8

Un lugar adecuado para un asesinato

Tommy dio una veintena de rápidas zancadas, haciendo un esfuerzo sobrehumano, y se arrojó contra el muro del barracón 102, resollando, apretando rígidamente la espalda contra la estructura de madera del edificio, como si tratara de confundirse con las ásperas tablas. Vio cómo el haz se alejaba bailando, registrando y explorando las esquinas y los bordes de los barracones, como un mastín que sigue el rastro de una presa en los límites de un zarzal. El reflector parecía un ser vivo y cruel. Tommy contuvo el aliento cuando se detuvo unos segundos sobre el tejado de un barracón contiguo; luego, en lugar de proseguir hacia los barracones más alejados, sin ninguna razón aparente retrocedió hacia él, volviendo sobre sus pasos. Tommy se pegó más contra el muro, paralizado de terror, incapaz de moverse, mientras la luz reptaba de forma sistemática e inexorable hacia él, acorralándolo. El haz se hallaba aproximadamente a un metro, malévolo, como si supiera que él se encontraba allí pero no conociese su exacta localización, como si ambos jugaran a una versión mortífera del escondite, cuando Tommy sintió de improviso la mano de Scott aferrarle por el hombro y obligarle a arrojarse al suelo.

Tommy cayó sobre la fría tierra y sintió que Scott le arrastraba hacia una pequeña hendedura junto al barracón. Se deslizó hacia atrás, como un cangrejo.

– Agache la cabeza -murmuró Scott en tono apremiante.

En el preciso momento en que Tommy sepultó la cara en la tierra, el reflector pasó sobre el edificio junto al que se habían refugiado. Tommy cerró los ojos con fuerza, esperando oír los silbatos y gritos de los gorilas de la torre de vigilancia que manejaban el reflector. Durante unos instantes creyó percibir el sonido inconfundible de un guardia cargando su ametralladora. Pero se hizo el silencio.

Alzó la cabeza con cautela, sintiendo en sus labios el sabor acre de la tierra. Vio que el haz de luz se había alejado, posándose sobre el tejado de un edificio próximo, explorando la distancia, como si persiguiera a una nueva presa. Tommy emitió un sonoro suspiro. Luego oyó a Scott junto a él, hablando con suavidad y con voz decididamente risueña:

– ¡Joder, nos hemos escapado por los pelos!

Tommy se volvió con rapidez y vislumbró la silueta del aviador negro agazapado en el suelo junto a él.

– Hay que moverse con más rapidez cuando un problema se te echa encima -musitó Scott-. Menos mal que no voló en un caza, Hart. Siga con los sólidos y seguros bombarderos. En un bombardero no es preciso reaccionar con tanta rapidez. Le aconsejo que cuando regrese a Estados Unidos se dedique a deportes que no entrañen un contacto personal. No le conviene ni el rugby ni el boxeo, prefiera el golf o la pesca. O más bien, lea, lea mucho.

Tommy arrugó el ceño, sintiendo de pronto un intenso afán competitivo. En la escuela había sido un excelente jugador de tenis. Puesto que se había criado en Vermont, había logrado ser un experto esquiador. Quería hacer un comentario sobre la capacidad de detenerse en el borde de una colina coronada de nieve, azotado por un gélido vendaval que te traspasa la ropa de lana, contemplando una abrupta pendiente, y luego la sensación de abandono que te impulsa a lanzarte por ella. Pensó que eso requería otro tipo de temeridad y valor. Pero sabía que no era lo mismo que subirse a un ring y enfrentarse a otro hombre empeñado en machacarte, como había hecho Lincoln Scott. No estaba seguro de poder hacerlo, era demasiado primitivo para él.

De pronto pensó que había muchas preguntas sobre sí mismo que precisaban una respuesta y que él se había resistido a formularlas.

– ¿Está bien, Hart? -preguntó Scott de sopetón.

– Sí, muy bien -contestó Tommy, apartando dichas preguntas de su imaginación-. Un poco asustado. Nada más.

Scott dudó unos segundos, mirándole con aire divertido.

– De acuerdo, abogado. Muéstreme el camino. En apretada formación. Ala con ala.

Tommy se puso en pie, tratando de recobrar la compostura. Aspiró una profunda bocanada del aire nocturno, como si inhalara vapores negros, y reparó en que hacía casi dos años que no había salido del barracón por la noche. Un campo de prisioneros de guerra se regía por una rutina muy sencilla: luces apagadas al anochecer, acostarse, dormir, ahuyentar las pesadillas y los terrores del sueño, despertarse al alba, levantarse, presentarse para el recuento, y así sucesivamente.

En los meses que Tommy llevaba en el Stalag Luft 13, se habían registrado una docena de bombardeos nocturnos lo bastante próximos al campo para que sonaran las sirenas, pero los alemanes no habían procurado a los hombres refugios antiaéreos en el recinto del campo, ni les habían permitido construirlos, de forma que los prisioneros no podían abandonar los barracones durante la noche para protegerse de las bombas que arrojaban sus compatriotas. Por el contrario, al sonar la primera alarma, los alemanes enviaban a los hurones a la carrera a través del campo para que cerraran a cal y canto las puertas de cada barracón. Temían que los kriegies utilizaran la confusión provocada por los ataques aéreos para escapar, cosa en laque probablemente acertaban. Algunos prisioneros estaban dispuestos a arriesgarlo todo en un momento dado con tal de huir. La esperanza de fugarse constituía un potente narcótico. Los hombres adictos eran capaces de aprovecharse de cualquier ventaja a su alcance, incluso a sabiendas de que nadie había logrado jamás escapar del Stalag Luft 13. Los alemanes lo sabían, y cuando sonaban las sirenas cerraban las puertas con llave. De modo que los aviadores aguardaban dentro de sus barracones a que concluyera el ataque, aterrorizados y en silencio, escuchando el intenso fragor de las bombas, sabiendo que cualquier bomba en los arsenales que ellos mismos habían transportado a través del aire podía atravesar las toscas casuchas de madera en las que se alojaban, matándolos a todos.

Tommy ignoraba por qué los alemanes no les encerraban con llave en los barracones fueran cuales fuesen las circunstancias. Quizá no lo hacían porque habrían tenido que cerrar también todas las ventanas, lo cual les hubiera llevado varias horas. Por lo demás, los kriegies habrían podido construir unas puertas falsas y unas trampas por las que huir amparados por la oscuridad de la noche. El caso es que durante un ataque aéreo las puertas quedaban cerradas y las ventanas abiertas, lo cual no tenía ningún sentido. Tommy suponía que si empezaban a caer bombas en el campo era imposible predecir lo que habrían hecho los kriegies, por lo que el hecho de cerrar las puertas le parecía inútil. No obstante, los alemanes persistían en cerrarlas y en no dar explicaciones. Tommy dedujo que se limitaban a obedecer una rígida norma de la Luftwaffe, sin entrar a desentrañar su sentido.

Sus ojos se adaptaron poco a poco a la noche. Las formas y distancias que de día le resultaban familiares asumieron perezosamente forma y sustancia. Un negro silencio le envolvió, sólo interrumpido por la respiración acompasada de Scott.

– Sigamos adelante -murmuró el aviador de Tuskegee con tono quedo pero conminatorio.

Tommy asintió con la cabeza, no sin antes echar una prolongada ojeada al cielo. La luna, casi llena, arrojaba un oportuno haz de luz tenue sobre el camino, pero él buscaba las estrellas. Contó las constelaciones, reconociendo algunas formas en las disposiciones de las mismas, animado al contemplar el inmenso y vaporoso trazo blanco de la Vía Láctea. Era como ver a un viejo amigo aproximándose a lo lejos, pensó, y alzó a medias una mano en un gesto de saludo. Pensó que hacía meses que no se hallaba fuera en el silencio de la noche, interpretando las posiciones de las estrellas que brillaban en el firmamento. Recordó que era un navegante, y tras dirigir un último vistazo a las parpadeantes motas de luz allá en lo alto, echó a andar a toda prisa hacia el Abort.

