Aunque Barrett Rude Junior lo había tenido en mente todo el rato, molienda para las reflexiones de su corazón, el tema de la tarde se mantuvo en secreto para el resto de los asistentes. Lo cual no les había privado de nada a la hora de hurgar entre el festín, los fiambres, quesos, olivas, panes de crema y centeno y pasteles de queso y cerezas que había pedido a Junior’s, la bebida y la hierba. Aquella pandilla de anormales -Horatio, Crowell Desmond y las tres chicas- nunca necesitaban una excusa para ir de fiesta. Cuando por fin hizo el anuncio, solo recibió un débil eco por respuesta, la mayoría de la gente ya estaba demasiado pasada de rosca para hacer algo más que asentir suave y espaciadamente o alzar un vaso con hielo en el caso de tener uno entre las manos. «Barry ha anunciado algo. ¿Quién cumple años? En fin, es estupendo.» Pero una chica, cuyo nombre había olvidado, dijo:
– ¿Cuántos?
La chica le había sonreído tímidamente al entrar con las otras dos que colgaban del brazo de Horatio, enjoyadas con pendientes tintineantes y pestañas de Cleopatra. Llevaba un vestido brillante muy ceñido largo hasta los zapatos, con casi cincuenta botones a un lado, del tobillo a la axila, una docena de ellos desabrochados. Un espécimen de primera típico de Horatio, pero nuevo y desconocido. Se la imaginaba contestando al teléfono mientras Horatio le decía: «¿Te apetece conocer a Barrett Rude, el cantante de los Distinctions? Ponte algo bonito, nena». De pie frente al espejo contando cuántos botones debía desabrocharse de abajo arriba, nada era accidental.
A buen entendedor, pocas palabras bastan.
La cosa canta si escuchas bien, hermano.
Nada más cruzar la puerta la chica había empezado a toquetearlo todo, tapando las proyecciones mientras buscaba velas en los cajones de Junior hasta que este le dijo que no tenía ninguna. Entonces la chica había colgado el chal de una lámpara, creando una red de sombras que se extendía por el techo como una boca quejosa con dientes en forma de borla.
– ¿Te va el rollo gitano de los Fleetwood Mac, nena?
De nuevo ella había sonreído sin hablar, después se había metido una de las rayas que Horatio había dejado preparadas en la encimera de la cocina.
Con suma elegancia, presionando un lado de la nariz con un dedo de uña pintada.
Rosa chillón, como si estuviera sorbiendo una taza de Earl Grey.
Junior no le hizo caso, puso algo suave en el tocadiscos: Journey Through the Secret Life of Plants de Little Stevie Wonder. Y a continuación se dirigió a probar también él el material de Horatio, esnifó una raya mientras esperaba que la base estuviera lista para la pipa. Otra de las chicas le preguntó por los discos de oro de la repisa y él le contestó que, para ser sincero, debería haber cuatro discos más. Mientras se lo contaba no perdía de vista a la chica callada, que le observaba y fingía no hacerlo, el juego de siempre. Junior no tenía prisa, las silenciosas siempre acababan acercándose. Eran como una alarma. Ahora la chica mostraba cierta curiosidad por el hecho de que tuviera un hijo, mero instinto de protección.
Está bien, nena, empezaremos por ahí. Podemos explorar esa dirección.
– Diecisiete -contestó Junior-. Maldita sea, estoy hecho un viejo.
Barrett Rude Junior se sentó en su butacón, con las manos detrás de la nuca, aireando las axilas como más le gustaba, sin preocuparse de que las chicas de la alfombra vieran por dentro de sus pantalones cortos de gimnasia. Prueba A: servíos a voluntad. Vendrás a verme, a asegurarte de que soy real.
– Bueno, y si es su cumpleaños, ¿dónde está? -Tenía voz de niña, ronroneante, pornográfica.
Junior miró hacia la puerta del apartamento del sótano.
– ¿Por qué no vas a decirle que suba? Se llama Mingus.
Fuera, una tormenta había refrescado la noche de junio y una ráfaga de frío se colaba por las ventanas del salón, agitando las cortinas.
