11

Ocho de la mañana

Uno de los hurones menos eficientes del campo había pasado revista tres veces a la formación de aviadores. Cuando intentaba hacerlo otra vez, recorriendo las filas compuestas por grupos de cinco hombres con su monótono ein, zwei, drei, recibió los habituales abucheos, insultos y protestas de los kriegies concentrados en el campo. Ellos pateaban el suelo para entrar en calor en esa mañana presidida por la humedad y el frío, acentuados por el viento del norte. El cielo presentaba un color gris pizarra atravesado por dos franjas rojo-rosáceas en el este, otro claro ejemplo de la fluctuación del clima alemán, siempre atrapado entre el invierno y la primavera. Tommy encorvó la espalda para defenderse del viento, tiritando ligeramente bajo la débil luz del amanecer, preguntándose qué había sido de la tibia temperatura del día anterior y rumiando todas sus dudas acerca del juicio que iba a iniciarse a las ocho de la mañana. A su derecha, Hugh restregaba el suelo con los pies para estimular la circulación y maldecía al hurón. A su izquierda, Lincoln Scott permanecía inmóvil, como si el frío y la humedad no le afectaran. En sus mejillas relucían gotitas de humedad, lo que le daba aspecto de haber llorado.

El hurón miró su bloc de notas, dudando. Eso indicaba que se disponía a efectuar el recuento por quinta vez, lo que desencadenó un torrente de insultos y amenazas. Incluso Tommy, que por lo general guardaba silencio en semejantes circunstancias, masculló para sus adentros algunos juramentos no habituales en él.

– Hart, quizá tenga algo para ti -oyó que decía alguien a sus espaldas.

Tommy se puso rígido y permaneció sin volverse. La voz le había sonado familiar y, al cabo de un momento, comprendió que pertenecía a un capitán neoyorquino que ocupaba un dormitorio en el barracón situado frente al suyo. Era un piloto de caza, como Scott, que había sido derribado cuando escoltaba unos B-17 durante un ataque sobre Gran B, como los aviadores aliados denominaban a Berlín.

– ¿Todavía buscas información o lo tienes todo controlado? -le preguntaban.

Tommy negó con la cabeza, pero siguió sin volverse. Lincoln Scott y Hugh Renaday también permanecieron quietos.

– Te escucho -dijo Tommy-. ¿Qué quieres decirme?

– Me cabreaba que Bedford tuviera siempre lo que uno necesitaba -continuó el piloto-. Más comida, más ropa, más de todo. Necesitabas una cosa, pues él la tenía. Siempre conseguía a cambio más de lo que estabas dispuesto a darle. Era injusto. Se supone que todos los prisioneros en el campo pasamos las mismas privaciones, pero ése no era el caso de Trader Vic.

– Lo sé. A veces parecía como si fuera el único kriegie que no adelgazaba -respondió Tommy. El hombre emitió un gruñido de asentimiento.

– Por otra parte -dijo el capitán-, tampoco acabó como otros.

Tommy asintió. Eso era cierto, aunque no había ninguna garantía de que no acabaran todos tan muertos como Bedford. Se abstuvo de decirlo en voz alta, aunque sabía que ese temor rondaba siempre por la cabeza de los aviadores y aparecía en las pesadillas de muchos kriegies. Una de las máximas del campo de prisioneros era: «No hables de lo que te aterroriza, pues podría ocurrir.»

– Desde luego -dijo Tommy-, pero ¿qué querías decirme?

En la formación vecina, a la derecha de Tommy, se oyeron una serie de protestas airadas. Tommy supuso que el hurón que contaba a ese grupo había vuelto a equivocarse. El neoyorquino dudó unos instantes, como si recapacitara sobre lo que iba a decir.

– Vic hizo un par de negocios poco antes de morir que me llamaron poderosamente la atención -dijo-. Y no sólo a mí, sino que varios tíos notaron que andaba más ocupado de lo habitual, que ya es decir.

– Sigue -repuso Tommy con calma.

El piloto dio un respingo, como si aquel recuerdo le desagradara.

– Una de las cosas que obtuvo la vi sólo una vez, pero recuerdo que pensé para qué diablos la necesitaba. Supuse que lo querría como un recuerdo especial, pero me chocó, porque si los alemanes lo hallaban durante uno de sus registros se iba a armar la gorda, así que yo no lo habría tocado ni con guantes.

– ¿De qué estás hablando? -preguntó Tommy con mayor brusquedad pero sin levantar la voz.

El capitán se detuvo de nuevo antes de responder:

– Era un cuchillo. Un cuchillo especial. Como el que luce Von Reiter cuando se pone su uniforme de gala para reunirse con los jefes.

– ¿Largo y delgado como un puñal?

– Eso. Era un cuchillo especial de las SS. Vi que tenía una de sus calaveras en la empuñadura. De esos que seguramente te conceden por haber hecho algo muy maravilloso por la patria, ya sabes: quemar libros, golpear a mujeres y niños o disparar contra rusos desarmados. El caso es que no me pareció un recuerdo. No señor. Si los alemanes te pillan con un objeto como ése, son capaces de encerrarte en la celda de castigo quince días. Esas cosas ceremoniales se las toman muy en serio, no tienen ningún sentido del humor.

– ¿Dónde lo viste?

