La iglesia era un garaje situado tras una cerca blanca que no engañaba a nadie al fondo de la avenida Dekalb, una cerca pegada a la acera de pizarras rotas y calzada entre una fundición y la tienda de un fontanero. Los sábados la fundición trabajaba a pleno rendimiento, indiferente a los servicios que se celebraban en la puerta de al lado; la persiana metálica levantada dejaba a la vista a un hombre con máscara de soldador atacando la reja de una ventana con un soplete mientras las chipas saltaban al suelo de cemento. En la misma manzana había también un taller mecánico con un calendario de chicas de 1967; una tienda de «discos» con el aparador empapelado con fundas vacías de vinilos para evitar que se viera el interior desde la calle y proteger a los vendedores de lo que muy probablemente no eran discos; y dos establecimientos de comida preparada con carteles de Coca-Cola de los años treinta intactos con grabados de nombres ya olvidados. La iglesia, un edificio de hormigón encalado con la fachada decorada con un cartel de hojalata pintado a mano en el que se leía «SALÓN DE DIOS, “EN SU SENO ENCONTRAMOS LA REVELACIÓN”, REV. PAULETTA GIB» y una estrella de David dorada, era sin lugar a dudas un garaje donde al abrirse las puertas de contrachapado se veían cinco filas de espaldas y cabezas de hermanas sentadas en sillas plegables de cara a la mujer del micrófono que ocupaba la parte delantera de la sala. Lucía un sol de agosto abrasador que cocía a los feligreses. Se habían aflojado las corbatas, separaban las rodillas para ventilar los genitales e iban remangados. El vestido floral de la pastora estaba empapado de sudor a la altura de la barriga y en los lugares donde los brazos presionaban las costillas. Mientras paseaba enfrente de la congregación, agitaba con pericia el cable de micrófono que recorría el suelo a sus pies alejándolo de sus zapatos de tacón alto y grueso estampados a juego con el vestido.
Los dos hombres, padre e hijo, cociéndose los dos al calor del mediodía vestidos como iban con traje y corbata, cruzaron la cerca y tomaron asiento al fondo de la sala, justo donde empezaba la sombra del aparcamiento.
– Será mejor que nos esforcemos por emular a las cinco novias vírgenes -dijo la mujer forzando al máximo la voz-. Atando corto nuestras mechas, manteniendo bien limpia nuestra esencia, conservando la llama… oh, sí.
– Oh, sí -respondieron entre murmullos y gritos los asistentes.
– Manteniendo esa luz en la ventana para que cuando llegue el novio irrespetuoso nos vea esperando en la ventana llenas de fe, oh, sí, vestidas con nuestras mejores galas, con nuestras mejores galas intactas, sin que un solo dedo haya manchado nuestras vestiduras, ni uno solo.
– Ni uno solo, ni uno solo.
Al final del servicio, mientras la pequeña congregación cruzaba la cerca y se dispersaba por la acera, la pastora se abrió camino hasta los desconocidos que habían llegado tarde y se habían sentado al fondo de la sala: Barrett Rude Senior y Junior. Se levantaron al verla acercarse.
– Bienvenidos -dijo la mujer, ofreciéndoles la mano-. Pauletta Gib.
– Un servicio muy bonito, hermana Gib -dijo Senior, inclinándose en una reverencia. Seguía llevando la corbata apretada en el cuello, pese al calor.
Ella le saludó con la cabeza, luego abrió las manos y salieron juntos a la luz del sol. Pauletta Gib se volvió hacia el hijo.
– Usted es el cantante de los Distinctions.
– Barrett Junior, señora. Ya no estoy en el grupo.
– Tengo entendido que le educaron en la fe del Salón.
– Mi padre me educó en la fe de la Iglesia, sí. -El cantante suavizó la voz, hablaba con toda la humildad posible. El peregrinaje a la iglesia era en honor a Senior, no como concesión, sino como regalo.
Pero Pauletta Gib solo tenía ojos para el hombre alto que lo único que deseaba era permanecer a la sombra de su padre.
– Sus canciones eran un gran consuelo para la gente -dijo la mujer.
Barrett Rude Junior agachó la cabeza al oír a su padre decir:
– Mi hijo no es un hombre religioso, hermana.
Pauletta Gib arqueó una ceja.
– Estoy segura, señor Rude, de que no debo recordarle que la religiosidad de un hombre se mide sábado a sábado. Hoy he encontrado a su hijo entre las paredes de mi iglesia.
– Acabo de venir a la ciudad a visitarle. Él no tenía ni idea de la existencia de su templo.
Las palabras elegidas por Senior transmitían ciertas dudas en relación al escenario, a la congregación bien vestida que vagaba por la acera donde los trabajadores de la fundición teñían una sección de reja con pintura negra. La pintura en aerosol fijó un negativo borroso de la verja al posarse en el cemento.
– Sin embargo, hoy nos has encontrado, alabado sea Dios.
Por fin el padre reunió el valor para decirle lo que quería que ella supiera:
– En otro tiempo yo mismo ejercí el ministerio del Salón en Raleigh, Carolina del Norte.