La noche en que nació el niño también llovía, fue en 1963.
La chica echó una miradita a la puerta, sorprendida, como si Junior tuviera un prisionero encerrado allí abajo.
– Tiene todo el sótano para él solo -se defendió Junior-. Le he llamado antes, pero había salido. El muy cabrón vive en la calle. Aunque es probable que la tormenta le haya traído de vuelta a casa. O acabará por traerlo. -Cerró los ojos y cantó en falsetto, pegando la lengua al paladar para conseguir un ceceo a lo Al Green-: «No soporto la lluvia, cayendo en la ventana, trayéndome dulces recuerdos, oye, cristal…».
La chica aceptó el desafío y se acercó a la puerta del sótano, desde donde llamó a Mingus, dubitativa, como si no se lo acabara de creer. Al cabo de un minuto llegó el chico del cumpleaños, de pronto estaba en medio de todos como un perro en la alfombra, con la ropa manchada y el pelo aplastado, con bultitos que eran el principio de unas rastas. Las chicas lo miraron todas de arriba abajo como por impulso, diciendo «hum, hum», fingiendo interés debido a la presencia de los adultos.
– ¿Qué? -dijo Mingus.
– Eh, Gustopher, ¿cómo te va, tío? -saludó Crowell Desmond, inclinándose sobre la encimera para chocar los cinco con el desganado Mingus-. ¿Cómo es que ya no te veo nunca, tío?
– Gus solo sube a robarme discos y la marihuana del congelador -dijo Barry-. Ya no se digna hacernos compañía.
– Tu padre nos ha dicho que es tu cumpleaños -dijo la chica de aspecto agitanado, todavía escéptica.
Mingus asintió.
– Pareces colocado, chaval. ¿Estás dormido? Preséntate.
La chica le tendió la mano.
– Yolanda.
– Yo, Mingus.
– Yolanda y Yomingus -dijo Barry-. Sois gemelos.
Crowell Desmond, de pie junto al fregadero donde Horatio preparaba algo de base en un tubo de cristal, rió como un caballo.
– Sí, muy divertido, Barrett -repuso Mingus en voz baja.
– No sigas llamándome Barrett, chaval. Mírate, menuda pinta de hippy de Vietnam. Deberías robarme la ropa.
Yolanda regresó al sofá con las chicas y Mingus se quedó varado en el borde más largo de la alfombra. Se acabó la cara del disco, la aguja rasgó el vinilo en dirección a la galleta, se oyó el chasquido seco del brazo al regresar a su sitio, después solo silencio. Ahora todos en la habitación prestaban atención, quizá la idea del cumpleaños había penetrado por fin en sus obturados cerebros. O, si no, notaban cierto chisporroteo en el ambiente, los rayos veraniegos. Barry se sentía ninguneado y desdeñado, aunque apenas había avisado a Mingus de sus planes. Pero esos sentimientos poco tenían que ver con la razón.
Estás en íntima comunión con un chico por vibraciones genéticas y nadie más conoce toda la historia, ni siquiera el chico en cuestión, que todavía no había nacido cuando se originaron las vibraciones.
La mitad de las vibraciones correspondiente a la madre constituye un factor incontrolable.
Debajo de sus ropas mugrientas, Gus era un hombre de espaldas anchas. Enjuto, encorvado, con los ojos pendientes de la calle, donde preferiría estar. ¿Cuándo había sido la última vez que Barry le había mirado con atención? No sabría decirlo. Lo de no mirarse era un trato recíproco, cerrado no se sabía cuándo. Barry no quería verse en los ojos de su hijo (ni, para el caso, en los de Yolanda); tenía las uñas encallecidas, los muslos fofos y disimulaba la papada con patillas de boca de hacha. Solo la cocaína impedía que se inflara del todo y acabara convertido en una caricatura carnosa de Isaac Hayes.
Debería estar bailando por el salón y, en cambio, se sentía pegado a la silla por un peso de mil kilos.
Era la conciencia del mundo que volvía a él. Nunca había encontrado un modo mejor de describir la sensación.
