A mediodía, Tommy había terminado de entrevistar a los restantes testigos que iban a declarar contra Lincoln Scott y todos le habían relatado fragmentos obvios de la misma historia, episodios de ira y enemistad entre los dos hombres que habían trascendido el campo de prisioneros de guerra y describían con elocuencia una situación muy conocida en Estados Unidos.
Todos los kriegies que figuraban en la lista de testigos del capitán Townsend habían presenciado el odio mutuo que sentían los dos hombres. Uno contó que había visto a Trader Vic tomar la Biblia de Scott y burlarse de él eligiendo al azar unos pasajes y aplicando interpretaciones racistas a las palabras del Señor, unos insultos que habían hecho que el aviador negro se sulfurase. Otro declaró que había visto a Scott rasgar por la mitad el trozo de tejido que posteriormente utilizó para confeccionar las asas de la sartén y el cuchillo. Un tercero afirmó que los dos hombres se habían peleado cuando Bedford había acusado a Scott del robo, y que el ágil aviador de Tuskegee había asestado a Vic un feroz derechazo que le había partido el labio superior. De haberle golpeado en la mandíbula, dijo el kriegie, Bedford habría caído redondo.
Mientras caminaba por el campo, enfrascado en sus pensamientos pese a la presencia de otros cinco mil aviadores americanos, Tommy fue sumando las declaraciones de cada testigo y comprendió que la seguridad mostrada por el capitán Townsend y el comandante Clark estaba más que fundada. Presentar a Scott como un asesino no iba a ser una tarea excesivamente difícil. Su negativa a amoldarse, su permanente actitud fría y distante harían sin duda que la mayoría de los kriegies lo creyera capaz de cometer un asesinato a sangre fría. No requería un gran esfuerzo de imaginación transformarlo de lobo solitario en asesino.
Tommy asestó una patada a la tierra y pensó que si Scott hubiera hecho amigos, si se hubiera mostrado simpático y comunicativo, la gran mayoría de los kriegies habría prescindido del color de su piel. Pero al distanciarse de todos desde el primer momento en que había llegado al Stalag Luft 13 -por justificado que estuviera al adoptar esa actitud-, Scott había creado terreno abonado para la tragedia. En un mundo donde todos peleaban con los mismos temores, enfermedades, muerte y soledad, y los mismos deseos, de comida y libertad, él se había comportado de modo distinto, y eso, tanto o más que el recelo que provocaba el color de su piel, constituía el motivo del odio que todos experimentaban hacia él.
Tommy estaba convencido de que el cargo de asesinato estaba respaldado por este antagonismo, el cual, desde el punto de vista de la acusación, probablemente constituía el noventa por ciento del caso. Tomadas conjuntamente las pruebas contra él, las manchas de sangre, el haberse ausentado del barracón la noche de autos y el hallazgo del cuchillo, componían un cuadro indudablemente adverso. Sólo al examinarlas por separado la sospecha de su culpabilidad se diluía un poco. No por completo, pensaba Tommy.
Una inquietante sospecha le roía el estómago vacío y se mordió el labio inferior, pensativo.
Se detuvo unos instantes para alzar la vista al cielo, como hace el penitente que busca una orientación divina. Le rodeaban los sonidos habituales del campo, pero éstos se desvanecieron al tiempo que él meditaba sobre la situación. Pensó que durante buena parte de su joven vida había dejado que los hechos se produjeran de forma espontánea. Creía ciegamente -aunque era un error- que había sido un participante pasivo en muchas de las cosas que le atañían. Su hogar, sus estudios, su servicio. Si había logrado sobrevivir hasta estos momentos se debía más a los designios del destino que a su propia iniciativa.
Comprendió que esa pasividad no seguiría funcionando mucho tiempo. Desde luego, no para Lincoln Scott.
Mientras caminaba meneó la cabeza y suspiró una y otra vez. Por más que venía dándole vueltas desde la mañana del crimen, seguía sin comprender por qué habían asesinado a Trader Vic. Y, en vista de su incapacidad de ofrecer al tribunal una explicación alternativa, Tommy pensó que las probabilidades que tenía Scott de salvarse eran escasas.
Unos rayos de sol se reflejaban sobre el muro exterior del barracón 105, haciendo que reluciera y pareciera casi nuevo. Tommy se acercó y se apoyó en la fachada del mismo, deslizándose con lentitud hasta sentarse en el suelo, con el rostro vuelto hacia el calor. Durante unos segundos el sol le abrasó los ojos, y hubo de llevarse la mano a la frente para protegérselos. Desde su sitio, veía el bosque a través de la alambrada. Percibió un sonido a lo lejos y ladeó la cabeza, tratando de identificarlo. Al cabo de un momento, reconoció el ocasional ruido estrepitoso y el impacto de un árbol talado al caer al suelo, y dedujo que más allá de la línea de oscuros árboles que marcaba el inicio del bosque se hallaban los prisioneros-esclavos desbrozando el terreno. Dentro de poco empezaría a dejarse oír el sonido de los martillos y las sierras a medida que avanzaran las obras de otro campo destinado a acoger más aviadores aliados, según le había contado Fritz Número Uno. Tommy no dudaba que el persistente espectáculo de aparatos B-17 surcando el cielo de día y el grave estruendo de los ataques británicos sobre instalaciones vecinas y ferrocarriles significaba que los alemanes adquirían nuevas cuadrillas de obreros aliados con deprimente frecuencia.
Durante un buen rato, Tommy escuchó los lejanos sonidos provenientes del bosque. Dedujo que aquel trabajo agotador lo realizaban hombres desnutridos, enfermos, a punto de morir. Sintió un breve escalofrío al imaginar la vida de los prisioneros rusos. A diferencia de los pilotos aliados, no se alojaban en barracones, sino que acampaban, por duras que fueran las condiciones climáticas, en unas chabolas provisionales y bajo unas lonas llenas de agujeros que hacían las veces de tiendas de campaña, detrás de unos rollos de alambre de espino. Sin retretes. Ni cocinas. Sin refugios. Vigilados por unos mastines feroces y unos guardias propensos a apretar el gatillo. Su cautiverio no se regía según las normas de la Convención de Ginebra. No era infrecuente oír el disparo de un fusil, o una ráfaga de ametralladora procedente del bosque, que indicaba a los kriegies que un ruso había hecho algo para precipitar su muerte inevitable.
Tommy reflexionó acerca de que la muerte puede equivaler a la libertad.
Luego contempló las imponentes alambradas de espino que rodeaban el Stalag Luft 13 y se dijo que el cautiverio debe de parecerles la muerte a algunos hombres que están encerrados aquí.
De pronto sintió una extraña contracción en el estómago, como si hubiera visto algo que lo hubiera sobresaltado. Miró de nuevo la alambrada. No era mal lugar, pensó. La torre de vigilancia situada al norte se hallaba a unos cincuenta metros y la del sur a setenta y cinco. Los reflectores no se solaparían por completo. Ni los campos de fuego pertenecientes a las ametralladoras instaladas a ambos lados de la torre de vigilancia. En todo caso, fue una simple deducción, porque él no era un experto en este tipo de detalles, como otros prisioneros.
Se dijo de pronto que si fuera un miembro del comité de fuga, pensaría seriamente en tratar de escaparse desde este lugar. Entrecerró los ojos, tratando de calcular la distancia hasta el bosque. Cien metros, como mínimo. Un campo de fútbol. Aunque uno lograra atravesar la alambrada con unos alicates de fabricación casera, la distancia era excesiva para cualquiera que no estuviera dispuesto a jugárselo todo para alcanzar la libertad.
¿O no?
Tommy cogió un puñado de tierra suelta y arenosa y dejó que se deslizara entre sus dedos. No era una tierra propicia. Lo sabía por haber hablado con los hombres que habían tratado sin éxito de excavar un túnel. Demasiado dura y seca, demasiado inestable. Siempre se derrumbaba. Vulnerable a las exploraciones de los hurones. Tommy se estremeció ante la idea de excavar bajo la superficie. Haría un calor sofocante, era un trabajo sucio y peligroso. De vez en cuando los hurones conducían un camión, cargado con hombres y material, que recorría traqueteando el perímetro del campo. Creían que el peso haría que se desplomara cualquier túnel subterráneo. Un día, hacía más de un año, acertaron. Tommy recordaba la furia que dejaba entrever el rostro del coronel MacNamara al presenciar el fracaso de una ardua labor que había durado innumerables días y noches.
Era la misma expresión de rabia y desesperación que había mostrado el coronel hacía unas semanas, cuando los dos hombres que excavaban el túnel habían quedado sepultados vivos. Tommy miró por encima la alambrada de espino. Es imposible salir de aquí, pensó, salvo con los pies por delante.
Pero entonces, se paró a reflexionar.
De pronto vio a su izquierda a un oficial armado con un azadón metálico atendiendo un pequeño huerto, cultivando con esmero las hileras de tierra removida. Había varios huertecitos semejantes plantados a lo largo del barracón 106. Todos perfectamente atendidos.
Tierra, pensó Tommy, tierra fresca. Tierra fresca mezclada con la vieja.
Deseó ponerse de pie, para observar más de cerca, pero haciendo un gran esfuerzo por reprimir sus emociones y contener las ideas que se agolpaban en su mente, permaneció sentado.
Tommy respiró hondo, expeliendo el aire como un hombre que alcanza la superficie desde el fondo de un río o un lago profundo. Agachó la cabeza, fingiendo estar absorto en sus pensamientos, cuando en realidad no cesaba de mirar de un lado a otro, escudriñando la zona que le rodeaba. Sabía que alguien le observaba. Desde una ventana. Desde el campo de ejercicios. Desde el perímetro. No sabía a ciencia cierta quién era, pero sabía que le espiaban.
De improviso oyó un silbido procedente de delante del barracón, ese sonido agudo que en circunstancias más felices significaría que acababa de pasar una mujer guapa. Casi de inmediato, se oyó el sonido de un contenedor de basura metálico al cerrarse de golpe, otro ruido estrepitoso. A continuación oyó la voz de un kriegie gritando: «Keindrinkwasser!» con un claro acento nasal americano. «Alguien del Midwest», pensó Tommy.
Se estiró, como un hombre que ha descabezado un sueño, se puso en pie y se sacudió el pantalón. Reparó en que el oficial que había estado atendiendo el huerto frente a donde se hallaba sentado había desaparecido, lo cual le picó su curiosidad, aunque procuró disimular que se había percatado de ello. Al cabo de unos momentos, Fritz Número Uno pasó frente al barracón. El hurón no se esforzaba en pasar inadvertido; sabía que su presencia había sido observada por los aviadores que aquel día cumplían la función de espías. Se limitaba a recordar a los kriegies que estaba allí, como de costumbre, y alerta. Al ver a Tommy, Fritz Número Uno se acercó a él.
– Teniente Hart -dijo sonriendo-, ¿tiene usted un cigarrillo para mí?
