmente, aunque nunca había pronunciado en voz alta el nombre más allá del umbral de su casa, ni siquiera lo había susurrado cuando estaba solo en casa de Isabel Vendle los días en que la anciana iba a visitar a la familia en el lago George y, por tanto, Dylan usaba la llave de la mujer para entrar por la puerta del sótano y recogerle el correo y ponerle comida al gato anaranjado. «Vendlemachine» era una palabra de Rachel. Rachel Ebdus adjudicaba motes secretos a las visitas y a la gente que vivía en la calle Dean y Dylan comprendía que no podían filtrarse fuera de casa, fuera de la cocina de Rachel. Su madre le había inculcado la siguiente dicotomía: por un lado había cosas que Rachel y Dylan podían decirse y, por otro, el idioma oficial del mundo que, aunque pobre y artificial, debía ser dominado en aras de la manipulación del mundo. Rachel le hizo saber a Dylan que el mundo no debía estar al corriente de todo lo que pensaba de él. Y, desde luego, no debía conocer las palabras de Rachel -«imbécil», «porretas», «gay», «pretencioso», «sexy», «hierba»-; ni tampoco los titulares de los motes debían conocer sus sobrenombres: «Señor Memoria», «Pepe Le Peu», «Susie Cube», «Capitán Vago», «Vendlemachine».

El mote de su padre era «el Coleccionista».

Los sábados por la mañana, Vendlemachine se quedaba en el piso de arriba mientras Dylan sacaba la bolsa llena de basura licuada del gran cubo de la cocina del sótano y ponía una bolsa nueva. Isabel no podía levantar una bolsa de basura sola y en consecuencia el olor se concentraba durante siete días, a la espera de que Dylan lo descorchara. Entonces el inmenso y silencioso gato anaranjado bajaba a observar. Tenía cráneo de monstruo Gila. Dylan no sabía si el gato le aborrecía a él o a Isabel o le eran indiferentes, no sabía qué entendía el gato de la situación de Dylan, de manera que resultaba un testigo inútil. Hasta podía ser que ni siquiera supiera que Isabel no debería estar encorvada como estaba y en cambio la considerara el estándar de la forma humana y, por tanto, pusiera objeciones a la figura de Dylan. No obstante, el gato anaranjado era el único testigo. Parecía vivir esperando el momento semanal en que se transfería la basura y la estancia se llenaba con la peste de los posos del café, las mondas de naranjas y la leche cortada.

– No quiero seguir trabajando para usted -le dijo Dylan Ebdus a Isabel Vendle mientras ella nadaba entre las colchas de la cama, rodeada de olor a humedad y sombras.

El gato anaranjado estaba sentado en un charco solitario de sol límpido cerca de las ventanas, agachando rítmicamente su cabeza de reptil contra una pata.

Isabel gimió suavemente en el silencio.

Dylan esperó.

Fuera, el autobús de la calle Dean recorrió ruidosamente la manzana, saltó el bache que servía de base y siguió adelante zarandeándose.

– Necesito que vayas al colmado -dijo por fin Isabel-. Al ultramarinos de Ramírez no. Ve donde la señora Bugge, en la calle Bergen.

Isabel pronunció el nombre de la inmigrante noruega «Biugaa». El resto de los vecinos de la manzana llamaban Buggy a la tienda de la esquina de Bergen con Bond, el colmado que no era el colmado porque en lugar de tener dueños puertorriqueños lo regentaba una gorda blanca de ojillos minúsculos.

«Jo, qué pasada. ¿Has pispado unos pastelillos en Buggy? Tengo entendido que el pastor alemán de Buggy mordió una vez a un niño en el culo.»

Isabel alzó un brazo de la cama y apoyó las yemas de los dedos en la mesilla. Las uñas golpearon ligeramente. Dylan se acercó, cruzando la línea invisible que daba al gran acuario de luz del dormitorio de Isabel para recoger los billetes que le esperaban allí.

– Queso en lonchas Kraft, magdalenas Thomas y un litro de leche. -La anciana hablaba como describiendo un sueño recurrente-. Con cinco dólares debería bastar.

Dylan se guardó el dinero de Isabel en el bolsillo, preguntándose si habría hablado en voz alta.

– No… quiero… trabajar… -empezó de nuevo, bajito, con cuidado, espaciando las palabras.

– La leche, desnatada.

– Noquierotrabajarparausted -dijo de un tirón Dylan.

El gato alzó la vista.

– Sabe a agua -musitó Isabel-. Agua blanca.

La manzana estaba vacía salvo por una pareja de adolescentes en las escaleras de Alberto cerca de la esquina. Dylan no los conocía. Era octubre, estaba refrescando, todo el mundo llevaba chaqueta y deambulaba lejos de la manzana. Henry se marchó a jugar al fútbol americano en el patio cercano a la calle Smith, y Earl, simplemente, no salía. Alguien había dejado una bolsa con una botella en la escalinata de la casa abandonada. Días atrás un tipo había dormido allí, uno de esos borrachos que anidaban temporalmente. Una bolsa de papel manchada era como unos calzoncillos verdes meados, solo cambiaba el lugar por donde goteaba. Por eso la llamaban gotera.