El ceño fruncido de la mujer pareció atravesar al anciano, ver más allá de la corbata bien anudada, la cara recién afeitada, la expresión desafiante y entusiasta, para preguntar: «¿Cuánto tiempo atrás? ¿Qué ha sucedido desde entonces?».
Aunque lo que dijo no reveló ninguna de las conclusiones de su chequeo visual:
– Allí donde hay amor hay un Salón.
A lo que Barrett Rude Senior solo pudo añadir, de mal humor:
– Alabado sea el Señor.
La mujer cogió al hijo de las manos y le miró intensamente a los ojos.
– ¿Cantaría usted en nuestra iglesia el sábado que viene? -El tono sugería que era una deferencia con el cantante, no una petición de un favor como podría parecer.
Pero era el padre, que ahora cambiaba el peso de un zapato chirriante a otro, el que se moría de ganas de que le ofrecieran el micrófono de Pauletta Gib.
– No sé -dijo Barrett Rude Junior sinceramente, sin saber lo que su padre preferiría oír y, sobre todo, deseando que no le hubieran planteado esa pregunta.
– No conteste ahora -repuso Pauletta Gib, dando unos toquecitos en la mano del cantante-. Su corazón le dará la respuesta mientras duerma. -Luego se volvió hacia el padre y bajó una octava el tono de su voz-: Confío en verle la semana que viene, señor Rude. A menos que haya montado ya su propia iglesia.
– Buf…
Barrett Rude Senior dio media vuelta e hizo un mohín, entornando los ojos por el sol. Comprobó el estado de los puños de la americana, de cuya pechera arrancó un hilo inexistente que examinó brevemente antes de tirarlo al bordillo con la gestualidad amanerada de un dandi.
De manera inevitable, Pauletta Gib había empezado a recordarles a Senior y Junior a su difunta esposa y madre.
Como la mujer que ambos recordaban, Pauletta Gib prefería el hijo al padre.
Entonces dos de los feligreses de Pauletta Gib que se habían quedado merodeando alrededor del grupo se adelantaron con un sobre y un bolígrafo que depositaron en las manos de Barrett Rude Junior. Una chica con un vestido estampado, morenos brazos desnudos cubiertos de restos de polvos de talco, y su hermano pequeño, que parecía un palillo metido en un traje de color melocotón pálido. El chico se quedó avergonzado, pegado a su hermana, de modo que le tocó a la chica exponer su petición. No querían gran cosa, pese a que se trataba de algo que el cantante no había dado desde hacía casi dos años: un simple autógrafo.
– Eh, tú.
– Eh.
– ¿Pasa, tío?
– Nada, tío. ¿Cómo va eso?
– ¿Tú qué crees, tío? Igual que tú… Vengo a por tinta.
– Mola, mola.
Confecciones para Profesionales Samuel J. Underberg, S.A. es un edificio de cinco plantas con forma de caja verde pastel de la avenida Flatbush, pasado el quiosco de la isla peatonal, en la zona de descampados y almacenes silenciosos que se extiende a la sombra de la torre del Williamsburg Savings Bank. En muchos sentidos, la zona es un cero a la izquierda, un gran vacío. Más allá de la Academia de Música de Brooklyn y la terminal ferroviaria de Long Island no pasa nada, nadie está en casa. De hecho, pese a que nadie parece saberlo, es el lugar donde por un tiempo planearon reubicar el estadio Ebbets, antes de que los Dodgers desertaran. Llegaron a derruir un montón de edificaciones viejas pero no las sustituyeron por nada. Por allí nadie huele a cerveza y cacahuetes porque el campo de béisbol nunca llegó a construirse. La zona allanada traza una especie de perfil tachonado de ladrillos de un miembro fantasma. En lo que concierne a un grupo de chavalines criados en barrios de protección oficial, el lugar queda fuera de la zona de seguridad de los jardines Wyckoff, demasiado adentrado en el territorio de Atlantic Terminals.
Los escasos grupos que pasean por la acera caminan con gesto inquieto, cabeceando y asintiendo, apartando la mirada.
Todas las miradas se postergan hasta llegar a la pared del almacén y la espléndida explosión de graffiti que la cubre.
En el centro de esa tierra yerma el edificio de Samuel J. Underberg es el emplazamiento de una vida misteriosa que el negocio familiar desconoce. No tiene nada que ver con su rentabilidad real, que básicamente genera el suministro de carritos de la compra nuevos, recambios para los que roban los vagabundos o se destrozan en choques en los aparcamientos. Todos los días Underberg transporta docenas de carritos desde el almacén a los supermercados de todo Brooklyn. Del almacén también salen productos caros como cajas registradoras, esteras de caucho y expositores giratorios. Un nicho empresarial. Al menos da trabajo a varios hombres, muchos de ellos primos.
