20

Una cura provisional

En el barracón 107 reinaba el caos.

Los hombres que no habían conseguido fugarse, congregados en el pasillo central, se quitaban a todo correr sus trajes de paisano para volver a vestir sus raídos y gastados uniformes. Muchos de ellos habían cogido unas raciones adicionales de comida con que alimentarse hasta llegar a lugar seguro, y se estaban metiendo chocolate y carne enlatada en la boca, temiendo que los alemanes se presentaran y confiscaran todos los alimentos que habían ido almacenando con diligencia durante las últimas semanas. Los miembros de la tropa de apoyo guardaban la ropa, los documentos falsos, billetes, pasaportes, permisos de trabajo y demás objetos confeccionados por los kriegies para dar una falsa legitimidad a su ansiada existencia fuera de la alambrada, en libros vaciados o escondrijos situados detrás de los tabiques. Los integrantes de la brigada de los cubos de tierra se dejaron caer del agujero en el techo, limpiándose el sudor y la tierra de la cara, mientras un aviador aseguraba de nuevo el panel de acceso en su lugar confiando en que los alemanes no lo descubrieran. Un oficial permanecía junto a la puerta del barracón, espiando a través de una hendija en la madera, para ayudar a los hombres a salir solos o en pareja cuando no hubiera moros en la costa.

Había veintinueve hombres distribuidos a lo largo del túnel cuando Tommy había dado la voz de alarma al Número Diecinueve. La señal se había movido con mayor rapidez que los hombres, transmitida a través de una serie de gritos, tal como había sido difundido el mensaje de la inocencia de Scott. Pero a medida que se propagaba a través del túnel, los hombres que se hallaban en él se las veían y deseaban para emprender la retirada, que era mucho más difícil en aquel oscuro y reducido espacio. Los hombres se habían movido frenéticamente, desesperados, algunos retrocediendo a gatas, otros tratando de dar la vuelta. Pese a lo crítico de la situación, les había llevado bastante tiempo retroceder sobre sus pasos, decepcionados, temerosos, angustiados y furiosos ante la mala pasada que les había jugado la vida al arrebatarles aquella oportunidad. Las blasfemias resonaban en el estrecho túnel, las obscenidades reverberaban entre los muros.

Cuando habían empezado a salir los primeros hombres, Lincoln Scott se hallaba junto al borde de la entrada, contigua al retrete. El comandante Clark, situado a pocos pasos, impartía enérgicas órdenes con el fin de imponer cierta disciplina entre los presos. Scott se había vuelto, asimilando la desintegración de la escena que le rodeaba. Se había agachado para ayudar al Número Cuarenta y siete a trepar por el orificio de entrada.

– ¿Dónde está Hart? -había preguntado Scott-. ¿Has visto a Tommy Hart?

El aviador meneó la cabeza.

– Debe de estar todavía en la parte delantera del túnel -respondió el hombre.

Scott ayudó al kriegie a desfilar hacia el pasillo, donde el hombre empezó a quitarse su atuendo de fuga. Scott se asomó al pozo del túnel. El resplandor de las velas parecía dibujar unas cicatrices sobre los rostros de los consternados hombres mientras trataban de trepar por la entrada del túnel. Se agachó, asió la mano del Número Cuarenta y seis y con un tremendo tirón le ayudó a ascender a la superficie, formulándole la misma pregunta:

– ¿Has visto a Hart? ¿Le has oído? ¿Está bien?

Pero el Número Cuarenta y seis movió la cabeza en señal de negación.

– Aquello es un caos. No se ve nada, Scott. No sé dónde está Hart.

Scott asintió con la cabeza. Después de ayudar al aviador a salir por el retrete y dirigirse hacia el pasillo, se agachó para asir el cable negro que descendía por el agujero.

– ¿Qué hace, Scott? -inquirió el comandante Clark.

– Ayudar -repuso Scott.

Acto seguido dio media vuelta, como un montañista que se dispone a descender por un precipicio, y sin decir otra palabra al comandante, descendió hacia la antesala. Notó una tremenda tensión en la enrarecida atmósfera del túnel, casi como quien entra en una habitación de hospital presidida por el olor a enfermedad y nadie abre una ventana para que se ventile. En su precipitada retirada, los hombres habían dejado abandonado el fuelle, que uno de los primeros kriegies que había salido del túnel había apartado a un lado de una patada. Al ver al Número Cuarenta y cinco avanzar cargado con una maleta, Scott extendió la mano en la grisácea semioscuridad y se apresuró a tomarla de manos del agradecido kriegie.

