5

Amenazas

Tommy mantuvo la boca cerrada mientras los kriegies salían apresuradamente de los barracones al toque del Appell matutino. Comenzaba a clarear y el cielo pasaba de un gris opaco y metálico a cernirse sobre un horizonte de plata bruñida que ofrecía la promesa de un día despejado. No hacía tanto frío como la víspera, pero el aire seguía saturado de humedad. A su alrededor, como de costumbre, los hombres se quejaban y maldecían mientras se agrupaban en filas de cinco y se iniciaba el laborioso proceso del recuento. Los hurones se paseaban frente a las filas, diciendo los números en alemán, volviendo a comenzar y repitiéndose cuando perdían la cuenta o cuando la pregunta de un kriegie los distraía. Tommy escuchó con atención cada voz, esforzándose en reconocer en los retazos de palabras que llegaban a sus oídos la voz de los dos hombres que le habían visitado aquella noche.

Tommy se colocó en posición de descanso, fingiendo sentirse relajado, tratando de aparentar aburrimiento, como había hecho durante cientos de mañanas como aquélla, pero interiormente lo vencía una extraña ansiedad que, de haber sido mayor y más experimentado, habría reconocido como temor. Pero era muy distinto del temor al que los otros kriegies y él estaban habituados, el temor universal de volar y toparse con una ráfaga de balas trazadoras y fuego antiaéreo. Sintió deseos de darse media vuelta, escudriñar los ojos de los hombres que le rodeaban en la formación, imaginando de improviso que los dueños de las dos voces que había oído junto a su litera en plena noche no le quitaban los ojos de encima. Tommy miró disimuladamente a izquierda y derecha, tratando de localizar e identificar a los hombres que le habían dicho que su deber sólo consistía en obedecer órdenes. Estaba rodeado, como de costumbre, por hombres que volaban en todo tipo de aviones de guerra. En Mitchells y Liberators, Forts y Thunderbolts, Mustangs, Warhawks y Lightnings.

Alguien, seguramente, lo observaba, pero no sabía quién.

Los silbidos y quejas de la mañana eran las mismas de siempre. Las desastradas filas de aviadores estadounidenses no presentaban un aspecto distinto de otros días, salvo por la ausencia de dos hombres. Uno había muerto. El otro estaba en la celda de castigo, acusado de asesinato.

Tommy inspiró profundamente y trató de controlarse. Sintió que su corazón se aceleraba, que latía casi tan deprisa como cuando se había despertado al sentir aquella mano que le oprimía la boca. Se sentía mareado y le ardía la piel, sobre todo en la espalda, como si los ojos de los hombres que trataba de identificar le quemaran.

El aire matutino era fresco. Su sabor le recordó de pronto los guijarros del río de truchas de su población natal que se colocaba bajo la lengua en días calurosos. Tommy cerró los ojos unos segundos e imaginó las turbulentas y oscuras aguas coronadas de espuma en los angostos rápidos de Batten Kill o el río White, aguas de deshielo que se precipitaban desde los riscos de las Green Mountains y discurrían hacia las caudalosas cuencas del Connecticut o el Hudson. Esa imagen le calmó.

Entonces oyó a un hurón junto a él, recitando los números con tono irritado.

Tommy abrió los ojos y comprobó que casi habían concluido el recuento. Miró al otro lado del recinto y en aquel preciso instante el Oberst Von Reiter, acompañado por el Hauptmann Heinrich Visser, salió del edificio de oficinas, pasó ante el cordón de guardias cuadrados ante él, y atravesó la puerta principal en dirección a los aviadores congregados en el recinto. Como de costumbre, Von Reiter iba vestido de un modo impecable, cada raya de su uniforme parecía cortar el aire como un sable. Visser, por el contrario, presentaba un aspecto menos pulcro, un tanto arrugado, casi como si hubiera dormido con el uniforme puesto. Aunque llevaba la manga vacía de su abrigo sujeta, el viento la agitaba mientras el oficial se afanaba en seguir el paso del comandante del campo, que era más alto que él.

Tommy observó los ojos del Hauptmann y, al aproximarse éste, comprobó que no cesaba de recorrer con la vista las filas de kriegies, calibrando y midiendo a los hombres colocados en posición de firmes. Tenía la sensación de que Visser los miraba con una ira que se esmeraba inútilmente en ocultar. Von Reiter, pensó Tommy, pese a su talante militar y su aspecto prusiano, semejante a la caricatura de un cartel propagandístico, no era sino un distinguido carcelero. Visser, en cambio era el enemigo.

El coronel MacNamara y el comandante Clark abandonaron las formaciones para colocarse frente a los dos oficiales alemanes. Después de los saludos de rigor y de conversar los cuatro unos momentos en voz baja, MacNamara se volvió, avanzó un paso y se dirigió en voz alta a los hombres:

– ¡Caballeros! -dijo. Cualquier ruido residual entre los kriegies cesó al instante. Los hombres se inclinaron hacia delante para escuchar-. Están informados del atroz asesinato de uno de los nuestros. Ha llegado el momento de poner fin a todos los rumores, chismorreos y conjeturas que han rodeado este desgraciado incidente.

MacNamara se detuvo y fijó la mirada en Tommy Hart.

– El capitán Vincent Bedford será enterrado hoy al mediodía, con honores militares, en el cementerio situado detrás del barracón 119. Después, el hombre acusado de haberlo asesinado, el teniente Lincoln Scott, será liberado de la celda de castigo y puesto bajo la custodia de su abogado defensor, el teniente Thomas Hart, del barracón 101. El teniente Scott permanecerá en todo momento confinado en su dormitorio del barracón, salvo para llevar a cabo alguna legítima gestión relacionada con la preparación de su defensa.

MacNamara apartó los ojos de Tommy y volvió a contemplar las filas de hombres.

– Nadie debe amenazar al teniente Scott. Nadie debe hablar con el teniente Scott a menos que tenga que comunicarle información pertinente. Está arrestado y debe ser tratado como un prisionero. ¿He sido claro?

Todos dieron la callada por respuesta.

– Bien -continuó MacNamara-. Dentro de veinticuatro horas el teniente Scott comparecerá ante un consejo de guerra para una vista preliminar. El juicio para que responda a los cargos se celebrará la semana que viene.

Después de dudar unos instantes, MacNamara agregó:

– Hasta que el tribunal haya llegado a una conclusión, el teniente Scott debe ser tratado con cortesía, respeto y silencio total. Pese a los sentimientos que les inspire y a las pruebas que obran contra él, se le considerará inocente hasta que un tribunal militar dé su veredicto. Toda violación de esta orden será castigada con severidad.

El coronel había adoptado la posición de descanso, pero seguía transmitiendo una fuerza que se abatía como una ola sobre los kriegies. No se oyó siquiera una protesta.

Tommy suspiró. Pensó que el coronel no podía haber pronunciado un discurso más perjudicial ante los hombres del campamento. Incluso la palabra «inocente» había sonado como si pretendiera indicar justamente lo contrario. Sintió deseos de dar un paso al frente y decir algo en defensa de Lincoln Scott, pero se mordió el labio, contuvo ese impulso que sabía que sólo lograría empeorar las cosas a su cliente.

Después de aguardar unos instantes, MacNamara se volvió hacia los oficiales alemanes. Se saludaron. Como de costumbre, Von Reiter tocó la visera de su gorra con la fusta y luego golpeó sus lustrosas botas.

El comandante Clark avanzó hacia la cabeza de la formación, moviéndose como un boxeador aproximándose a su maltrecho contrincante arrinconado contras las cuerdas. Se colocó frente a los aviadores y gritó:

– ¡Rompan filas!

Los kriegies se dispersaron en silencio a través del recinto.


No había rastro de Fritz Número Uno, lo cual sorprendió a Tommy, pero otro de los hurones conocía la ordenanza que le permitía desplazarse a la sección británica del campo, y después de que Tommy le hubo sobornado con un par de cigarrillos para que abandonara sus deberes le abrió la puerta del recinto y lo escoltó en su trayecto por delante del edificio de oficinas, las duchas y la celda de castigo hasta el recinto norte.

Hugh Renaday le esperaba junto a la alambrada, paseando de un lado a otro con aire inquieto, como tenía por costumbre, caminando en círculos y fumando sin parar. Cuando Tommy se apresuró hacia él, se detuvo y le saludó con la mano.

– Estoy impaciente por hablar del asunto, abogado. Y Phillip está excitado como una perra en celo. Se le han ocurrido algunas ideas…

Hugh se detuvo en medio del torrente de palabras y miró a su amigo con expresión de perplejidad.

– Tienes mala cara, Tommy. ¿Qué ocurre?

– ¿Tanto se nota? -respondió Tommy.

– Se te ve pálido y demacrado, muchacho. ¿No has dormido?

Tommy esbozó una breve sonrisa.

