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Era septiembre de 1999, una época de miedos: faltaban tres meses para que el colapso de la red informática mundial pusiera punto final a la larga fiesta del siglo. Entretanto, a medida que la fiesta se iba apagando, el nuevo formato de moda en la radio era una cosa llamada Clásicos Pegadizos. La emisora MEGA 100 de Los Ángeles, adaptada recientemente a la nueva tendencia, sonaba en el taxi -en concreto, el tema de War «Why Can’t We Be Friends?»- mientras le pedía al taxista que me llevara al edificio de Universal Studios y nos alejábamos de la terminal del aeropuerto en dirección al tráfico bordeado de palmeras. Me pareció que los árboles estaban sedientos.

San Francisco también contaba con una emisora de Clásicos Pegadizos. Todas las ciudades la tenían, un cambio de marea ocasionado por la predisposición de mi generación a ponerse sentimental escuchando los grandes éxitos de su juventud. Se habían eliminado las viejas divisiones para poder admitir que la música disco no había estado tan mal y pretender incluso que siempre nos había encantado. Los éxitos bailables de Kool & the Gang y Gap Band contra los que nos rebelamos de adolescentes, tratando de negar la respuesta que provocaban en nuestros cuerpos, eran ahora ingredientes básicos de bodas y almuerzos en todo el país; las baladas de O’Jays y Manhattans y Barry White que despreciábamos eran ahora, bien combinadas con martinis y vino zinfandel, elementos fundamentales para cualquier seducción competente. A juzgar por la radio, podía haber alcanzado la mayoría de edad en una utopía donde la raza no importaba. No importaba que en el extremo opuesto del dial las emisoras de hip-hop vivieran una espantosa cuarentena, una especie de pre-encarcelación. Al menos no por hoy, no para el viajero del asiento trasero de un taxi conducido por un tal Nicholas M. Brawley a través de una niebla tóxica blanqueada por el sol hacia una reunión con el director de desarrollo de Dreamworks, nada de eso.

– ¿Le gusta esta canción? -le pregunté a la nuca de rizos canosos y aspecto cuarentón de Nicholas Brawley.

– No está mal.

– ¿Conoce a los Subtle Distinctions?

– Eso sí que es música.

En el puesto de control de la entrada de Universal Studios tenían noticia de mi visita, así que permitieron la entrada del taxi de Brawley, que dejó atrás jeeps aparcados, largos hangares sin ventanas y casetas de ladrillos con toda la pinta de haber sido levantadas esa misma mañana. El edificio de Dreamworks estaba situado a un kilómetro y medio de la entrada al complejo, detrás del aparcamiento arbolado para el que se necesitaba un pase especial. No me habían dado ninguno, de modo que Brawley me dejó junto a la verja interior.

– ¿Tiene una tarjeta? -le pregunté-. Necesitaré a alguien que pase a buscarme dentro de, no sé, tal vez una hora.

Apuntó un número en el dorso de una tarjeta de la compañía.

– Llámeme al móvil.

Mientras cruzaba el aparcamiento sombreado hacia la entrada se me acercaba en dirección contraria un lacayo de punta en blanco, camino de un claro entre los eucaliptos. Llevaba un Oscar. Varias palmeras rodeaban la base y los hombros de la estatua a cuyo dueño parecía estar buscando el empleado. Me pregunté si su trabajo no consistiría en pasarse el día recorriendo el aparcamiento con el premio en la mano, de un lado a otro, para recordar al visitante los logros de la empresa.

Una vez dentro me indicaron que subiera a la siguiente planta, donde di mi nombre a una bonita muchacha con auriculares. Me sirvió un poco de agua mineral antes de abandonarme a mi suerte en una flotilla de sofás y revistas. Allí dejé mi triste bolsa de viaje a un lado, me recogí un poco los pantalones para cruzar las piernas e intenté no parecer demasiado desmoralizado bajo la sonrisita de los pósters enmarcados. Pasó el tiempo, sonaron los teléfonos, susurraron las moquetas y alguien murmuró a la vuelta de la esquina.

– ¿Dylan?

– ¿Sí?

Solté un Men’s Journal y un chico con un traje arrugadísimo me dio la mano.

– Eres el de la música, ¿no?

– Sí.

– Soy Mike. Encantado de conocerte. Jared está a punto de terminar con una llamada.

Pasamos al pequeño despacho de Mike, un espacio intermedio y, por lo visto, escala habitual en las visitas a Jared. Tenías que ir por pasos, de la A a la Z. Al menos todos nos tratábamos por el nombre de pila.

– ¿Mike? -llamó una voz por el intercomunicador.

– Sí.

– Que pase Dylan.

