5

Quizá todo animal macho tiene una idea de lo que hará la noche del día en que regrese a una casa recién abandonada donde las habitaciones muestran signos, como ocurría en la mía, de una apresurada partida definitiva. Quizá todo hombre alberga una fantasía de consuelo, de abnegación, a la espera de semejante momento, una madriguera donde esconderse. En cualquier caso, yo sí. Solo tenía que tumbarme unas horas a dormitar en la cama plegable mientras la luz de los árboles de la calle oscurecía y el caos de estuches producto de la rabieta de Abby seguía decorando el suelo a mis pies para disfrutar de mi oportunidad. Al caer la noche me bastó con cambiarme de camisa, lavarme la cara y recorrer unas manzanas en dirección sur para poner en marcha mi plan. Así de a mano tenía mi plan para la ruina personal, hasta tal punto lo había llevado siempre conmigo.

Shaman’s Brigadoon, en la avenida San Pablo, era una institución en Berkeley, un sucio club nocturno de blues y folk empapelado de pósters donde desde hacía treinta y pico años músicos negros con trajes oscuros, corbatas estrechas y sombreros de ala blanda se sentaban en un escenario minúsculo a tocar para un público compuesto por blancos con boinas, feces, ponchos y holgadas camisas multicolores. Como el encargado de programación sabía que era crítico musical, me dejaban entrar gratis. Siempre consumía el mínimo de dos copas que se exigía en las mesas decoradas con velas en botes de conserva, aunque valía la pena para estar más cerca del escenario, y últimamente también por el dulce y lento flirteo que había iniciado con una de sus típicas camareras curvilíneas, una rubia de ojos verdes, cara redonda y fumadora con aspecto de acabar de llegar de Surferville llamada Katha.

Katha había nacido a finales de la década de los setenta pero, lo supiera o no, su sonrisa displicente, sus bromas frívolas y el contoneo de sus robustas caderas cuando llevaba las bandejas, todo parecía sacado de una vieja película de cine negro. Aunque me la comía con la mirada, durante la primera docena de veces que sirvió mi mesa no fue más que un icono fácil e impersonal de alegría sexual. Me tomaba sus amistosas provocaciones como un elemento más de su arte que agradecía con las pertinentes propinas.

Como ya me había ocurrido otras veces, tuvo que ser una mujer la que me llamara la atención sobre la existencia de otra.

– Esa chica y tú os lo pasáis de miedo, ¿eh? -me dijo Abby una noche de mayo, mientras volvíamos a casa después de un concierto de Suzzy Roche.

– Tiene sonrisa de Drew Barrymore -bromeé, negando su insinuación sin acabar de negarla.

– Lo que tiene son curvas de Drew Barrymore -contestó Abby, dándome un puñetazo en el brazo.

Nos reímos como compinches, seguidores hastiados de mi autoengaño. Y fue la última noche que Abby y yo acudimos juntos a una atracción en el Shaman’s Brigadoon.

En la siguiente visita descubrí el apellido de Katha y unas cuantas cosas más. Katha Purly solo aparentaba diecinueve años: tenía veintiuno. Pese a las apariencias, no venía de ninguna ciudad costera, sino de Walla Walla, Washington. Asumiendo tópicos, era una aspirante a cantautora que trabajaba como camarera en un local en el que esperaba actuar alguna vez. Vivía en una comuna en Emeryville junto con las otras dos camareras del Shaman’s que se habían mudado al sur con Katha. No, las tres no formaban un grupo musical, solo eran amigas. No pude evitar preguntarlo, pero en cuanto obtuve las respuestas fingí que no las sabía. Mi sinceridad casi había estropeado nuestra conversación fluida y despreocupada, pero en la siguiente visita recuperé terreno. Y allí lo habíamos dejado hasta esta noche.

Ocupaba el escenario un trío de músicos africanos (organista, xilofonista y bongo) llamados los Kenya Orchestra Vandals. No estaban despertando demasiado entusiasmo y me pregunté si no sería que la mayor parte de la orquesta seguía retenida en el aeropuerto de Nairobi. Quedaban mesas vacías junto a la tarima, pero no me senté todo lo cerca que habría podido. Elegí el rincón más tranquilo de la zona que servía Katha.

– Hola, campeón -dijo, y me dejó un menú sobre la mesa.

– Katha, Katha, Katha.

– ¿Qué pasa?

– Nada. Digo tu nombre. Suena igual que si jadeara.

– Supongo, si fueses un perro. ¿Algo de beber?

