17

Stately Wayne Manor están programados entre Miller Miller Miller & Sloane y los Speedies, el cartel entero es una batalla entre bandas de instituto cuyos miembros pertenecen a la Escuela de Música y Arte, Stuyvesant, Escuela-de-la-Calle, politécnico del Bronx, Dewey o dondequiera que estudien o dejen de estudiar los Speedies. La acera de Bowery está atestada, nadie comprueba los carnets de identidad, hay niños de doce años y chicos de los primeros cursos de secundaria por todas partes. Las chicas son increíbles, sensacionales, se agolpan frente al CBGB con sus vestidos estampados, sus pintalabios años cincuenta y el pelo cardado, se han cubierto los granos con maquillaje y encienden los cigarrillos protegiéndolos de la brisa, sus brazos desnudos tienen la piel de gallina. Iluminan la noche, son aves del paraíso capaces de provocar temblores en hombres adultos pero allí no hay más adultos que algún que otro vagabundo víctima del delírium trémens. Mil novecientos ochenta y uno, los adolescentes gobiernan la noche de Manhattan, fuman porros abiertamente y dentro del minúsculo antro piden cerveza en vasos de plástico. Dúos o tríos de chicos vestidos de cuero y vaqueros pululan alrededor de los grupos de chicas, falsifican sellos de entrada con bolígrafo y se abren camino hacia el escenario a empujones o se entretienen fuera pasándose botellas de algo más fuerte y, de vez en cuando, empujándose a la calzada entre gritos de falsa hostilidad. Llega alguien y descarga de una furgoneta guitarras y amplificadores cubiertos de pegatinas. Todo el mundo admira los dedos vendados del guitarrista, se ha roto tres nudillos al reventar la ventanilla de un coche, enfurecido por algo que una chica dejó sin respuesta al marcharse. De todos modos, esta noche va a tocar, con mitones, es un héroe del mundo del espectáculo.

En un vestíbulo cercano un hombre entra en un ascensor de vuelta a la habitación en la que vive desde 1953.

Un coche de la policía aparcado en Rivington se sacude levemente, a un poli le están haciendo una mamada en el asiento trasero mientras su compañero vigila en la esquina de Bowery y espera su turno. Es probable que exista un código para esta operación: «el cochecito» o «un 0-5-0».

Aquí las paredes lucen pintadas punks, otro tipo completamente distinto de graffiti: una A dentro de un círculo que significa anarquía escrita en unas mayúsculas que recuerdan a grupos como los Mice y Steaming Vomit, cuya huella más duradera puede que haya sido precisamente ese detalle.

Esta noche el plan del grupo de Stuyvesant es mejor de lo habitual, los padres de alguno de ellos se han ido de fin de semana y hay perspectivas de ir a hartarse de ácido en el piso. El fin de semana, todo pasa en fin de semana, como si no estuviera a solo un día de las clases, como si tu vida hubiera cambiado en algo. Puedes enfrentarte al sistema y ver algún espectáculo en martes o miércoles o ir al Bowl-Mor, un local de la University Place abierto las veinticuatro horas y que anuncia «Bolera y rock’n’roll»; pero por ese camino te esperan demasiados impedimentos y errores, los destinos donde tocan fondo los estudiantes de la Escuela-de-la-Calle o tu instituto local. Como a Tim Vandertooth, quizá no vuelvan a verte.

Por lo tanto, arréglate y finge que no os veréis todos en chándal el lunes por la mañana, con resaca y una vergüenza de morirse.

Dentro, Miller Miller Miller & Sloane terminan su actuación. Su famoso bis consiste en un número cómico: el batería aparece por detrás cantando «Respect» de Aretha Franklin, que se puede adorar sin correr peligro en el marco irónico que proporcionan unos chicos blancos del Upper West Side tocando en el local punk más famoso del mundo.

Hay que admitir que es una gran canción y que todos la tararearán al día siguiente si el LSD no borra de su cerebro todo recuerdo de la noche.

Stately Wayne Manor actuarán dentro de quince minutos.

Dylan Ebdus pulula entre la muchedumbre junto a la base de la tarima, a pesar de que solo ha visto al grupo unas cien veces entre conciertos pequeños y ensayos en el local de Delancey. Su amigo Gabe Stern toca el bajo en los Stately Wayne Manor: es un autodidacta del escenario, como Sid Vicious. Dylan viene a ser el quinto miembro de los Manor, se sabe su escaso repertorio de memoria, les diseña los pósters a mano, es confidente de las quejas de sus novias.

A veces se pega el lote con ellas.

Tal vez algún día se acueste con ellas.