– Digamos que alguien se empeñó en que no durmiera. Vamos, os lo contaré a ti y a Phillip al mismo tiempo.

Hugh cerró la boca, asintió con la cabeza y ambos hombres echaron a andar a paso ligero a través del recinto. Tommy sonrió para sus adentros al reconocer una de las mejores cualidades de su amigo. No muchos hombres, cuando se sienten picados por la curiosidad, son capaces de callar al instante y ponerse a examinar los detalles. Era una cualidad rayana en lo taciturno, quizás una faceta de un temperamento reflexivo. Tommy se preguntó si Hugh sería tan eficiente con sus observaciones y a la hora de controlar sus emociones en la cabina de pilotaje de un bombardero. «Quizá sí», pensó.

Phillip Pryce se hallaba en el cuarto de literas que compartía con Renaday, sentado con la espalda encorvada como un monje sobre un tosco escritorio de madera, escribiendo unas notas sobre una hoja de papel de carta, sosteniendo un diminuto cabo de lápiz con sus dedos largos y aristocráticos. Cuando los dos hombres entraron en la habitación, alzó la cabeza y tosió de forma estentórea. En el extremo de la mesa se consumía una colilla y el suelo estaba sembrado de ceniza. Pryce sonrió, buscó a su alrededor el cigarrillo y lo agitó en el aire como el director de una orquesta filarmónica marcando un crescendo.

– Muchas ideas, amigos míos, muchas ideas… -Luego observó a Tommy más detenidamente y añadió-. Ah, pero veo que han ocurrido más cosas en el espacio de unas pocas horas. ¿Qué nueva información nos traes, abogado?

– Anoche recibí una breve visita de lo que supuse que era el comité de vigilancia del Stalag Luft 13, Phillip. O quizá la versión local del Ku Klux Klan.

– ¿Te amenazaron? -inquirió Renaday.

Tommy describió brevemente el episodio desde el momento en que le despertó la mano. Comprobó que al contar a sus amigos lo sucedido, una parte de los ecos de ansiedad que experimentaba se desvaneció. Pero era lo bastante inteligente para comprender que esa sensación de tranquilidad era tan falsa quizá como su temor. En cualquier caso decidió mantener cierto grado de suspicacia, una postura intermedia entre el temor y la sensación de seguridad.

– Limítate a obedecer las órdenes…, eso fue lo que me dijeron -explicó.

– ¡Los muy cabrones! -estalló Hugh-. ¡Cobardes! Deberíamos contárselo al coronel y…

Phillip Pryce alzó la mano para interrumpir a su compañero.

– En primer lugar, Hugh, amigo mío, no vamos a impartir ninguna información, ni siquiera amenazas e intimidación, al bando contrario. Nos debilitaría y les reforzaría a ellos, ¿de acuerdo? -Phillip sacó otro cigarrillo, sustituyendo al que había dejado que se consumiera. Lo encendió y exhaló una larga bocanada-. Te lo ruego, Tommy -dijo observando el humo-, danos una descripción completa de todo lo que viste e hiciste después de que te dejara Hugh. De ser posible, trata de recrear cada conversación palabra por palabra. Esfuérzate en recordar.

Tommy asintió con la cabeza. De forma pausada, utilizando cada detalle que podía recordar, relató todo cuanto había hecho la víspera. Hugh se apoyó contra la pared, con los brazos cruzados, concentrándose, como si estuviera absorbiendo todo cuanto decía Tommy. Pryce, con los ojos fijos en el techo, se repantigó en su silla, balanceándose ligeramente y haciendo crujir las tablas del suelo.

Cuando hubo terminado, Tommy miró al viejo inglés, quien dejó de balancearse y se inclinó hacia delante. Durante unos instantes, la débil luz que se filtraba a través de la sucia ventana le confirió una apariencia siniestra y fantasmal, como un hombre que se levanta del lecho después de compartir unos momentos de intimidad con la muerte. De golpe, ese aire cadavérico se disipó y el anciano recobró su apariencia angular, casi académica, acompañada por una sarcástica y amplia sonrisa.

– ¿Dices que esos visitantes nocturnos te llamaron «yanqui»?

– Sí.

– ¡Qué interesante! Es una forma muy interesante de expresarlo. ¿Detectaste otros signos sureños en su lenguaje? ¿Un modo de hablar sibilante, arrastrando las palabras, o alguna expresión pintoresca que los delate?

– Creo que sí -repuso Tommy-. Pero no hablaban, susurraban. Un susurro puede ocultar una inflexión o un acento.

Pryce asintió.

– Sin duda. Pero la palabra «yanqui» nos conduce en una dirección obvia, ¿no es cierto?

– Sí. Uno del norte no utilizaría nunca esa palabra. Ni una persona del Medio Oeste o del Oeste.

– Esa palabra nos conduce a conclusiones inevitables. Indica con claridad ciertas cosas, ¿no es así?

– Así es, Phillip -respondió Tommy con una sonrisa-. ¿Qué es lo que insinúas?

Pryce emitió un sonoro estornudo y acto seguido sonrió.

– Bien -dijo con lentitud, recreándose en cada palabra mientras se inclinaba hacia delante-. Mi experiencia es semejante a la de Hugh. En el noventa y nueve por ciento de los casos es el desgraciado leñador el que ha cometido el salvaje y aparentemente claro asesinato. Por regla general, lo obvio se corresponde con la realidad.

Pryce se detuvo, dejando que una sonrisa le paseara por su rostro, alzando sus comisuras hacia arriba, arqueando sus cejas, dibujando un hoyuelo en su mentón.

– Pero siempre existe la excepción a la regla. Desconfío de las palabras y el lenguaje que nos conducen a conclusiones precipitadas en lugar de a un mundo más sólido de hechos.

Pryce se levantó y cruzó la habitación, como propulsado por sus propias ideas. Abrió una pequeña arca confeccionada con cajas de embalaje vacías y sacó un bote de té y unas tazas.

– Qué zorro eres, Phillip -dijo Tommy sintiendo por primera vez desde aquella mañana una sensación de alivio-. ¿Adónde quieres ir a parar?

– No. Aún no -repuso Phillip, casi riendo de gozo-. No haré otras conjeturas hasta disponer de más datos. Tommy, querido amigo, echa otro leño en el fuego, tomaremos el té. Te he preparado unas notas que creo que te ayudarán en las cuestiones de diligencias judiciales. Asimismo, propongo un sistema de interrogatorios.

Pryce dudó unos momentos, tras lo cual habló, expresándose con una seriedad que eliminó todo humor de sus palabras e hizo que Tommy las tomara más en serio.

– Creer es complicado para un abogado defensor, Tommy -dijo-. No es necesario creer en tu cliente para defenderlo. Algunos dirían que es más fácil no tener una opinión al respecto, que las emociones de la confianza y la honestidad sólo consiguen entorpecer las maniobras de la ley. Pero esta situación no se presta a las interpretaciones habituales. En nuestro caso, para defender al teniente Scott, creo que debes confiar de todo corazón en su inocencia, por difícil que te resulte. Por supuesto, esta confianza conlleva una responsabilidad mayor, pues su vida está realmente en tus manos.

Tommy asintió con la cabeza.

– Trataré de averiguar la verdad cuando hable con él -dijo con tono solemne, lo cual hizo que Phillip Pryce volviera a sonreír, como un maestro de escuela divertido ante el excesivo y sincero afán de sus alumnos.

– Creo que estamos aún muy lejos de descubrir las verdades, Tommy. Pero convendría empezar a buscarlas. Las mentiras siempre son más fáciles de descubrir. Quizá deberíamos exhumar algunas mentiras.

– Lo haré -contestó Tommy.

– Ah, ésa es la actitud de un americano de pro. Por lo que doy gracias a Dios.

Pryce tosió y rió, después de lo cual se volvió hacia sus dos compañeros.

– Otra cosa, Tommy, Hugh. Un detalle de suma importancia, a mi modo de ver.

– ¿De qué se trata?

– Procura descubrir el lugar donde Trader Vic fue asesinado. Eso aclarará muchas cosas.

– No sé cómo hacerlo.

– Lo hallarás haciendo lo que un verdadero abogado debe hacer a fin de comprender realmente los entresijos de su caso.

– Explícate.

– Ponte en los corazones y las mentes de todas las personas implicadas. El hombre asesinado. El acusado. Y no olvides a los hombres que van a juzgarlo. Pueden existir muchas razones que apoyen a la acusación, y muchas razones que llevan al jurado a emitir un determinado veredicto, y es imprescindible que antes de que eso ocurra, tú comprendas absoluta y totalmente todas las fuerzas que actúan.

Tommy asintió.

Pryce tomó la tetera y la hizo girar en el aire con gesto ostentoso para comprobar si estaba llena de agua, tras lo cual la colocó sobre el viejo hornillo de hierro fundido.