Me trajo un whisky y fingí estar disfrutando de la banda. Cada vez que se acercaba le hacía bromas sobre Walla Walla e intentaba que se sentara a fumarse un cigarrillo conmigo a la mesa. Tuve éxito, y le pregunté:

– Bueno, ¿qué vas a hacer luego?

– ¿Quién, yo?

El tono de agradable sorpresa de Katha era todo lo que había deseado inspirarle, a ella o a cualquier otro ser humano alguna vez en la vida. Cuando dos cuerpos experimentan el salvaje instinto de unirse y antes de que se haya producido ningún intercambio de daños es muy fácil para uno hacer reír al otro.

– Tú. Tú y tus supuestos amigos. Tú y cuántos más.

Entornó los ojos.

– ¿Y el caballo a lomos del que he llegado hoy?

– Sobre todo el caballo.

– ¿Quieres salir de juerga conmigo, Dylan?

– Quiero que me toques la guitarra.

La noté dudar, esquivar una trampa. «No te tenderé una trampa, ni esta noche ni nunca», me prometí.

– No salgo hasta la una y media -dijo.

Me encogí de hombros y Katha empezó a comprender que iba en serio.

– Vendrán a recogerme -dijo, vaga a propósito-. Pero, si no te importa la compañía, podríamos salir un rato.

Los keniatas no me entusiasmaban, de modo que salí a dar un paseo por el puerto deportivo. Los mexicanos pescaban junto al muelle por la noche, encorvados sobre el fondo indiferente de la orwelliana pirámide de la Transamerica. Llegué al extremo ruinoso del embarcadero por donde paseaban los enamorados, aunque no logré decidir si podía contarme entre ellos.

Luego retrocedí las diez manzanas que me separaban del Shaman’s hasta la puerta del callejón que Katha me había indicado. Se oían ritmos rap procedentes de un pequeño radiocasete colocado en un estante de la cocina, el tema que sonaba era «Foghorn Leghorn» de Digital Underground, una canción que casualmente incluía unos samplers de «Bump Suit» de los Doofus Funkstrong. Si prestabas atención, se oía la voz de tenor de Barrett Rude Junior quejándose de fondo. Las luces de la cocina estaban encendidas, las sillas de la sala principal, a oscuras, colocadas boca abajo encima de las mesas. Katha y una de sus amigas hacían caja, murmurando los números en voz alta como si rezaran, dándose prisa. La tercera chica había preparado unas rayas de cocaína en la barra con un cuchillo de cocina.

– Deirdre -se presentó la chica del cuchillo y me entregó el billete enrollado. El pelo le había caído sobre la cara mientras se concentraba en la droga, así que ahora se lo recogió detrás de la oreja.

– Dylan. Gracias.

– ¿Conoces a Katha de…? -Dejó el hueco para que yo lo rellenara.

– De aquí.

– Mola.

Las alianzas rápidas eran el pan de cada día de aquellas chicas, al menos fue la impresión que me dio Deirdre. A poco que me esforzara me haría un hueco en su vida: «tipo mayor rarito». Así funcionaban las cosas, allí y en todas partes, en Gowanus, Hollywood, ForbiddenCon 7 y otros lugares secretos. Las entradas permanecen ocultas hasta que dejan de estarlo, hasta que se ven tanto como la puerta iluminada de la cocina de un club en un callejón detrás de la cual tres mujeres de Walla Walla recogen las propinas de la noche. Como era habitual según mi experiencia, el derecho de paso se facilitaba con alcohol, marihuana o cocaína, medicinas fronterizas. ¿Una raya, señor madurito rarito? Por supuesto que me apetece meterme una raya, y cruzar otra también. ¿Cómo no iba a meterme la droga de Barrett Rude Junior antes de que acabara ese fin de semana? Era precisamente lo que había ido a hacer allí, sin saberlo. No era que no me interesara Katha. Me moría de ganas de conseguirla, pero tenía la impresión de que el precio a pagar consistía en reeducarme en la provisionalidad del ser, en la futilidad de mis ilusiones de control. Y quería pagar el precio tanto como conseguir a la propia Katha.

– ¿De veras escribes para Rolling Stone?

– Antes.

– ¿A quién has conocido?

– ¿Eh?

– No sé, ¿has conocido a Sheryl Crow? -Lo preguntó tranquilamente, sin avergonzarse.

– No.

– ¿A REM?

– Estuve una vez con REM entre bastidores, en el Oakland Coliseum. -¿Cómo explicar que me había pasado el rato hablando con los teloneros, los dB’s?

– ¿Cómo son?

– Bueno, Michael Stipe se dedicó a inhalar un tanque de oxígeno después del concierto.

– Qué fuerte.