– ¡Joder! -murmuró éste-. Esta condenada maleta casi ha conseguido que el techo se derrumbara encima de mí. Gracias. -El hombre se apoyó en el muro de la antesala-. Ahí arriba te falta el aire -se quejó-. No puedes respirar. Espero que ninguno pierda el conocimiento.

Scott ayudó al hombre, que no dejaba de resollar, a instalarse cómodamente junto al pozo hasta haber recobrado el aliento, y depositó en sus manos el cable de acceso. El kriegie le dio las gracias con un movimiento de la cabeza y empezó a incorporarse, sujetando el cable con ambas manos. Cuando se hubo puesto en pie, el aviador negro se volvió y recogió el fuelle.

Lo colocó derecho y luego se situó sobre él, con un pie plantado a cada lado del artilugio, como había hecho momentos antes el capitán neoyorquino. Sacando fuerzas de flaqueza, Scott empezó a accionarlo con furia, lanzando unas ráfagas de aire a través del túnel.

Transcurrió casi un minuto antes de que el próximo kriegie apareciera por la entrada del túnel. El aviador estaba agotado por la tensión del fracasado intento de fuga. Tosió gesticulando en la sofocante atmósfera de la antesala, dando gracias por poder respirar siquiera aquel aire enrarecido y señaló el fuelle.

– Menos mal -murmuró-. Ahí arriba no se puede respirar. Te asfixias.

– ¿Dónde está Hart? -preguntó Scott entre resoplidos. Su rostro relucía cubierto de sudor.

– No lo sé -repuso el kriegie meneando la cabeza-. Quizás esté de camino hacia aquí. No lo sé. No se ve nada. Apenas podía respirar. Todo está lleno de arena y tierra y lo único que oyes es a los otros tíos gritar que retrocedas, que salgas a toda prisa. Eso y las malditas tablas del techo crujiendo y chirriando. Espero que no se nos caiga encima. ¿Ya han aparecido los alemanes?

Scott apretó los dientes y negó con la cabeza.

– Todavía no. Tienes la oportunidad de salir, apresúrate.

El Número Cuarenta y cinco asintió. Suspiró para hacer acopio de fuerzas. Luego trepó por el cable y alzó las manos para que le ayudaran a salir por la entrada del retrete.

En la antesala, Scott continuó accionando el fuelle con increíble velocidad. El fuelle crujía y rechinaba al tiempo que el aviador negro emitía ruidos guturales debido al esfuerzo.

Lentamente, los hombres fueron saliendo del túnel uno tras otro. Todos estaban sucios y atemorizados; todos experimentaron una sensación de alivio al contemplar la superficie. «Tienes la sensación de que te mueres», comentó un hombre. Otro opinó que le parecía haber estado en un ataúd. Cada kriegie se apresuraba a llenar sus pulmones, y más de uno, al ver a Scott dándole al fuelle, murmuró una frase de gratitud.

El tiempo transcurría peligrosamente, tirando de cada hombre como un remolino en el mar, amenazando con arrastrarlos hacia aguas más procelosas aún.

– ¿Has visto a Hart? ¿Dónde está Hart? -preguntó Scott.

Nadie podía responder.

Fenelli, que era el Número Veintiocho, avanzó torpemente y aterrizó a los pies de Scott.

– Menos mal que se te ocurrió utilizarlo -murmuró señalando el fuelle-. De no ser por eso todo el túnel estaría lleno de hombres inconscientes. El aire aquí está envenenado.

– ¿Dónde está Hart? -inquirió Scott por enésima vez.

Fenelli meneó la cabeza.

– Estaba en la parte delantera. Fuera de la alambrada. Dando a los hombres la señal de salir. No sé dónde ha ido a parar.

Scott sentía una mezcla de furia e impotencia. No sabía qué hacer, salvo seguir lanzando unas ráfagas vitales de aire por el túnel.

– Es mejor que salgas de aquí -dijo entre dientes-. Cuando llegues arriba te ayudarán a salir.

Fenelli empezó a incorporarse, pero luego volvió a dejarse caer, sonriendo.

– ¿Sabes? Tengo un primo en la marina. En uno de esos malditos submarinos. Quería que me alistara con él, pero le dije que sólo a un idiota se le ocurriría ponerse a nadar por el fondo del mar, conteniendo el aliento, en busca de japoneses. Yo no iba a cometer esa estupidez, le dije. ¡Ja, ja! Y aquí me tienes. A ocho metros bajo tierra, encerrado en una puta prisión. ¡Yo, que ingresé en las fuerzas aéreas para volar!