– El famoso leñador de Hugh puede estar sentado en el suelo con un rifle descargado en las rodillas y apestando a alcohol. ¿Pero quién le proporcionó el rifle? ¿Quién le sirvió la copa? ¿Y quién le insultó, provocando la pelea? Y lo que es más importante, ¿quién tiene más que perder o ganar con la muerte del desgraciado que yace en el suelo de la cantina?

Pryce sonrió de nuevo, mirando regocijado a Renaday y a Hart.

– Todas las fuerzas, Tommy. Todas las fuerzas.

Después de una pausa añadió:

– Dios mío, no me había divertido tanto desde que aquel maldito Messerschmidt nos tuvo en su punto de mira. ¿Está listo el té, Hugh? -Durante unos momentos la sonrisa del más viejo dio paso a una expresión seria cuando añadió-: Claro que probablemente al joven señor Scott esto no le parece tan intrigante como a mí.

– Probablemente -dijo Tommy-. Porque sigo pensando que están decididos a matarlo.

– Eso es lo malo de la guerra -murmuró Hugh Renaday mientras servía el té en las tazas de cerámica blanca desportilladas-. Siempre hay algún cabrón que pretende matarte. ¿Quién quiere una gota de leche?


El guardia apostado junto a la celda de castigo dejó pasar a los dos aviadores sin decir palabra. Era cerca del mediodía, aunque en el interior reinaba una luz grisácea más parecida al amanecer. Tommy suponía que no tardarían en emitir la orden de libertad condicionada de Scott, pero pensaba que era más interesante interrogarlo mientras se sintiera trastornado por el aislamiento y la frialdad creados por la celda. Al comentárselo a Hugh, éste asintió con la cabeza.

– Deja que le dé un buen repaso -dijo-, que utilice con él el socorrido pero eficaz método de un policía provincial.

A lo que Tommy accedió.

El aviador de Tuskegee se hallaba en un rincón de la celda, haciendo unos ejercicios cuando entraron Tommy y Hugh. Hacía su gimnasia con rapidez, subiendo y bajando su cuerpo como a golpes de metrónomo, contando en voz alta de modo que las palabras resonaban en el reducido y húmedo espacio. Cuando los otros aparecieron, alzó la cabeza, pero no se detuvo hasta haber alcanzado el número 100. Entonces se puso en pie y miró a Hugh, quien a su vez le observó con singular intensidad.

– ¿Quién es éste? -preguntó Scott.

– El teniente de aviación Hugh Renaday. Es amigo mío y ha venido para ayudarnos.

Scott alargó la mano y los dos hombres se saludaron. Pero el negro no soltó la mano de Hugh de inmediato, sino que la retuvo unos segundos en silencio, mientras escudriñaba cada ángulo del rostro del canadiense. Hugh, por su parte, le fulminó con la mirada.

– ¿Policía, no es así? -preguntó Scott-. Antes de la guerra.

Hugh movió la cabeza en sentido afirmativo.

– De acuerdo, policía -dijo Scott soltándole de pronto la mano-. Hágame unas preguntas.

Hugh sonrió brevemente.

– ¿Por qué cree que quiero hacerle unas preguntas, teniente Scott?

– Para eso ha venido, ¿no?

– Bien, es evidente que Tommy necesita ayuda. Y si Tommy necesita ayuda, usted también. Estamos hablando de un crimen, lo cual significa pruebas, testigos y diligencias judiciales. ¿No cree que un ex policía puede ayudar en estos temas? ¿Incluso aquí, en el Stalag Luft 13?

– Supongo que sí.

Hugh asintió.

– Bien -dijo-. Me alegro de haber aclarado esto desde el principio. Hay algunos otros puntos que también conviene aclarar, teniente. Cree que podemos afirmar sin temor a equivocarnos que la víctima, el capitán Bedford, le odiaba a usted, ¿no es así?

– Sí. Bueno, en realidad el señor Bedford odiaba lo que yo era y representaba. No me conocía. Sólo odiaba el concepto que le merecía mi persona.

– Un matiz interesante -le respondió Hugh-. O sea, que odiaba la idea de que un hombre negro pudiera ser piloto de un caza, ¿no es eso?

– Sí. Pero sin duda era algo más profundo que eso. Odiaba el que un negro respirara y lograra ocupar un puesto que suele estar reservado a los blancos. Odiaba el progreso, odiaba el éxito. Odiaba la idea de igualdad entre los hombres.

– De modo que la tarde que el capitán Bedford trató de conseguir que usted traspasara el límite del campo, eso no iba dirigido personalmente contra usted, sino más bien contra lo que usted representa.

– Sí, eso creo -respondió Scott tras dudar unos instantes.

Hugh sonrió.

– En ese caso los guardias alemanes armados con ametralladoras en realidad no habrían disparado contra usted, sino contra un ideal, ¿no es cierto?

Scott no respondió.

– Dígame, teniente -dijo Hugh sonriendo con ironía-, ¿supone que morir por un ideal es menos doloroso? ¿La sangre de uno tiene un color distinto cuando muere por un ideal?

De nuevo, Scott guardó silencio.

– ¿Me permite que le pregunte, teniente, si odiaba usted al capitán Bedford del mismo modo? ¿Le odiaba a él o a los criterios anticuados y fanáticos que encarnaba?

Scott entrecerró los ojos y se detuvo antes de responder, como si de pronto se sintiera receloso.

– Odiaba lo que él representaba.

– Y habría hecho cualquier cosa con tal de eliminar del mundo esos odiosos criterios, ¿no es así?

– No… Sí.

– ¿En qué quedamos?

– Habría hecho cualquier cosa.

– ¿Inclusive sacrificar su propia vida?

– Sí, sí por una causa justa.

– ¿O sea, la causa de la igualdad?

– Sí.

– Es comprensible. ¿Pero estaría también dispuesto a matar?

– Sí. No. No es tan sencillo, ¿comprende, señor Renaday?

– Puede llamarme Hugh, teniente.

– De acuerdo, Hugh. No es tan sencillo.

– ¿Por qué?

– ¿Estamos hablando sobre mi caso o en términos generales?

– ¿Le parece que son dos cosas distintas, teniente Scott?

– Sí, Hugh.

– ¿En qué sentido?

– Yo odiaba a Bedford y deseaba acabar con todos los ideales racistas que él representaba, pero no lo asesiné.

Hugh se apoyó contra el muro de la celda de castigo.

– Entiendo. Bedford representaba todo cuanto usted desea destruir. Pero no aprovechó la oportunidad, ¿es eso?

– Sí. ¡Yo no maté a ese cabrón!

– ¿Pero le hubiera gustado hacerlo?

– Sí. ¡Pero no lo hice!

– Ya. Pero supongo que se alegrará de que Bedford esté muerto.

– ¡Sí!

– ¿Pero usted no lo hizo?

– ¡Sí! ¡Quiero decir no; maldita sea! Quizá deseara verlo muerto, pero yo no lo maté. ¿Cuántas veces quiere que se lo repita?

– Sospecho que muchas más. Es un matiz que a Tommy le va a costar explicar a los miembros del tribunal militar. Suelen ser bastante obtusos a la hora de comprender ese tipo de sutilezas, teniente -comentó Hugh con tono sarcástico.

Lincoln Scott estaba rígido de ira. Los tensos músculos de su cuello asomaban bajo la piel como unas líneas forjadas en una fundición diabólicamente ardiente. Tenía los ojos como platos, la mandíbula crispada, la ira parecía emanar de su cuerpo junto con el sudor que perlaba su frente. Hugh Renaday se hallaba a unos pasos de él, apoyado en la pared de la celda, lánguido y relajado. De vez en cuando ponía énfasis en algún punto mediante un gesto ambiguo del brazo, entornando los ojos o mirando hacia al techo, como si se burlase de las protestas del otro.

– ¡Es la verdad! ¿Por qué es tan difícil convencer a la gente de la verdad? -gritó Scott, haciendo que sus palabras reverberaran entre los muros de la celda.

– ¿Y qué importancia tiene la verdad? -replicó Hugh con extrema suavidad.

La pregunta dejó estupefacto a Scott. Inclinó el torso hacia delante, boquiabierto, como si la fuerza de las palabras se hubiera quedado atascada en su garganta como una muchedumbre que se apresura a tomar el metro en hora punta. Se volvió hacia Tommy unos instantes, como pidiéndole ayuda, pero no dijo nada. Tommy tampoco. Pensó que todos se medían unos a otros en aquella pequeña habitación: estatura, peso, vista, tensión sanguínea y pulso. Pero lo más importante era si se hallaban en el lado justo o equivocado de una muerte violenta e inexplicada.

Hugh Renaday rompió el breve silencio.