Mike me animó a cruzar el umbral de Jared levantando ambos pulgares y me guiñó un ojo para desearme buena suerte.

La sala tenía tonos terrosos para dar y regalar. Allí no había pósters, nada discordante: parecía el despacho de un psiquiatra. El sol se colaba entre el ramaje de un par de árboles de caucho en macetas que decoraban la moqueta. Jared se levantó detrás de su mesa. No llevaba chaqueta, tenía el pelo rubio, abundante y suave y una actitud relajada, parecía un adicto al gimnasio. Aunque lo habría machacado al frontón callejero.

Un cónclave con Jared Orthman se consideraba lo mejor que te podía pasar por detrás de una audiencia con Geffenberg en persona. Miles o millones de escritores se morían de ganas de conseguir la oportunidad de que yo disfrutaba. Esperaba no echarla a perder, no tanto por ellos como por mis pobres perspectivas y abundantes deudas.

– Siéntate, aquí mismo.

Me guió lejos de la mesa, hacia un par de confidentes al otro lado de la habitación, la zona de lanzamiento.

Solté la bolsa, que se arrugó como una escultura de Claes Oldenberg en representación de la impotencia del artista en los entornos empresariales. Deseé haber guardado el discman y la muda en algo más parecido a un maletín. Nos sentamos, sonreímos, cruzamos las piernas.

Jared frunció el ceño.

– ¿Tienes agua? ¿Te han dado agua? -preguntó, ansioso.

– La he dejado fuera.

– ¿Quieres algo? ¿Agua?

Parecía dispuesto a proveerme de aquella esencia vital aunque tuviera que sacarla de las piedras.

– Estoy bien, gracias.

– Bueno.

Sonrió, frunció el ceño, separó las manos.

Nos estudiamos mutuamente y tratamos de aparentar amabilidad. Debíamos de ser de la misma edad, pero por lo demás habíamos transitado por extremos opuestos del universo hasta llegar a coincidir en esa reunión. Mis vaqueros negros eran como una mancha de ceniza o vómito en su mundo crema y melocotón.

– Soy amigo de Randolph -le recordé-. Del Weekly.

– Eeeso. -Asintió, considerando la información-. Hum… ¿Quién es Randolph?

– ¿Randolph Treadwell? ¿El Weekly?

Asintió.

– Creo que ya sé a quién te refieres.

– Bueno, eh… él me consiguió esta cita.

– Vale. Vale. Entonces, eh… ¿qué estás haciendo en mi despacho?

– ¿Cómo?

La pregunta fue tan simple que me sorprendió tanto como si me hubiera preguntado: «¿Por qué tengo este trabajo en lugar de cualquier otro? ¿Podrías explicármelo, por favor?».

– Un momento -dijo, alzando un dedo y levantándose del confidente. Se inclinó sobre la mesa y apretó un botón-. ¿Mike?

– Sí.

– ¿Qué hace Dylan en mi despacho?

– Es el de la música.

– El de la música.

– Ya sabes. Tiene una peli.

– Aaah. -Ahora Jared se volvió y me sonrió. Qué alegría. ¡Una película! Qué inesperada sorpresa-. ¿Quién es Randy Treadmill o algo así? -le preguntó al intercomunicador.

– El tipo que conociste hablando del tema. -Clic, zumbido-. En el barco.

– Aaah. Vale. Vale.

Soltó el botón del intercomunicador. Comprendí que existía una jerarquía de recuerdos. Mike recordaba por Jared la clase de cosas que Jared había recordado para otros en otro tiempo, mientras ascendía por la cadena de mandos. Algún día Mike tendría a alguien que le recordaría las cosas y podría olvidar su actual habilidad.

Jared regresó al confidente y volvió a señalarme con el dedo, pero ahora se trataba de un dedo más feliz.

– Tienes una película -dijo, con voz cálida.

– Sí.

– Lo que yo quería oír.

No tenía ni idea de lo que le hablaba. Podría haberle ofrecido una comedia sobre un vibrafonista novato para los Boston Pops o un thriller sobre un espía que mata mediante silbidos ultrasónicos, cualquier cosa que pudiera esperarse del tipo de la música.

– Voy a cerrar los ojos -dijo Jared-. Eso significa que estoy escuchando.

Me dejó libre para contemplar sus párpados morenos, la mesa inmaculada, los árboles gemelos. Por lo visto, yo era la hormiga que tenía que moverlos.

– ¿Y tu película trata de…? -Un recordatorio del tipo: solo porque tenga los ojos cerrados no significa que no tenga prisa.

– Una historia real.

– Vale.

– En Tennessee…

– ¿Tennessee? -Jared abrió los ojos.

