16

Una orden sorprendente

El recuento matutino se les antojó interminable. Cada error, cada demora, cada vez que un hurón retrocedía sobre sus pasos frente a las filas de aviadores aliados farfullando números, hacía que los hombres blasfemaran, protestaran y permanecieran firmes, como si por el hecho de hacerlo consiguieran agilizar la operación. El errático tiempo había vuelto a cambiar. A medida que el gris vaporoso de las primeras luces se consumía alrededor de los hombres, el sol se alzaba ansioso por el cielo, que había adquirido un tono azul más intenso, derramando calor sobre los impacientes kriegies. Cuando por fin les ordenaron que rompieran filas, las formaciones se dispersaron rápidamente y los hombres se dirigieron deprisa hacia el teatro, con el fin de ocupar los mejores asientos en la sala del tribunal. Tommy observó la riada humana, sabiendo que aquel día todo el campo estaría presente en el juicio. Los excitados kriegies se introducirían como con calzador en algún palmo de espacio disponible. Se encaramarían a las ventanas y se amontonarían junto a las puertas, tratando de hallar un lugar desde el que poder ver y oír lo que ocurría. Tommy se quedó quieto unos instantes; era probablemente el único hombre del campo que no sentía deseos ni necesidad de apresurarse. Se sentía un tanto preocupado y más que un poco nervioso sobre lo que iba a hacer y decir aquel día, preguntándose si alguna de sus palabras o acciones lograría salvar la vida de Lincoln Scott. El aviador negro se hallaba junto a él, observando también a los kriegies que se dispersaban hacia la sala del juicio, pero permanecía impertérrito, mostrando la expresión dura que solía adoptar en público, aunque no cesaba de mover los ojos de un lado a otro, tomando nota de las mismas cosas que veía Tommy.

– Bien, Tommy -dijo Scott con voz pausada-. Supongo que el espectáculo debe continuar.

Hugh Renaday estaba cerca de ellos. Pero el canadiense tenía la cabeza levantada hacia el cielo, contemplando el amplio horizonte azul.

– En un día así, con una visibilidad ilimitada, si contemplas el cielo un rato casi te olvidas de dónde estás -dijo con suavidad.

Tanto Tommy como Lincoln Scott alzaron la vista, siguiendo el consejo del canadiense. Tras unos segundos de silencio, Scott emitió una sonora carcajada.

– ¡Joder, tiene razón! -Se detuvo y después añadió-: Durante unos instantes uno casi llega a convencerse de que es libre.

– Sería estupendo -terció Tommy-. Pero es sólo un espejismo.

– Sí, sería estupendo -repitió Scott-. Es una de esas cosas raras en la vida en que la mentira es más agradable que la verdad.

Luego los tres hombres bajaron la vista y volvieron a contemplar la alambrada, las torres de vigilancia y los perros, todo lo que les recordaba la fragilidad de sus vidas.

– Debemos ir -dijo Tommy-. Pero no hay prisa. De hecho, nos presentaremos con un minuto de retraso. Exactamente un minuto. Para cabrear al imbécil de MacNamara. ¡Que empiecen sin nosotros!

La ocurrencia hizo reír a todos, aunque no era una estrategia muy prudente. Cuando atravesaron el campo de revista, los tres oyeron de pronto el ruido de las obras que habían comenzado al otro lado de la alambrada, en el frondoso bosque. Un lejano silbato, unos gritos y el sonido de martillos y sierras.

– Obligan a esos desgraciados a madrugar, ¿no es así? -preguntó retóricamente Scott-. Y les hacen trabajar hasta que anochece. Me alegro de no haber nacido ruso -dijo, pero luego añadió, con una triste sonrisa-: ese comentario se presta a un chiste. ¿Suponéis que en estos momentos alguno de esos desdichados estará diciendo que se alegra de no haber nacido negro en América? A fin de cuentas, los malditos alemanes les hacen trabajar hasta caer rendidos. Mientras que mi problema es que mis propios compatriotas quieren fusilarme.

Meneó la cabeza y siguió avanzando con paso decidido. En éstas, mientras atravesaban el recinto, el aviador negro miró a los dos hombres blancos y comentó sonriendo:

– No pongáis esas caras, Tommy, Hugh. Espero impaciente este día desde el momento en que me acusaron del crimen. Por lo general los linchamientos de los negros no funcionan así. Por lo general no nos dan la oportunidad de subir a un estrado y declarar ante todo el mundo y decirles que están equivocados. Por lo general nos azotan en silencio y nos ahorcan sin hacer el menor ruido y sin que nadie rechiste. Pero eso no es lo que va a ocurrir hoy. Este linchamiento será distinto.

Tommy sabía que decía la verdad.

La víspera, después de que Visser terminara de declarar, los tres hombres habían regresado al barracón 101 y se habían sentado en su dormitorio. Hugh había preparado una modesta cena a base de más carne en conserva frita, acompañada por una pasta vegetal enlatada procedente de un paquete de la Cruz Roja, creando un sabor entre seboso y estofado que no se parecía a nada de cuanto habían probado anteriormente, el cual, en términos generales, resultó positivo. Era el tipo de mejunje que en Estados Unidos habrían encontrado repugnante, pero allí, en el Stalag Luft 13, rayaba en lo exquisito.

– Scott, debemos estar seguros de que estás preparado para mañana. Especialmente para las repreguntas… -comentó Tommy entre bocado y bocado.

– Tommy, llevo toda mi vida preparándome para mañana -respondió Scott.

De modo que en lugar de hablar sobre los dos cuchillos, las manchas de sangre y las pullas racistas de Trader Vic, Tommy había preguntado de pronto a Lincoln Scott:

– Dime una cosa, Lincoln. En tu casa, cuando eras un niño, los sábados por la tarde, cuando lucía el sol y hacía calor y nadie te había obligado a hacer alguna tarea, como terminar los deberes, ¿qué solías hacer?

Lincoln Scott había dejado de comer, un tanto perplejo.

– ¿Te refieres a qué hacía en mis ratos de ocio? ¿De niño?