Katha iba al volante de su Ford Falcon con Deirdre sentada a su lado. A mí me estaba entrevistando Jane, la tercera y más joven de las chicas, en el asiento trasero mientras recorríamos la avenida San Pablo en dirección a Emeryville. En el asiento, entre los dos, descansaba una bolsa con botellas del Shaman’s. La velocidad, la compañía de chicas tan desenvueltas como las de Frank Sinatra y Gene Kelly en Levando anclas, así como las reveladoras vistas nocturnas de calles que durante el día pasaban inadvertidas eran estimulantes que me colocaban casi tanto como la cocaína. O al menos la droga no explicaba mis otras excitaciones. Katha no me había dirigido la palabra en la cocina del Shaman’s, se había limitado a quitarme el billete enrollado con una irónica sonrisa de bienvenida antes de hacerse una raya. Y en el coche tampoco me hacía caso, me había abandonado a las preguntas de Jane. Otro motivo de excitación. El silencio de Katha parecía admitir que habíamos avanzado un paso más. Que la noche ya estaba ganada. Que de momento podíamos dejar las bromas de lado.

Nos detuvimos ante una gran casa victoriana de tres plantas alejada de la calle y con un jardín descuidado rodeado por una cerca baja de color blanco. Detrás de las cortinas hechas con sábanas y tapices hippies asomaban bombillas desnudas y las paredes blancas cubiertas de pósters, de modo que la comuna destacaba como una piñata entre los edificios de apartamentos de dos plantas con forma de caja que la flanqueaban. Entre los coches que había aparcados en la calle había dos que no irían a ninguna parte y uno que parecía habitado. Al enfocar la vista descubrí a un negro con ropa interior blanca sentado en una silla de jardín en el garaje abierto de uno de los edificios contiguos; tenía una botella metida en una bolsa de papel. El hombre siguió con la mirada el camino del Falcon por el callejón contiguo a la comuna, impasible.

– ¿Quieres que te presente a Matt? -preguntó Jane mientras Katha aparcaba.

– Es su manera de despedirse educadamente -dijo Deirdre desde delante-. Jane y Matt están todo el rato follando.

– ¡Cállate! -dijo Jane, y le dio una palmada en la cabeza a Deirdre.

– No lo niegues, sabes que es verdad.

En el porche, Katha volvió a sonreírme, como si supiera que tenían a un hombre en ascuas.

– Adelante -me dijo-. Mi cuarto está en la segunda planta. No tiene pérdida.

Jane y Matt vivían en el ático, al que solo se podía llegar por una escalera de mano que salía de la tercera planta. Cuando Jane le llamó, Matt no bajó, se limitó a asomar el torso desnudo por el borde del desván. Pese a la barbita a lo Cristo, tampoco él tendría más de diecinueve años.

– Hola -dijo.

– Dylan conoce a los REM -le contó Jane-. Es amigo de Katha.

– Mola -contestó Matt, parpadeando, esperando, si había que creer a Deirdre, para follar con Jane.

– Vale, pues adiós -me dijo Jane, mostrándose tímida por primera vez. Trepó por la escalera como una ardilla.

Bajé de nuevo por la inmensa y destartalada escalera iluminada únicamente por una bombilla violeta. Se oía música al otro lado de varias puertas y el aire de la casa estaba cargado de aromas diversos: coladas, cigarrillos, cerveza. Era mi última oportunidad, podía haber dejado atrás la segunda planta y haber salido a buscar un taxi a la avenida San Pablo. No lo hice.

Al fondo de la segunda planta, las dos habitaciones de Katha formaban una suite que, con los asientos empotrados de la ventana en saliente, los techos decorados y el suelo de parquet, podrían haberse considerado unas habitaciones espléndidas en una casa espléndida de haber estado en cualquier otro sitio que no fuese Emeryville. La realidad era que los techos tenían manchas de humedad y el parquet estaba levantado, de tal modo que estaba seguro de que el casero se sentía agradecido por tener inquilinos incluso a pesar de que la mayoría empleara lucecitas navideñas a modo de lámparas. El estuche de la guitarra de Katha descansaba apoyado en una pared junto a un radiocedé; había un ropero sin puertas ni estantes atiborrado de ropa. La segunda habitación, más pequeña, solo tenía un colchón individual envuelto en una tela de tapicería. No había nada en las paredes.