– De modo -dijo con vehemencia, como un matemático al llegar al término de una larga ecuación-, que tenía usted un motivo. Un motivo de peso. Abundantes motivos, ¿no es cierto, teniente? Y sabemos que tuvo la oportunidad, pues ha reconocido, no sin algo de ingenuidad, que la noche de autos salió del barracón. Lo único que falta, en realidad, son los medios. Los medios para cometer el asesinato. Sospecho que en estos momentos la acusación está examinando el problema.

Hugh observó a Scott fijamente y continuó hablando en términos irritantes de tan claros.

– ¿No cree, teniente Scott, que sería más sensato reconocer que cometió el crimen? En realidad, en muchos aspectos, nadie puede reprochárselo. Por supuesto, los amigos de Bedford se sentirán indignados, pero creo que conseguiríamos convencerles de que usted actuó en respuesta a una provocación. Sí, Tommy, creo que éste es el mejor sistema. El teniente Scott debería reconocer abiertamente lo que ocurrió. A fin de cuentas, fue una pelea justa, ¿no es así, teniente? Bedford contra usted. En la oscuridad del Abort. Podría haber sido usted quien quedara ahí tendido…

– ¡Yo no maté a Bedford!

– Podemos alegar que no hubo premeditación, Tommy. Una antipatía que conduce de forma inevitable a una pelea bastante típica. En el ejército estas cosas ocurren con frecuencia. En realidad se trataría de homicidio culposo…, puede que le echen una docena de años, trabajos forzados, nada más…

– ¿Es que no me escucha? ¡Yo no he matado a nadie!

– Salvo a unos cuantos alemanes, claro…

– ¡Sí!

– ¿El enemigo?

– Sí.

– Ah, ¿pero no habíamos quedado en que Bedford era el enemigo?

– Sí, pero…

– Ya. De modo que es justo matar a uno, pero no al otro…

– Sí.

– ¡Lo que dice no tiene sentido, teniente!

– ¡Yo no lo maté!

– Yo creo que sí.

Scott iba a replicar, pero se contuvo. Miró a Hugh Renaday a través del reducido espacio, respirando trabajosamente, como un hombre peleando contra las olas del océano, esforzándose por alcanzar la costa. De pronto pareció tomar una decisión, tras lo cual habló con una voz fría, áspera, directa, la voz de una pasión irrefrenable, la voz de un hombre adiestrado para pelear y matar.

– Si yo hubiera decidido matar a Vincent Bedford -dijo-, no lo habría hecho a escondidas. Lo habría hecho delante de todos los hombres en el campo. Y con esto…

Apenas hubo hablado, cruzó el espacio que lo separaba de Renaday, arrojando un violento derechazo, pero se detuvo a pocos pasos del canadiense. Era un golpe brutal, propinado con velocidad, precisión y furia. El puño crispado del negro se detuvo a escasos centímetros del mentón de Renaday, inmóvil.

– Esto es lo que habría utilizado -dijo Scott, casi susurrando-. Repito: y no lo habría hecho a escondidas.

Hugh contempló el puño durante unos segundos y luego miró los ojos centelleantes de su dueño.

– Es muy rápido -comentó con voz queda-. ¿Ha aprendido a boxear?

– «Guantes Dorados». Campeón de pesos semipesados del Midwest durante tres años consecutivos. Nadie logró derrotarme. Gané más combates por K.O. de los que puedo recordar.

Scott se volvió hacia Tommy.

– Dejé de boxear porque no dejaba tiempo para mis estudios -dijo secamente.

– ¿Qué estudiaba? -preguntó Hugh.

– Después de obtener mi grado universitario Magna Cum Laude de la Northwestern, me licencié en psicología de la educación por la Universidad de Chicago -respondió-. También cursé estudios de ingeniería aeronáutica. Asimismo, me preparé como piloto.

Dejó caer el puño y retrocedió un paso, casi dándoles la espalda a los dos hombres blancos, pero luego se detuvo y los miró a los ojos.

– No he matado a nadie, excepto alemanes. Tal como me ordenó mi país que lo hiciera.


Los dos hombres dejaron a Scott en la celda de castigo y se dirigieron hacia el recinto sur. Tommy respiraba con trabajo; como de costumbre, el reducido espacio de las celdas de castigo provocaba en él una sensación de angustia, un recuerdo del miedo que había experimentado en otras ocasiones, un ataque de claustrofobia. No era una cueva, un armario ni un túnel, pero poseía algunos de los temibles y siniestros aspectos de todos ellos, lo cual le ponía nervioso, pues suscitaba ingratos recuerdos de su temor infantil.

Un extraño silencio había invadido el sector americano del campo. No se veía el número habitual de hombres practicando ejercicios, ni a otros paseando por el perímetro con el mismo paso sistemático y frustrado. El tiempo había vuelto a mejorar. Momentos de cielo despejado interrumpían los cielos plomizos de Baviera, haciendo que las remotas líneas de abetos en el bosque circundante emitieran un húmedo resplandor lejano.

Hugh avanzaba con paso rápido, como si sus pies reflejaran sus cálculos. Tommy Hart se afanaba en seguirlo, de forma que ambos caminaban hombro con hombro, como una pareja de bombarderos medianos volando en estrecha formación para protegerse uno a otro.

Tommy alzó la vista durante unos momentos. Imaginó unos aviones dispuestos en hileras en numerosas pistas de aterrizaje en Inglaterra, Sicilia o el Norte de África. En su imaginación oyó el estrépito de los motores, el inmenso e incesante rugido de energía, aumentando de tono e intensidad a medida que las falanges de aviones corrían por la pista y despegaban, cargados con pesadas bombas, hacia los cielos despejados. En lo alto vio un rayo de sol filtrándose a través de las delgadas nubes y pensó en los oficiales y comandantes de vuelo sentados ante sus mesas en sus despachos, a salvo, contemplando el mismo sol y pensando que hacía un hermoso día para enviar a hombres jóvenes a matar o a morir. La cuestión era muy simple: no tenía para elegir.

Tommy bajó la cabeza y pensó en lo que había visto y oído en la celda de castigo.

– Él no lo hizo -dijo a su compañero.

El otro no respondió hasta haber avanzado irnos pasos más a través del enlodado recinto. Entonces dijo, también en voz baja, como si ambos compartieran un secreto:

– Yo tampoco creo que lo hiciera. No después de haberme mostrado el puño. Eso sí tenía sentido, si es que puede decirse que haya algo en este lugar que tenga sentido. Pero ése no es el problema, ¿verdad?

Tommy meneó la cabeza al responder.

– El problema es que todo parece señalarlo a él. Incluso sus protestas de inocencia parecen indicar que es el culpable. Por otra parte, no te fue difícil hacer que perdiera los nervios. Me pregunto qué tipo de testigo de la defensa sería el teniente Scott.

A Tommy se le ocurrió de pronto una idea: «si la verdad puede apoyar una mentira, ¿no podría ocurrir lo contrario?» Pero se abstuvo de expresarlo en voz alta.

– Aún no hemos reflexionado sobre el asunto de la sangre en sus zapatos y su cazadora. ¿Cómo diablos se los manchó de sangre, Tommy?

Tommy siguió avanzando, pensando en la pregunta que le había hecho su amigo.

– Scott nos dijo que por las noches sale sigilosamente del barracón para ir al retrete -respondió-. A nadie se le ocurriría salir disimuladamente calzado con unas pesadas botas de aviador que hacen crujir las tablas del suelo, ¿no te parece, Hugh?

Hugh emitió un sonido de aprobación.

– Apuesto mi próxima tableta de chocolate a que esto era ni más ni menos lo que insinuó Phillip hace un rato. Se trata de un montaje.

– Muy bien, ¿pero por qué?

Hugh se encogió de hombros.

– No tengo ni la más remota idea, Tommy.

Siguieron andando con rapidez.

– Oye, Tommy, estamos caminando muy deprisa -dijo Hugh deteniéndose-. Pero ¿adónde nos dirigimos?

– Al funeral, Hugh. Quiero que después vayas a entrevistar a alguien.

– ¿A quién?

– Al médico que examinó el cadáver.

– No sabía que lo hubiera examinado un médico.

Tommy asintió.

– Alguien lo ha hecho. Aparte del Hauptmann Visser. Debemos dar con esa persona. Y en este campo sólo hay dos o tres candidatos posibles. Se hallan en el barracón 111, donde se encuentran los servicios médicos. Debes dirigirte allí. Yo me encargaré de escoltar al teniente Scott. No permitiré que atraviese el campo solo…

– Te acompañaré. No será agradable.

– No -replicó Tommy con más vehemencia de la necesaria-. Lo haré solo. Quiero que tu participación en esto quede en secreto, en todo caso hasta que consigamos nuestra primera vista. Ante todo debemos impedir que averigüen que Phillip guía nuestros pasos. Es mejor que quien esté detrás de esta trampa, montaje, conspiración o como quieras llamarlo, no sepa que se enfrenta a uno de los más insignes letrados del Old Bailey.