– Era broma, Gus, anímate. Siéntate. Gente, estamos aquí para brindar por el cumpleaños de un hombre. Desmond, pon un puto disco.
Mingus se retorció, de pie en medio de la alfombra.
– ¿Tienes a uno de tus amigos escondido abajo? Que no se venga con disimulos ahora, anda, que suba.
– No. Solo…
– ¿Sabes, Yolanda? Mingus se entiende con chicos blancos.
Se limitó a decirlo, como si tal cosa, sin pensar en lo que significaba. Pero el silencio lo cubrió todo, fastidiándole. El salón estaba lleno de iones, material de tormenta, y Barrett Rude Junior se sentía como una presencia demasiado cargada. Debería bailar pero no había música, y a medida que su conciencia del mundo se intensificaba, los brazos y las piernas parecían adquirir las dimensiones de una montaña. Si Yolanda se acercaba a él, sería como una gatita maullando, gateando por el paisaje que formaba el cuerpo de Barrett. En un programa de naturaleza de la televisión, una cría rosa de canguro se había metido en la bolsa nada más nacer: su madre era un ente planetario. Tales eran las proporciones de Barrett en ese instante. Y cuanto más tardara en levantar el culo de la butaca, más crecería.
Mingus se limitaba a estar de pie, jugando a resultar inquietante como el niño de El resplandor, poniéndole mala cara a su padre.
Mientras, en el fregadero se cocía algo bueno, llegaba un aroma a chispas, un olor prometedor. Enseguida le animó, le dio ganas de cantar.
– Ahora no te inmoles a lo Richard Pryor, Horatio. Carga la pipa y tráela ya. Y Desmond, lacayo, pincha algo de música, que no vales para nada. Te voy a escribir un tema: «Lacayo bueno para nada, conciertos no me contrata, podría hacerlo cualquiera…».
Tal vez con el fin de detener la improvisación de Barrett, Desmond acabó poniendo un disco. For You de Prince, nada demasiado crispante.
Si Barry no estuviera aumentando de tamaño como un planeta inflado alrededor del cual orbitaban los minúsculos Horatio, Desmond, Mingus y las chicas, todo iría bien.
– Desmond, ¿te he contado alguna vez esto que me pasa? ¿Esto de que tengo la impresión de que yo crezco y los demás os encogéis?
– Qué va, tío. -Desmond parecía desconcertado.
– Todos encogeremos -dijo Horatio-. No tiene nada de malo.
– Mi ex mujer, la madre de este chaval, solía decirme que me estaba volviendo grandioso, pero yo no veo lo grandioso por ninguna parte. Lo único que pasa es que a veces noto que las puntas de los dedos me quedan a miles de kilómetros de distancia.
– Qué locura, tío -dijo Desmond, sin atreverse a apuntar nada específico o controvertido.
– Sí, es de locos -convino Barrett Rude Junior, comprendiendo la futilidad de intentar explicarse-. Una locura de cabo a rabo. Eh, tú, ’Ratio, dale al chico su regalo.
– ¿Qué?
– No finjas que no te acuerdas. -Su voz se arrastró desde la tumba de su pecho abriéndose camino hacia el espacio, donde la curvatura de sus propios oídos la recuperaron y confirmaron. Confiaba en haber hablado en voz alta.
Horatio, con los ojos como platos, apareció de detrás de la encimera y sacó del bolsillo interior de la americana la papelina de papel de aluminio doblado, el regalo sobre el que todavía dudaba si Barrett Rude Junior bromeaba o no. En cualquier caso, preparó el material: en las fiestas de Barry, nunca podías quedarte corto.
– Aquí tienes. Un gramo para ti solo. Así no tendrás que ir por ahí saltando de los árboles.
Mingus se limitó a mirarlo fijamente.
– Es para ti, cógelo. Si quieres una raya, pídele a Horatio que te corte un poco de esta.
Mingus se guardó el paquete en el bolsillo del muslo de los pantalones y negó con la cabeza.
– Feliz cumpleaños. Ahora ya eres un hombre.
