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La capucha forrada de borreguito de la parka atada alrededor del cuello, la visión en túnel reducida todavía más por la cabeza gacha, el campo abarcable por la vista del chico se limita a los dedos de los pies enfundados en zapatillas Converse atacando alternativamente una ventana oval que enmarca ráfagas cambiantes de pavimento. De esta guisa recorre la avenida Atlantic en dirección a Flatbush y la Cuarta, con las manos metidas en los bolsillos, aprovechando que el invierno ofrece una cobertura mínima, una oportunidad para enmascarar manos, cara, toda su blancura. Al cruzar la Cuarta se ve obligado a levantar el visor de borreguito y mirar a derecha e izquierda en busca del momento adecuado para atravesar los carriles cargados de tráfico y alcanzar el quiosco de la isla peatonal triangular. Visto a través de los parabrisas de los coches humeantes del semáforo de la Cuarta o por las ventanas polvorientas de la taberna Doray o la casa de empeños Triangle, el chico podría recordar a un topo o a una rata bípedos, con la capucha gris colocada de modo que parece una nariz puntiaguda, inquisitiva, que husmea el peligro en el aire.

El topo corretea ahora por la intersección hacia el refugio que ofrece el quiosco. Una vez allí, alza la vista otra vez, gira la nariz ansiosamente en un círculo completo, quizá con la sospecha de que le hayan seguido. Por último, satisfecho, el topo se acuclilla bajo la mirada indiferente del propietario del quiosco, un árabe barbudo que se calienta las manos con una estufa portátil apretujada a sus pies en el estrecho cubículo formado por People, Diario, The Amsterdam News. El topo se arrodilla, se recoge la pernera del pantalón dejando a la luz las arrugas del calcetín a rayas naranjas. Pegado al húmedo tobillo lleva un billete de un dólar y tres monedas de veinticinco centavos. Es martes. El chicotopo empuja el dólar y una moneda sobre el suave mostrador de madera del quiosco, luego, con delicadeza, extrae de los estantes metálicos los cómics recién llegados. Un ejemplar de Los Vengadores n.º 138 y uno de Héroes de la Marvel n.º 43, con la participación de Spiderman y el Doctor Muerte, y tres ejemplares de la nueva serie Omega el Desconocido, un objeto de coleccionista desde su misma publicación según lo prometido durante meses en las columnas de los boletines de la Marvel aparecidos en otros títulos. El propietario echa un vistazo, da su consentimiento con un gesto de la cabeza. Durante un peligroso instante la parka del chico-topo se abre para que deslice los cómics con sumo cuidado bajo la cinturilla del pantalón. El chico-topo se abrocha el abrigo, relaja los brazos, comprueba que puede andar con naturalidad, que la presencia de los cómics pasa desapercibida pero también que los preciados primeros números no se arrugan. Cambia ahora las dos monedas restantes al bolsillo del abrigo. Viajarán con él, atrapadas en un puño cerrado y sudoroso, para ser ofrecidas a la primera oportunidad, a la menor confrontación. Dinero para atracos. Hay que ser idiota para andar por esas calles con los bolsillos pelados, buscándote problemas.

Esta criatura compuesta de puro miedo va andando como un pato hacia casa, a pasitos para que no se le resbalen los cómics.

Una vez en casa el chico-topo se deshace de la cubierta protectora. En el último momento decide dejar a un lado Los Vengadores y Héroes de la Marvel. Dos ejemplares de Omega el Desconocido permanecen sobriamente envueltos en plástico, cuyo cierre asegura con unos golpecitos, y luego traslada las bolsas selladas a un estante alto, las archiva. El último ejemplar es para leer.

¿El tan anunciado Omega? Pues resulta ser un superhéroe mudo procedente de otro planeta, una especie -siempre que se admitan comparaciones- de fusión entre Superman y el Rayo Negro. Es un cómic raro, peor que insatisfactorio. Resulta que Omega no es el protagonista del asunto. La mayor parte de las páginas las cede a otro personaje, un chaval de doce años con una inexplicable conexión psíquica con Omega, un huérfano maltratado que estudia en un instituto público en la Cocina del Infierno.

Oye, quizá hasta los genios de Marvel Comics sabían que estabas pasando un infierno. Daba igual, no servía de nada, porque en realidad no podías admitirlo. No existía ninguna conexión entre el pobre niño indefenso de Omega el Desconocido y tu persona, al menos ninguna que pudieras permitirte considerar.

¿El niño ese? Sencillamente no sabía cómo espabilarse en la calle.


Sexto curso. El año de la llave, el año del yugo, de las mejillas acaloradas de Dylan estrujadas entre el codo de uno u otro chico negro, de la cartera resbalando hacia una alcantarilla y los bolsillos cacheados rápida y fácilmente en busca del dinero del almuerzo o el pase del autobús. En la calle Hoyt, en Bergen, en Wyckoff si eras lo bastante estúpido como para pasearte por Wyckoff. Incluso en la calle Dean, a una manzana de casa, ante la mirada indiferente de las casas de ladrillo, a la sombra del implacable hospital bullicioso. Adultos, profesores, resultaban tan remotos como Manhattan desde Brooklyn, torres de ciega indiferencia. En cuanto a Dylan, era un micrófono oculto colocado en una cuadrícula de pizarra, un peatón blanco.

– Estrangúlalo, tío -decían para animarse. Dylan era el objeto, la ocasión, daba igual a quién se lo chillaran-. Estrangula al paliducho. Venga, negro.

A veces le hacían una llave baja, obligándole a doblarse y acurrucarse contra la cadera de alguien para rodar después como una peonza humana cuando por fin lo soltaban, con las piernas retorcidas cruzadas por los tobillos. O lo atacaban por detrás y cuando soltaban la llave nunca sabía cuál de los tres o cuatro chicos del corrillo había sido, cuál de los testigos de mirada severa que cabeceaban pensando en que había que tener muy mala suerte para ser blanco. Era rutina, unas risas. Las llaves empezaron de manera espontánea, una gracia para asustarlo, una broma.

Lo despedían como si lo echaran de un episodio de teatro callejero ligero. «Nadie te ha hecho daño, tío. No iba en serio. Ya sabes que es broma.» Se iban, le dejaban tambaleándose, hiperventilado, mientras chocaban los cinco, más como espectadores sorprendidos que como autores de la hazaña. Si Dylan se atragantaba o lloriqueaba se quedaban perplejos y algo decepcionados por la facilidad para la histeria del chico blanco. Dylan no lo entendía, no se había aprendido su papel. En tales ocasiones recogían los libros o el sombrero de Dylan y se los devolvían con fuerza, recomponiéndolo. Las llaves escondían cierto afecto. Verdugo y víctima habían forjado un curioso pacto.