Las novias actuales y futuras conforman buena parte del público que abarrota el bar cual barra de refrescos en un cómic de Archie. Ninguno de los tres grupos tiene un solo seguidor mayor de edad. Cualquiera de ellos aseguraría sin duda que ha visto tocar a los Talking Heads en el minúsculo escenario del CBGB y estaría mintiendo, puesto que debían de tener doce o trece años la última vez que el grupo tocó allí. Puedes crecer en una ciudad en la que se está haciendo historia y aun así perdértelo. En la actualidad Talking Heads tocan en las pistas de tenis de Forest Hills: compras una entrada en el sótano de Abraham & Straus y vas a Queens en metro como cualquier otro pringado.

La clave para casi todo consiste en fingir que tu primera vez no es tal.

El viaje de ácido de esta noche es solo el ejemplo más a mano.

Linus Millberg, amigo de Dylan, emerge del gentío con un vaso de cerveza y grita:

– Dorothy es John Lennon, el Espantapájaros es Paul McCartney, el Hombre de Hojalata es George Harrison y el León es Ringo.

Star Trek -ordena Dylan por encima de la gangosa música country que pinchan en el CB entre actuación y actuación.

– Fácil -responde a gritos Linus-. Kirk es John, Spock es Paul, Bones es George, Scotty es Ringo. O Chekov, después de la primera temporada. Da lo mismo, es un Ringo mezcla de Scotty y Chekov. Los suplentes son siempre Georges y Ringos de repuesto.

– Pero ¿Spock, el que no tiene corazón, y McCoy, el que no tiene cerebro, no son como el Hombre de Hojalata y el Espantapájaros? Y, por tanto, ¿Dorothy no sería Kirk?

– No te enteras. Eso son coincidencias superficiales. Lo de los Beatles es un arquetipo, la formación humana básica. Todo, de manera natural, acaba adoptando la forma de los Beatles. Es inevitable.

– Repíteme los tipos.

– Progenitor responsable, progenitor genio, hijo genio, hijo payaso.

– Vale, ahora con La guerra de las galaxias.

– Luke es Paul; Han Solo, John; Chewbacca, George, y los robots son Ringo.

Tonight Show.

– Ah, Johnny Carson es Paul; el invitado, John; Ed McMahon, Ringo, y como-se-llame es George.

– Doc Severinson.

– Sí, ese. ¿Ves? Todo gira en torno a John, incluso Paul. Por eso John es el invitado.

– Y Severinson es callado pero tiene talento, como un wookie.

– Empiezas a entenderlo.

Dylan esta noche es el encargado de comprar el LSD, guarda el dinero de todos, ciento noventa pavos que, por costumbre, ase con fuerza en la mano que lleva en el bolsillo. El orgullo le impide atender a la llamada de un hábito aún más arraigado y transferir el fajo a un calcetín. La tarea de pillar ácido ha recaído en Dylan y Linus Millberg por dos razones: a) son clientes habituales de un camello, un gay de la calle Novena que vende a los chicos de Stuyvesant en su apartamento; b) no tocan en el grupo.

Linus Millberg es un prodigio de las matemáticas, un estudiante de segundo que sale con los de tercero, ex tímido.

– Si vamos ahora volveremos a tiempo de ver a los Speedies -dice Linus.

– Vale, solo un minuto.

– Hace una hora que deberíamos haber ido.

– Vale, ya lo sé. Espera solo un momento. Ve a buscarme una cerveza.

Linus asiente y se dirige de nuevo al bar.

A Dylan le satisface vagamente el servilismo de cachorro de Linus, tal vez porque en el grupo de los Stately Wayne Manor le sirve para enmascarar el suyo. Tiene muchas cosas guapas ser colega del grupo en lugar de tocar con ellos. Aunque, en general, es un coñazo. De ahí nace su parsimonia: Stately Wayne Manor nunca ha tocado en el CB y Dylan no quiere perderse la parte de glamour que le toca por el debut.

Guarda cierta relación con estar junto a Henry cuando colaba en el tejado una pelota que tú habías recogido en la calle.

También está el factor dramático: saber si Josh, el cantante, saldrá borracho o si Giuseppe, el guitarrista, podrá tocar con las manos vendadas. Aunque los acordes de Manor hasta tú podrías sacarlos tocando el mástil de una Stratocaster con el codo o un pie.

– He visto a la Gawce, está estupenda.

Linus ha vuelto con las cervezas.

– Está la Gawcester, Ebdus -repite-. Será mejor que esta vez hagas algo.

Linus lleva razón: otro factor de la parsimonia es Liza Gawcet. Liza es una estudiante de primero que quizá le guste a Dylan. La chica tiene un toque de queda de todos conocido, de modo que después no estará, cuando se droguen o jueguen a los bolos: no habrá más oportunidades. Dylan había filtrado el hechizo que le producía su belleza de rubia silenciosa recién desarrollada entre una red de alcahuetas, sorprendido y horrorizado de que semejante sistema de ligue por representación funcionara con él como había funcionado para todos con los que él mismo había colaborado. También a ella quizá le gustara Dylan, tal era el mensaje que había filtrado de vuelta la cuadrilla femenina de Liza.

