16

El salón Hoagy Carmichael, imitación del estilo Medio Oeste enmoquetado, amueblado y con vitrinas llenas de objetos del propio Carmichael, solo se abría previa cita, pero logré visitarlo sin avisar. No me había parecido que los guardas de la sala recibieran muchas peticiones. Las formalidades solo buscaban asegurarse de que ningún intruso se sentara a tocar al piano vertical o revolviera de un zarpazo las notas escritas a mano por Bix Beiderbecke o el gobernador Ronald Reagan. Guardaba las llaves una secretaria de mediana edad situada al fondo del pasillo, en los Archivos de Música Tradicional ubicados en la Casa Morrison. La mujer se paseó nerviosa a mi lado por la sala hasta que la convencí de que era de fiar. Entonces me dejó solo, para serenar mi alma con la contemplación de la composición original de «Ole Buttermilk Sky» y «My Resistance Is Low» y un guión atado con un lazo de Tener y no tener autografiado por Bogart, Faulkner y Hawks. Después me dirigí a la sala de escucha y me entretuve un rato con los auriculares, explorando acetatos perdidos, raros originales de música de Carmichael. Los Collegians, la banda de la fraternidad de la Universidad de Indiana de Carmichael, habían grabado un enérgico tema jazz titulado «March of the Hooligans»: un tema rápido y apasionado con un solo de violín orgullo de los nativos de Indiana. Escuché esa pequeña muestra milagrosa de arte escolar cinco o seis veces, luego volví a pasear un poco más por el jardín zen de la sala.

Había conducido todo el día y hasta bien entrada la noche del domingo desde el aparcamiento del centro comercial de Watertown en una suerte de penitencia topológica a través del oeste de Nueva York y Pensilvania por una interestatal de tres carriles que no juzgaba ni perdonaba nada, sino que lo dejó todo a mi criterio. Ahora lo entendía: había despertado a Aeroman para matar a Robert Woolfolk. Una colaboración que había exigido de la implicación de Mingus, el anillo y mis años de odio semiconsciente a pesar de que la semilla de la inspiración se remontaba, sin duda, al salto de Aaron X. Doily en el parquecito de la calle Pacific de hacía veintitrés años: todo lo que sube, baja. Aeroman no era más que un cuerpo negro en el suelo. Yo ni siquiera había jugado limpio y no le había explicado a Robert que el poder del anillo había cambiado. Me preguntaba si había llegado a descubrirlo. Me preguntaba si los guardias de la torre en realidad solo se habían dicho que habían visto a un hombre chillar como un ave rapaz al caer, si habían llegado a ver algo antes de descubrir a Robert hecho trizas en el hormigón.

Hacía mucho tiempo que consideraba mío el legado de Abraham: retirarme arriba, sin poder ni querer cantar o volar, dispuesto solo a compilar y coleccionar, a esculpir estatuas de los amigos perdidos, los verdaderos actores de la vida, en mi Fortaleza de la Soledad. Contemplar el mundo en términos de una nota de presentación: yo soy el DJ, yo soy lo que pincho. Pero me había catapultado a través del país en un asiento de avión convertido en un desquiciado hombre-flecha todo determinación para sacar a la luz a Mingus y Robert en Watertown (ellos no me habían pedido que fuera). Tal vez había subestimado a la Rachel que había en mí, el Cangrejo Huidizo listo para destruir y salir corriendo, preparado para poner vidas patas arriba y darse a la fuga.

De modo que ahora tenía que moverme a ras del suelo, con los pies en la tierra. Necesitaba seguir sus huellas de cangrejo con precisión, esta vez no podía equivocarme de objetivo. Conduje rebasando apenas el límite de velocidad, camuflado en el flujo de coches, pero dentro del espacio del coche era un vigilante. Conduje sin música, con la funda de los cedés intacta en el asiento de atrás: ninguna banda sonora adornaría la fea escena que componía. Me detuve solo a estirar las piernas, poner gasolina y orinar, y a hacer un puñado de llamadas para comunicarles a Abraham y Francesca que no regresaría por Brooklyn, cancelar el billete de avión y explicar a la empresa de alquiler de coches que no devolvería el vehículo en La Guardia al día siguiente, sino al cabo de unos días en Berkeley. Ninguno de ellos se alegró, pero tampoco les di más opción. No llamé a Abby porque no tenía nada que decirle, todavía no.

A las tres empecé a perder la concentración. Me parecía que las luces esporádicas que se acercaban de frente viraban hacia mí a pesar de la amplia mediana de hierba que nos separaba. Entonces encontré un Howard Johnson a la entrada de Ohio y dormí unas horas, poco y mal, me duché y volví a la carretera. A media mañana estaba en Indiana: giré a la izquierda en Indianápolis y, pasado un concesionario Larry Bird, al sur hacia Bloomington. El aparcamiento en el campus era un asco, así que ocupé un espacio reservado. La noche anterior había matado a un hombre: podría soportar una multa de aparcamiento.

Lo descubrí en un ordenador de la biblioteca: mi presa no solo seguía viviendo en Bloomington, sino que además trabajaba en el campus. Ni siquiera tendría que cambiar el coche de sitio. El investigador del bufete de Zelmo Swift había conseguido la última dirección conocida de Cangrejo Huidizo en Bloomington, que era de 1975, antes de que desapareciera del mapa después de aprovechar una libertad bajo fianza para escapar de Lexington, Kentucky. Eran datos de «¡Esta es su vida!» y ni Zelmo Swift ni Francesca Cassini habrían sabido, como yo sabía, qué otro nombre emplear para seguir el rastro de Bloomington.

Los Archivos de Música Tradicional y la Colección Carmichael compartían la Casa Morrison con una parte de los departamentos de Inglés y Psicología de la Universidad de Indiana y con el Instituto Kinsey de Investigación sobre Sexo, Género y Reproducción, que ocupaba dos de sus plantas superiores. Allí había localizado a Croft Vendle. Trabajaba en la oficina de Administraciones Públicas del Instituto Kinsey. Le llamé desde un teléfono de la biblioteca y me dijo que pasara a verle.

Cuando llegué, la secretaria me comunicó que Croft estaba atendiendo una llamada. De modo que me senté en la sala de espera a leer folletos. De las pruebas se deducía que el instituto todavía se estaba peleando por defender sus conocimientos titulares de la mente americana, enfrentados aún a cierto rechazo, y vivía al borde del exilio del campus por culpa de la mojigata legislación de Indiana. Las paredes de la sala conformaban el mayor depósito de «materiales eróticos» del mundo gracias a que Alfred Kinsey había cerrado tratos con todos los departamentos policiales del país para transportar los objetos confiscados en secreto y ahorrarse así los costes de almacenaje o destrucción. Por todo lo cual las oficinas resultaban acogedoras, con paredes forradas de indecencias pulcramente enmarcadas de los años cincuenta, fotografías en blanco y negro tan alegres como las de los cromos Topps de béisbol. Junto a la mesa de la recepcionista colgaba una fila de retratos de estudio de los anteriores directores, empezando por el mismo Alfred con pajarita, y pasando por una encantadora secuencia de pensativos psicólogos mordisqueando la montura de las gafas, amables supervisores de una realidad de locos, que llegaba hasta nuestros días.

Apenas reconocí a Croft, vestido con un traje de pana marrón rojizo y corbata granate y unos zapatos Earth color leche con cacao. Una hirsuta barba plateada trepaba por sus rasgos rubicundos cortada toda a idéntica longitud, incluso la que le salía de las orejas. Parecía un gurú de las dietas o el ejercicio, alguien a quien normalmente solo se ve en pantalones de deporte pero que se había puesto un traje para alguna intervención de relleno en un programa televisivo. Fue toda una impresión. En mi cabeza solo Abraham había envejecido; Rachel y su amante seguían jóvenes, detenidos en su aspecto de 1974.

– Tengo una llamada en espera -se disculpó Croft, señalando al despacho. Su voz era aguda como si inhalara helio, otra cosa que no recordaba de él. En cambio, Croft pareció tomarse con calma mi aparición, pese al aspecto de forajido de carretera cansado: barba de tres días, antebrazo tostado por el sol y mirada de veterano de Vietnam. Quizá llevara años esperándome-. Es un coleccionista rico de Los Ángeles que lleva meses mareándome con una donación de objetos eróticos japoneses, miles de piezas. Le tengo a punto de caramelo, pero me está costando lo suyo.