Deirdre se arrodilló en el suelo de la habitación principal para preparar más rayas de cocaína, esta vez sobre un espejo y con una hoja de afeitar. Katha, acurrucada en una de las ventanas en saliente, hablaba por teléfono en murmullos inaudibles por encima del disco de Beck que sonaba en el radiocedé. Había otra pareja sentada en un futón con las piernas dobladas y la espalda apoyada en la pared, un negro de piel clara con un inmenso peinado afro, un tenue bigotillo y mirada afable, y su novia, una mujer que parecía mayor que él, con el pelo cortado a trasquilones y teñido de negro que hablaba con un desconcertante acento alemán. Espatarrado en una hamaca había un adolescente de aspecto mexicano que tendría como mucho quince o dieciséis años y pinta de pertenecer a una banda a juzgar por los enormes pantalones de hip-hop y el pañuelo azul con el que se cubría la cabeza. Deirdre no nos presentó. Vacua y sensual, parecía una actriz de una película imaginada de Warhol. Rolando y Dunja, la pareja del futón, se presentaron a sí mismos y sonrieron con aire amigable. El adolescente de la hamaca saludó con «¿Pasa, tú?» y ofreció la mano para que se la chocara al estilo black-power. Al hacerlo farfulló un nombre: «Marty» o «Mardy» o «Marly», no me quedó claro.

Aquella fue la menor de las incertidumbres que conformaron mi larga noche en las habitaciones de Katha Purly. La indiferencia que Katha me había mostrado en el club cerrado y luego en el coche se convirtió en norma. No estábamos juntos en ningún sentido. Me drogué y charlé con Deirdre, Rolando y Dunja. El posible Marty no participó, con expresión altanera, lleno de desdén infantil, como un gato pavoneándose para vengar una humillación. El posible Marty se quedó callado, aunque cuando acabó el último tema del disco de Beck se levantó a buscar Straight Outta Compton de los NWA en la pequeña colección de Katha y subió el volumen. Los demás levantamos la voz para seguir oyéndonos. Con una pregunta inocente di rienda suelta a la parlanchina Dunja, que resultó ser germano-israelí y se había criado en parte en Alemania y en parte en un kibbutz. No consideraba su vida una lección de historia ni una alegoría, solo algo que contar. Lo escuché, maravillándome de haber seguido a mi camarera hasta una mansión del gueto en Emeryville para sentarme de piernas cruzadas, drogado y bajo lucecitas navideñas, a enterarme de cómo perdió la virginidad una alemana de dieciséis años en un campo de fútbol de Oriente Próximo a la luz de la luna con un inmigrante ruso, ingeniero de profesión. Mientras, en otro lugar de California, Abby dormía o no dormía, y en Anaheim mi padre llevaba horas en un banquete.

Katha hizo un par de llamadas telefónicas y salió de la habitación. Volvió a la media hora, más o menos, con un pack de Coronas y seguida de alguien que presentó como Peter. Peter, de aspecto recatado y regordete, también tendría unos veinte años, y pensé que tal vez fuera gay. Katha esnifó una raya de coca, pero Peter no quiso y en su lugar se cogió una cerveza. Parecía conocer a los demás, o al menos se sentía a gusto con Deirdre y Rolando, y empezó a contarles que la noche anterior se había peleado con su compañero de piso y ahora se negaba a volver a casa (adonde Katha había ido a recogerlo). Mientras, Dunja continuó narrándome su vida en el kibbutz, cuentos cocaínicos como entradas de enciclopedia, totalmente carentes de altibajos dramáticos. Katha me ofreció una cerveza, las primeras palabras que me había dirigido en el interior de la comuna. Acepté una solo para mojarme un poco la garganta reseca. Era dulce y seca, tal como había imaginado. El posible Marty improvisó unos tímidos y dubitativos pasos de break-dance en un rincón, cerca del equipo de música. Nadie le miró. Eran las tres de la madrugada.

Me incliné hacia Katha, lejos de Dunja y los demás. Katha seguía sentada a un lado, distraída como por obligación.

– ¿Por qué no tocas un poco?

– ¿Te apetece escucharme?

– Alguna composición tuya.

Nos apartamos de los demás y nos sentamos en una de las ventanas en saliente. Bajo el zumbido de la farola adornada con zapatillas deportivas en la calle reinaba una calma tétrica, pobre. Las luces estaban apagadas incluso en el coche habitado. Katha le pidió al posible Marty que bajara la música -no que la apagara, solo que la bajara- y él así lo hizo antes de volverse a la hamaca. Los demás, Deirdre, Peter, Dunja y Rolando, no nos prestaban atención y seguían conversando en murmullos. Rolando le frotaba los hombros a Dunja mientras ella hablaba con los ojos cerrados. Vi que Peter había cambiado de opinión y aceptaba una raya. Quedaba poca cocaína. Deirdre apuraba los polvos del espejo con gesto mecánico, obsesivo. Katha afinó la guitarra sin mirarme.