– Hola, Fritz -respondió Tommy-. Sí, a condición de que me acompañe al recinto británico.-En ese caso dos cigarrillos -replicó Fritz-. Uno por el viaje de ida y otro por el de vuelta.
– De acuerdo.
El alemán tomó un cigarrillo, lo encendió, dio una calada profunda y exhaló el humo con deleite.
– ¿Cree que la guerra terminará pronto, teniente?
– No. Creo que durará eternamente.
El alemán sonrió, indicando con un ademán que se pusieran en marcha a través del campo hacia la puerta del recinto.
– En Berlín -dijo el hurón pausadamente- no hablan de otra cosa que de la invasión. Que es preciso repelerla.
– Parece que están preocupados -comentó Tommy.
– Tienen motivos de sobra para estarlo -repuso Fritz midiendo sus palabras-. Un día como éste sería perfecto -dijo alzando la vista hacia el firmamento-, ¿no cree, teniente? Para lanzar un ataque. Esto es lo que Eisenhower, Montgomery y Churchill deben de estar planeando en Londres.
– No lo sé. Yo me limitaba a trazar el rumbo del avión. Esos caballeros no suelen consultarme cuando trazan sus planes. De todos modos, Fritz, planificar invasiones no es mi hobby.
– No entiendo el sentido de esa palabra. ¿Qué tiene que ver con las maniobras militares? -inquirió Fritz un tanto perplejo.
– Es una expresión, Fritz. Quiero decir que el tema ni me atrae ni soy un experto en él.
– ¿Su hobby?
– Sí.
– Tomo nota.
Ambos hombres se dirigieron hacia los centinelas apostados junto a la puerta, quienes al verlos acercarse alzaron la cabeza.
– Me ha ayudado de nuevo, teniente. Algún día hablaré como un auténtico americano.
– No es lo mismo, Fritz.
– ¿Lo mismo?
– No es lo mismo que ser un americano.
– Cada uno es lo que es, teniente Hart -replicó el hurón meneando la cabeza-. Sólo un idiota se disculpa y se niega a aprovecharse de las ventajas que se le presentan.
– Cierto -repuso Tommy.
– Yo no soy idiota, teniente.
Tommy calibró lo que el alemán le decía, reparando en el tono quedo de su voz, tratando de adivinar la insinuación detrás de las palabras.
Los dos hombres marcharon al unísono hacia el recinto británico. Poco antes de llegar a la puerta, Tommy preguntó con un tono de indiferencia que ocultaba su repentino interés:
– ¿Tardarán mucho los rusos en construir el nuevo campo de prisioneros?
Fritz meneó la cabeza. Siguió hablando en voz baja.
– Unos meses. Quizás algo más. O quizá no lo terminen nunca. Mueren muy deprisa. Cada pocos días llegan a la ciudad trenes con nuevos destacamentos de presos. Los conducen al bosque para que sustituyan a los que han muerto. Se diría que hay una cantidad infinita de prisioneros rusos. Las obras progresan con lentitud. Siempre es lo mismo, día tras día. -El hurón se estremeció ligeramente-. Me alegro de estar aquí y no allí -concluyó.
– ¿No se ha acercado nunca por allí?
– En un par de ocasiones. Es peligroso. Los rusos nos odian a muerte. Se ve en sus ojos. Un día un Hundführer soltó a su perro en el campo de los rusos. Un Doberman enorme, un animal feroz, más lobo que perro. El imbécil creyó que con ello daría una lección a los rusos. -Fritz Número Uno sonrió-. No sentía ningún respeto hacia ellos. Fue una estupidez, ¿no cree, teniente Hart? Hay que respetar siempre al enemigo. Aunque le odies, debes respetarlo, ¿no? El caso es que el perro desapareció. El imbécil se quedó de pie junto a la alambrada, silbando y gritando «¡ven, chico!». Idiota. Por la mañana, los rusos arrojaron el pellejo sobre la alambrada. Era cuanto quedaba del perro. El resto se lo habían comido. En mi opinión, los rusos son unos animales.
– ¿De modo que usted no va por allí?
– No con frecuencia. A veces. Pero no con frecuencia. Pero mire usted, teniente Hart…
Fritz Número Uno echó un rápido vistazo a su alrededor para cerciorarse de que no había oficiales alemanes por los alrededores. Al comprobarlo, extrajo un reluciente objeto metálico del bolsillo de su guerrera.
– ¿Quiere hacer un trato? Puede llevarse esta magnífica hebilla como recuerdo cuando regrese a América. Seis cajetillas de cigarrillos y un par de tabletas de chocolate, ¿qué le parece?
Tommy tomó el objeto de manos de Fritz. Era una hebilla de cinturón rectangular, grande y pesada. Había sido pulida hasta el extremo de que el martillo y la hoz grabados en la hebilla relucían bajo el sol. Tommy la sopesó, preguntándose por qué la había cambiado Fritz, o si simplemente la había tomado de la cintura de un soldado ruso muerto.
– No está mal -dijo devolviéndosela al alemán-. Pero no es lo que busco.
El hurón asintió con la cabeza.
– Trader Vic -dijo con una sonrisa irónica- habría visto su valor, y habría aceptado mi precio. O un precio parecido. Y le habría sacado provecho.
– ¿Hacía usted muchos tratos con Vic? -preguntó Tommy como sin darle importancia, aunque esperaba con interés la respuesta.
– No está permitido -respondió Fritz Número Uno tras unos instantes de vacilación.
– Pasan cosas que no están permitidas -contestó Tommy.
El hurón asintió con la cabeza.
– Al capitán Bedford le gustaba adquirir recuerdos de guerra, teniente. Numerosos y variados objetos. Siempre estaba dispuesto a hacer un trato a cambio de lo que fuera.
Tommy aminoró el paso cuando se acercaron a la entrada del recinto británico. Suponía que el hurón trataba de decirle algo. Fritz Número Uno alargó la mano y le rozó el antebrazo.
– Lo que fuera -repitió el alemán.
Tommy se detuvo en seco. Se volvió y observó a Fritz Número Uno de manera penetrante.
– Usted halló el cadáver, ¿no es cierto, Fritz? Justo antes del Appell matutino, si no me equivoco. ¿Qué diablos hacía usted en el recinto a esas horas, Fritz? Aún era de noche y los alemanes no se pasean por el recinto después de apagadas las luces, porque los guardias de la torre de vigilancia tienen orden de disparar contra cualquier cosa que vean moviéndose por el campo. ¿Qué hacía allí, exponiéndose a ser tiroteado por uno de los suyos?
Fritz Número Uno sonrió.
– Lo que fuera -susurró-. Yo le he ayudado, teniente, pero no puedo decir más porque sería muy peligroso para los dos. -El hurón señaló la puerta de acceso al recinto británico, abriéndola para que Tommy pasara.
Tommy calló una serie de preguntas que deseaba formular al alemán, le dio el otro cigarrillo que le había prometido y, tras unos momentos de vacilación, le entregó el resto de la cajetilla. Sorprendido, Fritz Número Uno emitió una exclamación de gratitud. Después indicó al americano que pasara y le observó mientras éste, en cuya mente bullían numerosas ideas, iba en busca de Renaday y Pryce. Ninguno de los dos prestó atención a un escuadrón de oficiales británicos que, cargados con toallas, jabón y una modesta muda de ropa, se dirigían hacia el edificio de las duchas. Iban escoltados por una pareja de guardias alemanes, desarmados, con cara de fastidio y aburrimiento, que cabeceaban de cansancio. Los hombres marchaban animosos a través del polvoriento recinto, entonando una de las habituales canciones obscenas.
– Qué curioso -comentó Phillip Pryce, inclinando la cabeza hacia atrás para escudriñar el cielo, como en busca de un pensamiento que se le escapaba. Luego se irguió y miró a Tommy fijamente-. Es ciertamente intrigante. ¿Estás seguro de que trataba de decirte algo, muchacho?
– Desde luego -respondió Tommy, asestando una patada al suelo y levantando una nube de polvo con la bota. Los tres hombres se hallaban conversando junto a uno de los barracones.
– No me fío de Fritz, de ninguno de los Fritzes, ni el Número Uno, Dos ni Tres, y no me fío de ningún asqueroso alemán -masculló Hugh-. Diga lo que diga. ¿Por qué iba a ayudarnos? A ver, contesta, letrado.
Pryce tosió con violencia un par de veces. Estaba sentado al sol, con las perneras enrolladas y ambos pies sumergidos en una abollada palangana de acero en la que de tanto en tanto vertía agua hirviendo. Sacó un pie de su interior y lo examinó.
– Ampollas, grietas y pie de atleta, lo cual en mi caso constituye una tremenda contradicción de términos -dijo con una sonrisa sarcástica que fue interrumpida por una tos intensa-. ¡Santo Dios, me estoy desintegrando, chicos! Ya nada funciona. Llevas razón, Hugh. ¿Pero qué motivo tendría Fritz para mentir?
– No lo sé. Es un tipo muy astuto. Siempre en busca de promociones y medallas o cualquier otra recompensa con la que los alemanes premien a sus esforzados trabajadores.
– ¿Un tipo que va a lo suyo?
– Desde luego -repuso Hugh dando un respingo.
Pryce asintió con la cabeza y se volvió hacia Tommy, quien supuso lo que el anciano iba a decir y se le adelantó.
– Pero, Hugh -dijo apresuradamente-, eso indica que me estaba diciendo la verdad, o cuando menos guiándome en la dirección correcta. Aunque sea un alemán, todos estamos de acuerdo en que Fritz va a lo suyo y trata de aprovecharse de todo lo que ve en el campo. Más o menos como Trader Vic.
– ¿Sabes a qué se refería? -preguntó Hugh.
– A ver, ¿qué nos falta? ¿Qué deberíamos saber?
– Dos cosas -repuso Hugh sonriendo-. La verdad, y la forma de descubrirla.
Pryce asintió con la cabeza y se volvió hacia Tommy.
– Creo que esto podría ser importante, Tommy -dijo con repentina intensidad-. Muy importante. ¿Qué hacía Fritz dentro del recinto justo antes del amanecer? De haberlo visto uno de esos adolescentes que los alemanes recluían y colocan en las torres de vigilancia podría haber pagado con su vida. De hecho, no me parece que Fritz sea el tipo de caballero que se arriesga a morir porque sí, a menos que la recompensa valga la pena.
– Una recompensa personal -apostilló Hugh-. No creo que Fritz haga gran cosa por la patria a menos que le beneficie.
Pryce palmoteo, como si las ideas que bullían en su mente fueran tan reconfortantes como el agua que vertía sobre sus maltrechos pies. Pero al hablar lo hizo de modo pausado, con una solemnidad que sorprendió a Tommy.
– ¿Y si la presencia de Fritz implicara ambas cosas? -dijo Pryce agitando el puño en el aire con expresión de triunfo-. Creo, caballeros, que hemos sido un tanto estúpidos reflexionando sobre el asesinato de Trader Vic y la acusación contra Lincoln Scott tal como pretende que hagamos la oposición. Creo que es hora de que enfoquemos el asunto de modo distinto.