– No pasa nada -dije-. Puedo esperar.

Me pregunté si los cuadros de Rachel de Erlan Hagopian entrarían algún día en la colección. Quizá algunos ya lo hubieran hecho.

– Estaba pensando que si tienes tiempo podrías venir a cenar a la granja. Y así hablamos.

– ¿Carretera rural ocho, número uno? -pregunté.

Croft abrió los ojos como platos.

– Nosotros lo llamamos la Granja Azúcar de Sandía, pero sí. Pásate a buscarme con el coche a las cinco y yo te guiaré. Es difícil de encontrar: son todo carreteras secundarias que ni salen en los mapas.

– De acuerdo.

– Bien. Será mejor que vuelva a atender la llamada. Si no sabes cómo matar la tarde, podría avisar a Susie, la chica de prácticas, para que te haga una visita guiada por el instituto.

– No hace falta.

Había pensado en la opción del salón Hoagy al cruzar el vestíbulo de la Casa Morrison y sospechaba que se adecuaba mejor a mi estado de ánimo. De modo que Croft volvió con su llamada telefónica y yo fui a por mi «March of the Hooligans».


– Quiero enseñarte una cosa -dijo Croft-. Luego deberíamos dar un paseo por los alrededores antes de que se vaya la luz. Es una noche excepcional.

Croft, al volante de un Peugeot decrépito, me había conducido por una serpenteante carretera rural a través de aldeas y granjas hasta adentrarnos en el bosque, donde tomamos un camino cuidado en cuyo buzón se anunciaba «AZÚCAR S». Allí pasamos junto al exoesqueleto en descomposición de un Volkswagen Escarabajo de cuyo motor crecían las hierbas y nos detuvimos frente a una cabaña hecha a mano con la pintura de los tablones exteriores desconchada casi por completo. Me pareció que se inclinaba peligrosamente, pero de todos modos nos dirigimos a la puerta abierta. A su lado, un cortacésped manual se oxidaba junto a un primitivo pozo de piedra, rendidos los dos, como el Escarabajo, al poder de las hierbas del campo.

– ¿Vives aquí? -pregunté.

Reprimí la pregunta real: ¿era Croft el único que quedaba en la propiedad? La escena recordaba a Walden, aunque resultaba un poco desolada juzgada en términos de civilización.

– Por Dios, no, las casas están colina abajo, en el bosque. Tenemos ciento sesenta acres. Antes esto era la cocina de la comuna, cuando comíamos todos juntos. Además del lugar donde dormían en invierno los que vivían en tiendas. Aunque ya hace bastante de todo eso. Ahora no la usa nadie, solo las abejas.

Supongo que con tantos acres nunca encontraron una razón para tirar la cabaña ni desguazar un coche parado. Sobre todo cuando tus modelos de decoración exterior eran fotografías de Richard Brautigan a la puerta de una choza de Montana como la de Theodore Kaczynski.

Dentro estaba la cocina abandonada: una vieja cocina económica con el esmalte cuarteado como el brillo de un cuadro renacentista, una larga madera maciza manchada que debían de haber rescatado de algún desván de Emeryville o Gowanus y un lavabo de doble seno con un cubo de plástico debajo en lugar de desagüe. Lo que Croft había llamado el dormitorio de invierno pendía tan cerca de la cocina que casi la rozaba. Olía a madera podrida y huevos de insecto, como un tronco hueco. Croft se encaramó a unas duelas y tambores situados en un rincón bajo el altillo y bajó un trasto de un estante lleno de libros de portadas humedecidas cargándolo bajo el brazo. Cuando regresó de entre los restos de la cocina, me lo enseñó: una máquina de escribir. La cinta doble, negra y roja, que había decorado las letras de las postales de Cangrejo Huidizo seguía tensada entre las bobinas, auque el carrete estaba cargado de óxido, con pinta de no ir a ninguna parte.

Cualquier vago atisbo de fantasía de que Croft iba a mostrarme a Rachel en carne y hueso, de que ella vivía de incógnito como una madre de la Organización Weatherman o el Ejército Simbiótico en una de las casas del bosque, se desvaneció de pronto incluso antes de que Croft dijera nada.