Dylan giró en la calle Bond, consciente de lo irracional de una manzana, esa cara tan familiar cuyas fachadas y aceras eran como la superficie de un iceberg, uno en el que Dylan había plantado su bandera, sus tableros de tiza para las chapas, los rastros fantasmagóricos de sus carreras tras la pelota o jugando a pillar. El resto de la manzana quedaba bajo el agua. Dylan se había aferrado durante años a esa única cara, encorvándose hacia las baldosas de la acera como si fueran hojas de papel del Spirograph en el suelo de su cuarto, sin notar que formaban parte de un edificio que giraba más allá de Bond y Nevins hacia lo desconocido. Había ido antes a llevar las cartas de Isabel a la oficina de correos de la avenida Atlantic que al otro lado de la esquina, hasta Buggy. No se fiaba de la calle Bergen. Allí la acera estaba inclinada.

Robert Woolfolk estaba sentado en la escalinata de al lado de Buggy, recostado igual que en casa de Henry el día de la pelea, con las rodillas dando la impresión de alzarse por encima de los hombros a pesar de que descansaban dos escalones más abajo. Dylan se detuvo frente a la tienda, por orden de Robert. El sol formaba un desierto de luz alrededor de los chicos y el tráfico se oía tranquilo y distante. Dylan vio el autobús cerca de la calle Smith, donde parecía reposar, fatigado. Dylan oyó las campanadas de la iglesia.

– ¿Trabajas para la vieja?

Dylan intentó negarlo con la cabeza por mil motivos. Pensó en Isabel nadando en la cama, la autoridad más cercana en kilómetros a la redonda. También estaban Buggy y su perro, a un aparador de distancia, pero estaban sepultados dentro de la caverna de productos, arroz, bicarbonato, cacao en polvo… El interior del colmado era tan oscuro que Dylan sospechaba que si Buggy salía al sol se marchitaría.

– ¿Llevas dinero de la vieja en el bolsillo?

Dylan estaba seguro de no haber dicho nada.

– ¿Cuánto tienes?

– Tengo que comprar leche -dijo Dylan, embobado.

– ¿Cuánto te paga por hacerle los recados? ¿Un dólar? ¿Lo llevas encima?

– Se lo da a mi madre -mintió Dylan, espontáneamente, sorprendido.

Robert se limitó a girar la cabeza socarrona, perezosamente, y balanceó la mano sin moverla del escalón, como si acabara de descubrir la capacidad motora de la muñeca. No separó el más mínimo peso de las escaleras.

Dylan intuyó que los dos estaban en el ensayo de algo. Ignoraba la importancia de ese algo y si se trababa de algo personal entre Robert y él o algo de mayor alcance.

Se quedó paralizado mientras Robert seguía observándole.

– Ve a por leche -dijo por fin Robert.

Dylan se dirigió a la puerta de la tienda.

– Pero si vuelves a venir por aquí con el dinero de la vieja quizá tenga que quitártelo.

Dylan lo tomó como una especie de cavilación filosófica. Agradeció la implicación de una información compartida. En adelante Robert y él podrían avanzar juntos hacia lo que hiciera falta.

– Dile a Henry que se vaya a la mierda -añadió Robert a modo de rúbrica inútil.

Dylan asomó la cabeza en la entrada oscura y maloliente de la tienda. El pastor alemán de Buggy estiró la cadena al límite detrás del mostrador, quejándose con un único ladrido agudo, y Buggy apareció desde la trastienda como un pepinillo pálido y abotargado flotando en un bote para cernirse inmóvil sobre la caja registradora. Cuando Dylan salió con la bolsa marrón de la compra, Robert se había marchado.


Tuvo que pasar una semana entera y la mañana del domingo para que Dylan se atreviera a hablar. Abraham estaba arriba, en su estudio, Rachel en el jardín y Dylan vistiéndose solo en su cuarto, a mediodía, la hora acostumbrada. Ya en la planta baja, se detuvo en la cocina a meditar su deserción, luego bajó por la escalera del patio. Se acercó a su madre, que estaba de rodillas en el frío suelo de debajo del ailanto deshojado, cortando con un rastrillo la maraña de raíces malas y sosteniendo un cigarrillo humeante entre los labios. El filtro del cigarrillo estaba manchado de barro. Rachel llevaba vaqueros, una cazadora naranja y una gorra de los Dodgers. Los brotes arrancados se amontonaban en una montañita verde y marrón que la atmósfera iba descoloriendo y achicando bajo la atenta mirada de Dylan.

Cuando abrió la boca, dejó a Robert Woolfolk fuera de la historia.

– Pobrecita Vendlemachine. Bueno, pues no trabajes para ella.

