11

Un pez boqueaba en la superficie del estanque, como si sorbiera aire. La neblina se pegaba a las hierbas altas que crecían encorvadas en las orillas y a las copas de los árboles más allá de la pradera. El muelle corto y podrido donde estaba sentado el chico de ciudad flotaba en una mancha verde grisácea como una fotografía corroída de una nube. Era más fácil ver el pececillo aburbujado del estanque y las frondas brillantes como brécoles que crecían bajo el agua que distinguir la orilla contraria a través de la neblina.

«Pescar bajo la lluvia -le había dicho esa mañana Buzz, el adolescente delincuente hijo de los Windle, la familia anfitriona del chico de ciudad-. Yo me encargo. No puedes perdértelo.» Buzz había empezado a librarse del chico de ciudad con falsas misiones rurales, tareas a las que él no se dedicaría ni cobrando. Buzz, de dieciséis años, tenía bigotillo y muchas ganas de reunirse con sus amigos veteranos de Vietnam, fumadores empedernidos todos, bajo la capota abierta de un Mustang en teoría trucado pero en realidad inoperante. El chico de ciudad le había acompañado una tarde y una noche hasta que Buzz rompió sus ataduras. Los amigos mayores de Buzz lanzaban colillas encendidas a un perro cojo, orinaban en botellas vacías de Pabst Blue Ribbon y bromeaban en un idioma que el chico de ciudad no entendía en un camino lleno de hierbajos y manchas de aceite.

Había que tener mala idea para arrancar a los peces del estanque y dejarlos morir sobre un tablón reblandecido. El chico no tenía ningún interés en reproducir la desagradable demostración de Buzz. La caña descansaba entre las hierbas de la base del muelle, oculta como un peine en el pelo. El chico llevaba un impermeable amarillo prestado y estaba sentado, encorvado, de espaldas al camino que llevaba a los campos de detrás de la casa, dibujando a ojos de cualquiera que se acercara una viva imagen de la soledad: exiliado de Brooklyn en Vermont, 1977.

De todos modos, tal vez contara con un público para el que pescar con ostensible amabilidad. Heather, la hija de los Windle, que tenía trece años, uno más que él. La había dejado siguiéndolo con la mirada. El modo leído en que el chico hablaba a los padres de Heather y su flequillo largo cortado a lo palangana, detalles que repugnaban a Buzz, habían despertado en cambio la curiosidad de la chica.

Era rubia como una Solver.

Volaba como una flecha silenciosa en la bicicleta como una figura de un Brueghel o un De Chirico.

Quizá susurrarías a una chica en un muelle, algo que en el colegio ni se te ocurriría intentar.

Quizá fueras un cabrón con suerte.

Heather Windle bajó por el sendero. El chubasquero amarillo se le había quedado pequeño, corto, por lo que tenía cierto aire a lo Morton Saltish. Saltó de un lado a otro sobre las rocas mojadas y dio una palmada con los dedos separados en medio de una nube de mosquitos.

De modo que el chico de ciudad había completado la transferencia, del hermano había pasado a la hermana.

– Hola, Dylan.

– Hola.

– ¿Qué haces?

– Nada.

Heather estaba de pie en lo alto del muelle, mirando la caña tirada en la hierba.

– ¿Estás triste?

– ¿Por qué iba a estarlo?

– No lo sé, pareces triste.

Quizá lo estuviera. Aunque no si el resto de julio podía ser de los dos, en el muelle, en el campo, en la neblina, en cualquier lugar menos en el camino grasiento y sucio de lengüetas abrelatas, el solar del 7-Eleven lleno de camionetas. Dylan Ebdus estaba listo para desaparecer del Vermont de Buzz y adentrarse en un mundo femenino, en la cabellera de Heather. Quería pedirle permiso para respirar el oxígeno de su melena rubia, para apartarle los mechones de la mejilla.

– Te estaba esperando -se oyó decir Dylan.

Ella no dijo nada, se limitó a sentarse a su lado junto a la ventana salpicada de lluvia que formaba el estanque.

– ¿Estás triste porque no tienes madre? -preguntó al final la chica.

– Te he dicho que no estoy triste.

– Pero por eso has venido aquí, ¿no?

Dylan se encogió de hombros.