Hugh asintió con la cabeza.

– Tú también eres un zorro, Tommy -dijo sonriendo. Tras lo cual soltó una carcajada, aunque su expresión no denotaba regocijo-. Lo cual no deja de ser una cualidad -murmuró mientras ambos apretaban el paso-, en vista de lo que se nos viene encima, sea lo que fuere.

»Claro que se me ocurre una pregunta bastante obvia -dijo de sopetón-. ¿De qué tipo de conspiración estamos hablando? -Hugh se paró en seco. Alzó la vista y miró a través del campo de ejercicios, el perímetro, las torres de vigilancia, los guardias con sus ametralladoras, la alambrada y la gran explanada que se extendía más allá de la misma-. ¿Aquí? ¿Pero de qué diablos estamos hablando?

Tommy miró hacia el lugar que observaba su amigo, más allá de la alambrada. Durante unos momentos se preguntó si el aire tendría un sabor más dulce el día que saliera en libertad. «Esto era sobre lo que escribían siempre los poetas -pensó-: el dulce sabor de la libertad.» Trató de impedir que acudieran a su mente imágenes del hogar. Unas imágenes de Manchester y sus padres sentados a la mesa gozando de una cena estival, o Lydia de pie junto a una vieja bicicleta en la polvorienta acera frente a la casa de los Hart, en una tarde de principios de otoño, cuando en la brisa del atardecer se constata una levísima premonición del invierno. Era rubia y el pelo le caía en unas capas bruñidas sobre los hombros. Tommy levantó la mano, casi como si pudiera tocárselo. Las imágenes se agolparon en su cabeza, y durante un instante el mundo áspero y sucio del campo de prisioneros se desvaneció ante sus ojos. Pero entonces, las imágenes se esfumaron con la rapidez con que habían aparecido. Tommy se volvió para mirar a Hugh, que parecía esperar una respuesta, y contestó, con cierto titubeo y un tono de incertidumbre:

– No lo sé. Aún no. No lo sé.


Los kriegies no morían, simplemente sufrían.

Una dieta inadecuada, la forma compulsiva con que se entregaban al deporte, al teatro que habían improvisado en el campo o a cualquier otra actividad que elegían para matar el tiempo, su ansiedad omnipresente sobre si alguna vez regresarían a sus casas sumada a la inadaptación a la rutina de la vida en prisión, el frío constante, la humedad y la suciedad, la falta de higiene, las temibles enfermedades, el aburrimiento desmentido por la esperanza, que a su vez era desmentida por la alambrada, todo ello generaba una peculiar fragilidad de la vida. Al igual que la persistente tos de Phillip Pryce, los hombres se sentían constantemente atemorizados por la muerte, pero ésta rara vez llamaba a la puerta.

En los dos años que llevaba en el campo de prisioneros, Tommy sólo había presenciado una docena de muertes. La mitad de los casos eran hombres cuyo cautiverio les había hecho perder la razón y habían tratado de saltar la alambrada durante la noche, pereciendo a los pies de la misma sosteniendo unos alicates de confección casera. Destrozados por una súbita ráfaga de la metralleta de un Hundführer o de los guardias apostados en las torres de vigilancia. Alo largo de los años, habían llegado al Stalag Luft 13 algunos hombres que habían sufrido graves heridas al caer desde el aire y no habían recibido la debida asistencia en los hospitales alemanes. La constancia día y noche de los ataques aliados habían limitado los preciosos medicamentos de que disponían los alemanes, y muchos de sus mejores médicos habían muerto en hospitales situados en el frente ruso. Pero la política de la Luftwaffe con respecto a los aviadores aliados que corrían el riesgo de morir debido a sus heridas o a una enfermedad era la de disponer su repatriación a través de la Cruz Roja. Por lo general esto se llevaba a cabo antes de que el desdichado piloto sucumbiera. La Luftwaffe prefería que los kriegies que se hallaban en una fase terminal o gravemente heridos fueran entregados a los suizos antes de morir; de esta forma, parecían menos culpables.

Tommy no recordaba un solo caso de alguno que hubiera sido enterrado con honores militares. Solían ser sepultados con discreción, o como mucho con alguna ceremonia informal mientras la banda de jazz tocaba para honrar a uno de lo suyos. Le chocó que Von Reiter permitiera un funeral militar. Los alemanes querían que los kriegies pensaran como kriegies, no como soldados. Es más fácil custodiar a un hombre que se considera un prisionero que a uno que se considera un soldado.

Al llegar al polvoriento cruce formado por los dos barracones y los callejones convergentes, Tommy indicó a Hugh el barracón de los servicios médicos y se apresuró por el estrecho callejón situado entre los barracones 119 y 120, que conducía al cementerio. Oyó una voz al otro lado del edificio, pero no logró entender lo que decía.

Al doblar la esquina del barracón 119 aminoró el paso.

Unos trescientos kriegies se hallaba en formación junto a la fosa que habían preparado con prisas. Tommy reconoció de inmediato a la mayoría de hombres del barracón 101 y a otros aviadores que probablemente representaban al resto de los edificios. Seis soldados alemanes armados con fusiles se hallaban en posición de descanso junto a los rectángulos formados por los hombres.

Como era de prever, el féretro de Trader Vic había sido confeccionado con algunas de las cajas de madera clara en las que remitía la Cruz Roja los paquetes. La frágil madera de balsa era el material con el que estaban construidos buena parte de los muebles del recinto americano, pero Tommy pensó con ironía que nadie imaginaba que fuera a constituir su propio ataúd. Junto a la cabeza del féretro había tres oficiales: MacNamara, Clark y un sacerdote, que leía el salmo 23. El bombardero ligero a bordo del cual se había hallado el sacerdote había sido derribado sobre Italia el verano anterior. El pastor, llevado por un exagerado celo de velar por su rebaño de aviadores, había participado en una misión sobre Salerno en una época en que las tropas antiaéreas alemanas de tierra eran aún activas, y los cazas alemanes seguían ejerciendo su mortífero oficio en el aire.

El sacerdote tenía una voz inexpresiva y nasal, con la que consiguió que las célebres palabras del salmo resultaran aburridas. Cuando dijo: «El Señor es mi pastor…» hizo que pareciera como si Dios estuviera en realidad vigilando a las ovejas.

Tommy dudó, sin saber si debía unirse a las formaciones u observar desde fuera. En aquel momento de pausa, oyó una voz a su lado que lo pilló por sorpresa.

– ¿Qué es lo que espera ver, teniente Hart?

Tommy se volvió rápidamente hacia el hombre que le había hecho la pregunta.

El Hauptmann Heinrich Visser estaba a unos pasos de él, fumando un cigarrillo color marrón oscuro, apoyado en el muro del barracón 119. Lo sostenía como un dardo, llevándoselo lánguidamente a los labios, saboreando cada calada.

Tommy respiró hondo.

– No espero ver nada -repuso con lentitud-. Los que van a algún sitio esperando ver algo suelen verse recompensados viendo lo que habían imaginado. Yo sólo he venido para observar, y lo que vea será lo que deba ver.

– La respuesta de un hombre inteligente -comentó Visser sonriendo-. Pero no muy militar.

– Es posible que yo no sea un soldado perfecto -replicó Tommy encogiéndose de hombros.

Visser meneó la cabeza.

– Eso ya lo veremos en los próximos días.

– ¿Y usted, Hauptmann, lo es?

El alemán negó con la cabeza.

– Por desgracia, no, teniente Hart. Pero he sido un soldado muy eficaz. Lo cual es algo diferente, a mi entender.

– Habla muy bien el inglés.

– Gracias. Viví muchos años en Milwaukee, me crié con mis tíos. Quizá de haberme quedado otros dos años, habría llegado a considerarme más americano que alemán. Aunque le cueste creerlo, teniente, llegué a ser un excelente jugador de béisbol -el alemán miró el brazo que le faltaba-. Pero ya no puedo jugar. En fin, pude haberme quedado, pero no lo hice. Decidí regresar a la patria para estudiar. Y así me vi envuelto en estos acontecimientos.

Visser dirigió la vista hacia el funeral.

– Su coronel MacNamara… -dijo el alemán pausadamente, midiendo con los ojos al coronel-. Mi primera impresión es la de un hombre que cree que su reclusión en el Stalag Luft 13 constituye una mancha en su carrera. Un fallo como comandante. A veces, cuando me mira, no sé si me odia a mí y a todos los alemanes debido a lo que le han enseñado, o si me odia a mí por haberle impedido matar a más compatriotas míos. Creo también que se odia a sí mismo. ¿Qué opina, teniente Hart? ¿Es un oficial a quien usted respeta? ¿Es el tipo de líder que imparte una orden y es obedecido en el acto, sin rechistar, sin pensar en sus propias vidas?

– Recibe el respeto debido a todo oficial americano.