– He intentado decírselo.

– ¿Qué quieres decir con que lo has intentado?

– Se lo he dicho dos veces.

– Me tomas el pelo, Dylan.

– Finge que no me oye.

– ¿No te hace caso?

Dylan asintió.

– Vamos -dijo Rachel. Se levantó y se limpió el polvo de los muslos-. Iremos juntos.

Dylan absorbió la emoción de la indignación de Rachel, se le cortó la respiración.

– A lo mejor bastaría con que telefonearas -sugirió de camino a la cocina.

Rachel se frotó las uñas bajo el grifo y dio un sorbo al café frío.

– Veamos qué tiene que decir -contestó, y Dylan se calló, comprendiendo que su destino pasaba por traspasar al menos una vez más el umbral de Isabel.

En el patio de la casa abandonada los niños que nunca recibirían la invitación de trabajar para Isabel Vendle jugaban a bases correderas (dos jugadores lanzan una Spaldeen entre dos cuadrados designados como bases y cuatro o cinco más tratan de robarles las bases): Earl, Alberto, Lonnie y un niño puertorriqueño. Los corredores se amontonaban entre bases, agachándose y chocando como ratones de dibujos animados, mientras Henry agarraba la pelota y hacía un amago de lanzamiento una, dos, tres veces, moviendo la Spaldeen, mostrándosela a los demás como si les sacara la lengua al tiempo que, dando un fuerte pisotón en dirección a los jugadores, amenazaba con iniciar la caza hasta que el farol resultaba irresistible y entre risas y cansancio los corredores agrupados salían al tropel hacia su base como si la mano de Henry estuviera vacía y eran eliminados uno tras otro en rápida secuencia. Los corredores se alejaban cabizbajos, conscientes de que les habían tomado el pelo, conscientes del dominio de Henry.

Robert Woolfolk no era uno de ellos.

Quizá nadie vio a Dylan observándolos. A menudo un niño que paseaba con su madre por la manzana resultaba invisible. No mirabas, no querías inmiscuirte entre un niño y sus padres.

Entonces Earl saludó, pero tal vez estuviera señalando un pájaro o una nube en el cielo. En lugar de devolver el saludo, Dylan también alzó la vista al cielo, fingiendo que había visto moverse algo allí arriba, un cuerpo pasar a toda velocidad entre las cornisas o saltar de un lado al otro de la calle Dean.

– Me llamo Croft -dijo el hombre que abrió la puerta de Isabel Vendle, distraído-. Eres el niño que trabaja para Isabel, supongo. -Le estrechó la mano a Dylan con aire cómico antes de ver a Rachel. Tenía el pelo negro muy corto, de una longitud sorprendentemente idéntica en todos lados, incluidas las cejas-. Vaya, tienes novia, ¿eh? Entrad, Isabel está arriba. Estamos bebiendo unas Coca-Colas, hay para dar y regalar.

Fue como si Vendlemachine hubiera calculado la llegada de antemano y se estuviera defendiendo con aquel visitante. Se suponía que los domingos por la mañana estaba sola, perdida en la cama o encorvada sobre el escritorio, gimiendo, mojando temblorosamente un sello con la lengua. Siempre había esperado a Dylan sola y ahora le había engañado, le había denegado la oportunidad de demostrarle a su madre la casa sepulcral a la que se le había obligado a entrar. La habitación oscura que daba al nivel de la calle estaba abierta; los rincones que solo Dylan y el gato anaranjado conocían, iluminados; las sillas polvorientas, cambiadas de lugar para dejar sitio a un saco de dormir verde claro y a una mochila de montañero rebosante de ropa, camisetas ovilladas como pañuelos de papel usados y una pila de libros de bolsillo: Dios le bendiga, Mr. Rosewater, En azúcar de sandía, Sexus. Incluso la peste a basura había desaparecido misteriosamente.

Vendlemachine estaba sentada a la mesa de jardín con cara de pocos amigos, estrujando la sección de inmobiliarias de la edición dominical del Times. La mesa estaba cubierta de secciones del periódico, la Coca-Cola prometida y una gran muestra de tebeos de gran colorido.

– Esta mañana han robado el periódico de Isabel -empezó a explicar Croft, como si se sintiera en la obligación general de aclararlo todo y aceptara la misión de buen grado. Igual después se ponía a explicar que él era joven mientras que Isabel Vendle era anciana, o que estaban sentados en un jardín trasero de Brooklyn.

– Otra vez -dijo Isabel Vendle.

– He tenido que ir caminando hasta la avenida Flatbush con Atlantic para comprar otro. He encontrado un quiosco en una isla peatonal. Tenía unos cómics estupendos, nunca se sabe dónde puedes encontrártelos. Los Cuatro Fantásticos, Doctor Muerte, Doctor Extraño

Dylan no tuvo claro de quién estaba hablando Croft hasta que Rachel Ebdus cogió uno de los cómics y echó un vistazo a la portada.