– Por favor, deja de ser hermético -le solicitó Tommy con un suspiro de resignación.
– Es mi forma de ser, muchacho.
– Después de la guerra -dijo Tommy-, te pediré que vengas a visitarme a Estados Unidos. Una larga visita. Te obligaré a sentarte frente a una vieja estufa de leña en el Manchester General Store un día de invierno, cuando a través de la ventana se ve un metro de nieve apilada en la acera, escuchando a unos lugareños de Vermont hablando sobre el tiempo, las cosechas, la próxima temporada de pesca en primavera y si ese chico Williams que juega con los Red Sox hará algo importante en la liga. Comprobarás entonces que los yanquis nos expresamos siempre con concisión y vamos directamente al grano. Sea lo que fuere el grano en cuestión.
Pryce soltó una carcajada que se vio interrumpida por otro acceso de tos.
– Una lección de franqueza, ¿no es así?
– Exactamente. Ir directo al grano, sin andarse por las ramas. Y una cualidad que nos vendrá muy bien el lunes a las ocho de la mañana, cuando comience el juicio de Scott.
– Tommy tiene razón, Phillip -terció Hugh, cordial-. Créeme, nuestros vecinos sureños son extraordinariamente francos. En especial MacNamara, el coronel. Hace poco que ha salido de West Point y probablemente lleva el código militar de conducta tatuado en el pecho. En el juicio no podemos andarnos con «insinuaciones». Ese hombre tiene poca imaginación. Tendremos que ser precisos.
Pryce continuaba enfrascado en sus pensamientos.
– Eso es cierto -dijo pausadamente-, pero me pregunto…
El depauperado y asmático inglés alzó la mano, en señal de que callaran. Ambos observaron que el anciano no cesaba de cavilar al tiempo que movía los ojos de un lado para otro.
– Creo -dijo Pryce lentamente después de una larga pausa- que debemos volver a evaluar el caso. ¿Qué es lo que sabemos?
– Sabemos que alguien mató a Vic en un lugar oculto situado a un callejón de distancia del lugar donde hallaron el cuerpo. Sabemos que su cadáver fue hallado por un hurón alemán que no tenía por qué encontrarse en el recinto a esa hora. Sabemos que el arma del delito y el método de asesinato fueron muy distintos de los que alegará la acusación. Frente a esos elementos, tenemos las botas ensangrentadas de Lincoln Scott, unas manchas de sangre en su cazadora, un arma que también presenta manchas de sangre, aunque dudo que la utilizaran para cometer el asesinato. Y tenemos numerosos testimonios de la antipatía expresa que existía entre ambos hombres.
Pryce asintió.
– Quizá deberíamos examinar cada elemento por separado. Dime, Hugh, ¿qué te dice el hecho de que trasladaran el cadáver del lugar donde se cometió el crimen?
– Que el lugar donde se cometió el crimen compromete al asesino.
– ¿Es lógico que Lincoln Scott trasladara el cadáver a un lugar próximo a su propio barracón?
– No. No tiene ningún sentido.
– Pero a alguien, sin embargo, le pareció lógico meter a Vic en el Abort.
– Alguien que quería asegurarse de que no registrarían la verdadera escena del crimen. Y, bien pensado, ¿quién haría más que una somera exploración del cadáver dentro del Abort? ¡Ese sitio apesta!
– Visser -replicó Hugh-. A él no le molestó en absoluto.
– Una observación interesante -contestó Pryce sonriendo-. Sí. Tommy, creo que podemos afirmar sin temor a equivocarnos que pese a su uniforme de la Luftwaffe, Herr Visser pertenece a la Gestapo. Es un experto policía. Dudo que quienquiera que trasladara el cadáver de Vic imaginara ni remotamente que iba a aparecer en escena. Probablemente supuso que el estirado y melindroso Von Reiter se encargaría de registrar la escena del crimen. ¿Habría Von Reiter registrado a fondo el Abort? Desde luego que no. Pero eso plantea un segundo interrogante: si el asesino quería evitar que registraran el lugar del crimen, ¿de quién tenía miedo? ¿De los alemanes o de los americanos?
Tommy enarcó una ceja.
– El problema, Phillip, es que cada vez que creo que hemos avanzado algo en nuestras pesquisas, aparecen nuevos interrogantes.
– Es cierto -rezongó Hugh-. ¿Por qué no pueden ser más sencillas las cosas?
Pryce extendió la mano y tocó el brazo del fornido canadiense.
– Pero es que acusar a Scott del crimen es lo más sencillo. Ahí radica el meollo del asunto.
Pryce emitió una risa entrecortada que acabó en un acceso de tos, pero no dejó de sonreír de gozo. Era notorio que disfrutaba con cada giro que tomaba el asunto.
– ¿Y la inexplicada y sorprendente aparición de Fritz Número Uno en la escena? -inquirió volviéndose hacia Tommy-. ¿Qué nos dice eso?
– Que tenía un motivo importante para estar ahí.
– ¿Crees que fue la compraventa ilícita de un artículo de contrabando lo que obligó a Fritz y a Trader Vic a salir en plena noche pese al riesgo al que ambos se exponían?
– No -contestó Tommy antes de que pudiera hacerlo Hugh-. En absoluto. Porque Vic había logrado vender todo tipo de artículos ilícitos: cámaras, radios, «lo que fuera»…, según dijo Fritz. Pero incluso las adquisiciones más especiales pueden realizarse durante el día. Vic era un experto en el tema.
– O sea que lo que hizo que Vic y Fritz Número Uno salieran a pesar del peligro que corrían tuvo que ser algo extremadamente valioso para ambos… -reflexionó Pryce-. Y algo que más valía que permaneciera oculto para el resto de los prisioneros.
– Observa que das por supuesto que fue el mismo motivo el que hizo que ambos salieran -dijo Tommy bruscamente.
– Pero sospecho que es el camino que debemos seguir -contestó Pryce con energía. Luego se volvió hacia Tommy y preguntó-: ¿Ves algo en todo esto, Thomas?
Sí, Tommy veía algo. Algo que es preferible que permanezca oculto… Una luminosa idea le atravesó la mente. Abrió la boca, pero de pronto oyeron unos gritos y unos silbatos de alarma procedentes de fuera de la alambrada, más allá de la puerta principal, que interrumpieron las cavilaciones de los tres hombres. Se volvieron todos a una hacia el lugar del que procedía la barahúnda y se quedaron perplejos al percibir la potente ráfaga de una metralleta, cuyos disparos desgarraron la atmósfera del mediodía.
– Pero ¿qué pasa? -dijo Hugh.
Casi al instante, un destacamento de guardias armados que se habían enfundado apresuradamente sus uniformes salió de uno de los edificios del recinto de la administración. Se colocaron sus cascos de acero al tiempo que se afanaban en abrocharse las guerreras. El escuadrón echó a correr por el camino que discurría frente al despacho del comandante, obedeciendo las apresuradas órdenes de un Feldwebel. No bien resonaron los pasos de sus pesadas botas en el camino de tierra prensada, cuando media docena de hurones atravesaron la puerta principal haciendo sonar sus silbatos, entre juramentos y voces de mando. La sirena, que por lo general sólo utilizaban para anunciar un ataque aéreo, empezó a emitir un potente aullido. Los tres hombres distinguieron a Fritz Número Uno en medio del grupo. Al verlos, el alemán empezó a agitar los brazos y a gritar furiosamente:
– ¡En formación! ¡Pónganse en fila! Raus! Schnell! ¡Inmediatamente! ¡Debemos efectuar un recuento!
Las palabras del hurón no traslucían su habitual campechanía. Empleaba un tono agudo, insistente y decididamente imperioso.
– ¡Usted! -gritó señalando a Tommy-. ¡Teniente Hart! ¡Colóquese a un lado para pasar el recuento junto con los británicos!
De pronto, sonó otra ráfaga de metralla.
Sin más explicaciones, Fritz Número Uno echó a correr hacia el centro del campo, impartiendo órdenes a voz en cuello. Al mismo tiempo, el campo de revista se llenó de aviadores británicos que se afanaban en enfundarse las cazadoras, botas y gorras, apresurándose hacia el imprevisto Appell. Tommy se volvió hacia sus dos amigos y oyó a Phillip Pryce murmurar febrilmente una maravillosa, terrible y sobrecogedora palabra:
– ¡Fuga!
Los aviadores británicos permanecieron en posición de firmes en el campo de revista durante casi una hora, mientras los hurones pasaban frente a las filas de hombres una y otra vez, contándolos y recontándolos, blasfemando en alemán y negándose a responder a preguntas, en especial la más importante. Tommy se hallaba a una media docena de metros del último bloque de hombres, flanqueado por otros dos oficiales americanos que habían sido sorprendidos en el recinto británico al producirse el intento de fuga. Tommy conocía superficialmente a los otros dos americanos; uno era un campeón de ajedrez del barracón 120 que solía sobornar a los gorilas para que le dejaran pasar al recinto donde había mejores rivales; el otro era un espigado actor neoyorquino reclutado por los británicos para aparecer en una de sus representaciones teatrales. El ex piloto de caza se convertía en una rubia explosiva más que convincente cuando aparecía luciendo una peluca de fabricación casera, un ceñido traje negro confeccionado por los sastres del campo con retazos de viejos y raídos uniformes, por lo que estaba muy solicitado para actuar en las producciones teatrales de ambos recintos.
– Aún no sé qué coño ha ocurrido -murmuró el ajedrecista-, pero están furiosos.
– Corren muchos rumores. Por lo visto faltan más de un par de hombres de dos de esas formaciones -respondió el actor-. ¿Crees que nos retendrán aquí mucho rato?
– Ya los conoces a estos malditos alemanes -repuso Tommy con voz queda-. Si sólo hay nueve tíos donde ayer había diez, tendrán que contar cien veces o más hasta asegurarse de ello.
Los otros dos americanos le dieron la razón.
– ¡Eh! -exclamó en voz baja el campeón de ajedrez-, ¡mirad quien se acerca! El Gran Jefe en persona. Y ese que le acompaña, ¿no es el nuevo «pequeño jefe»? ¿El tío encargado de vigilar lo que haces, Hart?
Tommy miró hacia el otro extremo del recinto y vio bajar los escalones del edificio administrativo al Oberst Von Reiter con la cara encendida, vestido con el uniforme de gala, como si le hubieran interrumpido cuando acudía a una reunión importante. Le seguía el Hauptmann Heinrich Visser, quien presentaba como de costumbre un aspecto un tanto desaliñado. En contraste con la acerada mirada y la postura tiesa de Von Reiter, mostraba una expresión levemente divertida, aunque también podía tratarse de una mueca de crueldad.