– Lo tenía Vic. Lo vi sólo una vez. Yo estaba en su cuarto, jugando a las cartas con unos compañeros suyos cuando apareció él con el cuchillo. Comentó que era un objeto raro. No nos dijo a quién iba a ver, pero nos dio a entender que alguien le había dado algo muy especial a cambio de él. Deduje que se trataba de un negocio importante. Alguien deseaba obtener ese cuchillo a toda costa. Vic lo guardó con prisa junto al resto del botín, negándose a decirnos cuál había de ser su destinatario. Yo no volví a pensar en ello hasta que Vic murió y dijeron que lo habían asesinado con un cuchillo; entonces me pregunté si sería el que yo había visto. Dijeron que se trataba de un cuchillo que había fabricado Scott. Luego se oyeron rumores de que quizá no fuera el arma homicida, lo cual me hizo pensar de nuevo en él. En fin, no sé si esta información te ha servido de ayuda, Hart, pero creí que podía interesarte. Ojalá supiera quién consiguió esa arma, te sería de mucha ayuda. En algún lugar de este campo hay un puñal de las SS. Yo que tú pensaría en ello. No dejaría de ser extraño que hubieran asesinado a Trader Vic con el arma que él había dado a otro a cambio de un favor.

– ¿Cómo crees que lo consiguió?

El otro emitió una risita que más parecía un bufido.

– Sólo hay un hurón que tenga ese tipo de objetos, Hart. Lo sabes tan bien como yo.

Tommy comprendió: Fritz Número Uno.

En aquel momento percibió un leve titubeo en la voz del capitán, cuando éste prosiguió:

– Hay otra cosa que me preocupa. No sé si es importante, pero…

– Continúa -dijo Tommy.

– ¿Recuerdas cuando se desplomó el túnel del 109 hace un par de semanas?

– Claro. ¿Cómo no voy a acordarme?

– Ya. Seguro que MacNamara y Clark también lo recuerdan. Creo que contaban con él. El caso es que fue por esa época que noté que Vic estaba muy ocupado. Le vi salir por la noche en más de una ocasión.

– ¿Cómo lo sabes?

– Vamos, Hart -respondió el capitán emitiendo una breve carcajada-, hay preguntas que no valen la pena a menos que tengas una razón de peso para hacerlas. Mírame, hombre. Mido un metro sesenta y cinco. Con esta estatura no me resultó fácil conseguir que me aceptaran. Yo trabajaba de conductor de metro. Como no soy un tipo alto y fornido con estudios universitarios como tú y como Scott, de vez en cuando alguien me ofrece un trabajo. Ya sabes, un trabajo que no reporta ninguna ventaja especial, que no debe importarte ensuciarte las manos y para el que resulta muy útil estar acostumbrado a trabajar bajo tierra.

– Ya entiendo -dijo Tommy.

– La noche que murieron esos tíos -continuó el piloto-, yo tenía que estar con ellos. De no ser porque estaba acatarrado, a estas horas también estaría enterrado bajo tierra.

– Cuestión de suerte.

– Ya, supongo. Es curioso lo de la suerte. A veces es difícil adivinar quién la tiene y quién no, ¿comprendes lo que quiere decir? Por ejemplo, Scott. Pregúntale si cree tener suerte, Hart. Todos los pilotos de caza sabemos de qué va. Buena suerte. Mala suerte. Depende de lo que los hados te tengan reservado. Va incluido en nuestro trabajo.

– ¿Adónde quieres ir a parar?

– He oído decir, de una fuente fidedigna, que por esa época Trader Vic consiguió algunos objetos insólitos y que algunos hombres de este campo consideran muy valiosos: documentos de identidad alemanes, bonos de viaje y dinero. También consiguió algo muy interesante: un horario de trenes. Eso valía una fortuna. Ahora bien, ese tipo de información sólo puede provenir de un sitio, cuesta un riñón y algunos estarían dispuestos a hacer lo que fuera con tal de conseguirla.

– Cuando les vi recoger las pertenencias de Vic después de que muriera asesinado, no vi nada de eso -replicó Tommy.

– Claro, es lógico. Porque esos objetos de los que estamos hablando fueron a parar a las manos indicadas. Por bien que Vic hubiera escondido sus pertenencias, esos documentos, papeles y demás eran muy peligrosos. Nunca podía estar seguro de que el alemán que se los había dado a cambio de otra cosa no se volvería contra él y se pondría a registrar sus cosas con otros gorilas. Y como dieran con esos objetos, se lo habrían arrebatado todo antes de encerrarlo en la celda de castigo durante cien años. Por tanto, le convenía entregar esos objetos cuanto antes a las personas indicadas, ¿comprendes lo que quiero decir? Las personas que los necesitaban sabrían qué hacer con ellos y no demorarían en hacerlo, ¿entiendes?

– Creo que comprendo… -repuso Tommy, pero el capitán que se hallaba detrás de él se apresuró a interrumpirle.

– Te equivocas, porque ni yo mismo lo entiendo. Esos tíos mueren en el túnel, y poco después Bedford consigue esos valiosos documentos, horarios de trenes y otras cosas que necesitan los del comité de fuga, quienesquiera que sean, una panda de cabrones anónimos. Cuando yo estaba excavando, jamás averigüé quién lo planeaba todo. Lo único que les importaba era cuántos metros habíamos excavado y cuántos nos faltaban. Pero de una cosa estoy seguro: darían su mano derecha por esos documentos…

El piloto soltó otra risotada.

– De ese modo -se apresuró a añadir-, todos se parecerían a este maldito nazi, Visser, que siempre anda husmeando y no aparta sus ojillos de zorro de ti, Hart.

Hasta Tommy se vio movido a reír ante esa idea.