– Jack Kirby es Dios -dijo Rachel.

– Y que lo digas. ¿Te va este rollo? ¿Conoces a Estela Plateada?

– Todo el mundo tiene algún póster de Peter Max, pero yo creo que Jack Kirby es diez veces más psicodélico.

Una palabra de Rachel.

– Sí, claro -convino Croft-. Pero ¿a ti quién te gusta? ¿Estela Plateada? ¿Thor? ¿Qué te parece el material de Kirby para DC Comics? ¿Conoces Kamandi, el último superviviente?

Dylan paseó la vista por las cubiertas de los cómics. Un hombre de piedra, un hombre en llamas, un hombre de goma, un hombre de hierro, un perro marrón del tamaño de un hipopótamo y enmascarado. No tuvo tiempo de ver más antes de que el sol y las sombras le nublaran la vista y las figuras se licuaran en borrones similares a las abstracciones de Abraham Ebdus.

– Rayo Negro -contestó Rachel, dando unos golpecitos sobre una de las figuras de las cubiertas-. De los Inhumanos. El líder de los Inhumanos.

Rachel parecía confusa, tan perpleja como Dylan de verse involucrada en esa conversación. La fuerza de la llegada de Dylan y su madre a la casa de Isabel Vendle, la flecha de la intención de Rachel surcando la manzana, había sido capturada y extrañamente reconducida por Croft y sus cómics.

– Desde luego, el tipo fuerte y silencioso -dijo Croft con una sonrisa-. Lo entiendo.

– Croft, eres un irresponsable -dijo Isabel Vendle con afecto cansino.

– Dulce tía Petunia -contestó Croft incomprensiblemente.

– Sí que lo eres -continuó Isabel-. Y ahora un niño irresponsable ha traído hasta aquí a su madre para decirme que no quiere seguir visitándome los domingos. Lo sabemos porque al niño no le interesan tus cómics, Croft. No me quita los ojos de encima, ¿verdad? -Sacudió el periódico de modo que se dobló encima de sus manos, luego miró por encima de la tienda de campaña de papel-. ¿Te parezco malévola, Dylan? ¿O aburrida?

«Me pareces psicodélica», quiso contestar Dylan.

– Probablemente sea lo mismo, tía Isabel. Al menos para el niño.

– Sabías que quería dejar el trabajo, Isabel -intervino Rachel, recordando vagamente su propósito inicial-. Ha intentado decírtelo.

Se incorporó en la silla para sacar los cigarrillos del bolsillo delantero, luego le ofreció uno a Croft, que declinó con un gesto de la cabeza.

– Bueno, me ha parecido que se lo estaba pensando. He supuesto que conseguiría sacarle unas semanas más.

– Es cosa de hacerse mayor -dijo Croft-. Hay que escapar de las viejas que asustan. Yo también pasé por lo mismo.

– Cállate, Croft.

Ese fue el final de la discusión y el final de la relación laboral entre Dylan y Vendlemachine. Croft fue a la cocina y regresó con más vasos y todos se sentaron al sol a exprimir limón en la Coca-Cola y Dylan, Rachel y Croft hojearon cómics mientras Isabel se manchaba los dedos con la tinta del Times. La Antorcha Humana era el hermano pequeño de la Chica Invisible y la Chica Invisible estaba casada con Mr. Fantástico, y Ben Grimm era La Cosa y Alicia su novia ciega, una escultora que sinceramente apreciaba el cuerpo odioso pero monumental de su novio, y Estela Plateada era heraldo de Galactus y Galactus se comía planetas pero Estela Plateada había ayudado a los Cuatro Fantásticos a proteger la Tierra, y Rayo Negro no podía abrir la boca porque una simple sílaba suya era tan poderosa que podía partir el mundo en dos: Croft y su madre se lo explicaron todo a Dylan, los bocadillos llenos de palabras sobre el papel amarillento pálido, mientras Vendlemachine movía los labios en silencio y acababa por quedarse dormida en la silla y aquella tarde de domingo de finales de octubre dejaba paso al anochecer, Abraham oscurecía a pinceladas cuadrados de celuloide en su estudio, los desnudos del salón se quedaban sin luz que los hiciera brillar, las ventanas traseras y las salidas de incendios negras destacaban contra el cielo veteado en tonos rojizos, la calle se volvía demasiado oscura para calcular un buen lanzamiento y la Spaldeen golpeaba a un niño en la cara y de todos modos era la hora de cenar. Dylan se durmió en la silla solo un minuto y durante ese minuto Isabel y él tuvieron el mismo sueño, pero al despertarse ninguno de los dos lo recordaba.


– Déjamelo ver un minuto.

«Déjame ver»: veías una pelota de baloncesto, una baraja de cartas de béisbol o una pistola de agua cogiéndola con las manos, lo que pasara después era dudoso. La propiedad dependía sobre todo de no dejar ver nada a nadie. Si dejabas a un niño «ver un minuto» una botella de Yoo-Hoo, se bebía lo que quedara.