Detrás de los dos oficiales aparecía un nutrido grupo de gorilas, armados con fusiles y ametralladoras. En el centro del grupo marchaban unas dos docenas de oficiales británicos, todos ellos a medio vestir -dos de ellos estaban completamente desnudos- que acababan de salir de las oficinas del campo. Uno de ellos cojeaba ligeramente. Los dos hombres desnudos lucían unas amplias sonrisas de gozo. Todos parecían animados, y más que satisfechos de sí mismos, pese al hecho de que les obligaran a caminar con las manos colocadas detrás de la cabeza.
El actor y el campeón de ajedrez observaron el mismo contraste entre los alemanes y los ingleses en el mismo momento en que lo vio Tommy. Pero el campeón de ajedrez susurró:
– Puede que los ingleses se lo tomen a broma, pero me juego lo que quieras a que Von Reiter no lo encuentra nada divertido.
Los oficiales y los hombres que habían capturado atravesaron la puerta principal y se detuvieron delante de las formaciones de aviadores británicos. El oficial superior británico, un piloto de bombardero de rostro rubicundo, con bigote y el pelo rojizo salpicado de canas, se colocó frente a las mismas y ordenó a los hombres que se pusieran firmes. Varios miles de botas chocaron al unísono. Von Reiter miró con enfado al oficial superior británico, tras lo cual se volvió hacia las filas de hombres.
– ¿Es que creen ustedes, los británicos, que la guerra es un juego? ¿Un deporte, como el críquet o el rugby? -inquirió con un tono estentóreo e irritado que recorrió toda la formación-. ¿Creen que estamos jugando?
La furia de Von Reiter se abatió sobre las cabezas de los hombres. Nadie respondió. Los hombres capturados que se hallaban a su espalda enmudecieron.
– ¿Les parece una broma?
Del centro de las filas sonó una voz que tenía un marcado acento cockney.
– ¡Al menos ha servido para romper esta jodida monotonía, jefe! -dijo con tono socarrón.
Se oyeron unas risas, que no tardaron en disiparse bajo la iracunda mirada de Von Reiter. El Oberst estaba que echaba chispas.
– Les aseguro que el alto mando de la Luftwaffe no considera el intento de fuga un asunto divertido.
De otra sección de la formación, una voz distinta, con acento irlandés, replicó:
– ¡Esta vez la broma te la hemos gastado a ti, tío!
Hubo más risas, pero cesaron casi al instante.
– ¿De veras? -preguntó Von Reiter con frialdad.
El oficial superior británico avanzó un paso. Tommy le oyó responder con voz calma, de forma un tanto contradictoria:
– Pero estimado comandante Von Reiter, le aseguro que nadie está bromeando…
Von Reiter interrumpió al oficial británico agitando su fusta.
– ¡Está prohibido fugarse!
– Pero, comandante…
– Verboten!
– Sí, pero…
Von Reiter se volvió hacia la formación de hombres.
– Hoy he recibido nuevas directrices de mis superiores en Berlín. Son bien sencillas: los aviadores aliados que traten de fugarse de los campos de prisioneros dentro del Reich serán tratados como terroristas y espías. Una vez capturados, no podrán regresar al Stalag Luft 13. ¡Serán abatidos a tiros en el acto!
Un profundo silencio cayó sobre las filas de hombres. El oficial superior británico tardó unos segundos en responder.
– Debo advertir al Herr Oberst -dijo con tono frío e inexpresivo- que lo que propone es una violación flagrante de la Convención de Ginebra, de la que Alemania es signataria. Semejante trato al personal aliado que trate de fugarse constituye un crimen de guerra, y quienquiera que lo cometa deberá enfrentarse antes o después a un pelotón de fusilamiento. O a la soga del verdugo, Herr Oberst. ¡Puede estar seguro!
– ¡Son órdenes! -replicó bruscamente-. ¡Ordenes legítimas! ¡No me hable de crímenes de guerra, teniente coronel! ¡No es la Luftwaffe quien lanza bombas incendiarias y de acción retardada sobre ciudades llenas de civiles! ¡Ciudades llenas de mujeres, niños y ancianos! ¡Expresamente contra sus preciosas normas de la Convención de Ginebra!
Al hablar, Von Reiter miró al Hauptmann Visser, quien asintió con la cabeza y en el acto emitió una orden a los hombres que custodiaban a los aviadores británicos implicados en el intento de fuga. Los alemanes amartillaron de inmediato sus fusiles, o accionaron el percutor de sus ametralladoras Schmeisser. Éstas emitieron un sonido claramente letal. El escuadrón que rodeaba a los oficiales británicos colocó sus armas en posición de fuego.
Durante varios segundos en el campo de revista reinó el silencio más absoluto.
El oficial superior británico, con el rostro tenso y pálido, avanzó y rompió bruscamente el silencio.
– ¿Amenaza con matar a unos hombres desarmados? -gritó con voz aguda, casi femenina debido al temor y la desesperación de que era presa. Cada palabra que pronunció traslucía la sensación de pánico.
Von Reiter, con el rostro todavía encendido pero con la irritante frialdad que produce tener las armas de su parte, se volvió hacia él.
– Actúo con plenos derechos, teniente coronel. Me limito a obedecer órdenes. Si las desobedeciera, pagaría con mi vida.
El oficial superior británico se aproximó al alemán.
– ¡Señor! -gritó-. ¡Todos somos testigos! Si asesina usted a estos hombres…
– ¿Asesinar? -replicó Von Reiter fulminando al inglés con la mirada-. ¿Cómo se atreve a hablarme de asesinato cuando ustedes lanzan bombas incendiarias sobre civiles desarmados? Terrorfliegers!
– ¡Si ordena a sus hombres disparar morirá en la horca, Von Reiter! ¡Yo mismo le colocaré la soga en el cuello!
Von Reiter aspiró profundamente para serenarse. Miró al oficial superior británico con enojo. Luego esbozó una sonrisa cruel.
– Usted, teniente coronel, es el oficial a cargo de los prisioneros británicos. Este estúpido intento de fuga es responsabilidad suya. ¿Está dispuesto a colocarse ante el pelotón de fusilamiento a cambio de las vidas de estos hombres?
El británico lo miró, atónito, y se abstuvo de responder.
– Me parece un trato justo, teniente coronel. La vida de un hombre para salvar las vidas de dos docenas de hombres.
– Lo que propone es un crimen -replicó el oficial.
Von Reiter se encogió de hombros.
– La guerra es un crimen -repuso sin más-. Me limito a pedirle que tome una decisión que otros oficiales deben tomar con frecuencia. ¿Está dispuesto a sacrificar una vida a cambio de la de sus hombres? ¡Decídalo ya, teniente coronel!
El comandante de campo levantó su fusta, como si fuera a dar la orden de abrir fuego.
Las filas de aviadores británicos se tensaron, tras lo cual oscilaron levemente, como sacudidas por un vendaval tan potente como la furia que sentían. Comenzaron a alzarse unas voces de protesta. En una de las torres de vigilancia se oyó el sonido de una metralleta al girar sobre su soporte, apuntando a las formaciones de prisioneros.
Las dos docenas de hombres que habían intentado fugarse se apelotonaron. En lugar de las expresiones risueñas y satisfechas que habían lucido tras ser interrogados, sus rostros aparecían pálidos al contemplar las armas que les apuntaban.
– ¡Comandante! -gritó el oficial superior británico con voz ronca-. ¡No haga algo de lo que más tarde se arrepentirá!
Von Reiter lo observó con atención.
– ¿Arrepentirme de matar al enemigo por haberse afanado en liquidar a mis compatriotas? ¿Por qué había de arrepentirme?
– ¡Se lo advierto! -gritó el oficial.
– Espero su decisión, teniente coronel. ¿Está dispuesto a ocupar el lugar de esos hombres?
Tommy miró a Heinrich Visser. El alemán apenas podía ocultar el gozo que sentía.
– Creo que van a hacerlo -susurró el actor, que estaba junto a él-. ¡Hijos de puta!
– No, es un farol -repuso el campeón de ajedrez.
– ¿Estás seguro? -preguntó Tommy en voz baja.
– No -contestó con suavidad el campeón de ajedrez-. Ni mucho menos.
– Van a matarlos -repitió el actor-. ¡Son capaces! He oído decir que ejecutaron a los que se fugaron de otro campo. Cincuenta británicos, según me dijeron. Salieron a través de un túnel y permanecieron fugados varias semanas. Los ejecutaron como si fueran espías. No podía creerlo, pero ahora…
Von Reiter se detuvo, dejando que la tensión se acumulara a su alrededor. Los gorilas, con el dedo apoyado en el gatillo de su arma, aguardaban una orden, mientras los aviadores británicos permanecían inmóviles, aterrorizados.
– ¡De acuerdo, comandante! -dijo el oficial superior británico en voz bien alta-. ¡Yo ocuparé el lugar de esos hombres!
El comandante del campo se volvió con lentitud, bajando la mano con la que sostenía la fusta con gesto lánguido. Apoyó la otra mano en el puñal ceremonial enfundado en un estuche negro que colgaba del cinturón de su uniforme de gala. Tommy se percató de ese gesto y fijó la vista en el arma. Luego vio a Von Reiter golpear con la fusta sus relucientes botas negras.
– Muy bien -dijo pausadamente-, una decisión valerosa pero estúpida -hizo una pausa, como saboreando el momento-. Pero en este caso, no será necesario -informó al oficial superior británico, pero antes de que el hombre pudiera protestar de nuevo, Von Reiter se volvió y gritó a Heinrich Visser-: Hauptmann! ¡Todos los hombres que trataron de fugarse del edificio de las duchas, quince días en la celda de castigo! ¡A pan y agua!
De los hombres apiñados en el recinto emanó un pavor semejante a una súbita ráfaga de viento. Uno prorrumpió en sollozos. Otro se apoyó en el brazo de su vecino, pues las piernas apenas le sostenían. Un tercero comenzó a blasfemar, blandiendo el puño al oficial alemán, retándole a una pelea.
Entonces el comandante se volvió hacia el oficial superior británico y le espetó:
– ¡Queda advertido! ¡No trataremos con la misma indulgencia a ningún otro prisionero que trate de fugarse! -exclamó alzando la voz y dirigiéndose a toda la formación de aviadores aliados-. ¡El próximo hombre que sea capturado fuera de la alambrada será ejecutado! No les quepa la menor duda. Jamás nadie ha conseguido fugarse de este campo, y nadie lo conseguirá jamás. Éste será su hogar mientras dure la guerra. El Reich no está dispuesto a malgastar sus recursos militares en perseguir a aviadores aliados fugitivos.
Mientras hablaba, se desabrochó el bolsillo de la pechera de su guerrera gris y extrajo el cartucho de fusil, que sostuvo en alto para que todos pudieron verlo. Al cabo de un momento, se volvió y arrojó el cartucho al oficial superior británico.
– Guárdelo como un recuerdo -dijo con brusquedad-. Y, por supuesto, durante los próximos quince días los prisioneros del recinto británico no gozarán del privilegio de ducharse.