– Muchos chicos de Aire Fresco tienen madre. -La noche anterior había justificado la existencia de la fundación ante un hombre drogado y con un parche, así que no le costó soltar el mismo rollo-. La idea es que los niños de ciudad pasen el verano en el campo. Para cambiar un poco. Supongo que a tus padres les pareció buena idea.

– Ya. El año pasado vino otro, pero era negro.

– Mi mejor amigo es negro -dijo Dylan.

Heather pensó un momento y luego se inclinó hacia Dylan. Los codos de los chubasqueros chirriaron al chocar.

– Nunca he ido a Nueva York.

– ¿No?

– Todavía no.

– No tienes ni idea.

Una agradable oleada recorrió a Dylan en respuesta a la presión del cuerpo de Heather. Para Dylan, la curiosidad de la chica era una especie de resplandor que lo englobaba todo, un campo.

Pues claro que estaba triste, aceptaría su compasión, cualquier cosa que se cruzara en su camino.

En ese instante decidió contar su secreto, mostrarle el traje que había traído escondido en la mochila, el anillo, sus poderes secretos.

– ¿Sabes lo que es un graffiti? -preguntó Dylan.

– Ajá.

– ¿Los tags en movimiento?

– ¿Cómo? -preguntó, entusiasmada.

– Es cuando haces graffiti en un tren en marcha. En lugar de en un patio.

– Pero ¿qué es un graffiti?

Sí, le revelaría el traje, se lo pondría para ella. Aunque primero se sentaron en una nube y él le habló de Brooklyn.


Cuando después de cenar la madre de Heather los llamó para que salieran de donde estaban jugando y murmurando, en el desván de puntiagudos techos, Dylan sintió una punzada de culpa, como si le acusaran de lo que todavía no había ocurrido, como si sus deseos fueran películas proyectadas en las paredes de las plantas inferiores. Llevaba toda la tarde imaginando la mirada de desprecio de Buzz por adelantado, pero cuando Buzz no apareció en la cena nadie lo mencionó. Dylan había tenido la impresión de que Heather y él eran invisibles a los ojos de los Windle, ratoncillos de desván, pelusas de polvo. Ahora, al oír la voz de la madre, Heather y Dylan intercambiaron una seductora mirada de complicidad y luego bajaron las escaleras en silencio.

– Querrás hablar con tu padre, si hay línea -dijo el padre de Heather desde el sillón reclinable, en la sala iluminada por el resplandor del televisor. Habló sin apartar la vista de la pantalla. Nueva York estaba a oscuras y en llamas.

El teléfono sonó cuatro veces antes de que el padre de Dylan descolgara.

– No quisiera estar en la calle Fulton -dijo Abraham Ebdus-. Aunque aquí no pasa nada, solo algunos locos que gritan. Ramírez ha aparcado la ranchera en la acera para proteger el aparador de la tienda. Le veo allí de pie, con un bate en las manos. Supongo que se llevará una desilusión.

Dylan estuvo a punto de preguntarle por Mingus, pero no lo hizo.

– Ha hecho muchísimo calor, una suerte. Estoy en el estudio, pintaré estrellas, nunca las ves. O pintaré a Ramírez. Estaré bien, no te preocupes.

– Vale.

– ¿Tú estás bien, Dylan?

– Claro.

– Pásame a la señora Windle.

Dylan pasó el teléfono y se volvió hacia Heather. Para demostrar que procedía del lugar de los disturbios, dijo:

– No es para tanto. -Y luego, un poco a tontas y a locas, añadió-: En realidad, esas cosas pasan constantemente, solo que normalmente no salen en las noticias. -El comentario atrajo una mirada de desconcierto de la madre de Heather, que acababa de colgar el teléfono.

La televisión no volvió a hablar del apagón. Sin embargo, las fugaces imágenes de cristales rotos y gente corriendo contradecían la versión del padre de Dylan. Dylan, metido en la cama, soñaba despierto con la ciudad en llamas.


Mientras la señora Windle hacía la compra, ellos tres se dirigieron juntos al expositor de revistas del pasillo ancho y de iluminación blanca del supermercado. Allí Buzz subrayó su indiferencia por el nuevo orden. Dylan y Heather se arrodillaron frente al estante de los cómics y murmuraban bajito. Dylan le explicaba pacientemente a la chica los misterios de los Inhumanos de la Marvel mientras Buzz hojeaba revistas sobre coches trucados y el High Times; después se alejó.