– Déjame ver, déjame probar. Solo quiero dar una vuelta.

Dylan aferró el manillar. Abraham había retirado las ruedecitas adicionales el día anterior y Dylan todavía se bamboleaba, todavía raspaba las deportivas en la acera porque quitaba los pies de los pedales para recuperar el equilibrio y frenar.

– Solo si no sales de la manzana -respondió Dylan, tristemente.

– ¿Tienes miedo de que me la quede? Solo quiero dar una vuelta. Después te la devuelvo; tú tienes todo el día, tío. Déjame dar la vuelta a la manzana.

El modo en que Robert Woolfolk había aprendido a aprovecharse del sentimiento de culpa de Dylan solo podía ser una trampa o un misterio. Y la manzana entera conspiraba para dejar que Dylan lo resolviera solo. O bien Robert Woolfolk paseaba envuelto en un vacío, o bien su presencia revelaba el vacío de la calle Dean, la amplitud de momentos en que nadie veía y nadie sabía lo que ocurría a la vista de todos, cuando el sol inundaba la manzana entera como la sombra de los árboles cubría la casa abandonada.

El viejo Ramírez estaba sentado frente al colmado tomándose un Manhattan Special y observándolos con los ojos entornados desde debajo de su sombrero de pescador. No tenía sentido acudir a él, los miraba como quien mira la tele.

Robert Woolfolk añadió sus manos al manillar junto a las de Dylan y tiró suavemente de la bici.

– Quédate en la manzana.

– Solo una vuelta, nada más.

– No. Delante de la casa.

– ¿Qué? ¿Es que piensas que no voy a volver? Solo una vuelta a la manzana.

Por la boca de Robert Woolfolk solo salía una súplica, una salmodia de lógica irresistible. Mientras, su mirada era dura, algo aburrida.

– Solo una vuelta a la manzana.

Robert Woolfolk tenía las piernas demasiado largas para desplegarlas entre los pedales y el sillín, de modo que pedaleaba con las rodillas dobladas asomando cerca del manillar, como un payaso en un triciclo. Luego cambió el enfoque, se levantó del sillín y se apoyó primero en un pedal y luego en el otro, con los codos separados. La bici se tambaleaba, unida a las extremidades crecientes de Robert Woolfolk. Así, hecho una pila de codos cada vez más lejanos, giró la esquina de la calle Nevins.

Cuando Dylan empleaba la palabra «manzana» no incluía la calle Bergen, el otro lado.

¿Cuánto se tardaba en dar la vuelta a la manzana?

¿Cuánto era el doble de lo que se tardaba?

El pasador con forma de lengua de la verja de hierro forjado negro traqueteó con la vibración de un autobús que pasaba por allí. Aunque al final de la calle Dean con Nevins no había árboles, habían llegado hojas secas de color rojo desde alguna parte hasta la alcantarilla. Las cajas de leche frente al colmado advertían que podías ser condenado a una multa o pena de prisión por no devolverlas a May Creek Farm S. A., destino bastante improbable, bien pensado.

La tarde se marchitó como un globo alrededor de Dylan, que esperaba el regreso de Robert Woolfolk en la escalinata. El viejo Ramírez no estaba mirando, no había nada que ver. Dylan esperaba indefenso mientras los minutos se iban acumulando, mientras se apilaban indiferentes en el lejano reloj de la torre del Williamsburg Savings Bank. El día era como una llamada telefónica sin contestar, la pizarra muda sonaba como el ring del teléfono. La llamada de la vigilia de Dylan no fue contestada.

La calle Nevins podría haber sido un cañón por el que Robert Woolfolk se hubiese desvanecido cual coyote de dibujos animados, sin decir palabra, levantando nubes de polvo. Cuando Lonnie apareció pateando una Superball y le preguntó a Dylan qué estaba haciendo, Dylan dijo que nada. Era casi como si nunca hubiera existido una bici.


Abraham Ebdus malgastó todo un día en encontrar la bicicleta del niño. Recorrió las calles Wyckoff, Bergen y Nevins, sin poder evitar pensar que Rachel la habría encontrado en media hora. Rachel conocía un Brooklyn desconocido para él. Él había recorrido la periferia de las casas de protección oficial del parque Wyckoff, sin entrar en los jardines, en los paseos y setos y vallas bajas, porque no habría sabido por dónde empezar. La luz se cortaba a la sombra de los ladrillos blancos cubiertos de pintadas de los edificios. Parecían diseñados para convertirse en ruinas del futuro. Asomó la cabeza en un club social puertorriqueño de la calle Bond, un pequeño hangar lleno de jugadores de cartas. Antes de volver a salir detectó una mesa de billar, paredes enmoquetadas de azul y el olor penetrante del corcho empapado en malta añeja.