Scott asintió con la cabeza, sin dejar de mover el fuelle, y esbozó una breve sonrisa.

– Creo que me quedaré aquí contigo unos minutos -dijo Fenelli.

El médico de Cleveland se agachó para mirar por el túnel, oscuro como boca de lobo. Cuando pasó un minuto, extendió las manos para ayudar al Número Veintisiete a salvar los últimos palmos. Se trataba del capitán neoyorquino, quien se arrojó también al suelo, boqueando como un pez fuera del agua.

– ¡Jesús! -exclamó-. ¡Vaya desastre! He tenido que pasar a través de un montón de arena en más de una ocasión. Las cosas se están poniendo feas ahí dentro.

– ¿Dónde está Tommy?

El hombre hizo ademán de no saberlo.

– Hay varios hombres que bajan por el túnel detrás de mí -dijo. Después de inspirar una bocanada de aire se puso en pie-. ¡Joder! Es agradable erguirse. Me largo de aquí. -Asió el cable y cuando Fenelli le hubo ayudado a colocarse bien, comenzó a trepar hacia la superficie y un lugar seguro.

Justo después de que el Número Diecinueve hubo pasado por la entrada del túnel, el comandante Clark se asomó por el borde del pozo y gritó:

– ¡Se acabó! ¡Acaba de sonar la alarma!

El aullido lejano de una sirena antiaérea penetró incluso hasta donde ellos se hallaban.

– ¿Dónde está Hart? -preguntó Scott preocupado.

El Número Diecinueve movió la cabeza negativamente.

– Creía que iba detrás de mí -repuso-. Pero no sé dónde se ha metido.

– ¿Qué ha pasado? -inquirió Fenelli, arrodillándose y mirando por el túnel. Metió la cabeza por el agujero, tratando de detectar el sonido de alguien arrastrándose por el túnel.

– ¡Vamos, apresúrense! -les exhortó el comandante Clark desde arriba-. ¡Hay que moverse!

El Número Diecinueve seguía meneando la cabeza.

– No sé -dijo-. Yo estaba en el peldaño superior de la escalera, esperando la señal para salir corriendo, tal como nos habían ordenado, pero el que estaba en el otro extremo de la cuerda, dando las señales, era Hart, no el tío que iba delante de mí, como nos habían dicho. El caso es que estaba cansado de esperar y esperar, preguntándome que demonios ocurría, porque habían transcurrido más de un par de minutos y teníamos que salir de tres en tres a lo sumo, cuando de pronto oigo a dos hombres peleando. ¡Menuda pelea! Al principio sólo se oían gruñidos, resoplidos, puñetazos y después el choque de un cuerpo al caer al suelo. Luego silencio y a continuación, como por arte de encanto, oigo por fin voces. No pude oír lo que decían, pero daba lo mismo, porque de pronto percibo a Hart en la entrada, diciéndome que todo está lleno de alemanes y que retroceda lo más rápido que pueda por el túnel, que todos tenemos que salir, porque la alarma está a punto de sonar. De modo que bajo por la escalera y empiezo a retroceder, pero no podía pasar, porque los tíos estaban aterrorizados, peleando para dar la vuelta, y no se podía respirar, todo estaba lleno de tierra y no se veía nada porque todas las velas estaban apagadas. Y de repente, aterrizo aquí.

– ¿Dónde está Hart? -gritó Scott.

El Número Diecinueve se encogió de hombros mientras trataba de recuperar el resuello.

– No sé decirte. Supuse que me seguiría, pero al parecer no lo hizo.

La voz del comandante Clark resonó a través de la abertura.

– ¡Apresúrense! ¡Los alemanes están a punto de llegar! ¡Tenemos que cerrar el túnel!

Scott alzó la cabeza para mirarle.

– ¡Hart aún no ha regresado! -respondió.

Clark vaciló unos instantes.

– ¡Debería ir detrás del último hombre!

– ¡Pero no ha vuelto!

– ¡Tenemos que cerrar el túnel antes de que se presenten!

– ¡Hart no ha vuelto! -gritó Scott una vez más.

– ¿Pero dónde puñetas se ha metido? -preguntó el comandante.


Tommy Hart ya no podía diferenciar entre los variados dolores que le recorrían el cuerpo. Su maltrecha mano parecía haber distribuido el sufrimiento a través de cada centímetro de aquél. Cada punzada de inenarrable dolor se veía incrementada por un agotamiento tal que Tommy no creía tener fuerzas suficientes para descender por el túnel. Había superado el límite donde prevalecían el temor y el terror y se estaba adentrando en el territorio de la muerte. El hecho de ser capaz de avanzar a rastras le maravillaba, pues no sabía de dónde había sacado esa reserva de energía. Sus músculos le advertían que estaban a punto de rendirse. A pesar de todo, no se detuvo.