– Pero creo que esas cosas ya no tienen ningún valor para los que planeaban fugarse -continuó el neoyorquino tras aclararse la voz-, porque los alemanes han comenzado a arrojar mochilas con cargas en el condenado túnel y a rellenarlo. Las fechas no cuadran. Esos hombres necesitaban esos objetos antes de que el maldito túnel se desplomara. Varias semanas antes, para que los que se dedican a falsificar documentos pudieran prepararlos, los sastres confeccionaron las prendas de fuga y los tíos que iban a escaparse aprendieron a memorizar los horarios de trenes y a practicar el alemán. No después, que es cuando los obtuvo Vic. Quizá tú puedas descifrarlo, Hart. Yo llevo semanas intentándolo.

Tommy asintió con la cabeza, pero no respondió de inmediato, pues reflexionaba.

– ¿Todavía excavas? -preguntó de sopetón.

Tras dudar unos momentos, el capitán repuso con frialdad:

– No debo responder a esa pregunta, Hart, y tú sabes que no debes hacérmela.

– Lo lamento -contestó Tommy-. Tienes razón.

El hombre dudó de nuevo unos instantes antes de proseguir:

– Pero, Hart, quiero salir de aquí. Lo deseo tanto que algunos días, el mero hecho de pensarlo me enfurece. Jamás había estado encerrado en prisión y no volveré a estarlo, te lo aseguro. Cuando regrese a Manhattan, observaré las reglas al pie de la letra. Cuando estás cavando bajo tierra, no piensas en otra cosa. Rodeado de arena y polvo. Siempre acaban desplomándose. Apenas puedes respirar. Apenas ves nada. Es como cavar tu propia tumba, tío. Da miedo pensarlo.

En aquel momento, Hugh, que se había esforzado en oír las palabras del piloto, preguntó:

– ¿Cree que alguno de los amigos de Vic podría decirnos dónde han ido a parar el cuchillo y los documentos?

– ¿Los amigos de Vic? -repuso el capitán neoyorquino con tono de chanza entre toses y ahogos-. ¿Amigos? Estás muy equivocado.

– ¿Qué quieres decir? -inquirió Tommy.

El piloto dudó antes de responder lentamente:

– ¿Conoces a esos tíos, los que se meten siempre con Scott? Los compañeros de cuarto de Vic y los otros, los que siempre andan causando problemas.

– Sí, los conozco -repuso Hugh con rabia.

– Bueno, ellos dicen que eran amigos de Vic, que éste se ocupaba de que no les faltara de nada y esas pamplinas. Es una cochina mentira, te lo aseguro. Pero les viene muy bien para justificar lo que le han estado haciendo a Scott, que no es lo que muchos de nosotros haríamos, no señor. Te diré una cosa, Hart. A Trader Vic sólo le importaba él mismo. Nadie más. Vic no tenía ni un solo amigo. -El hombre calló un momento-. Te recomiendo que pienses en ello -añadió.

El ayudante alemán, situado frente a la formación, gritó: Achtung!

Tommy volvió la cabeza ligeramente y vio que Von Reiter se había colocado delante de las formaciones y recibía los saludos obligados de los hurones, que por fin habían completado con éxito el recuento. Todos los kriegies estaban presentes y habían sido contados. Iba a comenzar otra jornada en el campo de prisioneros. Von Reiter pidió a MacNamara que se adelantara un paso y, tras los saludos de rigor entre oficiales, éste se volvió y ordenó a los aviadores aliados que rompieran filas. Cuando los grupos de hombres se dispersaron, Tommy se volvió con rapidez para tratar de ver al capitán neoyorquino, pero éste se había confundido con la multitud de kriegies que conversaban unos minutos antes de iniciar otro día de cautiverio.

Aunque éste prometía ser distinto de los anteriores.


No bien había avanzado diez metros entre los aviadores que se dispersaban cuando Tommy oyó a alguien gritar su nombre y al volverse vio a Walker Townsend saludándole con la mano. Tommy se detuvo al notar que Hugh Renaday y Lincoln Scott se situaban junto a él, y los tres observaron al capitán de Richmond dirigirse hacia ellos. Lucía su media sonrisa habitual y llevaba la gorra de aviador echada hacia atrás, en una actitud distendida que contradecía el gélido viento que golpeaba a todos.

– Capitán -dijo Tommy.

– Buenos días, chicos -respondió Townsend animoso-, Me muero de ganas de regresar a Virginia. Estamos casi en verano y aquí hace un tiempo invernal. ¿Cómo es posible que haya gente que le guste vivir en este país? ¿Estás preparado para la inauguración de nuestro pequeño espectáculo, Tommy?

– Ando más bien escaso de tiempo -contestó Tommy.

– No obstante, tengo la impresión de que has estado muy ocupado -replicó Townsend-. No creo que nadie tenga ganas de aplazar el asunto. De todos modos, quisiera que me acompañaras hasta la entrada del barracón 122, donde el coronel MacNamara desea hablar contigo antes del inicio de los festejos de esta mañana.

Tommy levantó la cabeza y contempló las hileras de barracones. El barracón 12 2 era uno de los que quedaban más aislados.

– Usted también puede venir con nosotros, señor Renaday.

– Y Scott también, si se trata de algo relacionado con el caso -apostilló Tommy.

Una breve expresión de enojo ensombreció el rostro de Walker Townsend, antes de que éste asumiera su habitual sonrisa campechana.

– Desde luego. Es lógico. Caballeros, no debemos hacer esperar al comandante…

Tommy asintió y los tres siguieron a Townsend bajo la fría luz del amanecer. Tras recorrer pocos metros, Tommy aminoró un poco el paso e hizo un pequeño ademán a Hugh Renaday. Éste captó a la perfección el gesto y aceleró, se detuvo junto al fiscal y se puso a charlar con él.