– Eso es. En tus ratos de ocio.

– Mi padre el predicador y mi madre la maestra no eran partidarios del ocio -había respondido Scott sonriendo-. «La pereza es terreno abonado para el diablo», oí decir en más de una ocasión. Siempre había alguna tarea que hacer, gracias a la cual iba a ser más inteligente o más fuerte o…

– Pero… -había interrumpido Tommy.

– Siempre hay un «pero» -había contestado Scott asintiendo con la cabeza-. Es la única cosa en la vida de la que puedes estar seguro -había agregado emitiendo una risotada-. ¿Sabéis lo que me gustaba hacer? Me escapaba a la estación de mercancías. Allí había un gigantesco depósito de agua, al que me encaramaba para verlo todo. ¿Comprendéis? Desde lo alto contemplaba todo el sistema de señales. La rotonda para locomotoras. Los trenes entraban uno tras otro en la estación, toneladas de hierro movidas por alguien que accionaba esos interruptores eléctricos, dirigiendo al ganado hacia la zona de carga de animales, desplazando el maíz y las patatas a una vía que se extendía hacia el este, saliendo justo a tiempo para no toparse con los trenes que transportaban acero desde las montañas. Era como una complicada danza, y yo pensaba que los hombres que dirigían la estación para mercancías eran como los ángeles de Dios, moviendo todo a través del universo según un gigantesco plan no escrito. Esa velocidad, ese peso y ese comercio que entraba y salía sin cesar, sin detenerse, sin hacer siquiera una pequeña pausa. Las grandes obras del hombre en constante exposición. Era el mundo moderno, el progreso a mis pies.

Los hombres habían guardado silencio unos momentos, antes de que Hugh meneara la cabeza diciendo:

– A mí lo que me gustaba era el deporte. Jugar al jockey con los otros chicos sobre un estanque helado. ¿Y tú, Tommy, qué hacías tú en tus ratos de ocio?

– Lo que me gustaba hacer es lo que me ha traído aquí -había respondido sonriendo-. Me gustaba contemplar las estrellas. Son diferentes, ¿sabéis? Realizan pequeños ajustes según la hora de la noche y la estación del año. Cambios de posición. Algunas brillan con más intensidad. Otras se apagan y luego vuelven a aparecer. Me gustaba observar las constelaciones y contemplar la infinidad de la noche…

Los otros le habían escuchado en silencio, y Tommy se había encogido de hombros.

– Debí cultivar otra afición. Como atar moscas o jugar al jockey, como tú, Hugh. Porque cuando las fuerzas aéreas averiguaron que yo era un experto en navegación aérea, me encontré de pronto volando a toda velocidad en un bombardero sobre el Mediterráneo. Claro que la mayoría de las misiones las llevábamos a cabo de día, de modo que apenas utilicé mis dotes para trazar la ruta basándome en las estrellas. Pero ésa es la mentalidad de las fuerzas aéreas y lo que me ha traído aquí.

Ambos hombres habían reído. Bromear sobre el ejército siempre provocaba carcajadas. Pero al cabo de unos segundos, las sonrisas se habían disipado y los tres habían guardado silencio, hasta que Lincoln Scott había comentado:

– Quién sabe, quizá logres hallar la ruta para sacarnos algún día de aquí.

Hugh había asentido con la cabeza.

– Sería un día feliz -había dicho, y ésa fue la última vez que habían hablado de ese delicado tema, aunque durante la larga noche en el dormitorio del barracón ese pensamiento había rondado constantemente por la cabeza de Tommy Hart, mientras permanecía desvelado, obsesionado con el juicio y el drama que les aguardaba a la mañana siguiente.


El oficial superior americano tamborileaba con los dedos sobre la mesa, sin molestarse en ocultar su irritación cuando Tommy, Hugh y el acusado avanzaron abriéndose paso entre el público presente en la sala. El pasillo central estaba tan atestado de kriegies que todo intento de entrar en formación, como habían hecho antes, se habría visto frustrado por la multitud de hombres, que apenas disponían de espacio suficiente para amontonarse en el suelo y dejarles paso. Les siguieron unos murmullos, susurros y algunos comentarios pronunciados en voz baja, como la modesta estela de espuma blanca que sigue a un velero. Tommy no prestó atención a las palabras, pero tomó nota de los distintos tonos de voz, algunos airados, otros animándoles y otros simplemente confundidos.

Tommy echó un breve vistazo al comandante Von Reiter, que ocupaba un asiento a la izquierda de Heinrich Visser. El comandante alemán se balanceaba en su asiento, con su eterna sonrisa. Pero Visser permanecía impertérrito. Tommy no estaba seguro de si Visser había beneficiado o perjudicado al caso, pero lo cierto era que les había hecho el importante favor de recordar a todos los kriegies quién era el auténtico enemigo, lo cual, bien pensado, era más de lo que Tommy habría podido desear. El problema era conseguir que los hombres del Stalag Luft 13 recordaran que Scott estaba de su lado, que era uno de ellos. Tommy supuso que eso sería muy difícil, quizás imposible.

– Debió usted llegar a la hora prevista para el comienzo de la sesión, al igual que todos nosotros, señor Hart -le amonestó el coronel MacNamara.

En lugar de responder a esa frase, Tommy se limitó a decir:

– Estamos dispuestos para comenzar, coronel.

– Entonces proceda -repuso MacNamara con una frialdad manifiesta.

– ¡La defensa llama al estrado al teniente Lincoln Scott, del escuadrón 332 de cazabombarderos! -dijo Tommy alzando la voz con tono enérgico.

Scott se levantó de su asiento frente a la mesa de la defensa y atravesó en tres zancadas el espacio que mediaba hasta la silla de los testigos. Tomó rápidamente la Biblia, juró decir la verdad y se sentó. Miró a Tommy con la impaciencia propia de un boxeador, esperando que sonara la campana.

– Teniente Scott, cuente al tribunal cómo llegó al Stalag Luft 13.

– Derribaron mi avión. Como el de todos los que estamos aquí.