Era la noche más oscura que había conocido y se sentía terriblemente solo.

Riachuelos de arena caían sobre su cabeza. El polvo le taponaba la nariz. Tenía la sensación de que no quedaba aire dentro de los reducidos confines del túnel. El único sonido que podía detectar era el crujir de las tablas que apuntalaban el techo y que parecían a punto de ceder. Tommy continuó desplazándose, como si nadara, apartando mediante un esfuerzo sobrehumano la tierra que obstaculizaba su camino.

No tenía esperanzas de seguir así los setenta y cinco metros del túnel, ni se creía capaz de recorrer esa distancia antes de que los alemanes irrumpieran en el barracón. Curiosamente, el cansancio, unido al dolor y al inmenso esfuerzo que representaba seguir avanzando, se habían confabulado para impedir que el terror hiciera presa en él y lo inmovilizara. Parecía como si todas las angustias que invadían su cuerpo no dejaran espacio suficiente para la más peligrosa. En el curso de esta última batalla, la posibilidad de derrota no le había pasado siquiera por la mente.

Se aferraba a cada centímetro de oscuridad a medida que iba avanzando.

No se detuvo. Ni siquiera caviló, pese a su fatiga. Incluso cuando hallaba su camino parcialmente bloqueado y el túnel se hacía aún más estrecho, continuó reptando por él, deslizando su cuerpo larguirucho a través del minúsculo espacio. Se sentía mareado debido al esfuerzo. Cada bocanada de aire que inspiraba en la oscuridad le parecía más enrarecida, más fétida, más dañina.

No sabía el trecho que había recorrido ni hasta dónde había llegado. En cierto modo, tenía la impresión de haber estado siempre en el túnel, como si nunca hubiera existido el exterior ni un cielo diáfano lleno de aire puro y un sinnúmero de estrellas. Le vinieron ganas de reír, pensando que todo lo demás debía de ser un sueño: su casa, su escuela, su amor, la guerra, sus amigos, el campo de prisioneros, la alambrada… Nada de ello había existido; él había muerto en el Mediterráneo, junto al capitán tejano, y todo lo demás era tan sólo una extraña fantasía sobre el futuro que él había llevado consigo al más allá. Apretó los dientes y se arrastró otro metro, pensando que acaso nada era real, que este túnel era el infierno, en el que él había estado siempre y del que jamás saldría. Ni salida, ni aire, ni luz. Por toda la eternidad.

En medio de ese delirio que había hecho presa de él, oyó una voz.

Le parecía familiar. Al principio creyó que era la de Phillip Pryce, pero en seguida comprendió que no, que era su viejo capitán quien le llamaba. Tommy avanzó a rastras unos palmos, sonriendo, pues pensó que debía de ser Lydia la dueña de esa voz. Estaba en Vermont, era verano, y ella había ido a buscarlo a su casa para que saliera a gozar del tibio aire nocturno y le diera un beso de buenas noches, tierno y apasionado. Susurró unas palabras, como un enamorado que se vuelve en el lecho por la noche en respuesta a unas caricias insinuantes.

– Estoy aquí -dijo.

La voz volvió a llamarle, y Tommy avanzó un poco más.

– Estoy aquí -dijo, más fuerte. No tenía fuerzas para hablar más alto, y sólo consiguió articular unas palabras apenas audibles. Siguió arrastrándose, esperando ver a Lydia tendiéndole la mano, instándole a acercarse a ella.

Entonces lo ensordeció un ruido tremendo.

Ni siquiera tuvo tiempo de asustarse cuando el techo se partió y de pronto cayó sobre él una cascada de tierra arenosa.


– ¡Lo he oído! -gritó Lincoln Scott-. ¡Está ahí dentro!

– ¡Joder! -exclamó Fenelli, alejándose de la entrada del túnel cuando salió una ráfaga de tierra como si se hubiera producido una explosión-. ¡Maldita sea!

El comandante Clark gritó desde la entrada en el retrete:

– ¿Qué pasa, dónde está Hart?

– ¡Está aquí! -respondió Scott-. ¡Lo he oído!

– ¡Se ha derrumbado el techo! -gritó Fenelli.

– ¿Dónde está Hart? -volvió a inquirir el comandante-. ¡Tenemos que cerrar el túnel! ¡Los alemanes están sacando a todo el mundo de los barracones! ¡Si no lo cerramos ahora, lo descubrirán!

