Abraham y Francesca esperaban juntos en el vestíbulo del Marriott de Anaheim, quietos como esculturas. A su alrededor el vestíbulo bullía de llegadas, viajeros amorfos vestidos de negro y violeta, mirando nerviosos a los lados como si les preocupara la impresión que daban mientras arrastraban las maletas hacia recepción presas de una agitada confusión. Otros daban bandazos o cruzaban como flechas el amplio espacio abierto del vestíbulo, reuniéndose brevemente en grupos de cuatro o cinco para abrazarse y charlar, para arrugar folletos con eventos señalados con rotulador o regalarse unos a otros chapas o lazos para engancharse de los tirantes o las asas de la mochila. Algunos devoraban bocadillos, chupándose los dedos pringosos sin darse cuenta. Muchos llevaban gafas de montura de plástico o sombreros blandos o joyas de cerámica, otros lucían camisetas con orgullosos enigmas: «MÁS QUE HUMANO», «DONA TU CUERPO A LA CIENCIA FICCIÓN», «ERA MILLONARIO HASTA QUE MI MADRE TIRÓ MI COLECCIÓN DE CÓMICS». Fotocopias pegadas con celo de cualquier modo en los pasillos y las puertas indicaban el número de las suites en las que se celebrarían fiestas, anunciaban actividades especiales y dirigían a los asistentes a la recepción, la exposición o la unidad de primeros auxilios. Las plaquitas con el nombre de ciertas personas indicaban «PROFESIONAL» o «VOLUNTARIO». Las voces se elevaban y se perdían en el murmullo general: arengas monótonas, risas estrambóticas, preguntas angustiadas, encuentros histéricos. ForbiddenCon 7 había arrancado en todo su esplendor. Yo solo tenía que descubrir qué era todo aquello o pasar de todo. No me pareció que me necesitaran.
Francesca me vio primero.
– ¡Ahí está! -gritó. Abraham asintió y los dos salieron a mi encuentro mientras yo cruzaba la puerta giratoria. Me adelanté, tratando de ahorrarles la molestia-. ¡Llegas tarde! Nos vamos a perder la mesa de Abe.
Les había prometido reunirme con ellos en el vestíbulo a las tres, y eran casi las cuatro. Nicholas Brawley había reído y cabeceado al oír adónde iba. «Debería haber alquilado un coche», me dijo, y cuando por fin terminamos de cruzar el océano de casas que separaba Hollywood de Anaheim entendí el comentario. La carrera me costó ciento catorce dólares. Sin embargo, al entrar en el vestíbulo del hotel de la convención, consideré la distancia conceptual todavía mayor que había cubierto desde el despacho de Jared Orthman hasta ForbiddenCon. Lo de Brawley había sido una ganga.
– Dylan -dijo mi padre.
Nos abrazamos y le noté suspirar pegado a mí. Luego me volví hacia Francesca, justo a tiempo para dejarme envolver por su ataque sobrecogedor pero no lo bastante rápido para calcular en qué zona de mi superficie expuesta se posaría el pintalabios. Aterrizó en el norte-noroeste de mi boca como un bigote púrpura torcido. Lo borré con el pulgar y dije:
– Siento llegar tarde.
La chapa identificativa de Francesca no llevaba adornos; en cambio, la de Abraham lucía un lacito morado que indicaba: «INVITADO DE HONOR».
– Necesitan a Abraham en la sala de invitados -dijo Francesca con gravedad.
– Vosotros primero -dije.
– ¿No llevas nada más? -preguntó Abraham mirando mi bolsa. Parecía decepcionado-. ¿Te quedas a pasar la noche?
– Por supuesto.
– Ya te hemos registrado en el hotel -dijo Francesca-. Zelmo se ha ocupado de todo. -Rebuscó en el monedero mientras cruzábamos el vestíbulo-. Ten, de la habitación. Parece una tarjeta de crédito. La llave es del minibar.
– Le daré una buena repasada -bromeé, cogiendo las llaves.
– Uy, no creo que tengas tiempo -dijo Francesca-. Zelmo Swift, el presidente del comité, nos ha invitado a cenar. -Abrió mucho los ojos, emocionada ante tal honor.
– Sabe que estás aquí -añadió Abraham-. Le pregunté si podías venir a la cena y no puso ningún reparo.