– Sí.

– ¿Qué pasó en Tennessee?

Volví a empezar.

– En los años cincuenta, en Tennessee, existía un grupo de música llamado los Prisonaires, los Prisioneros. Porque estaban en prisión. Pero de todos modos tenían una carrera musical. Grababan en Sun Records, la discográfica que descubrió a Elvis Presley. Es el título de la película: Los prisioneros.

– ¿Sabías que mis padres son de Tennessee? -Lo dijo como si fuera Crimea o Marte-. ¿O es solo una coincidencia?

– No lo sabía.

– Vale. Vale. Genial. ¿Cómo se titulaba?

Los prisioneros.

– Vale, sigue.

– Empecemos por el principio. -Me habían aconsejado que hablara «en escenas»-. Querría empezar la película dentro de la prisión. El líder de los Prisonaires es un tipo llamado Johnny Bragg. Es el cantante y el que escribe las canciones. Lleva años en la cárcel, desde que tenía dieciséis. Por cargos falsos. Pues bien, él y otro convicto están en el patio, paseando bajo la lluvia, y uno le dice al otro: «Aquí estamos, paseando bajo la lluvia, me pregunto qué estarán haciendo las niñas». Y Johnny Bragg empieza a cantar el comentario, una cancioncilla triste: «Just Walkin’ in the Rain». Que se convirtió en su primer éxito. Tal vez podría sonar de fondo de los rótulos de crédito al principio.

– Me recuerda a algo.

– Probablemente a «Singing in the Rain».

– Claro, es verdad. ¿De quién es?

– Es otra canción.

– Vale, a ver si lo entiendo: no debería estar en la cárcel. ¿Cuáles son los cargos?

– Bueno, seis delitos de violación. Seis condenas de noventa y nueve años, sin posibilidad de libertad condicional.

– Aj.

– La poli le tendió una trampa. Era un chaval arrogante, guapetón, y se la tenían jurada. Le colgaron varias violaciones por resolver.

– Brad Pitt, Matthew McConaughey.

– He olvidado comentar que es negro.

– ¿Son todos negros?

– Sí.

– Vale. -Jared agitó las manos, echando de mala gana a Pitt de la sala-. Vuelta a empezar, pero con negros. ¿Cómo escapa de la prisión?

– Bueno, no se escapa. Es decir, más adelante sí sale de la prisión, pero no de entrada. Monta un grupo en la cárcel, en prisión, los Prisonaires. Esa es la gracia, que siguen en prisión. Les dejan salir para las grabaciones y los conciertos.

– No lo entiendo. ¿Están dentro o fuera?

– En eso consiste la película. Los Prisonaires eran tan famosos en Tennessee que el gobernador recibió presiones en ambos sentidos: para liberarlos y para mantenerlos entre rejas y dar ejemplo. Algunos consiguieron el indulto, pero Bragg no. Es una gran historia, plagada de altibajos emocionales.

– Me estás confundiendo.

– ¿Sí?

– Porque nosotros no hacemos películas con fuertes altibajos emocionales.

– ¿Cómo?

– Es broma, tío.

Empezaba a parecerme posible que acabara saltando el espacio que separaba nuestros confidentes para estrangular a Jared.

– Mira, si pudiera contártela sin interrupciones creo que la entenderías.

– Dylan, eso no ha sido muy amable.

– Es que… me muero de ganas de contarte la historia.

– Me gustas, sí señor.

Esperé hasta que quedó claro que Jared no tenía nada más que añadir y entonces contesté:

– Gracias.

– Cinco minutos. -Abrió la mano para mostrarme los cinco dedos, luego se recostó y volvió a cerrar los ojos.

– La de los Prisonaires es una de las grandes historias desconocidas de la historia de la cultura pop. -Las palabras se me morían en la lengua, pero seguí farfullando-. Cinco negros en prisión en la década de mil novecientos cincuenta, algunos de ellos con condenas de cien años, otros con menos; todos víctimas de los prejuicios y la injusticia económica del Sur segregacionista. Cinco delincuentes que forman un grupo musical solo por amor a la música. Pero son tan buenos que consiguen una audición. El guarda les concede unos pases especiales para que puedan ir a Sun Studios: es mil novecientos cincuenta y tres, el mismo año en que un chavalín llamado Elvis Presley se pasea por Sun intentando conseguir una sesión. Pero la estrella de la película es Johnny Bragg, el cantante principal, el líder de los Prisonaires. Cuando Bragg tenía dieciséis años lo condenaron injustamente: una mujer que le guardaba una rencilla, tal vez celosa porque él tonteaba con otras, avisó a la policía. Le acusó de violación. Y los polis blancos le colgaron seis solo para quitarse los casos de encima. Seis casos pendientes resueltos de golpe. A Johnny Bragg le caen seiscientos años de prisión. -Casi todo lo que estaba diciendo lo había sacado de las notas de Colin Escott que acompañaban al cedé de los Prisonaires o lo había elaborado a partir de mis propias cavilaciones sobre un puñado de recortes de prensa que había descubierto. Pero bastaba. Estaba empezando a inspirarme, a recordar lo que tenía en mente cuando empecé, el guión para el que debería haberme pasado el año previo investigando y escribiendo-. En el trayecto de autobús hacia Sun Studios, a primera hora de la mañana, Johnny Bragg mira por la ventanilla y ve un autocine vacío y dice: «Vaya, qué locura de cementerio». Tiene veintiséis años y lleva diez en prisión.