El alemán se echó a reír sin mirar a Tommy.

– Ah, teniente, tiene usted dotes de diplomático.

Después de dar una larga calada a su cigarrillo, lo arrojó al suelo y lo aplastó con su bota.

– Me pregunto si tiene también dotes de abogado.

Visser sonrió.

– Y también me pregunto -continuó-, si eso es lo que se le exige en realidad.

El Hauptmann se volvió hacia Tommy.

– Un funeral rara vez tiene que ver con la conclusión de algo, ¿no le parece, teniente? Más bien representa un comienzo.

La sonrisa de Visser siguió el trazo de sus cicatrices. Volvió a contemplar el funeral. El pastor leía un versículo del Nuevo Testamento, la multiplicación de los panes y los peces, una mala elección porque seguramente hizo que a todos los kriegies se les abriera el apetito. Tommy observó que el ataúd no estaba cubierto con la bandera, pero que habían depositado en su centro la cazadora de Vic, junto con la bandera americana que llevaba cosida en la manga.

El pastor terminó su lectura y las formaciones adoptaron la posición de firmes. Un trompeta avanzó unos pasos y emitió las melancólicas notas del toque de silencio. Mientras éstas se desvanecían en el aire del mediodía, el escuadrón de soldados alemanes dio un paso al frente, echó armas al hombro y disparó una ráfaga hacia el cielo que comenzaba a despejarse, como si intentaran eliminar a tiros los restos de nubes.

El eco resonó brevemente en el campo. A Tommy no le pasó inadvertido que el sonido había sido el mismo de un pelotón de fusilamiento.

Cuatro hombres abandonaron la formación y descendieron el ataúd de Trader Vic en la fosa mediante unas cuerdas. Acto seguido, el comandante Clark dio orden de romper filas y los hombres regresaron en grupos al centro del recinto. Más de uno miró a Tommy Hart al pasar junto a él, pero ninguno dijo una palabra.

Tommy, a su vez, devolvió la mirada a muchos, contemplándolos con expresión dura y de recelo. Suponía que los hombres que le habían amenazado se encontraban entre los grupos de aviadores que pasaban junto a él. Pero no tenía idea de quiénes eran. Ninguno lo miró con aire amenazante.

Visser encendió otro cigarrillo y se puso a tararear la canción francesa Auprès de ma blonde, cuya frívola tonada parecía ofender la tosca solemnidad del funeral.

En éstas Tommy vio que el comandante Clark se dirigía hacia él. Tenía el rostro tenso y la mandíbula crispada.

– Su presencia aquí no es grata, Hart -dijo con brusquedad.

Tommy se cuadró ante el oficial.

– El capitán Bedford era también amigo mío -replicó, aunque no estaba seguro de que eso fuera cierto.

Clark no respondió, sino que se volvió hacia el Hauptmann y saludó.

– Hauptmann Visser, haga el favor de entregar al teniente Scott, el acusado, bajo la custodia del teniente Hart. Creo que es un momento oportuno.

Visser le devolvió el saludo, sonriendo.

– Como guste, comandante. Me ocuparé de ello sin dilación.

Clark asintió. Luego miró a Tommy.

– Su presencia no es grata -repitió, tras lo cual dio media vuelta y se marchó. Tommy oyó a su espalda el sonido de la primera palada de tierra al chocar con el ataúd.


El Hauptmann Visser escoltó a Tommy Hart a la celda de castigo para poner en libertad a Lincoln Scott. Mientras se dirigían hacia allí, el oficial alemán hizo una señal a un par de guardias cubiertos con cascos e indicó a Fritz Número Uno que los acompañara. Siguió tarareando sus alegres y pegadizas melodías de cabaret. El cielo se había despejado por completo y los últimos restos de nubes se dispersaban hacia el este. Tommy alzó la vista y vio las colas blancas de una escuadrilla de aviones B-17 atravesar la húmeda bóveda azul. No tardarían en ser atacados, pensó. Pero volaban muy alto, a unos ocho kilómetros de altura, y se hallaban aún relativamente a salvo. Cuando descendieran a través del cielo hacia unas altitudes más bajas para lanzar las bombas, entonces es cuando correrían mayor peligro.

Tommy contempló el edificio de la celda de castigo y pensó que Lincoln Scott se encontraba en la misma circunstancia. Durante unos momentos pensó que acaso fuera más prudente dejarlo encerrado, pero ese pensamiento se esfumó de inmediato. Enderezó la espalda y comprendió que la misión a la que se enfrentaba no era distinta de la que afrontaban los aviadores que surcaban el espacio. Una misión, un objetivo, su paso amenazaba toda la ruta. Echó otro vistazo al cielo y pensó que no podía hacer menos que esos hombres que volaban sobre él.

Scott se levantó en cuanto Tommy entró en la celda.

– ¡Maldita sea, Hart, estoy impaciente por salir de aquí! -dijo-. ¡Esto es un infierno!

– Yo no estoy seguro de lo que va a pasar -respondió Tommy-. Ya veremos…

– Estoy preparado -insistió Scott-. Sólo quiero salir de aquí. Que ocurra lo que tenga que ocurrir -el negro parecía angustiado, tenso, a punto de estallar.

– De acuerdo -dijo Tommy moviendo la cabeza-. Atravesaremos el recinto y nos dirigiremos directamente al barracón 101. Usted vaya a su dormitorio. Una vez allí, ya pensaremos en el siguiente paso.

Scott asintió.

Cuando salieron de la celda, el aviador negro pestañeó varias veces. Se frotó los ojos durante unos instantes como para borrar la oscuridad de la celda de castigo. Sostenía su ropa y su manta debajo del brazo izquierdo y tenía la mano derecha crispada en un puño, como si estuviera dispuesto a propinar un contundente puñetazo como el que había estado a punto de asestar esa mañana a Hugh Renaday. Mientras parpadeaba tratando de adaptarse a la luz, parecía caminar más erguido que de costumbre, habiendo recobrado su postura atlética, hasta el punto de que cuando se aproximaron a la puerta del recinto marchaba con paso enérgico y militar, casi como si desfilara por el campo de revista de West Point frente a un grupo de dignatarios. Tommy caminaba junto a él, flanqueado a su vez por los dos guardias, un paso detrás de Fritz Número Uno y el Hauptmann Visser.

Al alcanzar la alambrada y la puerta de madera que daba acceso al recinto sur, el oficial alemán se detuvo. Dijo unas breves palabras a Fritz Número Uno, quien saludó, y otras palabras a los dos guardias.

– ¿Desea que un guardia le escolte de regreso a su barracón? -preguntó a Lincoln Scott.

– No -respondió Scott.

Visser sonrió.

– Quizás el teniente Hart lo crea necesario.

Tommy echó una rápida ojeada a través de la alambrada. En el recinto había unos cuantos grupos de hombres; todo parecía normal. Unos jugaban al béisbol, mientras otros se paseaban por el perímetro. Vio a algunos tumbados junto a los edificios, leyendo o charlando. Otros, aprovechando la tibieza del día, se habían quitado la camisa para tomar el sol. Nada indicaba que hacía menos de una hora se hubiera celebrado un funeral. No había indicios de cólera. El Stalag Luft 13 presentaba el mismo aspecto que había mostrado cada día durante años.

Esto inquietó a Tommy. Inspiró profundamente.

– No -contestó-. No necesitamos que nos escolten.

Visser emitió un profundo suspiro, casi como si se mofara.

– Como guste -dijo con un tonillo despectivo, mirando a Tommy-. Qué ironía, ¿no? Yo le ofrezco protección contra sus propios camaradas. ¿No le parece insólito, teniente Hart?

Visser no parecía esperar una respuesta a su pregunta. En cualquier caso, Tommy no estaba dispuesto a dársela. Visser dijo unas palabras y los guardias armados retrocedieron. Fritz Número Uno también se apartó. Tenía el ceño fruncido y parecía nervioso.

– Entonces, hasta luego -dijo Visser.

Se puso a tararear unas breves estrofas de una melodía irreconocible, esbozando su acostumbrada sonrisa breve y cruel que se deslizaba en torno a su rostro. Entonces se detuvo, se volvió hacia los soldados que custodiaban la puerta, y haciendo un amplio gesto con su único brazo les indicó que la abrieran.

– Vamos, teniente. A paso de marcha -dijo Tommy.

Los dos hombres echaron a andar hombro con hombro.

La puerta aún no se había cerrado tras ellos cuando Tommy oyó el primer silbido, seguido por otro, y luego otros dos. Los agudos sonidos se confundían, desplazándose a los pocos segundos a lo largo y ancho del campo. Los hombres que jugaban al béisbol se detuvieron y los miraron. Antes de que hubieran recorrido veinte metros, la falsa normalidad del campo fue suplantada por el ruido de pasos apresurados y el rechinar y estrépito de puertas de madera que se abrían y cerraban de golpe.