Nada de esto explica ni remotamente el magnetismo especial que Underberg ejerce sobre los chicos que allí se congregan. El secreto se esconde dentro del cuchitril que hace las veces de salón de exposición y ventas, que parece ideado en el último momento y donde se muestran los adornos necesarios para que un supermercado se vista de escenario para la representación de las compras: barreras de perejil falso para separar los trozos de carne de las neveras, salamis y quesos de plástico para rellenar los expositores de alimentos verdaderos, cartelitos de lámina o vinilo recortados en forma de peces o cerdos para clavarlos en las bandejas de la charcutería, carteles en fucsia o naranja fosforescente para anunciar las ofertas.
– Eh, tú, mira, ese es Strike, tío.
– ¿Strike? ¿De veras? -Esto es un susurro de incredibilidad ante el hecho de que «El Rey de la línea de Broadway» pueda materializarse en forma humana.
– Mira bien, tío, está firmando.
– La hostia, tío. Strike.
– Voy a pedirle que me firme en mi libro.
La sala de exposición de Underberg es el único lugar de Brooklyn donde cualquiera que entre puede comprar, sin que se le hagan preguntas, una botella de cuarto de Violeta XT-70 Garvey, una tinta industrial compuesta de etanol, éter butílico y resina de poliamida, formulada específicamente para marcar los precios en celofán congelado y paquetes de carne viscosa plastificada. La fijación incomparable del Violeta Garvey abarca también las ventanillas mugrientas; ventanillas de los vagones de metro, se entiende. El Violeta Garvey constituye un elixir irreemplazable para los rotuladores caseros que se fabrican los artistas del graffiti y, a su vez, convierte en una meta el modesto edificio de Underberg, ajeno a su atractivo. Asimismo, garantiza que los laterales del edificio conformen un museo constantemente actualizado de tags de todos los rincones de Brooklyn, un escaparate para tribus rivales en un momento de colaboración temporal.
Los hombres con gorra de detrás del mostrador de la sala habían calado la situación: tenían el Violeta Garvey bien almacenado detrás del mostrador donde podía comprarse pero no robarse. Y el mostrador es una vitrina llena de cuchillería, cuchillos de deshuesar y cuchillas de carnicero. A 5,99 dólares la botella, el Violeta Garvey es lo bastante barato para conseguir que los escritores aflojen la mosca; de todos modos, la única alternativa posible sería atracar la tienda a punta de pistola. Sus actuaciones en el interior de la sala de exposición son más encubiertas: roban frutas falsas y garabatean pequeños tags por ahí, en los expositores de cartón.
Pero, por lo demás, los escritores de tags tienden a entrar y salir sin muchos ánimos, dejando el dinero en el mostrador por turnos, musitando el pedido y guardándose la jactancia para la calle.
– Tú, tío, ¿lo has oído? El tipo no ha querido darme una bolsa.
– Bah, cállate, tío.
– Te lo juro, tío. No me lo invento.
Estos grupos recelosos se pasan libros de dibujo encuadernados en cartón negro aguijarrado y llenos de las firmas de unos y otros, además de los planos a rotuladores de colores de los inmensos burners que esperan atreverse a reproducir algún día en un tren. Underberg es el lugar donde se muestran los libros, se recolectan autógrafos de todas partes, pese a que siempre se arriesgue uno a la humillación o la burla de un grupo de escritores mayores y mejores con ganas de intimidar a una facción más joven.
Desde la avenida Flatbush, junto a la estación de la línea D, desde la Cuarta Avenida junto a la línea N y la R de la calle Pacific, desde las casas de protección oficial, llegan oleadas de pequeños grupos que se funden en la acera, bloqueando a los hombres de Underberg que cargan las furgonetas. Van y vienen ruidosamente, los propios grupos son una forma de escritura humana.
Hoy hay dos chicos blancos tratando de pasar inadvertidos entre el barullo de actividad que de pronto estalla a su alrededor, después de todo parece que una visita a Underberg no es un asunto sencillo. Uno se paraliza a media firma.
– Tíos, mirad a esos blancos, ¡qué malos!
– ¿Qué estás escribiendo, blanco?
El chico blanco del rotulador permanece en silencio, con los hombros encogidos frente a los hostigadores, pero con cierta integridad lenta y pesada consigue acabar la firma en la pared de Underberg, en el pequeño hueco que ha encontrado entre otras pintadas de mayor tamaño hechas con aerosol.
– ¿Qué pone? ¿Art? ¿A-R-T?
– El tag del tío este es Art. Vaya mierda.
– ¿Te llamas Arturo, tío? A mí no me pareces puertorriqueño.
– Cállate la boca, tío, déjalo en paz.
– Es un toyaco.
– Que lo dejes en paz, tío.
– No me estoy metiendo con él, solo quiero saber lo que escribe. ¿Estás en una banda, tío?
La pregunta es retórica: ¿qué chico blanco podría entrar en una banda? O, lo que es lo mismo, ¿qué banda con un mínimo de dignidad admitiría a un chaval blanco, no digamos ya a un canijo ratonil como ese, que está empezando a encogerse de miedo contra la pared de Underberg tal como le han enseñado sus experiencias en los pasillos, el patio y las calles adyacentes a la ES 293?