Pero al final de la tarde, de algún modo, había corrido la voz. Una mujer con un bebé salió a la puerta de casa enfadada, por lo visto, por que Abraham anduviera por ahí. La familia de Abraham debía de tener mala fama de blancos, de tontos. Entregó el bebé a alguien del interior y guió a Abraham hasta un descampado de la calle Baltic, una parcela vallada llena de desechos entremezclados con brotes de ailantos, los árboles híbridos que crecían tan rápido como una grieta en un parabrisas cuando la presionabas con la punta del dedo. La montaña de cochecitos de bebé destrozados y listones oxidados con fragmentos de yeso colgando y techumbres de hojalata rotas conformaba un diseño visual por el que Abraham Ebdus no se dejó fascinar. La bicicleta coronaba el montón, por encima de la cabeza de Abraham, suspendida quién sabía cómo, con el guardabarros azul retorcido como un ala partida. Otro día más y el ailanto crecería entre los radios. Tuvo que trepar por la valla y acabó tirando la bici al suelo para tener las manos libres. Nadie mostró ninguna intención de ayudar, aunque algunos contemplaron la escena. No estaba seguro de que valiera la pena rescatar la bicicleta. Quizá, si la robara otro niño para usarla. Pero aquello, aquel trasiego gratuito, no era más que la falta de comprensión de la calle, su resistencia. Que las sombras siguieran bebiendo de bolsas de papel mientras él se esforzaba por remendar la bicicleta resultaba, sencillamente, apropiado, hacía juego con el estado de ánimo de Abraham. La bicicleta era irrecuperable y Abraham Ebdus se preguntaba para qué le habría enseñado al niño una habilidad inútil. Sabía que Rachel quería que llevara la bici a casa para repararla pero sospechaba que el niño no volvería a montarla fuera del patio trasero de casa.


Marilla y otra niña estaban esperando, jugando a la taba a los pies de la escalinata de Dylan Ebdus.

Marilla cantaba en un falsetto enloquecido: «El problema es que nunca te han querido como es debido, lo que yo tengo seguro que te sienta bien…».

La otra niña -Dylan recordaba que Marilla la llamaba La-La y se preguntaba si sería su verdadero nombre- recogía los boliches entre una tirada y otra, contando los puntos en una ráfaga incomprensible. El juego transcurría a los pies del primer escalón, de modo que Dylan no podía pasar. Se sentó en el tercero contando desde abajo y se puso a mirarlas.

– Robert Woolfolk dice que él no te quitó la bici y que si dices lo contrario te va a dar una buena -anunció de pronto Marilla.

– ¿Qué?

– Dice Robert que no vayas por ahí contando que te quitó la bici porque no es verdad.

– Dice que te va a dar una paliza -aclaró La-La. Lanzó distraída y desperdigó los boliches.

– Yo no he dicho… -empezó a explicar Dylan, pensando que él no había dicho nada.

La bicicleta estaba en el estudio de Abraham Ebdus, con el guardabarros recompuesto y decorado a pincel con el nombre de Dylan en la letra de su padre. Pronto estaría de vuelta abajo, apoyada en el pasillo como un animal disecado, un alce de cromo ciego cargado de la expectación paterna y el pavor de Dylan.

Marilla se encogió de hombros.

– Yo solo te lo digo.

Se agachó como para hacer pis, con el culo a pocos centímetros del suelo, cogió la pelotita roja y levantó los boliches, y cantó: «Te niegas a anteponer nada a tu orgullo, lo que yo tengo acabará con todo ese, uh, orgullo».

– ¿Robert te ha dicho que me lo digas?

– A mí nadie me ha dicho nada. Solo repito lo que he oído. ¿Tienes un dólar para chucherías, Dylan?

¿Quién había en la manzana? ¿Estaba Henry en el jardín? ¿Estaba Robert Woolfolk?

Dylan Ebdus sacudió la cabeza, intentando no mirar. Apretó entre los dedos las dos monedas de veinticinco centavos que llevaba en el bolsillo. Tenía pensado comprar una Spaldeen, un pase de entrada fabricado con goma rosa. Tal vez practicaría en la fachada de la casa abandonada hasta que se formara un nuevo juego a su alrededor. Dylan le había cogido el tranquillo a las recepciones solo cuando nadie le miraba, en sus entrenamientos privados, pero un día de esos esa habilidad podía traducirse en la genialidad de Henry. Aunque puestos a pensarlo, ni siquiera recordaba la última vez que alguien había jugado al frontón, tal vez fuera otro arte perdido. Los juegos olvidados se amontonaban como las quejas de los que perdían una guerra, obviados por la historia callejera.

No te cuestionabas de dónde conseguía el dinero la gente. Todos los niños se quedaban el cambio cuando sus madres los mandaban a por leche. Alberto compraba Schlitz para su primo. El viejo Ramírez sabía para quién era y por eso vendía al niño cerveza y cigarrillos.