Ambos hombres caminaron en zigzag de sombra en sombra, moviéndose rápidos hacia los característicos olores de cal viva y aguas residuales que emanaban del Abort. Aquel hedor acre y familiar que en sus vidas anteriores habría abrumado y repugnado a los prisioneros del campo, para los kriegies era tan habitual como el olor a panceta frita a la hora del desayuno en tiempos de paz.

Sus pies emitían un sonido sofocado sobre la tierra húmeda. No dijeron una palabra hasta alcanzar la entrada del Abort, donde Tommy vaciló unos segundos, arrodillándose en un lugar muy oscuro, dejando que sus ojos escrutaran la oscuridad que les circundaba en busca del siguiente paso.

– ¿Qué hacemos ahora, abogado? -preguntó Scott en voz baja-. ¿Qué es lo que busca?

Tommy entrecerró los párpados, tratando de concentrarse. Al cabo de unos momentos, se volvió hacia Scott y murmuró:

– Usted es el hombre fuerte. Pues bien, imagine que tiene que transportar el cadáver de Vincent Bedford. Sobre el hombro izquierdo, al estilo de los bomberos. ¿Cuánto debía de pesar? ¿Treinta y cinco kilos? ¿Cuarenta?

– Cincuenta a lo sumo. Estaba muy flaco ese cabrón. Pero comía mejor que el resto de nosotros. Un peso gallo.

– De acuerdo, digamos cincuenta kilos. Pero era un peso muerto. ¿Hasta dónde podría usted transportar esa carga, Scott? Sobre el hombro izquierdo, recuerde.

– Yo no utilizaría mi hombro izquierdo…

– Lo sé.

En la oscuridad, Tommy vio al aviador asentir con la cabeza en señal de que había comprendido.

– No muy lejos. Es probable que más lejos de lo que usted imagina, porque la sangre estaría circulando con furia por las venas del asesino. Pero no muy lejos. No es como transportar a un compañero a quien intentas salvar. Quizás unos cien metros. Poco más o menos, según lo nervioso que estuviera.

Tommy empezó a calcular utilizando la distancia, teniendo en cuenta la trayectoria de los reflectores y la proximidad de los barracones. Había un lugar lo bastante cercano para hacer que el asesino eligiera precisamente este Abort y no otro. Y un trayecto hasta el Abort que le procurara cierta protección.

Tommy asintió, pero pensó que el motivo del asesinato se le seguía resistiendo.

– Tiene que evitar el reflector y a los gorilas junto a la alambrada y no hacer un sonido que pueda despertar a un kriegie, y aquí es donde viene a parar. Así que, ¿dónde vamos ahora, teniente? -preguntó Tommy-. Deme su opinión.

Scott dudó unos segundos al tiempo que movía la cabeza de un lado a otro, escudriñando la oscuridad que se extendía frente a ellos.

– Sígame -murmuró. Sin esperar una respuesta por parte de Tommy, el aviador negro se apresuró a través del callejón entre los dos barracones, pasando frente a la entrada del Abort. Avanzó lentamente, pegado al muro del barracón 102, hasta llegar al extremo del edificio. Tommy se afanó en seguirle.

Desde la sombra en que se hallaban, los dos hombres podían ver la alambrada, situada a treinta metros, que se prolongaba en torno al campo, dibujando un ángulo para cercar las zonas de ejercicios y de revista. En la oscuridad se alzaba una torre de vigilancia, distante otros cincuenta metros. Tommy sabía que la torre de vigilancia contenía un reflector, que en esos momentos estaba desconectado, y una ametralladora del calibre 30. Se estremeció. Abrió la boca para hablar cuando Lincoln Scott pronunció las mismas palabras que él iba a decir, susurrando.

– Por aquí no. Es demasiado arriesgado con esos guardias ahí arriba.

En éstas oyeron ladrar el perro de un Hundführer, al que su cuidador silenció. Los dos americanos se apretaron más contra el muro.

– Por el otro lado -propuso Tommy-. Es más largo, pero…

– … es más seguro -completó Scott.

De inmediato echaron a andar hacia el punto de partida. Avanzando con sigilo, los dos hombres tardaron un minuto en alcanzar la fachada del barracón 102. A su izquierda, al otro lado del recinto, estaban los escalones de acceso al barracón 101, del que habían salido hacía un rato.

Lincoln Scott dio un paso hacia los escalones de acceso al barracón 102, pero retrocedió en seguida. Ese gesto hizo que Tommy Hart se apretara contra el muro. Al cabo de unos segundos comprendió la razón. El reflector que les había perseguido desde el comienzo de su expedición seguía recorriendo el campo, iluminando la esquina de otro barracón situado a poca distancia.

«El mismo maldito problema en el otro extremo», pensó Tommy. Notó que respiraba de forma entrecortada, trabajosa. El reflector significaba la muerte. Quizá no una muerte segura, pero posible, y lo odió con una rabia súbita y total.

Se arrodilló sin dejar de observar el haz de luz que se movía a lo lejos, cortando la oscuridad como un sable.

Scott hizo lo propio junto a Tommy.

– Dudo que el asesino pasara por aquí si iba cargado con el cadáver -dijo.

Tommy se volvió a inedias, contemplando el pasillo negro que conducía al Abort.

– No creo que lo asesinaran cerca de aquí. Habrían hecho demasiado ruido. Está muy cerca de todas las ventanas. Si Vic hubiera gritado, siquiera una vez, alguien le habría oído. El problema es que no me explico cómo pudo el asesino rodear ninguno de los dos extremos del edificio cargado con el cadáver. ¿Cómo diablos llegó hasta allí?

– Quizá no tuviera que rodear el edificio -repuso Scott en voz baja-. Es un problema que se les plantea a todos los miembros del comité de fuga y a los hombres que cavan un túnel, a cualquier hombre del barracón 101 que tenga que salir y hallarse en un determinado lugar por la noche, ¿no es así?

– Sí -respondió Tommy reflexionando.

– Lo cual significa que existe otra ruta. Una ruta que sólo conocen unos pocos -afirmó Scott-. Aquellos que necesitan utilizarla.

Scott volvió la cabeza y fijó la vista en un punto situado más allá de Tommy. Luego levantó la mano y señaló el barracón 102.

– Allí hay un espacio por el que puede arrastrarse un hombre -dijo sin alzar la voz-. Tiene que haberlo. Un camino para pasar por debajo de este barracón y salir al otro lado del mismo…

Scott no continuó, sino que comenzó a retroceder a gatas frente al barracón, mirando debajo del borde del edificio. Al llegar a la cuarta ventana, cuyos postigos estaban cerrados, se agachó de repente y murmuró con tono enérgico:

– Sígame, Hart.

El aviador negro se metió de pronto debajo del borde del barracón; sus piernas y sus pies desaparecieron como si se los hubiera tragado la Tierra.

Tommy se arrodilló sobre el duro suelo y se agachó para mirar debajo del barracón 102. Durante unos instantes detectó una leve sensación de movimiento en la absoluta oscuridad que reinaba debajo del edificio y dedujo que era Scott deslizándose debajo de las tablas. El oscuro y estrecho espacio le producía agobio. Tommy respiró hondo y retrocedió un paso, casi como si temiera que aquel espacio vacío tratara de atraparlo. Su corazón empezó a latir con violencia y sintió un repentino calor en la frente. Boqueó de nuevo, casi como si le costara respirar, y se dijo: «No puedes meterte ahí.»

No quería reconocer que sentía pánico. Era una sensación profunda, arraigada en lo más profundo de su corazón, que se extendía hasta la boca del estómago, y después le retorcía las tripas. Sacudió la cabeza. Se dijo que le era imposible meterse allí debajo.