Encogimientos ritualizados enterrados varios milímetros en las psiques de los dos chicos blancos, ataques fingidos de asma y otras formas de súplica se disponen a emerger cuando lo más parecido a una banda con lo que los dos podrían soñar sale de la sala de exposición con una botella recién comprada de Violeta Garvey: Mingus Rude.
Mingus valora la situación de modo tan instantáneo y fácil que su comentario parece salir de su boca al tiempo que él sale de Underberg y se guarda el bote de tinta en el bolsillo del muslo de sus pantalones de excedentes militares. No habla a los cuatro chicos negros que están estrechando el cerco que rodea a Arthur Lomb y Dylan Ebdus, sino que habla como si todos menos Arthur y Dylan fueran invisibles y en tono de fastidio.
– ¿Qué coño estás haciendo, Art, tío? Te dije que los colegas nos están esperando. No tenemos tiempo, tío, hay que largarse.
La referencia a los otros «colegas» es mágica. El cerco se relaja. Arthur y Dylan asienten obedientes, agachan las cabezas y siguen a Mingus con la vista clavada en la acera.
Los tres escapan juntos, dejan el suelo de Underberg libre para otras confrontaciones.
Al cruzar Flatbush, Arthur Lomb se coloca presa de la excitación al lado de Mingus mientras que Dylan se queda atrás. El mimetismo anhelante de Arthur genera una versión mecánica y cursi del trote encorvado de Mingus. En ese sentido, Arthur es un juguete: se está convirtiendo en una marioneta de Mingus.
– Tú, los colegas esos estaban hablando de Strike, tío; han dicho que estaba firmando por allí, pero yo no le he visto. Igual estaban soñando en voz alta, como cuando todo el mundo asegura que ha visto al Hijo de Sam. En fin, Strike está bien, pero yo prefiero a Zephyr, creo que tiene el tag más original, tú. ¿Me pillas, tío?
Mingus se limita a gruñir y seguir caminando, pero con eso basta para animar a Arthur.
– Tío, el pavo ese intentaba asustarnos de verdad, pero le he visto la cara, tú, tenía cara de niño, con los labios fofos. Fijo que me lo habría quitado de encima si no hubieras aparecido tú. No sabe la suerte que ha tenido, tú.
El cuidado con el que Arthur arrastra ciertas palabras, en contraste con el resto de su pronunciación nítida de buen chico, irrita a Dylan, que se pregunta por qué Mingus aguanta la charla de cotorra de Arthur, por qué acepta esa transformación consumada en el mes que Dylan ha pasado fuera. Por lo visto, Arthur Lomb contiene mil personalidades: ha superado esa extraña transmutación con la misma facilidad sórdida con la que en el pasado cambió a los Mets por los Yankees.
– Un par de blancos podrían haber hecho que se bajaran los pantalones, que se cagaran encima; eso si es que tenían algo que valiera la pena bajarse, cosa que dudo, tú, a juzgar por el estado de sus zapatillas.
– Tranqui, tío -dice por fin Mingus, al tiempo que alarga un brazo sin mirar para detener el andar de saltimbanqui de Arthur. Quizá no exista el modo de detener el flujo verbal de Arthur, no cuando ya está metido en su papel. Pero al menos podría dejar de saltar.
Arthur aminora el paso. Deja que Mingus se adelante, le deja espacio para expresar su malestar, una necesidad corriente cuando Mingus lleva un rato sin fumarse un canuto. Entonces Arthur se gira hacia Dylan.
– Eh, tú. ¿Tú qué crees? ¿Nos los habríamos quitado de encima?
– A mí no me llames «eh, tú».
Se agazapó en lo alto de la escalinata de la casa abandonada, a oscuras, escuchando las sirenas que sonaban a lo lejos. Desde más cerca llegaban las voces de la calle Bond, una risa cortó el bochorno del ambiente y se perdió en el cielo. Aunque era una noche calurosa, se había puesto una sudadera. Debajo llevaba el traje, con la capa apretujada a la espalda como un caparazón de tortuga blando y las mangas acampanadas recogidas alrededor de las muñecas. Sudaba copiosamente, era inevitable. El anillo lo guardaba como un dólar doblado en el calcetín: tenía muy presente la posibilidad de que le atacaran mientras siguiera todavía en el suelo. Tal vez debería haber comenzado por los tejados, pero para acceder al suyo tenía que cruzar por el estudio de Abraham y Abraham se pasaba la noche pintando fotogramas. Dylan había abierto la puerta del estudio y había visto a su padre plantado bajo un sencillo foco de pinza, con un minúsculo pincel apretado entre los dedos y la radio sintonizada bajito en una emisora de jazz de la que apenas se oían los lloriqueos de Rollins o Dolphy.
– Voy a salir.
– ¿Esta noche?
– Solo una hora.
– ¿No deberías dormir?
– Solo una hora.
Era la noche antes de empezar octavo.
No estaba claro cómo empezar.