– ¿Cómo ocurrió?

– Me perseguía un Focke-Wulf y no conseguí librarme de él antes de que me alcanzara. Eso fue todo.

– No exactamente -repuso Tommy-. Lo plantearé de otra forma: después de haber completado su patrulla habitual y al volar de regreso a su base, ¿oyó pedir auxilio a través de una emisora abierta al piloto de un B-17 al que habían alcanzado y tenía problemas?

Después de una pausa, Scott asintió con la cabeza.

– Sí.

– ¿Una llamada de socorro?

– Supongo que sí, señor Hart. Estaba solo y tenía los dos motores averiados y la mitad del estabilizador de cola destrozado y estaba en una situación muy apurada.

– ¿Dos motores averiados y le estaban atacando?

– Sí.

Tommy se detuvo. Calculó que todos los hombres del público sabían las poquísimas probabilidades que tenía el bombardero de salvarse en el momento de pedir auxilio a quienquiera que le oyera.

– Y usted y su compañero de vuelo trataron de prestar auxilio a ese bombardero que había sido atacado, ¿no es así?

– Así es.

– ¿Estaban obligados a hacerlo?

– No -contestó Scott-. Supongo que técnicamente no, señor Hart. El avión pertenecía a un grupo distinto del que nos habían encomendado proteger. Pero usted y yo sabemos que ésta no pasa de ser una consideración técnica. Por supuesto que teníamos que ayudarle. Por lo tanto, es absurdo insinuar que no estábamos obligados a hacerlo, señor Hart. Ni siquiera pensamos en hacer otra cosa. Simplemente atacamos.

– Comprendo. No pensaron que tuvieran otra opción. Dos contra seis. ¿Cuánta munición les quedaba cuando se lanzaron al ataque?

– La suficiente para un par de ráfagas. -Scott se detuvo, y después añadió-: No veo por qué tenemos que hablar de esto, señor Hart. No tiene nada que ver con los cargos que se me imputan.

– Ya llegaremos a ellos, teniente. Pero todos los que han ocupado el estrado han explicado cómo aterrizaron en este campo de prisioneros, y usted también debe hacerlo. Así pues, ¿atacó una fuerza enemiga muy superior sabiendo que no tenía suficiente munición para disparar más que un par de ráfagas?

– En efecto. Mi compañero y yo conseguimos derribar un Focke Wulf durante el primer ataque, confiando en que esto ahuyentaría a los otros. Pero no fue así.

– ¿Qué ocurrió?

– Dos cazas se enzarzaron en combate con nosotros, otros dos persiguieron al bombardero.

– ¿Y luego?

– Conseguimos ahuyentar a los dos cazas, situándonos detrás de ellos. Yo derribé a otro con la última munición que me quedaba. Luego perseguimos a los otros.

– ¿Sin munición?

– Bueno, en otras ocasiones había funcionado.

– ¿Qué ocurrió en esta ocasión?

– Me derribaron.

– ¿Y su compañero de vuelo?

– Murió.

Tommy se detuvo, dejando que los presentes reflexionaran.

– ¿Qué pasó con el B-17?

– Logró llegar sano y salvo a la base.

– ¿Quiénes vuelan en el escuadrón 332?

– Hombres de todos los Estados Unidos.

– ¿Y qué les distingue a ustedes?

– Somos voluntarios. No hay reclutas.

– ¿Y qué más?

– Todos somos negros. Formados en Tuskegee, Alabama.

– ¿Ha perdido la vida en combate algún bombardero protegido por el escuadrón de cazas 332?

– No hasta la fecha.

– ¿Cómo es eso?

Scott vaciló. No había dejado de mirar a Tommy durante todo el diálogo, y siguió mirándolo de hito en hito, salvo durante unos segundos en que apartó la vista para observar al público, antes de fijar de nuevo en Tommy su mirada singular, rígida.

– Todos habíamos llegado a un acuerdo, cuando ingresamos en el cuerpo de aviación. Hicimos un pacto, una declaración de principios, por así decirlo. No dejaríamos que ningún chico blanco al que nos encomendaran proteger muriera.

Tommy se detuvo, dejando que esa frase reverberara sobre la silenciosa multitud congregada en la sala.

– Bien, cuando llegó aquí -prosiguió Tommy-, ¿hizo amistad con otros kriegies?

– No.

– ¿Con ninguno?

– No.

– ¿Por qué?

– Nunca había tenido un amigo blanco, teniente Hart. No veo por qué habría de tenerlo aquí.

– ¿Y ahora tiene amigos aquí, teniente Scott?

– Supongo que le considero a usted, señor Hart, y al teniente de aviación Renaday algo así como amigos -respondió tras dudar y encogerse de hombros.

– ¿Ninguno más?

– No.

– Ahora bien, el capitán Vincent Bedford…

– Yo le odiaba. Y él me odiaba a mí. La base de ese odio lo constituía el color de mi piel, señor Hart, pero sospecho que era algo más profundo. Cuando el capitán Bedford me miraba, no veía a un hombre en las mismas circunstancias que él. Veía a un enemigo, era un sentimiento ancestral. Un enemigo mucho más peligroso que los alemanes con quienes estamos en guerra. Y confieso que desgraciadamente yo sentía lo mismo hacia él. Era el hombre que había esclavizado, torturado y obligado a mis antepasados a trabajar hasta caer muertos. Era como una pesadilla que no sólo me afectaba a mí, sino a mi padre, a mi abuelo y a todas las generaciones que me han precedido.

– ¿Mató usted a Vincent Bedford?

– No. No me habría importado pelear con Vincent Bedford, y si, en el curso de la pelea, él hubiera muerto, no me habría causado ningún pesar. ¿Pero perseguirlo por la noche, como afirman esos hombres, acechándole y atacándolo por la espalda como un débil y despreciable cobarde? ¡No señor! ¡Jamás lo haría, ni ahora ni nunca!

– ¿No lo haría?

Scott estaba sentado con el torso inclinado hacia delante. Su voz retumbaba por la sala.