Prometías regularmente a tus enemigos que no hablarías de lo que hacíais juntos.

Dylan vertía saliva, lágrimas. Un día frío, vertió un reguero de mocos. Una vez, pis. Se mordía la lengua y saboreaba la fuga de líquidos, se tragaba el sabor amargo de la humillación. Ellos hacían muecas, ponían los ojos en blanco. Dylan no tenía arreglo, era una vergüenza. Trataban de no verlo.

– Jo, este chaval se desangra con solo tocarlo.

– No, tío, está bien. Déjalo en paz, tío.

– No dirás nada, ¿verdad? Porque solo pasábamos por aquí. No te hemos hecho nada, tío.

Él asentía, se controlaba, no abría la boca. Esperaba que le felicitaran por reprimir un mar de lágrimas, por mantener el silencio.

– ¿Lo ves? No estás mal para ser blanco. Y ahora, largo.

Se llamaba «blanco». Se había acostumbrado, había cruzado una frontera, se había hecho visible. Brillaba como el dinero gratis. El precio de su nombre equivalía a la cantidad que en ese momento llevara en los bolsillos, cincuenta centavos o un dólar.

– Blanco, tengo que hablar contigo un minuto. -La cabeza ladeada, demasiada pereza para sacar las manos del bolsillo y llamarlo. Un negro, dos, tres. Tal vez casi una pandilla, no sabías quién iba con quién. Los ojos en blanco, risas. El espectáculo era una cita de sí mismo, algo aburrido, casi una humillación obligada.

Si no les hacías caso e intentabas seguir tu camino:

– ¡Eh, blanco! Que te estoy hablando, tío. ¿Qué pasa? ¿Estás sordo?

No. Sí.

– ¿Es que no te gusto, tío?

Indefenso.

En resumen: Dylan cruzaba la calle para que le vaciaran los bolsillos. De todos modos, el resultado estaba bastante claro. Cruzaba magnetizado por la desgracia, bajo el influjo de la llave implícita, de modo que nadie se viera forzado a decir: «¿Ves? Ahora voy a tener que darte una buena, tío, total porque no escuchas». Era un baile, cuyos pasos eran los estrangulamientos sucesivos. «Llámame blanco y te entregaré un dólar espontáneamente, ahora se me da muy bien.»

– Ven un momento, tío, no voy a hacerte daño. ¿De qué tienes miedo? Jo, tío. ¿Es que piensas que te voy a hacer daño?

No. Sí.

Todo seguía una lógica demente, salvo en tanto que polirritmia de miedo y tranquilidad, en tanto que juego de seducción.

– ¿De qué tienes miedo? ¿No serás racista, tío?

¿Yo?

Te estrangulamos porque piensas que podemos hacerlo: llegas con ojos de pre-estrangulado.

«Tu miedo convierte en un deber que te demostremos que tienes razón.»

Lo acorralaban en las esquinas de la calle, lo paraban en cualquier sitio. Un par de chicos formaron una jaula humana, una caja de desastres esperando en la soleada acera inocente, como si Dylan se hubiera metido en la legendaria nevera abandonada.

Dos voces crearon una música paradójica, incontestable. Cada una de ellas actuaba para la otra, no para Dylan. El placer nacía del contrapunto, no había lugar para una tercera voz.

– ¿Qué buscas? Nadie te va a ayudar, tío.

– No, tío, tranqui. El blanco este mola, se enrolla. No te metas con él.

– Entonces, ¿por qué coño me mira así? Eh, tío, ¿no serás un cabrón racista? Voy a tener que darte de hostias solo por eso.

– Que no, tío, cállate, que el chaval mola. ¿A que molas, tío? Oye, no me prestarías un dólar, ¿verdad?

La esencia, la pregunta del centro del rompecabezas preguntada un millón de veces de un millón de maneras:

– ¿Qué estás mirando?

– ¿Qué coño miras, tío?

– Que no me mires, blanco. Te voy a dar, cabrón.

Al fin llegaba aquello para lo que Robert Woolfolk le había preparado. Robert Woolfolk le había concedido el regalo de su propia vergüenza, el silencio de su madre, para que lo usara a diario. Cada encuentro llevaba la rúbrica de Robert: dolor de refilón y lógica desviada, interrogatorios que no llevaban a ninguna parte. La confirmación rutinaria de que en realidad no había pasado nada. Y la piel blanca, culpable, de Dylan excusándolo todo, cubriéndolo todo.

¿Qué

coño

estoy

mirando?

Si el chico-topo hubiera levantado alguna vez la vista del suelo habría sido para buscar a algún adulto o quizá a un chico mayor conocido, a alguien que lo liberara. Mingus Rude, por ejemplo; tampoco tenía claro que quisiera que Mingus lo viera en tales condiciones, acobardado ante la perspectiva de una llave, blanco y con la cara roja de odio. «Oye, que no soy racista, ¡mi mejor amigo es negro!» Impensable decir algo así. Nadie había dicho nunca quién era mejor amigo de quién. Era probable que Mingus Rude tuviera un millón de mejores amigos, chicos de séptimo, negros, blancos, quién lo sabía. Y el chicotopo tenía tantas posibilidades de poder pronunciar «negro» en voz alta como de gritar: «¡Te estoy mirando A TI, cacho cabrón!». De todos modos, Mingus Rude no frecuentaba esos sitios. Los chicos de séptimo y octavo estudiaban en el edificio principal de la calle Court, mientras que Dylan estaba solo en el anexo, a una manzana y un millón de años, a un millón de pasos aterrados, a un niño de un millón de dólares de distancia.


Abraham Ebdus cogió el fajo de postales igual que había manejado las tostadas quemadas, sin apretar, a punto de soltarlas y frunciendo el ceño como si hubieran arruinado algo o ellas mismas fueran una ruina. Se quedó mirándose la punta de los dedos después de dejarlas caer de cualquier modo en la mesa del desayuno. Quizá las postales le habían dejado un aroma o una mancha en las yemas. Quizá mejoraran si las rascaba o las untaba de mantequilla y mermelada de naranja. La verdad es que pedían a gritos que las tirara. En cambio, se las entregó al niño.

– ¿Conoces a alguien en Indiana?

El niño había bajado a desayunar con la mochila al hombro, llegaba tarde, como siempre. Eran como dos viejos en el albergue cristiano, se despertaban los dos con la alarma de sus respectivos despertadores en sus respetivos dormitorios y se encontraban en el desayuno. El despertador de Dylan era una radio sintonizada en una emisora de noticias que se colaba por la pared de Abraham con un estruendo de trompetas y efectos sonoros de teletipo y una voz que bramaba: «Las noticias no se detienen nunca». Era igual que si te arrancara del sueño un quebradero de cabeza de actualidad. El niño vivía en un mundo ansioso. Parecía tener el sistema nervioso ajustado como el de un robot. Ahora estaba sentado al borde de la mesa con la mochila colgada del respaldo de la silla y miraba sorprendido las postales mientras se bebía el zumo de naranja.