Tras estas palabras, el comandante del campo indicó a los prisioneros que rompieran filas, dio media vuelta y, acompañado por los otros oficiales y guardias alemanes, abandonó el recinto. Tommy Hart observó la sonrisa que exhibía Heinrich Visser. También reparó en que el Hauptmann le había visto, situado a un lado.
– Creí que iban a hacerlo -murmuró el actor neoyorquino-. Joder, se han escapado por los pelos.
– Coño -soltó el campeón de ajedrez, y acto seguido preguntó-: ¿Creéis que MacNamara y Clark conocen esa orden de tirar a matar? ¿O pensáis que ha sido un farol que se ha echado el alemán para meternos el miedo en el cuerpo?
– En todo caso, ha funcionado -contestó el actor, expeliendo una larga bocanada de aire-. No creo que fuera un farol. Estoy seguro de que MacNamara y Clark conocen esas órdenes y también lo estoy de que les importa un carajo.
– Esto es una guerra, por si no lo recuerdas -terció Tommy.
Los otros dos hicieron un gruñido de asentimiento.
Phillip Pryce había puesto agua a hervir en una destartalada tetera para preparar el té, mientras que Hugh Renaday había ido para averiguar en qué había acabado el intento de fuga. Pryce se hallaba trajinando frente al fuego, como un viejo solterón. Tommy percibió los tenues sonidos de un cuarteto de voces, que entonaban unas canciones populares en otro dormitorio del barracón. El silbido de la tetera se confundió con las voces fantasmagóricas; durante unos instantes Tommy miró a su alrededor pensando que el mundo había recuperado una especie de razonada normalidad.
– Creo que estamos progresando -informó a Pryce. El anciano asintió con la cabeza.
– Tommy, hijo mío, opino que hay muchos detalles de los que recelar y poco tiempo para investigar la verdad. A las ocho de la mañana del lunes tendrás que empezar a pelear para salvar al señor Scott. ¿Has pensado qué estrategia inicial emplearás?
– Aún no.
– Pues te aconsejo que empieces a pensarlo.
– Todavía hay muchas cosas que no sabemos.
Pryce se detuvo para colocar las tazas de té.
– ¿Sabes lo que me preocupa sobre este caso, Tommy?
– Te escucho.
El anciano se movía con parsimonia. Examinó detenidamente las gastadas hojas de té que yacían en el fondo de cada taza de cerámica. Retiró con cuidado la tetera del fuego. Aspiró el vaho que brotaba de la boca de la tetera.
– Es que es algo distinto de lo que aparenta.
– Explícate, Phillip.
El otro meneó la cabeza.
– Soy demasiado viejo y delicado para esto -repuso, sonriendo-. Creo que es un hecho médicamente demostrado que cuanto mayor te haces, tienes mayor facilidad para detectar conspiraciones, ya sabes, chanchullos, historias de agentes secretos. Sherlock Holmes no era un hombre joven.
– Pero no era viejo. El doctor Watson sí era un anciano. Holmes tenía treinta y tantos años.
– Cierto. Y sin duda se mostraría receloso, ¿no crees? Me refiero a que este caso parece muy claro, desde el punto de vista de la acusación. Dos hombres que se odian. El motivo es el odio racial. Uno de ellos muere. El que le sobrevive debe de ser su asesino. Quod erat demonstrandum. O ipso facto. Una caprichosa construcción latina para definir la situación. Pero a mí nada de esto me parece claro.
– Estoy de acuerdo, pero nos queda poco tiempo para explorar.
– Me pregunto -dijo Pryce arqueando una ceja-, si eso formará parte del asunto.
Tommy se disponía a responder cuando oyó las sonoras pisadas de las botas de aviador de Hugh por el pasillo central del barracón. Al cabo de unos segundos la puerta se abrió y el canadiense entró veloz en la habitación, sonriendo de satisfacción.
– ¿Sabéis lo que esos astutos cabrones habían ideado? -preguntó casi a voz en cuello, con el entusiasmo propio de un escolar.
– ¿Qué? -inquirió Tommy.
– Prestad atención: el grupo que se había dirigido al edificio de las duchas cada día, a la misma hora, al mismo minuto, durante casi dos semanas, lloviera o hiciera sol, entonando esas canciones que tanto disgustan al viejo Von Reiter…
– Sí, yo pasé junto a ellos al venir -dijo Tommy.
– En efecto, Tommy, amigo mío, pero hoy acudieron diez minutos antes de lo habitual. ¿Y los dos gorilas que los escoltaban? ¡Eran dos de los nuestros vestidos con unos abrigos cortados y teñidos para que parecieran alemanes! Entran en las duchas y la mitad de la pandilla se desnuda y se pone a cantar como de costumbre. Los otros se ponen apresuradamente sus ropas y salen tan tranquilos. Los guardias falsos les ordenan que se coloquen en formación y empiezan a conducirles hacia el bosque…
– ¿Confiando en que nadie se percatase de ello? -dijo Pryce soltando una carcajada.
– Eso es -continuó Hugh-. De hecho, lo habrían conseguido de no aparecer un condenado hurón montado en bicicleta. Al reparar en que los «gorilas» no iban armados, se detuvo, los hombres echan a correr hacia el bosque y el plan se fue a hacer gárgaras.
– Muy hábil -comentó Hugh meneando la cabeza-. Casi lo consiguen.
Los tres hombres prorrumpieron en risotadas. Les parecía un plan de fuga disparatado, pero en extremo creativo.
– No creo que hubiesen llegado muy lejos -dijo Pryce entre toses-. Sus uniformes habrían acabado por delatarlos.
– No necesariamente, Phillip -replicó Hugh-. Tres de los hombres (los auténticos artífices del plan, según tengo entendido) llevaban ropas de paisano debajo de sus uniformes, de los cuales iban a despojarse en el bosque. Asimismo, llevaban consigo excelentes falsificaciones de documentos. Según me han dicho. Ellos eran los que iban a fugarse. El papel de los otros consistía principalmente en causar problemas y quebraderos de cabeza a los alemanes.
– Me pregunto -dijo Tommy con lentitud- si hubieran estado dispuestos a participar en esta diversión de haber sabido que existía esa nueva orden que permite a los alemanes matar a los prisioneros sin más contemplaciones.
– Has dado en el clavo, Tommy -repuso Hugh-. Una cosa es jugar con los alemanes si sólo va a costarte un par de semanas en la celda de castigo cantando Roll out the barrel y tiritando de frío toda la noche, y otra muy distinta si esos cabrones van a colocarte ante un pelotón de fusilamiento. ¿Creéis que fue un farol? Me niego a creer…
– Tienes razón -terció Tommy con una seguridad un tanto intempestiva-. No pueden matar a prisioneros de guerra, se armaría la gorda.
Pryce meneó la cabeza y alzó la mano, interrumpiendo la conversación.
– Un prisionero de guerra debe llevar uniforme y dar su nombre, rango y número de identificación cuando se lo pregunten. Pero un hombre vestido de paisano que lleva una tarjeta de identidad y unos papeles de trabajo falsos podría ser tomado por un espía. ¿Cuándo deja uno de ser lo primero y pasa a ser lo segundo?
Pryce dio un profundo suspiro.
– Nosotros también ejecutamos a los espías sin mayores trámites.
Observó con detención a los dos aviadores y asintió lentamente con la cabeza.
– No me cabe duda de que en el futuro Von Reiter hará justamente eso -dijo-. Creo que nuestros muchachos, por listos que sean, estuvieron durante unos minutos en una situación muy peligrosa. Quizá no lo previeron. Von Reiter puede que no sea un nazi fanático que luce una camisa parda, pero es un oficial alemán que se toma su cargo muy en serio. Apostaría que por sus venas corren generaciones de rígido servicio teutón por la patria y no me cabe duda de que cumplirá con su deber al pie de la letra.
– Supongamos -le interrumpió Tommy- que no recibiera esa orden, es posible que lo dijera para intimidarnos.
– Tommy lleva razón, Phillip -terció Hugh.
– Veo que estás aprendiendo con rapidez el arte de la sutileza, Tommy -comentó Pryce sonriendo-. Por supuesto, a nosotros ni nos va ni nos viene el que recibiera la orden de marras o no la recibiera, siempre y cuando no nos movamos de aquí, de este hotel encantador. Pero la amenaza de ejecutarnos es real, ¿no? Así, Von Reiter consigue buena parte de lo que pretende con sólo plantear la posibilidad de un pelotón de fusilamiento. La única forma de averiguar la verdad es fugarse.
– Y que te atrapen -agregó Tommy.
– Von Reiter es un hombre inteligente -prosiguió Pryce-. No le subestimes porque debido a su ropa parece el personaje de un espectáculo de títeres. -El ex letrado volvió a toser, y añadió-: Es un hombre cruel, a mi entender. Cruel y ambicioso. Unos rasgos que comparte, supongo, con ese taimado zorro de Visser.
De repente se oyeron pasos.
– ¡Gorilas! -murmuró Hugh.
Antes de que los otros dos pudieran responder, la puerta del pequeño dormitorio se abrió y apareció Heinrich Visser. A su espalda vieron a un hombre diminuto y rechoncho, de no más de un metro cincuenta de estatura, que llevaba un terno negro mal cortado y sostenía en las manos un sombrero de fieltro negro que no cesaba de manosear nerviosamente. Los miraba a través de los gruesos cristales de sus gafas. Detrás de él había cuatro fornidos soldados empuñando sus fusiles. Al momento, el pasillo se llenó de aviadores británicos que habían interrumpido la ruleta del ratón intrigados por la presencia de soldados armados.
Visser entró en el reducido cuarto de literas y observó a los tres hombres.
– ¿Interrumpo quizás una sesión de estrategia? ¿Un importante debate sobre los hechos y la ley, teniente coronel? -preguntó a Pryce.
– Tommy tiene mucho trabajo y le queda poco tiempo. Le ofrecíamos los escasos conocimientos fruto de nuestra experiencia. Esto no debe sorprenderle, Hauptmann -respondió Pryce.
Visser meneó la cabeza y se acarició el mentón como quien reflexiona.
– ¿Han hecho progresos, teniente coronel? ¿Ha comenzado a perfilarse la defensa del teniente Scott?
– Disponemos de poco tiempo y nos planteamos algunos interrogantes. Pero aún no tenemos todas las respuestas -repuso Pryce.
– Ah, ésta es la suerte del auténtico filósofo -contestó Visser con expresión pensativa-. ¿Y usted, señor Renaday, con su espíritu de policía, ha hallado algunos hechos contundentes que le ayuden en este empeño?
Hugh miró al alemán con cara de pocos amigos.
– Estas paredes son unos hechos -dijo con desdén, señalando a su alrededor-. La alambrada es un hecho. Las torres de vigilancia y las ametralladoras son unos hechos. Aparte de esto, no tengo nada que decirle, Hauptmann.