– Mantenga la vista al frente -murmuró Tommy, pero era una advertencia innecesaria, pues Lincoln Scott caminaba aún más erguido que antes, atravesando el recinto con la renovada determinación de un corredor de fondo que al fin vislumbra la línea de meta.

Ante ellos vieron salir a muchos hombres de los barracones, moviéndose con tanta rapidez como si los silbatos de los hurones les convocaran a un Appell o hubieran sonado las sirenas de alarma. Al cabo de unos segundos, centenares de hombres se congregaron en un gigantesco y siniestro bloque, no tanto una formación como una barricada. La multitud -que parecía dispuesta a lincharlos, según pensó Tommy- se interpuso en su camino.

Ni Lincoln Scott ni Tommy Hart aminoraron el paso al aproximarse a los hombres plantados delante de ellos.

– No se detenga -murmuró Tommy a Lincoln Scott-. Ni les plante cara.

Por el rabillo del ojo observó un gesto casi imperceptible de la cabeza por parte del aviador de Tuskegee y oyó un leve murmullo de asentimiento.

– ¡Criminal! -Tommy no estaba seguro de dónde procedía la palabra, pero sin duda había surgido de la borboteante masa.

– ¡Asesino! -gritó otra voz.

Un murmullo grave y ronco brotó de labios de los hombres que les interceptaban el paso. Las palabras de ira y odio se mezclaban con toda clase de epítetos e improperios. Los silbidos y abucheos reforzaban los gritos de rabia, que aumentaban en frecuencia e intensidad a medida que los aviadores avanzaban.

Tommy mantuvo la vista al frente, confiando en ver a uno de los oficiales superiores, pero no fue así. Notó que Scott, con el maxilar crispado en un gesto de determinación, había acelerado un poco el paso. Durante unos momentos pensó que ambos parecían un barco que navegaba hacia una costa erizada de rocas.

– ¡Maldito negro asesino!

Se hallaban a unos diez metros de la multitud. Tommy no estaba seguro de que el muro se abriría para cederles el paso. En aquel segundo, vio a algunos de los hombres que compartían su cuarto de literas. Los consideraba amigos suyos, no amigos íntimos, pero amigos al fin. Con ellos había compartido comida, libros y algún que otro recuerdo sobre la vida en el hogar, momentos de nostalgia, deseo, sueños y pesadillas. En aquel instante Tommy no pensó que fueran a lastimarlo. Por supuesto no estaba seguro de ello, porque no sabía qué opinión tendrían ahora de él. Pero pensó que quizás experimentaran cierta vacilación en sus emociones; así pues, golpeando ligeramente con su hombro el hombro de Scott, modificó el ritmo y se dirigieron directamente hacia ellos.

Tommy percibió la respiración de Scott. Inspiraba unas breves y rápidas bocanadas de aire, como arrancadas al esfuerzo que representaba mantener aquella marcha acelerada.

En torno a él resonaron más insultos. Las palabras surcaban el espacio entre los pilotos más rápidamente que sus pasos.

– ¡Deberíamos resolverlo ahora mismo! -oyó Tommy gritar a un hombre.

Todos asintieron.

Tommy no hizo caso de las amenazas. En aquel segundo recordó la reconfortante y serena voz de su llorado capitán de Tejas mientras pilotaba el Lovely Lydia a través de la enésima tempestad de fuego antiaéreo y muerte, y sin alzar la voz, expresándose con calma a través del intercomunicador del bombardero, decía: «Maldita sea, chicos, no vamos a dejar que unos pequeños contratiempos nos pongan nerviosos, ¿verdad?» Y Tommy comprendió que iba a tener que volar a través del centro de esa tempestad, manteniendo la vista al frente, como hacía su viejo capitán, aunque la última tempestad le había costado la vida y las vidas de los otros tripulantes del avión, salvo uno.

Así, sin detener el paso, Tommy se lanzó hacia el grupo de pilotos congregados ante ellos. Unidos de forma invisible pero con tanta fuerza como si estuvieran atados, los dos se precipitaron hacia quienes les interceptaban el paso.

Éstos vacilaron unos segundos. Tommy observó que sus compañeros de cuarto retrocedían y se apartaban, creando una pequeña apertura en forma de V. Scott y él se deslizaron a través de ella. De inmediato la multitud se agolpó a sus espaldas. Pero los hombres que había frente a ellos se apartaron, aunque sólo lo suficiente para permitirles seguir avanzando.

Los que se apretujaban a su alrededor los zarandeaban. Las voces enmudecieron, los abucheos e insultos se disiparon al tiempo que los dos soldados se abrían camino entre la multitud, rodeados por un súbito e impresionante silencio, acaso peor aún. Tommy pensó que les costaba avanzar, como si estuviera atravesando un caudaloso río en el que la corriente y la potencia de las aguas le empujaran y golpearan con fuerza sus piernas y su torso.

Al cabo de unos momentos, habían superado aquella masa humana.

Los últimos hombres se apartaron para cederles paso y Tommy vio que el camino hacia los barracones estaba despejado. Era una sensación análoga a sentirse a salvo después de haber volado a través de una furiosa y siniestra tempestad hacia un cielo despejado.

Marchando todavía en pareja, Tommy y Scott se dirigieron apresuradamente hacia el barracón 101. A sus espaldas, los hombres hostiles permanecían en silencio.

Scott respiraba como un boxeador tras disputar quince asaltos. Tommy se percató de que su respiración entrecortada no era demasiado diferente.

Tommy volvió la cabeza ligeramente, sin saber por qué. Un leve movimiento del cuello, una mirada hacia la derecha. En aquel breve instante, divisó al coronel MacNamara y al comandante Clark detrás de una de las cochambrosas ventanas del barracón contiguo, parcialmente ocultos y observando cómo él y Scott atravesaban el recinto. Tommy se quedó estupefacto, presa de una indignación casi incontrolable contra los dos superiores, por permitir que sus órdenes expresas fueran desobedecidas: «Nada de amenazas… tratadlo con cortesía…» Eso era lo que había ordenado MacNamara con toda claridad. Ahora presenciaba cómo violaban esa orden. En aquel segundo, Tommy sintió deseos de dirigirse hacia los dos comandantes y exigirles una explicación. Pero en medio de su ira oyó otra voz insinuándole que quizás había visto algo importante, algo que debía guardar para sí.

Y decidió seguir el consejo de esa voz.

Tommy se alejó, no sin antes asegurarse de que MacNamara y Clark se habían dado cuenta de que él les había visto espiándoles. Junto con el aviador negro, subió los peldaños de madera y penetró en el barracón 101.

Lincoln Scott rompió el silencio.

– El panorama es bastante desolador -comentó en voz baja.

Al principio Tommy no estaba seguro si el piloto del caza se refería al caso o a la habitación, porque podía decirse lo misino de ambas cosas. Todo cuanto habían acumulado los otros kriegies que habían compartido antes la habitación se lo habían llevado. Sólo quedaba una litera cubierta con un sucio jergón de cutí azul relleno de paja, sobre el que había una delgada manta de color pardo. Scott arrojó las mantas y la ropa que llevaba sobre el camastro. La bombilla que pendía del techo estaba encendida, pero aún penetraba en la habitación la luz difusa del atardecer. Junto a la cabecera de la cama estaba su tosca mesa y la taquilla para guardar sus pertenencias. El aviador miró en el interior y vio que sus dos libros y su provisión de comida estaban intactos. Lo único que faltaba era la sartén que había confeccionado él mismo.

– Podría ser peor -respondió Tommy.

Esta vez fue Scott quien miró al otro tratando de adivinar si se refería al lugar o a las circunstancias por las que pasaban.

Ambos guardaron silencio unos instantes.

– Anoche, cuando se acostó después de haber salido para ir al retrete, ¿dónde dejó su cazadora?

– Ahí -repuso Scott señalando la pared junto a la puerta-. Todos disponíamos de un gancho para colgar nuestras prendas. De este modo podíamos cogerlas rápidamente cuando sonaban las sirenas o los silbatos. -Scott se sentó en la cama con aire fatigado y tomó la Biblia.

Tommy se acercó a la pared.

Los ganchos habían desaparecido. En el tabique de madera sólo se veían ocho pequeños orificios, agrupados de dos en dos y separados por unos cincuenta centímetros.

– ¿Dónde solía colgar Vic su cazadora?

– Junto a la mía. Nuestros ganchos eran los dos últimos. Todos usábamos siempre el mismo gancho, para no confundirnos de cazadora. Por eso los ganchos estaban separados y agrupados por pares.

– ¿Dónde cree que han ido a parar los ganchos?

– No lo sé. ¿Qué motivo tendría alguien para llevárselos?

Tommy no respondió, aunque sabía la respuesta. No se trataba sólo de que los ganchos hubieran desaparecido. Era un argumento. Se volvió hacia Scott, que hojeaba la Biblia.