– No he estado nunca en Virginia, capitán. ¿Ha visitado alguna vez Canadá? Nosotros decimos que cuando Dios creó los otros países, estaba practicando, pero cuando creó Canadá, le salió una obra maestra…

Al mismo tiempo, Tommy quedó un poco rezagado y Lincoln Scott, al observar la maniobra, se aproximó a él.

– Esta pequeña reunión nunca se ha producido -dijo al aviador negro-. ¿De acuerdo, Hart?

– Eso es. Mantenga los ojos y los oídos bien abiertos…

– ¿Y la boca cerrada?

– No está de más ocultar las cartas al contrario -repuso Tommy encogiéndose de hombros.

– Una actitud típica de un blanco, Hart. En mi situación no sirve de nada, aunque sea una matización compleja que ya discutiremos usted y yo en otra ocasión más propicia. Suponiendo que yo sobreviva a esto.

– Suponiendo que todos sobrevivamos.

Scott emitió una risa rasposa.

– Cierto. Son muchas las personas que mueren en la guerra.

Todos vieron al oficial superior americano paseándose arriba y abajo frente a la entrada del barracón, fumando sin parar. El comandante Clark se hallaba cerca de él, envuelto también en humo de un cigarrillo, el cual se confundía con el aliento grisáceo y vaporoso que brotaba de las bocas de los hombres. Clark arrojó su colilla al suelo cuando los hombres se aproximaron. MacNamara dio una última y larga calada y aplastó el cigarrillo con la bota. Después de unos rápidos saludos, el coronel dirigió una breve e irritada mirada a Townsend.

– Creí que iba a traer sólo al teniente Hart -le espetó-. Eso fue, al menos, lo que le ordené.

Townsend se dispuso a responder, pero permaneció en posición de firmes cuando MacNamara interrumpió sus palabras con un rápido ademán. A continuación se volvió hacia Lincoln Scott y Tommy Hart.

– Me han hablado de las acusaciones que usted ha hecho -dijo con energía-. Las implicaciones del robo son graves y pueden poner en juego todas las sesiones previstas para esta mañana.

– Sí, señor -respondió Tommy-. Es por esto que un aplazamiento sería…

– No he terminado, teniente.

– Disculpe, señor.

MacNamara carraspeó.

– Cuanto más pienso en este asunto -prosiguió-, más convencido estoy de que exponerlo en un tribunal público delante de toda la población del campo y los representantes de los alemanes sólo servirá para confundir aún más la situación. La tensión entre los hombres a raíz del asesinato y ahora el juicio, tal como demuestra el enfrentamiento que se produjo tras el hallazgo de la inscripción en la puerta de Scott… En fin, caballeros, estoy muy preocupado.

Tommy intuyó que Scott, que estaba a su lado, iba a protestar, pero el aviador negro se tragó sus palabras y MacNamara siguió hablando.

– Por consiguiente, teniente Hart, teniente Scott, decidí llamar al capitán Townsend, explicarle los cargos que ustedes han hecho y asegurarle que ningún miembro de la acusación ni ningún testigo que se propone llamar al estrado estuvieron envueltos en el supuesto robo.

– Vaya, yo supuse que habíais cogido un poco de leña para encender el hornillo, Tommy, eso es todo… -dijo Townsend con tono jovial, interrumpiendo al coronel MacNamara, el cual no le reprendió por hacerlo-. No imaginé que tuviera nada que ver con nuestro caso.

Tommy se volvió hacia Townsend.

– ¡Mentira! -le espetó-. Me seguiste hasta allí y me viste arrancar la tabla del muro. Sabías muy bien lo que estaba haciendo. Y te preocupaste de que Visser lo viera también…

– ¡Baje la voz, teniente! -intervino Clark.

Townsend siguió meneando la cabeza.

– Te equivocas -afirmó.

Tommy se volvió hacia MacNamara.

– Señor, protesto.

El coronel volvió a interrumpirle.

– Tomo nota de su protesta, teniente -contestó el coronel y luego se detuvo, observando a Scott unos momentos, antes de fijar los ojos de nuevo en Tommy-. He decidido cerrar el asunto de la tabla. Si existió, es probable y comprensible que un tercero la confundiera con un pedazo de leña sin importancia y la quemara. Esto suponiendo que existiera, sobre lo cual no hay prueba alguna. Señor Hart, puede usted alegar lo que desee en el juicio. Pero nadie mencionará esa supuesta prueba sin presentar otra que la corrobore. Y cualquier declaración que desee hacer sobre ella y lo que ésta demuestra lo oiremos en privado, sin la presencia de los alemanes. ¿Me he explicado con claridad?

– Coronel MacNamara, esto es injusto. Protesto.

– También tomo nota de esta protesta, teniente.

Scott estaba furioso, a punto de estallar debido al terminante rechazo de sus alegaciones. Avanzó un paso, con los puños crispados, la mandíbula tensa, dispuesto a dar rienda suelta a su furia, pero el comandante le paró los pies con una mirada fulminante.

– Teniente Scott -murmuró MacNamara con frialdad-, mantenga la boca cerrada. Es una orden. Su abogado ha hablado en su nombre, y cualquier discusión sólo servirá para empeorar su situación.

Scott enarcó una ceja en un gesto airado e inquisitivo.

– ¿Empeorarla? -preguntó en voz baja, controlando su ira con sogas, calabrotes, candados y cadenas internos.

Nadie respondió a su pregunta.

MacNamara siguió mirando detenida y fríamente a los tres miembros de la defensa. Dejó que el silencio continuara durante unos segundos, después de lo cual se llevó la mano a la visera, de forma deliberada y pausada, mostrando su ira contenida.