Visser sonrió, pasando por alto la ofensa que contenían las palabras y el tono de la respuesta del canadiense. A Tommy no le gustó que Visser no se diera por aludido. Su sonrisa burlona traslucía un gesto amenazador.
– ¿Y usted, señor Hart, se apoya mucho en el señor Pryce?
Tommy dudó antes de responder, sin saber adonde quería ir a parar el alemán con sus preguntas.
– Agradezco su análisis -repuso midiendo sus palabras.
– Debe de ser un gran alivio para usted contar con un experto de su talla, ¿no es así? Un insigne abogado que suple su falta de experiencia en estos temas -insistió Visser.
– En efecto.
El alemán sonrió. Pryce tosió dos veces, tapándose la boca con la mano. Al oírle toser, Visser se volvió hacia el anciano.
– ¿Va mejorando su salud, teniente coronel?
– No es fácil que mejore en esta condenada ratonera -masculló Hugh con tono destemplado.
Pryce dirigió una breve mirada a su impulsivo compañero canadiense.
– Estoy bien, Hauptmann -respondió-. La tos persiste, como habrá podido comprobar. Pero me siento fuerte y confío en pasar lo mejor posible el resto de mi estancia aquí, antes de que aparezcan mis compatriotas y les liquiden a todos ustedes.
Visser rió como si Pryce hubiera dicho algo gracioso.
– Se expresa como un soldado -respondió sin dejar de sonreír-. Pero me temo, teniente coronel, que su valentía oculta su delicada salud. Su estoicismo frente a la enfermedad es admirable.
Visser observó a Pryce al tiempo que su sonrisa se disipaba, dando paso a una expresión fría y sobrecogedora que ponía de relieve el intenso odio que le rodeaba.
– Sí -continuó Visser en tono despectivo-. Me temo que está usted mucho más enfermo de lo que confiesa a sus camaradas.
– Estoy bien -repitió Pryce.
Visser meneó la cabeza.
– No lo creo, teniente coronel. No obstante, permita que le presente a este caballero, Herr Blucher, de la Cruz Roja suiza.
Visser se volvió hacia el hombre diminuto, que lo saludó con un gesto de la cabeza al tiempo que daba un taconazo y se inclinaba brevemente.
– Herr Blucher -prosiguió Visser con tono de suficiencia- ha llegado hoy mismo de Berlín, donde es miembro de la legación suiza.
– Qué diablos… -protestó Pryce, pero se detuvo, mirando al alemán con unos ojos no menos fríos que los de éste.
– Al alto mando de la Luftwaffe no le interesa que un distinguido letrado de merecida fama como usted muera aquí entre unos rudos y toscos prisioneros de guerra. Nos preocupa su persistente enfermedad, teniente coronel, y como por desgracia no disponemos de los medios adecuados para tratarla, las instancias superiores han decidido repatriarlo. Una buena noticia, señor Pryce. Regresará usted a su casa.
La palabra «casa» pareció reverberar en el repentino silencio que se hizo en la habitación.
Pryce se quedó inmóvil en el centro de la pequeña habitación. Se puso firme, tratando de asumir una postura militar.
– No le creo -soltó de sopetón.
Visser meneó la cabeza.
– Sin embargo es cierto. En estos momentos, un oficial naval alemán que se halla preso en un campo en Escocia, que padece una dolencia semejante a la suya, acaba de ser informado por el representante suizo de que regresará a su patria. Es un trato muy sencillo, teniente coronel. Nuestro prisionero enfermo a cambio del prisionero enfermo capturado por nuestro enemigo.
– Sigo sin creerle -insistió Pryce.
El hombre identificado como Herr Blucher avanzó un paso.
– Es cierto, señor Pryce -dijo en un inglés germanizado y con marcado acento alemán-. Yo mismo le escoltaré en tren a Suiza…
Pryce se volvió con brusquedad y miró a Herr Blucher.
– Usted no es suizo -le espetó. Luego se volvió y miró a Visser con expresión de angustia-. ¡Mentiras! -exclamó-. ¡Sucias mentiras, Visser! ¡No hay ningún trato! ¡No hay ningún intercambio de prisioneros!
– Ah -replicó Visser con un tono repelente y a la vez dulzón-, le aseguro, teniente coronel, que es verdad. En estos momentos un oficial naval ha emprendido el regreso a casa para reunirse con su esposa y sus hijos.
– ¡Mentiras podridas! -gritó Pryce, interrumpiéndole.
– Se equivoca, señor Pryce -dijo Visser con voz untuosa-. Supuse que se alegraría de regresar a casa.
– ¡Cerdo embustero! -protestó Pryce. Luego se volvió hacia Tommy Hart y Hugh Renaday. Su rostro reflejaba profunda desesperación.
– ¡Phillip! -exclamó Tommy.
Pryce dio un paso vacilante hacia Tommy, aferrando al joven por la manga de su cazadora, como si de pronto le hubieran abandonado las fuerzas.
– Quieren matarme -dijo Pryce con voz queda.
Tommy movió la cabeza en sentido negativo y Hugh pasó entre ellos y se plantó delante de Visser.
– ¡Le conozco, Visser! -le espetó el canadiense clavando el índice en el pecho del Hauptmann-. ¡Conozco su cara! ¡Si nos está mintiendo, dedicaré cada segundo de cada día de cada mes que me quede de mi vida en este mundo a perseguirlo! ¡No podrá ocultarse, nazi asqueroso, porque le acosaré como una pesadilla hasta dar con usted y matarlo con mis propias manos!
El alemán manco no retrocedió. Miró a Hugh a los ojos y respondió lentamente:
– El teniente coronel debe recoger sus pertenencias y acompañarme de inmediato. Herr Blucher le atenderá durante el viaje.
Visser miró con expresión entre risueña y despectiva al canadiense y luego a Pryce.
– Es una pena, teniente coronel, pero no tenemos tiempo para entretenernos con las despedidas. Debe embarcar de inmediato. Schnell!
Pryce abrió la boca para replicar, pero se contuvo.
– Lo siento, Tommy -dijo volviéndose hacia Hart-. Confiaba en que los tres saldríamos de aquí, libres. Habría sido estupendo, ¿verdad?
– ¡Phillip! -exclamó Tommy con voz entrecortada, incapaz de pronunciar las palabras que le abrumaban.
– Sé que no os ocurrirá nada malo, muchachos -continuó Pryce-. Debéis permanecer juntos. ¡Prometedme que sobreviviréis! Pase lo que pase, ¡debéis vivir! Espero que os esforcéis en ello, aunque yo no esté aquí para presenciarlo, tal como confiaba, eso no significa que no seáis capaces de conseguirlo por vuestros propios medios.
A Pryce le temblaban las manos y la voz. El temor del anciano era palpable.
– No, Phillip, no -dijo Tommy meneando la cabeza-. Permaneceremos juntos y me enseñarás Piccadilly y… ¿cómo se llama ese restaurante? Bueno, tal como me prometiste. Todo irá bien, lo sé.
– Ah, «Simpson’s», en el Strand. Me parece estar saboreando uno de sus suculentos platos. Tommy y tú, Hugh, tendréis que visitarlo sin mí, y beber una copa de vino a mi salud. ¡Pero nada de vinos baratos, por favor! ¡Ni cerveza, Hugh! Un tinto de una añada anterior a la guerra. Un buen borgoña, por ejemplo.
– ¡Phillip! -Tommy apenas si podía controlarse.
Pryce le sonrió, y luego a Hugh, asiéndole también el brazo.
– Muchachos, prometedme que no permitiréis que dejen mis restos en el bosque, para que las fieras puedan roer mi viejo esqueleto. Obligadles a devolveros mis cenizas, y dispersadlas sobre un lugar agradable, por ejemplo sobre el Canal de la Mancha, cuando esto acabe. Sí, eso me gustaría, para que la corriente las arrastre hasta la costa de nuestra amada isla. Podéis arrojarlas en cualquier lugar que sea de vuestro agrado. No me importa morir solo, chicos, pero quiero pensar que mis restos descansarán en un lugar donde puedan gozar de un poco de libertad…
– ¡El tiempo apremia! -interrumpió Visser secamente-. ¡Haga el favor de prepararse, teniente coronel!
Pryce se volvió y miró con enfado al alemán.
– ¡Eso es justamente lo que hago! -replicó. Luego se volvió de nuevo hacia sus dos jóvenes amigos-. Me matarán en el bosque -dijo suavemente. Su voz había recobrado cierta fuerza y hablaba con un tono casi inexpresivo, de resignación. Más que pavor, lo que sentía Pryce era cólera ante la perspectiva de su muerte inminente-. Tommy, muchacho -musitó-, os dirán que traté de huir, que traté de alcanzar la libertad. Te dirán que se produjo un forcejeo y se vieron obligados a disparar sus fusiles.
Visser volvió a interrumpir, sonriendo y con el mismo gesto de desdén que había mostrado anteriormente, cuando Von Reiter les había amenazado con ejecutar a los aviadores británicos que trataran de escapar.
– Un intercambio de prisioneros -dijo Visser-. Eso es todo. Para no tener que responsabilizarnos de la frágil salud del teniente coronel.
– Deje de mentir -le espetó Pryce con descaro-. Nadie le cree y acabará usted por resultar estúpido.
La sonrisa de Visser se esfumó.
– Soy un oficial alemán -contestó con rabia-. ¡No miento!
– ¡Vaya sino! -replicó Pryce-. ¡Sus mentiras hieden!
Furioso, Visser avanzó un paso, pero se detuvo. Miró a Phillip Pryce con manifiesto odio.
– Vámonos -dijo con un tono agresivo-. ¡Partimos ahora mismo! ¡En este instante, teniente coronel!
Pryce asió de nuevo el brazo de Tommy.
– Tommy -susurró-, esto no es una casualidad. ¡Nada es lo que parece! ¡Sálvalo, muchacho! ¡Ahora, más que nunca, estoy convencido de que Scott es inocente!
Dos soldados entraron en la habitación, para llevarse a Pryce. El escuálido y frágil inglés se encaró con ellos y se encogió de hombros. Luego se volvió hacia Hugh y Tommy.
– A partir de ahora tendréis que arreglároslas sin mí, chicos. ¡No olvidéis que cuento con que saldréis de esto! ¡Debéis sobrevivir! ¡Pase lo que pase!
Acto seguido se volvió hacia los alemanes.
– Muy bien, Hauptmann -dijo con repentina y serena determinación-. Estoy preparado. Puede hacer lo que quiera conmigo.
Visser asintió, indicó a los soldados que lo rodearan y, sin que mediara otra palabra, éstos condujeron a Pryce por el pasillo y a través de la puerta. Tommy, Hugh y los otros aviadores británicos del barracón corrieron tras ellos, siguiendo al anciano letrado, quien marchaba con los hombros rígidos y la espalda recta. No se volvió una sola vez cuando el extraño cortejo atravesó el campo de revista. Ni vaciló en el momento de trasponer la puerta, custodiada por unos gorilas cubiertos con cascos de acero y empuñando sus fusiles. Más allá, junto al barracón del comandante, había un enorme Mercedes negro aguardando, con el motor en marcha, exhalando una pequeña pluma de vaho por el tubo de escape.