Mingus Rude y Arthur Lomb habían salido a pintar un burner en el panel lateral de un furgón de la policía abandonado en el depósito municipal a los pies del puente de Brooklyn. Habían planeado la expedición durante días a modo de velatorio por la muerte del verano, como una última aventura. Dylan participó en los preparativos, entre ellos robar Krylon en McCrory’s y recopilar un fajo de bocetos a rotuladores de colores, pero luego se retiró de la excursión en el último momento. Así se aseguraba de que esa noche no se encontraría con Mingus ni Arthur. De todos modos, Dylan estaba harto de la relación entre Mingus y Arthur. Empezaba a preguntarse si su presencia los animaba aún más. Que se quedaran solos, que Mingus soportara la fuerza cruda y codiciosa de la adulación de Arthur sin tener a Dylan para hacerle de parachoques, a ver qué le parecía.
Además, los dos pintarían el diseño de Dylan en el furgón de la policía, la mano de Dylan participaba en los bosquejos. Puede que Mingus fuera Dose, pero Dylan era el auteur de Dose.
Ante todo, la adolescencia era una identidad secreta.
Con trece años empezabas a dejar rastro, nombres ocultos y cada vez más señales, sábanas que insistías en lavar personalmente.
Cual rueda dentada del Spirograph, tu camino inseguro lo iba ensuciando todo a su paso.
El camino de Aeroman era más audaz, pero estaba costando lo suyo liberarlo de su caparazón en forma de sudadera.
¿Adónde va en Gowanus un superhéroe recién acuñado en busca de la clase de delito en el que su intervención podría ser determinante? Dylan se acurrucó en la escalinata abandonada, pendiente del aullido húmedo del viento de finales de verano que transportaba las voces de la noche. La calle Dean no daba la talla. Nevins se pasaba: las prostitutas, los viejos en la esquina del viejo Ramírez, la posibilidad de que los chicos de Wyckoff se acercaran desde las casas protegidas. Smith tenía el mismo problema. Necesitaba un lugar solitario, un callejón, una mujer pidiendo a gritos que le devolvieran el libro de bolsillo que acaban de robarle, el escenario de atraco clásico de Spiderman: exactamente lo que no había presenciado en la vida. Un superhéroe separaba a los criminales de las víctimas. En Gowanus, las cosas solían ser más confusas.
Tal vez necesitara altura. Elevarse.
Se levantó de las escaleras y se encaminó hacia la esquina, después hacia la calle Bond, hacia la estación de metro de HoytSchermerhorn, consciente de que nunca iría allí a esas horas de la noche a menos que las condiciones hubieran cambiado, y apenas lo habían hecho. Dylan se parecía a Dylan, no a Aeroman. Hasta que se quitara la sudadera. Y Aeroman no andaba, Aeroman volaba. Hasta que no se atreviera a lanzarse desde un tejado no sería Aeroman, solo era un niño con un traje y una sudadera encima, paseando. Llevaba el anillo en el calcetín; se agachó a comprobarlo. Un chico blanco en la esquina de Bond con Schermerhorn a las once de la noche. El lugar desde luego era solitario, un montón de aparcamientos vacíos y pistas de baloncesto, edificios municipales a oscuras y amplios carriles silenciosos. Quizá demasiado solitario. Los sitios que más miedo te daban eran los lugares vacíos, al menos en teoría. No te pillarían en uno de ellos ni muerto, así que no ibas a esos sitios, nadie iba porque ¿para qué ibas a ir?
En realidad la acción estaba más abajo, en el largo y maloliente túnel del metro que recorría la calle Schermerhorn por debajo. La taquilla estaba hundida en las profundidades de la manzana, el camino hasta ella constituía un desafío aterrador, era el hogar donde los vagabundos se desplomaban contra los cristales de los expositores subterráneos, reliquias de un tiempo anterior al momento en que Abraham & Straus descubrieron que en las estaciones de metro no había nadie ante quien valiera la pena anunciarse y ningún modo de proteger la mercancía expuesta. El túnel era un peligro conocido.
Pero se contuvo: ¿de qué servía un hombre volador en el metro? Había estado a punto de cometer un error de principiante. Consideró un logro haberlo evitado. El primer triunfo de Aeroman, una duda prudente. Fue un alivio no tener que entrar en el túnel.
Al fin y al cabo, quizá la calle Smith fuera mejor opción.
Al día siguiente empezaba octavo.
Aeroman quería salir a la luz antes de que fuera demasiado tarde, pero necesitaba un crimen que lo reclamara.
El suelo tembló bajo sus pies cuando el tren de la línea A o de la GG frenó junto al andén; después, un puñado de figuras solitarias emergieron de la estación y se adentraron en la noche. Dylan se quedó de pie bajo la farola del otro lado de Schermerhorn, observando. Una mujer blanca miró en su dirección, lanzando miradas como flechas, inspeccionando la calle vacía. Giró por Bond y luego hacia la calle State.
Aeroman la siguió sudoroso, jorobado.
Quizá ocurriera algo. El miedo de la mujer, una cosa que él entendía a la perfección, lo había magnetizado. Verlo reflejado en ella resultaba muy emocionante. Justo lo que Aeroman buscaba combatir: el taconeo errático y acelerado en la oscuridad y una calle donde las copas de los árboles tapaban la luz de las farolas. Aeroman se agachó sin perder el paso y recuperó el anillo que llevaba en el tobillo, se lo colocó en el índice izquierdo. Se oían las voces de los bebedores callejeros escondidos en las escalinatas empotradas, observadores ociosos y hastiados que jamás ayudarían a una mujer en apuros.