– Mala cosa -musitó Jared.

– Así que graban el disco. Un sencillo con dos temas. Elvis Presley está allí. En el estudio. Es solo un chaval que dejan estar por allí. Se hace amigo de Bragg. Por cierto, todo esto es verdad. Y nos proporciona una gran oportunidad para alguna aparición estelar, como cuando Val Kilmer interpreta a Elvis en Mystery Train.

– No la he visto.

– No pasa nada, no es para tanto. En fin, Bragg y los Prisonaires graban el disco y vuelven a prisión. Fin de la historia, ¿no? Solo que la canción «Just Walkin’ in the Rain» se convierte en un éxito. Un gran éxito, la gente la pide a las emisoras de radio. Mientras, los Prisonaires siguen en la cárcel. Ellos no tienen radio, así que no saben lo que pasa, pero empiezan a recibir cartas de desconocidos. Se están convirtiendo en estrellas. Y los agentes de prisiones empiezan a implicarse. El alcaide llama por teléfono al gobernador, todo el mundo trata de buscar una solución, el modo de animar la historia.

Jared asintió y se balanceó levemente, como aprobando la historia, imaginando quizá a los actores blancos secundarios: Gene Hackman, Martin Landau, Geoffrey Rush.

– Las autoridades deciden tomar el camino más liberal y reconocer a los Prisonaires como un ejemplo de rehabilitación. Empiezan a dejarles salir para ir a la radio, dar conciertos y grabar más temas en Sun. La cosa despierta una avalancha de sentimientos y la gente empieza a pedir los indultos. Los Prisonaires no se quedan atrás y graban un tema ensalzando al gobernador titulado «Frank Clement, He’s a Mighty Man». En esencia, es una petición de clemencia. Aunque no todo el mundo está contento. Para empezar, los matones que encarcelaron a Bragg no le han olvidado. Están esperando su momento, un tropiezo de los Prisonaires. Cuando el gobernador se enfrenta a la reelección la cosa se pone aún más interesante. Los Prisonaires son un tema recurrente. Es fácil imaginar todas las cuestiones de política racial implicadas.

– Se me ocurre el KKK, sin ir más lejos.

– Eh… sí. Más o menos. El problema con el Tennessee de los años cincuenta es que el Klan no necesariamente iba con capuchas. -Estaba improvisando. Pero no iba mal. Siempre había que tergiversar un poco la realidad para hacer una película. Es lo que estaba haciendo en aquel despacho: adaptar los hechos al oído de Hollywood-. De modo que el gobernador está siendo presionado en ambos sentidos, puesto que ha apoyado a los chicos, les ha animado a crearse esperanzas. Empieza a planear liberarlos, hablando sobre ellos en la radio, explotando la cuestión para obtener publicidad. Y su oponente republicano trabaja en sentido contrario, convirtiendo el caso en una historia de terror. «Los buenos ciudadanos de Tennessee tendrán la esperanza de que no todos los asesinos convictos canten bien…» Esas cosas.

– Vaya. Muy buen material.

– Déjame que te describa una escena. La considero el eje de la película. Existen fotografías de un concierto de los Prisonaires anterior a los primeros indultos: recuerda que estos tipos tenían familia, habían dejado fuera una mujer, y solo salían para actuar. No podían estar con la gente. Probablemente había guardias armados al pie del escenario y esas cosas. Debería haberte traído las fotos, te iban a emocionar, Jared. -A fuerza de voluntad, estaba poniendo la realidad de los Prisonaires, sus sudores, penas y amores, al nivel del pálido despacho, de la pálida mente de Jared. La clavaría en ese lugar donde no había nada clavado. Había comprendido que había nacido para esto. Solo me hacía falta que me dejaran entrar en el despacho-. Es como los Beatles en el estadio Shea, Jared. O Elvis. Mujeres que lloran, destrozadas. Pero no son solo un puñado de adolescentes. Son las madres, las abuelas, las tías, las novias de los Prisonaires con sus hijos en brazos. Se están viniendo abajo, rasgando pañuelos, arrastrándose por los suelos mientras los chicos cantan. La música es tan bonita que llega al corazón de la gente. Hasta podría incluirse a la chica que denunció a Johnny Bragg, seguro que también estaba allí. Que lamenta lo que hizo y todavía está enamorada de él. Y está entre la multitud de mujeres, hecha polvo.