Visser sostuvo abierta la portezuela para que el inglés subiera. Blucher, el «suizo», rodeó el vehículo con sus andares de pato y se subió también en él.
Pero Pryce se detuvo junto a la puerta del coche, se volvió y, durante un prolongado momento, contempló el campo, mirando a través de la omnipresente alambrada hacia el lugar donde se hallaban Tommy y Hugh presenciando, impotentes, su partida. Tommy le vio sonreír con tristeza y alzar la mano para hacer un breve ademán de despedida, como señalando hacia el cielo que le aguardaba. Luego hizo un gesto con los pulgares hacia arriba y, al mismo tiempo, se quitó la gorra para saludar a todos los aviadores británicos congregados junto a la alambrada, con la gallardía de un hombre que no teme a la muerte, por dura o solitaria que ésta le aparezca. Varios aviadores alzaron la voz para aclamarle, pero el sonido se interrumpió de golpe cuando uno de los guardias empujó a Pryce sobre el asiento posterior, y éste desapareció de la vista.
El motor emitió un rugido. Los neumáticos comenzaron a girar sobre la tierra. Levantando tras de sí una nube de polvo y traqueteando ligeramente por el accidentado camino, el vehículo partió hacia la línea del bosque.
Visser también lo observó partir. Luego se volvió lentamente, con expresión de triunfo, exhibiendo una expresión risueña. Echó a andar hacia Tommy y Hugh durante unos segundos, antes de dar media vuelta y entrar en el edificio administrativo. La puerta se cerró tras él.
Tommy esperó. Un silencio repentino le envolvió y experimentó una profunda sensación de resignación y rabia, sin saber cuál de esas emociones prevalecía sobre la otra. No le habría asombrado oír un disparo de fusil proveniente del bosque.
– Maldita sea -dijo Hugh en voz baja al cabo de unos momentos. Tommy se volvió a medias y vio que por las mejillas del rudo canadiense rodaban unos gruesos lagrimones y advirtió que él también estaba llorando-. Nos hemos quedado solos, yanqui -añadió Hugh-. Maldita y jodida guerra. Maldita jodida y puta guerra. ¿Por qué todo el que vale algo tiene que morir? -la voz de Hugh se quebró, llena de infinito pesar.
Tommy, que en esos instantes no podía articular palabra, se abstuvo de responder. El también sabía que no había respuesta.
Tommy caminaba con trabajo a través de las alargadas sombras de la tarde, sintiendo las primeras insinuaciones del frescor nocturno que pugnaba por imponerse a los débiles retazos de sol. Trató de pensar en su casa en lugar de hacerlo en Phillip Pryce; trató de imaginar Vermont a principios de primavera, una época de promesas y expectativas. Cada flor de azafrán que brotaba a través de la húmeda y cenagosa tierra, cada capullo que se abría en la punta de una rama, ofrecía esperanza. En primavera, los ríos transportaban las aguas de escorrentía de la nieve fundida y recordó que a Lydia le gustaba acercarse en bicicleta hasta el borde del Battenkill, o hasta un estrecho recodo en el Mettawee, lugares donde en las tardes veraniegas él se afanaba en pescar alguna trucha, mientras admiraba las aguas coronadas de blanca espuma que se precipitaban borboteando por las rocas. Era estimulante contemplar la sinuosa fuerza del agua en esa época: anunciaba tiempos felices.
Meneó la cabeza, suspirando, tratando de aferrar las imágenes distantes y huidizas de su hogar. Casi todos los kriegies poseían una visión de su hogar que evocaban en los instantes de desesperación y soledad, una fantasía de cómo podían ser las cosas, si lograban sobrevivir. Pero esos familiares ensueños a Tommy le resultaban ahora inaprensibles.
Se detuvo una vez, en el centro del campo de revista, y dijo en voz alta: «Ya está muerto.» Imaginó el cuerpo de Pryce caído boca abajo en el bosque, y a Blucher, el falso suizo, junto a él, empuñando una pistola Luger que aún humeaba. No se había sentido tan abandonado desde el momento en que había visto al Lovely Lydia sumergirse debajo de las olas del Mediterráneo, dejándolo solo, flotando enfundado en su chaleco salvavidas. Lo que deseaba imaginar era su casa, su chica, su futuro, pero sólo alcanzaba a ver los siniestros barracones del Stalag Luft 13, la omnipresente alambrada de espino que le rodeaba, sabiendo que a partir de ahora sus pesadillas incluirían un nuevo fantasma.
Sonrió, durante unos instantes, ante esa ironía. En su imaginación, introdujo a su viejo capitán del oeste de Tejas. Era la única forma, pensó en aquellos momentos, de no romper a llorar. Pensó que Phillip se mostraría envarado y ceremonioso al principio, mientras que el capitán tejano se comportaría con su habitual desparpajo, un tanto excesivo, pero encantador con su espíritu juvenil y su entusiasmo. Los imaginó dándose un apretón de manos y supuso que no tardarían en hacer buenas migas. Phillip, por supuesto, se lamentaría de que hablaran dos lenguas diferentes, pero ambos tenían numerosas cualidades que complacerían al otro y no tardarían en hacerse amigos.
Al doblar una esquina, de camino hacia el barracón 101, Tommy imaginó la conversación inicial entre los dos fantasmas. Sería sin duda cómica, pensó, antes de que los dos hombres muertos se percataran de que tenían muchas cosas en común en esta Tierra. En su rostro se dibujó una sonrisa agridulce que no indicaba que la angustia que le atormentaba comenzara a remitir, pero cuando menos que su tensión se aliviaba.
Tommy echó a correr hacia la parte delantera de los barracones, y al distinguir la entrada del barracón 101, vio a Lincoln Scott de pie en el escalón superior. Frente a él había agolpados entre setenta y cinco y cien kriegies, observando al aviador negro en medio de un agitado y vacilante silencio.
El rostro de Scott denotaba ira. Sacudió un dedo en el aire, por encima de los otros aviadores.
– ¡Cobardes! -gritó-. ¡Todos vosotros sois unos cobardes y embusteros!
Sin titubear, Tommy echó a correr hacia él.
Scott los amenazó con un puño.
– Estoy dispuesto a pelear contra cada uno de vosotros. ¡Contra cinco de vosotros! ¡Contra todos a la vez! ¡Vamos! ¿Quién quiere ser el primero?
Scott se irguió, asumiendo una postura pugilística. Tommy vio que observaba a cada hombre uno por uno, preparado para pelear.
– ¡Cobardes! -volvió a exclamar-. ¡Vamos! ¿Quién quiere pelear conmigo?
La multitud estaba enfurecida, oscilando de un lado a otro, como agua a punto de hervir.
– ¡Maldito negrata! -gritó una voz indistinguible entre el gentío. Scott se volvió al oír esas palabras.
– El negrata está preparado. ¿Y tú? ¡Venga, coño! ¿Quién quiere ser el primero?
– ¡Que te den por el culo, asesino! ¡Morirás delante de un pelotón de fusilamiento!
– ¿Tú crees? -replicó Scott, blandiendo ambos puños, volviéndose cada vez que oía un silbido despectivo-. ¿Es que no tenéis pelotas para enfrentaros a mí? ¿Vais a dejar que los alemanes hagan vuestro trabajo sucio? ¡Gallinas! -Scott se puso a cacarear en tono burlón-. Vamos -exhortó de nuevo a los hombres-, ¿por qué no tratáis de acabar conmigo? ¿O no sois lo bastante hombres?
La multitud avanzó hacia él, y Scott se agachó preparándose para encajar el inevitable puñetazo que iba a recibir, pero dispuesto a lanzar un contragolpe mortífero. Un axioma pugilístico: aprende a encajar un golpe y a devolverlo, y Scott parecía dispuesto a seguirlo al pie de la letra.
– ¿Qué coño pasa aquí? -gritó Tommy con voz grave y autoritaria, sin que nadie lo esperara.
Scott se tensó al reparar en la presencia de Tommy. Permaneció desafiante.
– ¿Qué ocurre? -repitió Tommy.
Como un nadador que avanza a través de un agitado oleaje, se abrió camino por el centro de la masa de aviadores blancos. Reconoció varios rostros, de unos hombres que iban a declarar en el juicio, otros que habían sido compañeros de cuarto y amigos de Trader Vic, el director de la banda de jazz y algunos colegas suyos, que el día anterior le habían amenazado en el pasillo. Eran los rostros de unos hombres roídos por la ira, y Tommy sospechó que los hombres que le habían amenazado se hallaban entre ellos. Pero comprendió que no tenía tiempo para escudriñar cada uno de los rostros.
La multitud se separó a regañadientes para dejarlo pasar. Al llegar a los escalones del barracón 101, Tommy se volvió hacia los hombres. Lincoln Scott se hallaba a su espalda.
– ¿Qué ocurre? -preguntó de nuevo.
– Pregúntaselo a ese negro de mierda -contestó una voz entre la multitud-. Es él quien busca pelea.
En lugar de volverse hacia Scott, Tommy se interpuso entre la primera hilera de hombres y el escalón sobre el que se encontraba el aviador negro.
– Te lo pregunto a ti -preguntó con energía señalando al hombre que acababa de hablar.
Tras unos instantes de vacilación, el hombre respondió:
– Parece que a tu amigo no le gustan nuestras obras de arte…
Se oyeron unas risas.
– Y como no es ningún entendido en arte, salió como una fiera del barracón y nos desafió a todos, cuando estábamos tan tranquilos sin meternos con él. Tiene ganas de gresca, de pelear con todos los que estamos en este campo, excepto quizá tú, Hart. Por lo visto quiere liarse a hostias con todos los tíos que estamos aquí.
Antes de que Tommy pudiera responder, sonó una voz a cincuenta metros.
– ¡Atención!
Los kriegies se volvieron y vieron al coronel MacNamara y al comandante Clark que se dirigían rápidamente hacia ellos. Les seguía el capitán Walker Townsend, que se detuvo en la periferia para observar. Casi de inmediato apareció un escuadrón de guardias alemanes, compuesto por media docena de hombres procedentes del campo de revista por el que Tommy acababa de pasar. Iban armados con fusiles y avanzaban a paso de marcha, pisando con sus botas la tierra seca del campo. A la cabeza marchaba el Hauptmann Visser.
Los alemanes y los dos oficiales superiores americanos llegaron frente al barracón 101 casi al mismo tiempo. Los primeros se pusieron en guardia, empuñando los fusiles, mientras que Visser se situó frente al escuadrón. Los kriegies se cuadraron.