La mujer no iba vestida para la ocasión, era una víctima potencial que iba lamentándose hasta de conocer la palabra «Brooklyn», por no mencionar de haber picado el cebo de los alquileres asombrosamente baratos de la zona y los suelos de madera noble.
Solo había una pega: a la escena le faltaba un villano. Nadie, aparte de él, seguía a la chica.
Él la seguía calle adelante. Era de los pasos de él de lo que la chica huía.
Era un atraco como un huevo en una granja sin gallo: sin fertilizar, incompleto.
Cuando la mujer echó a correr, Aeroman se detuvo en mitad de la calle State y la dejó escapar, atontado por la desilusión. ¿Debería adelantarse por el aire, dar una voltereta e interceptar a la mujer para disculparse? Pero solo serviría para asustarla todavía más.
Aeroman había conocido al enemigo, y el enemigo era Aeroman.
Se dirigió entonces a la calle Smith.
Pasó desapercibido pese a la sudadera abultada y las manos cogidas a la cintura (la derecha tapaba la izquierda, el dedo del anillo). Por el momento se contentaba con no asustar a nadie, con integrarse en el gentío. La noche veraniega estaba viva, las aceras estaban llenas de puertorriqueños jugando al dominó en grupos de cuatro y de jóvenes vestidos con la camiseta de los Yankees siguiendo el partido por la radio. La entrada al metro de Bergen estaba cuajada de chicos de las casas Gowanus, adolescentes con gorros largos de punto y chicas airadas que quizá conociera o no de la escuela. La escuela, a punto de reiniciar sus actividades, a punto de ponerlo en su lugar. De nuevo le dominó la necesidad urgente de encontrar un delito con sentido, algo a lo que supiera enfrentarse. Pasó sigilosamente junto a los chicos de Gowanus parados al lado del metro, convencido de que allí no encontraría nada de lo que buscaba.
Tenía hambre. Miró a derecha e izquierda y sacó el dólar que llevaba escondido en el otro calcetín. Estaba empapado. Se pasó el dólar al bolsillo y lo frotó contra el tejido de la pernera para secarlo. En la esquina de Bergen con Smith había una pizzería, abarrotada también de adolescentes mayores que él, un establecimiento en el que Arthur Lomb y él se habían atrevido a entrar una tarde al volver de clase de camino a Pacific, a la escalinata de Arthur, en los primeros días de su amistad. Ahora no parecía descabellado pensar que su amistad con Arthur Lomb había alcanzado su apogeo en el primer mes del verano, durante el deplorable maratón de ajedrez, y que Dylan no volvería a probar el zumo de frutas ni los bocadillos de la madre de Arthur. No podía permitirse caer en la nostalgia. Arthur era un farsante y Mingus no tardaría en descubrirlo. Se imaginaba a Arthur diciendo: «Eh, tú, Míster Machine es una mierda, Jack Kirby ya no sabe dibujar, tío, pero un primer número es siempre un primer número, tú, lo que yo te diga, tú: plastifícalo y a la estantería». Entró en la pizzería y pidió una porción, dejó el dólar húmedo en el mostrador.
Una mano se cerró en torno a las dos monedas de cambio en cuanto estas sustituyeron al billete de un dólar. Dylan alzó la vista. Robert Woolfolk se guardó las monedas en el bolsillo. Los dependientes de la pizzería no mostraron el menor interés: el acontecimiento tenía lugar en el estrato adolescente, que filtraban a un nivel preconsciente. El propio Dylan o Aeroman tampoco parecía muy interesado. Enroscó la porción por la corteza, doblándola para que soportara el peso de la punta, separó la hoja de papel traslúcido de debajo y luego espolvoreó la superficie de la pizza con sal y ajo, los granitos oscuros se saturaron al instante de aceite. Salió a la concurrida calle con su porción. Robert Woolfolk le siguió. Robert iba acompañado de una versión en pequeño de sí mismo, un tipo larguirucho y oscuro al que Dylan nunca había visto.
– No la muerdas, tío -dijo Robert.
– ¿Por qué no?
– Quítasela -dijo Robert al otro chico, que era más menudo que Dylan.
– ¿Qué? -preguntó el chico más joven, sin creerse lo que era obvio.
– Que le quites la porción.
Dylan reconoció el formato de cuando le estrangulaban con una llave: el maestro instruía al aprendiz, le ordenaba que le quitara algo o le vaciara los bolsillos a la víctima. Podía llamarse una relación Batman y Robin.
Aunque nunca lo había visto por una porción de pizza. Resultaba bastante original.
– Vamos, tío -imploró el protegido sin mirar a Dylan.
– Que se la quites, tío. Venga.