Dylan hablaría con ella esa noche si lograba separarla de su pandilla, una operación arriesgada.

El modo en que las medias de redecilla de Lisa asoman por sus OshKosh B’Gosh rotos en las rodillas y el culo es aniñado y excitante, como si se hubiera enfundado las medias punk por debajo de una ropa que no se había quitado desde que jugaba a la rayuela en quinto curso.

Se podían tener dieciséis años y seguir sospechando que escondías deseos pederastas.

Toda la banda ha estado soltando risitas al hablar de Liza, encolerizando así a sus novias de segundo, pero Dylan está en situación de ventaja.

– Tú eres guapo de cara, Josh tiene un cuerpazo, Gabe toca en el grupo y yo soy capaz de entablar conversación con cualquiera: si nos combináramos en una sola persona podríamos follarnos a cualquier tía del instituto.

– Calla.

– Vale, pero haz algo.

– Ve a preguntarle si quiere conocer a un camello.

El milagro de Linus es que siempre está dispuesto a hacer un favor. No es cuestión de valor, sino de maleabilidad. Por ejemplo, a instancias de Gabe, Linus había robado una pizza que estaba enfriándose en el mostrador de Famous Ray’s y recorrido con ella todo el camino hasta Washington Square. Ahora Dylan observa mientras Liza Gawcet y sus amigas escuchan la exuberante propuesta de Linus. Linus señala hacia la puerta, luego al sello de la mano, explicándoles que los dejarán volver a entrar sin problemas.

Y Liza Gawcet asiente.

Los amplificadores de Stately Wayne Manor están a punto y el grupo espera en el camerino fumando porros, comportándose como un grupo, haciendo esperar a la gente. Que les jodan. Dylan oye los acordes introductorios, los principios en falso y las bromas privadas, todo en su cabeza. Gabe tocará y no verá a Dylan desde el escenario y luego le preguntará y Dylan le contestará: «Yo tampoco he visto a Gawcet, ¿y tú?». Que se pregunte lo que quiera.

Eh, a lo mejor estaba de suerte. Tal vez se colocarían en casa del camello y Liza se saltaría el toque de queda.

De todos modos, está contento de protegerla del momento de gloria de los Manor. No le impresiona descubrir que los celos de la banda se retuercen en su corazón, solo con echar un vistazo a su corazón descubriría que tiene catalogados todos los malos sentimientos.

En la acera adoptan una formación chico-chico y chica-chica porque Dylan todavía no ha hablado directamente con Liza. Pero, joder, Linus y él conducen a las de primero lejos del CB por Saint Marks Place.

Avanzan por la noche urbana dentro de una burbuja vertiginosa. Adolescentes mayores que ellos, hombres con carritos de la compra, taxis, todos retroceden hacia los márgenes, invisibles.

– Mary es John; Lou, Paul; Murray, George; Ted Baxter, Ringo.

Linus seguirá con lo mismo hasta que le manden parar, pero Dylan no quiere que pare, sirve para dar conversación.

– Esa es buena.

– Yo no me lo he inventado -dice Linus-. Es el patrón esencial de agrupación humana.

– O sea que, según tú, por eso Stately Wayne Manor están condenados al fracaso. Porque no siguen bien la dinámica Beatles.

– Pues claro, es triste pero evidente.

– Andrew se cree que es John y nadie quiere ser Paul.

– Todos se creen John. Son cuatro intentos de John. Son como cuatro Georges. Sin ningún Ringo que alegre la cosa.

– ¿Ninguno es un verdadero John?

– Tal vez Giuseppe. Da igual. Sin un Paul conciliador, John es igual de malo que George.

– Yo creía que George no se metía con nadie, que el tipo solo quiere, bueno, escribir un tema por álbum y tocar el sitar.

– No, no. George es malvado. Quiere usurpar el puesto de John. Es su naturaleza.

«¿Chewbacca quiere usurpar el puesto de Han Solo?» En fin. Dylan dice:

– Entonces van a tener que separarse.

– Sin duda.

– Volvamos a decírselo.

Las chicas empiezan a prestar atención.

– ¿Los Stately Wayne Manor se separan? -pregunta Liza Gawcet.

– Esta noche -bromea Dylan, y lo sorprendente es que antes nunca se le había ocurrido.

No había dudado ni por un momento que el grupo ficharía por una discográfica, se haría famoso; que serían un cuadrángulo exclusivo de por vida. Ahora que cae en la cuenta de que es poco probable, sus celos transmutan en generosidad: los Stately Wayne Manor no van a ninguna parte, así que mejor que esta noche toquen en el CBGB. Vaya, al menos que duren un mes más y consigan telonear en Halloween a los Heartbreakers de Johnny Thunders en el Roxy.

Mientras, Linus intenta explicarles a las chicas la dinámica Beatles con la ayuda de su ejemplo más torpe hasta la fecha.

– …La razón por la que nunca saldrán de la isla es que Skipper es un Paul muy flojo y Gilligan es un John que preferiría ser Ringo. Si prácticamente se enfrenta con Míster Howell para conseguir el estatus de Ringo. Además, el profesor es un George de lo más dominante. Lo tienen jodidísimo…

Cuando una de las amigas de Liza pregunta qué pasa con las chicas, Linus contesta, impaciente.

– Las chicas dan igual -responde, antes de pensar.

Dylan decide aprovechar la brecha.

– Un grupo de rock exige cierta química -dice en tono inquietante-. ¿Habéis visto Quadrophenia?

– Claro.

– Pues así. Es como… las cuatro caras de los Who.

Liza lo mira sin entender, como si ella considerara Quadrophenia algo así como «la peli esa en la que sale Sting». Dylan está cada vez más desesperado. Las medias de rejilla no son lo mismo que un vocabulario cultural. Ha quedado demostrado en varias ocasiones que hablar con las chicas de secundaria con la palabrería irónica y salpicada de referencias que constituye la única conversación fácil de Dylan es como hablar con la pared.

– Creo que a mí, sobre todo, me gustan los grupos con un miembro que tenga una personalidad muy marcada -dice ella-. Como los Doors.

Dylan queda traumatizado por partida triple. Liza ha captado la esencia del concepto de Linus escondida tras la cortina de humo del ejemplo de La isla de Gilligan; después, con igual premura, la ha desestimado, lo que significa una gran agilidad. Por otro lado, lo cual es profundamente deprimente, le gustan los Doors. Peor aún -si Dylan ha entendido bien la implicación-, ¿quiere decir eso que piensa que en Stately Wayne Manor hay una personalidad marcada?

Pero ya están en la calle Novena con la Segunda Avenida, cerca del portal de su contacto, y Dylan quiere centrar la atención en sus conocimientos criminales. «Liza ha dicho que quería conocer a un camello.»

– No puedo subir a tanta gente, no mola -dice Dylan. Y como si la selección fuera arbitraria, añade-: Eh, Liza, sube conmigo. Linus se quedará abajo con las demás.

Linus le sigue el rollo y, encorvándose de espaldas y entornando los ojos, replica:

– Nos quedaremos vigilando.

– Vigilando ¿qué? -pregunta una de las amigas de Liza, asustada.

– Nada -dice Dylan, exasperado.

– ¿Por qué no podemos quedarnos todos juntos? -gimotea la niña asustada.

– No te preocupes.

A Dylan la idea de tener mucha calle en Manhattan siempre le ha parecido broma, se ha preocupado de no mofarse de sus amigos nacidos en el West Side o Chelsea que cruzan calles para esconderse de grupos de oriundos como si allí hubiera alguna vez algún mal rollo. El East Village está demasiado poblado y es demasiado frenético para resultar peligroso y, la verdad, hay policía por todas partes. Sus amigos no saben lo que es el miedo, no tienen ni idea. Aunque, vete tú a saber, en lo alto de la escalera del gay ahora mismo hay sentado con las piernas separadas un negro con sudadera con capucha y no parece que le intimide en absoluto encontrarse fuera de su territorio habitual.

Entonces, un vistazo a la calle Novena revela dos figuras más con gorras Kangol enfundadas hasta las cejas y pantalones anchos que caminan deliberadamente despacio y que no le dan buena espina, pero eso es una estupidez: Dylan se está asustando solo. Y no es momento de titubeos.

– Bajaremos en cinco minutos. Podéis pasaros por Saint Marks a comer algo de pizza, pero volved.

– Esto… ¿Dylan? -dice Liza, una vez dentro. Están en la segunda planta, esperando a que el camello abra el cerrojo de la puerta.

– ¿Sí?

– Creo que la puerta de abajo no se ha cerrado del todo.

– ¿Qué quieres decir?

– Creo que alguien ha metido el pie.

– Tranquila. Linus es un histérico y eso se contagia.

El secreto más descabellado de Dylan es que le gusta visitar el piso de Tom a pesar del penetrante olor a arena de gato sucia. El camello gay le recuerda a alguien que podría haberse encontrado sentado en el rincón del desayuno de Rachel una tarde al volver de la EP 38. Como Rachel, Tom no fuma con las afectadas maneras clandestinas de los adolescentes, ese enfurruñar los morros, agacharse y cambiar la voz que Dylan desprecia en secreto, sino que fuma a lo grande, con las piernas cruzadas, blandiendo un porro y hablando sin parar entre una calada y otra, sin preocuparse de retener el humo. Los pantalones cortos de satén que Tom lleva todo el año dejan ver unos muslos demasiado peludos, pero Tom está bien. Dylan se ha quedado un par o tres de veces en su casa escuchando discos e incluso ha conocido a otros clientes y, en contra de lo que afirma la leyenda, Tom nunca ha entregado mercancía a cambio de chuparle la polla a nadie.

Esta noche es diferente: el piso es un espanto y Dylan se pregunta por qué puñetas ha subido a Liza con él. Solo ve la moqueta cubierta de porquería y la decoración barata, vasos de Coca-Cola, un póster enmarcado de Atrapados. Y Tom parece una langosta cocida, por la razón que sea, está todo rojo. Dylan solo quiere pillar y largarse, pero a Tom no se le puede meter prisa.

– ¿Conoces este disco? -pregunta Tom.

«Y las chicas de color cantan du, du-du, du, du-du-du, du, du-du, du, du-du-du, du, du-du.» Es lo que sale del tocadiscos y, ciertamente, Dylan lo ha oído antes, pero en el momento, distraído en parte por visiones estroboscópicas de Marilla y La-La, imagina que eso es el título de la canción: «Las chicas de color cantan du-du-du», etcétera. Cosa que no puede ser. De modo que contesta con un gesto brusco que Tom traduce fácilmente por un «No tengo ni idea».

– Lou Reed. Qué pronto olvida la gente.

– Claro -dice Dylan.

En la cabeza de Dylan, Lou Reed vive con Mott the Hoople y los New York Dolls en un brumoso Triángulo de las Bermudas entre el rock de los sesenta, la música disco y el punk, que supuestamente ha acabado con los otros dos. La sofisticación descarada de la música irrita a las categorías. La solución más simple, sobre todo desde el punto de vista de casa de Tom, es llamar a ese género fantasma música gay. Esto es música gay. Aunque bastante pegadiza.

– Tú y tu novia no estaréis pensando en puliros todo esto vosotros dos solos, espero.

– No.

Maine, la gata negra de Tom, ha trepado al regazo de Liza, que está encorvada alrededor del animal, cabizbaja, arrullándola. No está con ellos, está compartiendo cosas de felinas y féminas.

– Ay, mierda, no debería haber dicho novia. Soy un bocazas. Espera un minuto, voy a abrir.

Dylan quiere pedirle que no abra la puerta, pero no lo consigue.

La cadena de la puerta chasquea y Tom vuelve a trompicones al salón.

Son los dos de las gorras Kangol y el de la sudadera con capucha y entran rápidamente en el piso de Tom chillando:

– ¡Siéntate, gilipollas!

Tom cae en el sofá y aterriza entre Dylan y Liza, tocándolos a los dos con los muslos desnudos.

– Mierda, mierda, mierda -gime Tom.

– Cállate -dice uno de los Kangol.

Varias cosas llaman simultáneamente la atención acerca del chico-hombre de la capucha, el que se cruzaron al subir la escalinata de entrada:

Sostiene una pistola. La blande. La pistola es pequeña, oscura, mate, absolutamente convincente. Los tres del sofá la miran y también los tres adolescentes negros, incluso el que la sostiene. Hasta la gata. Por lo visto, la óptica de la sala se ha distorsionado hacia el objeto del tamaño de un puño como si chupara la luz.

Él es el líder.

Es alto y se mueve con una angulosidad rara.

No es un negro cualquiera con una nuez del tamaño de un codo, es uno en particular.

– ¿Robert? -pregunta Dylan, incrédulo.

– Puta mierda -dice por lo bajo uno de los Kangol.

Robert Woolfolk mira fijamente por debajo de la capucha, tan asombrado como Dylan. No existe ningún plan, está claro. Eso es la estúpida idea de una broma que tiene un universo sin dios.

– ¿Le conoces? -pregunta Tom.

– ¿Quién es el blanco este, negro? -se pregunta un Kangol.

Liza se ha hecho un ovillo alrededor de la bola de pelos, tiembla.

Robert Woolfolk solo cabecea. Ha procesado la sorpresa al instante. Solo queda decepción al morderse los labios, mezclada con pura ira.

– Menuda suerte tienes, cabrón -dice, tranquilo.

– Largo de mi casa, todos vosotros.

– Cállate, maricón, no estoy hablando contigo. Acércate, Dylan, ¿qué tienes para mí, tío?

Robert explora los vaqueros de Dylan con antigua y tierna familiaridad; para él no es nada especial encontrar el fajo de billetes de veinte, diez y cinco, es lo que le corresponde. Esos bolsillos y los dedos de Robert han viajado por caminos paralelos desde Brooklyn para encontrarse en esta cita inverosímil: ¿por qué no iba a sacar algún provecho extraordinario de algo así?