– La Virgen.

– Pues eso es solo la mitad. Cuando la oleada de histeria se apodera del público, los Prisonaires también pierden los papeles. Intentan seguir cantando, pero no pueden. Están separados de esas mujeres, de sus madres, de todos, por el escenario. Y también ellos empiezan a desgañitarse. Se cogen unos a otros, se cogen a los micrófonos y a las sillas. Intentan tocar al público, pero los guardas los separan a empujones. Es como, no sé, como el Guernica, Jared. Una escena inolvidable.

– Me lo imagino. -Jared parecía asombrado de sus propios poderes de visualización.

– Por supuesto. Vale, bueno, recopilemos: el gobernador. El gobernador recibe informes de estas cosas. Está creando una bestia que tal vez se lo coma vivo. De modo que suelta a un par de los chicos. Sus oponentes lo están acribillando, pero los libera de todos modos. Y entonces es cuando idean el plan. El gobernador tiene un asesor muy astuto, un tipo a lo Kissinger, que le sugiere que deje a Johnny Bragg en la cárcel. Bragg es el que cumple la pena más dura, el que escribe las canciones y el cantante principal: el genio del grupo. Si lo separan del grupo, quizá la historia se apague sola.

– No.

– Es horrible, pero sí. Así lo hacen. Indultan a cuatro Prisonaires, es decir, a todos menos a uno. Todo el mundo está esperando a que Bragg salga de la cárcel. Parece que va a haber un final feliz, pero es demasiado bueno para ser cierto. Los enemigos del gobernador lo tienen acorralado. Así que se pone como ejemplo de mano dura contra el crimen porque no ha soltado a Bragg. En prisión le retiran sus privilegios. La esperanza del gobernador es que, sin la música, la historia esté destinada a desaparecer.

– Joooder.

Jooder, sí. ¿De dónde estaba sacando yo toda esa basura? Creo que estaba imaginando la versión de Oliver Stone.

– Pero Bragg no deja la música. Como todos los Prisonaires están en la calle, forma otro grupo en la cárcel: los Caléndulas. Se entiende que van pasando los años. Al pobre hombre le están robando toda su vida. En mil novecientos cincuenta y seis, Johnnie Ray graba una versión de «Just Walkin’ in the Rain» y Bragg recibe un cheque en la cárcel de mil cuatrocientos dólares, lo ingresa en la cuenta del economato, cree que es de catorce dólares. El tipo no ha visto tanto dinero en su vida, y además no tiene en qué gastarlo. Los Caléndulas graban unos cuantos temas para Excello Records, pero ninguno tiene éxito.

– ¿Por qué los Caléndulas?

– Por entonces estaban de moda los grupos con nombres de flor: los Tréboles, los Ramilletes, esas cosas. Igual que después se pondrían de moda los bichos: los Crickets, los Beatles.

– Ah.

– Bragg no consigue la condicional hasta mil novecientos cincuenta y nueve, pasados seis años del primer éxito de los Prisonaires. Y solo pasa un año antes de que lo vuelvan a encerrar. Le acusan de robo e intento de homicidio por robar dos dólares y cincuenta centavos. Patético. Se presentan más mujeres blancas que le acusan de haber intentado abusar de ellas. Es un imán para ese tipo de acusaciones. Es un caso clásico de pánico racial y Bragg se ha convertido en el símbolo que afecta a todos. Sin duda el hombre tenía cierta presencia, cierto orgullo en los andares que las autoridades blancas no podían tolerar. Tenían que encerrarlo de nuevo, era el único modo que tenían de enfrentarse al asunto.

– No sé qué te parecerá a ti, pero yo me imagino a Denzel Washington.

– Escucha: ese año Elvis Presley, recién licenciado del ejército, da un rodeo de camino a casa para visitar a Bragg en la cárcel del estado. Imagínatelo, el mismo chavalín que se paseaba por el estudio admirando las armonías de los Prisonaires se ha convertido en la mayor estrella del planeta. Y se acuerda de Bragg, a Elvis le importa. El preso negro de treinta años y el Rey. La visita recibe mucha publicidad, pero centrada toda en Elvis. Nadie recuerda ya el caso de Bragg y los Prisonaires son un recuerdo lejano. Elvis se ofrece a pagarle un abogado, pero Bragg le dice que no hace falta, que ha llegado a un acuerdo. No hay nada por escrito, ninguna prueba, pero Bragg le había prometido al alcaide no presentar el caso al Tribunal Supremo si lo soltaba en un plazo de diez meses.