– ¡Lo he oído! -repitió Scott-. ¡Está atrapado!

Scott y Fenelli alzaron la vista y miraron al comandante Clark. Este pareció oscilar ligeramente, como los vahos de calor sobre el asfalto de una autopista en una calurosa tarde de agosto, antes de tomar una decisión.

– Empezad a mover los cubos -gritó, volviéndose hacia los otros hombres en el pasillo-. ¡Nadie sale de aquí hasta que hayamos rescatado a Hart! -Se inclinó sobre el orificio de acceso a la antesala del túnel y chilló-: ¡Ahora bajo! -Tras lo cual tomó una pala y el rudimentario pico y los arrojó por el agujero.

Cayeron estrepitosamente al suelo. Pero Lincoln Scott ya se había lanzado a través del túnel, adentrándose en él, apartando frenéticamente la arena y la tierra que se habían desprendido, cavando como una bestia subterránea enloquecida. Scott extrajo pala tras pala de la tierra que se había desprendido al derrumbarse el techo, arrojándola tras él, para que Fenelli la apartara hacia el fondo de la antesala.

Nada de cuanto Lincoln Scott había hecho en su vida le había parecido tan perentorio. Ningún momento de confrontación, de ira, de rabia, nada era comparable a su ataque contra la arena desprendida que le impedía avanzar. Era como pelear contra un fantasma, contra un espíritu. Lincoln no tenía remota idea de si tendría que excavar un palmo o cien. Pero no le importaba lo más mínimo. Siguió excavando, arrojando puñados tras él. Empezó a recitar un mantra en voz baja «¡No vas a morir! ¡No vas a morir!», al tiempo que seguía excavando y avanzando hacia el lugar donde creía haber oído el último y débil sonido de la voz de Tommy Hart.

Fenelli, a unos metros detrás de él, le animaba.

– ¡Continúa! ¡Continúa! ¡Le quedan unos pocos minutos antes de asfixiarse! ¡Sigue cavando, maldita sea!

El comandante Clark permanecía arrodillado junto al borde de la entrada al túnel, cerca del retrete, mirando por el orificio.

– Apresúrese -exhortó a Scott-. ¡Maldita sea, muévase!

En el otro extremo del pasillo central del barracón 107, el oficial que montaba guardia junto a la puerta principal se volvió de repente y gritó a los que estaban en el retrete:

– ¡Se acercan alemanes!

El comandante Clark se levantó. Se volvió hacia la brigada de los cubos que estaban de pie en el pasillo y ordenó:

– ¡Salgan todos al campo de revista!

– ¿Qué hacemos con el túnel? -preguntó alguien.

– ¡Al carajo con el túnel! -replicó Clark.

Pero luego alzó la mano derecha, como para detener a los hombres a quienes había ordenado que salieran. El comandante dejó escapar una sonrisa irónica, tensa, a través de su rostro y miró a los kriegies que se disponían frente a él.

– De acuerdo -dijo con tono enérgico-. ¡Necesitamos unos minutos más! Hay que ganar tiempo. Esto es lo que quiero que hagan: quiero que dispersen al jodido pelotón de alemanes que se dirige hacia aquí. Láncense a por ellos como si fueran a marcar un tanto en el área de meta. ¡Embístanlos, déjenlos noqueados! Pero sigan adelante, no se detengan más que para propinarles un par de mamporros. Diríjanse hacia el campo de revista y colóquense en formación. ¿Entendido? ¡La vieja cuña de la aviación a través del enemigo! ¡Pero no se detengan! ¡No quiero que nadie reciba un tiro! ¡No quiero que arresten a nadie! Entreténganlos el máximo tiempo posible. ¿Está claro?

Los hombres situados en el pasillo asintieron con la cabeza. Algunos sonrieron.

– ¡Andando pues! ¡A por ellos! -gritó el comandante Clark-. Y cuando lleguen a esa puerta, quiero oír sus voces.

Los hombres sonreían de satisfacción. Algunos se golpearon la palma de la mano con el puño, hicieron crujir sus nudillos. Tensaron los músculos. El oficial que estaba vigilando la puerta gritó de pronto:

– ¡Preparados!

Luego:

– ¡Adelante!

– ¡Adelante, kriegies! -ordenó Clark.

Tras emitir tres furiosos gritos de desafío, la falange de aviadores americanos se lanzó por el pasillo, hombro con hombro, y salió rauda por la puerta del barracón.

– ¡Ánimo! ¡Ánimo! -gritaba Clark.

No alcanzó a presenciar el impacto del ataque, pero oyó el guirigay de voces cuando los hombres embistieron al pelotón de alemanes que se dirigía hacia el barracón, creando al instante una violenta confusión de cuerpos en el suelo del campo de revista. Oyó exclamaciones de alarma y el impacto de los cuerpos al chocar entre sí. Pensó que era un sonido muy satisfactorio.

– ¡Alemanes! ¡Están a punto de aparecer! ¡Sigan cavando! -exclamó después, volviéndose hacia el túnel.

Lincoln Scott oyó las palabras, pero no significaban nada para él. La amenaza provocada por el derrumbe del techo era muchísimo más grave que un pelotón de gorilas dirigiéndose a la carera hacia el barracón 107. Tenía también que pelear contra la oscuridad que amenazaba con engullirlo. Apartó la tierra que entorpecía su camino con una furia fruto de muchos años de incesante rabia.


Tommy Hart estaba asombrado. La muerte parecía acercarse a él de puntillas.

Había conseguido encogerse un poco cuando el techo se derrumbó sobre él, procurándole una minúscula bolsa de oxígeno de la que pudo arrancar unas bocanadas de aire fétido y enrarecido. No había creído que el mundo pudiera llegar a ser tan tenebroso.

Por primera vez, tras días y semanas, se sentía sereno, completamente relajado. Toda la tensión en cada fibra de su cuerpo parecía haberse disipado de improviso, para alejarse de él. Sonrió para sus adentros, pensando que incluso el intenso dolor que sentía en la mano, que hacía que le ardiera todo el cuerpo, parecía haberse extinguido. Le parecía extraño, pero reconfortante; era un don que la muerte le ofrecía en sus últimos momentos.

Tommy respiró hondo. Estuvo a punto de prorrumpir en una carcajada. «Qué curioso -se dijo- no concedemos importancia al hecho de respirar, y eso que inspiramos aire decenas de miles de veces al día. Sólo cuando estás a punto de morir te das cuenta de lo especial que es el aire que respiramos, lo dulce y delicioso que sabe.»

Volvió a respirar profundamente y tosió. El derrumbe había inmovilizado su cabeza y sus hombros, pero no sus pies. Los movió un poco, casi como si pretendiera avanzar, peleando hasta los últimos segundos. Pensó en todas las personas importantes en su vida. Y las vio como si las tuviese frente a él. Le produjo tristeza pensar que estaba a punto de convertirse en un mero recuerdo para ellas. Se preguntó si la muerte consistiría esencialmente en eso, en pasar de un ser de carne y hueso a un recuerdo.

Tras esta última reflexión Tommy volvió a sorprenderse, esta vez al percibir el inconfundible sonido de unos arañazos. Se quedó perplejo. Creía estar completamente solo y le parecía incomprensible que un fantasma hiciera ese ruido terrenal. Un ruido de vida, que lo confundió y asombró aún más.

Pero quien aferró su maltrecha mano no fue un fantasma.

En la densa oscuridad del túnel, Tommy notó de pronto que se abría un espacio ante él. Y en ese agujero oyó unas palabras, farfulladas, pronunciadas entre dientes debido al agotamiento:

– ¿Hart? ¡Maldita sea, háblame! ¡No vas a morir! ¡No lo permitiré!

Tommy sintió una inmensa fuerza que tiraba de él, arrastrándolo a través de la tierra que él había creído su sepultura.

En aquel preciso momento, todos los dolores y sufrimientos que habían desaparecido regresaron, casi cegándolo a medida que un intenso dolor invadía de nuevo todo su cuerpo. Pero curiosamente, Tommy se alegró de sentirlo, pues dedujo que significaba que la muerte había renunciado a llevárselo consigo.

– ¡No vas a morir, maldita sea! -oyó de nuevo-. ¡No lo consentiré!

– Gracias -fue todo cuanto sus escasas fuerzas le permitieron decir.

Lincoln Scott apoyó las manos en los hombros de Tommy, hundiendo sus poderosos dedos en su camisa y su carne, y con un sonoro y violento gruñido lo arrancó de debajo del techo que se había derrumbado sobre él. Luego, sin vacilar, lo empujó hacia delante, arrastrándolo por el túnel. Tommy trató de colaborar avanzando a cuatro patas, pero no pudo. Le quedaban menos fuerzas que a un niño. Así, dejó que Scott lo condujera hacia delante a empujones y manotazos, llevándolo hacia la incuestionable seguridad que ofrecía la entrada del túnel.


El comandante Clark estaba de pie en la entrada del retrete, con los brazos cruzados, interceptando el paso a un teniente alemán y a un pelotón de gorilas cubiertos con cascos y armados con fusiles.