Entonces Barrett Rude Junior, retrocediendo interiormente mientras su voz y su cuerpo eran manchitas cada vez más pequeñas en el mar de su cuerpo, vio que el regalo no estaba completo. Seguro que Mingus no estaba agradecido y tenía razón. El gramo no bastaba. Su padre tenía que darle a la chica, Yolanda. Barry no la quería para nada, no esa noche, con las extremidades pesadas como ladrillos, no sabría qué hacer con ella. Si conseguía montarla, la aplastaría. Y si le hacía una mamada, ni siquiera se enteraría, perdido como estaba a kilómetros de allí, por debajo del horizonte de lo real. Esa noche le tocaba al chico.
– Horatio, ¿has acabado? Pásame la pipa porque te juro por el viejo King Cole que estoy demasiado perezoso para levantarme de la silla. Oye, Yolanda…
– ¿Sí? -dijo la chica, sorprendida de que Barrett la llamara ahora, y algo mojigata.
– ¿Qué te parecería bajar a echarle un vistazo al dormitorio de Gus?
Barrett había hablado con fluidez, como si la chica le leyera el pensamiento y una cosa llevara a la otra. Pero nadie más se percató de la elegancia del traspaso de padre a hijo. Todos se le echaron encima a la vez.
– ¿Y qué se supone que quieres decir con eso? -preguntó Yolanda sin dejar el sofá, pero cruzó las piernas, protegiendo su premio, y giró el cuerpo hacia la puerta, resentida.
– La has cagado, Barrett -dijo Mingus en voz baja, de lástima.
– Barry, no te pases -añadió Horatio, como si tuviera voz y voto en la casa.
– No quería decir nada, tranquilizaos todos un poco. Maldita sea. Pero, a ver, ¿y si apostamos? ¿Cuántos años tienes, Yolandita? Si andas más cerca de la edad de Gus que de la mía, ¿no bajarías al sótano? Solo a meterte unas rayas con mi hijo por su cumpleaños, me parece justo.
– No puede -dijo Mingus con rotundidad.
– Espera un momento, Gus, déjala hablar a ella. ¿Qué te parece, nena? ¿Eres del signo del Dragón, de la Rata o de qué?
– Pareces muy dulce, Mingus -dijo Yolanda en tono desafiante, negándose a mirar a Barrett. Su voz estaba cargada de sexo, maternidad y otras chorradas místicas femeninas pensadas para humillar a Barry y darle a entender lo que se había perdido. Porque se lo había perdido, la había cagado, la chica ya no era para él-. No permitas que tu padre te estropee el cumpleaños. Si tú quieres, bajaré contigo a tu cuarto.
Pero Mingus no le hizo caso.
– No puede bajar al sótano -repitió el joven.
– ¿Por qué no? -preguntó Barry.
– Senior está en casa. Le he oído.
– ¿Ha vuelto?
– ¿Qué esperabas? No le pediste que te devolviera la llave.
Barry se resignó entonces a sentir el mundo. Y lo sentía así: Barry se había convertido en un planeta cuyos habitantes pululaban como mosquitos, revoloteando de un lado a otro. Así que el viejo había vuelto, ¡el muy cotilla! Senior había conseguido enemistarse con los chulos y los camellos que dirigían el hotel Times Plaza, había subido a alguna chica a su cuarto y había intentado bautizarla o tal vez solo les había pegado la paliza en el vestíbulo; en cualquier caso, ya no era bien recibido y por eso había regresado al sótano de casa. Mingus y Senior eran tal para cual, criaturas desagradecidas por naturaleza y que se habían ido alejando tanto de él como sus propias manos. Horatio, Desmond, hijo, padre, zorrita, discos de oro, todo flotaba en una nube, dejado de la mano de Dios y diminuto.
Lo que necesitaba era una calada de pipa. Esa noche una raya, dos rayas, ni siquiera una docena le servirían de nada, no iban a reducir su peso insoportable ni a conseguir que el resto de los habitantes del salón superaran el irritante tamaño que tenían en ese momento.
Fuera, la lluvia empañaba el asfalto recalentado a lo largo del día.