– Pueden retirarse hasta las ocho de esta mañana -dijo consultando su reloj-, o sea, dentro de cincuenta y nueve minutos.

MacNamara y Clark dieron media vuelta y entraron en el barracón. Townsend se dispuso también a retirarse, pero Tommy alargó la mano derecha y asió al capitán.

Townsend se volvió como un barco de vela zarandeado por un viento recio y se encaró con Tommy, que pronunció una sola palabra antes de soltarlo.

– ¡Embustero! -murmuró en las narices del virginiano.

El capitán entreabrió la boca para replicar, pero cambió de opinión. Dio media vuelta y se marchó, dejando a los tres miembros de la defensa plantados junto al barracón.

Scott observó al capitán alejarse, luego respiró hondo y se apoyó en el muro del barracón 122. Introdujo la mano lentamente en el bolsillo interior de su cazadora y sacó los restos de una tableta de chocolate. La partió en tres trocitos y entregó uno a Tommy y otro a Hugh antes de meterse el más pequeño en la boca. Durante unos momentos, los tres hombres se apretujaron contra el muro del edificio, al abrigo del viento, dejando que la suculencia de la tableta Hershey’s se disolviera en sus bocas.

Tommy dejó que el chocolate se deshiciera completamente sobre su lengua antes de tragarlo.

– Gracias -dijo.

Scott sonrió.

– Bueno, como fue una reunión tan amarga, pensé que nos vendría bien algo que la endulzara y lo único que tenía a mano era chocolate.

Los tres hombres se rieron de la ocurrencia.

– Me aventuro a pronosticar, muchachos -dijo Renaday-, que no debemos esperar demasiados fallos a nuestro favor durante el juicio.

– Eso es seguro -repuso Scott meneando la cabeza-. Pero yo creo que ese tío nos arrojará algunos huesos, ¿no, Hart? No de los que llevan carne, sino de los más pequeños. Quiere dar la impresión de obrar con justicia. Busca un linchamiento… «justo».

– No deja de ser cómico -dijo Scott tras suspirar-. Bueno, más que cómico divertido. Pero me está ocurriendo a mí -añadió con un gesto elocuente.

Tommy asintió.

– Me he dado cuenta de algo en lo que no había reparado hasta el momento. ¿No se ha fijado en nada particular, Scott?

El aviador negro tragó el chocolate y miró perplejo a Tommy.

– Continúe, abogado -repuso-. ¿En qué debía haberme fijado?

– MacNamara era quien se mostró más preocupado sobre la forma de exponer el caso ante los alemanes. Nos ha convocado aquí, donde prácticamente nadie podía vernos, insistiendo en que no debemos revelar nada a los alemanes. En particular nada que haga pensar en que Trader Vic fue asesinado en un lugar distinto del Abort. Lo cual es muy interesante, porque, bien pensado, lo que quieren demostrar a los nazis es lo cojonudamente justos que somos en nuestros juicios. No justamente lo contrario.

– O sea -dijo Scott con lentitud-, ¿crees que todo esto en parte es una farsa?

– Sí. Pero debería ser una farsa en sentido inverso. Es decir, una farsa que no parezca una farsa.

– De todos modos, ¿en qué me beneficia eso?

Tommy se detuvo antes de responder.

– Ésa es la pregunta de los veinticinco centavos, ¿no?

Scott asintió con la cabeza. Durante unos momentos se quedó pensativo.

– Creo que también hemos averiguado otra cosa. Aunque, por supuesto, no hay tiempo suficiente para hacer algo al respecto -agregó el aviador negro.

– ¿A qué se refiere? -preguntó Renaday.

Scott alzó la vista al cielo.

– ¿Saben lo que más odio de este maldito clima? -preguntó retóricamente, respondiendo de inmediato a su propia pregunta-. Que un día sale el sol y te quitas la camisa para sentir su calor, pensando que hay esperanza de que el tiempo mejore, y al día siguiente te despiertas con la sensación de que ha vuelto el invierno, con tormentas y vientos helados. -Tommy suspiró, sacó una nueva tableta de chocolate y partió un trozo para cada uno-. Puede que ya no necesite esto dentro de poco -dijo. Luego, volviéndose hacia Hugh agregó-: lo que he aprendido de esta breve reunión, es algo que debimos dar por sentado desde el principio: que el fiscal está dispuesto a mentir sobre lo que vio en las mismas barbas del comandante. Deberíamos preguntarnos qué otra mentira tiene preparada.

Esta observación pilló a Tommy por sorpresa, pero tras unos instantes de reflexión llegó a la conclusión de que era acertada. «Hay una mentira en alguna parte», se dijo. Pero no sabía dónde. Lo cual no significaba que no estuviera preparado para ella.

– Será mejor que nos pongamos en marcha -dijo tras mirar la hora.

– No debemos llegar tarde -apuntó Scott-. Aunque no estoy seguro de que el presentarnos allí sea una buena idea.

Hugh sonrió y saludó con la mano a la torre de vigilancia, en cuyo centro había dos gorilas ateridos por el viento helado.

– ¿Sabes qué deberíamos hacer, Tommy? Esperar a que todos estén reunidos en la sala del tribunal y largarnos por la puerta principal como hicieron los británicos. Puede que nadie se diera cuenta.