– La llevábamos en el Escarabajo cuando salimos de viaje hacia la costa. Solíamos escribirte una postal siempre que parábamos a repostar o a drogarnos.

– ¿Las escribías tú o ella?

– Tenía que animarla un poco, pero me ayudaba. Creo que estaba avergonzada, ¿sabes? Después las escribía yo solo. Cuando se marchó.

Sostuve la máquina destrozada con ambas manos, como un mendigo sostiene el sombrero. Croft se limpió las manchas de óxido que le había dejado en la manga de la americana de pana.

– ¿La quieres? -preguntó.

– No. -Lo que yo quería era que me devolvieran el depósito al entregar el coche de alquiler impoluto, eso era lo que quería.

– Vamos a dar un paseo.


El camino de tierra giraba hacia campo abierto a la entrada de la propiedad y luego descendía por la colina hacia el bosque. Dejamos los coches, caminamos por el claro hacia la fría arboleda, un terreno demasiado empinado e irregular para cultivarlo. El sol desapareció por debajo del horizonte montañoso, los troncos de los abedules y los pálidos helechos parecían bioluminescentes, cargados con la luz del día. Nuestros pasos susurraban sin obtener respuesta sobre la capa nueva de gravilla gris del camino privado. Los bosques eran un motor de silencio que los elevaba hacia el cielo.

En cada curva se escondía una casa. Edificios de madera de dos plantas, siete u ocho en total, cada uno de ellos con un detalle Buckminster Fuller o Christopher Alexander: habitaciones circulares con cúpulas transparentes, ventanas invernadero, galerías unidas a anexos bajos o un pequeño estudio. Cada casa con uno o dos coches en el camino de entrada, algunas con humo saliendo de sus chimeneas. Desperdigadas por ahí había bicicletas, sierras mecánicas, raquetas para la nieve, montones de mantillo, marcas de cortar leña, hachas clavadas en un tocón. Los Azucarillos de Sandía estaban en casa, las cocinas estaban iluminadas. Aunque desde el camino respetábamos su intimidad. Había recibido una merecida lección de humildad al comprobar la gran variedad de estilos de vida que se escondía entre una costa y otra.

– Probablemente Rachel y Jeremy fueron el reto más grande al que esta comunidad se haya enfrentado -dijo Croft con su voz de pito-. Tener que lidiar con ellos nos ayudó a madurar, supongo que les debemos mucho. Nunca olvidaré la noche en que, cogidos de las manos en círculo, les dijimos que debían marcharse. Casi me cago en los pantalones. Jeremy ya me había golpeado un par de veces, pero me había dado demasiada vergüenza contarlo. Al final resultó que había pegado a un montón de gente.

– No sé quién es Jeremy.

– Alguien me dijo que murió hace un par de años. Básicamente era un tipo muy violento y carismático de Kentucky que se entretuvo con nosotros unos meses. Su juego favorito consistía en asustar a los tíos drogándolos mucho y, una vez colocados, contándoles que una vez había matado a un tipo en un bar de un simple puñetazo en la garganta. Tenía un montón de cuentos de motoristas aterradores. Justo después de lo del bar, se mudó con la novia del tipo. Todo el mundo reaccionó de un modo pasivo, del tipo «Bueno, si ella quiere estar con Jeremy, está bien, quizá lo tranquilice un poco». En realidad Rachel fue la única persona que le plantó cara.

– ¿Jeremy te la quitó? -pregunté.

Estaba oscureciendo, y por un momento me había petrificado la imagen que se veía en la ventana de una cocina iluminada: una mujer de mediana edad, con el pelo gris como el de Croft, cortaba tomates en una encimera mientras detrás de ella dos hijas rubias, brillantes y relucientes como las Solver, jugaban con un videojuego de una mazmorra o túnel submarino de un azul que no era de este mundo. Pero ellas no podían verme y me sentí como el monstruo de Frankenstein espiando a los humanos. De modo que aparté la vista.