– Raus!-gritó el oficial alemán-. ¡Apártese! -añadió en un inglés pasable aunque con marcado acento.

El alemán tenía el uniforme roto en las rodillas y desgarrado en el hombro, y de la comisura brotaba un hilo de sangre que manchaba su mandíbula. Los hombres del pelotón presentaban varios rasguños y cortes parecidos, y sus uniformes estaban también rotos y sucios debido al encontronazo con los kriegies que habían salido precipitadamente del barracón 107.

– Ni hablar -replicó el comandante Clark con energía-. No hasta que mis hombres hayan salido.

El oficial alemán lo fulminó con la mirada.

– ¡Apártese! ¡Fugarse está verboten!

– ¡Nuestro deber es fugarnos! -tronó Clark-. Además, nadie se ha fugado, idiota -agregó el comandante Clark con desdén, sin moverse-. ¡No se han fugado! ¡Han vuelto! Y cuando salgan, puede usted quedarse con el maldito túnel. Se lo regalo.

El oficial alemán se llevó la mano al cinturón y sacó su Luger semiautomática.

– ¡Si no se aparta, Herr comandante, le pego un tiro aquí mismo!

Al decir esto amartilló la pistola para subrayar sus palabras.

Clark meneó la cabeza.

– No me muevo de aquí. Puede matarme de un tiro, teniente, pero se enfrentará a la soga del verdugo. Allá usted si comete esa estupidez.

Tras dudar unos instantes, el oficial alemán alzó la pistola y la apuntó al rostro de Clark, que lo miró con manifiesto odio.

– ¡Alto!

El oficial dudó unos instantes y luego se volvió. Los hombres del pelotón se cuadraron cuando el comandante Von Reiter se acercó por el pasillo. Tenía el rostro encendido. Su furia era tan evidente como el forro de seda rojo de su abrigo. Asestó una patada en el suelo de madera.

– ¿Qué significa esto, comandante Clark? -inquirió bruscamente-. ¡Vaya a ocupar su lugar en la cabeza de la formación de inmediato!

El comandante Clark volvió a negarse con un gesto.

– Ahí abajo hay unos hombres. Cuando salgan, yo les acompañaré al Appell.

Von Reiter vaciló, pero su próxima orden fue interrumpida por la voz exaltada de Fenelli, que brotó por la entrada del túnel.

– ¡Lo ha rescatado! ¡Lo ha hecho de puta madre, comandante! ¡Scott ha logrado sacarlo de allí! ¡Van a salir!

Clark se volvió hacia el médico.

– ¿Está bien?

– ¡Está vivo!

Entonces Fenelli se volvió y extendió la mano a través del túnel para ayudar a Lincoln Scott a arrastrar a Tommy Hart los últimos metros. Al entrar en la antesala ambos hombres se arrojaron extenuados sobre el montón de tierra. Fenelli se dejó caer por el agujero y aterrizó junto a Tommy, a quien sostuvo la cabeza mientras Lincoln Scott, resollando, inspirando el aire del pozo del túnel, se dejó caer junto a ellos. Fenelli sacó una cantimplora llena de agua, que vertió sobre la cara de Tommy.

– ¡Joder, Hart! -murmuró Fenelli-. Debes de ser el tío más afortunado del mundo.

Luego observó la maltrecha mano de Tommy y emitió una exclamación de asombro.

– Y la mano más desgraciada. ¿Cómo ocurrió?

– Me mordió un perro -respondió Tommy con un hilo de voz.

– Menuda bestia -dijo Fenelli. Luego le formuló otra pregunta en voz baja-: ¿Qué diablos ha ocurrido ahí fuera?

Tommy meneó la cabeza y respondió suavemente:

– Conseguí salir. Por poco rato, pero salí.

– Bien -repuso el médico de Cleveland esbozando una sonrisa de satisfacción, aunque cubierta de tierra-. Llegaste más lejos que yo, lo cual ya es algo.

Pasó un brazo por la axila de Tommy y le ayudó a incorporarse. Scott se levantó también emitiendo un sonido gutural. Los dos hombres tardaron un par de minutos en alzar a Tommy a través del pozo del túnel hasta la superficie, donde los alemanes le agarraron y depositaron sobre el suelo del pasillo. Tommy no sabía lo que ocurriría a continuación, sólo que se sentía aturdido debido al sabor embriagador del aire. No creía tener fuerzas suficientes para ponerse en pie por sí solo y caminar, si los alemanes se lo exigían. Lo único que sentía era un dolor inmenso y una gratitud no menos inmensa, como si esas dos sensaciones contradictorias estuvieran más que dispuestas a compartir un espacio en su interior.