La pipa, un poco de base, y podías estar seguro de que los Fiddlers Three no conseguirían derechos como coautores.
Fue el hecho de que el local fuera la New School, un nombre que asociaba con causas cursis y la contratación de profesores con escasas referencias, lo que le había empujado a cometer semejante error. Eso y el coleccionista holandés de originales para cubiertas de libros de bolsillo que le había manifestado su entusiasmo media docena de veces por teléfono hasta que Abraham cedió. Quizá también influyera cierta curiosidad morbosa por conocer a sus colegas: un tal Howard Zingerman y otro tal Paul Pflug, de nombres increíbles pero reales. Era probable que también su apellido, Ebdus, hubiera sorprendido a los otros y que la extrañeza de sus nombres los hubiera empujado a todos a aceptar la propuesta. Tal vez Abraham había aceptado por vanidad. Cómo no, la vanidad. El término «cultura pop», empleado con suma profusión por el holandés. Ahora Abraham era cultura pop. Así que iría a ver lo que eso significaba y a conocer a Zingerman y Pflug. ¿Qué daño podía hacerle?
Bueno, ya lo había descubierto, ya sabía cuál era el coste de dejarte tentar fuera de tu escondrijo. El auditorio de la New School no te protegía de la humillación. El escaso público, menos de cincuenta personas y casi todas ellas hombres tambaleantes de alambicado vello facial, había acudido expresamente a conocer a Pflug. Pflug tendría unos treinta años, una larga cola de caballo como muchos de sus admiradores y aspecto de levantador de pesos pese a su barba rala de anciano o mago.
Pflug trabajaba en el estilo que había sucedido al de Abraham, superándolo con una gran popularidad. Es decir, eso si el estilo de Abraham había tenido éxito alguna vez fuera de los circuitos de los directores gráficos que durante años se habían disputado a Abraham y, cuando este no estaba disponible, habían encargado descaradas imitaciones de su obra. Eso ya no pasaba. Aunque Abraham seguía trabajando, la moda de la psicodelia artística había pasado. Pflug era un representante típico de la ola que la había sustituido. Pintaba dragones y forzudos al estilo de los carteles de ciertas películas de éxito reciente, con cielos llenos de nubes de humo a lo Maxfield Parrish, dibujaba a sus bárbaros y gladiadoras con realismo fotográfico hasta en la última pluma y escama, hasta el último mechón dorado de sus anacrónicas melenas peinadas con secador y cepillo.
De hecho, al final resultó que Pflug era el autor de uno de los carteles de esas películas de éxito reciente. Cosa que explicaba el parecido, así como la existencia de sus admiradores. Apenas habían disimulado su impaciencia durante la breve conferencia mientras esperaban la oportunidad de acosar a Pflug con sus pósters, que ahora habían sacado reverencialmente de tubos de cartón con la esperanza de que se los firmara. Allí a nadie le importaban las cubiertas de libros, y ¿por qué iba a ser de otro modo? A uno no le importaban esas cosas.
La excepción era el holandés que había organizado él solo el evento y, Dios le asista, había venido a propósito desde Amsterdam. Y a él quien le importaba era Zingerman, exclusivamente. El holandés, más joven aún que Pflug, iba bien afeitado y con el pelo bien cortado. Por teléfono parecía mayor, pero en persona tenía una voz delicada, estupefacta de admiración. Zingerman era su héroe. Había comprado originales de Zingerman en almacenes de editoriales difuntas, de directores gráficos que los robaban, de catálogos que circulaban entre los aficionados como él. El holandés estaba escribiendo una monografía, un catálogo anotado, y perseguía el visto bueno de Zingerman. Su travesía atlántica debería haber sido un peregrinaje directo a los pies del maestro, pero por lo visto le había dado vergüenza y por eso había montado aquella parodia de mesa redonda con Zingerman, Pflug y Ebdus y la excusa de «El mundo oculto del diseño de cubiertas».