– La primera llegó hace un mes -dijo Abraham-. La del cangrejo.

Abraham Ebdus se fijó en que el niño necesitaba zapatos nuevos. Dylan destrozaba la parte de atrás de los zapatos calzándose con los cordones atados y desgastaba el borde interno de los talones con su andar de puntas hacia dentro, un caminar que las plantillas correctivas no habían enmendado. Quería llevar deportivas todos los días, unas deportivas concretas que llevaban todos. Dylan se había explicado malhumorado y Abraham había comprendido que estaba en juego algo más que el estatus social, se jugaba el tocar fondo en términos de humillación, la supervivencia incluso de la voluntad del niño de seguir enfrentándose a la escuela todos los días. Le había comprado las zapatillas deportivas, pero seguía insistiendo en que se pusiera los zapatos ortopédicos marrones que parecían un canotier de la década de 1950. La norma imponía dos días con zapatillas de cada cinco.

El niño se entretuvo con las postales pero no comentó nada.

– Se te han quemado las tostadas -dijo, en cambio, cabizbajo.

Le dio la vuelta a la postal del cangrejo un par de veces, la leyó, luego miró otra vez la fotografía en tecnicolor del cangrejo rojo sobre la arena tostada con cara de pocos amigos. Se le resbalaron las gafas y se las subió rápidamente con el pulgar, un gesto secreto que ejecutaba con destreza de fugitivo. El niño era un prófugo.

– Dame las gafas -dijo Abraham.

Dylan no dijo nada, se limitó a entregarlas. Abraham sacó un destornillador pequeño de un cajón de la cocina y aseguró las bisagras de la montura de plástico del crío. Las gafas eran una mierda, de un material de mierda, parte del océano contemporáneo de plástico. Abraham las miró con el ceño fruncido e hizo cuanto pudo, apretó los tornillos, aplicado en su trabajo de miniaturista. A ese nivel las cosas podían mejorarse. Ahora deseaba haber subido aquellas postales extrañas, incompetentes, al estudio y haberlas modificado, haber falsificado la courier de mecanógrafo con sus delicados pinceles, haber arreglado aquellas palabras estúpidas y enigmáticas para dotarlas de algún significado, haber repintado la concha rojo-bombero de un verde y un marrón más naturales. Como si los cangrejos fueran rojo chillón antes de cocerlos, atajo de idiotas.

De hecho, Abraham Ebdus había estudiado durante hora y media la postal del cangrejo el día que llegó, hacía cinco semanas. En el dorso llevaba mecanografiado el nombre completo de Dylan, la dirección y el mensaje, todo con una máquina manual que tenía la cinta mal colocada y adornaba cada una de las letras tecleadas sin fuerza con una pálida aureola roja por debajo. Una inspección más atenta reveló también un rastro en miniatura de manchas grasientas dejadas por el contacto de la postal al correr contra el borde derecho del cilindro de la máquina. El sello era una reproducción de Amor de Robert Indiana -menudo charlatán- y el mensaje, sin mayúsculas ni puntuación, decía:


este cangrejo huye hacia el oeste

lejos de la olla

pero no sin su olla

ni sueños de sirenas del pacífico

si eres bueno verás una


Sin firma. Matasellos de Bloomington, Indiana, que nada significaba para Abraham. Durante las semanas siguientes llegaron tres postales más. La segunda lucía el mismo matasellos de Indiana, las otras dos alardeaban de una errática ruta hacia el oeste: Cheyenne, Wyoming, y Phoenix, Arizona. Todas con el sello de «AMOR» e igualmente escuetas, solo que esta vez el mecanógrafo se había identificado, también a máquina, a los pies de los superficiales poemas, con mayúsculas iniciales para denotar que era el nombre del autor: «Cangrejo Huidizo». Abraham Ebdus había leído los siguientes mensajes de Cangrejo Huidizo con una rabia que borraba aquellas palabras bobas hasta nublarle la visión. De cualquier modo, no iban dirigidas a él.

Volvió a hablarle a su hijo:

– ¿Tienes un amigo en Indiana? -Estaba intentando sonsacarle, no podía evitarlo.

Dylan no contestó, solo juntó las postales como una baraja de cartas y las guardó en la mochila sin leerlas. Para más adelante. No parecía sorprendido.

– Debería habértelas dado cuando llegaron -dijo Abraham-. A partir de ahora, lo haré. Si llegan más.

Dylan le miró fijamente un instante, ajustándose la montura recién apretada en la nariz.

– Tengo dos -dijo Dylan-. Llegaron el sábado.

Ahora fue Abraham el que calló.

Fuera, en el primer escalón de la entrada, el chico miró atrás para asegurarse de que Abraham no estaba vigilando por la ventana del salón, luego se descolgó la mochila de los hombros y levantó la tapa. Dentro estaban las deportivas, Pro Ked 69ers de lona azul marino, con tiras de goma rojas y azules en la suela a modo de gruesas y satisfactorias insignias de legitimidad. Al contacto con una uña del pie las tiras de goma tenían la textura resistente y correosa de una Spaldeen nueva. Hoy nadie le perseguiría entonando «Los saldos consiguen que tus pies se sientan bien, los saldos cuestan un dólar noventa y nueve», porque, indiscutiblemente, esas deportivas no eran de saldo. Pocas cosas estaban tan claras. Mientras tenía la mochila abierta, el chico escondió las gafas, las embutió en un rincón al lado de las seis postales de Cangrejo Huidizo, las dos que él mismo había recogido del correo y las cuatro nuevas, tres de ellas todavía por leer y que ya analizaría más tarde. Sentía un interés clínico por las postales. Las misivas de Cangrejo Huidizo eran entretenidas pero no tenían nada que ver con su vida, como un programa de televisión anticuado y esencialmente prescindible que, de todos modos, veías mucho pero con desdén, orgulloso de lo poco que te reías o tan siquiera sonreías con él, tipo La isla de Gilligan o Míster Ed.