No sin esfuerzo, Tommy volvió a contemplar el reducido espacio y comprobó que Scott había atravesado todo lo ancho del barracón y había salido por el otro lado. El resplandor de la luna permitió a Tommy distinguir la distante salida. Un estrecho pasadizo en el que, a menos que uno andara buscándolo, nadie habría reparado. El barracón no medía más de diez metros de lado a lado, pero a Tommy se le antojaba un camino interminable. Meneó de nuevo la cabeza, pero el apremiante susurro de Scott se impuso a la voz interior que se negaba a seguir al aviador negro:

– ¡Vamos, Hart! ¡Dese prisa, coño!

«No es un túnel -se dijo Tommy-. No es una caja. Ni siquiera está bajo tierra. No es sino un espacio estrecho con el techo bajo. De día, no representaría ningún problema. Es como deslizarse debajo de un coche para reparar la transmisión.»

– ¡Hart! -insistió Scott-. ¡Decídase de una vez!

Tommy comprendió que, al fin y al cabo, la idea de abandonar el dormitorio en plena noche había sido suya, así como la de encontrar el lugar del crimen. Se dijo que no tenía más remedio que hacerlo, así que, tratando febrilmente de borrar de su mente temores y temblores, fijando los ojos en la lejana salida, se introdujo debajo del edificio y comenzó a arrastrarse veloz, con el afán de un hombre desesperado.

Avanzó a rastras, arañando la tierra suelta de debajo del barracón. Se golpeó la cabeza contra las tablas, pero siguió adelante, sintiendo de pronto el amargo sabor del pánico, que amenazaba con paralizar todos sus músculos. Durante unos instantes, pensó que estaba perdido, que no llegaría a la salida. Imaginó que se ahogaba y luchó contra la ola de terror. Perdió la noción del tiempo, incapaz de discernir si llevaba segundos u horas en el pasadizo, y empezó a toser y a asfixiarse al tiempo que seguía avanzando. Se sentía abrumado por el pánico y temió perder el conocimiento, pero de pronto logró atravesar el pasadizo, rodando hacia delante. Scott lo sujetó y le ayudó a ponerse en pie.

– ¡Joder, Hart! -murmuró el aviador negro-. ¿Qué demonios le ha ocurrido?

Tommy intentaba recuperar el resuello, como un hombre al que acaban de rescatar del mar embravecido.

– No puedo hacerlo -respondió-. No puedo meterme en espacios cerrados. Es claustrofobia. De verdad, no puedo hacerlo.

Las manos le temblaban y el sudor le chorreaba por las mejillas. Se estremeció, como si el aire de la noche hubiera refrescado de improviso.

– Tranquilo -dijo Scott rodeando los hombros de Tommy con un brazo-. Lo ha conseguido, lo ha hecho usted muy bien.

– Nunca más -replicó Tommy meneando la cabeza.

Respirando con dificultad, levantó la cabeza y escudriñó la oscuridad que les rodeaba. Era como hallarse en otro mundo, el haber llegado de repente al callejón entre dos barracones desconocidos. Aunque en realidad había poca diferencia, le produjo una sensación rara, singular. Tommy contempló el corredor.

Entonces vio lo que esperaba.

Los barracones estaban dispuestos de forma típicamente alemana, en estrictas hileras. Pero el barracón 103, situado junto al extremo del 102, formaba un ligero ángulo. Como no habían retirado el tocón de un alto árbol que habían talado al desbrozar el terreno para construir el campo, habían tenido que construir el edificio más cerca del barracón contiguo. La estrecha V que formaba la extraña convergencia de ambos barracones, creaba un lugar oscuro, en sombra.

– Allí -dijo Tommy señalándolo con el dedo-. Vamos.

Los dos hombres reemprendieron el camino. Tommy vio un pequeño terreno cultivado y distinguió las formas de unas plantas. Pero la zona estaba aún más oscura que las otras, mejor protegida de la noche que los barracones instalados en el otro extremo. El techado ocultaba la luna. El estrecho espacio parecía desafiar al reflector, que permanecía posado sobre el tejado de un barracón situado enfrente, derramando un poco de luz sobre los callejones, pero creando al mismo tiempo múltiples y densas sombras. La alambrada, con los guardias que vigilaban el perímetro y la torre de vigilancia donde se hallaban apostados los gorilas, describía un rodeo en torno a otros tocones comprendidos en el recinto. Este detalle llamó la atención de Tommy, que pensó que de día ese lugar sin duda recibía menos sol, motivo por el cual resultaba chocante que un kriegie lo eligiera para plantar un huerto.

Tommy reflexionó. Un lugar donde uno podía permanecer al acecho. Un lugar tranquilo. Muy oscuro. Avanzó unos pasos y luego se volvió, percatándose de que él permanecía oculto en la oscuridad, mientras que una persona que anduviera por el callejón sería localizada contra los distantes reflectores. Se dijo que aquél era buen lugar para quien esperaba cometer un asesinato.

Tommy experimentó una intensa satisfacción, aunque persistía una pregunta que empañaba su entusiasmo: «¿Qué hacía Trader Vic en ese lugar oscuro? ¿Qué le había atraído hasta allí, donde un hombre armado con un estilete esperaba para clavárselo por la espalda?»

Algo lo había atraído al lugar donde convergían los dos barracones. Algo que él no creía que entrañara peligro. O que podía resultar lucrativo. Ambas cosas eran posibles tratándose de Trader Vic. Pero allí le esperaba la muerte.

Tommy se volvió despacio, contemplando los barracones a su alrededor. Se postró sobre una rodilla, sintiendo el contacto de la tierra removida.

¿Pero por qué trasladó el asesino el cadáver? Era menos expuesto dejar el cuerpo de Vincent Bedford allí. A menos que en ese lugar hubiera algo que el asesino no quería que se descubriera.

– ¿Qué opina? -murmuró Scott-. Parece el lugar idóneo para hacer algo sin llamar la atención.

– Creo que regresaré cuando sea de día -respondió Tommy, asintiendo con la cabeza-. Para echar un vistazo. Pero yo diría que este lugar pudo haber sido la escena del crimen.

– Entonces, larguémonos ya.

– De acuerdo -repuso Tommy irguiéndose. Pero al avanzar un paso, Scott le sujetó de pronto del brazo.

Ambos hombres permanecieron inmóviles.

– ¿Qué ocurre? -preguntó Tommy en voz baja.

– He oído algo. Calle.

– ¿Qué?

– ¡Le he dicho que se calle!

Ambos retrocedieron hacia el muro del barracón. Tommy contuvo el aliento, tratando de borrar de la noche incluso el sonido de su propia respiración. De pronto oyó un golpe sordo, inconfundible pero que no pudo descifrar de dónde provenía. Entonces percibió un segundo ruido: una especie de chirrido.

Scott tiró de la manga de Tommy. Sostuvo un dedo sobre sus labios para silenciarlo y le indicó que no se alejara de su lado. Luego el aviador negro echó a andar con la agilidad de un gato, por el sombrío callejón. Tommy pensó que Scott parecía acostumbrado a moverse con sigilo. Trató de seguirlo, avanzando tan silenciosamente como pudo, confiando en que sus pasos quedaran sofocados por la noche que les rodeaba.

Pero cada movimiento que hacía le parecía que despertaba un estrépito. Sintió que su pulso galopaba y volvió la cabeza, escrutando la oscuridad en busca del origen de los sonidos que les perseguían. Cada sombra parecía moverse, cada retazo de la noche parecía contener una forma imposible de identificar. Cada gota de oscuridad parecía ocultar un gesto amenazador.

Tommy creyó percibir la respiración de alguien, luego le pareció advertir las recias pisadas de alguien calzado con botas caminando por el cercano campo de ejercicios, pero comprendió que en realidad no percibía nada salvo el angustioso y violento latir de su corazón.

Cuando llegaron al angosto espacio debajo del barracón, Tommy notó que le temblaban las manos. Sintió el sabor de bilis en su garganta reseca y era incapaz de articular una palabra.

Scott se detuvo, se inclinó hacia Tommy.

– Estoy seguro de que alguien nos sigue -le susurró al oído-. Si es un alemán, debemos impedir que descubra el pasadizo debajo del barracón. Si sospecharan que los kriegies utilizan ese espacio para desplazarse por él, mañana lo taparían con cemento. Debemos evitarlo. Trataremos de rodear la fachada esquivando al reflector.