Entonces hice una pausa, para que calara la información.

– ¿Sí?

– Le dejan entre rejas otros siete años.

– Me estás matando, Dylan.

– La cosa sigue y sigue. En los años sesenta refunda los Prisonaires y esta vez incluyen a un tipo blanco: es la era de la integración. Pero a los otros prisioneros no les gusta y lo atacan en el patio. Más adelante lo sueltan de nuevo y se casa con una blanca y los polis le arrestan por ir con ella por la calle…

– Para, ¿vale? Para. No me cuentes nada más.

Jared llevaba un rato poniéndose cada vez más nervioso y entonces saltó del asiento, con los ojos saliéndosele de las órbitas, y se acercó a su mesa.

– ¿Qué pasa?

– Es todo maravilloso, Dylan. Es, es… ¿Quién más sabe algo de esto?

– Eres el primero al que se lo cuento.

Supuse que era la respuesta que Jared quería oír. Ni que decir tiene que la historia de los Prisonaires llevaba treinta y tantos años dando vueltas por el mundo, esperando a que alguien la aprovechara. No me pertenecía. Por lo que yo sabía, hasta era posible que otro escritor estuviera puliendo el tercer borrador de su versión en el despacho de al lado.

Me atreví a preguntar:

– ¿Te gusta?

– ¿Bromeas? Es pura dinamita. Estoy pensando, ¿vale? Necesito pensar. Hoy es viernes, ¿verdad?

– Eh… sí.

– Vale, eso significa que en la práctica no voy a encontrar a nadie hasta el lunes.

– No estoy seguro de estar entendiéndote.

– ¿Adónde vas cuando salgas de aquí?

Supuse que ForbiddenCon no le diría nada a Jared. Tampoco a mí me decía gran cosa.

– Me vuelvo al hotel.

– No me mientas.

– No lo hago.

– Porque una parte de mí, uf, una parte de mí no quiere dejarte salir de este despacho hasta que esté seguro de que vamos a hacer esto, hasta que me des algo que pueda presentar en una reunión y me prometas que me concederás dos días más a partir del fin de semana. Como mínimo, cuarenta y ocho horas. ¿Un pañuelo de papel, caballero?

– Sin duda. -Me sequé las lágrimas evocando el dilema de Johnny Bragg. Me preguntaba cuántos lloraban en el despacho de Jared. Quizá, al final, todos.

Jared dejó la cajita de los pañuelos en mi confidente, luego se inclinó sobre la mesa para hablar por el intercomunicador.

– ¿Mike?

– ¿Sí?

– Mike, acabo de escuchar algo increíble. Es lo que siempre te digo: nunca se sabe lo que va a pasar. El amigo de un tipo con un barco entra en el despacho y resulta que es Dylan el escritor y el tal Dylan tiene algo grande, algo muy, muy grande.

– Es increíble -dijo Mike.

– No, es más que increíble.

– Vaya.

– Mike, necesito hablar ahora mismo con el agente de Dylan.

– Por supuesto.

Jared apartó la vista de la mesa.

– Sé que vamos deprisa, Dylan, pero solo quiero decirte una cosa: esto va a pagar la universidad de nuestros hijos.

– De acuerdo. -Me soné.

– Si no puedo hacer esta película, me mataré.

– Supongo que entonces tendrás que hacer la película.

– Exactamente. Dios mío. -Comprensiblemente, hasta a él le sorprendía su reacción. Estaban ocurriendo grandes cosas y él era el centro de los acontecimientos-. Necesito algo por escrito.

– Ahora mismo no tengo gran cosa -mentí.

– Necesito poder explicarme. Tengo que convencer a otros. Necesito algo por escrito, algo como lo que acabas de contarme. Ha sido asombroso. Tiene que ser así.

– No me llevaría mucho tiempo.

– ¿Me estás diciendo que no has escrito nada?

– Todavía no.

El intercomunicador hizo un clic.

– ¿Jared?

– ¿Qué?

– No encuentro al agente de Dylan.

– Pensaba que te tenía dicho que consiguieras información de todos los contactos. ¿Lo recuerdas?

– Es culpa mía -murmuré, tratando de proteger a Mike.

Jared soltó el intercomunicador.

– No me van los jueguecitos.