Cuando Buzz se marchó, Dylan vio que le seguía una mujer de mediana edad con un delantal azul sucio y un marcador de precios colgando de una mano como si de la Luger de Harry el Sucio se tratara. La mujer se apoyó en la cadera para seguir el avance de Buzz al girar la esquina del pasillo y luego salió tras él. Dylan sonrió para sus adentros y volvió a concentrarse en los cómics. Heather no se había enterado de nada.

Seguido en una tienda como un negro.

Parado en la caja detrás de la señora Windle, Buzz se esforzaba en aparentar inocencia, encogiéndose de hombros, toqueteando un estante de chicles, dando conversación, pero condenado al fracaso. La mujer de la pistola y un encargado calvo y serio esperaban cerca de allí, en una caja cerrada, aguardaban a que se hiciera oficial, a que Buzz se dirigiera a la salida sin dejar en la cinta transportadora lo que fuera que llevara en los pantalones o en las mangas. Solo la señora Windle y Heather se sorprendieron cuando el encargado los acorraló justo después de cruzar las puertas automáticas.

– Lo siento, señora Windle. -El encargado entornó los ojos por la luz del sol; hablaba en un tono que expresaba que lamentaba lo inevitable-. Tenemos que pedirle a Buzz que pase un momento a la trastienda, por favor.

– Oh, Buzz -gimió la señora Windle.

Buzz fruncía los morros con aire socarrón, cambiando el peso de pierna, atrapado en un guión demasiado tonto para resistirse.

– ¿Por qué no venís también vosotros, jovencitos? No puede haceros ningún daño aprender la lección.

En un despacho estrecho y sin ventanas contemplaron cómo Buzz devolvía obediente las revistas Hot Rod y Penthouse y una caja de cartuchos de escopeta del pasillo de caza y pesca.

– La última vez quedamos en que la siguiente avisaríamos al sheriff, Buzz.

– Di algo -ordenó la madre de Buzz.

– Yo sí que debería avisar al sheriff después de cómo me trató Leonard la última vez -musitó Buzz-. Mierda, ni siquiera debería seguir viniendo a este sitio.

– En eso llevas razón, Buzz, no deberías volver. Y Leonard no tiene nada que ver.

– Bueno, pues no sé qué decirte -dijo Buzz, localizando la causa en la que concentrarse-. Tienes que tener unas palabras con él para que me deje en paz.

– ¿Qué te ha dicho Leonard? -preguntó el encargado, ruborizándose de modo instantáneo.

– Vosotros id a esperar al coche -dijo la señora Windle, señalando a Heather y Dylan con la cabeza.

Condujeron en silencio, Buzz en el asiento del acompañante del Rambler, sacando sin demasiado entusiasmo codo, cabeza, cuello y cuanto pudo por la ventanilla mientras su madre se aferraba con rabia al volante. Heather y Dylan se desplomaron en el asiento trasero e intercambiaron miradas por debajo del horizonte que marcaba el largo asiento de delante. Dylan se levantó la camisa como en un striptease y sacó un ejemplar del número siete de Los Inhumanos y las dos chocolatinas Crunch que llevaba enganchadas en la cinturilla. Heather abrió mucho los ojos y se tapó la boca con la mano. Ya en casa, se comieron las dos chocolatinas en el desván mientras en la planta baja Buzz se las veía con su padre.

Vermont era permeable a las costumbres de Brooklyn. En realidad no había nada más simple que robar las chocolatinas y el cómic mientras Buzz representaba el papel de chico negro atrayendo todas las miradas.

Mingus habría dicho que Buzz había hecho de cebo para Dylan.


Las tardes eran de una falta de actividad aturdidora. Dejabas la bicicleta en la hierba o la gravilla, dondequiera que te aburrieras de ella, te quitabas la camiseta y las chancletas y volvías a nadar, puesto que, para empezar, habías montado en bici para que se te secara el bañador. Los pechos de Heather eran ciruelas en las sisas de sus camisetas sin mangas y siempre cabía la posibilidad de disfrutar de otra toma desde un ángulo distinto. Coleccionabas imágenes hasta que la forma supuesta te quemaba los ojos, reforzando la obsesión como un anuncio que hubieses pasado constantemente por alto hasta el día en que te hizo falta: el de los Sea-Monkeys o el de las Gafas de Rayos X.