Se cambió los zapatos ortopédicos marrones por las Pro Keds, pero no los metió en la mochila. Los zapatos no iban a acercarse a la escuela, nunca más. Los zapatos tenían su sito bajo la forsitia abandonada de Rachel Ebdus, a la izquierda de la escalinata de entrada, en una ranura que había cavado el chico y donde podrían esperar con la tierra, los gusanos y las ramitas a que Dylan volviera a casa del colegio y los recuperara. Los zapatos eran un artefacto del pasado irregular, zapatos fósiles, y su lugar estaba en la tierra. Todo el mundo sabía que se llamaban pisacucarachas porque, muy correctamente, los asociaban con sus antiguos primos. No eran menos vergonzosos por el hecho sorprendente de que hubieran sobrevivido hasta el presente. Los zapatos deberían adaptarse, desarrollar alas y hacerse pasar por pájaros actuales, como habían hecho los dinosaurios. O regresar al océano, convertirse en tortugas. Hasta que excavaran de vuelta al pasado al que pertenecían podían vivir en la tierra, anidados entre las frías raíces de la forsitia que nunca más serían podadas ni cuidadas, y allí se les negaría la luz del sol que los ponía en evidencia. Era por su propio bien. Si Cangrejo Huidizo enviaba una postal con remite, tal vez Dylan le enviara los zapatos por correo. Cangrejos y zapatos podrían correr juntos y hundirse en el mar. En cuanto a Dylan, él se quedaría con las Pro Keds.


Hacia el final de aquella desganada primavera de sexto curso volvieron a encontrarse, como si fuera la cosa más normal del mundo, como si no se hubieran perdido las tardes de medio año. Mingus llevaba una chaqueta de color verde militar a pesar de que hacía demasiado calor y la chaqueta resonaba, cargada de algo metálico que había llegado al forro a través de los bolsillos rotos. La espalda de la chaqueta lucía el tag de Mingus, DOSE, laboriosamente rodeado de estrellas como asteriscos y puntos descendientes. Pasó todo sin comentario alguno. Dylan empujó la mochila del cole detrás de la puerta del sótano de Mingus y los dos caminaron juntos por la calle Dean, por la manzana que, sin chapas ni pelotas, se había vuelto inútil ahora que hasta el último niño se había sumado a algún grupo o pandilla, a alguna célula de supervivencia. Solamente quedaban Marilla y La-La, pero ellas ni siquiera parecían reconocerte mientras cantaban: «Tengo dieciocho años y una pipa, tengo el dedo en el gatillo, voy a disparar, yeah…».

Se arrastraron en silencio por Brooklyn Heights, lejos de la calle Dean, dejando atrás los jardines Wyckoff y las casas Gowanus, eludiendo la calle Court y la ES 293. Pasando por la calle Schermerhorn superaron la sombra de la cárcel de Brooklyn y entraron en la reserva que constituían los Heights. Allí se rindieron aliviados a la invisibilidad perfecta de las calles silenciosas y sombreadas -Remsen, Henry, Joralemon-, con sus edificios antiguos de piedra rojiza a modo de plácido plano inicial de película, escena que ninguna acción perturbaría jamás. Remsen en particular recordaba a un arboreto, un diorama de perfectas hileras de casas adosadas bajo las copas de los árboles; los techos de los salones de tenue iluminación resplandecían a través de las cortinas como mantequilla esculpida, las aldabas y los pomos de bronce eran los rasgos de máscaras relucientes, los números de las calles estaban grabados en plata y oro en los dinteles de vidrio biselado. Era el Brooklyn de primerísima, la condición a la que Boerum Hill aspiraba sin convicción. Dylan no vio a nadie entrar o salir.

También ellos resultaban prácticamente invisibles entre la muchedumbre de la calle Montague, la avalancha de los niños de la educación privada que salían a las tres del instituto Parker, Saint Ann o Brooklyn Friends. Los niños de los Heights se arremolinaron en torno al Burger King y el Baskin-Robbins en grupitos atolondrados, chicos con chicas, vestidos todos con camisas Lacoste y pantalones de pana, con chaquetas de ante atadas a la cintura, flautas y clarinetes en sus estuches de cuero amontonados de cualquier modo con las mochilas en el suelo y los sentidos tan enfrascados en un cosmos privado de flirteo que Dylan y Mingus pasaron entre ellos como un rayo X.

Entonces una chica rubia con un intrincado aparato ortopédico en los dientes se separó de su pandilla de duplicados y los llamó. Con los ojos centelleantes ante su atrevimiento, les mostró un cigarrillo.

– ¿Tenéis fuego?

Sus amigos se separaron a la vista de aquella comedia afectada, pero por lo visto a Mingus no le importó, podía vivir en la imagen, convertirla en realidad. Rebuscó en el forro de la chaqueta y sacó un mechero azul brillante, como un expendedor de caramelos PEZ que emitiera una llama de fuego. Dylan no lograba imaginar cómo había adivinado la chica que Mingus llevaba fuego. El tono de la escena volvió a cambiar, la chica se inclinó adelante, entornó los ojos como un ser salvaje, miedoso y desconfiado, ladeó la cabeza y se recogió la melena detrás de la oreja para protegerla de la llama. En cuanto prendió el cigarrillo dio media vuelta y Dylan y Mingus siguieron adelante, expulsados.

Los niños de los Heights eran generosos sobre todo entre ellos.

Heights Promenade era una tira de parque voladizo situado por encima de la vía rápida Brooklyn-Queens y los astilleros, era el labio enfurruñado de Brooklyn. Viejos y viejas picoteaban como pájaros los adoquines o se sentaban en fila, petrificados con sus periódicos en los bancos de frente a los tediosos chapiteles de Manhattan, el perfil de los edificios era un canal que emitía aunque nadie lo mirara, como un himno, como una interferencia famosa. Más allá la ciudad escupía la basura de la bahía, el humo amarillo de Jersey se cernía sobre los lentos transbordadores, sobre la estatua de baratija. Dylan y Mingus eran detectives, en realidad no estaban allí. Seguían pistas. Leían el rastro en caracteres chorreantes pintados en las bases de las farolas y en los buzones de correo, en los postes de las alarmas antiincendios, en las puertas de los garajes, o perfilados con los dedos en la suciedad de los laterales de los camiones.

«ROTO I, BEL I, TRATO, FULANO AD, SUPER PAVO, MBE.»

– Acción Directa -tradujo Mingus. Conocer esos datos le hizo bajar la voz, nublar la mirada-. Maestros del Baile con Estilo.

Los tags eran como todo lo demás: capas de códigos, listos para ser desvelados o tapados por un nuevo escrito.

Roto, Bel y Trato pertenecían a la peña DMD, una banda nueva, bromistas de Atlantic Terminals, un complejo de viviendas de protección oficial situado al otro lado de la avenida Flatbush.

Super Pavo era de la vieja escuela, venía de lejos. Tal vez ahora su estilo resultara un tanto extraño, pero no podías faltarle al respeto.