– Bueno, por entonces ya no pasábamos demasiado tiempo juntos. Rachel también era un problema, a muchos no les entusiasmó que la trajera. Tenía ese sarcasmo neoyorquino que rompía las ilusiones de la gente. -Se rió-. Le daba mil vueltas a todo, la verdad. A mí también. Además, aquí no era feliz. En realidad, no era feliz en general, o si no nunca se habría marchado con Jeremy. Creo que se arrepentía de haber dejado Nueva York.

– ¿No hablaba de… Abraham?

– Bueno, estaba bastante avergonzada.

Era la misma palabra que le había servido para explicar por qué tuvo que obligarla a escribir las postales. Supuse que tenía razón, que era la palabra correcta. Decidí dejar de seguir preguntando.

Croft continuó.

– Sobre todo me acuerdo de un día en particular en que intenté que me acompañara a recoger setas. Rachel odiaba esas cosas, le parecían estupideces. Jeremy ya había llegado. Yo solo trataba de acercarme a ella, ya sabes, establecer algún tipo de conexión porque la veía muy encerrada en sí misma. Pero cada vez que intentaba sacar a Rachel fuera de casa me decía: «¿Qué estarán programando en el Thalia?». Como si yo debiera tener presente lo que ella echaba de menos de su vida anterior. Decía: «Quizá Los treinta y nueve escalones o El payaso de la ciudad», o lo que fuera. De modo que ese día en particular aceptó, no sé por qué. Había llovido tres días seguidos y salimos a por colmenillas. -Croft señaló el suelo del bosque y entendí que quería indicar que buscaron allí. Más o menos por donde estábamos-. Aunque Rachel no recogió nada. Fumaba un cigarrillo tras otro: tampoco sabía conducir, así que me obligaba a ir al pueblo a comprarle tabaco. En fin, salió a pasear conmigo fumando como una adicta, y cuando empezó con lo del cine Thalia, me dijo «Quizá estén dando La burla del diablo», y yo le pregunté por la película. El caso es que se pasó una hora hablándome de la puta película. Me refiero a que hasta imitaba la voz de Peter Lorre y todo, se sabía todos los diálogos, se había memorizado la película.


No recurrí a la música hasta haber salido de Indiana. Primero Croft y yo recogimos los coches y me enseñó su casa, otra belleza anidada al fondo de un caminito donde terminaba la Granja Azúcar de Sandía. Un cortafuegos dividía otros doce acres y llevaba a la interestatal, por encima de Louisville, Kentucky. Si el viento era favorable se oían los camiones. Fue allí donde Croft mencionó, como si se le hubiera ocurrido en el último momento, que la granja estaba luchando por sobrevivir contra una criatura menos quimérica que Rachel o Jeremy. La administración pensaba extender la interestatal a través de la propiedad, el proyecto representaba un contrato de cuatro mil millones de dólares para una infraestructura local que solo acortaría en diez minutos el viaje hasta Chicago. Lo meditamos juntos, escuchando atentamente para ver si oíamos el lejano rugido de los tráilers. Luego me invitó a entrar en casa y encendió la luz de la cocina para prepararme unos espaguetis. También me ofreció la habitación de invitados, pero yo quería conducir. Me dijo que usara su teléfono y casi acepté, luego decidí que llamaría a Abby desde algún lugar más al oeste, más cerca de casa, cuando ya tuviera más claro lo que quería contarle.

En la puerta, Croft me abrazó algo incómodo y yo le devolví el abrazo también algo incómodo. No había nada que aceptar ni rechazar de aquel gesto. El sobrino de Isabel Vendle no era la madre que nunca tuve, no más que la máquina de escribir. Tampoco era el padre que nunca tuve. Lo eran Abraham y Rachel, y Gowanus o Boerum Hill eran el hogar que nunca tuve, todas las cosas eran lo que eran por mucho que cambiaran de nombre, así que abracé a Croft y volví a pilotar mi coche por entre los bosques de vuelta al camino serpenteante. Me perdí un par de veces de regreso a Bloomington, pero no me detuve a pedir consejo. No había nadie a quien preguntar. Y tampoco tenía prisa.