Zingerman, el pintor, tenía cierta integridad, una especie de realismo a lo el grupo de Los Ocho. Desde el punto de vista pictórico compartía atmósferas con los hermanos Soyer o, siendo generoso, con el Philip Guston de los comienzos. Zingerman trabajaba los ambientes góticos urbanos, personajes capturados en cimas de tormento expresivo: hombres arrancándoles la camisa a mujeres o viceversa, pero también momentos de ternura o incluso meditabundos. En la penumbra de sus porches faulknerianos descansaban perritos o latas oxidadas. Las mujeres eran siempre solo un poco guapas, conejitas de Playboy desaliñadas, de visita a los bajos fondos. Iluminaba claramente manos, caras y escotes mientras que casi todo lo demás se perdía en un claroscuro, un estilo característico que además ahorraba horas de trabajo y seguro que a la larga cansaba menos que el microdetallismo autista de Pflug.
Los ejemplos disponibles, libros protegidos por fundas de plástico cerradas y dos de los cuadros, pertenecían todos a la colección del holandés. Los títulos de los libros abarcaban cuatro décadas desde los años cuarenta -Paul Bowles y Hortense Calisher además de pornografía pura y dura- y el tratamiento de Zingerman mantenía la coherencia. Su única concesión a los años setenta hacía consistido en renunciar a su paleta de grises y marrones sfumato, alegrando los tonos y añadiendo biquinis estampados y camisas desabotonadas al vestuario de las chicas y frondosas patillas a las mandíbulas de sus protagonistas.
¿Zingerman, el hombre? Era tóxico. De unos setenta años, miraba desde la altura de un jugador de baloncesto y cubría su enorme figura, plegada de un modo extraño detrás de la mesa compartida, con un traje color polvo. El vello asomaba de sus mangas de puño francés como si por debajo llevara un traje de simio, pero la piel de las manos recordaba al papel, se veía carente de vida. En contra de las prohibiciones que colgaban por todo el auditorio, fumaba sin parar puros gordos como sus bastos dedos. Tosía a menudo. Costaba imaginarse esos dedos alrededor de un pincel, pero por otro lado había muchas cosas inimaginables que, sin embargo, existían, como el evento de esa tarde.
Zingerman no quería saber nada de Pflug y a duras penas soportaba al holandés, su Boswell particular. Quizá no cumplieran el requisito de edad exigida por Zingerman. Mientras Pflug autografiaba pósters -otra tarea artística que cumplía con exagerado detalle, prodigándose en dibujos y dedicatorias-, Zingerman se desperezó sin levantarse, ofreció un puro a Abraham y expuso su filosofía de vida a quien pudiera interesarle.
– Tírate a las chicas.
– ¿Cómo?
Zingerman tenía una voz ronca y brusca y cabía la posibilidad de que Abraham hubiera tomado una tos recargada por un comentario.
– Tírate a las chicas, a todas. -Zingerman señaló los libros que tenía delante, en la mesa, y luego a los originales que colgaban de la cortina-. Las modelos. Han sido mi único consuelo en este negocio apestoso, por eso no comprendo por qué un tipo como tú sigue pintando esas… ¿cómo las llamas…? Formas geodésicas. ¿Qué piensas hacer? ¿Tirarte a una forma geodésica? Es un camino solitario.
– ¿Las modelos? ¿Te las llevabas a la cama?
– A la cama, al sofá, en medio de la habitación con ropa de piel de leopardo, vestidas de sirena, con colmillos falsos, con una pistola de juguete en las manos, con los dedos manchados de pintura… Tíratelas, tíratelas. Es mi política. Contrata al chico, contrata a la chica, colócalos en la postura correcta, saca polaroids, manda al chico a casa, invéntate una excusa para tocar la indumentaria, arréglale el cuello de la camisa, tócale el culo, tírate a la chica, tíratela. Me las he tirado durante treinta y cinco años.
– Como Picasso. -Fue lo único que se le ocurrió a Abraham.
– Puedes poner la mano en el fuego. No soportaría pintar esas cosas de ningún otro modo, antes metería la cabeza en el horno. He intentado explicárselo a mi amigo Schrooder, pero cree que bromeo. No bromeo. ¿Estás casado?