Encima de algunos tags habían escrito «TOYACO» a modo de bufa, como falta de respeto ante un escritor advenedizo.

Si lo escribías sobre una firma de DMD, acababas mal.

Mingus buscó en el forro su El Marko, un rotulador compuesto de una botella de cristal achatada taponada por una mecha gorda de fieltro. En el interior de la minúscula botella con tapón de rosca se agitaba una tinta violeta, manchando el vidrio con cortinas de idéntico color. Mingus soltó el seguro y pegó el fieltro a una docena de sitios, acción a la que llamó «descolgarlo», hasta que la tinta empezó a brotar tan suelta que le manchó la piel clara de la palma de la mano primero y el puño verde de la enorme chaqueta después. Dylan sintió un escalofrío de placer similar al que asociaba a los pincelitos paternos, las ruedas del Spirograph y las chapas.

La palabra «DOSE» fue apareciendo en una farola a medida que Mingus movía la mano en arcos estudiados.

Un tag era una réplica, una llamada para quien supiera oírla, un ladrido entendido del otro lado de las cercas. Una respuesta en violeta húmedo. Las letras goteaban y apestaban a emoción. En cuanto terminaba un tag, Mingus daba un codazo a Dylan y los dos cruzaban la calle en diagonal, escabulléndose de perseguidores que no tenían por qué ser reales. El camino de Mingus y Dylan era una frase en zigzag compuesta de una sola palabra, «DOSE», escrita en huecos que encontraban por todas partes.

Bajo miradas ignorantes, lo invisible autografiaba el mundo.

El largo sendero del Promenade se curvaba al final en un pequeño parque de juegos con dos columpios y un tobogán. Mingus dedicó un minuto a escribir «DOSE» en el lustre desconchado por los tacones del tobogán, con un acabado particularmente cuidado que incluía una aureola chorreante.

Ofreció su El Marko a Dylan. La botella manchada de dedos violetas giró como una fruta madura en la mano sucia de Mingus, como una ciruela.

– Adelante -dijo-. Haz un tag. Rápido.

– ¿Y qué escribo?

– ¿Todavía no tienes un tag? Invéntate uno.

Vendlemachine, Bobo Bulldog, Dose. Marvel Comics estaba en lo cierto, el mundo estaba lleno de nombres secretos, bastaba con que descubrieras el tuyo.

¿El Blanco?

¿Omega el Desconocido?

– Dillinger -dijo Dylan. Miró fijamente, sin tratar de alcanzar el El Marko.

– Demasiado largo, tío. Tiene que ser algo del tipo Dill III, D-Lone.

Una niñera filipina entró con un cochecito chirriante en el parque. Mingus se guardó el rotulador en la chaqueta, ladeó la cabeza.

– Vámonos.

Podías huir de una mujer de menos de metro y medio de altura y con un bebé en un cochecito, alejarte histérico y atolondrado. Únicamente las amenazas reales te petrificaban, te convertían los pies en ladrillos, te impelían a buscar en el bolsillo y entregar billetes y monedas. A saber por qué.

Mingus se colgó de la valla que bordeaba el parque, balanceó una pierna, se dejó caer. Dylan, al intentar seguirle, se quedó doblado sobre la valla. Mingus trató de cogerlo de los brazos mientras Dylan buscaba dónde apoyar los pies. Cayeron los dos juntos del otro lado, como gatos de dibujos animados en un saco.

– ¡Jo, hijo, sal de encima!

Dylan encontró las gafas caídas en la hierba. Mingus se sacudió los pantalones, la chaqueta, cual James Brown palpándose la ropa en busca de pelusas imaginarias. Sonreía, resplandecía. Tenía un trozo de una hoja entre los rizos del pelo.

– Levántate, hijo, ¡estás por los suelos!

En los momentos más felices, Mingus llamaba «hijo» a Dylan con voz atronadora, era otra cita, mitad Redd Foxx, mitad Foghorn Leghorn de Looney-Tunes.

Le tendió la mano a Dylan, le ayudó a levantarse.

Las colisiones físicas tenían algo, un momento que daba salida a la irritación afectuosa. No era algo sexual, más bien el fastidio rutinario de que, hicieras lo que hicieras con tu tiempo, acabara siempre en batacazo.

Dylan quería quitarle la hoja del pelo a Mingus, pero la dejó donde estaba.

Descendieron penosamente una cuesta que daba a un trozo de tierra escondida, un triángulo inclinado de ailantos y hierbajos descuidados; jadearon exhaustos al borde de la vía rápida Brooklyn-Queens mientras los coches zumbaban, indiferentes, más abajo. El lugar estaba lleno de colillas, botellas de litro y restos de neumáticos. Formaba un oasis de negligencia, con el permiso secreto de la casa abandonada. Incluso los Heights limitan con escombros, la basura característica que lo apuntalaba todo.

De nuevo habían seguido pasos famosos, como peregrinos. La pared de piedra que se erguía hasta el Promenade estaba cubierta de letras de casi dos metros de alto, pacientes obras maestras del graffiti expuestas a la vista de los conductores. Regresaron hacia la carretera para contemplar los graffiti, Dylan se ajustó las gafas. «MONO» y «LEE»: el Dynamic Duo había pasado por allí.

En la imaginación de Dylan, Mono es negro y Lee blanco.

Mingus se apoyó en la pared pintada, a la sombra de los ailantos, encendió el mechero azul y lo acercó inclinado al extremo de una pipa de cromo pequeña y con forma de grifo, otro producto sorpresa extraído del forro de la chaqueta verde. Con la cabeza ladeada y bizqueando de concentración, Mingus inhaló el humo, apretando los labios con fuerza para mantenerlo dentro. Se le escapaba humo por la nariz. Señaló a Dylan con la barbilla y, por fin, exhaló.

– ¿Te apetece un porro?

– Paso. -Dylan trató de parecer despreocupado, de expresar una negativa incidental que podría no haberlo sido.

Por debajo, los camiones pasaban ruidosamente, formaban un muro en movimiento. Un muro que lucía sus propios graffiti de otras zonas de la ciudad, comunicaciones extranjeras diseminadas por mensajeros indiferentes, como un virus.

– Se lo he pillado a Barrett. Guarda la hierba en el congelador.

Por entonces Mingus llamaba Barrett a su padre. Para Dylan era la clave de todo, un posicionamiento crucial. A solas, Dylan practicaba por lo bajo: «Abraham, Abraham, Abraham».

– ¿Lo sabe? -preguntó Dylan.

Mingus negó con la cabeza.

– Tiene tanta que ni siquiera lo nota.

Volvió a encender el mechero, la cazoleta de la pipa se volvió naranja brillante, crujió levemente. Dylan se esforzó por no dejar entrever la fascinación que sentía.