Entonces, ahorrándole a Dylan todo tipo de violencia e incluso la más mínima pulla sobre Rachel, Robert Woolfolk se guarda la pistola en la cintura, tapada por una sudadera que le llega casi a las rodillas, y conduce a sus compinches hacia la puerta, después salen al pasillo. Quizá Robert ha olvidado el origen de la prohibición de herir a Dylan. Quizá, como en Recuerdos del futuro, sigue obedeciendo a una deidad que ya no recuerda y cuyo nombre ha olvidado.

Al final solo se escucha:

– ¿Quién es el blanco, Robert?

– Que te calles, negro.

Se han marchado.

Dylan mira fijamente a Tom, en desconcertado silencio.

– Fuera de mi casa.

– Pero…

– Vosotros los habéis traído. Largo.

Dylan toca a Liza en el hombro y ella lo aparta de un tortazo que echa también a la gata de su regazo. ¿Es posible que una gata se mee de miedo al ver una pistola? Porque la peste a amoníaco ahora parece estar en otros sitios aparte del baño y Liza tiene una mancha de humedad en los OshKosh B’Gosh.

Oh.

En el portal aparece el miedo a que Robert Woolfolk siga por los alrededores, a que el episodio no haya acabado. La puerta exterior se cierra con un chasquido detrás de ellos, Dylan vibra, es un cable tensado. Pero no, allí está Linus, que se acerca mordisqueando la punta de la porción envuelta en papel de parafina y saludando:

– Hola, ¿qué ocurre?

Dylan quiere hablar con Liza y rogarle que no lo cuente, pero la chica pasa de largo junto a Linus llorando y tapándose con las manos la mancha de orina de los pantalones en busca del consuelo de su pandilla: nunca debería haberse separado de ellas, nunca debería haberse sumado a la expedición, probablemente nunca debería haberse graduado en Dalton y dejarse convencer por sus padres para presentarse al examen de Stuyvesant, los muy agarrados. Dylan busca con la mirada, casi esperanzado, pero Robert Woolfolk se ha ido, no queda rastro de él, ninguna prueba, solo la historia que teme contar, la confesión inverosímil, improbable, inviable.

Brooklyn ha varado a treinta punks en un apartamento sin alucinógenos y querrán una explicación.

Brooklyn te ha perseguido hasta allí y nadie va a comprender nada más allá del hecho de que estás marcado, maldito, de que eres una mala compañía.

Brooklyn se ha meado en tu destino rubio.

Escurrirías el pis de las medias de redecilla con los dientes para ganarte la improbable confianza de Liza.

Quizá Liza Gawcet y Linus Millberg se sumen a la causa de explicárselo a los otros en términos de dinámica Beatles: que esta noche el George Harrison de la calle Dean le ha perdonado la vida al Paul McCartney de la calle Dean. Si lo contaras todo -Mingus Rude, Arthur, Robert, Aeroman- podría bastar, sería una historia magnífica, que compensaría doscientos dólares y un viaje de ácido. Pero eso es contar mucho y abre las puertas de mundos que tú mismo te has esforzado en olvidar. Sé realista: no va a pasar.


El cuatro pistas estaba a buen recaudo en la casa de empeños de la Cuarta Avenida con Atlantic, no en el aparador, sino al fondo, en las estanterías de detrás del mostrador. Le esperaría allí: ¿quién iba a querer un cuatro pistas en esa zona? Las cintas estaban guardadas bajo las maderas sueltas de debajo de la cama, junto con la pipa, el batín de seda, las esposas, la pistola y restos de drogas varias, aunque nada que fumar o esnifar o que no hubiera probado ya. A veces no estaba seguro de que en realidad las cintas no estuvieran vacías, de si había grabado todas las composiciones que le daban vueltas en la cabeza. Otras veces estaba seguro de dormir encima de una cámaras de riquezas como el Tío Gilito, futuro oro sónico.

En cualquier caso, nadie que saqueara el ropero del sótano encontraría una mierda, entrara por la ventana, la puerta o estuviera ya dentro, aunque fuera un infiltrado, un topo. Tendrían que asaltar la ciudadela de la planta alta. Si alguien le obligaba a meter las manos en el agujero del alijo, no pensaba sacar las cintas magnéticas, sacaría el cuarenta y cinco.

Y no se refería a un disco de siete pulgadas. Eso estaba claro.

El hotel Times Plaza quedaba de camino de vuelta de la casa de empeños y allí se detuvo de regreso a casa con la idea de darse un gusto con el dinero que acababa de conseguir. Siempre había algún negocio en marcha en el vestíbulo del hotel. Le había bastado pasarse por allí un par de veces, a buscar a Senior, para captar la atmósfera reinante.

– Eh, cielo. Yo te conozco.

– No, te equivocas. No me conoces. Pero eso puede arreglarse.