Había corrido la voz de que en Halloween los niños de las casas baratas tiraban, no, arrojaban huevos con fuerza desmedida. Era fiesta pero aun así había que ir a clase, mal negocio y una situación complicada: niños desperdigándose solos cuando sonaba la campana de las tres, y todavía era más probable que te acertaran si te agrupabas con otro, no digamos ya si intentabas protegerle. No podías proteger a nadie de que le lanzaran un huevo o cualquier otra cosa.

¿Y si todo cambiaba? Probablemente había cambiado. Ya había cambiado antes.

¿Tú y quién más?

Tú y tus llamados amigos.

Tu mamá.

Dylan Ebdus oyó, cual silbido inaudible para perros, la solitaria llamada del Spirograph desde el dormitorio: las anillas, las ruedas dentadas, los bolígrafos rojos que saltaban.

– No -le dijo a Marilla, aterrado-. No tengo dinero.

– ¿Tienes miedo de Robert? -Marilla mandó los boliches por toda una franja increíblemente amplia de acera y observó el resultado con ceño fruncido.

– No lo sé.

– Tiene una navaja.

– «¡Dame una buena noticia!» -gritó La-La.

Entonces Marilla dejó caer la pelota roja, que dribló bajo la forsitia de Rachel, y las dos niñas, lejos de la hilera de boliches de pintura desconchada, bailaron con las rodillas dobladas, los ojos casi cerrados y las mejillas henchidas al tiempo que cantaban: «Ooh ah, ooh-ooh ah, ooh ah, ooh-ooh ah…».


La cuadrícula alargada de estas mismas calles, estas hileras de casas estrechas, vista desde arriba, al anochecer, a finales de octubre: imagina la perspectiva de un hombre volador. ¿Cómo interpretaría las figuras a sus pies, una mujer blanca con el viento revolviéndole su negra melena mientras pega en los hombros y espalda a un adolescente negro en la esquina de Nevins y Bergen? ¿Es un atraco? ¿Debería descender en picado, intervenir?

De todos modos, ¿quién se cree ese hombre volador que es? ¿Batman? ¿Blackman?

Las calles siempre dejan sitio para que un par de figuras o tres luchen solas como en un bosque, sin que nadie las oiga. Las escalinatas de entrada se alejan inclinadas de la calle, la distancia entre dos hileras de casas se ensancha para abrir un cañón mudo. Nuestra figura solitaria de lo alto sigue volando; por encima de todo, necesita una copa, y la mujer continúa pegando al chico.


El día siguiente a Halloween la acera delante del colegio estaba manchada de huevo, bombas que habían errado su objetivo, hilos de yema cada vez más marrón tachonada de trocitos de cáscara, hilos tan dilatados por la velocidad que parecían aludir a la rotación de la Tierra sobre su eje, como si la fuerza centrífuga y no la gravedad hubiera embadurnado con ellos el planeta en sentido longitudinal. Los que habían llegado a casa con una tortilla secándose en los pantalones de pana y un punzante óvalo rojo en el muslo lo habían negado hasta que los ojos se les inundaron de lágrimas. Aunque cualquier niño que fuera sincero consigo mismo dejaba de llorar ante el menor atisbo de enfado de los matones de la Escuela de Secundaria 293, los buscapeleas de un curso o dos por encima. Los lanzadores de huevos se habían puesto caretas de cartón delgado compradas -Casper, Frankenstein, Spiderman-, de modo que recordaban a ladrones de banco o asesinos con motosierra, figuras de pesadilla alimentadas por imágenes entrevistas en las noticias de la tele o en Última sesión.

Todo el mundo avanzaba a paso fijo hacia los mismos destinos inexcusables.

Nadie podía sacarse del todo de la cabeza la imagen de la hoja de una cuchilla o la aguja de una hipodérmica cargada de heroína clavada en una manzana.

Había días en que ningún niño salía de casa sin mirar primero alrededor. La semana siguiente a Halloween poseía cierta cualidad de resaca y mal augurio, la luz se agudizaba, el cielo aplastaba los tejados.

Noviembre.

– Más a fondo -ordenó Henry.

Ahora movía una pelota de fútbol americano, el último señuelo. Cuatro niños actuaban como yoyós atados a su mano, apresurándose a apiñarse de un salto cuando por fin Henry lanzaba el ovalado a mitad de la manzana. Daba igual lo que ocurriera, cualesquiera que fueran las manos en las que cayera el balón o las que lo perdieran, Henry ponía cara de pocos amigos. El descenso de la pelota desde el punto adonde la había mandado Henry tenía cierta falta de elegancia, algo de comprometido.

Dylan Ebdus esperaba en la escalinata de casa de Henry rodeado por una burbuja de silencio, pensando en que tenía seis años, preguntándose si le llamarían para que bajara a la calle aunque solo fuera a ver el partido. Ese día había detectado que era traslúcido, que tenía cierto talento para ser obviado. Rachel le había expulsado de un retiro de cuatro días en su cuarto, de una concentración en el poder secreto de sus libros y lápices, en los misterios de escuchar a escondidas los pasos de Abraham y las constantes llamadas telefónicas de Rachel, en los lóbregos secretos del Telesketch y el Spirograph, y parte de esa soledad conjurada le había acompañado hasta la calle y luego se había invertido para cubrirle por completo mientras permanecía sentado.