– ¿Has fumado hierba alguna vez?

– Claro -mintió Dylan.

– No es para tanto.

– Ya.

– Todo el mundo se coloca con algo, ya lo dice Barrett.

«Todo el mundo se coloca con algo» llevaba una traza de «La madre se ha ido, pero el chico sigue adelante», como si de ADN musical se tratara.

– Está bien, la he probado antes, es solo que ahora no me apetece.

– ¿Antes? -Mingus le puso a prueba con delicadeza.

– Claro. Mi madre es una porrera. -En cuanto las palabras salieron de su boca supo que había traicionado a Rachel, que la había lanzado como a una chapa con la que juegas con indiferencia, una que no te importaría perder.

Encogiéndote de hombros en tu propio lenguaje de falsa despreocupación, descubriste lo que ya sabías. Las historias estaban enterradas en las palabras como bromas, a la espera.

Cangrejo Huidizo, «pero no sin su olla» (¿de maría?).

– Sí, bueno, pues hablando del tema: mi madre le dio la patada a Barrett por drogata -dijo Mingus.

Se vio obligado a contribuir con su propio desastre, luego se calló. Posiblemente mencionar en voz alta a la madre de cualquiera, incluso la propia, constituía un error de cálculo capaz de dinamitar una tarde.

Nunca estabas a salvo de una metedura de pata así: bastaba con pronunciar la palabra prohibida y lo demás venía solo. Al evitar cualquier mención de la Escuela de Secundaria 293 o de los términos «blanco» o «negro» podías creerte a salvo, pero te equivocabas.

Debería existir otro lenguaje. Tal como estaban las cosas, hablar de Rachel te dirigía como la sombra de un reloj de sol hacia situaciones del tipo Robert Woolfolk, cosas que habías decidido olvidar. Y te encontrabas de regreso a un punto en el que no querías estar. Atrapado en la red.

Un chico blanco de sexto curso, muriéndose de vergüenza bajo los focos.

Estrangulado.

«Tu mamá.»

Mingus escondió la pipa en la chaqueta. Los dos juntos remontaron la cuesta, escalaron la valla sin problemas y regresaron en silencio por Pierrepont, dejando atrás el Promenade. Aunque ahora Dylan se sentía preparado para aceptar el El Marko, listo para destapar el fieltro empapado de tinta violeta y sentirlo fluir bajo su mano, para descubrir su firma de grafitero y estamparla en los laterales de las farolas junto al DOSE de Mingus, no escribieron nada. Mingus mantuvo las manos hundidas en los bolsillos de la chaqueta, apretando los puños contra el forro para agarrar mechero, pipa y rotulador y que no chocaran entre ellos ni rebotaran en los muslos.

Mingus caminaba delante. Con la hoja todavía en el pelo.

Dylan ni siquiera era un toyaco, todavía no.

Probablemente Mingus también iba colocado, con la cabeza en otro cuadrante, tal vez en la Zona Negativa. Demasiados elementos que tomar en consideración. Simplemente «otro avance repugnante», por citar a Ben Grimm, más conocido como la Cosa.


Había aprendido a no tocar el correo hasta que el muchacho regresara a casa del colegio, a permitirle dejar la mochila y escudriñar lo que fuese que hubieran echado al buzón hasta separar la postal de Cangrejo Huidizo, cuando la había, y esconderla entre «sus cosas», una categoría del chico en perpetua expansión. Solo cuando Dylan había separado el correo con el pie, esparciéndolo por el suelo de la entrada y abandonándolo allí, Abraham Ebdus recogía sus facturas, cartas, anuncios de exposiciones, lo que fuera en cada ocasión. Así que el correo del día se quedaba toda la tarde junto a la puerta y Abraham, al bajar del estudio a la cocina en busca de un café o unos bocadillos, hacía cuanto podía para no fijarse en si había una postal que asomara entre el montón de cartas. No quería saberlo.

Esa noche, una vez Dylan hubo cruzado el vestíbulo y se hubo dirigido a la cocina para dejar los deberes sobre la mesa, Abraham descubrió que el cartero había metido un paquetito por el buzón de la puerta, una devolución con el nombre de su jefe nuevo. Aunque adivinó el contenido al instante, se quedó mirando el paquete durante un minuto largo mientras la oscuridad se amontonaba detrás de sus ojos en una suerte de cefalea compuesta de orgullo y rabia. Cuando por fin lo abrió le recorrió el cuerpo un escalofrío de odio a su propia persona y a punto estuvo de romper el envío por la mitad, de destruir el delgado libro de bolsillo antes de darlo a conocer.

Circo neuronal de R. Fred Vundane, el primer título de una colección llamada Nuevos Especiales Belmont, anunciada como «Ficción especulativa y envolvente para la Era del Rock». Diseño de portada de Abraham Ebdus: un paisaje terrestre, lunar o mental de estilo surrealista de tercera compuesto de formas biomórficas en vivos colores pero de negros augurios inspirado en Miró, inspirado en Tanguy, inspirado en Ernst, inspirado incluso en Peter Max, y que no estaba a la altura de ninguno de ellos. El departamento gráfico de la editorial Belmont había cubierto la aguada sobre cartón de Abraham con letras sans serif en amarillo eléctrico que pretendían recordar a las de una pantalla de ordenador. Abraham deseó haberles denegado el uso de su nombre verdadero y haberlo sustituido por un seudónimo, como por lo visto había hecho el escritor, algo así como: A. Bola de Naftalina o J. R. R. Matatontos. Le dolía la vista de ver los colores que él mismo había aplicado con sus pinceles.

Abraham llevó el libro a la cocina con la idea de dejarlo caer en la mesa, entre los deberes de Dylan, como de casualidad. El despecho guió su muñeca y en lugar de eso lo tiró al suelo. El libro resbaló, girando hasta detenerse bajo la mesa, junto a los pies de Dylan. Dylan arqueó las cejas, miró debajo de la mesa.

– ¿Qué es eso? -preguntó.

– El primer libro que me publican -contestó Abraham, incapaz de moderar la amargura de su voz.

Dylan recogió el libro del suelo y se lo llevó al salón, sin decir palabra. Abraham trasladó un paquete de chuletas de cordero descongeladas de la nevera a la pica, abrió el grifo. Dejó unas cebollas en la encimera, las evaluó. Soportó el silencio solo unos minutos antes de asomarse al salón y descubrir a Dylan acurrucado en un rincón del sofá, con el cuerpo hecho un ovillo alrededor de Circo neuronal. El niño no levantó la vista al entrar su padre. Dylan leía el libro como enfrascado en hurgar entre los desperdicios, frunciendo el ceño de pura concentración, pasando páginas a una velocidad improbable mientras desollaba la carne superflua de la prosa e inspeccionaba el esqueleto de la historia, los hechos pelados o las tonterías cruciales: Dylan Ebdus no estaba leyendo, fileteaba.

Abraham regresó a la cocina. Cortó las cebollas, echó las chuletas a una sartén. Para cuando sirvió la cena y se disponía a llamar a Dylan, el chico apareció de vuelta con el librito estridente.

– No está mal -dijo el hijo de Abraham Ebdus. El tono sugería que había leído bastantes libros peores.

Y entonces, en un acto de cruda agudeza casi insoportable, el chico devolvió con cuidado el libro al punto del suelo donde Abraham lo había tirado, se cubrió la boca con el puño y simuló una ligera tos, después se concentró en la cena.

El libro se quedó toda la cena donde estaba, en un mar entre los pies de padre e hijo. Después, encendido ya el televisor y Dylan a salvo en su banco de la iglesia de El hombre de los seis millones de dólares, Abraham recuperó el libro y lo subió al estudio escondido en el bolsillo de atrás. Una vez en el estudio retiró una fila de botes de tinta de un estante que quedaba justo por encima de los ojos desde la mesa en que pintaba la película. Circo neuronal pronto tendría compañía: ya había pintado tres cubiertas más para los Nuevos Especiales Belmont y el esbozo de la cuarta le esperaba en la mesa del otro lado de la habitación. Ahora no podía ponerse con ella.

Mojó el pincel y enfocó los ojos, irritados y escocidos de la cebolla, en el cuadrito de celuloide donde había interrumpido el trabajo. En los últimos tiempos el argumento de su película había derivado hacia el destierro o la purgación gradual del color. Mediante movimientos infinitesimales, pequeñas tachaduras y eclipses, el negro y el gris estaban empezando a dominar la zona por encima del horizonte en el centro del fotograma, y el blanco y el gris la zona inferior. Los colores que quedaban eran silenciados, se desvanecían rápidamente como desanimados por la tendencia dominante, una sentencia de muerte evidente. Habían visto el texto de la pared: «Primero vinieron a por los carmesíes y no dije nada, luego vinieron a por los ocres…».

Abraham decidió entonces que los Nuevos Especiales Belmont serían el purgatorio de los colores desterrados. Expulsando en el diseño de cubiertas sus impulsos más corruptos -la necesidad de entretener o distraer con sus pinturas, las ganas de hacer algo más con las pinturas que llegar a través de ellas a la verdad absoluta- purificaría todavía más la película. Ahora comprendía, con emoción casi vengativa, que las cubiertas publicadas serían un zombi fluorescente que representaría su carrera pictórica, un cadáver andante. Mientras, desarrollándose en reclusión como un retrato de Dorian Gray a la inversa, quedaría la austera perfección de la película jamás vista, jamás publicada.


En primavera el chico-topo se aventura fuera sin protección. Se arriesga. Dobla un billete de dólar en dieciséis partes y lo embute en una raja del interior de la hebilla del cinturón, se arma de un doble farol: dos monedas de veinticinco centavos en el bolsillo y otros cincuenta centavos prestos a ser entregados escondidos en el calcetín. Lo que haga falta. Es una operación rutinaria. Aunque en el bolsillo de delante, la furtiva criatura escarbadora lleva un alijo que le preocupa, nota las manos impacientes, le pican. Lleva un El Marko, negro, por estrenar. El chico-topo lo había comprado junto con un bloc y una caja grande de lata de lápices de colores el sábado anterior, en la tienda Pearl Paint de la calle Canal, en una visita para proveerse de material de dibujo. Abraham Ebdus lo había pagado todo, sin preguntar nada.

Es sábado, falta poco para las diez de la mañana del cinco de junio. Sexto curso casi ha terminado, el anexo de la ES 293 ha sido un caparazón de un año, como una burda fase corporal, un error. ¿Cuál es el sentido de una escuela de un año? No se puede alcanzar ningún prestigio útil. Ahora lo importante es el año próximo, siempre lo había sido, pero no lo sabías. Te estabas preparando para séptimo. Allí tendrás alguna oportunidad. Tal vez. Séptimo curso: concéntrate, dale vida. Mirar más allá de séptimo, al instituto, la fantasía femenina envuelta en culpa, la fantasía de chicas rubias como las perdidas pero no olvidadas chicas Solver, no parece lo más sabio para una criatura-topo ocupada en esquivar el peligro de ser estrangulada. Paso a paso, oh, criatura de las profundidades.

Entretanto, prepárate para entrar en las filas de Mingus. Gánate tus galones, hazte un nombre. El sábado por la mañana podrías permitirte albergar la esperanza de que los chicos de las casas baratas estén todavía en ropa interior, cinco por colchón, viendo los dibujos animados de Merrie Melodies en pantallas en blanco y negro. El hedor de la fábrica de disolventes de la calle Bergen es lo único que hoy destaca, los puertorriqueños todavía no se han reunido frente al colmado de Ramírez, el autobús vacío flota como una mota rechoncha en la luz del principio de verano hacia la Tercera Avenida. Una mañana como esta podría ser un buen momento para dar vida a tu nombre, para colgarlo de una pared. Sin embargo, el chico-topo avanza con la cautela habitual. De día, de noche, tanto da. ¿Quién sabe cómo lo explicaría si lo acorralaran en un rincón y le obligaran a vaciarse los bolsillos y mostrar el El Marko? Es un pasaporte robado, un amuleto, pero él no se ha ganado el derecho a llevarlo encima.

Avanza hacia Nevins echando miraditas por encima del hombro.

En la manzana de la calle Pacific que queda entre Nevins y la Tercera, una pareja de descampados adyacentes han sido convertidos en un parque «de bolsillo». En realidad no es más que una muesca en la fachada roja de la manzana, un cuadrado de espacio público sin césped ocupado por un cajón de arena extrañamente profundo y algunos ejemplos de barras infantiles modernas fabricadas con vigas de madera densamente lacadas, además de los columpios y el tobogán convencionales. El suelo del parque está cubierto de cuadrados de goma negra entrelazados a modo de puzzle y sucios de cristales rotos y cigarrillos aplastados y charcos de orina evaporada característicos de la verdadera vida del lugar. El tobogán y los columpios, los contenedores de basura volcados y el ladrillo de las paredes que delimitan tres costados del parque de bolsillo están plagados de tags en pintura de aerosol o rotulador. El niño al que se le ocurría meter los pies en aquella arena aunque fuera calzado era considerado por todos un idiota, por no hablar de si se metía descalzo. Eso si llegabas a entrar en el atrapamoscas del parque. El chico-topo lo considera una zona que ve cuanto menos mejor y, ahora, necesita reunir valor para entrar en ella pese a que un vistazo rápido le confirma que está solo.