MacNamara avanzó con paso lento entre la multitud, al tiempo que se hacía el silencio en torno a él, escrutando el rostro de cada aviador como si quisiera retener el nombre y la identidad de cada uno en su memoria. Visser permaneció unos pasos detrás de él, como quien espera. El coronel se movía con rabia contenida, pausadamente, como un oficial dirigiendo la inspección de una unidad desaliñada. Tenía el rostro encendido, como si estuviera a punto de estallar, pero cuanto más furioso se ponía, más calculados eran sus gestos. Tardó varios minutos en alcanzar los escalones del barracón 101. En primer lugar dirigió a Tommy una mirada prolongada, rígida, luego observó a Scott y, por último, de nuevo a Tommy.
– Muy bien -dijo con un tono quedo que delataba su ira-. Haga el favor de explicarse, Hart. ¿Qué diablos ocurre aquí?
Tommy saludó y repuso:
– He llegado hace pocos momentos, señor. Trataba de obtener la misma respuesta.
MacNamara asintió.
– Entiendo -dijo, aunque era evidente que no comprendía nada-. Entonces espero que el teniente Scott aproveche esta oportunidad para aclarármelo.
Scott saludó también a su superior.
– Señor -dijo, luego de ciertos titubeos, como si buscara las palabras justas-, estaba desafiando a estos hombres a pelear conmigo, señor.
– ¿Una pelea? -preguntó MacNamara-. ¿Contra todos ellos?
– Sí señor. Tantos como fuera necesario. Si se terciaba, todos.
MacNamara meneó la cabeza.
– ¿Y por qué motivo, teniente?
– Mi puerta, señor.
– ¿Su puerta? ¿Qué le pasa a su puerta, teniente?
Scott se detuvo y respiró hondo.
– Usted mismo puede verlo -respondió.
MacNamara se disponía a contestar, pero cambió de parecer.
– Muy bien -se limitó a decir.
No bien hubo dado un paso, oyó la voz de Heinrich Visser.
– Le acompañaré, coronel.
El alemán avanzó entre la multitud de hombres, que se apartaron diligentes para dejarlo pasar. Visser subió los escalones, efectuando un breve saludo con la cabeza a MacNamara.
– Por favor -dijo dirigiéndose a Scott-, muéstrenos el motivo que le llevó a desafiar a estos hombres en una situación de clara desventaja.
Scott miró al alemán con desdén.
– Una pelea es una pelea, Hauptmann. A veces las probabilidades de ganar o perder no tienen nada que ver con los motivos de la misma.
Visser sonrió.
– Un concepto de un hombre valiente, teniente, no de un hombre pragmático.
– Condúzcanos, teniente -interrumpió MacNamara con brusquedad-. ¡Ahora mismo!
Tommy fue el último que penetró a través de la puerta de doble hoja del barracón 101. Los pasos irregulares de los hombres resonaron a través del barracón mientras se dirigían hacia la última puerta, que daba acceso al dormitorio de Scott. Al llegar allí se detuvieron, examinando el exterior de madera.
Alguien había grabado en grandes letras con un cuchillo: MUERE NEGRO DE MIERDA. KKK.
– Bastante deficiente desde el punto de vista gramatical -comentó Lincoln Scott con acritud.
Visser se adelantó, se quitó el guante negro de su única mano y pasó lentamente la yema del dedo sobre las palabras, delineándolas. No dijo nada y al cabo de unos momentos volvió a enfundarse el guante.
MacNamara mostraba una expresión hosca.
– ¿Tiene idea, teniente, de quién escribió estas palabras en la puerta de su cuarto? -preguntó a Scott.
Scott negó con la cabeza.
– Salí de mi habitación para ir al Abort. Me ausenté unos minutos. Cuando regresé, las vi.
– ¿Y no se le ocurrió otra cosa que desafiar a todos los hombres que hay aquí? -inquirió MacNamara, tratando de contener la ira que destilaba cada palabra que salía de sus labios-. Aunque no tenía ni remota idea de quién había grabado estas palabras mientras usted se hallaba fuera.
Después de dudar unos instantes, Scott asintió con la cabeza.
– Sí señor. Eso hice.
De pronto oyeron a sus espaldas el sonido de la puerta del barracón 101 al abrirse y unas sonoras pisadas en el pasillo. Todos los hombres congregados frente al cuarto de Scott se volvieron y vieron al comandante Von Reiter dirigiéndose hacia ellos. Iba acompañado por dos oficiales subalternos, con las manos apoyadas nerviosamente sobre las fundas de sus pistolas. Detrás de ellos, tratando de pasar inadvertido pero sin querer perderse detalle, aparecía Fritz Número Uno. Von Reiter lucía aún su uniforme de gala.
El comandante del campo avanzó por el pasillo y se detuvo a pocos pasos de la puerta. Estuvo un rato contemplando en silencio las palabras. Después se volvió hacia MacNamara, como pidiendo una explicación.
– ¡Esto, Herr Oberst, es lo que le advertí que podía suceder! -dijo MacNamara sin vacilar-. De no ser por el teniente Hart y yo mismo, que llegamos en el momento oportuno, podría haberse producido un linchamiento.
MacNamara se volvió hacia Scott.
– Teniente, aunque comprendo su ira…
– Disculpe, coronel, pero no creo que la comprenda, señor… -empezó a replicar Scott, pero MacNamara alzó una mano para interrumpirle.
– Tenemos un proceso legal. Tenemos un procedimiento. Debemos atenernos a las reglas. ¡No toleraré ningún altercado! ¡No toleraré un linchamiento! ¡Y no toleraré que se meta usted en ninguna pelea!
Se volvió hacia Von Reiter.
– Le advertí, comandante, que esta situación es peligrosa -dijo-. ¡Se lo vuelvo a advertir!
– ¡Debe controlar a sus hombres, coronel MacNamara! -le espetó Von Reiter, tan furioso como el otro-. De lo contrario me veré obligado a tomar medidas.
Ambos hombres se miraron con enfado. De pronto, MacNamara se volvió hacia Tommy.
– ¡El juicio se iniciará a las ocho de la mañana del lunes! En cuanto a esto -añadió volviéndose de nuevo hacia Von Reiter-, quiero que dentro de una hora instalen otra puerta en esta habitación. ¿Entendido?
Von Reiter abrió la boca para responder, pero se detuvo y asintió con la cabeza. Dijo unas apresuradas palabras en alemán a uno de sus ayudantes, que dio un taconazo, saludó y se alejó rápidamente por el pasillo.
– Sí -dijo el comandante alemán-. Instalarán otra puerta. Usted, coronel, debe ocuparse de dispersar a la multitud que se ha formado fuera. ¿De acuerdo?
MacNamara asintió.
– Lo haré.
El oficial superior americano se detuvo.
– Pero el Oberst ya ve el peligro al que todos estamos expuestos -añadió en tono solemne-. Es probable que se produzcan serios problemas.
– ¡Debe controlar a sus hombres! -repitió Von Reiter con hosquedad.
– Haré cuanto esté en mis manos -respondió MacNamara.
A Tommy se le ocurrió de improviso una idea y avanzó un paso.
– ¡Señor! -dijo-. Creo que convendría que el teniente Scott contara con el apoyo de su abogado las veinticuatro horas del día. Estoy dispuesto a mudarme a su habitación. -Luego se volvió hacia el oficial alemán y agregó-: Y no se me ocurre un guardaespaldas más eficaz que el teniente de aviación Renaday. Solicito permiso para que se traslade del recinto británico a este barracón durante los días que dure el juicio.
Tras reflexionar unos momentos, Von Reiter repuso:
– Si es lo que desea, y su comandante no se opone…
MacNamara meneó la cabeza.
– Quizá sea una buena idea -dijo.
– El Hauptmann Visser se ocupará del traslado -ordenó Von Reiter.
– Bien -dijo Tommy, mirando con franca antipatía al manco-. Los traslados se le dan muy bien.
De haber podido matar a Visser en aquel momento, no lo habría dudado, pues lo único que veía su imaginación era el consternado semblante de Phillip Pryce cuando le obligaron a ocupar el asiento posterior del coche que lo conduciría a una muerte rápida y solitaria.
Von Reiter calibró la ira que observó entre Tommy y Visser, asintiendo con la cabeza.
– Muy bien -dijo dirigiéndose a MacNamara-. Ordene a sus hombres que rompan filas. Está a punto de sonar el Appell nocturno.
Los alemanes dieron media vuelta y echaron a andar por el pasillo. MacNamara se detuvo unos segundos para volverse hacia Tommy Hart y Lincoln Scott.
– Le presento mis disculpas, teniente Scott -dijo secamente-. Es cuanto puedo decir.
Scott asintió y saludó.
– Gracias, señor -respondió, confiriendo poca gratitud a sus palabras.
Luego el oficial superior americano se volvió y siguió a los alemanes por el pasillo. Durante unos momentos, Tommy y Lincoln Scott permanecieron en la puerta de la habitación.
– ¿Habría peleado contra ellos? -preguntó Tommy.
– Sí -contestó Scott sin dudarlo-. Por supuesto.
– ¿No cree que eso es justamente lo que pretendían? -continuó Tommy.
– Sí, no cabe duda de que lleva usted razón -reconoció Scott-. ¿Pero qué otra cosa podía hacer?
Tommy se abstuvo de responder. De hecho, él no veía otra alternativa.
– Creo -dijo al fin- que sería conveniente que dejáramos de hacer lo que todos los que le odian quieren que haga.
Scott abrió la boca para contestar, pero dudó unos instantes antes de responder.
– Ha dado usted en el clavo, Hart. Estoy completamente de acuerdo.
Scott se hizo a un lado y con un gesto invitó a Tommy a entrar en la habitación.
– Agradezco su ofrecimiento -dijo-, pero no puedo…
Tommy se apresuró a interrumpirle.
– Colocaré una litera junto a la pared -dijo-, y Hugh y yo dormiremos junto a la puerta. Por si alguien quisiera jugarle una mala pasada por la noche. No hay muchos hombres que estarían dispuestos a pelear con Hugh para llegar hasta usted.
Scott volvió a abrir la boca, pero se detuvo y asintió con la cabeza.
– Gracias -se limitó a decir.
Tommy sonrió, pensando que era la primera vez que oía al aviador negro utilizar esa palabra con sinceridad.
– Iré a por mis cosas -dijo al tiempo que señalaba la pared junto a la que pensaba colocar su litera. Pero se detuvo.
De improviso lo atenazó una sensación de temor.
Tommy echó un vistazo en derredor, escudriñando cada rincón del dormitorio.
– ¿Qué pasa? -preguntó Scott alarmado.
– La tabla. La que estaba manchada con la sangre de Vic y demuestra que lo mataron fuera del Abort y luego lo trasladaron aquí. La que le dejé aquí hace un rato…
Tommy la buscó con la mirada.
– ¿Dónde diablos está?
Scott se volvió hacia la esquina opuesta de la habitación.
– Yo la puse ahí -repuso- y ahí seguía cuando salí para ir al Abort.
Pero había desaparecido.