11

Allí era un aficionado, tan neófito al cruzar aquellas puertas como lo había sido en Los Ángeles al entrar en el sanctasanctórum de Jared Orthman. Solo que esta vez era un aficionado rodeado de profesionales. Todas las madres y abuelas negras e hispanas, todos los grandullones amigos de otros grandullones, todo el mundo menos yo sabía cómo se visita una prisión. Empezaron a demostrar su experiencia justo después del aparcamiento, todavía lejos de la alambrada exterior, donde giraban los taxis que llegaban de la estación ferroviaria de Watertown y la terminal de autobuses, donde el autocar de Nueva York lleno de familias de presidiarios descargaba el pasaje y esperaba mientras el conductor fumaba cigarrillos de liar y se arrancaba hebras de tabaco de los dientes. Allí los visitantes formaban una cola para recorrer una casucha alargada, un pequeño tráiler de aluminio apoyado en bloques de hormigón. La tarde anterior había llovido, mientras conducía lejos de la ciudad, seguía lloviendo cuando reservé habitación en un motel cerca del centro y también llovía esa mañana mientras me desayunaba unas salchichas en un Denny’s. Ahora nubes grises verdosas cubrían la prisión y se reflejaban en la grava encharcada a nuestros pies. Solo yo levantaba la vista al cielo y la bajaba al suelo mientras me apresuraba por conseguir un sitio. Dentro del tráiler, tres guardias -llamados funcionarios de prisiones- dirigían un puesto avanzado para cuestiones burocráticas en el que mostrábamos las identificaciones, firmábamos formularios varios, dábamos nuestra dirección, declarábamos nuestra relación con el prisionero, admitíamos entender el reglamento, etcétera. Todos menos yo sabían el número del interno que habían venido a visitar. Yo solo sabía el nombre de Mingus, con lo que obligué a un aburrido comisario a rebuscar en un grueso archivador hasta dar con los dígitos. El baño del tráiler era nuestra última oportunidad para orinar. Todo el mundo la aprovechó, sabían lo que se hacían. Hice cola, esperé. La única cabina del tráiler era la última que veríamos y también estaba permanentemente ocupada. Pensé en llamar a casa a ver si encontraba a Abby. Pero la cola era demasiado larga.

En lo que estaban más puestos los visitantes era en esperar con total deferencia. Habían olvidado quejarse hacía tiempo. Esperamos en una zona de seguridad tras otra mientras avanzábamos paulatinamente hacia el interior del complejo de Watertown. Primero, aprobados por una mano invisible, salimos del tráiler por senderos de cemento pintados de naranja y amarillo fosforescentes. Me resultó imposible evitar el miedo a que me dispararan desde una torreta de vigilancia por cruzar las líneas, porque ahora, una vez perdido de vista el tráiler y el aparcamiento, Watertown entero, nos vigilaban desde las torres de hormigón. Luego atravesamos la denominada «puerta A/B»: una jaula metálica electrificada de modo que las puertas A y B nunca estuvieran abiertas a la vez. Después de dejarnos inspeccionar desde la ventanilla de un despacho, se oyó un zumbido muy fuerte que ordenaba la desconexión del circuito. Los pasadores de la puerta de atrás se cerraron de golpe y la puerta de delante se abrió para permitirnos salir de la jaula.

Y con eso entramos, más o menos. La prisión no era, como yo había imaginado, un único edificio, un Gormenghast de piedra o una Estrella de la Muerte de hierro, sino un conjunto de estructuras y verjas y puertas, un inhóspito rancho para ganado humano. Dividiéndolo todo había zonas de seguridad, fosos de cemento inmaculado y alambradas de protección. Y, sorteadas las puertas que nos abrieron unos funcionarios vestidos de gris y con aspecto de esclavos, llegamos a un interior típico de institución, como un colegio de la década de 1960 o las salas de urgencias de un hospital, cubierto de baldosas verdes y paneles de madera mate por el desgaste. Todos los lugares que pisamos en aquel acoso al visitante parecían provisionales, adaptados a un uso temporal, a pesar de que probablemente era el que le daban desde hacía años.