Dylan mordió el borde de la pizza. Mientras masticaba con la boca abierta para refrescar el queso fundido, buscó la mirada del chico más joven. El desconcierto animal que despertaba en el joven le producía cierta alegría. Sí, soy tu primer chico blanco. Mírame bien. Vas a conocer a otros muchos antes de terminar. Algunos serán lo bastante pequeños para dominarlos, a otros incluso podrás hasta aterrorizarlos.
Mordió otra vez.
– Te he dicho que no te la comas -dijo Robert alzando la voz-. Quítale la porción -ordenó de nuevo.
– Puaj, se la está comiendo -dijo el aprendiz de Robert con voz suplicante.
Robert señaló la pizza.
– Tío, como no se la quites ahora mismo, ¡te voy a joder vivo!
Dylan tragó, le hincó de nuevo el diente. Robert Woolfolk estaba atado de pies y manos por su obstinado compinche: coger él mismo la pizza equivalía a admitir el fracaso. De todos modos, la porción era cada vez más pequeña, así que ya solo era una cuestión de principios, y eso si alguna vez había sido algo más. Dylan comprendía que él no era más que la ocasión que se había presentado por casualidad, un objeto en un oscuro ritual que, por una vez, no tenía nada que ver con su persona. Esa noche el chico negro recibiría su castigo, lo machacarían con toda una serie de bromas baratas que bordearían lo criminal.
El chavalín también lo sabía. Estaba enfurruñado en un segundo plano mientras los mordiscos de Dylan dejaban la porción en un estado irrecuperable. Robert Woolfolk se volvió hacia Dylan, pero estaba nervioso, distraído, solo podía perder un minuto y, por lo visto, con gran dolor para su persona.
El día previo al comienzo de las clases afectaba prácticamente a todo el mundo.
– Sigo diciendo que un día de estos acabaré contigo -dijo Robert Woolfolk.
Dylan masticó, mirando a Robert con expresión embobada.
– No finjas que no te enteras.
Dylan se encogió de hombros, seguro solo de que esa noche Robert no iba a acabar con él.
– ¿Qué coño tienes en la espalda, tío?
– Nada -dijo Dylan entre mordiscos.
Robert aguzó la mirada.
– Déjame ver eso un momento.
– Es un regalo -dijo Dylan-. De mi madre.
– A la mierda con tu madre, hijo puta.
Robert Woolfolk se movía como si le atacara un enjambre de insectos invisibles. En cualquier caso, el anillo quedaba fuera de su alcance, contaminado por la magia de Rachel. Robert se retorcía como un moscardón volando en círculos con los circuitos fundidos.
– ¿Crees que Gus va a estar para protegerte siempre?
«No, Aeroman va a estar para protegerme siempre», pensó Dylan, tragándose trozos de pizza sin masticar con aire desafiante.
Pero esa noche Aeroman no había alzado el vuelo, no cabía fingir lo contrario.
Dylan había llegado ya a la corteza del borde, que sostenía en la boca como una sonrisa de calabaza de Halloween.
Robert estiró el brazo de pronto y arrancó el borde de la pizza de manos de Dylan. Como observadores en la cumbre de una montaña cavilando sobre una nova lejana, contemplaron caer la corteza a la alcantarilla: era oficial, se había echado a perder. El exceso de tensión de Robert se agotó en ese acto. Robert podía volver a centrarse en su protegido, que permanecía cobardemente a un lado.
Robert Woolfolk señaló a Dylan con el dedo al marcharse, pero su voz se perdió, los interrogantes del encuentro disiparon su amenaza.
Solo en la calle Smith, obviado por los miembros del club social puertorriqueño con sus camisas floreadas y sus pasteles de carne de cerdo, el sudoroso chico de trece años con joroba y demasiada ropa giró hacia la calle Dean y regresó a casa por la acera en sombras sintiéndose extrañamente insatisfecho.
Aeroman no había volado, se había quedado arropado en las mangas y la cintura de Dylan en forma de crisálida.
Sin embargo, dos sucesos incompletos se unían como piezas de un rompecabezas para formar un todo, la imagen fantasma de un atraco impedido, las calles de Gotham eran ahora más seguras.
Esa noche la víctima asustada había sido la mujer que había huido por la calle State, no Dylan. Ya era algo, una rendija de luz en la oscuridad de la noche. Aeroman se colaría por esa rendija, solo que todavía no estaba preparado.
Octavo curso, bien, ahora casi adivinabas su contorno. Un día cualquiera funcionaba como modelo en miniatura del curso, algo que debías superar. Bastaría con perfeccionar un solo día para obtener el método que aplicar al conjunto.
Abraham cumplió con su papel tirando tostadas a la basura mientras Dylan resolvía problemas de matemáticas en la mesa, un examen para hacer en casa en quince minutos para la primera clase.
Barrett Rude Senior quizá estuviera encendiendo el cigarrillo del desayuno en el hueco de su entrada al sótano, acariciándose la barba blanca de tres días, patrullando la mañana.
Ramírez subía la persiana, las madres arrastraban a los niños de primero hasta la EP 38.