Los pulgones y las meteduras de pata, unos y otras se solucionaban por inmersión.

Dylan mencionaba que en agosto cumpliría trece años al menos dos veces al día.

En aquellas tardes húmedas, infestadas de bichos, con la casa, el estanque, el campo y el patio delantero de grava solos para Dylan y Heather, resultaba natural que los dos se desparramaran un momento en traje de baño en el sofá, dejando las marcas de sus culos mojados una junto a la otra, jadeando y riéndose como histéricos, y al momento siguiente se arrodillaran sobre las sillas de la cocina a agitar un Tupperware lleno de limonada en polvo y agua fría del grifo. Igual de probable era que después transportaran vasos con hielo al desván, que la luz del día inundaba de una nube psicodélica de polvo flotando en el sol sesgado.

Medio desnudos, volvían a tumbarse juntos sobre la colcha de cuadros a chupar cubitos.

– No me siento los labios.

– Yo tampoco.

– Prueba esto.

– ¡Qué frío!

– Ahora tú.

La premisa ciudad versus campo les permitía fingir que todo era una sorpresa. Quizá en Nueva York el hielo no funcionaba igual.

– Da un beso donde lo he dado yo.

Una pausa, después un intento.

– No noto nada.

– Bésame en los labios.

Aunque habían estado frotándose los labios helados contra las muñecas, el primer beso fue un roce, un besito de gorrión.

– Tengo los labios atontados…

Soltaron una carcajada.

– Vale, otra vez.

– Ah.

Heather había cerrado los ojos.

Giraron por el suelo. Dylan cayó boca abajo, aplastando el bulto de los pantalones.

– ¿Alguna vez has sorbido el gas hilarante de un bote de nata montada? -preguntó Dylan para mantener el flujo de distracciones, el permisivo ambiente de cachondeo.

– Nooo. Pero Buzz sí, una vez.

Buzz, nombre en código de todo lo rudo, deleznable y provinciano. Dylan y Heather eran seres del estanque y la lejana ciudad, sin nada más en medio. Mejor olvidarse del gas hilarante.

– ¿Quieres que te frote la espalda?

– Claro.

– Date la vuelta.

Heather obedeció, fiel al trato: nada tenía que ver con nada más. Eran duendecillos que habían prohibido los tabúes y también un poco tontos, cortos de luces por voluntad propia. El beso ocurría en un planeta; el frotamiento de espalda, en otro.

Dylan masajeó y presionó, incluso le apretó los nudillos contra la espina dorsal, hizo cualquier cosa que pareciera adecuada.

Entre los brazos abiertos sobre el cubrecama destacaban los pechos de Heather, con forma de cuarto de luna. Dylan se ganó un toqueteo a fuerza de trabajar ampliamente la zona de las costillas y se entretuvo lo bastante para descubrir, decepcionado, que se parecían a una pastilla para la tos y eran duras como una hamburguesa. Heather movió los ojos bajo los párpados cerrados.

Cuando Dylan introdujo ligeramente los dedos por debajo del elástico que apretaba las caderas de Heather, la chica se alejó y se sentó.

– No puedo respirar aquí dentro.

Salieron fuera alborotando, se montaron en las bicicletas y bajaron por el arcén de grava. Para los adormilados pasajeros de los coches que pasaban por su lado no eran más que dos chiquillos locales matando el rato: Heather iba la primera veloz como una flecha, subiendo y bajando las rodillas bronceadas, y Dylan la perseguía, aliviado, con la boca abierta para engullir el aire húmedo, la tarde infinita de Vermont.


El señor Windle aparcó el Rambler al fondo del autocine para acortar el paseo hasta el Blind Buck Inn del otro lado de la ruta 9. Allí, según predicción de Buzz, no se movería del bar durante todo el programa doble -La guerra de las galaxias y El gato conoce al asesino- y saldría tan perjudicado que le pasaría las llaves a Buzz para que condujera los seis kilómetros de vuelta a casa. Solo estaba lleno un tercio del aparcamiento, quizá habría unos cincuenta coches enganchados a los comunicadores que emergían inclinados del cemento resquebrajado como si de máquinas de respiración asistida se tratara.