Empezó de repente. Su voz era profunda y bella, la letra despiadada:


Cambios de humor psicodélicos

Voy de bajón y tendré que colocarme pronto

No quería fumarme tu último cigarrillo

Te quiero, pero a veces se me olvida

Fueron las drogas las que me hicieron perder la cabeza

Fueron las drogas las que me hicieron desagradable

Fueron las drogas

Las que me hicieron quererte.


Y:


Lo último que recuerdo antes de perder el conocimiento

Son tus ojos necesitados al otro lado de la habitación, en el sofá

Yo nunca te miro así

Supongo que no te necesito, solo necesito que me necesites

Fueron las drogas las que me hicieron perder la cabeza

Fueron las drogas las que me hicieron desagradable

Fueron las drogas

Las que me hicieron desearte.


La selección hip-hop del posible Marty seguía sonando en los silencios de Katha. Aunque las conversaciones habían cesado. Katha volvió a afinar, luego empezó a cantar un blues sencillo. Musitó algunos versos, ronroneando, pero cantó el estribillo con claridad:


No necesito que me digas que estoy sola

¿No crees que sé que no tengo hogar?

Solo quiero llamar a mi madre por teléfono

Solo quiero llamar a mi madre por teléfono.


– Este tema es nuevo -dijo, interrumpiéndose.

Peter se levantó sollozando, tapándose la cara con las manos, y salió de la habitación. Para mi consternación, Katha dejó la guitarra en el suelo y le siguió al pasillo. También Dunja se incorporó de un salto y salió detrás de ellos.

El posible Marty subió el volumen de la música.

Rolando pasó entonces a masajear los hombros de Deirdre, cosa que no quería que me contrariara. Deirdre se había estado metiendo muchísima cocaína y me recordaba más a un mapache anoréxico que a cualquier cosa que pudiera resultar seductora, pero la deshonrosa verdad era que me moría de ganas de estar tocando ya a alguna de las mujeres, que Rolando pudiera hacerlo me producía cierta amargura. Me levanté a por otra cerveza y eché un vistazo al hueco de la escalera iluminado de violeta, pero estaba vacío. Se oía música lejana en otras plantas, nada que me sintiera tentado a seguir. Volví adentro.

– Eh, tú.

Era el posible Marty. Me había acostumbrado a fingir que el chico no estaba en la habitación, que por lo visto parecía la estrategia general.

Había apagado la música.

– ¿Quieres oír la mía?

– Claro -dije, sin escapatoria.

– Vale, un momento, tengo que prepararme.

– Vale.

Me senté apoyado en la pared cerca del radiocedé. En el silencio reinante se oía la respiración de Deirdre, los suspiros que arrancaban los masajes de Rolando en sus omóplatos. El posible Marty juntó las muñecas y ladeó la cabeza, luego adelantó un pie y bajó una rodilla como Elvis en el escenario. Pronunció las palabras de corrido con una voz aguda que arrastraba las sílabas, cargando todo el énfasis en las pes y las ges.


Míralo así y míralo asá

Con gangsta M-Dog suavecito rapearás…


– Espera, espera, tengo que volver a empezar.

Separó las manos pidiendo una tregua, como si le hubieran retado. Cuando reanudó el tema siguió haciendo posturitas, pero esta vez con los ojos cerrados en tímida concentración.


Míralo así y míralo asá

Con gangsta M-Dog suavecito rapearás

Sabrás que va así, sabrás que va asá

No fallo cuando pillo la onda, verás

Estoy en la calle con mi colega Raf

Si te cruzas con nosotros la palmarás

No te rías, soy de Emeryville, chaval

Donde en carne o leyenda sobrevivirás.


– ¿Qué te ha parecido? -preguntó, desafiante.

– A ver, repítemelo.

Rebobinó hasta su postura inicial, absolutamente dispuesto a empezar de nuevo. El segundo intento le quedó más seguro y preciso, más fiero o más parodia de fiereza. El posible Marty me parecía más joven a cada minuto que pasaba; por muchos gangstas y muchos raps que cantara, en mi cabeza tendría unos doce o trece años.

Yo me había pasado quince o veinte años enfadado con los raperos, negros y blancos por igual, por sus pretensiones, por reclamar el derecho de lucir las experiencias de la calle, reales o inventadas, como insignias, cuando yo me callaba las mías. Me había pasado quince o veinte años enfadado sin ninguna razón con todos y cada uno de ellos por no ser DJ Stone y los Flamboyan en el patio de la EP 38, por ser ahistóricos y una mentira, por no conocer a Staggerlee y los Five Royales, por no saber lo que yo sabía. M-Dog, con su cara de mexicano tímido y sus rimas totalmente derivativas, no podía ofenderme. Quizá Katha habría dicho que era por la droga, pero adoré a aquel chaval. M-Dog no encajaba rimas porque fuera pretencioso, y ahora me sentía fatal por haberlo juzgado con dureza. Su búsqueda de un lenguaje propio era una necesidad tan elemental como la de desear ser capaz de colar una Spaldeen en un tejado.

En algún momento Katha había vuelto a la habitación, y cuando M-Dog terminó de rapear, le dijo:

– Qué maravilla, ¿lo has escrito tú?

– Yo y un colega, sí.

– Es bonito.

– Pero no apunto nada -dijo, necesitado de que lo entendieran-. Lo tengo todo en la cabeza.

Katha me cogió de la mano. Algo había cambiado. Yo había hecho algo bien, pedirle a M-Dog que cantara algo o al menos admirar su actuación. Fue como si la representación del posible Marty fuera lo que estábamos esperando toda la noche, como si hubiera superado un punto muerto y liberado a Katha permitiéndole acercarse a mí. Quizá el cambio estaba en mí. Ahora, en lugar de sentir ese punto de irritabilidad que produce la cocaína, era como si me estuviera bañando en un río de amor: como si hubiera tomado éxtasis, una droga cuyos efectos solo imaginaba, a menudo con el mismo resentimiento, la misma reticencia que me habían inspirado las rimas de M-Dog.

Katha y yo regresamos a nuestra ventana sin la guitarra. El posible Marty puso otro disco. El espectáculo había terminado.

– ¿Qué le pasa a Peter? -susurré.

– Está enamorado -dijo Katha. Su tono sugería que el enamoramiento era una condición pasajera y poco frecuente que había que encarar con una mezcla de escepticismo y comprensión-. Dunja lo está arropando.

– Buena idea -dije, sorprendido de mí mismo. La verdad es que parecía buena idea.

Ahora Katha quería entender en mi comentario una implicación obscena, una que no había sido mi intención sugerir.

– Pronto los echaré a todos de aquí.

Señalé la habitación vacía con la cabeza, insinuando el lugar donde estaba el colchón.

– Podríamos desaparecer. Déjales que sigan con la fiesta.

– No, esa cama no es… No es para eso.

– ¿No es para qué?

– Es solo para mi hermana pequeña.

– ¿Qué hermana? -pregunté, como un idiota.

– Todavía está con nuestros padrastros, en Washington. A veces viene a pasar el fin de semana conmigo. Estoy intentando que la trasladen a una escuela de aquí, pero solo tiene catorce años.

– Si tiene catorce años, ¿no debería quedarse con tus padres?

– Es mejor para ella estar aquí.

Esta sentencia dio por terminada la cuestión. Me bebí la cerveza mientras Katha enviaba al posible Marty a su casa y echaba a Deirdre y Rolando del futón en el que seguían con el prolongado masaje, con Deirdre cobijándose la cabeza entre las rodillas como si Rolando se hubiera comprometido a suavizar con la palma de sus manos la larga noche de temblores cocaínicos. Cuando se marcharon de la habitación, Katha, sin amilanarse ante las obviedades, puso Astral Weeks de Van Morrison. Me sentí agradecido, pero también temeroso de la capacidad diseccionadora de ese disco. Ya casi me sentía desnudo tal como estaba.

Ahora estábamos solos. Katha encendió un porro con la punta del cigarrillo y me lo pasó. Cerró la puerta y se dirigió al futón.

– Bueno, Dylan, ¿y qué estás haciendo aquí?

«¿Estoy aquí para correrme una juerga contigo?», pensé. No dije nada.

– ¿Y esa chica con la que estás?

– ¿Te refieres a Abby?

– Si Abby es tu guapa novia negra, sí. La vi en la avenida Telegraph, ¿sabes?

– ¿Ah, sí?

– De librerías, o algo así. Ella no me conoce.

– Siempre va con prisas -dije, imaginándome a Abby avanzando por la calle atestada, dejando atrás vagabundos adolescentes con sus botas de cien dólares: si lo hubiese imaginado en plan videoclip, la banda sonora sería «Walking into Sunshine» de Central Line o algún otro tema disco en absoluto deprimente. Mientras, en Emeryville se acercaba el amanecer y Van Morrison y los humos sagrados del sexo y la marihuana me llamaban para que los siguiera.

– Parece enfadada conmigo -dijo Katha, sorprendiéndome y alegrándome-. Pero no es asunto mío.

– No pasa nada -dije, maravillado de lo que acababa de decirme-. Tal vez lo esté. A veces cuesta entender a alguien cuando lo tienes demasiado cerca.

– No sé qué quieres decir con eso.

– Es como tu canción. -Yo no sentía ninguna vergüenza-. A veces lo entiendes todo de golpe, en un flash.

Le agradecía muchísimo a Katha que hubiera dicho que Abby estaba enfadada. Quería recompensarla, acariciarla, inundarla con orgasmos por perdonar mi desatinada vida con aquel comentario de pasada.

Hacía años había leído un libro, una novela de suspense en la que gente glamourosa se destruía por culpa de las intrigas sexuales. Un personaje era el peligro de otro, era lo único que recordaba del libro, eso y que el personaje que había destrozado al otro explicaba que era infinitamente peligrosa porque estaba herida. El libro parecía querer decir que la herida de este personaje la convertía en criminal involuntaria. Su dolor -orfandad, malos tratos, no recordaba lo que era- le impedía mezclarse con quienes habían tenido mejor suerte, quienes habían conseguido pasar por la vida sin tener que saber esas cosas. La historia era una bobada fascinante, era imposible no acabarse el libro incluso aunque detestaras el mensaje implícito de que los que no habían sufrido deberían cerrarles las puertas a los heridos, que les perjudicarían siempre que pudieran, que no podían evitar desear hacerles daño. Cuando leí el libro no había conocido a nadie que no hubiera sufrido ninguna herida. Creo que sigo sin haberlo conocido.

De pronto Katha me pareció una refutación de ese libro, refutación que hasta ese momento tampoco era consciente de necesitar. Aquella novela barata y tonta me había enfurecido porque tocaba un nervio sensible: la vergüenza que me producían mis heridas, el miedo de que me convirtieran en intocable, en alguien venenoso para los demás. Katha hizo que todo eso careciera de sentido. Yo había imaginado que seguía a un ángel peligroso a su guarida, que me sentía atraído por una oferta de destrucción. Pero Katha solo era un ángel normal. El cuarto de su hermana lo demostraba, y M-Dog y Peter. Pero la mejor prueba era mi presencia en esa casa. Katha me había acogido cuando lo necesitaba.

Katha era tan buena como sus heridas. Formaban la esencia de su ser. Lo que me convertía en alguien peligroso, o al menos desagradable, no era mi dolor, sino el modo en que lo había negado. Lo que había dejado por hacer. Katha daba cobijo a su hermana y a M-Dog, Mingus entregaba un riñón y Abraham y Francesca le llevaban sopa y pollo a Barrett Rude Junior. En mi estado visionario veía incluso los Tupperwares, veía al esquelético Barry embadurnando de mostaza picante un muslo frío de la nevera. Mientras, Abby y yo librábamos una ingeniosa guerra para demostrar cuál de los dos estaba en realidad deprimido. Por lo visto, al rechazar mi dolor había matado de hambre mi vida. Me había perdido entre amagos y escaramuzas a tres mil kilómetros del frente. Katha tenía una cama preparada a la espera de su hermana de Walla Walla: yo tenía The Falsetto Box y Your SoCalled Friends.

Cuando, diez meses antes, habían enviado mi texto para el recopilatorio de los Subtle Distinctions a Rhodes Blemner de Remnant, él había dejado pasar quince días sin llamarme para confirmar que lo había recibido. Al final había optado por llamarle yo.

– ¿Lo tienes?

– Claro.

– ¿Qué pasa?

– No pasa nada. Incluiremos el texto en la caja, lo he enviado al departamento gráfico. Ya está todo programado.

– ¿Te ha gustado?

– No es tu mejor trabajo, Dylan. -Rhodes dominaba una franqueza hippy absolutamente letal, imitación de sus héroes: desde Bill Graham a Robert Crumb-. Me ha decepcionado un poco después de que insistieras tanto para que los reeditáramos. No es lo que esperaba.

– Pues lo considero mi mejor trabajo.

– Bueno, desde luego transmite que esa es tu opinión. Está lleno de grandes ideas, si te refieres a eso. Pero a mí me parece que también tiene mucha tontería. Para empezar, las citas del principio, la chorrada esa de Brian Eno, que, por cierto, he cortado.

– Vete a la mierda, Rhodes. Devuélveme el texto.

– Lo publicaremos. ¡Yo qué sé! Tal vez acabes ganando un Grammy. A la mejor palabrería.

Me defendí:

– Tenía que crear un contexto…

– Es un contexto falso. El texto se lee como si te hubieras pasado un año entero en un cuarto pequeño escuchando solo a los Distinctions y luego hubieras postulado la historia de la música negra. Da la impresión de que estabas intentando evitar algo. Tal vez la fase de investigación. ¿Lo quieres en plata? Si hasta citas a Cashbox. Parece una de esas chorradas que escriben los británicos: escriba una nota de presentación sobre músicos vivos y cite una entrevista publicada en Cashbox en mil novecientos setenta y cuatro.

Ahora y aquí, en el futón de Katha, sumando la marihuana a la cocaína en las postrimerías de una fiesta fuera del tiempo, mientras mi mano empezaba a explorar con lujuria automática la rodilla de la camarera, los reparos de Rhodes Blemner a mi texto parecían formar un todo con las demás revelaciones. Mi incapacidad para proporcionarle un final a Jared Orthman para la historia de los Prisonaires me enviaba el mismo mensaje que las rimas de M-Dog, que el cuarto vacío de la hermana de Katha, que el triángulo verde de mi padre: me había detenido en mitad de un movimiento. Mis datos no servían. Me habían ganado los becarios de Zelmo Swift, hasta la sopa de Francesca había investigado más que yo. «El tipo sigue vivo», había escrito, pero no me lo había creído, me lo habían tenido que repetir una y otra vez Jareds, Rhodes y Zelmos. El hombre en cuestión tenía además un hijo, aunque solo tuvieran un par de riñones entre los dos.

Katha y yo charlamos y nos besamos mientras se me amontonaban los pensamientos, y también cuando dejé de pensar. Mi camarera y yo teníamos meses de bromas acumuladas y recurrimos a ellas. En el pegajoso futón cubierto de tela de tapicería, a la luz de la farola que iluminaba la pared, con la inspiración celta de los lamentos de Van Morrison, nuestros cuerpos confundidos se fueron empujando y atormentando mutuamente. Manos calientes se atascaron en la cintura de los vaqueros hasta que suspiramos y los desabrochamos. La carne de Katha era suave y lustrosa, tan gomosa que me pregunté si no sería un efecto del polvo de droga que se había colado entre mis dedos y su piel. Era afelpada y tersa, como un animal de mazapán. Una elegante línea de vello bajaba por la curva de su ombligo hasta la maraña púbica.

Me detuve donde siempre me detengo, en la melancolía del umbral, un hombre hecho y derecho. «Podríamos dejarlo aquí. Estaría bien, podría bastar.» A menudo estoy más seguro de querer que me abracen que de pasar a algo más.

– Tengo una cosa -susurró Katha-. Enseguida vuelvo.

– Vale.

Mis rubias siempre habían sido Leslies Cunningham paseándose inmunes por el mundo o al menos pareciendo diosas impasibles que me miraban con recelo. Ahora mi rubia era Katha Purly. Al menos una se había entregado a mí por completo y sin regateos, pero ella era diferente, más real, más rica gracias a sus heridas. Fue una epifanía ordinaria, de las que se desvanecen rápidamente, la última de una larga lista: mi joven camarera no era una fantasía porque nadie lo era. La gente era real, todos y cada uno. Hasta era probable que las chicas Solver, dondequiera que estuvieran, lo fueran.

Ahora tenía a mi rubia, sí, pero no conseguía mantener la erección. Eran las drogas: no me sentía dentro de ella, cubierto por el condón que Katha me había colocado. Pero Katha Purly era insoportablemente generosa conmigo. En la pálida luz diurna que ahora inundaba la habitación, arrancando largas sombras de las migas de los malolientes rincones y del silencioso radiocedé, mientras las calles llamaban a la vida con sus ruidos y la casa callada y llena de cuerpos dormidos recordaba a una nave interestelar, Katha se tocó, regalándose bellamente el orgasmo que yo había querido provocarle, se hizo enrojecer cuello y cara y teñirse de rosa las sienes bajo sus pálidas cejas mientras me exhortaba a rendir tributo sobre su espléndido pecho húmedo, animándome con su voz, alentándome. Lo conseguí, por los pelos.

Cuando me desperté estaba sudado y un sol cegador nos iluminaba en la habitación árida, nuestros cuerpos se habían deshecho del abrazo y descansaban en lados opuestos, teníamos las sábanas enroscadas en las rodillas. Katha se despertó un poco y me dio permiso para quedarme, pero yo no podía. Me vestí y me fui, volví a casa andando por la avenida San Pablo. Eran las diez de la mañana. No podía quedarme en casa de Katha Purly porque Katha Purly no era, al fin y al cabo, un lugar. Ni tampoco Abigale Ponders. Ni California, no para mí. En concreto, no eran la calle Dean, no eran Gowanus, y allí era adonde me dirigía. Tenía que volver al lugar al que había pertenecido. Reservé un billete de avión por teléfono, me duché y dormí. Cuando me desperté por segunda vez hice la maleta y, una vez más, cogí el anillo.

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