– No. ¿Pero quiere saber si me alegré al averiguar que alguien lo había matado? Pues, sí. Incluso cuando me acusaron falsamente, en mi fuero interno me alegré de lo ocurrido, porque consideraba a Vincent Bedford un ser diabólico.

– ¿Diabólico?

– Sí. Un hombre que vive una mentira, como hacía él, es diabólico.

Tommy hizo una pausa. Lo que había percibido en las palabras de Scott iba en una dirección distinta de lo que dedujo que quería decir el aviador negro. Pero experimentó una súbita sensación de euforia, pues acababa de reparar en algo sobre Vincent Bedford que dudaba que otro hubiera detectado, con la posible excepción del hombre que le había asesinado. Tommy se detuvo segundos, casi aturdido por los pensamientos que se agolpaban en su mente. Luego recobró la compostura y se volvió hacia Scott, que aguardaba con impaciencia la próxima pregunta.

– Ya ha oído al Hauptmann Visser insinuar que usted ayudó a otra persona a cometer el crimen…

Scott sonrió.

– Creo que todos los presentes sabemos que esa insinuación no se tiene en pie, señor Hart. ¿Qué palabras empleó textualmente el Hauptmann? «Ridículo» y «absurdo». Nadie en este campo se fía de mí. Yo no me fío de nadie en este campo, y menos aún para fraguar una conspiración con el propósito de asesinar a otro oficial.

Tommy miró con disimulo a Visser, que se había sonrojado y se movía inquieto en la silla. Luego se volvió de nuevo hacia su cliente.

– ¿Quién mató a Vincent Bedford?

– No lo sé. Sólo sé a quién pretenden culpar.

– ¿A quién?

– A mí.

Después de volver a dudar unos instantes, Scott alzó la voz, con toda la intensidad de un predicador.

– ¡Esta guerra está llena de seres inocentes que mueren cada minuto, cada segundo, señor Hart! -dijo-. Si ha llegado mi hora, pese a ser inocente, paciencia. ¡Pero soy inocente de los cargos que se me imputan y lo seré hasta el día de mi muerte!

Tommy dejó que esas palabras flotaran en la sala. Luego se volvió hacia Walker Townsend.

– Puede interrogar al testigo -dijo con suavidad.


El capitán de Virginia se levantó y se dirigió despacio hacia el centro de la sala. Con una mano se acariciaba la barba incipiente; presentaba el aspecto característico de un hombre que mide sus palabras antes de pronunciarlas. Tommy, situado frente a él, observó que Scott estaba sentado en el borde de la silla, como una viva imagen de tensión y energía, impaciente por oír la primera pregunta del fiscal. En sus ojos no se apreciaba nerviosismo, sólo la atención y concentración de un boxeador. Tommy comprendió en aquel segundo que Scott debió de constituir una tremenda fuerza a los mandos de su Mustang; el aviador negro tenía la singular capacidad de concentrarse sólo en la pelea que tenía ante sí. Era un auténtico guerrero, pensó Tommy, y en cierto modo más profesional que los oficiales de carrera que estaban pendientes de cada palabra suya. Para Tommy, el único hombre presente en la sala que podía rivalizar en intensidad con Scott era Heinrich Visser. La diferencia entre ellos consistía en que la concentración de Scott provenía de una profunda rectitud, mientras que la de Visser era la dedicación de un fanático. Pensó que en una pelea justa, Scott asestaría unos golpes tanto o más contundentes que Visser y más eficaces que Walker Townsend. El problema era que la pelea no era justa.

– Vamos a tomarnos esto con calma y prudencia, teniente -dijo Townsend con voz melosa, casi acariciadora-. Hablemos primero de los medios.

– Como usted guste, capitán -respondió Scott.

– Usted no niega que el arma mostrada por la acusación fue fabricada por usted mismo, ¿no es así?

– No lo niego, yo confeccioné ese cuchillo.

– Y no niega haber pronunciado esas frases amenazadoras.

– No señor, no lo niego. Pronuncié esas frases porque quería poner distancia entre el capitán Bedford y yo. Pensé que al amenazarlo le infundiría respeto.

– ¿Y fue así?

– No.

– De modo que sólo tenemos su palabra de que esas frases no fueron unas amenazas en toda regla, sino un intento de «poner distancia», como ha dicho.

– Así es -contestó Scott.

Walker Townsend asintió con la cabeza, pero el gesto indicaba con claridad una interpretación particular.

– Y la noche en que el capitán Bedford fue asesinado, teniente, usted no niega haberse levantado de su litera y salir al pasillo del barracón 101, ¿verdad?

– No, tampoco lo niego.

– De acuerdo. Y no niega, señor, poseer la fuerza necesaria para transportar el cuerpo del capitán Bedford cierta distancia…

– Yo no hice eso… -interrumpió Scott.

– ¿Pero tiene usted la fuerza necesaria, teniente?

Lincoln Scott se detuvo, reflexionó unos segundos y a continuación respondió:

– Sí, la tengo. Con cualquiera de mis brazos, y a hombros, si me permite adelantarme a su próxima pregunta.

Walker Townsend sonrió ligeramente, asintiendo.

– Gracias, teniente. Ha acertado usted. Ahora, hablemos un momento del motivo. ¿No oculta usted su desprecio hacia el capitán Bedford, incluso después de muerto?

– No, así es.

– ¿Diría usted que su vida ha mejorado con la muerte del capitán Bedford?

Ahora fue Scott quien sonrió levemente.

– Debería haberme formulado esa pregunta de otro modo, capitán. ¿Ha mejorado mi vida porque ya no tengo que encontrarme con ese fanático cabrón cada día…? Pues sí. Pero es una ventaja ilusoria, capitán, teniendo en cuenta que puedo acabar mi vida ante un pelotón de fusilamiento.

– Estoy de acuerdo con usted en ese punto, teniente -dijo Townsend-. Pero no niega que cada día durante el tiempo en que ambos convivieron en este campo, Vincent Bedford le dio motivo para asesinarlo, ¿no es cierto?

Scott negó con la cabeza.