Se saca su El Marko del bolsillo y busca un hueco vacío.

El último cuadrado de superficie virgen del parque de bolsillo está en el dorso del tobogán, bastante abajo, en un ángulo entre difícil e imposible. Con las rodillas dobladas, se adentra agachado bajo la sombra del tobogán y destapa el rotulador. Huele el olor a nuevo de la tinta negra. Tiene un nombre preparado, secreto, que ha practicado miles de veces en los últimos quince días, con bolígrafo sobre el pupitre del colegio, con rotulador de punta fina en la carpeta de anillas, con el dedo en el aire.

Pero no va a ocurrir hoy.

Porque hoy es el día en que el hombre volador cae del tejado.

Primero una sombra vista fugazmente por el rabillo del ojo mientras se agacha bajo el tobogán, una mancha negra parecida a un pájaro o un murciélago inmenso contra el muro de ladrillos. Volando marcha atrás. Luego un golpe de caída de alguien que ha salido disparado y el suspiro de resuello, la exhalación que se escapa de un cuerpo por la fuerza del impacto. El largo suspiro deviene quejido. El chico se sorprende, se rasguña la cabeza con el bajo del tobogán, suelta el rotulador. Enjaulado en la sombra del tobogán, se pregunta si podrá esconderse allí de lo que sea que pase.

La respuesta es no.

– Blanco, chavalín -gime la voz-. ¿Qué haces?

El hombre volador, de cerca, es inmenso. Se ha sentado en la estera de goma apoyado contra el muro, a pocos metros de distancia, con las rodillas dobladas y las dos manos sobre el tobillo derecho, frotando. La piel de sus manos pétreas y nudosas y la del tobillo, de hecho, la de los dos tobillos que asoman desnudos por encima de unas deportivas raídas de color rojo -de saldo- se ve escamosa, psoriática, con manchas blancas que se extienden sobre un negro de caimán. Lleva vaqueros grises de porquería y una camisa que alguna vez fue blanca, con los puños deshilachados y un botón que cuelga de un hilo. Sobre los hombros, arrugada entre la ancha espalda del hombre volador y el muro de ladrillos, una capa fabricada con una sábana atada al cuello igual que la del niño del cuento Donde viven los monstruos, solo que amarillenta. Sin poder evitarlo, el niño piensa: meada. Y el hombre volador huele a pis, incluso peor que el parque.

El hombre volador refunfuña otra vez, levanta la vista sin dejar de frotarse el tobillo. Va mal afeitado y tiene marcas de viruela en la mandíbula, puntos blancos convertidos en acné negro. La nariz está torcida. Y donde los ojos del hombre volador deberían ser blancos son del mismo color meado que la sábana, como si de algún modo se hubiera orinado incluso los globos oculares.

Dylan Ebdus no habla, observa.

El hombre volador señala el El Marko con la cabeza.

– Estabas garabateando porquerías en la pared, te he visto.

– Te has caído -dice Dylan Ebdus.

– Qué va, tío, he descendido. Aunque me he jodido la puta pierna, eso sí. Ya no puedo aterrizar.

– ¿Cómo? ¿Cómo es que vuelas?

– Ajá. No gracias a esta mierda, eso seguro. -El hombre volador estira de la sábana atada al cuello, pega los dedos romos al nudo y lo afloja de un tirón con una facilidad pasmosa. Hace una bola con la capa sucia y la tira a un lado, sobre un montón de cristales rotos-. Me he enredado con la sábana; me duele la pierna -murmura-. No paro de caerme.

Dylan Ebdus da un paso precavido en dirección al rotulador destapado que sigue tirado en el suelo de goma del parque.

– Adelante, recógelo. Los graffiti me la sudan, tío. Son el menor de mis problemas.

Dylan coge el rotulador, lo tapa, lo guarda. De todos modos, parece que el hombre volador está hablando solo.

– Oye, tío, ¿no tendrás un dólar?

Dylan Ebdus vuelve a mirarlo. El hombre volador le muestra los dientes, que son pequeños y están demasiado separados. Las encías son una erupción marrón y rosa.

– ¿Es que no sabes hablar, tío? Te he preguntado si tienes un dólar.

El chico-topo casi se siente aliviado al volver a un terreno tan familiar. De manera automática, mete la mano en el bolsillo. Aunque una parte de él sigue calculando trayectorias, repeticiones del destello y el golpe de la caída de hace solo un minuto. Mira a los tejados, los edificios tienen tres plantas de altura. ¿Desde allí arriba?

En algún otro lugar el día no ha empezado. El parque es un paréntesis vacío, nadie camina por la acera de la calle Pacific para confirmar ni ubicar los acontecimientos.

El hombre volador alarga la mano y Dylan Ebdus le entrega cincuenta centavos, adentrándose para ello en la aureola de mal olor. Retrocede enseguida.

El hombre volador hace desaparecer las monedas, gira un anillo de plata que lleva en uno de sus dedos rosados con la vista clavada en la de Dylan. Tiene escarcha blanca incrustada en las arrugas del cuello, como si hubiera varado en la playa, como si se hubiera cocido en sal que se hubiera ido evaporando poco a poco.

– Antes volaba muy bien -dice el hombre volador.

– Te he visto antes -dice Dylan, casi en un murmullo, descubriéndolo al tiempo que pronuncia las palabras.

– Ahora ya no -dice enfadado el hombre volador, luego se lame los labios-. Me cago en todo… -Se esfuerza por dar con las palabras-: Las ondas de aire no paran de tirarme al suelo.

– ¿Ondas de aire?

– Ajá. Eso. Ya no consigo mantenerme en el aire. Ese es el problema, tío. -De repente el hombre volador se fija en las monedas que relucen en la palma arrugada de su mano como fragmentos de un espejo iluminados por el sol en una cuneta fangosa-. ¿No tienes nada más, tío? ¿No me vas a dar nada más?

Dylan asiente en silencio, luego se desabrocha el cinturón y le entrega el billete doblado sin desplegarlo, sino lanzándolo como un chicle a la cuenca de la vasta mano agrietada del hombre volador.

– Ajá. ¿De veras me has visto volar?

El hombre volador alza la barbilla para señalar a los lejanos tejados por encima de Pacific y Nevins, hacia el tejado de la EP 38 y más allá, hacia las casas Wyckoff. Las gaviotas maniobran en el pálido cielo, llegadas de Coney Island o Red Hook.

Dylan Ebdus asiente de nuevo, luego huye del parque.

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