– A mí tampoco. Déjame que llame a mi agente, ¿de acuerdo? -No tenía agente, ni la más remota idea de dónde podría encontrar uno-. No está muy al tanto de toda esta historia.

– Si crees que voy a dejarte salir de este despacho con la película en tu cabeza, estás loco. Necesito que me des algo, Dylan. No me jodas, tío. Es mi película. Lo presiento.

– Estupendo -dije, levantando ambas manos con la esperanza de atemperar aquella locura-. Los dos estamos muy nerviosos. A ver, dime, ¿qué debería pasar a continuación?

– Que llames a tu agente desde aquí.

– ¿Qué?

Alzó las dos manos.

– Siéntate a mi mesa. Te prometo que no escucharé. Saldré al pasillo. -Se paseaba como un loco-. Siéntate y llámale desde aquí.

– Yo…

– Te estoy ofreciendo mi despacho, tío. Adelante. Siéntate.

No había modo de rechazar su oferta. Me senté en su silla. Él se encerró en la antecámara de Mike, pero antes de marcharse me señaló con el dedo por la puerta entreabierta.

– Dile que te tengo retenido hasta que me entregues algo que pueda presentar en una reunión.

– De acuerdo.

Cuando cerró la puerta marqué el número de mi casa. Por supuesto, saltó el contestador. Abby estaba en clase. Colgué sin dejar ningún mensaje, luego saqué la agenda y llamé a Randolph Treadwell al Weekly. Le encontré.

– Ayuda -dije.

– ¿Has ido a la reunión?

– Estoy en ella. Me ha dejado solo para que llamara a mi agente, solo que no tengo agente. Estoy tras su mesa.

– Interesante. -La voz de Randolph sonaba neutra.

– ¿Jared es siempre tan… hum… volátil?

– No le conozco demasiado. ¿Por qué?

– Da la impresión de que cree que vamos a ser padres. Que tendremos un bebé de oro macizo.

– Así son las cosas -dijo Randolph, sin dejarse impresionar-. Es como un grifo. Si está abierto, el agua sale a chorros. Ahora tienes que mantenerlo abierto.

– Gracias por el consejo.

– ¿Quieres pasarte por aquí cuando salgas? ¿Cuánto tiempo estarás en la ciudad?

– Tengo que ir a ver a mi padre a Anaheim.

– ¿Qué hace en Anaheim?

Jared entró como una bala.

– Tengo que dejarte. -Colgué.

– ¿Cómo acaba? -preguntó Jared.

– ¿Perdona?

– Estaba intentando contárselo a Mike, todo, lo de los negros, la cárcel, Elvis. Y se me ha olvidado si me habías contado el final.

– Eh… Creo que no hemos llegado al final -dije con cautela.

– ¿Y?

– Bueno, Johnny Bragg entra y sale de la cárcel un par de veces más, creo. Sigue componiendo siempre que puede. Pero no consigue más éxitos.

– ¿Y los Prisonaires?

– Creo que mueren.

– ¿Podríamos incluir un regreso triunfal?

Me encogí de hombros. ¿Por qué no? Aunque no conseguí decirlo con palabras. ¿Quedaba algún aspecto de la historia de Johnny Bragg que no hubiera deshonrado ya? ¿Qué daño podía hacerle un pequeño regreso triunfal? ¿O un gran regreso triunfal?

– ¿Y qué pasa con Elvis? Elvis es importantísimo para la historia. La escena de Elvis es estupenda, la visita a la cárcel cuando te has echado a llorar, ¿recuerdas?

Tal vez Elvis podía volver a darle un puñetazo al alcaide en la mandíbula y después liberar a Bragg de la prisión. O podían encadenar a los dos juntos por los tobillos, a Bragg y Presley, y enviarlos a partir rocas. En cualquier caso, las canciones serían estupendas.

– Bueno, en realidad la historia no tiene un gran final -dije-. Sigue más o menos igual. Estoy seguro de que podremos buscarle un buen final. Quizá Johnny Bragg cruzando por última vez las verjas de la prisión, convertido por fin en hombre libre.

– Tiene que ser bueno.

– Puede serlo.

– ¿Atrapan a los tipos que lo hicieron?

– ¿Que hicieron qué?

– Ya sabes, las mujeres asesinadas.

– No hay ninguna muerta. No hubo ningún gran enfrentamiento legal ni nada. Al final el tipo envejeció y dejaron de meterse con él, supongo.

– ¿Qué edad tenía?

Me había preguntado cuánto tardaría en salir la cuestión.

– Es posible que siga vivo -dije.

Cuando leí la nota de Colin Escott, hacía nueve años, Johnny Bragg seguía con vida y concedía entrevistas. Sus anécdotas configuraban la mitad de mi exposición. Llevaba años planeando viajar a Memphis para intentar entrevistarlo. La visita, como tantos otros proyectos, había tenido que esperar a que una entidad como Dreamworks la financiara. Al menos, esa era mi excusa.