– No, capitán, no es cierto -dijo-. Los actos del capitán Bedford me dieron motivo para odiarlo a él y lo que él representaba. Me empujaron a enfrentarme a él, a demostrarle que no estaba dispuesto a dejarme amedrentar por sus convicciones racistas. Incluso el hecho de que tratase de que yo cruzara el límite del campo para recuperar la pelota de béisbol, lo cual pudo haberme costado la vida de no haberme prevenido el teniente Hart, sólo me dio motivo para disputar con el capitán Bedford. Pelear y negarme a doblegarme ante él y aceptar su conducta pasivamente no constituye un motivo para matar, capitán, por más que usted trate de pretenderlo.

– Pero usted le odiaba…

– No siempre matamos a quienes odiamos, capitán. Ni siempre odiamos a quienes matamos.

Townsend tardó unos momentos en formular la siguiente pregunta, que provocó un silencio sepulcral en la sala. Tommy tuvo el tiempo suficiente de pensar que Scott se defendía muy bien, cuando una voz estridente sonó entre el público sentado a su espalda, extendiéndose a través de la sala.

– ¡Embustero! ¡Asqueroso negro embustero! -cada palabra estaba impregnada por un inconfundible acento sureño.

– ¡Asesino! ¡Maldito asesino embustero! -gritó una segunda voz desde un sector distinto del público.

De pronto, con la misma rapidez, se oyó una tercera voz, pero esta vez las palabras iban dirigidas a quienes habían gritado.

– ¡Dice la verdad! -gritó alguien-. ¿Es que no sabéis reconocer la verdad cuando la oís? -Estas palabras contenían un claro acento nasal de Boston. Un tono que Tommy reconoció de su época en Harvard.

En una esquina del teatro se oyeron unas voces, protestas y empujones. Al volverse para observar a la multitud de kriegies, Tommy vio a un par de aviadores a punto de llegar a las manos. Al cabo de unos segundos se oyeron otros focos de ira y confrontación en varios puntos de la espaciosa sala, y los hombres arracimados en ella empezaron a empujarse unos a otros y a gesticular. Parecía casi como si estuvieran a punto de estallar tres o cuatro peleas antes de que el coronel MacNamara comenzara a asestar unos furiosos martillazos, realzados por la cascada de voces encolerizadas.

– ¡Maldita sea! ¡Orden! -gritó MacNamara-. ¡Mandaré desalojar la sala si no se comportan con disciplina!

Durante unos instantes el ambiente de la sala se puso al rojo vivo, pero acabó por imponerse un tenso silencio.

El coronel MacNamara permitió que éste se prolongara, antes de amenazar de nuevo a la multitud de kriegies.

– Comprendo que haya diferencias de opinión entre ustedes, y que los ánimos estén exaltados -dijo secamente-. ¡Pero debemos mantener el orden! Un consejo de guerra debe ser público, para que todos asistan a él. ¡Se lo advierto! ¡No me obliguen a tomar medidas para controlar otros disturbios antes de que se produzcan!

A continuación MacNamara hizo algo que sorprendió a Tommy. El coronel se volvió brevemente hacia el comandante Von Reiter y dijo:

– ¡Eso es precisamente sobre lo que le previne reiteradas veces, Herr Oberst!

Von Reiter movió la cabeza para indicar que estaba de acuerdo. Luego éste se volvió hacia Walker Townsend y le indicó que prosiguiera.

Hubo otra cosa que sorprendió a Tommy. Cada vez que se había producido el menor alboroto durante la sesión, MacNamara se había apresurado a utilizar su martillo. Tommy había llegado a pensar que lo que mejor se le daba a MacNamara era golpear la mesa enérgicamente con el martillo, porque no parecía muy avezado en materia de derecho ni procedimientos penales. Pero esta vez tuvo la sensación de que el otro había esperado a que estallara el primer disturbio, que incluso en cierto modo había provocado, antes de exigir orden. Parecía como si hubiera previsto que estallara el tumulto.

Esto se le antojó muy curioso, pero apenas tuvo tiempo de meditar en ello cuando Walker Townsend formuló otra pregunta al testigo.

– ¿Pretende usted, teniente Scott, que este tribunal, que todos los hombres que han acudido a escuchar su testimonio, que todos nosotros creamos que la noche en que fue asesinado el capitán Bedford, después de que usted saliera al pasillo, después de que le vieran merodeando en la oscuridad, regresó a su litera y no reparó en que una persona desconocida le había sustraído la cazadora y las botas de su lugar habitual, y que le había robado este cuchillo que había construido usted con sus propias manos, que se había llevado esos objetos y los había utilizado para asesinar al capitán Bedford, tras lo cual los restituyó de nuevo en su habitación, y que posteriormente usted no observó las manchas de sangre en ellos? ¿Es eso lo que pretende que creamos, teniente?

Scott se detuvo y luego respondió con firmeza:

– Sí. Precisamente.

– ¡Mentira! -gritó una voz del fondo de la sala, haciendo caso omiso de la advertencia de MacNamara.

– ¡Dejadlo hablar! -replicó alguien al instante.

El coronel tomó de nuevo el martillo, pero en seguida volvió a hacerse el silencio, aunque tenso, en la sala del tribunal.

– ¿No le parece un tanto rocambolesco, teniente?

– No lo sé, capitán. ¡Nunca he cometido un asesinato! De modo que no tengo experiencia en la materia. Usted, sin embargo, ha participado en numerosos casos de asesinato, quizá pueda ofrecernos una respuesta. ¿Ninguno de los casos en los que participó era insólito o sorprendente? ¿Nunca comprobó que los hechos y las respuestas eran misteriosos y difíciles de descubrir? Usted tiene más experiencia que yo, capitán, de modo que debería poder responder a estas preguntas.

– ¡Mi misión aquí no es responder, teniente! -replicó Townsend enfadándose por primera vez-. Es usted quien está sentado en la silla de los testigos.