En la ciudad, el espacio, como el tiempo, avanzaba hacia arriba. En Vermont, la dirección era hacia los lados, hacia los árboles.

Las figuras curioseaban de un coche a otro protegidas por la penumbra azul, se asomaban a pedir fuego, se burlaban de un asiento trasero atestado de gente, compartían un encuentro social antes de agacharse.

– Voy a comprar una entrada para la primera película -dijo Buzz, sin mirar a Dylan.

Con el billete de diez dólares que el señor Windle había agitado en el aire y Buzz había confiscado, el hermano de Heather, magnánimamente, los había invitado a unas Coca-Colas que Dylan tuvo que ir a buscar, y luego se había guardado el cambio. Buzz estaba en la caseta de ventas, encorvado sobre la máquina del millón tratando de volcarla cien o mil veces. O quizá tuviera algo pensado para después del millón, tipo esconderse una pipa en los pantalones. Era probable que contara con cómplices repartidos por los alrededores.

Siempre corrían rumores de una laguna o una cantera donde estaba la acción de verdad.

Buzz señaló la lejana pantalla con la barbilla. La pantalla vacía y raspada era el lugar menos interesante donde reposar la mirada en todo el cielo, que estaba lleno de lo que parecían plumas del color de los cardenales.

– Puedes quedarte en el asiento de atrás con mi hermana, si quieres.

Dylan se quedó agarrando como un pasmarote la bandeja de cartón con las Coca-Colas. Una semana besando a Heather en todos los momentos que podían robar le había convertido en un ser débil y soñador, incapaz de distinguir si Buzz hablaba en serio o se mofaba. Tal vez se tratara de una tosca bendición.

Asintió y Buzz sonrió.

– Apuesto a que ahora mismo la Fundación Evitemos a los Negros te parece lo mejor que te ha pasado en la vida, ¿eh?

Lo cierto es que vieron la película desde el asiento de atrás. Dylan atrajo la atención de Heather hacia los detalles cruciales, aunque La guerra de las galaxias no provocaba el mismo impacto donde estaban, resplandeciendo como una diapositiva en la bóveda punteada de la noche, que en el Loew’s Astor Plaza de la calle Cuarenta y cinco. Dylan la había visto cuatro veces en ese cine, las dos últimas solo, convertido en un enanito cada vez más asombrado a medida que los fotogramas latían en sus ojos, anticipando en las subvocales ciertas frases, recordando ciertos gestos de los actores, la posibilidad de elevarse e interceptar la luz a mitad de camino, de ser un proyector humano responsable en secreto de la existencia de las imágenes.

– El parsec mide el espacio, no el tiempo -explicó monótonamente, incapaz de dejarlo estar pese a que el tema parecía inasequible, artúrico-. Hay quien lo considera un error, pero yo estoy seguro de que lo han hecho a propósito. Han Solo finge…

– Dylan -susurró Heather.

– ¿Qué?

Heather cerró los ojos. Dylan completó la frase en silencio, tratando de hallar una relación entre el habla y el paso de la respiración entre dos bocas, el mundo de miasmas creado en la conjunción de dos caras. Como en la fresca oscuridad del desván, como en el estanque encendido del mediodía, nada se interponía entre los dos, la ruptura era total, un feliz enmudecimiento.

Ya se habían dicho bastante.

Solo que costaba creer que no fuera ilegal. Pero cállate de una vez y bésala.

Entonces Dylan abrió los ojos.

El coche de los Windle se balanceaba.

Cuatro pares de nalgas como crepes lunares empujaban las ventanillas del Rambler por turnos, de un lado a otro.


El pelo se les secaba formando cuernos y caracolillos como el de Superman mientras nadaban y se besaban. Se dejaban iluminar tranquilos por el sol, cabeceaban como témpanos de hielo mientras, a la altura de sus ojos, una libélula describía problemas ajedrecísticos en el tablero del agua. Justo debajo, cadáveres de animales se descomponían en el frío lecho verde. Para entonces el chico ya la había toqueteado por todos lados, sus manos dementes habían inventariado las formas encontradas como pertenecientes a la Zona Negativa, donde nada contaba. En dos ocasiones había notado cómo los dedos de ella rozaban el miembro atontado por el estanque y casi se había ahogado.

Al día siguiente regresaba a Brooklyn.

– Quizá tu padre te mande a una escuela privada -dijo Heather, rizando el fragmento de estanque entre los dos con su aliento. Se hundió un poco más, hasta que el agua le cubrió la nariz y sus ojos azules de pupilas casi invisibles se reflejaron en el agua.

– ¿Qué quieres decir?

– Buzz le oyó hablar con mi madre. Buzz dice que tienes que enfrentarte a una fuerte influencia negra. -Estaba claro que había ensayado la frase antes de atreverse a pronunciarla.

– Pues Buzz tiene una fuerte influencia de tarados -repuso Dylan-. Y creo que está perdiendo la batalla.

– También dice que te pegan.

Dylan se sumergió, se zambulló de lleno en el limo y las sombras de la Zona Negativa. En esas semanas había aprendido a abrir los ojos bajo el agua. El estanque no irritaba los ojos como la piscina clorada Douglas de detrás de las casas Gowanus adonde había ido a nadar un par de veces con Mingus. Tampoco hacía falta llevar zapatillas en el agua por miedo a los cristales rotos. Le habría gustado ver a Buzz enfrentarse a algo así.

Dylan aceleró sus silenciosos movimientos a cámara lenta por el cuerpo de goma de Heather, por el bañador rojo y las piernas blancas como la leche bajo aquella luz entre amarilla y esmeralda. Heather se mantuvo a flote pedaleando, pero no le esquivó. Dylan la asió de la cintura con un brazo y apretó su boca contra el estómago de Heather. Una mano fugaz encontró un pecho. Heather no se revolvió, ni siquiera le apartó. Por lo visto, cualquier cosa que pasara bajo el agua quedaba entre Dylan y el cuerpo de ella.

Cuando Dylan salió a coger aire y los dos se tumbaron en el muelle, goteando y jadeando mientras se protegían los ojos del sol con las manos, Dylan dijo:

– Tengo que enseñarte una cosa.

– ¿Qué?

– Es una sorpresa.

De todos modos, tenía pensado mostrarle el traje ese día. Pero además ahora parecía una corrección a las tonterías que decía Buzz.

– ¿Dónde está?

– Coge la bici y ve por unos Mountain Dew. Nos encontraremos aquí, a la vuelta.

Heather asintió, embelesada, sin malicia.

Dylan se puso el anillo y se colocó el traje hecho un fardo bajo el brazo en el cuarto de invitados de los Windle. Presa de la paranoia de ser descubierto, cruzó la cocina andando de lado y se escabulló a campo traviesa.

Ya en el muelle, extendió el traje y lo contempló por primera vez desde el viaje en autobús desde la ciudad.

Había conseguido que su padre le enseñara las sencillas puntadas con las que lo había cosido sin contarle para qué quería aprender. La capa, cortada de una sábana vieja del Dr. Seuss con estampado de Un león chupando una piruleta de limón, estaba enganchada a ambos lados del cuello de la camiseta azul celeste que formaba el cuerpo del traje. Había centrado el león lo mejor que pudo en la capa, le parecía un logotipo adecuado por enigmático. Había alargado las mangas de la camiseta con dos llamativas perneras a rayas cortadas de unos pantalones de pata de elefante de su madre, rescatados de un montón del fondo de su ropero que solo Dylan visitaba a veces. Colgaban majestuosamente, las manos de Dylan asomaban entre un flequillo de hilos como el badajo de una campana. Poco práctico, pero era solo un prototipo. Un modelo. Había alisado el pecho de la camiseta sobre un cartón y lo había decorado con el Spirograph, empleando las anillas herrumbradas y las ruedas dentadas, una tarea tosca de resultados imperfectos. El emblema consistía en un círculo oscilado, el camino cada vez más ancho de un átomo trazado mil veces en el espacio para formar bandas de poder. Aunque, desde dondequiera que se mirase, acababa pareciendo un cero gordo.

El chico de ciudad se puso la elaborada vestimenta y esperó de pie en el muelle rodeado por un velo de minúsculos insectos.

Al poco rato apareció la chica en lo alto del sendero con dos botellas verdes traqueteando frente a su barriga y la cabeza gacha para ver qué pisaban sus pies desnudos.

A los pies de las rocas, dejó las botellas de refrescos en la hierba y se quedó de pie observando el traje.

– ¿Y bien?

– ¿Qué es eso?

– ¿A ti qué te parece?

La chica no parecía saberlo.

Dylan ahuecó la capa con los codos, deseando que corriera el viento. El peso de la capa tiraba del cuello de la camiseta hacia atrás, y se le clavaba en la garganta: un fallo de diseño. La próxima capa la cosería a los hombros.

– En realidad yo soy este.

Ella siguió sin decir nada, se limitó a quedarse donde estaba.

– Aeroman.

– ¿Y ese quién es?

– Significa «hombre volador». Dylan Ebdus es mi identidad secreta.

Heather, con el ceño fruncido, dijo:

– Bueno, pues a mí no me gusta.

– ¿Cómo?

– Es raro.

– Cuando lo termine también me cubrirá las piernas. Esto es solo la parte de arriba.

– ¿De dónde lo has sacado?

– Lo he hecho yo. -No dijo nada del anillo, ni de Aaron X. Doily.

Heather empujó los Mountain Dew, las botellas iluminadas por el sol proyectaban sombras verdes sobre los dedos desnudos de sus pies.

– Bueno, soy yo -dijo Dylan, categórico.

Cayó entonces en la cuenta de hasta qué punto quería que Heather se lo contara a su hermano para que Buzz comprendiera que no podía presuponer nada de Dylan ni de Brooklyn.

Heather se sentó con las piernas dobladas en la hierba. Dylan se quedó de pie, buscando todavía alguna señal de que la chica comprendía la importancia de lo que le estaba enseñando.

– ¿Dylan?

– ¿Qué?

– Si te quedaras aquí, no tendrías que ir a un colegio privado.

Dylan estaba estupefacto. Aquel comentario era tan irrelevante y asombroso que no sabía por dónde empezar a contestarle.

– No me voy a quedar -dijo, simplemente, quizá con algo de crueldad.

De pronto Heather se levantó, con la cara roja e impresionada, como si Dylan la hubiera abofeteado.

– Quítatelo -dijo la chica-. No me gusta.

– No.

Heather se encaminó hacia el sendero, abandonando las botellas en la hierba.

– ¿Y la sorpresa? -preguntó Dylan.

De repente se levantó la brisa y la capa ondeó y chasqueó a la perfección a la espalda del chico, como una bandera en un estadio.

– Me da igual -dijo ella, sin volverse.

– Si todavía no te la he enseñado… -aulló Dylan, pero Heather se había marchado.

De todos modos, al cabo de un rato se dirigió al final del muelle, flexionó las rodillas, estiró los brazos con las manos apuntando hacia delante, preparándose para lo que llevaba semanas planeando. Tal vez Heather lo estuviera observando desde lo alto, al principio de la pradera; podía ser. O no, ahora no importaba. No necesitaba que le conocieran en Vermont, ese lugar nulo cuya valía se medía por la distancia que lo separaba de la ciudad y su utilidad como reconstituyente, un sitio donde organizar tu actuación antes de regresar al mundo real. En el caso de Dylan, un lugar donde prepararse para tener trece años en la ciudad, para besar a chicas de ciudad, para ser el chico volador en lucha contra el crimen, cosas del todo incomprensibles para cualquiera de Vermont.

Dylan se lanzó al aire. Al ejecutar un circuito de flipper, como una de esas libélulas que volaban unos centímetros más arriba, la superficie reflectante le deslumbró. Practicó en la orilla más alejada para no marearse, volaba cerca de tierra y se alejaba, rozando las hierbas más altas, levantando una explosión de zapateros que dormitaban entre las raíces.

Dio dos vueltas al estanque. Cuando aterrizó corriendo en el muelle se clavó una astilla en el talón: no hay que volar nunca sin el calzado adecuado. Y las puntas de la capa se habían empapado. Así de cerca había estado. Por tanto: a) calzar zapatillas deportivas, b) coserle un dobladillo a la capa. De una u otra manera, siempre se está aprendiendo alguna cosa.

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