– ¿Vivo?

– Es posible.

– ¿Posible?

Tenía ganas de chillar: «¡Sí! ¡Vivo! ¡Posible!».

– Tendrá unos setenta y pico años.

– ¿No lo sabes?

– Me enteraré.

– Pues tenemos un problema grave, Dylan. -Jared se pasó la mano por el pelo y frunció el ceño, víctima de una tensión que yo no lograba entender-. ¿Te importa devolverme mi mesa, por favor?

– ¿Qué quieres que haga? -pregunté al cambiar de sitio.

Jared, sin dejar de fruncir el ceño, volvió a sentarse, cruzó las piernas y con un par de dedos se masajeó el puente de la nariz y la periferia de la mandíbula. Parecía en fase de recuperación de una juerga, de relajación tras un orgasmo o un chute de crack. Me pregunté con cuánta frecuencia se los permitiría.

– Entras aquí y me sueltas la historia de una vida, de una persona viva -dijo, no enfadado pero sí con hondo pesar-. Bueno, tendremos que pelearnos por los derechos. Y puede ponerse bastante peliagudo.

– Él querrá que contemos su historia -sugerí.

– Sí, sí, por supuesto. Aunque no sé lo del final, Dylan. No me acaba de gustar.

El tipo hablaba como si Los prisioneros ya estuviera rodada y montada y acabara de ver el primer pase y le hubiera decepcionado. Ahora nos encontrábamos con la triste tarea de minimizar el desastre y tratar de recortar pérdidas.

– Es demasiado vago, sale, entra, el grupo nunca vuelve a reunirse. Y sigo esperando a que ocurra algo con esa mujer, la que está entre el público, ¿sabes quién? La que llora.

Inevitable, absurdamente, adopté el mismo tono que él.

– Supongo que podría acabar antes. Después de la primera libertad condicional.

– Dudo que funcionara.

– De acuerdo -dije, impotente.

– Mira, no quiero… No voy a contarle nada a nadie de esto hasta que atemos todos los cabos. Tiene que ser perfecto. Tenemos que dar en el clavo. Los dos juntos vamos a tener que dejarnos la piel con los problemas que presenta el tercer acto, y no vamos a hacer nada hasta que los soluciones. Si subo el proyecto quiero que esté a prueba de todo, ¿comprendes?

– Tiene sentido.

– ¿Has hablado con tu agente?

– Esto… hum… él opina lo mismo.

– Por supuesto. El tipo sabe cómo funcionan las cosas.

– Bueno… -Estaba perplejo-. ¿Y ahora qué?

– La cuestión es qué vas a hacer tú. El proyecto está en tus manos.

– Eh… vale.

– No es fácil desanimarme. Confío en ti.

– Gracias.

– A propósito, no pasa nada por que te tomes tu tiempo. Esto no va a ninguna parte. Ocurrirá cuando tenga que ocurrir.

– Vale.

– Así que ¿tienes coche? Porque necesito que salgas de mi despacho.

– Puedo llamar…

– Sí, pero desde el teléfono de Mike.

En la sala intermedia le entregué a Mike la tarjeta de Nicholas Brawley y le pedí que le telefoneara.

– Jared estaba realmente impresionado -susurró Mike, con los ojos como platos ante la hazaña que había conseguido en el despacho.

– Creo que se recuperará -contesté.

Esperé con la bolsa de viaje a la sombra del aparcamiento durante un largo cuarto de hora hasta que el taxi de Nicholas Brawley volvió a aparcar junto a la verja. El hombre del Oscar no reapareció. La radio de Brawley seguía sintonizada en MEGA 100 y en la emisora sonaba mi vieja némesis en forma de tema musical: «Play That Funky Music» de Wild Cherry. Por supuesto. El crítico de rock de treinta y cinco años sabía lo que la presa de trece años de las aceras de alrededor de la Escuela de Secundaria 293 nunca descubrió: Wild Cherry era una banda de tipos blancos. La canción que se había colado en mi existencia adolescente a modo de acusación era en realidad una compungida autoparodia de un grupo de rock del Medio Oeste. Desde entonces me había preguntado muchas veces si saberlo me habría sido de alguna ayuda. Probablemente no. De todos modos, ahora lo entendía en otro sentido, como otra parte del significado de mi persona que me habían quitado, arrancado como ropas que hubiera robado o tomado prestadas. Tenía el caso menos convincente de autocompasión de cualquier alma humana en todo el planeta. O, al menos, el más cómico.

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