– Lo estuve.
– Como todos. Estos chavales no se enteran. ¿Ves ese de allí? ¿Tú crees que se las tira? Está demasiado ocupado pintando pelos, pintando plumas, pintando hasta el brillo de las burbujas. Si yo tuviera a una de esas chicas de las espadas y las melenas largas, sabría lo que hacer. ¿Ese? ¿Le has visto los brazos? Creo que presta más atención a los chicos.
– O a los dragones.
– O a los dragones. Bueno, ¿y tú qué? ¿Te follas formas? Al menos Picasso empezó siendo realista. Después de follárselas, empezó a pintar los dos ojos en el mismo lado. Las hacía caminar raro. Lo tuyo es como mirar por un microscopio. ¿No te sientes solo con la única compañía de tus gérmenes?
Abraham pensó: mujeres y gérmenes. Que resumía bastante bien la herencia de Zingerman. De modo que se resumía en eso, Ebdus era el puente entre las porquerías estilo Los Ocho y los dragones de realismo fotográfico, un interludio momentáneo. Él y sus gérmenes.
No, aquel no era lugar para tratar de la película, no se hablaría de la película, ni pensarlo.
– Me siento solo -reconoció de corazón.
– Pues claro. Apestas a soledad.
– El biomorfismo: un gran error profesional.
– Ahora hablas con sentido. Sigue el ejemplo de mi libro. Vive. Fóllate a las chicas.
– Lo haré.
Entonces Zingerman bajó la voz para concluir la lección, para compartir lo que se había ganado, lo que sabía.
– Mira -dijo-. No se lo digas a Schrooder.
– ¿Sí?
– Carcomido. -Como por arte de magia, paseó el puro por delante de todo su cuerpo.
– ¿Cómo dices?
– Empezó en un pulmón, así que me lo extirparon. Aunque da igual donde empezara. Se ha extendido por la glándula linfática, el cerebro, la sangre…
– Oh.
– Me cago en el cáncer. Me da igual, que no te dé pena. ¿Sabes por qué no tienes que sentir lástima por mí? Adivina.
– ¿Te has tirado a las chicas?
– Te has ganado un puro.
mal diciembre
sin bromistas
no he pegado ojo
pon un rosa
en la puerta por mí
soy el cangrejo morsa
– ¿Dónde coño andabas, Horatio?
Pausa.
– Ah, hola. ¿Qué pasa, Barry?
– ¿Estás tan ocupado que no tienes tiempo ni para llamar a este negro?
– Perdona, tío, iba a llamarte. No tengo nada. ¿Qué ocurre?
– Necesito que me consigas una pipa.
Pausa.
– ¿De qué me estás hablando, Barry?
– ¿Tú ves la tele, Horatio?
– Pues claro que veo la tele, negro, ¿a ti qué te da?
– ¿Sabes lo que es un Beatle?
– ¿Qué? Ah, sí, sí.
– Tengo que agenciarme un hierro. Así de simple, Horatio. Entonces, ¿qué? ¿Me vas a fallar?
– ¿Estás loco, tío? Eso no tiene nada que ver con nosotros.
– He visto a ese gilipollas de Chapman paseando por la calle Dean con la vista clavada en mi casa. La semana pasada. Si no era él, era su primo. Ese blanco cabrón tenía una lista.
– ¿Lo dices en serio?
– ¿Sabes cuánta gente me quiere borrar del mapa, quiere meter sus manazas en mis grabaciones de cuatro pistas? Ni siquiera confío ya en Desmond, mierda. Esas cintas deben de contener cinco o diez exitazos, ¿te crees que la gente no lo sabe? Tengo enemigos, ’Ratio, en las calles, en los salones de juntas de los ejecutivos, no me jodas, hasta debajo del suelo que piso en casa. La cuestión es: ¿puedes ayudar a un hermano o tengo que buscarme la vida por otro lado? Contesta lo que sea, pero que sea de verdad.
Pausa.
– No te preocupes, Barry. Si eso es lo que quieres, cuenta conmigo.
– Ahora sí que nos estamos entendiendo.