12

Invisible en la puesta de sol, descubrí cosas que no había visto la primera vez que había cruzado el patio.

Sobre el hormigón limpio hasta del más mínimo arañazo, porquería u hoja, alguien había olvidado con las prisas un guante de látex vuelto del revés.

Colgado de la verja, un cartel escrito a mano decía: «¡NO DEN DE COMER A LOS GATOS!».

Pasada la verja, los árboles hacían sombra. Las sensuales colinas se elevaban inalcanzables. La luna era un pálido disco que se había colado en el cielo antes del anochecer.

No era ni de día ni de noche cuando regresé a la prisión de Watertown, sino algo intermedio: la hora del cambio de guardia.


Solo había tenido que tumbarme media hora en la cama del motel cambiando de cadena la tele -un partido de los Mets, La cocina de Emeril, Un verano diferente con Farrah Fawcett y Charles Grodin, y Teddy Pendergrass: detrás de la música- para por fin comprender las palabras de Mingus en toda su profundidad: «Esa cosa no te serviría ni para entrar aquí». Las había tomado por una mofa cuando en realidad aludían a toda una vida renegando de lo verdaderamente importante: que no era California, tonto, sino Brooklyn. No el Camden College, sino la Escuela de Secundaria 293. No los Talking Heads, sino Al Green. «No hay más modo de salir que entrar» (Timothy Leary, 1967). «El viejo camino de salida ahora es de entrada» (Go-Betweens, Spring Hill Fair, 1984). Detrás de la música, claro. Pero yo lo que necesitaba era pasar detrás de los muros. Mi primer paso por la prisión había sido demasiado rápido, la visita de un turista. Tenía que ganarme la fuga de Mingus con mi predisposición a entrar, demostrando que podía hacerse. Yo ya sabía que Aeroman tenía una última misión, pero entonces comprendí además que podía ser llevada a cabo por un sustituto. Me pondría el anillo una vez más.

Fue como una fiebre. La habitación del motel se me venía encima, las paredes se movían, como le pasaba a Ray Milland en Días sin huella. Rompí a sudar, se me revolvían peligrosamente los intestinos. Todavía inmóvil, a excepción del pulgar del mando a distancia, buscaba una cadena que me distrajera de mi intento. Inútil. De modo que me levanté de la cama de un salto, me lavé el cuello pegajoso de sudor y pasé unos cinco minutos bajo el fluorescente del lavabo intentando convencerme con la mirada de que no hiciera lo que pensaba hacer. Luego volví a preparar la bolsa de viaje y pagué el motel.

Escondí el coche alquilado en el aparcamiento tamaño estadio de un centro comercial de las afueras de la ciudad, camuflándolo en un mar de modelos similares. Al recordar los detectores de metal, me saqué el cinturón y el reloj y los dejé debajo del sillín, luego guardé la cartera en la guantera porque tampoco quería llevarla conmigo allí dentro. También retiré la llave del coche del llavero y me la metí en el zapato, como el dinero para los atracos de sexto curso. Por último, me puse el anillo de Aaron Doily y salí a pie, invisible, del aparcamiento del centro comercial y recorrí los tres kilómetros que me separaban de la prisión por el arcén de la carretera, dejando atrás los carteles que advertían «NO RECOJA AUTOSTOPISTAS».

El aparcamiento de la prisión estaba a los pies de la colina, detrás del tráiler donde ese mismo día más temprano había empezado mi primer viaje al interior de la cárcel. El turno de noche iba entrando poco a poco, de uno en uno o por parejas, en utilitarios o camionetas de diez años para que un tipo de una cabina comprobara por encima sus pases y echara un vistazo a las bolsas por si llevaban contrabando. No me costó colarme detrás de un Datsun: daba la impresión de que hasta un hombre visible podría haberlo conseguido, cubierto por la neblina y el cansancio. Mi Datsun guía ocupó su lugar entre otros coches. El conductor era un tipo bajito, con forma de pera y patillas a lo Elvis que llevaba un jersey Bills. Se detuvo junto a la portezuela abierta del coche a acabarse tranquilamente un pitillo antes de aplastar la colilla en el suelo de grava y dirigirse hacia la entrada. Me pegué a él, sincronizando mis huellas invisibles con sus ruidosos pasos. Me tambaleé un poco y recordé la naturaleza especial de la torpeza invisible, el pánico auditivo que parecía ser inherente a la ausencia de apariencia. Aunque imitar el andar simiesco del señor Pera me ayudó a recuperar el equilibrio.

Los funcionarios tenían una puerta A/B para ellos, donde se escudriñaban uno a otro a través de un panel de vidrio. Lo cual requería una maniobra arriesgada: casi me pilla la puerta B y al intentar no rozarle los talones al señor Pera con la punta de mis Converse de caña estuve a punto de caerme encima de él. Pera se giró. Retrocedí hasta la puerta, callado como una tumba. Pera entornó los ojos, no vio nada, confió en la vista y siguió adelante. Espiré. Llegaban gruñidos y zumbidos de las plantas bajas de la prisión y una cascada de ruidos metálicos lejanos inundaba el ambiente: suficiente para disimular las respiraciones inoportunas de un hombre invisible.

De modo que seguí a mi despreocupado escolta por el patio iluminado por la luna. Pasamos a un búnker bajo en el que se veían varias oficinas iluminadas detrás de ventanas sin barrotes, un edificio en el que no me había fijado durante mi visita oficial y que no contenía celdas visibles. Pera cruzó una puerta abierta y se dirigió hacia otra con una placa que indicaba «VESTUARIO MASCULINO». Fue entonces cuando comprendí que Pera había terminado su misión, que ya no había razón para seguirle más. Necesitaba encontrar otros cuerpos a los que pegarme: habría sido una casualidad increíble que Pera me hubiera conducido precisamente al bloque donde estaba encerrado Mingus.

Le abandoné y volví a las oficinas. Allí no olía al miedo autoritario que había notado en el vestíbulo de los visitantes. Aquel lugar era tan inocuo como el departamento de vehículos motorizados de una ciudad provinciana. Dos funcionarios tonteaban junto a la máquina de cafés, la mujer llevaba el pelo negro muy corto pero el uniforme le marcaba las curvas. Había dos más sentados con unos sujetapapeles, trabajando entre bostezos. Otra pareja veía un televisor del tamaño de un radiodespertador en el que emitían los últimos minutos del mismo partido de los Mets que yo había visto en el motel, uno bebía Coca-Cola y el otro jugueteaba con una cajetilla de cigarrillos. Las paredes color lima estaban decoradas con fotografías escolares, tiras cómicas de los periódicos, calendarios de taller mecánico. Tal vez diez años antes tenían fotografías de chicas, pero la actual presencia de guardias femeninas lo impedía. Aunque supuse que todavía habría fotos de chicas en el vestuario de los hombres.

Mientras estaba pegado a la pared junto a la puerta, Pera entró en la habitación, esta vez en su uniforme gris recién planchado y con el cinturón cargado con porra y llavero.

– ¿Pasa, Stamos? -dijo el funcionario de al lado de la máquina de cafés.

– Pasa, tú -dijo Pera-Stamos-. ¿Qué haces?

Los guardias eran todos caucásicos. Sin embargo, incluso allí, en aquel pueblucho perdido en mitad de ninguna parte, todo eran «¿Pasa?» y «¡Eh, tú!».

– Te estaba buscando -contestó el otro guardia, y su compañera se alejó de la máquina con cara de asco-. Metzger nos quiere arriba con un cedé. Mierda de cumpleaños.

– Con crema por encima, por favor -dijo Stamos sin entusiasmo.

– Cuidado con lo que pides.

– Por Dios, que no me jodan la noche.

– Yo te protegeré, cielito.

Stamos y su amigo se despidieron del oasis de oficinas con un gesto de la cabeza para cumplir con el lúgubre deber que parecía representar subir un cedé.

– Que la fuerza os acompañe -dijo otro guardia desde la mesa, despidiéndose sin levantar la vista.

Me separé de Stamos. De todos modos no me gustaba demasiado. Supuse que podría pegarme a cualquiera de los guardias que estarían haciendo la ronda por los edificios y me sentía impaciente por encontrar puertas aseguradas y lo bastante emocionado para aguantarme la respiración y ralentizar el pulso mientras esperaba a que giraran las llaves y me dieran la oportunidad de colarme detrás de ellos. El problema estaba en localizar a Mingus en aquella pequeña ciudad distópica que formaba la cárcel, donde las calles no tenían nombre… al menos, no tenían placas con nombres.

Tal vez las coordenadas de Mingus estuvieran en los sujetapapeles o en un archivador como el que el guardia del tráiler había consultado. De modo que me dediqué a rondar por las mesas para espiar por encima de los hombros e incluso a hojear los papeles de las mesas vacías cuando podía. No descubrí nada. El único libro con listas que encontré no estaba lleno de nombres, sino de horarios de entradas en una jerga indescifrable: «4.00 seguridad ENT / 4.25 sarg. Mortine edificio G SAL/ 6.30 interno Legman, Douglas 86B5978 pide colcha por ordenanza RLH», etcétera. En otra mesa vi un ejemplar de Familia FP, una revista de la Fundación Funcionarios de Prisiones, cuyo titular principal rezaba simplemente: «¡Superados en número!».

Entonces me fijé en una pila de carpetas marcadas con nombres de internos y números colocada en un estante bajo, lejos de las mesas, y cuyas páginas superiores mecía la brisa que entraba por una ventana abierta. Si para algo servía la invisibilidad era para liberar el viejo placer infantil por tirar las cosas: con la brisa como excusa, tiré las carpetas al suelo de linóleo.

– Joder -dijo el funcionario Que-la-fuerza-os-acompañe, que era el que estaba más cerca.

La Mujer Coqueta se levantó a mirar el desastre desde su mesa.

– Recógelo, Sweeney -le dijo La Guerra de las Galaxias.

– Recógelo tú.

– No, yo voy a la galería. Deberías haber archivado toda esa mierda la semana pasada.

– No es mi mierda, es de Zaretti.

– Claro, pero has sido tú la que ha usado su proyección astral para tirar eso de la estantería, solo para tocarme las pelotas. Y cierra eso, que vamos a acabar todos con gripe.

Para sorpresa mía, Sweeney hizo lo que le ordenaban. De rodillas, mostrando una franja de ropa interior de estampado floral bajo el uniforme, recogió de cualquier modo las carpetas sin darme tiempo a echarles un vistazo. Reprimí las ganas de esparcir los papeles del suelo mediante ráfagas imaginarias de aire, de juguetear con los archivos y provocar el caos en aquella zona muerta, de mostrarles el maníaco hombre invisible que luchaba por salir fuera de mí. La Guerra de las Galaxias no le prestaba atención. Por encima del zumbido del ventilador solo se oía la voz del comentarista de los Mets. Cuando Sweeney se llevó las carpetas de la habitación, la seguí como un pervertido, detrás de sus braguitas florales, aquel destello de luz.


La sala a la que me condujo Sweeney, un despacho privado lleno de archivadores detrás de una puerta de vidrio rugoso, también contenía una gran mesa de madera con un teléfono y algunas menciones y fotografías de prensa enmarcadas: tal vez fuera el despacho del alcaide, si había que creer en que los alcaides existían. Recordé la sorpresa que me produjo, como niño de Brooklyn que era, descubrir que algunas localidades de Vermont tenían sheriff, personajes que para mí eran tan cursis y ficticios y honoríficos como un «caballero» o un «cavernícola». Sweeney encendió la luz y empezó a abrir hondos cajones para guardar los archivos en orden alfabético según el nombre del prisionero y supe que encontraría lo que buscaba: solo que en ese momento ya no me interesaba. Me acerqué a Sweeney más de lo necesario, fingiendo por un instante que no estaba perdido en las entrañas de una prisión. Sweeney era un poco regordeta, pero la quería. La quería con pureza por ser mujer en aquel infierno construido y patrullado por hombres y por dejarme ver Londres, por enseñarme Francia.

Aquello era nuevo para mí. Nunca había explorado las oportunidades perversas de la invisibilidad; nunca me habían gustado los clubes porno o de striptease, por no mencionar espiar por las ventanas. Me sentía tan identificado con la figura del sobón de metro como con Bernhard Goetz. Pero entonces, dispuesto a renunciar y a abandonar anillo y poderes secretos y a solas con una mujer en el despacho, se apoderó de mí una extraña codicia de último minuto y prácticamente monté sobre el generoso lomo de Sweeney mientras me inclinaba a oler el perfume de sus cabellos. Sweeney tarareaba «Believe» de Cher y se tiró un pedo, pero nada de eso me detuvo. Me imaginé susurrando: «Tranquila, Sweeney, no chilles y deja que las manos invisibles del hombre invisible invadan tu uniforme masculino». Tenía una erección, a unos pocos centímetros del culo enfundado en poliéster gris de Sweeney, una erección mucho mejor de la que había conseguido con Katha. Seguramente el desencadenante de mi lujuria había sido un último intento de negarme que iba a hacer lo que en realidad ya estaba a medio hacer, de negar que mi solitaria vida y la de Mingus se reducían a aquello. Era una llamada de una vida que nada tenía que ver con la mía, una vida llena de mujeres y locuras, una vida turbulenta pero de problemas menos problemáticos. ¡A la mierda el valor viril! ¡A la mierda penetrar alambradas y viejos acertijos! ¡A la mierda las prisiones, a follar! Sweeney, deja que te lleve lejos de todo esto.

Sweeney abrió el cajón de las letras R-S-T y lo vi: Rude, Mingus Wright, 62G7634. Y con eso bastó para desinflarme. Tal vez hubiera estado a un par de segundos de cometer una necedad desastrosa, de permitir que Sweeney notara mi aliento o mi erección contra su cuerpo. Entonces reculé hasta un rincón y la contemplé terminar de archivar. Sweeney estaba despreocupada, no era consciente de nuestra proximidad, seguía tarareando música disco atonal. Cuando apagó la luz al marcharse, no la encendí. Entraba suficiente luz de las farolas del patio para encontrar el cajón y el archivo.

Me senté a la mesa a echar un vistazo.


El archivo contenía entre quince y veinte páginas. La primera y más interesante era un documento de 1979 -el año en que Mingus había empezado a estudiar en el Sarah J. Hale mientras que yo seguía en la ES 293- en papel de Frank J. Macchiarola, secretario de Educación.


EVALUACIÓN PSICOLÓGICA: El resultado general de las pruebas muestra un joven de inteligencia muy superior a la media con habilidades verbales considerablemente más efectivas que sus capacidades para resolver problemas prácticos. Se observan ciertas limitaciones en atención, concentración… Cabe especular si tales limitaciones responden a sentimientos, tensiones o inquietudes internas que lo distraigan. Las proyecciones revelan un joven algo desconfiado que tiende a observar el mundo desde la cautela, así como a negar sus necesidades afectivas pero que es vulnerable a tensiones emocionales…


Y:


PSICOLOGÍA DEL DESARROLLO: Mingus nació en el plazo natural. Nació de nalgas y luchando, y tiró el instrumental de las manos del médico…


Y:


ENTREVISTA: Mingus siente que no entiende lo que le ha ocurrido. Asegura que, por lo que recuerda, sus problemas empezaron en el jardín de infancia…


Y:


Tiene problemas debido a las bandas que pululan dentro y fuera de la escuela. Tiene poca vida social y le cuesta explicar en qué pasa el rato…


Y:


RESULTADOS DEL TEST: Mingus se presentó con buena disposición. No obstante, se notó también una leve irritación por la evaluación que connota una actitud de cierto desinterés condescendiente… los resultados varían de Por Debajo de la Media a Muy Superior, con la excepción de un Deficiente en una tarea de memorización que no se considera real puesto que parece no haberse aplicado al máximo…


Y:


Tiene tendencia a lo secreto y premonitorio (p. ej., en la tarjeta V una mariposa camuflada en un árbol; tarjeta III, dos personas inclinadas sobre una olla, unas brujas; tarjeta IV, un dragón alado descendiendo del cielo)… sugiere una visión aprensiva y en ocasiones desconfiada de sus experiencias y entorno…


Y:


El estilo y los modales de Mingus le predisponen al sarcasmo y los enfrentamientos verbales de un posicionamiento negativo y de oposición en confrontación encubierta con las figuras autoritarias…


Aquella jerigonza describía un Mingus que apenas reconocía, enfurruñado bajo la mirada del psicólogo: en aquel tiempo Mingus dominaba vivazmente mi mundo en la calle Dean. Pasé al final del documento y debajo encontré la «página amarilla» de Mingus, su ficha resumida de arrestos y condenas.


2/3/78: Falta, Intromisión ilegítima

14/4/78: Falta, Intromisión ilegítima

27/9/79: Falta, Holgazanear, Posesión de herramientas de allanamiento


Etcétera. Presumiblemente, las herramientas de allanamiento serían tenazas para entrar en las cocheras de los trenes. No se mencionaba el salto de Mingus disfrazado desde un árbol en las casas Walt Whitman: esa noche lo habían soltado bajo responsabilidad de Junior. Sus delitos adolescentes estaban todos relacionados con los graffiti. Hasta ese momento Mingus había podido fumar y esnifar en casa, cuando le obligaron a hacerlo en la calle empezaron los arrestos por posesión.

Que no tardaron demasiado. Primero, el desfile de sobreseimientos tenía que saltar el siguiente precipicio:


16/8/81: Asesinato, Posesión de arma de fuego


Y su sentencia:


23/10/81: Delito grave, Homicidio involuntario


La larga sombra de la muerte de Senior se traducía en un silencio de seis años en la ficha hasta que en 1987 se reanudaban los arrestos de Mingus. Para entonces la revolución del crack había llegado a la calle:


23/11/87: Posesión de sustancia ilegal (estimulante)


Información que algún mecanógrafo aburrido aficionado a las siglas resumía a continuación:


3/10/88: PSI (estimulante), Delito menor

12/2/89: PSI (estim.), Delito m.

3/6/89: PSI (estim.), Delito m.


El reforzado código penal interrumpía la secuencia:


8/8/89: Posesión de instrumentos para graffiti


Y después:


5/4/90: Robo


Una y otra vez durante esos años abrumados de juicios, Mingus había sido retenido más allá de lo que dictaba su sentencia a la espera de juicio y por tanto lo habían liberado, con la condena ya cumplida. En los años transcurridos entre Elmira y la actualidad nunca había salido de la ciudad, nunca se había exiliado al norte. En otro lugar, los cargos se habrían desestimado. Quizá sus habilidades verbales superiores a la media -lo que yo llamaba su famosa capacidad de persuasión- le habían mantenido a flote. En cualquier caso, no se podía decir que no le hubieran avisado:


5/8/92: PSI (estim.), Delito m.

30/1/94: PSI (estim.), Delito m., Posesión de parafernalia


De nuevo, cierto carácter de accidente ferroviario o salto desde un acantilado resultaba imprescindible para ver adónde conducía la larga serie de delitos menores:


11/8/94: Felonía, Posesión de estimulante con intento de venta, Posesión de arma de fuego


Y la gracia final:


Condena por Felonía, de cuatro a perpetua


Con lo cual terminaba la página amarilla de Mingus. Era como si el estado se hubiera dedicado a mordisquearlo, a probarlo, antes de propinarle la mordedura mortal.

El resto de las páginas eran documentos generados por su encarcelación actual: su clasificación inicial que lo condenaba a instituciones de alta seguridad basándose en la condena previa por homicidio (primero en Auburn y luego, después de la petición de traslado de Mingus, en Watertown). Más adelante comprendí que Mingus había nadado contracorriente: los presos de la ciudad solían presionar para ir hacia el sur, intentando acortar la distancia que los separaba de sus visitantes.

También aquí había copias de las denuncias de infracciones cometidas por Mingus según los funcionarios de las galerías, las pequeñas quejas de Mingus. Descifré la letra de algunas antes de acabar atontado:


Interno se niega a salir de la celda para inspección

Material de contrabando, rotulador

Interno cocina sopa con calentador

Camiseta pintada

Exceso prensa

Interno se sube a la litera y asegura que es Superman

Material de contrabando, pipa


De modo que ahí estaba: la insuficiente nota de presentación de la existencia de Mingus Rude. Memoricé su número de bloque y galería y devolví el archivo a su cajón. Entonces, antes de reanudar mi espeluznante excursión por la prisión, me senté en la mesa tentado por el teléfono. Quizá fuera el tufillo dejado por el encuentro con Sweeney, quizá otra maniobra dilatoria, pero echaba de menos a Abby.

Aunque me había acostumbrado tanto a que el teléfono sonara y acabara saltando el contestador que me llevé un susto cuando Abby descolgó.

– ¿Abby? -contesté a su «¿Diga?».

– Sí.

– Estás en casa.

– Bueno, estoy en tu piso -dijo, precavida.

– ¿Es una distinción importante?

– Me limito a hacerte notar que tú no estás. -Dejó que calara la puntualización, y luego preguntó-: ¿Todavía de vacaciones en Disneyworld?

– Disneylandia. Pero no. Es decir, no estoy allí.

Esperó. Poco a poco caí en la cuenta de que todo el tiempo que yo había pasado llamando a casa en busca de Abby, ella podría haberlo pasado haciendo lo mismo con idéntico resultado.

– No estoy en Anaheim -dije-. He vuelto a Brooklyn.

– ¿Tu padre está enfermo?

Al principio me desconcertó. Me llevó un momento comprender que era la explicación más generosa que Abby había encontrado para mi ausencia. Me había ahorrado las peores.

– No… No.

– Entonces estás en alguna patética búsqueda interior a lo Iron John, ¿no? ¿Estás tocando tambores en el bosque?

– No exactamente.

– ¿Buscando al tipo del peine africano?

– Más o menos.

– ¿Por qué susurras?

– Ahora no puedo hablar -dije-. En realidad no esperaba que cogieras el teléfono.

Quería añadir que la había llamado muchas veces, pero era demasiado tarde. No le quitaba ojo a la luz que atravesaba la puerta de cristal traslúcido por si pasaba algún vigilante por el pasillo. Cualquiera que acudiera alertado por mis murmullos vería el cable del teléfono colgando entre la base apoyada en la mesa y un auricular invisible porque lo tenía pegado a la oreja.

– ¿Me estás diciendo que no quieres hablar conmigo, Dylan?

– Lo siento.

La oí meditar mi silencio.

– Estás en un mal lugar, ¿verdad? -Su tono era una pizca más amable-. Nuestra charla te dejó hecho polvo.

– Estoy en un mal lugar. -Me mostré de acuerdo con la parte evidente de su comentario.

– Te creo.

– Gracias -dije en voz baja.

– Supongo que volverás a llamar cuando puedas hablar con normalidad.

– Sí.

– Vale. Supongo que puedo esperar.

– Gracias -repetí.

– Me voy a quedar aquí. Llama cuando quieras. -Me estaba mimando, facilitándonos que colgáramos el teléfono.

– Abby…

– ¿Sí?

Quería decir algo antes de colgar, quería tener algo que decir. ¿Por dónde empezar? Pero no pude, y recurrí a una información que había reservado para deslumbrarla, la clase de conversación con la que solíamos disfrutar en los buenos tiempos.

– ¿Recuerdas que siempre me he preguntado por qué los Four Tops nunca se han separado ni han incorporado nuevos miembros en todas estas décadas mientras que los demás grupos vocales ya no existen?

– ¿Sí?

– Pues ya lo sé, sé la razón y es bastante increíble. Se me había olvidado contártelo. La razón por la que los Four Tops nunca se han separado es que todos van a la misma sinagoga. Son judíos. ¿No te parece emotivo?

– ¿Has llamado para eso? ¿Para decirme que los Four Tops son judíos?

– Bueno…

– Dylan, siempre me has dicho que el hecho de ser judío era, bueno, el rasgo menos definitorio de tu personalidad.

– Claro, desde luego. Pero… lo de los Four Tops es curioso.

– Hum… Supongo que tu obsesión con los negros sigue superándote, ¿eh? Seguro que tienen un par de negras judías escondidas en algún lugar de Crown Heights. Buena suerte en la búsqueda, hermano.

Colgó. No había sido el peor final imaginable, aunque sí más bien unilateral.

Así que no me quedaba nada más que cumplir con mi misión. O, en palabras de Abby, mi búsqueda: ir a por Mingus.

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