Tommy asintió con la cabeza, experimentando una curiosa sensación de alivio al saber que no tendría que volver a introducirse por el pasadizo. Aparte de esa sensación de alivio, comprendió que la observación de Scott era acertada. Tommy pensó que Scott seguía pensando como un soldado. Pero en aquel momento no sabía qué le atemorizaba más, si verse obligado a arrastrarse debajo del barracón 102, tratar de esquivar al reflector o esperar a que apareciera el perseguidor. Todas esas perspectivas le parecían igualmente horribles.

– Pero puede que sea uno de los nuestros -murmuró Scott-. Aunque quizás eso será peor… -Dejó que sus palabras se alejaran flotando en el resbaladizo y fresco ambiente.

Después de echar una ojeada al vacío que había quedado tras ellos, Scott avanzó despacio hacia la esquina de la fachada del barracón 102. Tommy le siguió pegado a sus talones, volviéndose también un par de veces, imaginando que unas formas se movían raudas en medio de la oscuridad. Al alcanzar la fachada del barracón, Scott se agachó y asomó la cabeza por la esquina.

Casi de inmediato, el aviador negro se volvió hacia Tommy.

– ¡La luz se aleja! -dijo. Hablaba en susurros pero su voz contenía el tono apremiante de un grito-. ¡Vamos, ahora!

Sin titubear, Scott dobló la esquina, esquivando los escalones de acceso al barracón 102, agitando los brazos, corriendo hacia la puerta del barracón 101 como un delantero centro al distinguir un agujero en la línea de defensa. Tommy se lanzó deprisa detrás de Scott, pero no a la velocidad del otro. Vio el haz del reflector surcar la noche, alejándose de ellos, bendiciéndoles con la oscuridad que hacía unos momentos le parecía llena de horrores. Luego vio a Scott salvar los escalones del barracón de un salto, asir el pomo de la puerta y abrirla. Cuando el reflector alteró súbitamente su trayectoria y comenzó a desplazarse rápidamente hacia él a través del campo de ejercicios y los barracones de madera, Tommy realizó un último sprint, volando a través del aire los últimos palmos que le separaban del barracón. Entró precipitadamente en él. Scott cerró de inmediato la puerta y se arrojó al suelo, junto a Tommy. Al instante pasó un halo de luz sobre la fachada del barracón 101, tras lo cual continuó su recorrido, ajeno a la presencia de los dos hombres tendidos junto a la puerta.

Ambos guardaron silencio, respirando de forma rápida y espasmódica. Al cabo de un minuto, Scott se incorporó apoyándose sobre un codo. Al mismo tiempo, Tommy tanteó el suelo hasta hallar la vela que había dejado y sacó una cerilla del bolsillo de su camisa. La encendió en la pared y aplicó su oscilante llama a la vela, cuyo resplandor dejó ver la sonrisa del piloto.

– ¿Tiene pensada alguna otra aventura para esta noche, Hart?

Tommy negó con la cabeza.

– Para una noche ya es suficiente.

Scott asintió, sonriendo.

– Bien, entonces nos veremos por la mañana, abogado.

Se echó a reír. Su blanca dentadura brilló a la luz de la vela.

– Me pregunto quién nos ha estado siguiendo fuera. ¿Un alemán? -Scott emitió un bufido-. Da a uno que pensar, ¿no cree?

Luego se encogió de hombros, se puso de pie junto a Tommy y, después de quitarse sus botas de aviador, echó a andar por el pasillo sin decir otra palabra.

Tommy hizo lo mismo y se formuló la misma pregunta. ¿Amigo o enemigo, o es que no había forma de distinguir una cosa de otra? Mientras trataba de desatar los cordones de sus botas, comprobó que las manos le temblaban. Se detuvo unos momentos para serenarse.


Hacía una mañana espléndida, llena de promesas primaverales, con tan sólo unas pocas y vaporosas nubes que se deslizaban por el distante horizonte como barcos de vela sobre el lejano mar. Era una mañana que hacía pensar que la guerra era ilusión. El magnífico tiempo parecía haber afectado también a los alemanes, quienes completaron rápidamente el recuento matutino y ordenaron a los prisioneros que rompieran filas con mayor presteza y eficacia de lo habitual. Los kriegies se dispersaron perezosamente a través del recinto; algunos hombres se congregaron en unos grupos en el campo de revista, fumando, comentando los últimos rumores, chismorreando y contando los mismos chistes que venían contando a diario desde meses atrás. Otros se reunieron para disputar el consabido partido de béisbol. Algunos se quitaron la camisa y se sentaron fuera para gozar de la tibieza del sol; otros se pusieron a caminar por el perímetro junto a la alambrada, como si pasearan por un parque, aunque los reflejos que el sol arrancaba al alambre de espino servía para recordarles dónde se encontraban.

Como era de prever, Tommy Hart vio a Lincoln Scott atravesar a paso de marcha el campo de revista y entrar en el barracón 101, solo, sin mirar a los lados, para regresar a su habitación, su Biblia y su soledad. Luego comenzó a retroceder sobre los pasos que ambos habían dado la noche anterior.

Trató de no llamar la atención, aunque pensó no sin cierta aprehensión que al adoptar un aire tan despreocupado acabaría por conseguir todo lo contrario. Pero era inevitable. Anduvo con lentitud, como si estuviera enfrascado en sus pensamientos. Hizo caso omiso del estrecho espacio debajo de la cuarta ventana del barracón 102, resistiendo el impulso de inspeccionarlo de día. Seguía rondándole por la cabeza un par de preguntas sobre el pasadizo, pero no se había formulado las preguntas en su mente. Había algo, como tantas otras cosas, que le chocaba, que le parecía fuera de lugar. Había una relación, un vínculo que no lograba descifrar. Por lo demás, no quería que nadie supiera que Scott y él habían localizado la ruta debajo de los barracones.

Pasó sin prisas frente a la fachada del barracón 102, arrastrando los pies, deteniéndose de vez en cuando para apoyarse en el edificio y dar una calada a su pitillo, volviendo la cabeza hacia el sol. A la luz del día, la distancia no escondía peligros. Tragó saliva para reprimir un escalofrío, al tiempo que recordaba la incursión nocturna de la víspera.

Le llevó algunos minutos doblar la esquina simulando pereza y echar a andar rápidamente por el callejón formado por la convergencia de los dos barracones. De día, la V generada por el tocón resultaba aún más pronunciada, y a Tommy le sorprendió no haberse percatado antes de ello.

Tommy se detuvo antes de aproximarse al lugar situado al final de los dos barracones. Se volvió con ligereza, para comprobar si alguien le observaba, pero era imposible adivinarlo: un kriegie estaba sentado en un escalón, remendando unos calcetines de lana, manejando con soltura la aguja sobre la que se reflejaba el sol; otro estaba apoyado leyendo con atención un manoseado libro de bolsillo. Dos hombres se solazaban jugando con una pelota de béisbol junto a la fachada del barracón 103. Otros tres, situados a pocos metros, discutían gesticulando y riendo. Otros pasaban de largo, algunos caminaban distraídos, otros como si llevaran prisa; era imposible adivinar si alguno lo observaba. Apoyado en el muro del barracón, encendió otro cigarrillo, tratando de no llamar la atención. Fumó despacio, mirando a los lados, observando a los demás. Cuando terminó, arrojó la colilla de un papirotazo. Luego se volvió con brusquedad y se dirigió hacia el punto de convergencia de ambos barracones.

El pequeño huerto que había vislumbrado en la oscuridad presentaba un aire triste y casi abandonado. Había patatas y unas verduras que pugnaban por arraigar. La cosa era sospechosa, la mayoría de los huertos de los prisioneros de guerra eran atendidos con extraordinario mimo y dedicación; los hombres que los plantaban estaban muy encariñados con ellos, no sólo por los productos que les proporcionaban, que contribuían a suplir las escasas raciones de comida que obtenían de los paquetes de la Cruz Roja, sino debido a la gran cantidad de tiempo que les dedicaban.