Era consciente de que Lincoln Scott se hallaba cerca, junto al comandante Clark, como si montara guardia. Fenelli volvió a inclinarse sobre él y le observó la mano.

– La tiene destrozada -observó Fenelli volviéndose al comandante Von Reiter-. Es preciso curarle esas heridas sin pérdida de tiempo.

Von Reiter se agachó y examinó la mano. De inmediato retrocedió, como si lo que había visto le chocara. Tras dudar unos segundos, retiró lentamente y con cuidado el pañuelo con que Tommy se había envuelto la mano. Von Reiter se guardó el pañuelo en el bolsillo de su guerrera, haciendo caso omiso de la sangre que empapaba la seda blanca. Al contemplar las graves lesiones, arrugó el ceño. Observó que tenía el índice casi amputado y unos cortes profundos en la palma y los otros dedos. Luego alzó la vista y miró al teniente alemán.

– ¡Traiga un paquete de cura inmediatamente, teniente!

El oficial alemán saludó e hizo un gesto a uno de los gorilas que seguían en posición de firmes. El soldado alemán sacó un paquete que contenía una gasa impregnada con sulfamida de un estuche de cuero sujeto a su cinturón de campaña y lo entregó al comandante Von Reiter, quien, a su vez, lo pasó a Fenelli.

– Haga lo que pueda, teniente -dijo Von Reiter con tono hosco.

– Esto no es suficiente, comandante -replico Fenelli-. Necesita medicinas y un médico.

Von Reiter se encogió de hombros.

– Véndale bien la mano -dijo.

El comandante alemán se incorporó bruscamente y se volvió hacia el comandante Clark.

– Encierre a estos hombres en la celda de castigo -dijo, indicando a Fenelli, Scott y Hart.

– Hart necesita que lo atienda de inmediato un médico -protestó el comandante Clark.

Pero Von Reiter sacudió la cabeza.

– Ya lo veo, comandante -dijo-. Lo siento. A la celda. -Esta vez repitió la orden al oficial alemán que se hallaba cerca-, ¡A la celda! Schnell!-dijo alzando la voz. Acto seguido, sin añadir otra palabra ni mirar a los americanos o el túnel, dio media vuelta y abandonó apresuradamente el barracón.

Tommy trató de levantarse, pero la debilidad se lo impedía.

El teniente alemán le empujó con su bota.

– Raus! -dijo.

– No te preocupes, Tommy, yo te ayudaré -dijo Lincoln Scott apartando al alemán de un golpe con el hombro. Luego se inclinó y ayudó a Tommy a ponerse en pie. Al levantarse, Tommy estuvo a punto de perder el equilibrio-. ¿Puedes caminar? -le preguntó Scott en voz baja.

– Lo intentaré -respondió Tommy entre dientes.

– Te ayudaré -dijo Scott-. Apoya el peso en mí. -Sostuvo a Tommy por los sobacos para evitar que cayera. El aviador negro sonrió-. ¿Recuerdas lo que te dije, Tommy? -preguntó suavemente-. Ningún chico blanco muere si hay un aviador de Tuskegee velando por él.

Avanzaron un paso como para tantear el terreno, luego otro. Fenelli se adelantó y abrió la puerta del barracón 107 para que pudieran pasar.

Rodeado por los ceñudos guardias alemanes cubiertos con cascos, observado por todos los hombres del recinto, Lincoln Scott condujo con lentitud a Tommy Hart a través del campo de ejercicio. Sin decir palabra, ni siquiera cuando un gorila les empujaba con el cañón del fusil, los dos hombres atravesaron cogidos del brazo las formaciones de aviadores americanos, que se apartaron en silencio para darles paso.

Cuando hubieron salido del recinto rodeado por la alambrada de espino, se oyó un portazo a sus espaldas. Se dirigieron hacia el edificio donde se hallaba la celda de castigo y al traspasar la puerta de acceso a las celdas, sonaron vítores y aclamaciones emitidos por los hombres colocados en formación. Las aclamaciones se elevaron a través del aire de la soleada mañana, siguiéndolos hasta el acre mundo de cemento de la celda de castigo, traspasando el recio edificio de hormigón, filtrándose a través de las ventanas abiertas provistas de barrotes, resonando y reverberando a través del pequeño espacio, imponiéndose sobre el sonido de la puerta al cerrarse con llave a sus espaldas, creando una maravillosa música semejante a la del cuerno del anciano Josué cuando se detuvo en actitud desafiante ante las imponentes murallas de Jericó.

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