– Yo creo, capitán -respondió Scott con irritante frialdad, lo cual a Tommy le pareció casi perfecto-, que eso es justamente por lo que estamos en esta Tierra. Para responder a preguntas. Cada vez que uno de nosotros se subía en un avión para entrar en combate, respondíamos a una pregunta. Cada vez que nos enfrentamos a los verdaderos enemigos de nuestra vida cotidiana, ya sean alemanes o sureños racistas, respondemos a preguntas. En eso consiste la vida, capitán. Es posible que usted, cautivo en este campo de prisioneros, encerrado detrás de una alambrada, lo haya olvidado. ¡Pero le aseguro que yo no!

Townsend volvió a hacer una pausa, moviendo lentamente la cabeza adelante y atrás. Luego se dirigió hacia la mesa de la acusación. A mitad de camino, se detuvo y miró a Scott, como si de golpe se le hubiera ocurrido algo, una pregunta en la que no había reparado antes. Tommy comprendió en seguida que se trataba de una trampa, pero no podía hacer nada al respecto. Confió en que Scott se diera cuenta también del ardid.

– Ah, teniente, una última pregunta, si no tiene inconveniente.

En éstas Tommy alargó la mano y derribó uno de sus libros de derecho de la mesa, el cual cayó estrepitosamente al suelo, sobresaltando a Scott y a Townsend.

– Lo lamento -dijo Tommy, agachándose y procurando hacer tanto ruido como pudo al recoger el libro del suelo-. No quise interrumpirle, capitán. Continúe.

Townsend lo miró enojado y repitió:

– Una última pregunta, pues…

Lincoln Scott miró a Tommy durante una fracción de segundo mientras leía la advertencia en el pequeño incidente que éste había protagonizado. Luego asintió con la cabeza y preguntó a Townsend:

– ¿Qué desea preguntarme, capitán?

– ¿Estaría usted dispuesto a mentir para salvar la vida?

Tommy se levantó de la silla, pero el coronel MacNamara, adelantándose a su protesta, agitó la mano enérgicamente, haciendo un gesto encaminado a interrumpir a Tommy.

– El acusado responderá a la pregunta -dijo bruscamente.

Tommy hizo una mueca al tiempo que sentía una opresión en la garganta. «Es la peor pregunta», pensó. Se trataba de un viejo truco de los fiscales, que Townsend jamás habría podido emplear en un tribunal normal, pero en el Stalag Luft 13, en esta farsa que pasaba por un juicio, era injustamente permitido. Tommy sabía que era imposible responder a esa pregunta. Si Scott decía sí, haría que todo lo demás que había dicho pareciera mentira. Si decía lo contrario, todos los kriegies presentes en la sala, cada hombre que había sentido el gélido aliento de la muerte sobre él y sabía que tenía suerte de seguir vivo, creería que estaba mintiendo, porque uno era capaz de todo con tal de seguir vivo.

Tommy miró unos momentos a los ojos de Lincoln Scott y pensó que el aviador negro se había percatado también del peligro. Era como pasar entre los dos escollos de Escila y Caribdis. Uno no podía librarse de sufrir una desgracia.

– No lo sé -respondió Scott lentamente, pero con firmeza-. Lo que sé es que hoy aquí he dicho la verdad.

– Eso dice usted -replicó Townsend con un respingo, meneando la cabeza.

– En efecto -le espetó Scott-, eso es lo que afirmo.

– En tal caso -dijo Townsend, tratando en vano de conferir a sus palabras una mortífera mezcla de indignación e incredulidad-, por el momento no haré más preguntas al testigo.

El coronel MacNamara miró a Tommy.

– ¿Desea usted volver a interrogar al testigo, abogado? -preguntó.

Después de reflexionar durante unos instantes, Tommy meneó la cabeza.

– No señor.

El coronel observó a Lincoln Scott.

– Puede retirarse, teniente.

Scott se levantó, se volvió hacia el tribunal y saludó, después de lo cual se dirigió, caminando con paso firme y los hombros cuadrados, hacia su asiento.

– ¿Algo más, señor Hart? -preguntó MacNamara.

– La defensa no desea llamar a más testigos al estrado -repuso Tommy en voz alta.

– En ese caso -dijo MacNamara-, reanudaremos la sesión esta tarde para escuchar los alegatos finales. Confío, caballeros, en que éstos sean breves y concisos. Pueden retirarse.

Sonó un nuevo martillazo.

Los hombres se pusieron en pie ruidosamente, y en ese momento de confusión se oyó una voz que dijo: «¡Acabemos con él ahora mismo de un tiro!» A la que replicó una segunda voz, no menos indignada, que exclamó: «¡Cerdos sureños!» De inmediato se produjo un tumulto mientras los hombres se empujaban unos a otros, en medio del griterío. Tommy vio a kriegies tratando de contener a kriegies, y a hombres amenazando a otros con el puño. No sabía cómo estaban divididas las opiniones con respecto a la culpabilidad o inocencia de Lincoln Scott, pero sabía que el tema producía una fuerte tensión.

MacNamara seguía asestando martillazos. Al cabo de unos segundos, el silencio se impuso entre los exaltados kriegies.

– ¡He dicho que pueden retirarse! -bramó MacNamara-. ¡Eso he dicho!

Observó enfurecido a la desordenada multitud de kriegies, aguardando unos momentos en el tenso silencio del teatro. Luego se levantó, se alejó con paso enérgico de la mesa del tribunal y avanzó a través de la masa de hombres, observándolos fijamente, como si colocara un nombre a cada rostro. A su paso se oyeron unos murmullos de protesta y unas voces airadas, pero éstas se disiparon a medida que los hombres empezaron a desfilar de la sala del tribunal hacia el recinto exterior, iluminado por el sol del mediodía.


Tommy caminaba por el perímetro del campo a solas con sus pensamientos y preocupaciones. Sabía que debía estar en el interior del barracón, lápiz y papel en mano, escribiendo las palabras que emplearía esa tarde para tratar de salvar la vida de Lincoln Scott, pero el embravecido mar que se agitaba en su corazón le había impulsado a salir al engañoso sol, y siguió caminando al ritmo impuesto por las sumas y restas que realizaba mentalmente. Sintió el calor del sol en el cuello, sabiendo que era falaz, pues el tiempo no tardaría en cambiar y la lluvia grisácea empezaría a caer de nuevo sobre el campo.