– Ha sido una tontería, querido -dijo Francesca-. Eres el invitado de honor, ¿cómo no iba a estar invitada tu familia?
– Es uno más a cenar. Así que lo he preguntado. -Se volvió hacia mí-. Ya charlaremos en la cena, si Zelmo nos deja meter baza. Ahora tengo que irme. Espero que no te importe asistir al debate.
– ¿Que si le importa? -intervino Francesca, cogiéndome del brazo-. ¡Estará muy orgulloso!
Mi padre había vivido solo catorce años desde que yo dejara la calle Dean para ir a la universidad en Vermont. Fueron años de pocos cambios: siguió con las portadas de libros para pagar la hipoteca y las compras y continuó invirtiendo todas sus horas libres y hasta la última gota de energía sobrante en su interminable, épica e inédita película. En 1989, admitiendo por fin lo absurdo de tener tres plantas para él solo, había dividido la casa en dos dúplex añadiéndole una pequeña cocina al segundo piso y había alquilado la planta del salón junto con el sótano a una familia joven. Dejó sin modificar el estudio, las dependencias monacales donde pasaba los días embadurnando de negro el celuloide. El vecindario fue aburguesándose a trancas y barrancas, cumpliendo con cierta demora la maldición o bendición de Isabel Vendle. Para Abraham supuso ante todo una subida de impuestos a la propiedad. Nunca había preguntado el precio en el mercado de alquiler y el dúplex fue siempre un chollo.
Nunca estuvo con otras mujeres, al menos que yo supiera. Si Abraham supo atender esa parte de su vida después de Rachel, lo que no supo fue mencionarla. Luego había llamado la atención de Francesca Cassini, una recepcionista de cincuenta y ocho años que trabajaba en las oficinas de Ballantine Books. El tipo que entraba en las oficinas con la última portada metida en una carpeta negra atada con lazos negros, el tipo que salía del ascensor vestido con modestia, con su atuendo proletario de estudiante de bellas artes y las yemas de los dedos manchadas de pintura y su porte más mordaz que nunca: ese era el tipo que había atraído la atención de la mujer recién enviudada de Bay Ridge. Una mujer que, pese a su nombre de inmigrante, había pasado toda su vida entre la generación de judíos neoyorquinos de la posguerra y por tanto hablaba como ellos y se consideraba una más. Hacía seis meses que había perdido a su marido judío, contable de profesión, un hombre que imaginé encorvado tras una vida entera inclinado sobre columnas de cifras que probablemente significaban tanto para él como la película abstracta para mi padre. Abraham, celebridad en el diseño de cubiertas, blanco de las bromas de pasillo por su rostro a lo Bartleby, no tenía ninguna posibilidad. Si alguna vez un hombre había pedido a gritos que Francesca lo salvara, ese era mi padre. Francesca se había presentado. Se había pegado a Abraham. Un invierno, visité Brooklyn y me la encontré instalada en la casa de la calle Dean. No me podía quejar. Francesca organizaba la vida de mi padre y, a su modo peculiar, parecía hacerle feliz. Por contraste con su persona, conseguía que mi padre fuera consciente de sí mismo.
La sala de invitados estaba en un pequeño salón de conferencias junto al vestíbulo, custodiada del público por un voluntario que vigilaba en la puerta. Casi sin aliento, Francesca me explicó que nos adentrábamos en un espacio reservado a los invitados de honor, que se nos había dejado entrar en el sanctasanctórum. El lugar contenía dos recipientes con café y agua caliente para el té y una bandeja llena de taquitos de queso cheddar y galletitas. Un par de voluntarios esperaban sentados tras una mesa con placas identificativas en blanco y sus fundas de plástico y Francesca les pidió un pase para el «hijo de Abraham Ebdus». Me colgué el resultado del bolsillo de la camisa.
No estaba claro a qué estábamos esperando. Mi padre estaba de pie, consternado, en el centro de la sala, mientras Francesca paseaba nerviosa por los alrededores.
– ¿Señor Ebdus? -aventuró un voluntario.
– ¿Sí?
– Los demás participantes ya han subido. Creo que están empezando.
– ¿Sin él? -preguntó Francesca.
– Están en el salón Nebraska, creo. Nebraska Oeste.