Éste era diferente. Tenía un aire sombrío, descuidado. La tierra había sido removida, pero había unos terrones que nadie se había molestado en deshacer. Algunas plantas precisaban ser podadas. Tommy se arrodilló, sintiendo el contacto de la tierra. Estaba húmeda, tal como había supuesto, dada la escasez de sol que se filtraba allí. Emanaba un olor acre, a podrido.

Tommy contempló la tierra de color pardo. Si el asesino hubiera derramado sangre aquí, pensó, éste no habría tenido mayores dificultades en regresar al día siguiente y cubrirla con tierra. Con todo, observó detenidamente el pequeño terreno, hasta el borde del barracón 103.

De pronto se detuvo, notando que su corazón latía aceleradamente.

Fijó los ojos en una maltrecha tabla grisácea, instalada justo sobre el suelo. El muro mostraba una mancha pequeña pero visible color marrón oscuro, casi granate. Seca, como una escama.

Tommy se levantó. Tuvo la presencia de ánimo de volverse para comprobar de nuevo si alguien le espiaba. Observó a cada uno de los hombres que caían en su campo visual. Comprendió que era posible que alguno de ellos, o todos, estuviera observando lo que hacía. Hizo un rápido cálculo mental al tiempo que se volvía para examinar de nuevo la mancha que había advertido en el muro. Respiró hondo. Era lo que él había imaginado. Si se acercaba, sabía que le proporcionaría un dato al hombre que había asesinado a Vincent Bedford, y Tommy no quería hacerlo. Existe una línea sutil que separa la estrategia de defender a un hombre negando su culpabilidad -rebatiendo las pruebas contra él y ofreciendo unas explicaciones alternativas a los hechos- y el momento en que la defensa asume un ataque distinto. Cuando modifica el rumbo y se adentra en aguas procelosas, señalando con un dedo acusador a otra persona. Tommy sabía que el dar un paso adelante entrañaba ciertos riesgos.

Echó de nuevo un vistazo a su alrededor.

Luego, sin darle mayor importancia, echó a andar entre las descuidadas hileras de verduras plantadas junto al barracón 103. Se arrodilló y tocó con las yemas de los dedos la mancha. Era sangre seca.

Pasó los dedos por la tierra. Cualquier otro indicio de muerte había sido absorbido, pero esta tabla había captado uno. Poca cosa, pero ya era algo. Tommy trató de imaginar la secuencia que se había desarrollado por la noche. El hombre armado con el cuchillo. Vic vuelto de espaldas a él. El golpe rápido y contundente, asestado con la precisión de un asesino.

Pensó que Vic debió de dar unas sacudidas convulsivas y desplomarse en brazos del hombre que le había matado, ligeramente ladeado, inconsciente durante unos momentos, mientras se desangraba.

Estremecido, Tommy volvió a examinar la tabla. Comprendió que los mismos ángulos que la oscuridad había creado en aquel lugar también habían impedido que la reciente lluvia lavara la mancha. Lo cual no dejaba de ser una triste ironía, pensó fríamente con una mueca entre amarga y divertida.

Durante irnos instantes, Tommy no supo qué hacer. Si hubiera tenido a su lado al artista irlandés, le habría pedido que hiciera un boceto. Pero pensó que las probabilidades de que fuera en busca de Colin Sullivan en el recinto norte y hallara la mancha intacta al regresar, eran escasas. Lo más prudente era suponer que alguien le espiaba.

Así pues, Tommy asió la tabla y tiró de ella con fuerza. Se oyó un crujido y la delgada madera cedió.

Tommy se levantó, sosteniendo el trozo de madera que se había desprendido. La mancha de sangre estaba en el centro de la tabla. Al aproximarse más comprobó que los daños sufridos por la pared del barracón 103 eran mínimos, aunque apreciables. Se volvió, advirtiendo que una docena de kriegies había dejado de hacer lo que estaba haciendo y le observaba con fijeza. Confió en que la curiosidad que traslucían sus rostros fuera la típica curiosidad de los kriegies, fascinados por cualquier cosa que se les antojara insólita o distinta, que rompiera la tediosa monotonía del Stalag Luft 13.

Se echó la tabla al hombro, como si fuera un rifle, preguntándose si acababa de hacer algo no sólo estúpido sino muy peligroso. Claro que la guerra consistía precisamente en colocarse en situaciones arriesgadas. Eso era lo fácil. Lo difícil era sobrevivir a los riesgos.

Se dirigió hacia el extremo del barracón y vio que uno de los hombres que jugaba al béisbol era el capitán Walker Townsend. El virginiano saludó a Tommy con un gesto de la cabeza, reparando en la tabla que transportaba al hombro, pero no interrumpió el juego. Por el contrario, atrapó la pelota en el aire con un movimiento preciso y elegante. La pelota emitió un sonido fuerte y seco al golpear el desteñido guante de cuero que llevaba el capitán.

Tommy entregó la tabla manchada de sangre a Lincoln Scott, que estaba sentado en su litera. Al verlo entrar en la habitación, el piloto negro lo miró con sorpresa y agrado.

– Hola, abogado -dijo-. ¿Más excursiones?

– Regresé al lugar donde estuvimos anoche y encontré esto -respondió Tommy-. ¿Puede ponerlo a buen recaudo?

Scott tomó la tabla de sus manos y la examinó con detención.

– Supongo que sí. ¿Pero qué es?

– La prueba de que Trader Vic fue asesinado entre los barracones 102 y 103, allí donde creíamos nosotros. Es sangre reseca, creo.

Scott sonrió, pero negó con la cabeza.

– Es posible. Pero también podría ser barro, o pintura. Supongo que no tenemos los medios para analizarlo, ¿verdad?

– No. Pero la parte contraria tampoco.

Scott siguió observando la tabla con escepticismo, pero asintió con la cabeza.

– Aunque sea sangre, ¿cómo podemos demostrar que pertenecía a Bedford?

Tommy sonrió.

– Pensando como un abogado, teniente -contestó-. Quizá no tengamos que hacerlo. Nos limitaremos a sugerirlo. Se trata de crear las suficientes dudas sobre cada aspecto del caso para que toda la estrategia de la acusación se desmorone. Ésta es una pieza importante.

Scott seguía mostrándose escéptico.

– Me pregunto de quién será el huerto -comentó mientras manipulaba con cautela la tabla que Tommy había desprendido del muro, examinándola una y otra vez-. Quizá nos indique algo.

– Es posible -convino Tommy-. Supongo que debí de averiguar ese punto antes de atraer la atención el lugar. No creo que tengamos muchas posibilidades de obtener esa información.

Scott asintió con la cabeza y guardó la tabla debajo de su camastro.

– Sí -dijo pausadamente-. ¿Por qué alguien iba a ayudarnos?

El aviador negro se enderezó e, inopinadamente, se puso serio. Parecía como si de golpe algo le hubiera arrancado de sus reflexiones para obligarle a regresar a la realidad. Echó un rápido vistazo entorno, pasando por alto a Tommy, examinando cada una de las recias paredes de madera, su prisión dentro de la prisión. Tommy intuyó que Scott había viajado a algún lugar en su imaginación y al regresar había asumido de nuevo su hosca actitud, como si estuviera enojado con todos. Tommy se abstuvo de comentar que varias personas trataban de ayudar al aviador negro. En vez de ello, se volvió hacia la puerta para abandonar la habitación, pero antes de que pudiera dar un paso, Scott le detuvo con una mirada furiosa y una pregunta formulada con tono de amargura:

– ¿Cuál es el siguiente paso, abogado?

Tommy se detuvo antes de responder.

– Pura rutina. Hablaré con algunos testigos de la acusación para averiguar qué diablos van a decir y luego comentaré nuestra estrategia con Phillip Pryce y Hugh Renaday. Gracias a Dios que cuento con la ayuda de Phillip. Si hemos adelantado algo, es gracias a él. En cualquier caso, cuando me haya entrevistado con él, usted y yo empezaremos a prepararnos para el lunes por la mañana, porque estoy seguro de que Phillip habrá esbozado un guión que habremos de seguir al pie de la letra.

Scott asintió, dando un leve respingo.

– Tengo la impresión -dijo en voz baja-, que las cosas no se desarrollarán de forma tan teatral.

Tommy había abierto la puerta y se disponía a salir, pero al oír la frustración que expresaban las palabras de Scott se volvió.

– ¿Cuál es el problema? -preguntó.

– ¿No ve el problema? ¿Está usted ciego, Hart?

Indeciso, Tommy entró de nuevo en el pequeño cuarto de literas.

– Veo que estamos acumulando pruebas y datos que confío que entorpezcan los esfuerzos de la acusación demostrando las mentiras…

– Supuse que bastaría la verdad para demostrar mi inocencia -le interrumpió Scott meneando la cabeza.

– Ya lo hemos hablado -replicó Tommy secamente-. Rara vez ocurre así. No sólo ante un tribunal, sino ante cualquier circunstancia.

Scott suspiró y se puso a tamborilear con los dedos sobre el cuero de su Biblia.

– De modo que podemos demostrar que Bedford no fue asesinado en el Abort. Podemos sugerir que lo mataron de una forma que indica un asesinato. Podemos alegar que el arma del crimen no fue el cuchillo que colocaron aquí para incriminarme, aunque no podemos explicar por qué está manchado con la sangre de Bedford o de otra persona. Podemos alegar que la noche de autos el verdadero asesino robó mis botas y mi cazadora, aunque será difícil que un juez acepte este hecho. Supongo que podemos rebatir cada aspecto del caso de la acusación. ¿Pero qué sacaremos con ello? Los otros tienen la prueba más contundente, la prueba que me conducirá ante el pelotón de fusilamiento.

Tommy contempló al impulsivo piloto de caza y por primera vez desde que lo conoció en la celda de castigo pensó que era un hombre complicado. Scott había vuelto a sentarse en la litera, con la espalda encorvada, desalentado. Parecía la viva imagen de un deportista que sabe que el partido está perdido, aunque no haya finalizado aún. Scott alzó su gigantesco puño derecho y se frotó las sienes. El aventurero de la noche anterior, el hombre seguro de sí que había salido en busca de pruebas para demostrar su inocencia sin dejarse amedrentar por la oscuridad ni los peligros que acechaban en el campo, había desaparecido. El piloto de caza que había encabezado la misión de medianoche parecía haberse evaporado. En su lugar había ahora un hombre resignado, abatido; un hombre que todavía tenía fuerzas y velocidad pero que era rehén de su situación. Tommy pensó que la historia era tan culpable de las circunstancias en las que se hallaba el aviador negro como cualquier prueba en su contra.

– ¿A qué se refiere? -preguntó.

Scott suspiró y esbozó una sonrisa de tristeza.

– El odio -repuso.

Tommy no dijo nada. Tras dudar unos instantes, el aviador negro prosiguió:

– ¿Tiene usted idea de lo agotador que resulta ser odiado por tantas personas?

Tommy negó con la cabeza.

– Eso supuse -dijo Scott. Sus palabras destilaban amargura. Luego enderezó la espalda, como con renovada energía-. En cualquier caso, ésta es la verdad y ellos podrán probarla más allá de toda duda razonable: yo odiaba a Bedford y él me odiaba y está muerto. El odio es cuanto necesitan. Cada testigo que llamen a declarar, cada prueba que tengan (por falsa, artificial o inventada que sea, Hart) estará respaldada por el odio. Y cada decisión que se tome en este «juicio» que comenzará el lunes, estará condicionada por el odio. Todos me odian, Hart. Todos ellos. Claro, supongo que hay hombres en este campo a quienes yo les soy indiferente, y otros que saben que mi grupo de cazabombarderos les salvó el pellejo en más de una ocasión. Esos hombres están dispuestos a tolerarme. Pero a la postre, todos son blancos y yo soy negro, y eso significa odio. ¿Qué le hace pensar que el lunes conseguiremos algo, al margen de lo que podamos demostrar? Los negros jamás hemos conseguido nada. Jamás. Desde que el primer esclavo fue sacado de la bodega del primer barco, encadenado, y fue vendido en pública subasta.

Tommy abrió la boca para hablar. Había algo en la grandilocuencia de las palabras de Scott que le irritaba sobremanera, y quería decírselo. Pero Scott levantó la mano como un guardia en una esquina dirigiendo el tráfico, para interrumpirlo.

– No le culpo, Hart. No creo que sea usted necesariamente uno de los peores. Creo que hace todo lo posible para sacarme del apuro. Cosa que le agradezco. De veras. Pero a veces, cuando estoy aquí sentado, me pongo a pensar, como esta mañana, que eso no va a servirme de nada.

Scott sonrió, meneando la cabeza.

– Quiero que sepa, Hart -continuó-, que no le culpo por lo que pueda ocurrir. La culpa es del odio. ¿Quiere saber algo gracioso? Usted también lo tiene. Usted, Renaday y Pryce. Quizá no en la medida de MacNamara, Clark y ese desdichado cabrón al que han asesinado, pero lo tienen, en alguna parte de su ser, quizá donde no pueden ni verlo, ni sentirlo. Cuando termine este asunto, el último retazo de odio hacia mí y las personas como yo le llevará a usted hacer algo. O a no hacer nada, da lo mismo. Quizá no sea algo espectacular, importante o crucial, pero algo, como por ejemplo, omitir una pregunta clave. No querer desbaratar las cosas. ¿Quién sabe? Pero en última instancia, pensará que el hecho de salvar mi miserable pellejo no vale el precio que se le exige.

Tommy debió de poner cara de sorpresa, porque Scott rompió de nuevo a reír sacudiendo la cabeza.

– Tiene que comprender, señor Blanco Harvard de Vermont, que lo lleva dentro y no puede hacer nada por remediarlo -prosiguió Scott, expresándose momentáneamente con el tono cantarín propio de algunos negros, como burlándose de su situación-. Al final asomará la cabeza ese viejo y diabólico odio. Usted no dará el paso que puede dar, porque yo no soy un hombre blanco.

Scott suspiró y su voz recobró el tono educado y monótono de Chicago al que estaba acostumbrado Tommy.

– Pero debe saber, Hart, que no se lo reprocho. Usted hace lo que puede, y se lo agradezco. En todo caso, cree hacer lo que puede. Pero yo conozco la naturaleza de la gente. Quizás estemos encerrados aquí detrás de una alambrada, en el Stalag Luft 13, pero la naturaleza humana no cambia. Ése es el problema con la educación, ¿comprende? No conviene sacar al chico de la granja. Eso le abre los ojos y lo que ve no siempre es lo que desea ver. Por ejemplo a negros y blancos. Porque no existe una sola prueba en el mundo lo bastante contundente para negar la evidencia del odio y los prejuicios.

Scott señaló la tabla manchada de sangre que había guardado debajo de la litera.

– Y menos un pedazo de madera -dijo.

Tommy reflexionó unos instantes sobre la perorata del aviador negro.

– Se me ocurre algo -contestó.

– ¿De veras? -preguntó Scott sonriendo-. Pues es usted más inteligente de lo que pensaba, Hart. ¿De qué se trata?

– Alguien odiaba a Trader Vic más que usted. Sólo tenemos que dar con ese odio tan intenso. Alguien odiaba a Vic lo bastante para matarlo, incluso aquí.

Scott se tumbó de espaldas en su litera y prorrumpió en sonoras carcajadas.

– Muy bueno, Hart -dijo, dilatando el pecho y alzando la voz-. Lleva usted razón. Pero, en esta guerra, es muy § sencillo asesinarnos unos a otros. Y no estoy seguro de que el móvil sea siempre el odio. Por lo general, tiene más que ver con la conveniencia. -Scott pronunció la última palabra con tono sarcástico, antes de continuar-. Pero lo que usted dice es, digamos, que remotamente sensato.

Lincoln Scott volvió a tumbarse, como si estuviera cansado. Luego se puso de pie poco a poco y se acercó a Tommy.

– Extienda la mano, Hart -dijo.

Tommy alargó la mano, extrañado de que Lincoln Scott quisiera estrechársela en esos momentos. Pero en lugar de hacer eso, Scott alzó su mano y la colocó junto a la de Tommy. Una negra y otra blanca.

– ¿Ve la diferencia? -preguntó Scott-. No creo que nada de lo que digamos en ese tribunal consiga que alguno de ellos olvide este hecho. Ni por un puñetero segundo.

Scott comenzó a volverse de espaldas, pero se detuvo y se giró de nuevo hacia Tommy.

– Pero será divertido intentarlo. No soy un tipo que se rinda sin plantar batalla, ¿comprende, Hart? Esto se aprende en el ring. Lo aprendes en el aula del instituto cuando eres el único negro y tienes que esforzarte más que tus compañeros blancos para que no te suspendan. Lo aprendí en Tuskegee cuando los instructores blancos echaban a unos tíos del programa -unos tíos que daban sopas con honda a cualquier piloto blanco- por no haberles saludado con la suficiente presteza en el campo de revista. Y antes de que partiéramos a la guerra para morir por nuestro país, cuando los miembros de la banda local del Klan decidieron ofrecernos una simpática despedida al estilo sureño quemando una cruz junto al perímetro del campo. El fuego iluminó la noche, porque la policía militar que vigilaba el campo no creyó necesario avisar a los bomberos para que extinguieran las llamas, lo cual no deja de ser significativo. Lo aprendes en el campo de prisioneros de guerra, y no por oírlo de boca de un alemán. Quizá sea inevitable perder. Todos tenemos que morir algún día, Hart, y si a mí me ha llegado la hora, no hay remedio. Pero no me iré de esta vida sin asestar un par de puñetazos, de los que hacen daño. La única forma de conservar la dignidad es pelear y seguir avanzando, ¿comprende? Eso era lo que predicaba mi padre desde el pulpito los domingos por la mañana. Por pequeño que sea el paso, hay que seguir avanzando. Aunque conozcas de antemano el resultado.

– Yo no doy por sentado… -empezó a decir Tommy, pero Scott volvió a interrumpirle.

– Ése es el lujo de una actitud decididamente blanca. La mía tiene un color distinto -dijo Scott.

Cuando se volvió de espaldas a Tommy, se agachó y tomó la Biblia de su litera. Pero en lugar de sentarse, se dirigió hacia la ventana del dormitorio, se apoyó contra la pared junto a ella y contempló el campo, aunque Tommy no habría sabido adivinar en qué pensaba.


Había media docena de kriegies esperando en el pasillo, delante del solitario dormitorio de Lincoln Scott. Cuando Tommy salió y cerró la puerta detrás suyo, todos se apelotonaron frente a él, interceptándole el paso. Tommy se paró en seco y los miró.

– ¿Alguien tiene un problema? -preguntó con calma.

Después de un silencio momentáneo, uno de los hombres avanzó hacia él. Tommy lo reconoció. Había sido compañero de cuarto de Trader Vic y su nombre figuraba en la lista de testigos que Tommy llevaba en el bolsillo del pecho.

– Eso depende -contestó el kriegie.

– ¿De qué?

– De lo que tú te propongas, Hart.

El hombre se situó en medio del pasillo, con los brazos cruzados. Los otros formaron una falange a su espalda. Ni la expresión de amenaza en sus ojos ni su actitud dejaba lugar a dudas. Tommy respiró hondo y apretó los puños, no sin decirse que debía conservar la calma.

– Me limito a cumplir con mi obligación -respondió tranquilo-. ¿Y tú qué haces?

El compañero de cuarto de Trader Vic era un tipo fornido, más bajo que Tommy, pero con el cuello y los brazos más recios y musculosos. Llevaba barba de varios días y lucía la gorra inclinada hacia atrás.

– Vigilarte, Hart.

– No consiento que nadie me vigile -replicó con energía avanzando hacia su interlocutor-. Apartaos.

Los hombres se agruparon en un bloque más compacto, impidiéndole pasar. El compañero de cuarto de Trader Vic se plantó a escasos palmos de Tommy, sacando pecho.

– ¿Qué tiene esa tabla, Hart? La que arrancaste del barracón 103.

– Eso es cosa mía. No te concierne.

– En eso te equivocas -replicó el otro. Esta vez acentuó sus palabras clavando tres veces el índice en el pecho de Tommy, obligándole a retroceder un paso-. ¿Qué tiene esa tabla? ¿Es algo relacionado con ese cabrón que asesinó a Vic?

– Ya te enterarás junto con los otros.

– No. Quiero enterarme ahora.

El hombre avanzó hacia Tommy y los otros hicieron lo propio. Tommy observó sus rostros. Reconoció a la mayoría de ellos; eran unos hombres que habían jugado al béisbol con Vic, o que habían hecho tratos con él. Tommy comprobó asombrado que uno de los hombres, situado al fondo, era el director de la banda de jazz que había dirigido el concierto junto a la alambrada en homenaje a los muertos en el túnel. Era extraño, no sabía que Vic fuera amigo de los músicos.

El compañero de cuarto de Vic clavó de nuevo el dedo en el pecho de Tommy para atraer su atención.

– No te oigo, Hart.

Tommy se abstuvo de responder. De pronto, se abrió la puerta del dormitorio de Scott. No se volvió, pero se percató de la presencia de otra persona a su espalda y, a juzgar por la expresión de los kriegies, dedujo que se trataba de Scott.

Los hombres callaron. Tommy les oyó contener el aliento, a la espera de lo que pudiera ocurrir. Al cabo de unos instantes, el compañero de cuarto de Vic rompió el silencio.

– Fuera, Scott. Estamos hablando con tu portavoz. No contigo.

Scott se colocó junto a Tommy, a quien sorprendió percibir un tono de aspereza y regocijo en la respuesta del aviador negro.

– ¿Buscáis pelea? -inquirió éste con tono despreocupado-. Si eso es lo que queréis, ya sé a quién le daré la primera hostia.

Los hombres no respondieron de inmediato.

– Sí, me encantaría pelear con vosotros -repitió Lincoln Scott soltando una carcajada-. Incluso teniéndolo todo en contra. Llevo semanas encerrado aquí sin poder entrenarme con los guantes de boxeo, y lo que necesito es justamente una buena pelea. Me ayudaría a eliminar la tensión antes de comparecer ante el tribunal el lunes. Me iría bien. Ya lo creo que sí. ¿Quién quiere ser el primero, caballeros?

De nuevo se hizo el silencio.

– Nada de peleas -dijo el compañero de cuarto de Vic, retrocediendo-. Aún no. Son órdenes.

Scott volvió a emitir una carcajada grave, áspera, casi amarga.

– ¡Qué lástima! -contestó-. Tenía ganas de liarme en una pelea.

Tommy observó que el otro estaba confundido y furioso. No vio temor, lo cual le indujo a suponer que el hombre pensaba que el aviador negro no le llegaba a la altura de los talones.

– Descuida, ya tendrás ocasión de pelear -dijo el hombre-. A menos que antes te peguen un tiro.

Antes de que Scott pudiera responder, Tommy intervino diciendo:

– Tú estás en la maldita lista -dijo secamente señalando al compañero de cuarto de Vic.

– ¿Qué lista? -inquirió éste volviéndose hacia Tommy.

– La lista de los testigos. -Tommy volvió a escudriñar los rostros de los hombres que se hallaban frente a él. Dos de ellos se hallaban también entre los testigos que la acusación llamaría a declarar. Uno era otro compañero de cuarto del capitán asesinado, el otro ocupaba un cuarto de literas en el barracón 101, a pocos pasos de donde se encontraban-. Tú, y tú también -dijo Tommy asumiendo de repente una actitud profesional-. En realidad, me alegro de que estéis aquí. Me ahorráis el tener que localizaros. ¿Qué vais a declarar el lunes? Quiero saberlo, y ahora mismo.

– Que te jodan, Hart. No tenemos que decir nada -contestó el hombre que ocupaba el cuarto de literas situado cerca de allí. Era un teniente y llevaba casi un año en el campo de prisioneros. Copiloto de un B-26 Marauder que había sido derribado cerca de Trieste.

– En eso te equivocas, teniente -replicó Tommy con frialdad, confiriendo a la palabra «teniente» la misma entonación que hubiera empleado al soltar una palabrota-. Estás obligado a decirme exactamente lo que declararás el lunes. Si no lo crees, podemos ir a hablar con el coronel MacNamara. Y yo estaría también obligado a informarle de la pequeña reunión que hemos mantenido aquí. Es posible que él interpretara como una violación de sus órdenes. No sé…

– Que te jodan, Hart -repitió el hombre sin convicción.

– No, que te jodan a ti. Ahora responde a mi pregunta. ¿Qué vas a declarar, teniente?

– Teniente Murphy.

– Bien, teniente Murphy. Tengo entendido que provienes del oeste de Massachusetts. De Springfield, si no estoy equivocado. No está lejos de mi estado natal.

Murphy apartó la cara, enfurecido.

– Tienes buena memoria -dijo-. De acuerdo, Hart. Me llamarán a declarar sobre la pelea y otros altercados entre Scott y el difunto. Amenazas y frases intimidatorias pronunciadas en mi presencia. Estos otros hombres también declararán sobre esto, ¿de acuerdo?

– De acuerdo -respondió Tommy. Luego se volvió hacia el compañero de cuarto de Vic y le preguntó-. ¿Es cierto?

El hombre asintió con la cabeza. Un tercero se encogió de hombros.

– ¿No tienes voz? -preguntó Tommy al tercer aviador.

– Sí -repuso el hombre con un inconfundible tono nasal propio del Midwest-. Claro que la tengo, y voy a utilizarla el lunes para conseguir que se carguen a este cabrón.

El teniente Murphy miró a Scott de hito en hito.

– ¿No es así, Scott? -le preguntó.

El negro permaneció en silencio. El teniente Murphy soltó una despectiva risotada.

– Eso ya lo veremos -replicó Tommy-. No me apostaría mi última cajetilla de cigarrillos. -Lo cual, por supuesto, era un farol, pero se quedó tan ancho después de decirlo. Luego se volvió hacia los otros hombres que se hallaban en el pasillo-. Me gustaría oíros a todos.

– ¿Para qué? -inquirió uno de los hombres que había callado.

Tommy esbozó una áspera sonrisa.

– Es curioso eso de las voces. Cuando oyes una voz que te amenaza con cobardía, en plena noche, no la olvidas fácilmente. Esa voz, esas palabras, los sonidos que emite se quedan grabados en tu mente durante mucho tiempo. No, uno no olvida esa maldita voz. Aunque no puedas asignarle un rostro, no la olvidas.

Tommy miró al resto de los hombres, inclusive al director de la banda de jazz.

– ¿Y tú, tienes voz? -le preguntó Tommy.

– No -contestó el director de la banda.

Acto seguido éste y otros dos dieron media vuelta y se alejaron por el pasillo. Ninguno de ellos era alto, pero caminaban con una violencia que parecía aumentarles la estatura. Si al hablar habían soltado sin querer alguna que otra expresión típicamente sureña, como los dos hombres que le habían amenazado por la noche hacía unos días, no las compartieron con Tommy.

El compañero de cuarto de Trader Vic se volvió hacia Scott.

– Tendrás tu pelea -dijo-. Te lo garantizo…

Tommy vio que Scott se ponía tenso.

– Negro de mierda -le espetó el hombre.

Tommy se interpuso entre ambos.

– Hay un viejo refrán que dice -murmuró Tommy-: «Dios castiga a aquellos cuyas oraciones atiende.» Piensa en ello.

Durante unos instantes el compañero de cuarto de Vic entrecerró los ojos. Y en lugar de responder, sonrió, retrocedió un paso, escupió en el suelo a los pies de Tommy y, tras una media vuelta con precisión militar, echó a andar por el pasillo seguido por los provocadores.

Tommy los observó hasta que la puerta de acceso al campo de revista se abrió y cerró de un portazo tras ellos.

– Creo que habrá pelea -dijo Scott suspirando-. Antes de que me maten de un tiro.

Después de una pausa, añadió:

– ¿El resto? A eso me refería, Hart. Al odio. No es agradable verlo encarnado en una persona, ¿verdad?

Sin esperar respuesta, Scott entró de nuevo en su habitación, dejando a Tommy solo en el pasillo. Tommy se apoyó en la pared y respiró hondo. Sentía una curiosa euforia y de pronto le invadió un recuerdo que había olvidado hacía mucho, de la época en que él y su grupo de bombarderos habían partido para la guerra. Habían volado en formación sobre la costa de New Jersey, un día de primavera semejante al presente, rumbo al campo de aviación de Hanscom, en Boston, desde donde iban a emprender la travesía del Atlántico.

Volaban en cabeza de la formación, y el capitán, del oeste de Tejas, contemplaba la ciudad de Nueva York al tiempo que recitaba un atropellado monólogo, entusiasmado al admirar por primera vez los rascacielos de Manhattan.

«¡Eh, Tommy! -había gritado por el intercomunicador-. ¿Dónde está ese viejo puente?» Y Tommy había respondido con una breve risotada: «En Nueva York hay muchos puentes, capitán. ¿Se refiere al de George Washington? Mire hacia el norte, capitán. Unos quince kilómetros río arriba.» Tras una momentánea pausa, mientras trataba de localizar el puente, el capitán había hecho descender el Mitchell en picado. «Venga -había dicho-, ¡vamos a divertirnos!»

La formación había seguido al Lovely Lydia hasta casi rozar la superficie del agua, y al cabo de unos instantes Tommy constató con asombro que volaban aguas arriba del Hudson. Las plácidas cabrillas de agua de manantial resplandecían debajo de las alas de sus aviones. El capitán condujo a todo el grupo por debajo del puente. Los motores rugían al pasar debajo de los atónitos conductores de vehículos, que se paraban en seco al verlos pasar debajo de ellos, tan cerca que Tommy vio a un niño contemplando a los bombarderos con ojos como platos mientras les saludaba alegremente con la mano. A través del intercomunicador se oían las voces y exclamaciones de los eufóricos aviadores. Los gritos de júbilo de los otros pilotos de la formación sonaban incesantemente a través de la radio.

Todos sabían que lo que hacían era peligroso, ilegal y estúpido, y que no se librarían de una buena bronca en el próximo punto de control. Pero eran jóvenes, hacía una hermosa y alegre tarde y la idea les había parecido un disparate delicioso y divertido. Lo único que faltaba para rematar su temeraria aventura era unas bonitas jóvenes que admiraran su hazaña. Claro está, pensó Tommy, eso había ocurrido meses antes de que sus compañeros y él vieran de cerca las muertes atroces y solitarias que les aguardaban a muchos de ellos.

Miró a través del desierto pasillo del barracón 101 del Stalag Luft 13, evocando aquel momento y deseando experimentar de nuevo aquella sensación de euforia. Riesgo y alegría, en lugar de riesgo y temor. Pensó que eso era lo que la realidad de la guerra le había robado. La inocente despreocupación de la juventud.

Tommy emitió un profundo suspiro, borró el recuerdo de su memoria y echó a andar por el pasillo. Abrió la puerta y bajó los escalones de acceso al recinto. El sol le cegó durante unos momentos. Al alzar la mano para escudarse los ojos, vio a dos hombres situados a escasa distancia uno de otro, observándole. Uno era el capitán Walker Townsend, que había abandonado su guante de béisbol. El otro era el Hauptmann Heinrich Visser. Todo indicaba que habían estado conversando, pero su coloquio cesó en cuanto lo vieron aproximarse.

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