Los otros kriegies que se encontraban en el campo de revista o en el de ejercicios, o caminando por la misma ruta que Tommy, no se acercaron a él. Nadie se detuvo, ni para injuriarlo ni para desearle suerte, ni siquiera para admirar la tarde que les rodeaba con la misma tenacidad que la alambrada de espino. Tommy caminaba solo.

«Un hombre que vive una mentira…» Tommy meditó en las palabras de Scott al describir a Vincent Bedford. Una cosa sabía sobre el hombre al que habían asesinado: nunca había hecho un trato del que él no saliera beneficiado, salvo el último, que le había costado la vida. «Un precio alto», pensó Tommy con cinismo. Si Trader Vic había estafado a alguien en uno de sus tratos, ¿sería motivo suficiente para matarlo? Tommy siguió caminando al tiempo que se preguntaba con qué comerciaba Trader Vic. Era bastante claro: comerciaba con comida, chocolate, prendas de abrigo, cigarrillos, café y alguna que otra cámara fotográfica y radio ilegal.

Tommy se paró en seco. Había descubierto algo más: Trader Vic comerciaba con información.

Dirigió la vista hacia el bosque. En aquel momento se hallaba detrás del barracón 105, cerca del lugar un tanto oculto donde creía que habían asesinado a Trader Vic. Calculó la distancia a la alambrada desde la parte posterior del barracón y luego dirigió la mirada al bosque.

Durante unos instantes se sintió aturdido debido a la presión del momento. Pensó en Visser y en hombres moviéndose por el campo de noche, así como en quienes habían amenazado a Scott pese a las órdenes, y en todas las pruebas que apuntaban en una dirección desapareciendo simultáneamente, y en Phillip Pryce que había sido removido de modo sumario de la escena. Todo cayó de repente sobre él y se sintió como si se enfrentara a un fuerte viento oceánico que levantaba espuma sobre el agitado oleaje y teñía el agua de un gris turbio e intenso, anunciando una violenta tormenta que avanzaba inexorable por el horizonte. Meneó la cabeza en un gesto de reproche: «Has dedicado demasiado tiempo a contemplar las corrientes a tus pies, en lugar de mirar a lo lejos.» Tommy supuso que era el tipo de observación que habría hecho Phillip Pryce. Pero, así y todo, seguía atrapado por los acontecimientos.

En esa especie de trance en el que estaba sumido, oyó que alguien pronunciaba su nombre, y durante unos momentos creyó que era Lydia quien le llamaba desde el jardín, conminándole a salir de la casa, porque la atmósfera estaba saturada del perfume de la primavera en Vermont y era una lástima no gozar de ella. Pero al volverse, comprobó que era Hugh Renaday quien le llamaba. Cerca de éste vio a Scott, quien le indicó que se acercara. Tommy miró su reloj. Era la hora en que la acusación y la defensa habrían de exponer sus alegatos finales.


Hasta Tommy tuvo que reconocer que Walker Townsend fue elocuente y persuasivo. Habló con tono quedo, casi hipnótico, sosegado, decidido. Su leve acento sureño confirió a sus palabras un aire de credibilidad. Señaló que de todos los elementos del crimen, el único que Lincoln Scott había negado tajantemente era el de ser el autor del asesinato. Parecía gozar subrayando que el aviador negro había reconocido prácticamente todos los demás aspectos relacionados con el asesinato.

Mientras todos los hombres, amontonados en cada palmo del teatro, escuchaban sus palabras, Tommy pensó que a Lincoln Scott le estaban arrebatando lenta pero sistemáticamente la inocencia. El capitán Townsend, con su forma de expresarse sosegada pero contundente, dejó bien claro que había un único sospechoso en el caso, y un solo hombre considerado culpable.

Tachó los esfuerzos de Tommy de meras cortinas de humo, destinadas a desviar la atención de Scott. Sostuvo que los rudimentarios conocimientos forenses dentro del campo obligaban a conceder más peso a las pruebas circunstanciales. Se desentendió del testimonio de Visser, aunque evitó analizarlo, limitándose a poner de relieve la forma en que lo había dicho, lo cual, según tuvo que reconocer Tommy, era el mejor sistema de restarle importancia.

Por último, en un golpe de ingenio que Tommy tuvo que reconocer con amargura que había sido brillante, Walker Townsend indicó que él no reprochaba a Lincoln Scott el haber matado a Trader Vic. El capitán de Virginia había alzado la voz, asegurándose de que no sólo el tribunal sino cada kriegie pendiente de sus palabras lo oyera.

– ¿Quién de nosotros, señorías, no habría hecho lo mismo? El capitán Bedford fue en gran medida culpable de su muerte. Subestimó al teniente Scott desde el principio -declaró Townsend con vehemencia-. Lo hizo porque, como sabemos, era racista. Pensaba, según su mentalidad cobarde, que su víctima no le haría frente. Pues bien, señores, como hemos visto, Lincoln Scott es, ante todo, un luchador. El mismo nos ha contado que el hecho de que las circunstancias le fueran adversas no le disuadió de atacar a los FW. Por lo tanto, se enfrentó a Vincent Bedford del mismo modo que se había enfrentado a aquéllos. La muerte que acaeció como consecuencia de ese enfrentamiento es comprensible. Pero, caballeros, el hecho de que ahora comprendamos las causas de sus actos, no exime al teniente Scott de ellos, ni los hace menos odiosos. En cierto modo, señorías, se trata de una situación bien simple: Trader Vic obtuvo su merecido por la forma en que se había comportado. Ahora debemos juzgar al teniente Scott por el mismo rasero. Él consideraba culpable a Vincent Bedford y lo ejecutó. Ahora nosotros, en tanto que hombres civilizados, demócratas y libres, debemos hacer lo propio.

Dirigió una breve inclinación de la cabeza al coronel MacNamara y, acto seguido, se sentó.