– Te conozco porque conozco a tu padre y a tu hijo. Sencillamente no te había visto antes por aquí, pero te conozco.

– Nena, me paso la vida aquí, pero tú no te has fijado.

– Eres cantante.

– Exacto.

– ¿Ves? Si hubieses venido por aquí me habría fijado porque conozco a tu padre. Es un hombre religioso. Me lo ha contado todo de ti.

– ¿Ah, sí?

– Hum… Aunque preferiría no repetírtelo.

– Quizá también me haya hablado de ti.

– Vamos, no digas tonterías.

– Escucha, nena, ¿tú conoces a esos de Trinidad que andan a veces por aquí?

– Puede.

– Sé que conoces a todo el mundo, por eso pregunto -contestó en un registro más grave, en tono seductor, como de canción.

Es 1981: nadie ha oído hablar del crack. Y no lo harán durante un par o tres de años como mínimo. Lo que ha llegado últimamente a las calles desde Jamaica, Trinidad, las islas Leeward y Windward, se llama indistintamente «roca base», «azúcar», «bicarbonato» y «base». No es tan puro como el casero y dentro de pocos años su nuevo nombre ocultará su errática genealogía: Colombia-Hollywood-Nueva York-Caribe-Miami-y-vuelta atrás. Entonces podrá elegirse entre consumir crack de un meteorito mortal procedente de un planeta desconocido, la kriptonita del gueto. Pero en la época de transición que nos ocupa reina la confusión. Algunos te dirán que «roca base» y «base» no son lo mismo, y Barrett Rude Junior, que siente cierto interés posesivo -«Joder, tío, yo estaba allí cuando nació, prácticamente los colegas de Filadelfia y yo inventamos la base»-, se inclina por darles la razón.

Pero la cuestión no era debatir sobre química, semántica o autoría. Difícilmente iba a ser aquel el primero de sus inventos por el que no recibiría derechos de autor. La cuestión es imaginar cómo llama la mujer a la droga y si puede conseguirla o no.

– ¿Me vas a llevar de fiesta contigo, chica?

«Fiesta» funcionó como un «Ábrete, Sésamo».

– Por supuesto, cielo. Solo necesito que me enseñes dónde está la fiesta.


A veces, cuando caminabas por el vecindario te sentías como un visitante del futuro.

La acera, la pizarra, no había cambiado, pero aunque nunca habías volado más alto para atrapar una Spaldeen, te sentías como arrastrado por el viento cual globo a la deriva, demasiado lejos para reconocer las grietas distintivas que memorizaste en el pasado, por no hablar de los fantasmas de las chapas borrados por la lluvia.

En el correo había tres solicitudes de ingreso en la universidad: Yale, una broma imposible; Universidad de California en Berkeley, una red de seguridad a instancias de Abraham a la que nunca irías; y Camden, la única que importaba, con su rara mala fama y su aureola de dólares. Si un chaval de Gowanus va a la universidad más cara de Estados Unidos, tal vez, después de todo, sea de Boerum Hill. Si no, de Brooklyn Heights.

Cangrejo Huidizo y su amor por la pobreza pueden irse a tomar por culo.

De todos modos, ya ni recuerdas cuándo recibiste la última postal.

Solo significaba trabajar todos los días después de clase durante el último curso del instituto y todo el verano antes de la facultad para costear los gastos: necesitarías créditos, becas y tus patéticos ahorros para pagar la famosa matrícula de trece mil dólares y atrapar el nombre que colgaba del cielo como la zanahoria del asno. Abraham estuvo a punto de cagarse en los pantalones al enterarse, tuvo que sentarse y respirar despacio.

La gran evasión se paga a lo grande.

De modo que Dylan Ebdus con delantal rojo servía helados en el Häagen-Dazs de Montague a las chicas de Saint Ann con las que pronto iría a la universidad, tras doce años de espera por fin estudiaría en la escuela privada. No escupas en los cucuruchos cuando no miren: la oscuridad siempre precede al dorado amanecer.

En los meses de invierno solo entraban en la heladería madres que querían botes de litro para fiestas de cumpleaños. Dylan se empachaba de tanto probar cucharadas de chocolate doble, ponía a todo volumen el casete de los Specials mientras recogía y luego volvía a casa por la calle Henry hasta Amity y solo cruzaba por Court y Smith en el último minuto. Ahora la calle Dean era solo una ruta, no una vida, y Dylan mantenía la cabeza gacha para evitar el riesgo de encontrarse con un viejo conocido.

Aunque de vez en cuando le pasaba, algún puertorriqueño desgarbado le gritaba «¡Eh, Dylan!», y resultaba ser Alberto o Davey. Ciertas personas nunca salían de la manzana, tal vez nunca llegarían a hacerlo.