Después comprendí que cada prisionero tenía que ser localizado, cacheado y conducido a la sala de visitas oculta en las profundidades entre aquellas paredes y que por tanto no había ninguna razón para que los guardias acabaran con nuestra burocracia hasta que no hubieran escoltado al prisionero hasta la sala. En aquel lugar no existía el tiempo, el tiempo no tenía valor. No éramos clientes a los que complacer o tranquilizar. Sin embargo, pese a la espera, siempre me sorprendían cuando decían mi nombre y me sentía culpable porque estaba mirando en la dirección equivocada distraído por lo que había colgado en las paredes, carteles amarillos, memorandos de diez años de antigüedad en los que pedían que «los sargentos de bloque permanezcan en sus puestos hasta la llegada de los sargentos de bloque de relevo» y prohibían que «las visitantes lleven faldas que no alcancen el largo mínimo de cinco centímetros por encima de las rodillas», anuncios de servicios chárter o guardería, de clínicas abortistas o asociaciones para alcohólicos y una larga lista hipnótica, fotocopiada hasta convertirla en un borrón rúnico, de productos del economato: pasta de dientes, 1,39 $; peine, 19 cent.; ketchup, 19 cent.; bote de pollo, 1,79 $; bote de judías con lima, 89 cent.; bote de café instantáneo, 1,59 $; mantequilla de cacahuete, 1,39 $; suavizante, 1,29 $; redecilla pelo, 29 cent.; bollo, 25 cent.; bollo chocolate, 30 cent., y así hasta el final, la lista era hechizante sin ningún esquema, horrible.

– Ebdus.

– Sí.

– Fuera cinturón y zapatos, vacíe el contenido de los bolsillos en la caja de madera.

Avancé con andares de pato, solo a mí tuvieron que darme explicaciones.

– Todo en la caja.

Me vacié los bolsillos, les ofrecí mis zapatos y el cinturón.

– Nada de bolígrafos.

Me encogí de hombros.

– Tírelo aquí.

– Claro.

Dejé mi bolígrafo en un cubo de basura metálico de color verde. Otros visitantes atravesaban el detector de metales mientras yo jugueteaba con mis porquerías.

– ¿Qué es ese anillo?

– Anillo de bodas.

– ¿Por qué no lo lleva puesto?

– Eh… es el anillo de bodas de mi madre. Lo llevo conmigo, pero no me entra.

«No me lo haga poner», rogué. La funcionaria bizqueó, frunció el ceño, lo dejó pasar. Había otra cosa más interesante.

– ¿Qué es eso?

– ¿El qué?

Señaló un tapón de oídos cónico de color naranja pálido que sobresalía de la montaña de monedas y llaves de coche que había dejado en la bandeja de madera junto al anillo. El tapón se había desplegado, se había abierto como suelen hacer las espumas.

– Un tapón para los oídos -dije.

– ¿Para qué?

Consideré el aspecto del tapón, su forma vagamente sexual, con ojos de funcionaria.

– Para el avión.

Lo miró detenidamente. Entonces me pregunté si no le parecería algo relacionado con drogas.

– ¿Eso es para el avión?

– Para no oír el ruido de los motores y poder dormir.

– ¿Solo uno?

– Supongo que el otro se ha perdido.

– Hum…

Nunca había sopesado las implicaciones burguesas de un tapón para los oídos. La funcionara puso mala cara, pero dejó la bandeja con mis cosas en el extremo alejado de la barrera.

– Deme su mano derecha, señor. -Me marcó los nudillos con un sello invisible-. Coja su bandeja, señor.

Una vez del otro lado, empecé a calzarme y a guardarme las cosas en los bolsillos.

– Aquí no, señor.

– ¿Qué?

– No puede quedarse en esta área. Llévese la bandeja a aquel banco de allí.

Nos llamaron a cinco para examinarnos las manos con una varita luminosa que resaltaba el violeta. Las llaves del cinturón del oficial de escolta eran de diversos tamaños y formas, algunas tan modernas como la llave de contacto de mi coche alquilado y otras tan medievales como las del alguacil de El Mago de Id. Mientras nuestro grupo avanzaba por el corredor aprendí otra arte sutil, la de ralentizar la marcha para que el funcionario, que se retrasaba para cerrar la puerta a nuestras espaldas, tuviera tiempo de adelantarnos para abrir la puerta que nos esperaba por delante.

Traté de absorber la docilidad experta de los demás como un bálsamo. Empecé a entender entonces que nos estaban transformando en internos como recompensa por haber pedido entrar. Habíamos atravesado siete u ocho niveles de seguridad cuando me condujeron a la sala de visitas de Mingus Rude, una sala de baldosas azul claro con olor a lejía. Nos separaba una ventana de plexiglás cubierta de diminutos arañazos y teníamos que hablar por teléfono.


Al principio, Mingus tuvo que hablar por los dos. Yo no encontraba las palabras.

– D-Man. No me puedo creer que seas tú, mierda.

Asentí.

– Mírate. Cómo has crecido, chaval. ¡Ja!

Yo había regresado desde aquella distancia en la que Mingus a veces me había parecido un mito, un imposible. Ahora lo tenía ante mí, en carne y hueso extremadamente humanos. Porque Mingus estaba en los huesos, tenía el blanco de los ojos de un amarillo enfermizo, llevaba el ridículo bigote a lo Fu Manchú de su padre y una sudadera roja asquerosa; en su ancho mentón se veía una incisión y una cicatriz unía su ceja arqueada con el párpado. Con todo, me convencí de que no tenía mal aspecto o al menos que no era tan distinto del hombre que yo recordaba. Había visto cierto parecido con Mingus en la fotografía de la portada de Bothered Blue, pero ahora, pese al bigote, no veía a Mingus en relación a su padre. Mingus era solo Mingus, el ídolo caído de toda mi juventud, mi mejor amigo, mi amante. Sentado frente a él, supe que Mingus ya se había hecho un hombre antes de la última vez que nos habíamos visto, el día del tiroteo. Detestaba recordar al muchacho que me encontré en el espejo la primera vez que entré en la residencia estudiantil de Camden: un chico asustado, desesperado por impresionar con su nuevo corte punk, que continuaría su vida fingiendo que ni sabía ni había visto todo lo que sabía y había visto.

– No me lo creo. ¿Dónde has estado, hijo?

Mingus hablaba como si retomara la conversación donde la habíamos dejado, un año antes de graduarme en Stuyvesant. Como si esas últimas décadas hubiera estado en el instituto en Manhattan y sencillamente lleváramos unos meses sin cruzarnos en la calle Dean y chocar los cinco.

Bien, pues, ¿dónde había estado? Contesté:

– En California.

– Ya, ya, tu padre me dijo que te habías marchado. Un día de estos tengo que irme para allá: el Estado del Oro, maldita sea. -Como Marilla, Mingus sencillamente no había encontrado el momento-. Dillinger se nos ha ido al oeste a echar un vistazo al Estado del Oro. Pero aunque el chico vive a lo grande, no reniega de sus raíces y vuelve para dejarse ver.

Mingus estaba escribiendo una novela, envolviendo mi incomodidad con su calidez de viejo narrador. No tenía sentido, solo era un regalo que acepté agradecido. No mencionó la naturaleza peculiar del escenario de nuestro reencuentro, pese a que su espectáculo tenía que pasar por un intercomunicador. El escenario no lo soportaba. Su sonrisa era cálida, el aspecto radiante de Mingus del otro lado del plexiglás parecía indicar que poseía una visión binocular que excluía los alrededores. Recordé cómo la ciudad había retrocedido ante nosotros al subir al paseo del puente de Brooklyn a contemplar las pintadas de las paredes y pensé entonces que aquel siempre había sido uno de los talentos de Mingus.

– Arthur no podía venir -dije, como si Arthur fuera el amigo infiel-. Pero os envía algo de dinero para el economato.

– Arthur siempre cuida a un hermano -dijo Mingus. No tenía intención de herirme, solo de extender su gratitud beatífica también a Arthur-. Sé que le he fallado a Arturo más de una vez, pero es un colega y siempre contesta al teléfono.

– Cuento con él para que me mantenga informado -mentí. No había mantenido más contacto con Arthur que con Mingus. Y no había tenido noticias de Mingus hasta que Abraham y Francesca sacaron el tema en Anaheim, en la cena con Zelmo Swift.

– Al hermano pequeño le va bien -dijo Mingus, liberándome de la cuestión-. El tipo está gordo y feliz.

– Bueno, gordo seguro.

Mingus resolló, demasiadas risas para semejante broma.

– Basta, por favor -dijo, fingiendo-. Ya lo sé. Mira que le digo que va a tener que soltar algún kilo si quiere pillar esposa.

La palabra nos hizo callar: casi con cuarenta años, se nos habían pasado algunas etapas de la vida. No teníamos esposa. Mingus, al menos, tenía una excusa para no haber salido con ninguna mujer últimamente. Sobre Abby no había nada que yo pudiera decir sin resultar fatuo o autocompasivo. La distancia que separaba la calle Dean de mi vida en Berkeley me pareció una brecha insalvable.

Durante el lapso de silencio escuché los murmullos que nos rodeaban: una conversación por los teléfonos de los visitantes, la cháchara despreocupada de los funcionarios de prisiones de la puerta y, de una de las cabinas, una voz llorosa.

– He visto a Junior -dije.

– ¿En casa?

– Ayer. Con Arthur.

– Mi viejo -dijo Mingus con sencillez, con la mirada tímida-. No sale de casa.

– Me alegré de verle.

– Él también debió de alegrarse de verte.

No supe qué contestar, así que volvimos a quedarnos en silencio por segunda vez. Mingus había dejado de hablar en jerga, y con ella había perdido también su falsa verborrea. Me avergoncé de echarla de menos.

Mingus se atusó los largos bigotes, se acarició la barbilla. Su lado del cristal estaba salpicado de saliva, pruebas del entusiasmo de su actuación, ya desaparecido. Le miré a los ojos, ojos legañosos de un desconocido. No podía preguntarle a Mingus en qué se había convertido -si la encarcelación lo había derrumbado la primera vez, a los dieciocho años, o qué había significado para él la vida entre las dos condenas-, como tampoco lograba imaginar cómo confesarme con él. No servía de nada contarle en qué me había convertido en California y decirle que, a pesar de todo, recordaba lo que habíamos compartido.

– Arthur dice que Robert también está aquí -dije, despreciándome a mí mismo por el modo despreocupado en que hablaba. El corazón me latía con fuerza.

– Muchos hermanos de los viejos tiempos están aquí -contestó Mingus. Tal vez sus palabras fueran de reprimenda, no estaba seguro-. Donald, Herbert, un montón.

Yo no recordaba ni a Donald ni a Herbert. Quizá Mingus lo supiera.

– ¿Robert y tú os veis mucho? -Las preguntas bobas se me ocurrían como caídas del cielo, sin poder evitarlas.

– Di la cara por Robert hasta que ya no pude permitírmelo. -Entonces la voz de Mingus adoptó cierta dureza carcelaria y dejó de mirarme-. Nuestro Robert no para de buscarse problemas. Le tuvieron que trasladar a una zona protegida.

– Oh.

– Mira que le avisé, pero el muy capullo no escucha.

Para desviar la rabia que parecía haber destapado, dije:

– En realidad, el dinero que envía Arthur es para los dos.

– Pon el mío a nombre de Robert. Le hará falta.

– ¿En serio?

– Tal vez aún esté a tiempo de pagar su deuda. De todos modos, yo estoy en medio de una protesta contra esos cabrones, me quitaron los sellos.

– ¿Los sellos?

– Para las cartas. Sellos de correo, tío.

– ¿Qué pasó?

– Tenía treinta dólares en sellos de correo en mi litera, en Auburn. Cuando me trasladaron aquí se suponía que los mandarían…

Mingus se lanzó a una tortuosa narración sobre errores burocráticos. La penitenciaría de Watertown prohibía los sellos porque eran dinero en papel, podían usarse como pagarés. Los sellos de Mingus deberían haberse convertido en fondos para su cuenta del economato, pero los habían colocado con las pertenencias que le esperaban para cuando saliera. Mingus rellenó los formularios de queja, pero los sellos en cuestión se habían perdido en un limbo entre ambas prisiones, entre los reglamentos de una y otra. Mingus me contó la historia disfrutando del hecho de sentirse perseguido, con un placer que solo cabía calificar de kafkiano. Supongo que en un mundo de privaciones la cosa más pequeña puede convertirse en un fetiche. Me dolió. Quería gritarle: «¡Olvida los sellos, por amor de Dios, te compraré treinta dólares más en sellos si los quieres!». Pero los sellos eran la causa de Mingus, y siguió clamando por ella. ¿Qué eran treinta dólares comparados con una causa? Además, la palabrería de cualquiera solo tenía una dirección posible, contener la herida por la que sangraban horas, días, años. Intenté que el monólogo no me hiciera perder la paciencia.

– Te he traído otra cosa -dije cuando Mingus hizo un parón para recuperar el aliento.

Me miró con expresión confusa.

Me metí la mano en el bolsillo con la máxima discreción.

– Te lo he guardado -dije, y empujé el anillo hasta el borde del plexiglás, como en un cajero.

– Guarda eso -dijo. Gesticuló disimuladamente con la mano para indicarme que lo escondiera bajo la mesa-. Lo confiscarán.

Tapé el anillo con la mano. Pero no podía abandonar la misión de rescate.

– He venido para esto… O sea, quería verte. Pero el anillo te pertenece.

– Nunca fue mío.

– Pues ahora sí.

– Mierda.

Mingus se había vuelto frío y precavido, como si le hubiera pedido que recordara cosas que no podía permitirse rememorar.

– ¿Cómo puedo hacértelo llegar? -dije, pensando como un imbécil «Si hubiera sabido lo del sello hermético, habría preparado un pastel».

– Guárdalo.

– Podría servirte para escapar de aquí -dije, en voz baja.

Esa vez Mingus se rió con amargura pero sinceramente.

– ¿Por qué no?

– Eso no serviría ni para entrar aquí.

El resto, hasta que agoté mi tiempo, fue charla superficial. Mingus quería saber de mi padre, de modo que le conté el homenaje recibido en Anaheim. Mencioné a Abby, omití el color de su piel. Incluso volvimos a hablar de los sellos. Mingus preguntaba pero no escuchaba mis respuestas. Se había levantado un muro entre los dos. Después, me sacaron de allí, inspeccionaron mis nudillos en busca del sello fosforescente del hombre libre. De salida, fiel a lo prometido, deposité doscientos dólares en la cuenta del economato de Robert Woolfolk.

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