– Su turno, señor Hart -dijo el coronel-. Sea breve, por favor.

– Lo procuraré, señoría -repuso Tommy poniéndose en pie.

Se situó al frente del auditorio y alzó la voz lo suficiente para que todos pudieran oírle.

– Hay una cosa que conocemos todos los hombres que nos hallamos en el Stalag Luft 13: la incertidumbre. Es la consecuencia más elemental de la guerra. No hay nada realmente seguro hasta que ha pasado, e incluso entonces, permanece a menudo envuelto en un manto de confusión y conflicto. Tal es el caso de la muerte del capitán Vincent Bedford. Sabemos por boca del único experto que examinó la escena del crimen (pese a ser un nazi), que el caso presentado por la acusación no se corresponde con las pruebas. Y sabemos que la declaración de inocencia del teniente Scott no ha podido ser rebatida por la acusación, que no ha vacilado bajo el tumo de repreguntas. Así pues, señorías, se les pide que tomen una decisión inapelable, definitiva en su certidumbre, basándose en unos detalles totalmente subjetivos, es decir, unos detalles envueltos en dudas. Pero de lo que no cabe duda alguna es sobre lo que es un pelotón de fusilamiento. No creo que ustedes puedan ordenar una ejecución sin estar seguros por completo de la culpabilidad de Lincoln Scott. No pueden ordenarla porque el teniente Scott les caiga bien o porque no les guste el color de su piel o porque sea capaz de citar a los clásicos mientras otros no lo son. No pueden ordenarla, porque una condena a muerte debe basarse exclusivamente en unas pruebas claras e irrefutables. La muerte de Trader Vic está muy lejos de cumplir ninguno de esos requisitos.

Tommy se detuvo, sin saber qué agregar, convencido de haber estado muy por debajo de la elocuencia profesional de Townsend. No obstante, añadió una última reflexión.

– Aquí todos somos prisioneros, señorías -dijo-, y no sabemos si aún estaremos vivos mañana, pasado mañana o después. Pero deseo hacerles notar que ejecutar a Lincoln Scott en esas circunstancias será como matarnos a todos un poco, como lo haría una bala o una bomba.

Tras estas palabras se sentó.

De pronto estallaron primero unos murmullos y luego un vocerío, seguidos por exclamaciones y gritos. Los kriegies amontonados en el teatro se enfrentaban enfurecidos unos a otros. Lo primero que pensó Tommy fue que resultaba de una claridad meridiana que los dos últimos alegatos, pronunciados por Walker Townsend y por él mismo, no habían conseguido neutralizar la tensión entre los hombres, sino que, por el contrario, habían servido para polarizar aún más las diversas opiniones que sostenían los kriegies.

Volvieron a oírse los martillazos procedentes de la mesa del tribunal.

– ¡No consentiré un motín! -gritó el coronel MacNamara-. ¡Y tampoco consentiré un linchamiento!

– Menos mal -musitó Scott sonriendo con ironía.

– ¡Orden! -exclamó MacNamara. Los kriegies, a pesar de ello, tardaron al menos un minuto en calmarse y recobrar la compostura.

– De acuerdo -dijo MacNamara, cuando por fin pudo hablar-. La evidente tensión y conflicto de opiniones que rodea el caso ha creado unas circunstancias especiales -exclamó como si estuviera pasando revista-. Por consiguiente, tras consultarlo con las autoridades de la Luftwaffe -indicó con la cabeza al comandante Von Reiter, que se tocó la visera de charol negra y reluciente en un gesto de saludo y asentimiento- hemos decidido lo siguiente. Les ruego que lo comprendan. Son órdenes directas de su superior, y deben obedecerlas. ¡Quien no las obedezca pasará un mes en la celda de castigo!

MacNamara se detuvo de nuevo, dejando que los hombres asimilaran la amenaza.

– ¡Nos reuniremos de nuevo aquí a las ocho en punto de la mañana! El tribunal dará a conocer entonces su veredicto. De este modo, disponemos del resto de la noche para recapacitar. Después de que se haya emitido el veredicto, todo el contingente de prisioneros se dirigirá directamente al campo de revista para el Appell matutino. ¡Directamente y sin excepciones! Los alemanes han accedido amablemente a retrasar el recuento matutino para facilitar la conclusión del caso. No habrá alborotos, ni peleas, ni discusiones con respecto al veredicto hasta que se haya llevado a cabo el recuento. Permanecerán en formación hasta que se les ordene romper filas. Los alemanes reforzarán las medidas de seguridad para impedir los disturbios. ¡Quedan advertidos! Deben comportarse como oficiales y caballeros, sea cual fuere el veredicto. ¿Me he expresado con claridad?

Era una pregunta que no requería respuesta.

– A las ocho en punto de la mañana. Aquí. Todos. Es una orden. Ahora pueden retirarse.

Los tres miembros del tribunal se pusieron en pie, al igual que los oficiales alemanes. Los kriegies se levantaron también y empezaron a desalojar la sala.

Walker Townsend se inclinó hacia Tommy, ofreciéndole la mano.

– Ha hecho un magnífico trabajo, teniente -dijo-. Mejor de lo que nadie podía imaginar de un abogado defensor que comparece por primera vez ante un tribunal en un caso capital. Ha recibido una buena formación en Harvard.

Tommy estrechó en silencio la mano del fiscal. Townsend ni siquiera saludó a Scott, sino que se volvió para cambiar impresiones con el comandante Clark.

– Tiene razón, Tommy -dijo Scott-. Y te lo agradezco, al margen de la decisión que tomen.

Pero Tommy tampoco le respondió.

Sentía una intensa frialdad interior, pues por fin, en aquellos últimos segundos, creía haber vislumbrado la verdadera razón por la cual había sido asesinado Trader Vic. Era casi como si la verdad flotara ante él, vaporosa y huidiza. De pronto alargó la mano inconscientemente, asiendo el aire frente a él, confiando en que lo que había visto constituyera si no toda la respuesta cuando menos buena parte de la misma.

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