– Mi padre es pastor baptista -dijo Scott-. Oficia en la iglesia baptista del Monte Sinaí en el sector sur de Chicago. Siempre dice que la Biblia nos señala el camino en los momentos de adversidad. Yo soy más escéptico al respecto, pero no niego la palabra de Dios.

El aviador negro deslizó un dedo entre las páginas del libro y con un rápido movimiento lo abrió y leyó las primeras palabras que cayeron bajo su mirada.

– Mateo 6, 24: «Nadie puede servir a dos señores; porque o aborrecerá a uno y amará al otro, o se interesará por el primero y menospreciará al segundo.»

Scott soltó una carcajada.

– Tiene bastante sentido. ¿Qué opina, Hart? ¿Sobre lo de servir a dos señores? -Scott cerró la Biblia y exhaló lentamente-. ¿Qué ocurrirá a partir de ahora, cuando me trasladen de una celda a otra?

– ¿Se refiere al proceso? Mañana se celebra una vista. Para leerle formalmente los cargos. Usted se declarará inocente. Examinaremos las pruebas en su contra. Luego, la semana que viene, tendremos el juicio.

– Un juicio. Bonita palabra para describirlo. ¿Y en cuanto a su defensa, abogado?

– Emplear la táctica de demora. Cuestionaremos la autoridad del tribunal, pondremos en tela de juicio la legitimidad del procedimiento. Solicitar tiempo para entrevistar a todos los testigos. Alegar la inexistencia de una jurisdicción adecuada para enjuiciar el caso. Dicho de otro modo, nos opondremos a todas las soluciones técnicas que se hayan tomado.

Scott asintió, pero su gesto denotaba resignación. Se volvió hacia Tommy.

– Esos hombres que estaban ahí fuera, agrupados y gritando… Cuando pasamos a través de ellos, hubo un silencio total. Creí que querían lincharme.

– Yo también.

Scott meneó la cabeza.

– No me conocen -dijo con los ojos fijos en el suelo-. No saben nada sobre mí.

Tommy no respondió.

Scott se reclinó hacia atrás y fijó la vista en el techo. Por primera vez, Tommy presintió que la agresividad del aviador ocultaba una mezcla de nerviosismo y dudas. Durante unos segundos, Scott contempló las tablas encaladas del techo y luego la bombilla encendida.

– Pude haberme largado, ¿sabe? Pude haber huido. Y entonces no estaría aquí.

– ¿A qué se refiere?

Scott respondió con tono pausado, deliberado.

– Habíamos cumplido nuestra misión como aviones escoltas. Habíamos repelido un par de ataques contra la formación y los habíamos conducido hasta su campo de aviación. Nos dirigíamos a casa, Nathaniel Winslow y yo, pensando en una comida caliente, una partida de póquer y a la cama, cuando oímos la señal de socorro. Con toda claridad, como un hombre que se ahoga y llama a alguien que esté en tierra para que le arroje una cuerda salvavidas. Era un B-17 que se disponía a aterrizar sobre el portaaviones, con dos motores averiados y la mitad de la cola destrozada. No pertenecía a un grupo que debíamos escoltar nosotros, era responsabilidad de otro cazabombardero. No formaba parte del 332. No era uno de los nuestros, ¿comprende? De modo que no estábamos obligados a hacer nada. Andábamos escasos de combustible y munición, pero ese pobre piloto tenía seis Focke-Wulfs persiguiéndole. Nathaniel no dudó un segundo. Hizo virar su Mustang y me indicó que le siguiera al tiempo que se lanzaba contra ellos. Le quedaban menos de tres segundos de munición, Hart. Tres segundos. Cuéntelos: uno… dos… tres. Ese es el tiempo de que disponía para disparar. Yo no disponía de mucho más. Pero si no nos metíamos ahí, todos ellos iban a morir. Dos contra seis. Nos habíamos enfrentado a situaciones peores. Tanto Nathaniel como yo conseguimos cargarnos a uno en nuestro primer pase, un bonito tiro desviado que hizo polvo su ataque, y el B-17 se escabulló mientras los FW venían a por nosotros. Uno persiguió a Nathaniel, pero yo me interpuse antes de que lo tuviera en su punto de mira y disparé contra él, pulverizándolo. Pero me quedé sin munición. Tenía que virar y largarme de allí, y con ese potente motor Merlin sobrealimentado, ninguno de esos cabrones alemanes conseguiría atraparnos. Pero cuando nos disponíamos a salir de allí pitando y regresar a casa, Nathaniel vio que dos de los cazas se habían lanzado contra el B-17 y volvió a indicarme que le siguiera mientras él iba tras ellos. ¿Qué íbamos a hacer? ¿Escupirlos, insultarlos? Para Nathaniel, para todos nosotros, era una cuestión de orgullo. No estábamos dispuestos a permitir que ningún bombardero que protegiéramos nosotros fuera derribado. ¿Comprende? Ninguno. Cero. Jamás. No mientras estuvieran allí los del escuadrón 332. No mientras los chicos de Tuskegee te estuvieran protegiendo. En ese caso siempre regresabas a casa sano y salvo, por más aviones que la Luftwaffe enviara contra nosotros. Eso estaba garantizado. Ningún aviador negro iba a perder a un chico blanco a manos de los alemanes. Así que Nathaniel se colocó detrás del primer FW, para que el cabrón se diera cuenta de que estaba ahí, tratando de hacer creer al nazi que si no se larga es hombre muerto. Nathaniel era un jugador de póquer cojonudo. Se había costeado la mitad de sus estudios universitarios con la asignación mensual que recibían los chicos ricos de casa y que él les ganaba al póquer. Era aun auténtico tahúr. En el noventa por ciento de los casos ganaba tirándose faroles. Te miraba como diciendo «tengo un full, así que no me provoques», cuando en realidad sólo tenía una mísera pareja de sietes…

Lincoln Scott hizo una pausa y suspiró.

– Lo alcanzaron, claro -prosiguió-. El caza se colocó detrás de él y lo acribilló. Oí gritar a Nathaniel a través de la radio mientras caía. Entonces vinieron a por mí, Hicieron un agujero en el depósito de combustible. No me explico cómo no explotó. Empecé a caer en picado, con el aparato envuelto en llamas. Supongo que utilizaron toda su munición para alcanzarme, porque de pronto desaparecieron. Yo me tiré en paracaídas a unos mil quinientos metros de altura. Y aquí estoy. Pudimos habernos largado, ¿comprende?, pero no lo hicimos. Y ese maldito bombardero consiguió regresar a casa. Siempre lo conseguían. Nosotros a veces no, pero ellos sí.

Scott meneó la cabeza con lentitud.

– Esos hombres que querían lincharme. No estarían hoy aquí si hubieran tenido al escuadrón 332 escoltándolos. Puede estar seguro.

Scott se levantó de la cama, sosteniendo todavía la Biblia. Utilizó el libro de tapas negras para señalar hacia Tommy, subrayando sus palabras.

– No soy hombre que se resigne fácilmente, señor Hart. Ni tampoco me quedo cruzado de brazos cuando me encuentro en una situación comprometida. No soy el tipo de negro que se apresura a llevarle las maletas, a saludarle tocándose la gorra, a decir «sí señor», «no señor». Todas esas tácticas jurídicas a las que se refirió me parecen perfectas. Si hay que utilizarlas, adelante Hart, que para eso es usted mi abogado. Pero que quede claro que voy a luchar. Yo no maté al capitán Bedford y ya va siendo hora de que todo el mundo se entere.

Tommy escuchó con atención, asimilando lo que el negro le decía y cómo lo decía.

– Entonces creo que tenemos una tarea difícil -replicó sin levantar la voz.

– Nada hasta la fecha ha sido fácil para mí, Hart. Nada verdaderamente importante. Mi padre solía decir eso cada mañana y cada noche en su iglesia. Sigue teniendo razón.

– Bien. Si usted no mató al capitán Bedford, vamos a tener que averiguar quién lo hizo y por qué. No creo que será empresa fácil, porque no tengo ni remota idea de por dónde empezar.

Scott asintió y abrió la boca para decir algo, pero antes de que pudiera articular una palabra, oyó a irnos hombres aproximándose a paso de marcha por el pasillo y se distrajo. El sistemático y resonante sonido de las botas se detuvo frente al cuarto de literas, y al cabo de unos segundos se abrió la recia puerta de madera. Tommy se volvió rápidamente y vio en el umbral a MacNamara y a Clark, acompañados por media docena de oficiales. Reconoció a dos de los hombres que habían compartido anteriormente el dormitorio que ocupaban Trader Vic y Lincoln Scott.

MacNamara fue el primero que entró en la habitación, pero permaneció junto a la puerta, en silencio, observando con los brazos cruzados. