3

El Abort

Poco después del amanecer, al tercer día del incidente junto a la alambrada, Tommy Hart se despertó de su dormir profundo, repleto de sueños donde los agudos y estridentes sonidos de los silbatos hicieron de nuevo que se espabilara de golpe. El sobresalto puso fin a un extraño sueño en el que su novia, Lydia, y el capitán del oeste de Tejas que había muerto se hallaban sentados en unas mecedoras en el porche de la casa que los padres de Tommy tenían en Manchester. Ambos le hacían señas para que se uniera a ellos.

Tommy oyó murmurar a uno de los hombres del cuarto:

– ¿Qué coño pasa ahora? ¿Otro túnel?

– Quizá sea un ataque aéreo -respondió una segunda voz al tiempo que se oía el sonido de unos pies que se apoyaban con fuerza en las tablas del suelo.

– Imposible -apostilló una tercera voz-. No se oyen sirenas. ¡Debe de tratarse de otro condenado túnel! Yo no sabía que estuviéramos cavando otro túnel.

– Se supone que nosotros no sabemos nada -dijo Tommy enfundándose el pantalón-. Se supone que sólo lo saben los expertos en túneles y los que planifican las fugas. ¿Está lloviendo?

Uno de los hombres abrió los postigos de la ventana.

– Está lloviznando. ¡Mierda! Hace mucho frío.

El hombre que había junto a la ventana se volvió hacia el resto de sus compañeros de cuarto y añadió con tono risueño:

– No pueden obligarnos a volar con esta niebla.

Esta afirmación fue de inmediato acogida con la mezcla habitual de risas, protestas y silbidos.

– Quizás alguno ha tratado de fugarse a través de la alambrada -oyó decir Tommy al piloto de caza que ocupaba la cama superior.

– Los pilotos de caza sólo pensáis en eso: que alguien va a tratar de fugarse solo -replicó una de las primeras voces entre bufidos sarcásticos.

– Somos gente independiente -contestó el piloto del caza, agitando la mano hacia el otro en plan de guasa. El resto de los aviadores se echó a reír.

– Pero necesitáis permiso del comité de fugas -dijo Tommy encogiéndose de hombros-. Y después del derrumbe del último túnel, dudo que alguien os dé permiso para suicidaros. Aunque se trate de un piloto de Mustang chiflado.

El comentario fue acogido con exclamaciones de aprobación.

Fuera, los silbatos no cesaban de sonar y se oía el estrépito y las carreras de hombres calzados con botas reuniéndose en formación. Los kriegies del barracón 101 tomaron sus jerséis de lana y sus cazadoras de cuero, que pendían de improvisados tendederos entre las literas, mientras los guardias los conminaban a gritos. Tommy se ató las botas con fuerza, cogió su gastada gorra y se unió a los prisioneros que salían de sus barracones. Cuando traspuso la puerta, alzó la vista hacia el cielo encapotado. Una ligera llovizna le humedeció el rostro y un frío intenso y húmedo le caló la ropa interior, el jersey y la cazadora. Tommy se levantó el cuello de la chaqueta, inclinó los hombros hacia delante y echó a andar hacia el campo de revista.

Pero lo que vio lo hizo detenerse en seco.

Dos docenas de soldados alemanes, cubiertos con abrigos de invierno y con sus relucientes cascos de acero salpicados de gotitas de humedad, se hallaban congregados en torno al Abort situado entre el barracón 101 y el barracón 102. Con expresión dura y recelosa, se hallaban frente a los aviadores aliados, empuñando sus armas. Parecían esperar una orden.

El Abort tenía sólo una puerta, ubicada al otro lado del pequeño edificio de madera. Von Reiter, el comandante del campo, con un abrigo forrado de raso rojo echado sobre los hombros, más adecuado para asistir a la ópera que para aquellas circunstancias, se hallaba junto a la puerta del Abort. Como de costumbre, sostenía una fusta en la mano, con la que golpeaba reiteradamente sus negras y relucientes botas de cuero. Fritz Número Uno, en posición de firmes, se encontraba a unos pasos de él. Von Reiter no hizo caso de los hurones y observó a los kriegies que pasaban a toda prisa. Aparte del gesto nervioso con la fusta, Von Reiter permanecía inmóvil como uno de los abetos que montaban guardia en el lejano bosque, indiferente a la hora intempestiva y al frío. El comandante recorrió con la mirada las filas de hombres formados, casi como si pretendiera contarlos él mismo, o como si reconociera cada uno de los rostros.

Los hombres se agruparon y se colocaron en posición de firmes, de espaldas al Abort y al escuadrón de soldados que lo rodeaban. Algunos kriegies trataron de volverse para ver qué ocurría a sus espaldas, pero desde el centro de la formación sonó la orden de mirar al frente. Esto les puso nerviosos; a nadie le gusta tener hombres armados a sus espaldas. Tommy aguzó el oído, pero no logró descifrar lo que ocurría dentro del Abort. Meneó la cabeza.

– Menudo sitio para excavar un túnel. ¿A quién se le habrá ocurrido esa sandez? -murmuró para sí.

– Supongo que a los genios de siempre -repuso un hombre tras él-. En una situación normal…

– La hubiéramos jodido -replicaron un par de voces al unísono.

– Eso -añadió otro hombre en la formación-, pero ¿cómo diablos lo descubrieron los alemanes? Es el mejor sitio para excavar y a la vez el peor. Si soportas la peste…

– Ya, si…

– Algunos tíos están dispuestos a arrastrarse a través de mierda con tal de salir de aquí -dijo Tommy.

– Yo no -respondió otro, pero otra voz se apresuró a contradecirle.

– Tío, si pudiera salir de aquí, estaría dispuesto a arrastrarme a través de lo que fuera. Lo haría incluso por un pase de veinticuatro horas. ¡Pasar un día, o medio siquiera, al otro lado de esta maldita alambrada, coño!

– Estás loco -repuso el primero.

– Es posible. Pero permanecer en este campo no beneficia mi estado mental, te lo aseguro.

Se oyó un coro de murmullos de aprobación.

– Ahí van el viejo y Clark -musitó uno de los pilotos-. Echan chispas por los ojos.

Tommy Hart vio al coronel y su segundo en el mando pasar frente a la cabeza de la formación, tras lo cual dieron media vuelta y se dirigieron hacia el Abort. MacNamara marchaba con la intensidad de un instructor de West Point. El comandante Clark, cuyas piernas parecían tener la mitad del tamaño que las de su superior, se esforzaba en seguirlo. Habría resultado cómico de no ser por la expresión enfurecida que mostraban ambos hombres.

– Espero que consigan averiguar qué ocurre -masculló un hombre-, ¡Joder, tengo los pies empapados! Apenas siento los dedos.

Pero no obtuvieron respuesta inmediata. Los hombres permanecieron en posición de firmes otros treinta minutos, restregando de vez en cuando los pies en el suelo, tiritando. Por fortuna, al cabo de un rato cesó la llovizna. No obstante, el cielo apenas se despejó cuando salió el sol, mostrando un ancho mundo de color plomizo.

Al cabo de casi una hora, los kriegies vieron al coronel MacNamara y al comandante Clark pasar con el Oberst Von Reiter por la puerta principal y entrar en el edificio de oficinas del campo. Aún no se había efectuado el recuento de prisioneros, lo cual sorprendió a Tommy. No sabía qué ocurría, y se sentía picado por la curiosidad. Cualquier hecho que escapara de la ratina era bienvenido, pensó Tommy. Cualquier cosa distinta, que les recordara que no estaban aislados. En cierto modo, Tommy confiaba en que los alemanes hubieran descubierto otro túnel. Le gustaban los desafíos, aunque él mismo no se atreviera a plantearlos. Le había complacido ver cómo Bedford arrojaba el pan a los rusos. Le había satisfecho, y al mismo tiempo sorprendido, la temeridad que había demostrado Lincoln Scott junto a la alambrada. Le complacía todo aquello que le recordara que no era un mero kriegie. Pero esas cosas ocurrían muy de vez en cuando.

Después de otra larga espera, Fritz Número Uno se acercó a la cabeza de las formaciones y anunció en voz alta:

– Descansen. El recuento matutino se retrasará unos momentos. Pueden fumar. No abandonen su posición.

– ¡Eh, Fritz! -gritó el capitán de Nueva York-. Déjenos ir a mear. ¡Nos lo haremos en los pantalones!

El alemán sacudió la cabeza con energía.

– Todavía no. Verboten! -dijo.

Los kriegies protestaron, pero se relajaron de inmediato. Alrededor de Tommy flotaba el olor a tabaco. No obstante observó que Fritz Número Uno, permanecía de pie, recorriendo con la vista las columnas de hombres cuando lo normal hubiera sido que se apresurase a gorrear un pitillo a un prisionero. Al cabo de unos segundos, Tommy vio que el alemán había localizado al hombre que buscaba, y el hurón se dirigió hacia los prisioneros del barracón 101.

Fritz Número Uno se acercó a Lincoln Scott.

– Teniente Scott -dijo el hurón en voz baja-, haga el favor de acompañarme al despacho del comandante.

Tommy observó que el aviador negro dudó unos instantes, tras lo cual avanzó un paso y repuso:

– Como usted quiera.

El piloto y el hurón echaron a andar con rapidez a través del campo de revista hacia la puerta principal. Dos guardias la abrieron para dejarlos pasar, volviéndola a cerrar de inmediato. Durante un par de segundos, las formaciones guardaron silencio. Después se levantaron numerosas voces, como el viento antes de una tormenta.

– ¿Qué ocurre?

– ¿Qué quieren los alemanes de él?

– ¿Sabe alguien qué está pasando?

Tommy calló. Su curiosidad iba en aumento, espoleada por las voces que se alzaban a su alrededor. Pensó que todo aquello era muy extraño. Extraño porque se salía de lo habitual. Extraño porque nunca había ocurrido nada semejante.

Los hombres siguieron protestando y rezongando durante casi otra hora. Para entonces, la débil claridad del día había conseguido abrirse paso a través del cielo plomizo, y el escaso calor que prometía la mañana había llegado. Los prisioneros tenían hambre. Muchos se morían de ganas de ir al retrete. Todos acusaban el frío y la humedad.

Y todos sentían curiosidad.

Al cabo de unos momentos, Fritz Número Uno apareció junto a la puerta de la alambrada. Los guardias la abrieron y él la atravesó casi a la carrera, dirigiéndose directamente hacia los hombres del barracón 101. Mostraba el rostro acalorado, pero nada en su talante indicaba lo que iba a suceder.

– Teniente Hart -dijo, tosiendo y tratando de contener sus jadeos-, ¿quiere hacer el favor de acompañarme al despacho del comandante?

Tommy oyó murmurar a un hombre situado a su espalda:

– Procura enterarte de lo que ocurre, Tommy.

– Por favor, teniente Hart, ahora mismo -le rogó Fritz Número Uno-. No me gusta hacer esperar a Herr Oberst Von Reiter.

Tommy avanzó hasta situarse junto al hurón.

– ¿Qué pasa, Fritz? -preguntó con voz queda.

– Apresúrese, teniente. El Oberst se lo explicará.

Fritz Número Uno atravesó a paso rápido la puerta de la valla.

Tommy echó una ojeada a su alrededor. La puerta crujió al cerrarse tras él y tuvo la extraña sensación de haber traspasado una puerta cuya existencia desconocía. Durante unos instantes se preguntó si esa sensación era la misma que experimentaban los hombres al abandonar los aviones en los que habían sido derribados y salir al aire libre, frío y límpido, cuando ya se les había arrebatado todo cuanto les era familiar e infundía seguridad, dejándoles sólo el afán de sobrevivir. Se dijo que sí.

Respiró hondo y subió casi corriendo los escalones de madera que conducían al despacho del comandante. Las pisadas de sus botas sonaban como una ráfaga de ametralladora.


En la pared de detrás de la mesa del oficial, colgaba el obligado retrato de Adolf Hitler. El artista había captado al Führer con una expresión remota y exultante en sus ojos, como si escudriñara el futuro idealizado de Alemania y comprobara que era perfecto y próspero. Tommy Hart pensó que era una expresión que pocos alemanes seguían luciendo. Las repetidas oleadas de B-17 durante el día y Lancasters por la noche, hacían que ese futuro pareciera menos halagüeño. A la derecha del retrato, había otro más pequeño de un grupo de oficiales alemanes de pie junto a los restos calcinados y retorcidos de un caza ruso Tupolev. En el centro del grupo que aparecía en la fotografía se veía a un risueño Von Reiter.

Pero el comandante no sonreía cuando Tommy entró en la estancia y se detuvo en el centro de la misma. Estaba sentado detrás de su mesa de roble. El teléfono estaba a su derecha y tenía unos papeles sueltos sobre el secante frente a él, junto a la omnipresente fusta. El coronel MacNamara y el comandante Clark se hallaban sentados a su izquierda. Del teniente Scott no había ni rastro.

Von Reiter miró a Tommy y bebió un trago de achicoria en una delicada taza de porcelana.

– Buenos días, teniente -dijo.

Tommy dio un taconazo y saludó. Miró a los dos oficiales americanos, pero éstos se mantuvieron en un discreto segundo plano. También mostraban expresiones tensas.

– Herr Oberst -respondió Tommy.

– Sus superiores desean hacer unas preguntas -dijo Von Reiter. Hablaba un inglés con acento tan excelente como Fritz Número Uno, aunque el hurón habría podido pasar por un americano debido a los coloquialismos que había adquirido mientras escoltaba a los estadounidenses por el recinto. Tommy dudaba que el aristocrático Von Reiter tuviera el menor interés en aprender la letra de las canciones habituales de los prisioneros. Tommy dio media vuelta para situarse frente a los dos estadounidenses.

– Teniente Hart -dijo el coronel MacNamara marcando las palabras-. ¿Conoce usted bien al capitán Vincent Bedford?

– ¿Vic? -respondió Tommy-. Dormimos en el mismo barracón. He hecho algunos tratos con él. Vic siempre se lleva la mejor parte. He hablado con él sobre nuestros hogares, y me he quejado del tiempo o de la comida…

– ¿Es amigo suyo, teniente? -inquirió el comandante Clark.

– Ni más ni menos que los otros prisioneros en el campo, señor -repuso Tommy. El comandante Clark asintió con la cabeza.

– ¿Cómo describiría usted su relación con el teniente Scott? -prosiguió el coronel MacNamara.

– No mantengo ninguna relación con él, señor. Ni yo ni nadie. He tratado de mostrarme amable con él, pero la cosa no pasó de ahí.

– ¿Presenció usted el altercado entre los dos hombres en la habitación del barracón? -preguntó MacNamara tras una pausa.

– No señor. Llegué cuando ya los habían separado, unos segundos antes de que usted y el comandante Clark entraran en la habitación.

– ¿Pero oyó proferir amenazas?

– Sí, señor.

El coronel asintió con la cabeza.

– Posteriormente, según me han contado, se produjo otro incidente junto a la alambrada…

– Yo no lo describiría como un incidente, señor. Más bien un malentendido acerca de las normas, que pudo haber tenido consecuencias fatales.

– Que, según creo, usted previno gritando una advertencia.

– Es posible. Ocurrió muy deprisa.

– ¿Diría usted que este incidente ha servido para incrementar los sentimientos tensos entre los dos oficiales?

Tommy se detuvo. No tenía remota idea de adonde querían ir a parar los oficiales, pero se dijo que por si acaso convenía dar respuestas breves. Se había percatado de que los tres hombres allí reunidos escuchaban con atención todo cuando decía. Tommy decidió proceder con cautela.

– ¿Qué ocurre, señor? -preguntó.

– Limítese a responder las preguntas, teniente.

– Había cierta tensión entre ambos, señor. Creo que se debía a un problema racial, aunque el capitán Bedford me lo negó en una conversación que mantuvimos. Ignoro si las cosas fueron a más, señor.

– Se odian, ¿me equivoco?

– No podría afirmarlo.

– El capitán Bedford odia a la raza negra y no se molestó en ocultárselo al teniente Scott, ¿no es así?

– El capitán Bedford se expresa con franqueza, señor. Sobre diversos temas.

– ¿Diría usted que el teniente Scott se sintió amenazado por el capitán Bedford? -preguntó el coronel MacNamara.

– Habría sido difícil que no se sintiera amenazado por él. Pero…

El comandante Clark le interrumpió:

– Hace menos de dos semanas que ese negro está aquí y ya tenemos una pelea por haberle propinado un golpe bajo a un oficial colega suyo, y para colmo de mayor rango, tenemos unas acusaciones de robo, seguramente fundadas, y un presunto incidente junto a la alambrada… -Clark se detuvo bruscamente y preguntó a Tommy-: Usted es de Vermont, ¿no es cierto, Hart? Que yo sepa, en Vermont no tienen problemas con los negros, ¿no es así?

– Sí, señor. Manchester, Vermont. Y que yo sepa no hay problemas con los negros. Pero en estos momentos no nos encontramos en Manchester, Vermont.

– Esto es evidente, teniente -replicó Clark alzando la voz con aspereza.

Von Reiter, que había permanecido sentado en silencio, se apresuró a intervenir.

– Creo que el teniente sería una buena elección para esa labor, coronel, a juzgar por la prudencia con que responde a sus preguntas. Usted es abogado, no militar, ¿no es cierto?

– Estudiaba el último año de derecho en Harvard cuando me alisté. Poco después de Pearl Harbor.

– Ah -Von Reiter sonrió con cierta brusquedad-. Harvard. Una institución pedagógica que goza de merecida fama. Yo estudié en la Universidad de Heidelberg. Quería ser médico, hasta que mi país me llamó a filas.

El coronel MacNamara tosió para aclararse la garganta.

– ¿Conocía usted el historial de guerra del capitán Bedford, teniente?

– No, señor.

– La ilustre Cruz de la Aviación con guirnalda de plata. Un Corazón Púrpura. Una Estrella de Plata por haber participado en misiones sobre Alemania. Realizó una serie de veinticinco salidas, y se ofreció como voluntario para una segunda serie. Más de treinta y dos misiones antes de caer derribado…

– Un aviador ampliamente condecorado, con una hoja de servicios impecable, teniente -interrumpió Von Reiter-. Un héroe de guerra. -El comandante lucía una reluciente cruz de hierro negra que pendía de una cinta en torno a su cuello, la cual no cesaba de acariciar mientras hablaba-. Un adversario que cualquier combatiente del aire respetaría.

– Sí, señor -contestó Tommy-. Pero no comprendo…

El coronel MacNamara inspiró hondo y habló con resentimiento, sin poder apenas contener su ira.

– El capitán Bedford de las fuerzas aéreas estadounidenses fue asesinado anoche, después de que se apagaran las luces, dentro del recinto del Stalag Luft 13.

Tommy permaneció boquiabierto, mirando al otro con fijeza.

– ¿Asesinado?

– Asesinado por el teniente Lincoln Scott -respondió MacNamara sin dudarlo.

– No puedo creer…

– Disponemos de pruebas suficientes, teniente -se apresuró a interrumpir el comandante Clark-. Las suficientes para formarle un consejo de guerra hoy mismo.

– Pero…

– Por supuesto, no lo haremos. En todo caso, no hoy. Pero pronto. Tenemos previsto formar un tribunal militar para oír los cargos contra el teniente Scott. Los alemanes -en ese momento MacNamara hizo un pequeño ademán para señalar con la cabeza al comandante Von Reiter- nos han autorizado a hacerlo. Por lo demás, acatarán la sentencia del tribunal. Sea cual fuere.

Von Reiter asintió.

– Tan sólo pedimos que se me permita asignar un oficial para que observe todos los detalles del caso, para que éste pueda informar a mis superiores en Berlín del resultado del juicio. Y, por supuesto, en caso de que requieran un pelotón de fusilamiento, nosotros les proporcionaremos a los hombres. Ustedes, los americanos, podrán presenciar la ejecución, aunque…

– ¿La qué? -dijo Tommy asombrado-. ¿Bromea usted, señor?

Nadie estaba bromeando. Tommy lo comprendió al instante. Respiró hondo. La cabeza le daba vueltas, pero procuró conservar la calma. Sin embargo, notó que su voz sonaba algo más aguda de lo habitual.

– Pero ¿qué es lo que desea de mí, señor? -preguntó.

La pregunta iba dirigida al coronel MacNamara.

– Queremos que represente al acusado, teniente.

– ¿Yo, señor? Pero yo no…

– Tiene experiencia en materia legal. Tiene usted muchos textos sobre leyes cerca de su litera, entre los cuales imagino que habrá alguno sobre justicia militar. Su labor es relativamente simple. Sólo tiene que asegurarse de que los derechos militares y constitucionales del teniente Scott están protegidos mientras se le juzga.

– Pero, señor…

– Mire usted, Hart. -Le interrumpió con brusquedad el comandante Clark-: Es un caso claro. Tenemos pruebas, testigos y un móvil. Existió la oportunidad. Existía un odio más que probado. Y no queremos que estalle un motín cuando los otros prisioneros averigüen que un maldito ne… -Se detuvo, hizo una pausa y lo expresó de otro modo-, cuando los otros prisioneros averigüen que el teniente Scott ha matado a un oficial muy apreciado, conocido por todos, respetado y condecorado. Y que lo mató de forma brutal, salvaje. No consentiremos que se produzca un linchamiento, teniente. No mientras estén ustedes bajo nuestras órdenes. Los alemanes también desean evitarlo. Por lo tanto, habrá un juicio. Usted tomará parte fundamental en él. Alguien tiene que defender a Scott. Y ésta, teniente, es una orden. De mi parte, del coronel MacNamara y del Oberst Von Reiter.

Tommy inspiró profundamente.

– Sí, señor -repuso-. Lo comprendo.

– Bien -dijo el comandante Clark-. Yo mismo instruiré las diligencias del caso. Creo que dentro de una semana, o a lo más diez días, podremos formar el tribunal. Cuanto antes resolvamos el asunto, mejor, comandante.

Von Reiter asintió con la cabeza.

– Sí -dijo el alemán-, debemos proceder con diligencia. Quizá parezca inoportuno apresurarnos, pero un excesivo retraso crearía muchos problemas. Hay que obrar con rapidez.

– Esta misma tarde dispondrá usted de los nombres de los oficiales elegidos para constituir el tribunal de guerra -dijo el coronel MacNamara volviéndose hacia el comandante.

– Muy bien, señor.

– Creo -prosiguió el coronel-, que podremos concluir este asunto a finales de mes, o como máximo, al principio del siguiente.

– De acuerdo. Ya he mandado llamar a un hombre que nombraré oficial de enlace entre ustedes y la Luftwaffe. El Hauptmann Visser llegará aquí dentro de una hora.

– Discúlpeme, coronel -terció Tommy, discretamente.

– ¿Qué quiere, teniente? -inquirió MacNamara, volviéndose hacia él.

– Verá, señor -dijo Tommy no sin titubear-, entiendo la necesidad de resolver este asunto con rapidez, pero querría formular unas peticiones, señor, si me lo permite…

– ¿De qué se trata, Hart? -preguntó Clark con sequedad.

– Debo saber en qué consisten exactamente las pruebas de que disponen, señor, así como los nombres de los testigos. No lo tome como una falta de respeto, comandante Clark, pero mi deber es inspeccionar personalmente la escena del crimen. Asimismo necesito que alguien me ayude a preparar la defensa. Por más que sea un caso claro.

– ¿Para qué quiere usted un ayudante?

– Para que comparta conmigo la responsabilidad de la defensa. Es lo tradicional en el caso de un delito capital, señor.

Clark frunció el ceño.

– Tal vez lo sea en Estados Unidos. No estoy seguro de que esto sea absolutamente necesario dadas nuestras circunstancias en el Stalag Luft 13. ¿A quién propone, teniente?

Tommy volvió a respirar hondo.

– El teniente de la RAF Hugh Renaday. Ocupa un barracón en el complejo norte.

Clark se apresuró a mover la cabeza en sentido negativo.

– No me parece buena idea implicar en esto a un británico. Son nuestros trapos sucios y es preferible que los lavemos nosotros mismos. No conviene…

Von Reiter dejó que se pintara una breve sonrisa en su rostro.

– Herr comandante -dijo-, creo que conviene dar al teniente Hart toda clase de facilidades para que lleve a cabo la compleja y delicada tarea que le hemos encomendado. De este modo evitaremos cometer cualquier incorrección. Su petición de que le permitan contar con un ayudante es razonable, ¿no? ¿El teniente Renaday tiene alguna experiencia en esta clase de asuntos, teniente?

Tommy asintió.

– Sí, señor -respondió.

Von Reiter asintió a su vez.

– En ese caso, me parece una propuesta acertada. Su ayuda, coronel MacNamara, no significa que otro de sus oficiales se vea comprometido por este desdichado incidente y sus inevitables consecuencias.

A Tommy esta frase le pareció muy interesante, pero se abstuvo de expresarlo.

El coronel observó al alemán con detenimiento, analizando lo que había dicho el comandante.

– Tiene usted razón, Herr Oberst. Es perfectamente razonable que un británico esté implicado en el caso, en lugar de otro americano…

– Es canadiense, señor.

– ¿Canadiense? Mejor que mejor. Petición concedida, teniente.

– En cuanto a la escena del crimen, señor, necesito…

– Sí, desde luego. En cuanto hayamos retirado el cadáver…

– ¿No han retirado todavía el cadáver? -preguntó Tommy asombrado.

– No, Hart. Los alemanes enviarán a una brigada en cuanto lo ordene el comandante.

– En ese caso deseo verlo. Ahora mismo. Antes de que toquen nada. ¿Han acordonado el lugar?

Von Reiter, que seguía sonriendo apenas, asintió con la cabeza.

– Nadie ha tocado nada desde el desgraciado hallazgo de los restos del capitán Bedford, teniente. Se lo aseguro. Aparte de mi persona y de sus dos oficiales superiores aquí presentes, nadie ha examinado el lugar. Salvo, posiblemente, el acusado. Debo apresurarme a informarle -continuó Von Reiter sin dejar de sonreír-, que su petición es idéntica a la que hizo el Hauptmann Visser cuando hablé con él a primera hora de esta mañana.

– ¿Y las pruebas, comandante Clark? -preguntó Tommy.

El aludido dio un respingo y miró a Hart disgustado.

– Se las haré llegar tan pronto como las haya compilado.

– Gracias, señor. Deseo formular otra petición, señor.

– ¿Otra petición? Su labor en este caso es sencilla, Hart. Proteger con honor los derechos del acusado. Ni más ni menos.

– Por supuesto, señor. Pero para hacerlo debo hablar con el teniente Scott. ¿Dónde se encuentra?

Von Reiter no dejaba de sonreír, como si se refocilara con la incómoda situación de los oficiales estadounidenses.

– Ha sido trasladado a la celda de castigo, teniente. Podrá hablar con él después de que haya examinado la escena del crimen.

– Junto con el teniente Renaday, por favor.

– En efecto, tal como solicitó usted.

En la mesa, frente a Von Reiter, había un intercomunicador semejante a una cajita. El comandante pulsó un botón. En el despacho contiguo sonó un timbre. La puerta se abrió de inmediato y Fritz Número Uno entró en la habitación.

– Cabo, acompañe al teniente Hart al recinto norte, donde ambos hallarán al teniente Hugh Renaday. Luego escolte a los dos hombres hasta el Abort, donde hallarán el cadáver del capitán Bedford, y proporcióneles la asistencia que necesiten. Cuando ambos hayan terminado de examinar el cuerpo y la zona circundante, haga el favor de acompañar al teniente Hart a ver al prisionero.

– Jawohl, Herr Oberst! -respondió Fritz Número Uno cuadrándose con energía.

Tommy se volvió hacia los dos oficiales americanos. Pero antes de que pudiera abrir la boca, MacNamara se llevó la mano a la visera y efectuó un lento saludo.

– Puede retirarse, teniente -dijo pausadamente.


Phillip Pryce y Hugh Renaday estaban en su dormitorio en el recinto británico cuando hizo su aparición Tommy Hart, acompañado por Fritz Número Uno. Pryce estaba sentado en una tosca silla de madera tallada, balanceándose con los pies apoyados sobre un voluminoso hornillo de acero negro instalado en un rincón de la habitación. En una mano sostenía un cabo de lápiz y en la otra un libro de crucigramas. Renaday estaba sentado a pocos pasos, leyendo una edición de bolsillo de la novela El misterio de la guía de ferrocarriles, de Agatha Christie. Ambos alzaron la vista cuando Tommy se detuvo en el umbral, sonriendo con cordialidad.

– ¡Thomas! -exclamó Pryce-. ¡Qué visita tan inesperada! ¡Pero siempre bienvenida, aunque no nos la hayas anunciado! ¡Adelante, adelante! Hugh, acércate al armario, anda, debemos ofrecer a nuestro invitado unas golosinas. ¿Queda chocolate?

– Hola, Phillip -se apresuró a decir Tommy-. Hugh. En realidad no se trata de una visita social.

Pryce dejó caer los pies en el suelo con un sonoro golpe.

– ¿Ah, no? Qué interesante. Y a tenor de la atribulada expresión que advierto en tu juvenil rostro, se trata de algo importante.

– ¿Qué ocurre, Tommy? -inquirió Renaday, poniéndose de pie-. Por la cara que traes, parece que ha sucedido algo malo. ¡Eh, Fritz! Coja un par de cigarrillos y espere fuera, haga el favor.

– No puedo marcharme, señor Renaday -contestó Fritz Número Uno.

Renaday avanzó un paso, al tiempo que Phillip Pryce se ponía también de pie.

– ¿Ha habido algún problema en tu casa, Tommy? ¿Les ha ocurrido algo a tus padres o a la famosa Lydia de la que tanto hemos oído hablar? Espero que no.

Tommy meneó la cabeza con energía.

– No, no. No ha pasado nada en casa.

– Entonces, ¿qué ocurre?

Tommy se volvió. Los otros ocupantes del barracón habían salido, de lo cual se alegró. Sabía que la noticia del asesinato no permanecería mucho tiempo oculta, pero creía que cuanto más tiempo tardara en saberse mejor.

– Se ha producido un incidente en el recinto americano -dijo Tommy-. El coronel me ha ordenado que les ayude en la «investigación», por llamarla de algún modo.

– ¿Qué clase de incidente, Tommy? -preguntó Pryce.

– Una muerte, Phillip.

– ¡Dios santo, esto tiene mal aspecto! -exclamó Renaday-. ¿En qué podemos ayudarte, Tommy?

Tommy miró sonriendo al fornido canadiense.

– Me han autorizado a nombrarte mi ayudante, Hugh. Tienes que acompañarme, ahora mismo. Serás una especie de ayudante de campo.

Renaday lo miró asombrado.

– ¿Yo, por qué?

– Porque la pereza es terreno abonado para el diablo, Hugh -repuso Tommy sonriendo-. Y hace mucho que no das golpe.

Renaday soltó un bufido.

– Tiene gracia -replicó-, pero no es una respuesta.

– Dicho de otro modo, mi brusco compatriota canadiense -terció rápidamente Pryce-, Tommy te proporcionará en seguida todos los datos.

– Gracias, Phillip. Exactamente.

– Entre tanto, ¿puedo hacer algo? -preguntó Pryce-. Estoy más que ansioso por colaborar.

– Sí, pero más tarde tenemos que hablar.

– Qué misterioso te muestras, Tommy. No sueltas prenda. Debo confesar que has picado mi curiosidad. No sé si este viejo corazón resistirá mucho tiempo hasta averiguar los detalles.

– Ten paciencia, Phillip. Los acontecimientos se han precipitado. He conseguido autorización para que Hugh me ayude. Era una mera suposición, pero no creí que me autorizaran a tener más de un ayudante. Al menos, oficialmente. Sobre todo si elegía a un oficial de alto rango y que era un famoso abogado antes de la guerra. Pero Hugh te informará de todo cuanto averigüemos. Entonces hablaremos.

El anciano afirmó con la cabeza.

– Es preferible intervenir directamente en el asunto -dijo-. Pero sin conocer los detalles, comprendo tu punto de vista. De modo que esta muerte reviste cierta importancia, ¿no es así? ¿Una importancia política?

Tommy asintió.

– Por favor, teniente Hart -dijo Fritz Número Uno con impaciencia-. El señor Renaday está preparado. Debemos dirigirnos al Abort.

El canadiense y el oficial británico volvieron a mostrarse perplejos.

– ¿Un Abort? -preguntó Pryce.

Tommy entró en la habitación y tomó la mano del anciano.

– Phillip -dijo con voz queda-, has sido un amigo mejor de lo que jamás pude imaginar. Durante los próximos días tendré que echar mano de tu experiencia y tus dotes. Pero Hugh te informará de los detalles. Me disgusta tenerte sobre ascuas, pero por ahora no me queda más remedio.

– Mi querido chico -repuso Pryce sonriendo-, lo comprendo. Zarandajas militares. Esperaré aquí como un buen soldado, hasta que tú quieras. Qué emocionante, ¿no? Algo verdaderamente distinto. ¡Ah, una delicia! Toma tu abrigo, Hugh, y regresa bien provisto de información. Hasta entonces, me quedaré junto al fuego, dándome el lujo de imaginar lo que ha de venir.

– Gracias, Phillip -dijo Tommy. Luego se inclinó con discreción hacia delante y susurró en el oído de Pryce-: Lincoln Scott, el piloto de caza negro. ¿Recuerdas a los chicos de Scottsboro?

Pryce inspiró profundamente y tuvo un violento acceso de tos. Asintió con gestos.

– Maldita humedad. Recuerdo el caso. Tremendo. Hay que actuar con prontitud -dijo.

Renaday introdujo con precipitación sus gruesos brazos en el abrigo. De paso cogió un lápiz y un delgado cuaderno de dibujo.

– Estoy listo, Tommy -dijo-. Vámonos.


Los dos pilotos, azuzados por Fritz Número Uno, se dirigieron hacia el recinto sur. Tommy Hart informó a Renaday sobre cuanto había averiguado en el despacho del comandante, relatándole lo de la pelea y el incidente junto a la alambrada. Renaday escuchó con atención, haciendo de vez en cuando una pregunta, pero tratando sobre todo de asimilar los pormenores.

Cuando el guardia le abrió la puerta de acceso al recinto sur, Renaday susurró:

– Tommy, hace seis años que no he estado en una escena del crimen real. Y los asesinatos que se producían en Manitoba los cometían unos vaqueros borrachos que se mataban a cuchilladas en los bares. No solía haber muchos datos que procesar, porque el culpable estaba sentado allí mismo, cubierto de sangre, cerveza y whisky.

– No te preocupes, Hugh -repuso Tommy en voz baja-. Yo no he estado jamás en la escena de un crimen.

El recuento matutino se había llevado a cabo mientras Tommy se hallaba en el despacho del comandante. Los guardias habían ordenado a los hombres que rompieran filas, pero había decenas de kriegies congregados en el patio de revista, fumando, esperando, conscientes de que ocurría algo anormal. Los guardias alemanes mantenían acordonada la zona del Abort. Los kriegies observaban a los alemanes, quienes, a su vez, hacían lo propio con ellos.

Los grupos de aviadores se separaron para dejar paso a Tommy, Hugh y Fritz Número Uno cuando éstos se acercaron a la letrina. El escuadrón de guardia les permitió pasar. Al llegar a la puerta, Tommy vaciló unos instantes antes de entrar.

– ¿Fue usted quien encontró al capitán? -preguntó a Fritz.

El hurón asintió.

– Poco después de las cinco de esta mañana.

– ¿Y qué hizo usted?

– Ordené inmediatamente a dos Hundführers que patrullaban por el perímetro del campo que se apostaran junto al Abort y no dejaran entrar a nadie. Luego fui a informar al comandante.

– ¿Cómo llegó usted al cadáver?

– Yo estaba junto al barracón 103. Oí un ruido. No me moví de inmediato, teniente. No confiaba en mi oído.

– ¿Qué clase de ruido?

– Un grito. Luego no oí nada.

– ¿Por qué entró en el Abort?

– Creí que el sonido procedía de allí.-¿Hugh? -Tommy hizo a éste un gesto con la cabeza.

– ¿Vio a otra persona? -preguntó el canadiense.

– No. Sólo oí cerrarse una puerta.

Renaday empezó a formular otra pregunta, pero se detuvo.

– Después de hallar el cadáver -dijo tras reflexionar unos instantes-, salió del Abort. ¿Cuánto tiempo transcurrió antes de que regresara con dos Hundführers?

El hurón alzó la vista hacia el cielo plomizo, tratando de calcular el tiempo.

– Unos minutos, no más, teniente. No quise tocar el silbato y suscitar la alarma hasta haber informado al comandante. Los hombres estaban situados frente a la alambrada, junto al barracón 116. Unos segundos, quizás un minuto para explicarles la urgencia de la situación. Tal vez cinco minutos. Unos diez, en total.

– ¿Está seguro de que no había nadie por las inmediaciones cuando descubrió el cadáver?

– Yo no vi a nadie, señor Renaday. Después de hallar el cadáver, y de cerciorarme de que el capitán Bedford estaba muerto, utilicé mi linterna para iluminar el edificio y comprobar los alrededores. Pero todavía era de noche y había muchos lugares donde ocultarse. De modo que no sé responderle con seguridad.

– Gracias, Fritz. Una última cosa…

El hurón avanzó un paso.

– Quiero que ahora mismo nos traiga una cámara. De treinta y cinco milímetros, con película, un flash y al menos media docena de bombillas de flash.

– ¡Es imposible, teniente! No sé…

Renaday se adelantó, plantándose ante las narices del larguirucho hurón.

– Sé que usted sabe quién tiene una. Vaya de inmediato en busca de ella sin decirle a nadie una palabra. ¿Entendido? ¿O prefiere que vayamos al despacho del comandante y se la pidamos a él?

Fritz Número Uno lo miró espantado unos momentos, atrapado entre el deber y el deseo de obrar correctamente. Al cabo de unos momentos, asintió con la cabeza.

– Uno de los guardias de la torre es aficionado a la fotografía…

– Diez minutos. Estaremos dentro.

Fritz Número Uno saludó, dio media vuelta y se alejó a toda prisa.

– Eso fue muy astuto, Hugh -comentó Tommy Hart.

– Supuse que necesitaremos unas fotografías. -Hugh se volvió hacia Tommy y lo asió por los brazos-. Pero oye, Tommy, ¿cuál es nuestra misión en este asunto?

– No estoy seguro -respondió el aludido meneando la cabeza-. Lo único que puedo decirte es que van a acusar a Lincoln Scott del crimen del Abort. Supongo que deberíamos hacer cuanto esté en nuestra mano por ayudarlo.

Los dos hombres habían llegado a la puerta de la letrina.

– ¿Estás preparado? -preguntó Tommy.

– Adelante la brigada ligera -contestó Hugh-. No les corresponde preguntar por qué…

– … sino cumplir con su deber y morir -concluyó Tommy. Pensó que era un verso poco oportuno en aquellas circunstancias, pero se abstuvo de decirlo en voz alta.


El Abort consistía en un estrecho edificio, con una sola puerta situada en un extremo. El suelo de tablas estaba levantado varios palmos por encima de tierra, de modo que había que subir unos cuantos escalones para entrar. El propósito era dejar un espacio debajo de los retretes para los gigantescos barriles verdes de metal utilizados para recoger los excrementos. Había seis cubículos, cada uno provisto de una puerta y unos tabiques para proporcionar un mínimo de intimidad. Los asientos eran de madera dura y pulidos por el uso y el fregado frecuente. El sistema de ventilación consistía en unas ventanas con barrotes situadas justo debajo del techo. Dos veces al día, una cuadrilla encargada de limpiar los Aborts se llevaba los barriles de aguas residuales a un rincón del campo, donde los quemaban. Lo que no se quemaba era arrojado a unas trincheras y cubierto con cal viva. Lo único que los alemanes suministraban a los kriegies en abundancia era cal viva.

Un extraño que entrara por primera vez en un Abort se habría sentido abrumado por la fetidez, pero los kriegies estaban acostumbrados y, a los pocos días de llegar al Stalag Luft 13, los aviadores constataban que era uno de los pocos lugares en el campo donde podían pasar unos minutos en relativa soledad. Lo que la mayoría más detestaba era la falta de papel higiénico. Los alemanes no se lo suministraban, y los paquetes de la Cruz Roja solían contener pocos rollos, pues preferían enviar comida.

Tommy y Hugh se detuvieron en la puerta.

El hedor los invadió. En el Abort no había electricidad, por lo que el lugar estaba en penumbra, iluminado sólo por el brillo de un cielo gris y encapotado que se filtraba por las ventanas con barrotes.

Antes de entrar Renaday se puso a canturrear brevemente una melodía anónima.

– Piensa un segundo, Tommy -dijo-. Eran las cinco de la mañana, ¿no? ¿No fue lo que dijo Fritz?

– En efecto -respondió Tommy con voz queda-. ¿Qué demonios hacía Vic aquí? A esa hora los retretes de los barracones aún funcionan. Los alemanes no cortan el agua hasta media mañana. Y este lugar debía de estar oscuro como boca de lobo. Salvo por el reflector que pasa sobre él cada… ¿cuánto?…, cada minuto, cada noventa segundos, pongamos. Aquí dentro no se debía de ver nada.

– De modo que uno no acudiría sin un buen motivo…

– Y vaciar el vientre no es el motivo.

Ambos hombres asintieron con la cabeza.

– ¿Qué es lo que buscamos, Hugh?

– Verás -repuso Hugh con un suspiro-, en la academia de policía te enseñan que si miras con atención la escena del crimen te indica todo cuanto ha ocurrido. Veamos qué podemos descubrir.

Los dos hombres entraron juntos. Tommy miró a derecha e izquierda, tratando de asimilar lo sucedido, pero sin saber muy bien qué andaba buscando en aquel momento. Caminaba delante de Renaday y antes de llegar al último cubículo se detuvo y señaló el suelo.

– Mira, Hugh -dijo bajando la voz-. ¿No parece una huella? En todo caso, parte de una huella.

Renaday se arrodilló. En el suelo de madera de la letrina aparecía con claridad la huella de una bota que se dirigía hacia el cubículo del Abort. El canadiense tocó la huella con cuidado.

– Sangre -dijo. Levantó lentamente la mirada, fijándola en la puerta del último cubículo-. Ahí dentro, supongo -añadió reprimiendo un breve suspiro-. Examina antes la puerta, para comprobar si hay algo más.

– ¿Como qué?

– Huellas dactilares marcadas en sangre.

– No. No veo nada de eso.

Hugh sacó el cuaderno y se puso a dibujar el interior del Abort. De paso, registró la forma y la dirección de la huella.

Tommy abrió muy despacio la puerta del retrete, como un niño que se asoma por la mañana a la habitación de sus padres.

– Dios santo -murmuró de golpe.

Vincent Bedford estaba sentado en el retrete, con el pantalón bajado hasta los tobillos, medio desnudo. Pero tenía el torso inclinado hacia atrás, contra la pared, y la cabeza ladeada hacia la derecha. En sus ojos había una expresión de espanto. Su pecho y la camisa que lo cubría estaban manchados de sangre.

Lo habían degollado. En el lado izquierdo del cuello presentaba un profundo corte rodeado de coágulos.

El cadáver tenía un dedo parcialmente amputado, que pendía flácido. También presentaba un corte en la mejilla derecha y la camisa estaba parcialmente desgarrada.

– Pobre Vic -dijo Tommy en un murmullo.

Los dos aviadores contemplaron el cadáver. Ambos habían visto morir a muchos hombres, y de forma terrorífica, y lo que presenciaron en el Abort no les repugnó. Ambos habían visto a hombres despedazados por balas, explosiones y metralla; destripados, decapitados y quemados vivos por los caprichos de la guerra. Habían visto eliminar con una manguera las vísceras y demás restos sanguinolentos de los artilleros que habían encontrado la muerte en sus torretas de plexiglás. Pero esas muertes estaban dentro del suceder de la lucha, donde era normal presenciar los aspectos más brutales de la muerte. En el Abort era distinto; allí había un hombre muerto que debía estar vivo. Morir de forma violenta sentado en el retrete era estremecedor y auténticamente terrorífico.

– Sí, Dios santo -dijo Hugh.

Tommy observó que una esquina de la solapa del bolsillo de la camisa de Bedford estaba levantada. Pensó que ahí era donde Trader Vic guardaba su cajetilla de cigarrillos. Se inclinó sobre el cuerpo y golpeó ligeramente el bolsillo. Estaba vacío.

Ambos siguieron examinando el cadáver. Tommy recordó que debía medir, valorar, calcular e interpretar con esmero el retrato que tenía ante sí como si se tratara de la página de un libro. Recordó los numerosos casos criminales sobre los que había leído. Recordó que durante ese importante examen inicial se observaba a menudo un pequeño detalle. La culpabilidad o inocencia de un hombre dependía a veces de un detalle casi inapreciable. Las gafas que habían caído del bolsillo de la chaqueta de Leopold. ¿O era Loeb? Tommy no lo recordaba. Al contemplar el cadáver de Vincent Bedford, experimentó una sensación de impotencia. Trató de recordar su última conversación con el de Misisipí, pero no lo conseguía. Reparó en que el cadáver que tenía frente a él se estaba convirtiendo rápidamente en uno más. Algo que uno rechazaba y relegaba al universo de las pesadillas, donde engrosaba la legión de hombres muertos y mutilados que poblaban los sueños de los vivos. Ayer era Vincent Bedford, capitán. Piloto de un bombardero con numerosas condecoraciones y hábil negociador admirado por todos los prisioneros del campo. De pronto estaba muerto, y ya no formaba parte de las horas de vigilia de Tommy Hart.

Tommy emitió un suspiro prolongado.

Entonces observó algo que no encajaba.

– Hugh -dijo con tono quedo-, creo que he hecho un hallazgo.

Renaday alzó rápidamente la cabeza de su cuaderno de dibujo.

– Yo también -contestó-. Está claro… -Pero no concluyó la frase.

Ambos oyeron un ruido fuera del Abort. Las voces exaltadas de los alemanes, ásperas e insistentes. Tommy asió al canadiense del brazo.

– Ni una palabra -dijo- hasta más tarde.

– Entendido -contestó Renaday.

Los dos hombres se volvieron y salieron de la letrina al aire frío y húmedo, sintiendo que el olor nauseabundo y la visión terrorífica se desprendían de ellos como gotas de humedad. Fritz Número Uno estaba junto a la puerta, en posición de firmes. En la mano sostenía una cámara provista de flash.

A un metro se apostaba un oficial alemán.

Era un hombre de estatura y complexión física modestas, algo mayor que Tommy, de unos treinta años, aunque era difícil precisarlo porque en la guerra no todos los hombres envejecen de igual manera. Su pelo corto y espeso era negro como el azabache, aunque unas prematuras canas salpicaban sus sienes, del mismo color que la trinchera de cuero que llevaba sobre un uniforme de la Luftwaffe perfectamente planchado pero que no era de su talla. Tenía la piel muy pálida y mostraba una profunda cicatriz roja debajo de un ojo. Lucía una barba bien recortada, lo cual sorprendió a Tommy. Sabía que los oficiales navales alemanes solían llevarla, pero nunca se la había visto a un aviador, ni siquiera una tan discreta como aquélla. Tenía unos ojos que traspasaban como cuchillas a quien tuvieran delante.

Se volvió pausadamente hacia los dos kriegies. Tommy observó también que le faltaba el brazo izquierdo.

– ¿Teniente Hart? -preguntó el alemán tras una pausa-. ¿Teniente Renaday?

Ambos hombres se pusieron firmes. El alemán les devolvió el saludo.

– Soy el Hauptmann Heinrich Visser -dijo. Hablaba un inglés fluido, con escaso acento, pero con un sonido sibilante. Observó a Renaday con atención.

– ¿Pilotaba usted un Spitfire, teniente? -preguntó de sopetón.

Hugh negó con la cabeza.

– Un Blenheim, de copiloto -aclaró.

– Bien -murmuró Visser.

– ¿Es un detalle importante? -inquirió Renaday.

El alemán esbozó una sonrisa breve y cruel. Al hacerlo, la cicatriz pareció cambiar de color. Era una sonrisa torcida. Hizo un pequeño ademán con la mano derecha, indicando el brazo que le faltaba.

– Me lo arrancó un Spitfire -dijo-. Consiguió colocarse detrás de mí cuando maté a su compañero de combate. -Visser se expresaba con voz fría y controlada-. Disculpe -añadió, midiendo bien sus palabras-. Todos somos prisioneros de nuestros infortunios, ¿no es así?

Tommy pensó que era una pregunta filosófica más apropiada para formularla durante una cena y ante una botella de buen vino o de licor, que junto a la puerta de una letrina en la que yacía un hombre asesinado, pero se abstuvo de expresar ese pensamiento en voz alta.

– Tengo entendido, Hauptmann, que es usted una especie de enlace -dijo-. ¿Cuáles son exactamente los deberes de su cargo?

Más relajado, el Hauptmann Visser restregó los pies en el suelo. No calzaba las botas de montar que lucían el comandante y sus ayudantes, sino unas botas negras más sencillas aunque igual de impecables.

– Debo dar fe de todos los aspectos del caso e informar a mis superiores. La convención de Ginebra nos obliga a garantizar el bienestar de todos los prisioneros aliados en nuestro poder. Pero en este momento mi cometido es asegurarme de que se retiren los restos. Entonces quizá podamos comparar nuestros hallazgos en una ocasión posterior.

»¿Pidieron a este soldado que les proporcionara una cámara? -inquirió el Hauptmann Visser volviéndose hacia Fritz Número Uno.

Hugh avanzó un paso.

– En la investigación de un asesinato se deben tomar fotografías del cadáver y de la escena del crimen. Por eso pedimos a Fritz que nos consiguiera una cámara.

Visser asintió.

– Sí, es cierto… -Sonrió.

La primera impresión de Tommy fue que el Hauptmann parecía un hombre peligroso. Su tono de voz era amable y complaciente, en cambio sus ojos indicaban todo lo contrario.

– En una situación habitual sí, pero ésta no es una situación habitual. Alguien podría sacar clandestinamente las fotografías y utilizarlas con fines de propaganda. No puedo consentirlo.

Visser alargó la mano para tomar la cámara.

Tommy pensó que Fritz Número Uno estaba a punto de desmayarse. Tenía la espalda rígida y el rostro lívido. Si se había atrevido siquiera a respirar en presencia del Hauptmann, Tommy Hart no lo había advertido. El hurón se apresuró a entregar la cámara.

– No lo pensé, Herr Hauptmann -empezó a decir Fritz Número Uno-. Me ordenaron que ayudara a los oficiales…

Visser le interrumpió con un ademán lacónico.

– Por supuesto, cabo. Es lógico que no viera el peligro como lo he visto yo.

El oficial se volvió hacia los dos aviadores aliados.

– Ésta es justamente la razón por la que estoy aquí.

Visser tosió secamente. Se volvió, indicando a uno de los soldados armados que todavía custodiaban el Abort.

– Ocúpese de devolver esta cámara a su dueño -dijo, entregándosela.

El guardia saludó, colgó la correa de la cámara del hombro y regresó a su posición de centinela. Luego Visser sacó un paquete de cigarrillos del bolsillo de la chaqueta. Con sorprendente destreza, extrajo un cigarrillo, volvió a guardar éste en el bolsillo y sacó un mechero de acero, que encendió de inmediato.

Después de dar una larga calada, levantó la vista.

– ¿Han completado su inspección? -inquirió arqueando una ceja.

Tommy asintió.

– Bien -repuso el alemán-. En ese caso el cabo les acompañará para que se entrevisten con su… -Visser dudó irnos instantes, tras lo cual, sin dejar de sonreír, agregó-: cliente. Yo me encargaré de concluir los trámites aquí.

Después de reflexionar unos segundos, Tommy Hart murmuró al canadiense:

– Quédate aquí, Hugh. Procura no quitar el ojo al Hauptmann. Y averigua lo que hace con el cadáver de Bedford.

Luego miró al alemán y añadió:

– Opino que es imprescindible que examinen los restos del capitán Bedford. Para que cuando menos podamos estar seguros de los aspectos médicos del caso.

– Como mínimo -apostilló Hugh casi en un susurro-. Ni fotos, ni médicos. Vaya putada.

El Hauptmann Visser se encogió de hombros, pasando por alto la expresión chocarrera del canadiense.

– No creo que eso sea práctico, dadas las dificultades de nuestra situación actual. No obstante, yo mismo examinaré el cadáver, y si pienso que su petición es fundada, mandaré llamar a un médico alemán.

– Sería preferible que fuera americano. Pero no tenemos ninguno.

– Los médicos no son buenos bombarderos.

– Dígame, Hauptmann, ¿tiene usted conocimientos sobre investigaciones criminales? ¿Es usted policía, Hauptmann? ¿Cómo lo llaman ustedes, Kriminalpolizei? -preguntó Tommy.

Visser tosió de nuevo. Alzó el rostro, esbozando su característica sonrisa ladeada.

– Espero que volvamos a reunimos pronto, teniente. Quizá podamos hablar entonces con más calma. Ahora, si me disculpan, tengo mucho que hacer y dispongo de poco tiempo.

– Muy bien, Herr Hauptmann -replicó Tommy Hart secamente-. Pero he ordenado al teniente Renaday que permanezca aquí para presenciar personalmente el levantamiento del cadáver del capitán Bedford.

Visser miró a Hart, pero su rostro exhibía la misma sonrisa complaciente. Tras dudar unos instantes, contestó:

– Como usted guste, teniente.

El alemán echó a andar, pasó junto a Tommy y entró en el Abort. Renaday se apresuró a seguirlo. Fritz Número Uno agitó la mano vigorosamente, una vez que el oficial hubo desaparecido, indicando a Tommy que lo siguiera, y ambos hombres volvieron a atravesar el campo. Los grupos de kriegies que se habían congregado en torno al campo de revista se hicieron a un lado para dejarlos pasar. A su espalda, Tommy Hart oyó murmurar a los hombres preguntas y conjeturas, y algunas voces airadas.


Junto a la puerta de la celda número 6 había un guardia empuñando una ametralladora Schmeisser. Tommy pensó que tenía poco más de dieciocho años. Aunque estaba en posición de firmes, se mostraba nervioso y casi asustado por hallarse cerca de los kriegies. No era un hecho infrecuente. Algunos de los guardias jóvenes e inexperimentados llegaban al Stalag Luft 13 tan imbuidos de la propaganda sobre los Terrorfliegers -los aviadores-terroristas, según la constante arenga de las emisiones radiofónicas nazis- de los ejércitos aliados, que creían que todos los kriegies eran salvajes caníbales sedientos de sangre. Por supuesto, Tommy sabía que la guerra aérea de los aliados se basaba en los conceptos gemelos de brutalidad y terror. Los ataques incendiarios que se sucedían día y noche sobre los centros populosos de las ciudades no podían calificarse de otro modo. Por tanto supuso que la inquietante idea de hallarse cerca de un Terrorflieger negro hacía que el joven no apartara el dedo del gatillo de su Schmeisser.

El joven guardia se apartó sin decir palabra, deteniéndose sólo para descorrer el cerrojo de la puerta. Tommy entró en la celda.

Las paredes y el suelo eran de hormigón de color gris apagado. Del techo pendía una bombilla y en lo alto de una esquina de la habitación de dos metros por dos y medio, había una ventana de aire. La celda era húmeda y unos diez grados más fría que la temperatura exterior, incluso en un día nublado y lluvioso.

Lincoln Scott estaba sentado en un rincón, con las rodillas contra el pecho, frente al único mueble que había en la celda, un cubo de metal oxidado que le servía de letrina. Se puso de pie en cuanto Tommy entró en la habitación, no exactamente en posición de firmes, pero casi, tenso y rígido.

– Hola, teniente -dijo Tommy con tono animado, casi afectuoso-. Traté de presentarme a usted el otro día…

– Sé quién es. ¿Pero qué coño ocurre? -preguntó Lincoln Scott bruscamente. Estaba descalzo y llevaba tan sólo un pantalón y una camisa. En la celda no había señal de su cazadora de aviador ni de sus botas, por lo que resultaba increíble que no tiritase.

Tommy vaciló nos instantes.

– ¿No le han dicho…?

– ¡No me han dicho nada! -le interrumpió Scott-. Esta mañana me obligan a abandonar la formación y me llevan al despacho del Oberst. El comandante Clark y el coronel MacNamara me exigen que les entregue mi cazadora y mis botas. Luego me interrogan durante media hora sobre el odio que siento hacia ese cabrón de Bedford. Después me hacen un par de preguntas sobre anoche, y, antes de que pueda reaccionar, un par de gorilas alemanes me conducen a este lugar delicioso. Usted es el primer americano que he visto desde la sesión de esta mañana con el coronel y el comandante. Así que haga el favor de explicarme, teniente Hart, qué diablos está pasando.

En la voz de Scott se advertía una mezcla de furia contenida y confusión. Tommy estaba perplejo.

– A ver si nos aclaramos -dijo pausadamente-. ¿El comandante Clark no le ha informado…?

– Ya se lo he dicho, Hart, no me han informado de nada. ¿Por qué demonios estoy aquí? Bajo custodia…

– Vincent Bedford fue asesinado anoche.

Durante unos momentos Scott se quedó estupefacto y abrió los ojos desmesuradamente; después los clavó en el rostro de Hart.

– ¿Asesinado?

– El comandante Clark me ha informado de que van a acusarle a usted del crimen.

– ¿A mí?

– Así es.

Scott se apoyó en el muro de cemento como si hubiera recibido por sorpresa un golpe contundente. Luego respiró hondo, recobró la compostura y se puso de nuevo tieso como un palo.

– Me han encargado que le ayude a preparar una defensa contra esa acusación. -Después de dudar unos segundos, Tommy añadió-: Mi deber es advertirle que este crimen puede ser castigado con la pena capital.

Lincoln Scott asintió lentamente antes de responder. Se cuadró y miró a Tommy Hart a los ojos. Habló de una manera pausada y con deliberación, alzando ligeramente la voz, sopesando cada palabra con una pasión que traspasaba aquellos muros de cemento, evitaba al guardia y su arma automática, pasaba a través de las hileras de barracones, sobre la alambrada, más allá del bosque y atravesaba toda Europa hasta alcanzar la libertad.

– Señor Hart… -El eco de sus palabras reverberaba en la reducida habitación-. Le ruego que me crea: yo no maté a Vincent Bedford. No digo que no deseara hacerlo. Pero no lo hice.

Lincoln Scott volvió a respirar hondo.

– Soy inocente -dijo.

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