Ya pasaba de la medianoche cuando bordeé Gary, Indiana, el hogar de los Jackson Five. En Illinois me detuve a poner gasolina y entonces me fijé en la funda de cedés del asiento trasero. De vuelta en la carretera, cargué uno en el lector del coche, el primero que cayó en mis manos: Another Green World de Brian Eno. Rock progresivo o, como habría dicho Euclid Barnes, música de troll. Llevaba toda la vida escuchando ese disco desde que lo descubrí en la sección de descuentos de la octava planta de Abraham & Straus, en la moribunda tienda de discos de detrás de la sección de sellos y coleccionismo. Mediante habilidades propias de Brooklyn, me agencié otra copia, en casete, en la tienda de discos de la calle Main de Camden Town y luego lo puse toda una noche mientras hacía el amor con Moira Hogarth. Adoraba el secretismo inofensivo de aquel disco: las oleadas de los teclados de Eno, el chelo como un serrucho de John Cale, el calado goteante de Robert Fripp. Y siempre lo asociaba a la conducción mientras los kilómetros se perdían bajo los faros del coche. Lo asociaba con un viaje en coche concreto.

Fue el invierno que me expulsaron de Camden College. Después de recibir la carta de Richard Brodeur estaba obligado a regresar al campus al menos una vez para recoger las pertenencias -libros, ropa de cama, aparato de música- que había dejado en Oswald House. De modo que Abraham, en su típico estilo de rabia silenciosa, me había llevado al norte en un coche prestado. La universidad estaba cerrada por las largas vacaciones invernales que buscaban ahorrar energía. Pese a lo cual, y ante mi insistencia, Abraham se avino a esperar en el coche mientras yo buscaba a un guardia de seguridad que me abriera la puerta de la residencia. No quería que mi padre pusiera los pies en el campus.

De regreso, atravesamos una ventisca a la altura de Massachusetts, el viento formaba un túnel de copos de nieve agitados alrededor del ojo de topo de nuestro parabrisas. Solo podía contener la vergüenza que sentía por haber decepcionado a Abraham con una especie de rabia preventiva y terca. En el punto álgido de la tormenta, mientras el coche avanzaba lentamente por aquel ciclón polar guiado por las luces traseras de un camión tambaleante cuyas ruedas iban abriendo un camino aunque fuera resbaladizo, busqué en la caja de libros y casetes del asiento trasero y, como esta otra noche, saqué el de Eno y lo puse en el radiocasete del coche. La música compuso la banda sonora ideal para la irreal ventisca. Supongo que Abraham estaba enfrentándose a un peligro real, pero la placidez sobrenatural de Another Green World parecía responder a sus esfuerzos y serenarnos a los dos. Eno cantaba «No veo las líneas entre las que solía pensar que leía…».

Con anterioridad, durantes los primeros años de instituto, cuando descubrí a los Clash y los Ramones y conocí a Gabriel Stern y Timothy Vandertooth, había llevado un disco a casa y se lo había puesto a Abraham.

– ¿Lo oyes? -le había preguntado-. ¿Oyes lo buenísimo que es? ¡Nunca ha existido una música así!

– Claro. Es maravilloso.

– Pero ¿de verdad oyes lo mismo que yo? ¿Oyes la misma canción que yo?

– Por supuesto -había dicho Abraham, dejándome a mí totalmente insatisfecho y el misterio sin resolver: ¿podía mi padre escuchar mi música? Aunque para cuando entré en la universidad ya nunca se lo habría preguntado, ni siquiera en aquel adusto viaje de vuelta a casa. Aquellas líneas de investigación estaban cerradas, así que no me molesté en especular qué podría significar para Abraham Another Green World, si notaba cómo moldeaba y aporreaba la nieve. Eno cantaba «Te sorprendería hasta qué punto dudo…».

Pensé entonces que lo que solía gustarme de ese disco y otros similares -Remain in Light, «O Superman», Horses- era el espacio intermedio que conjuraban y habitaban, un mundillo bohemio, un sueño hippy. Y ese mismo espacio, aquella proposición improbable, era lo que había acabado detestando y avergonzándome, lo que había tenido que rechazar en favor del soul, en favor de Barrett Rude Junior y su dolor desafiante y en absoluto sutil. Necesitaba música que me contara así las cosas, tal como había aprendido que eran en la ciudad interior. Another Green World era como la película de Abraham: demasiado frágil, demasiado fácil de estrangular… Yo quería una canción más dura. Yo sabía cosas que B. Eno y A. Ebdus ignoraban, y no podía permitirme cargar con ellos ni con su inocencia del mismo modo que Mingus no podía hacerlo conmigo.