Mira fijamente la calle Dean durante suficiente rato y la calle Dean acabará mirándote a ti fijamente.

Con las manos en los bolsillos, Dylan bajó a la calle y se apoyó en un coche. Entonces, como movido por el oleaje de una playa, empezó a mecerse con los demás hacia el lugar donde descendía la pelota, sin intentar atraparla, arrastrado simplemente hacia ese punto, cogiendo aire por la boca, emulando el juego en silencio.

– ¿Has visto a Robert Woolfolk? -preguntó Alberto con indiferencia.

Dylan no se sorprendió. Conocía la irresistible relevancia del nombre de Robert. Negó con la cabeza.

Dejaron de jugar. Henry intentó driblar la pelota. En dos o tres ocasiones el balón regresó a sus pies en lugar de perderse entre los zapatos de los demás. La pelota tenía marcas grasientas de haberse colado debajo de un coche que la había arrastrado por la manzana.

– Le han pegado -dijo Alberto, en tono de reverencia.

Lonnie asintió con la cabeza, Alberto asintió, Earl y Carlton asintieron. Se reunieron, con los ojos como platos, como si estuvieran calentándose junto a una fogata para espantar el sobrecogimiento. Dylan esperó. Henry golpeó la pelota contra el suelo y Alberto y los otros se quedaron mirando como si Dylan tuviera que darles explicaciones sobre la paliza de Robert Woolfolk. Entonces Henry los despertó con la misma facilidad con la que uno se desprende de una gota de agua que pende de una mano murmurando «diagonal» al tiempo que se dejaba caer de espaldas con la pelota escondida detrás de una rodilla y miraba al cielo. Los cuatro se escabulleron rápidamente hacia el lugar donde la mirada de Henry prometía mandar la pelota, deseosos todos de ser el niño purificado por la recepción perfecta. Henry se volvió en el momento justo en que la pelota alzó el vuelo, desinteresado. Hizo un gesto a Dylan y los dos se dirigieron a la casa abandonada. El autobús pasó ruidosamente, tapándolos.

– Tu madre le pegó en plena calle Bergen -dijo Henry-. Se echó a llorar y todo.

Dylan no dijo nada.

– Supongo que nadie te lo había contado.

¿Existiría una isla lejana o un cuarto escondido donde tu vida transcurría sin tú saberlo? Dylan intentó imaginarse el incidente de la calle Bergen, la loca colisión entre Rachel Ebdus y Robert Woolfolk, pero el foco de sus elucubraciones se desvió hacia la habitación invisible que flotaba en la oscuridad de la casa por la noche donde a través de las paredes, mientras yacía despierto en su cama, oía los gemidos rítmicos de su madre o los susurros enfadados y apremiantes de su padre. «Supongo que nadie te lo había contado», había dicho Henry, y Dylan empezó a ahogarse en todas las cosas que maldecía en silencio cuando estaba al borde del sueño.

¿Abraham pegaba a Rachel y por eso gemía?

¿Quién pegaba a quién?

Por supuesto, esa furia salía de casa para machacar a algún niño de la calle. Al menos, le había tocado a Robert Woolfolk.

De pronto le pareció que Henry y todos los demás niños de la manzana conocían el sonido de Abraham y Rachel follando y peleándose por la noche, que solo Dylan vivía protegido y ciego.

– Tu madre está loca -dijo Henry.

No lo dijo para ofender, como «Tu madre es tan fea que le gusta a Bigfoot», sino con cierta admiración y un miedo bobalicón en la voz.

Dylan comprendió entonces que no era estrictamente la invisibilidad lo que envolvía su presencia en la calle, lo que le había tenido titubeando por los alrededores del juego, sino la actuación secreta de su madre pendiendo sobre él como un campo de fuerza, una pálida nube de vergüenza. ¿Quién le había contado a Rachel lo de Robert Woolfolk? ¿Se había delatado a sí mismo, había llorado y hablado en sueños sobre una navaja?

Dylan quería decirle a Henry que ya lo sabía, pero fue incapaz de mentir. Alberto reapareció con la pelota, adelantándose a los demás, y la lanzó hacia arriba. La pelota se alzó por encima de la bóveda de ramas desnudas enmarcada por las cornisas y encontró un telón de fondo de nubes bajas contra el que se iluminó como una bomba. Henry saltó hacia atrás y la atrapó con la punta de los dedos, y luego, durante el descenso, se la plantificó a Dylan en una jugada sorpresa. Dylan abrazó la pelota contra su hombro como si jurara lealtad. El balón estaba helado; el cuero, tan tenso que parecía imposible.

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