Imposible explicarles que no deberían saludarte porque en realidad ya no estás, te has marchado. Es más fácil contestar «Hola, Alberto, ¿qué pasa, tío?», fingir una sonrisa o un saludo. Y comprender entonces que quizá es lo que hacen todos: fingir. Quizá toda la calle estaba llena de zombis como tú.

Dada la frecuencia con la que se encontraba con Mingus Rude, habría dado lo mismo que Dylan se teletransportara a casa de Abraham. La elección de las horas de regreso a casa y de las calles de la ruta por parte de Dylan, un sistema formulado en respuesta a necesidades muy profundas, frustraba todos los encuentros.

Una mañana durante el desayuno Abraham dijo:

– He visto a tu amigo Mingus.

– Hum…

– Siempre me pregunta por ti, por qué ya no te ve nunca.

Lo que Dylan no podía decir era que las necesidades de Mingus le asustaban. Las drogas de negro de Mingus, el cuarto oscuro y sucio de Mingus formaban un reino de imposibles puesto en la cuarentena del pasado. Cuando Dylan se sentía culpable por evitar de manera habitual a su mejor amigo -cosa que solo ocurría todos los días de su vida-, le bastaba con recordar que Mingus tenía el anillo.

El premio de Aaron X. Doily, digno de regalarse con una chuchería, era una especie de venta de la parte decisiva de una sociedad, un acuerdo que Dylan Ebdus no podía arriesgarse a examinar de nuevo.

– No le veo bien -dijo Abraham-. Cuando le pregunté cómo estaba se rió y me pidió un dólar.

– ¿Se lo diste?

– Por supuesto.

– Te han estrangulado, papá.

– ¿Cómo dices?

– Da igual.

Los lunes, de camino a Montague, Dylan se detenía a ingresar el cheque semanal de Häagen-Dazs por el sueldo mínimo en el Independence Savings de la esquina de Court con Atlantic. Tenía unos dos mil dólares en la libreta, equivalentes a una temporada rellenando cucuruchos de helado con un instrumento romo. Duplicaría esa suma al final del verano, luego se la entregaría toda de una vez a Abraham. Así que ese día de febrero en particular, Dylan, con el cuello levantado a lo Brando para protegerse del viento, la cabeza descubierta y las orejas rojas, caminaba por Atlantic sorteando la nieve sucia acumulada en el bordillo.

Al pasar junto a la calle Smith, un tipo que echaba gasolina en el coche en una estación Shell señaló la cárcel con el dedo, el Centro de Detención de Brooklyn, con la boca abierta en un gesto de sorpresa como diciendo: «Mira, en el cielo… ¿es un pájaro, es un avión?».

¿Es que no sabía que Superman no existe?

Quizá Buddy Jacobsen, el entrenador de caballos de Long Island que había matado a su novia, se había fugado otra vez descolgándose de una ventana con una ristra de sábanas. Hacía un par de años las noticias de su fuga habían dado fama a la cárcel de Brooklyn durante una semana, de repente la plaga del vecindario había copado todos los informativos de las cinco. Podría haber sido la peor pesadilla de Isabel Vendle, una década de relaciones públicas borrada de un plumazo.

De modo que Dylan echó un vistazo a la torre de la prisión.

En la inmensa fachada de vidrio y hormigón, a unos diez pisos por encima de la calle y con una altura de tres plantas, había algo descaradamente imposible: el tag más grande de la historia del graffiti. Los trazos eran temblorosos y fraccionados, como no podía ser de otro modo al pintarlos desde la ventanilla abierta de un helicóptero, que era el único medio de firmar allí arriba, ¿no? Sin embargo, por muy irregular que fuera, aquella cosa era una obra de arte que eclipsaba las viejas proezas de Mono y Lee en el puente y buscaba impresionar al espectador con la pregunta más evidente: ¿cómo coño ha llegado eso ahí arriba?

Cuatro letras: D, O, S, E.

La firma era un grito, una declaración, algo innegable. La cárcel que nadie mencionaba ni miraba y el rastro de pintura goteante que cubría hasta la última superficie pública de la ciudad y que nadie mencionaba ni miraba: dos cosas invisibles se habían unido en una visible, al menos por un día.

(De hecho, tardaría diez días en desaparecer. ¿Quién sabía cómo limpiar el exterior de una cárcel de veintiséis plantas? Y después, un DOSE fantasma permaneció grabado en el hormigón restregado.)

Dylan clavó la vista en la firma presa de un desconcierto estúpido y culpable, intentando imaginárselo, preguntándose qué ocurriría a continuación en ese mundo que él había abandonado. Descifrando el mensaje de cuatro letras. Descifrando si se trataba de un mensaje.

O solo de una firma.

Alguien ha traicionado al otro, pero no sabes quién a quién.

Alguien está volando y no eres tú.

Загрузка...