Salimos a toda prisa.
– Te dije que podíamos subir directamente -le dijo Abraham a Francesca mientras subíamos por la escalera central hacia el entresuelo.
– Zelmo dijo que nos esperaría en la sala de invitados.
Abraham se limitó a mover la cabeza.
Todo el mundo se movía de un modo extraño, vagando a la deriva para luego, de pronto, acelerar en una explosión de pasitos cortos. Cuando los caminos se cruzaban, se miraban unos a otros, murmuraban algo y esperaban disculpas. Sorteamos esta irregular marea humana en dirección al salón Nebraska Oeste. Un cartel enganchado a la pared anunciaba el programa, «La carrera de Abraham Ebdus», como si el título fuera explicación suficiente. Supuse que así era o lo sería cuando la mesa de conferenciantes terminara su intervención.
Entramos por el fondo de la sala. Al frente, cuatro personas ocupaban ya la tarima, sentadas tras los micrófonos y varias jarras de agua fría. La tarima estaba forrada de una tela granate a juego con el acolchado acústico de las paredes del salón y el fino tapizado de las sillas apilables colocadas en filas, de pared a pared. Un público de unas cincuenta o sesenta personas esperaba sentado, atento, respetuoso, rascándose, tosiendo y cruzando y descruzando las piernas, arrugando papeles.
– Estamos encantados de que Abraham nos honre con su presencia -dijo al micrófono uno de los conferenciantes en tono sarcástico. Arrancó una risa de alivio del público seguida de unos cuantos aplausos desperdigados.
– Arriba -azuzó Francesca, y mi padre obedeció.
Francesca y yo nos sentamos junto al pasillo. La mujer me apretó el brazo, emocionada.
El moderador, que había bromeado sobre nuestra entrada, era un calvo de unos sesenta años que desde donde yo estaba se distinguía de Abraham sobre todo porque llevaba un fular azul chillón. Se presentó como Sidney Blumlein, ex director gráfico de Ballantine y, si no el descubridor de Abraham Ebdus, al menos sí su principal cliente durante lo que calificó de «la crucial primera década» del trabajo de mi padre.
– También he sido su apologista desde hace más tiempo de lo que él quisiera que les recordara -continuó Blumlein-. No me avergüenza decir que he protegido su arte de la intromisión de la industria editorial más de una y dos veces. Y le convencí para que no rechazara su primer Hugo. -Otro cálido aplauso de los asistentes-. Pero, de verdad, siempre lo he considerado un honor.
Se presentaron los demás: primero Buddy Green, que pestañeaba detrás de unas gafas gruesas y no tendría más de dieciocho o diecinueve años, director de una revista de internet llamada Ebdus Collector, dedicada a la compra de los escasos originales de los diseños de mi padre. Yo mismo me había topado alguna vez con la página de Green cuando escribía mi nombre en el buscador para consultar mis artículos periodísticos. A continuación se presentó R. Fred Vundane, un hombre menudo y mustio con una barbita a lo Van Dyke y gafas de científico loco, autor de veintiocho novelas, entre ellas Circo neuronal, la primera para la que mi padre había diseñado la cubierta. Luego habló Paul Pflug, otro diseñador de cubiertas, un motorista de unos cincuenta años, gordo, con pantalones de cuero, una coleta rubia y los ojos ocultos tras unas gafas de sol aerodinámicas. Pflug se había sentado en una punta de la mesa, dejando una silla y un vaso vacíos entre Vundane y él.
Los homenajes y anécdotas no fueron tan interesantes como para impedir que me concentrara en observar las reacciones de mi padre. No recordaba haberlo visto así, sobre el escenario, de lejos, objeto de la mirada colectiva. El resultado era una especie de indefensión que, tal como comprendí en ese momento, Abraham siempre había evitado. Green aseguró con un gañido agudo y excesivamente efusivo que Ebdus era el sucesor de una línea de ilustradores de ciencia ficción que nacía con Virgil Finlay y pasaba por Richard Powers -nombres que no podrían haber significado menos para mí- y resultó evidente que a Abraham le complació la idea, aunque fuera de un modo masoquista. Vundane, con vanidad agraviada -quizá anhelaba una mesa sobre «La obra de Vundane»-, habló de la inusual y profunda comprensión de Ebdus de sus escritos. Y cuando le llegó el turno, Pflug rememoró, con aspereza, el encuentro con mi padre en los inicios de su carrera y puso la seriedad y el respeto a los principios de mi padre como un ejemplo que había alterado el curso de su carrera, de la carrera de Pflug.