Aquel intermedio ruinoso era de lo que había escapado Cangrejo Huidizo. Era el mismo espacio que los comunistas y los gays y los pintores de celuloide imaginaban que encontrarían en Gowanus, solo para acabar convertidos en cuñas involuntarias para los renovadores, en una bola de demolición racial. El aburguesamiento era la cicatriz de un sueño, Utopía el espectáculo que siempre cerraba una noche de estreno. Y no era tan distinto del espacio que Abraham no deseaba ver abrirse para dar la bienvenida a su película, un espacio de la amplitud de un final de verano, un lugar donde Mingus Rude siempre acertaba en los lanzamientos de Spaldeen, siempre conseguía home runs.

Todos suspirábamos por esos espacios intermedios, esas horas veraniegas cuando Josephine Baker se destruía en París, cuando «Bothered Blue» coronaba las listas de éxitos, cuando un Elvis adolescente que todavía soñaba con su primera grabación se sentaba en los Sun Studios a mirar a los Prisonaires, cuando un gran graffiti cruzaba fugazmente una estación de metro renovando momentáneamente el mundo, cuando los tocadiscos de patio escolar se enchufaban a una farola de la calle, cuando la vida fluía. No había ido a Indiana a ver una máquina de escribir ni a encontrarme con Croft, sino a desandar aquel camino al anochecer y ver el espacio intermedio que los Azucarillos de Sandía le habían arrebatado al mundo antes de que los constructores de autopistas se lo devolvieran, igual que había ido a casa de Katha para ver el camastro que le reservaba a su hermana, a escuchar los raps de M-Dog. Un espacio intermedio se abría y se cerraba en un abrir y cerrar de ojos, si parpadeabas te lo perdías. Quizá también Camden había sido uno alguna vez, antes de que el dinero lo contaminara. Quedaban las huellas. Con ese mismo espíritu y siguiendo los principios de Rachel a mí me habían empujado como un dedo ciego para probar un espacio inexistente, un chico público integrado en escuelas públicas que justo entonces estaban siendo abandonadas, que se estaban convirtiendo en un mero ensayo de prisión. El error de Rachel era muy bello, muy estúpido, muy americano. Había aterrorizado mi mente infantil. Abraham había tenido una idea mejor, había tratado de abrirse ese espacio intermedio día a día, a solas en su estudio. Si el triángulo verde no llegaba a tocar la tierra antes de que Abraham muriera y la película quedaba inacabada, nunca habría caído… ¿no es cierto?

Brian Eno cantaba «¿Cómo puede pasar tan despacio el tiempo?» mientras atravesábamos la tormenta de nieve. Abraham y yo nos dejamos llevar por el túnel borroso, imposibles de rescatar pero al menos tranquilos por un instante, ocupados en nuestra tarea: un padre lleva a su hijo de vuelta a casa, a la calle Dean. No nos acompañaban Mingus Rude ni Barrett Rude Junior, ninguna postal de Cangrejo Huidizo ni ninguna carta de Camden College metida en el buzón. Estábamos en un espacio intermedio, en un cono de blanco, padre e hijo avanzábamos a cierta velocidad. Uno junto al otro, no tanto en silencio como inactivos, éramos dos ejemplos de garabato humano, de clave humana, de sueño humano.


Just Walking in the Rain de Jay Warner, no leído por D. Ebdus, da una versión de la vida de los Prisonaires.


«It Was the Drugs», letra de Chrissie McClean.


Entre las muchas personas a las que debo dar las gracias, me gustaría mencionar al menos a Elizabeth Gaffney, Lynn Nottage, Sarah Crichton, David Gates (el hombre de la casa abandonada), Christopher Sorrentino, Lorin Stein, Julia Rosenberg, Walter Donohue, Zoë Rosenfeld, Bill Thomas, Richard Parks y Yaddo.


Y sobre todo a Christina Palacio, Karl Rusnak, Dione Ruffin y a mi hermano Blake.

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