Henry estudiaba segundo curso en la Escuela de Aviación de Queens, había crecido cuarenta y cinco centímetros y era ese hombre que a veces veías en el barrio chocando los cinco con chicos más jóvenes. Inútil recordar que una vez se había peleado con Robert Woolfolk. No existía la historia de los chicos de una manzana, hechos así no se podían enseñar y que le importaran a alguien.
La masturbación era un nuevo principio organizador, la única cosa que estaba completamente bajo tu mando. A veces te excitabas de vuelta a casa del colegio, te cogías el miembro por dentro del pantalón y anticipabas la sesión de esa tarde.
El nuevo traje en proceso de cambio de Aeroman era más simple, la capa era más ligera y corta e iba cosida a los hombros y las mangas se ajustaban a las muñecas.
Evolucionaba despacio, puntada a puntada, esta vez sin prisas.
Cuando el tiempo refrescó, Dylan y Arthur empezaron a coger la línea A hasta la calle Canal. Curioseaban en las papeleras llenas de trozos de lucite, bebían batidos de huevo en Dave’s Famous y luego se dirigían a la tienda de excedentes del ejército. Con el dinero para abrigos que le habían gorroneado a la madre de Arthur y a Abraham se compraron uniformes de faena verdes como el de Mingus Rude, chaquetas con grandes bolsillos, extrañas cintas para navajas militares o cartuchos de munición, quién lo sabía. Tal vez habían muerto soldados en Vietnam con esas chaquetas, no podía excluirse esa posibilidad aunque no tuvieran agujeros de bala.
De vuelta al metro se paraban a rebuscar discos de segunda mano de los Beatles que se vendían en la acera: Let It Be, Abbey Road. Dylan reconoció un nombre. El nombre estaba impreso sobre una fotografía de cuatro hombres negros sin barba, sonrientes y vestidos con trajes de color melocotón y camisas de volantes sentados en taburetes de diferentes alturas, iluminada desde atrás en azul y compuesta como una fotografía de estudio de un ramo de flores: The Deceptively Simple Sounds of the Subtle Distinctions.
Dylan se lo mostró a Arthur.
– Es el padre de Gus.
Arthur no pareció impresionado. Dylan compró el disco y se lo llevó a casa, pero estaba rayado y no se escuchaba.
Dylan y Arthur llevaron las chaquetas inmaculadas a clase durante una semana. Luego, un día, Arthur se presentó con la chaqueta flamantemente destrozada con pintura dorada y plateada, las mangas rayadas con Krylon, cicatrices, pruebas de los graffiti pintados. Arthur dibujó una mueca, Dylan no dijo nada. Esa noche Dylan jubiló su chaqueta virginal antes de que Mingus le viera con ella.
Mingus era un factor aleatorio, una sombra o un rumor, alguien que solo se entreveía. Desaparecía durante semanas y luego te lo volvías a encontrar, os colocabais en el sótano de su casa e ibais juntos al cine Rex de la calle Court a tragaros una sesión doble de Charles Bronson, sentados durante horas a oscuras y sin abrir la boca más que para exclamar «Jo» o «Qué pasada».
Mingus andaba bien de dinero a rachas erráticas, se fundía el dinero a gran velocidad. Luego te lo encontrabas ahuecando cojines en busca de monedas perdidas, birlando peniques del platito que Abraham dejaba junto a la puerta de entrada hasta que sumaban cinco centavos.
Nadie le quitaba cincuenta centavos o un dólar a Dylan sin que se lo viera venir de lejos. Un día, en el sótano, Dylan serró dos monedas de veinticinco centavos y luego salió a pasear con los trocitos tintineando a la espera del inevitable cacheo. Cuando con una sonrisa bobalicona Dylan ofreció los cuartos de moneda, los chicos de Gowanus que le habían acorralado se alejaron negando con la cabeza, apenados, como si les hubiera hablado en chino o hubiera retorcido una antena.
Conocía el juego de los días como la palma de la mano, si tu mano estuviera cambiando como la de un hombre lobo.
Un día, al volver a casa, Dylan se encontró a Abraham junto a la mesa de la cocina, donde había un paquete vertical envuelto en varias capas de papel de carnicero y cordel. Abraham lo abrió con un cuchillo de carne, liberando el objeto escondido, pelando capas de papel de diario como Humphrey Bogart desempaquetando el Halcón Maltés. Dylan pensó que tal vez fuera algo de Rachel, quizá una estatua de un cangrejo huyendo. Entonces Abraham destapó la punta del premio: el reluciente morro dorado de un cohete espacial estilo años cincuenta.
– No te preocupes, lo gané legalmente -dijo Abraham-. Sidney lo recogió en mi nombre.
La inscripción de la base del cohete dorado contenía la explicación, al menos parcial: «PREMIO HUGO, MEJOR ARTISTA REVELACIÓN, 1976, ABRAHAM EBDUS».
– El reconocimiento te acorrala sin que te des cuenta -dijo Abraham misteriosamente.
Dylan levantó el pesado objeto, frunció el ceño.
– ¿Lo quieres de tope de puerta?
Dylan consideró la idea, asintió.
– Así no dirás que nunca te di nada.