Abraham no habló, se limitó a asentir mientras los otros se turnaban al micrófono. Pero su desprecio por cualesquiera que fueran los logros -o fracasos- de Vundane y Pflug resultaba más que evidente. Ya puestos, no cabía duda de que a nadie en la tarima le gustaba Pflug. Me pregunté cómo había conseguido que lo invitaran.
– He contado esta anécdota muchas veces -dijo Buddy Green-. Estaba tratando de encontrar los originales de las cubiertas de los Especiales Belmont: las primeras diecisiete obras de Abraham. No estaban en manos de ningún coleccionista menor. Desgraciadamente, tampoco en las mías. Escribí una y otra vez a la gente de Belmont y me contestaban que no tenían ni idea de lo que les hablaba. Pensé que eran evasivas. Así que, aunque un poco tarde, al final se me ocurrió preguntarle a Abraham. Y me contó, como si tal cosa, que los había destruido, que no pensaba que le pudieran interesar a nadie.
Los ojos de Abraham recorrían el público en mi busca, al menos eso quise imaginar. Me preguntaba qué habría sentido al escuchar que decían «las primeras diecisiete obras».
– Es verdad -dijo Sidney Blumlein con entusiasmo paternal y amistoso-. Cuando le contraté para Belmont, Abe destruía sistemáticamente todos sus trabajos.
Comentario que arrancó diversas exclamaciones compungidas y asombradas del público, una especie de sobrecogimiento.
– Este hombre es el único al que tu padre respeta -susurró Francesca-. A ninguno más. Ni siquiera a Zelmo.
– ¿Zelmo?
– El presidente. Quiero decir, de la convención. Le conocerás en la cena. Es un abogado muy importante.
– Ah.
Blumlein, a quien Francesca consideraba el único amigo de Abraham de la mesa, recuperó el micrófono. Al ser el moderador, Blumlein consideró su deber abrir la cáscara del artista: encontrar un modo de obligar a Abraham Ebdus a dirigirse a los admiradores y agradecerles su presencia.
– Durante más de dos décadas, Abe ha honrado nuestro campo con su trabajo. Todo eso está muy bien. Pero en estos momentos de celebración no hay necesidad de andarse con pies de plomo: lo ha hecho desde la distancia. Abraham no proviene de la ciencia ficción y, en ese sentido, es una excepción a la inmensa mayoría de los profesionales de esta reunión, de hecho, de cualquier reunión de nuestro ambiente. Nosotros somos aficionados a la ciencia ficción, nuestros intereses arrancan de la tradición de revistas baratas, por mucho que confiemos en haber elevado el nivel de dichas publicaciones.
Pflug adoptó un aire despectivo. Vundane cogió una jarra y le dio la vuelta a su vaso todavía por estrenar.
El público estaba quieto, habían silenciado sus murmullos de aprobación y reconocimiento, quizá ya no estaban tan seguros de que lo que oían encajara sin problemas en la línea de cena testimonial de la reunión.
– Abraham Ebdus, no nos engañemos, no tenía el menor interés en elevar el nivel de nuestras publicaciones. Quería ganar unos dólares para poder mantener su arte, lo que él consideraba su verdadera obra. Como tal vez sepan algunos de ustedes, quizá muchos de ustedes, Abe es cineasta, un cineasta experimental de devoción y seriedad extremas. Así pasa los días cuando no está diseñando cubiertas de libros. No tiene nada que ver con la ciencia ficción. El milagro, lo que hemos venido a celebrar aquí, es que un artista de verdad, de enjundia y hondura como Abe, aportara a los libros una intensidad visionaria que efectivamente elevó el nivel de las producciones. Aportó belleza y extrañeza. Porque no podía evitarlo.
Comprendí lo bien que Sidney Blumlein conocía a mi padre. Lo estaba instando a adentrarse en la extraña luz de esa sala llena de gente, presentándole el anzuelo de que tal vez ese público fuera digno de sus palabras. Yo no sabía si quería que Blumlein se saliera con la suya.
– ¿Cuál es esta, Abe? ¿La quinta o la sexta convención a la que acudes?
Mi padre se encorvó, por lo visto habría deseado poder contestar con los hombros. Al final se acercó al micrófono y dijo:
– No las he contado.
– La primera a la que te arrastré fue a principios de los años ochenta, la convención LunaCon de Nueva York. No querías ir.
– No, no era de mi agrado -admitió Abraham de mala gana.
El público se rió con disimulo.
– ¿Y no sería justo decir que rara vez lees los libros para los que diseñas las cubiertas, Abe?
La gente ahogó un grito.
– Ah, nunca los leo. Y tampoco lo lamento. Señor Vundane, ¿cómo se titulaba su libro?
– Circo neuronal -informó R. Fred Vundane, con las mandíbulas totalmente agarrotadas.
– Eso, Circo neuronal. Ese título me echó para atrás. Me parece, y perdone, de cierto mal gusto. Habla usted de los surrealistas, supongo que se refiere a los poetas. Pues bien, lo considero un remedo vago y muy pobre de la imaginería simbolista, la verdad. ¿Rimbaud, quizá? No, me pidieron que imaginara otros mundos y así lo hice. Cualquier congruencia con su libro es mera casualidad.
Yo había leído el libro de R. Fred. Recordaba a un grupo de acróbatas genéticamente modificados que vivían en un asteroide hueco.
Esa vez Blumlein acudió al rescate, tal vez apiadándose de Vundane, que se había encogido aún más en su silla.
– Es, me parece a mí, solo un ejemplo del contexto más amplio, de la erudición que Abe aporta a todo lo que toca. En nuestro campo, Abe es un cometa que pasa veloz como el rayo y al que hemos conseguido atraer a nuestra órbita. Un compañero de viaje, como Stanley Kubrick o Stanislaw Lem. Desprecia nuestro vocabulario incluso cuando lo reinventa para que se adapte a sus impulsos personales.
– Tengo que interrumpirte, Sidney, para señalarte que estás sobreestimando la valía de lo que hago. -Por fin un tema que apasionaba a Abraham-. Citas nombres como Kubrick o Lem. Y el señor Green, Dios le bendiga, ha hablado de Virgil Finlay, a quien nunca he tenido la suerte de conocer. Pues bien, yo también citaré algunos. Ernst, Tanguy, Matta, Kandinsky. De vez en cuando, los Pollock o Rothko de los inicios. Si algo he conseguido, es dar una lección muy por encima de pintura contemporánea o la que era contemporánea en la década de mil novecientos cincuenta. La intersección del último surrealismo y las primeras manifestaciones de expresionismo abstracto. Y punto. Lo que hago es derivativo, hasta la última pincelada. Son todo citas. No tiene nada que ver con el espacio exterior, ni por asomo. Sinceramente, si no se hubieran encerrado ustedes tanto en sí mismos y hubieran visitado un museo de vez en cuando, sabrían que están alabando a un ladrón de segunda fila.
– ¿Te detuviste en el arte pop? -preguntó Blumlein.
– Por favor. Para eso ya está el señor Pflug. Arte pop era lo único que había cuando empecé a dibujar cubiertas.
Blumlein y Ebdus empezaban a parecer un número de vodevil escrito a expensas de los cabezas de turco que habían cometido el error de unirse a ellos en el escenario. El público se lo tragó todo.
– Y, sin embargo, Abe, aquí estás, entre nosotros. LunaCon no te gustó, pero has desarrollado toda tu carrera en este mundillo, compartiendo tu don con nosotros. Eres el invitado de honor.
– Bien, me parece justo. Quieres una explicación. No es agradable. Si fuera una persona más fuerte no estaría aquí. Me tentó la adulación, así que he venido. Mi obra en celuloide apenas se conoce. Es desconocida. Todos ustedes han sido muy amables, demasiado amables. Y, pese a mis reticencias, he acabado cogiéndoles cariño. A mi pareja le gusta viajar. No hay una sola razón, son varias.
– ¿Al final te sientes parte de este mundillo, con todos sus defectos?
Abraham se encogió de hombros.
– Es un submundo bohemio como cualquier otro. En el mundillo del cine experimental se celebran convenciones similares, pero nunca he ido a ninguna. Algunos van con la idea de mejorar. Pero el trabajo, la obra de verdad, se saca adelante en otros sitios. Tal vez allí las apuestas estén demasiado altas para mí y por eso, en su lugar, acepto vuestras invitaciones. No suelo meditar estas cosas. Un evento como este es un accidente, y no necesariamente feliz. Francamente, me maravilla que alguien se reúna para honrar a un hombre olvidado, a un don nadie. Tal vez pueda despertarlos del trance este en el que están, pero lo dudo.
Cincuenta personas se rieron encantadas y rompieron en un aplauso espontáneo. Oí a una mujer de la fila de delante susurrar en tono positivo: «Siempre dice eso».
– Me avergüenzo de mí mismo -dijo mi padre.
El aplauso creció. Buddy Green se levantó de la silla y lideró el aplauso. Solo Pflug se negó a sumarse al consenso y se giró sin abandonar la silla.
– He malgastado mi vida.
Fue lo último que entendí antes de que la ovación ahogara los comentarios de mi padre. Se había puesto en marcha un masoquismo bidireccional posibilitado por la total estrechez de miras de la reunión. Abraham había hablado de submundo bohemio. Mi padre era su mascota hereje, el plañidor que había designado para las posibilidades perdidas o abandonadas. El modo en que mi padre blandía su fracaso estremecía al público que, evidentemente, sabía de antemano qué esperar de él. Al aceptar el desprecio de Abraham como un latigazo, la fraternidad de ForbiddenCon 7 se sentía ratificada en su valía carente de valía, en su capacidad para reírse de sí misma y las deficiencias que había elegido.
Y, sin embargo, también notaba en Abraham un aprecio no del todo disimulado. Incluso podía compartirlo. Pensé en «Chimes of Freedom» de mi tocayo: «Tañendo por aquellos cuyas heridas no pueden ser sanadas, por los incontables confusos acusados utilizados forzados o incluso algo peor, ¡y por todos los colgados del universo!». Desde luego, había presenciado reuniones de críticos de rock o pinchadiscos de la radio universitaria, en mesas redondas de festivales musicales como el South by Southwest o el CMJ, que no eran menos marginales ni autocomplacientes. Solo cambiaba la indumentaria. Me imaginé un mundo salpicado de conferencias, asambleas y convenciones de todo tipo, cada una de ellas un motor para convertir sentimientos de inferioridad y desprecio en justo lo contrario.
La conferencia había terminado. Otro hombre se había acercado a la mesa y le había quitado el micrófono a Sidney Blumlein. Ahora le daba golpecitos para llamar nuestra atención. El recién llegado lucía una indumentaria excéntrica como el resto de los presentes pero con un efecto completamente distinto. Su pulcra camisa de finas rayas azules, cuello blanco y pajarita roja, junto con el bigote elegantón y el pelo lacio y brillante, recordaban a un senador republicano en una campaña calculadamente anticuada financiada por oscuros y secretos intereses privados. Tenía un vozarrón increíblemente fuerte.
– Esta es la primera vez que les doy la bienvenida a ForbiddenCon 7 -bramó-. Menudo principio, ¿eh? El señor Ebdus es demasiado modesto, así que yo mismo les recordaré que nos ha concedido el privilegio de un pase parcial de su película, que tendrá lugar mañana a las diez en el salón Wyoming B. Les recomiendo que no se lo pierdan, es una oportunidad única.
– Ese -susurró Francesca, estirándome del brazo-. Ese hombre aprecia muchísimo a tu padre.
«Eres tú la que le quiere -pensé sin decirlo-. Proyectas ese amor, Francesca, lo ves por todas partes.» Sentado junto a ella, el Cúmulo de Amor, me sentía envuelto por una nube de perfume y emoción. Sin embargo, me fijé en el hombre de la pajarita y el micrófono que había conseguido emocionar a la novia de mi padre.
– Damas y caballeros, un gran aplauso para nuestro invitado de honor: ¡Abe Ebdus!
Fue la primera vez que vi al hombre que Francesca había llamado «Zelmo, el presidente». El abogado importante. Un inimaginable emisario para secretos que afectaban a toda mi existencia, pero no obstante dueño de alguno de ellos.