– Seguramente no llegaríamos muy lejos -respondió Scott tras prorrumpir en una carcajada-. Tengo mis dudas de que en estos momentos haya muchos negros paseándose por Alemania. No creo que nos incluyan en el gran proyecto nazi. Lo cual me complicaría la vida si me pillan correteando por la campiña, tratando de fugarme. Bien pensado, es muy curioso. Probablemente soy el único tío en el Stalag Luft 13 que los alemanes no tienen que vigilar. Porque ¿adónde iba a ir? ¿Cómo podría ocultarme? Me resultaría un poco difícil mezclarme con el populacho local sin llamar la atención, ¿no creen? Al margen de cómo fuera vestido o de los documentos falsos que llevara, no creo que pudiera pasar inadvertido.

Scott se apartó del muro y se irguió, sin dejar de sonreír.

– Debemos irnos, abogado -dijo.

Tommy asintió con la cabeza. Miró al aviador negro y pensó que Scott era el tipo de hombre que convenía tener de tu lado en una pelea justa. Durante unos instantes se preguntó cómo habría tratado su viejo capitán del oeste de Tejas al aviador de Tuskegee. No sabía si aquél tenía prejuicios raciales, pero una cosa sí sabía: el capitán conocía el sistema para calibrar la templanza y frialdad de una persona en circunstancias adversas, y en ese sentido, Lincoln Scott habría conquistado su admiración. Tommy dudaba de poder aparentar la serenidad que mostraba Scott con todo lo que se le había venido encima de hallarse en su lugar. Pero Scott llevaba razón en una cosa: sus situaciones no eran intercambiables.


Los kriegies se habían introducido como con calzador en cada palmo de espacio disponible del edificio del teatro, ocupando cada asiento, llenando los pasillos de la sala. Al igual que la vez precedente, multitud de hombres se agolpaban frente a cada ventana fuera del barracón, esforzándose en oír y contemplar la escena que iba a desarrollarse en el interior. La presencia alemana era algo más numerosa debido a los hurones situados en la periferia de los grupos de prisioneros y al escuadrón armado de gorilas cubiertos con cascos apostados frente a la puerta. Los alemanes parecían tan intrigados como sus prisioneros, aunque sus escasos conocimientos de la lengua y los usos y costumbres estadounidenses les impedían seguir con detalle lo que ocurría. No obstante, la perspectiva de un acontecimiento que venía a romper la tediosa rutina del campo resultaba atractiva a todos, y ninguno de los guardias parecía enojado por haber recibido esa misión.

El coronel MacNamara, flanqueado por los otros dos oficiales miembros del tribunal, se hallaba sentado a la cabeza de la mesa. Visser y el estenógrafo que lo acompañaba estaban sentados a un lado, como antes. En el centro del estrado habían dispuesto una silla con respaldo, para que los testigos pudieran sentarse. Al igual que la vez anterior, había mesas y sillas para la defensa y la acusación, pero en esta ocasión Walker Townsend ocupaba la silla más prominente, y el comandante Clark estaba sentado a su lado.

A las ocho en punto de la mañana, Tommy Hart, Lincoln Scott y Hugh Renaday, imitando de nuevo una escuadra de cazas, entraron a paso de marcha por la puerta abierta y avanzaron por el pasillo central; sus botas militares resonaban sobre las tablas del suelo con la insistencia de una ametralladora. Los aviadores sentados en el pasillo se apresuraron a apartarse, tras lo cual volvieron a ocupar sus puestos cuando los otros hubieron pasado.

El acusado y sus dos abogados defensores ocuparon sin decir palabra sus asientos. Se produjo una breve pausa mientras el coronel MacNamara aguardaba a que el murmullo remitiera. Al cabo de irnos segundos se hizo el silencio en la improvisada sala del tribunal. Tommy miró brevemente a Visser y vio que el estenógrafo del alemán estaba inclinado hacia delante, con la pluma apoyada en el bloc de notas, mientras que el oficial se hallaba de nuevo sentado hacia atrás, balanceándose sobre las patas traseras de su silla, con expresión casi de indiferencia, pese a la atmósfera de vibrante tensión que reinaba en la sala.

La sonora voz de MacNamara hizo que el alemán volviera a prestar atención.

– Nos hemos reunido aquí, hoy, según lo previsto en el código de justicia militar de Estados Unidos, para ver el caso del ejército estadounidense contra Lincoln Scott, teniente, acusado del asesinato premeditado de Vincent Bedford, capitán de las fuerzas aéreas del ejército estadounidense, mientras ambos hombres eran prisioneros de guerra, bajo la jurisdicción de las autoridades de la Luftwaffe alemana, aquí, en el Stalag Luft 13.

MacNamara se detuvo y observó a la multitud congregada en la sala.

– Procederemos… -empezó a decir, pero se detuvo al ver que Tommy se levantaba bruscamente.

– Protesto -dijo éste con energía.

MacNamara miró a Tommy entrecerrando los ojos.

– Deseo renovar mi protesta por el procedimiento. Deseo renovar mi petición de más tiempo para preparar la defensa. No me explico, señoría, el motivo de semejante premura para celebrar este juicio. Hasta un pequeño aplazamiento permitiría una revisión más exhaustiva de los hechos y las pruebas.

MacNamara le interrumpió con frialdad.

– No habrá aplazamiento -dijo-. Ya lo hemos hablado. Siéntese, señor Hart.

– Muy bien, señor -contestó Tommy, acatando la orden.

MacNamara tosió y dejó que el silencio cayera sobre la habitación, antes de continuar.

– Procedamos con los alegatos iniciales…

De nuevo, Tommy se puso en pie, retirando ruidosamente su silla hacia atrás, y dio un taconazo. MacNamara lo miró con frialdad.

– ¿Protesta? -inquirió.

– Sí, señoría -repuso Tommy-. Deseo renovar mi protesta de que este juicio se celebre en estos momentos porque bajo las leyes militares estadounidenses, el teniente Lincoln Scott tiene derecho a estar representado por un miembro acreditado de la abogacía. Como sin duda sabe su señoría, yo aún no he alcanzado esta posición, mientras que mi distinguido rival -dijo señalando a Walker Townsend- sí. Esto crea una situación desigual, puesto que la acusación me lleva ventaja en materia de experiencia. Solicito que este juicio sea aplazado hasta que el teniente Scott disponga de un abogado profesional, que pueda aconsejarle con mayor conocimiento de causa sobre sus derechos y posibles tácticas para defenderse de los cargos que se le imputan.

MacNamara no apartó su fría mirada de Tommy. El joven navegante volvió a sentarse.

En éstas Lincoln Scott le murmuró, con una voz que revelaba la sonrisa que ocultaba.

– Eso me ha gustado, Hart -dijo-. No funcionará, desde luego, pero me ha gustado. De todos modos, ¿para qué necesito yo otro abogado?

Walker Townsend, sentado a la derecha de la defensa, se levantó. MacNamara le hizo un gesto con la cabeza y las palabras del letrado, pronunciadas con tono jovial y ligeramente acentuadas, se dejaron oír en la sala.

– Lo que mi colega propone no es desatinado, señoría, aunque pienso que el teniente Hart ha demostrado de sobra sus dotes ante el tribunal. Pero según tengo entendido, durante buena parte de la preparación de la defensa estuvieron asistidos, muy hábilmente por cierto, por un oficial veterano británico que es asimismo un conocido abogado en esa nación, señor, perfectamente versado en los diversos elementos de un procedimiento penal.

– ¡Y que fue trasladado sumariamente de este campo por las autoridades alemanas! -interrumpió Tommy con violencia.

Después se inclinó hacia delante y fijó la vista en Visser.

– ¡Y probablemente asesinado! -añadió.

Esta palabra provocó airados murmullos y un breve tumulto entre los kriegies. Un guirigay de voces se precipitó como un torrente a través de la sala. Visser no se movió. Pero extrajo lentamente uno de sus cigarrillos largos, de color pardo, que encendió con parsimonia, manipulando hábilmente la cajetilla y luego el encendedor con su único brazo.

– ¡No hay pruebas de eso! -replicó Townsend, levantando un poco la voz.

– Cierto -apostilló MacNamara-. Y los alemanes nos han dado toda clase de garantías…

– ¿Garantías, señor? -interrumpió Tommy-. ¿Qué garantías?

– Las autoridades alemanas nos han asegurado que el teniente coronel Pryce sería repatriado con todas las garantías -declaró MacNamara con tono tajante.

Tommy sintió que la boca del estómago se le encogía de ira. Durante unos momentos, se vio cegado por la rabia. No había razón alguna para que el oficial superior americano del Stalag Luft 13 tuviera ningún conocimiento del traslado de Phillip Pryce del campo de prisioneros. Pryce se hallaba bajo jurisdicción británica y sus mandos. El que los alemanes hubieran dado a MacNamara cualquier clase de garantías sólo podía significar que los americanos estaban implicados en el hecho. Esta idea le impactó de tal forma, que durante unos momentos se sintió aturdido, intentando descifrar lo que en verdad significaba. Pero no había tiempo de reflexiones.

– Son nuestros enemigos, señor -dijo-. Toda garantía que le hayan dado debe ser interpretada a la luz de ese hecho.

Después de una breve pausa, inquirió:

– ¿Por qué cree que no mentirían? Y más aún para encubrir un crimen.

MacNamara volvió a mirarlo con irritación. Aunque los kriegies que asistían al juicio ya habían guardado silencio dio unos golpes con su martillo de fabricación casera. El eco reverberó ligeramente en la sala.

– Conozco ese hecho, teniente, y no es necesario que me lo recuerde. ¡No habrá aplazamiento! -exclamó-. ¡Los alegatos iniciales!

El coronel se volvió hacia Walker Townsend.

– ¿Está usted preparado, capitán?

Townsend asintió con la cabeza.

– ¡Pues adelante! ¡Sin más interrupciones por su parte, teniente Hart!

Tommy abrió la boca para replicar, aunque en realidad no tenía nada que decir, pues ya había conseguido lo que pretendía, que era informar a toda la población del campo de prisioneros que, al margen de lo que pensaran, condenar a Scott no iba a ser tarea fácil. Por lo tanto, se sentó, preocupado por lo que había oído hasta el momento. Miró de hurtadillas a Townsend, que parecía un tanto nervioso tras las primeras salvas de la defensa. Pero Townsend era un veterano, según había comprobado Tommy, tanto ante un tribunal como en el campo de batalla, y a los pocos segundos recobró la compostura. Avanzó hasta situarse en el centro de la sala y se volvió un poco para dirigirse al tribunal, a los pilotos que se hallaban presentes y, en parte, a los observadores alemanes. Cuando se disponía a comenzar se produjo un pequeño barullo al fondo del edificio del teatro. Por el rabillo del ojo Tommy vio a Visser enderezar su silla y ponerse en pie. El estenógrafo hizo lo propio, cuadrándose de inmediato. MacNamara y los otros miembros del tribunal se pusieron también en pie, en vista de lo cual Tommy asió a Lincoln Scott de la manga y ambos se levantaron a su vez. En éstas oyeron el sonido de unas recias botas avanzando por el pasillo central, y al darse media vuelta vieron al comandante Von Reiter, acompañado como de costumbre por un par de ayudantes, dirigiéndose hacia el rudimentario estrado.

MacNamara rompió el silencio.

– Comandante -dijo-, no sabía que fuera usted a asistir a esta sesión.

Von Reiter observó la cara de pocos amigos de Visser y respondió con un ademán ambiguo:

– ¡Pero coronel MacNamara, no siempre se tiene la oportunidad de presenciar el afamado estilo de justicia americano! Por desgracia, mis deberes no me permiten asistir a todas las sesiones. Pero trataré de acudir siempre que pueda. Confío en que esto no suponga un problema.

MacNamara esbozó una sonrisa.

– Por supuesto que no, comandante. Puede usted asistir siempre que lo desee. Lamento no haber dispuesto una silla para usted.

– No me importa permanecer de pie -contestó Von Reiter-. Y le ruego tenga presente que el Hauptmann Visser es el observador oficial del Reich, enviado por el alto mando de la Luftwaffe. Mi presencia se debe tan sólo… ¿cómo decir…? al afán de satisfacer mi curiosidad. Por favor, continúe.

Sonrió y se situó a un lado de la sala. Varios kriegies se apresuraron a apartarse para hacerle sitio, apiñándose entre sus compatriotas para evitar todo contacto con el austero comandante alemán, casi como si el talante de rancia aristocracia que ostentaba fuera una enfermedad que los democráticos ciudadanos-soldados de las fuerzas aéreas debían evitar a toda costa. Von Reiter, que parecía consciente de esta maniobra, se apoyó contra la pared observando la escena con expresión divertida.

El coronel volvió a sentarse, indicando a los otros que hicieran lo propio. Luego hizo un gesto con la cabeza a Walker Townsend.

– Proceda usted, capitán -dijo.

– Sí, señor. Seré breve, señoría. La acusación cree poder demostrar que el teniente Lincoln Scott y el capitán Vincent Bedford experimentaban una antipatía fundada en el odio racial desde la llegada del primero a este campo. Esta animadversión quedó de manifiesto en numerosos incidentes, entre los cuales cabe destacar una violenta pelea, en la que el capitán Bedford acusó al teniente Scott de haberle robado. Varios testigos pueden corroborarlo. La acusación demostrará que el señor Scott, temiendo por su vida debido a las amenazas proferidas por el capitán Bedford, confeccionó un arma, siguió a Bedford y se encaró con él en el Abort situado entre los barracones 101 y 102 a una hora en que todos los prisioneros deben hallarse en sus barracones, que ambos pelearon y que el capitán Bedford murió asesinado. El teniente Scott, según demostrarán las pruebas, tenía la intención y los medios de cometer este asesinato, señoría. Las pruebas que presentará la acusación son abrumadoras. Lamentablemente, no existe otra conclusión legal a los hechos acaecidos.

Walker Townsend dejó que el eco de su última frase resonara en la sala. Dirigió una breve mirada a Von Reiter y a MacNamara, y se sentó.

MacNamara asintió y miró a Tommy Hart.

– Puede proceder con su alegato inicial -le dijo.

Tommy se levantó. Las palabras se formaban con trabajo en su imaginación, la ira y la indignación le atenazaban la garganta y respiró hondo. Estos segundos de vacilación le permitieron poner en orden sus pensamientos y controlar sus emociones.

– Señoría -dijo tras una breve sonrisa-, la defensa se reserva el derecho de no pronunciar su alegato inicial hasta que la acusación complete la exposición del caso.

MacNamara miró perplejo a Tommy.

– Esto no es habitual -repuso-. No sé…

– Estamos en nuestro derecho, según las leyes militares, de posponer nuestro alegato inicial -se apresuró a decir Tommy, aunque no tenía remota idea de si estaba en lo cierto-. No tenemos ninguna obligación de exponer nuestra defensa ante la acusación hasta el momento en que nos corresponda hacerlo.

MacNamara volvió a dudar. Luego se encogió de hombros.

– Como desee, teniente. Entonces procederemos con el primer testigo.

El comandante Von Reiter, sentado a la izquierda de MacNamara, avanzó un paso. El coronel se volvió hacia él, y el alemán, exhibiendo la sonrisa que había permanecido en las comisuras de su labio superior, dijo:

– ¿Significa eso que el teniente Hart no está obligado a ofrecer ahora su defensa y que puede esperar a hacerlo en un momento más propicio?

– Así es, Herr Oberst -respondió MacNamara.

Von Reiter emitió una seca carcajada.

– Muy astuto -dijo, haciendo un pequeño ademán hacia Tommy-. Por desgracia, esto era lo que más me interesaba de este juicio. Por consiguiente, coronel, regresaré más tarde, con su permiso. Conozco de sobra los alegatos de la acusación. Son las respuestas del teniente Hart lo que me intriga.

El comandante alemán se llevó dos dedos a la visera y efectuó un lánguido saludo.

– Hauptmann Visser, dejo esto en sus manos -agregó Von Reiter.

Visser, que había vuelto a ponerse en pie, se cuadró con tal énfasis que el eco de su taconazo resonó por la sala.

Von Reiter, seguido como de costumbre por sus dos sumisos ayudantes, abandonó la sala seguido por la mirada de todos los prisioneros presentes en la misma. Cuando sus pasos se disiparon, MacNamara bramó:

– ¡Llame a su primer testigo!

Tommy observó a Townsend avanzar hasta el centro de la sala, pensando para sus adentros que lo que había visto hasta ahora resultaba demasiado teatral. Tenía la sensación de presenciar una obra perfectamente interpretada por actores expertos y que empleaban un lenguaje extraño e indescifrable, de modo que aunque él comprendía buena parte de las acciones, el sentido general de las palabras se le escapaba.

Luego guardó para sí sus consideraciones y se concentró en la declaración del primer testigo.

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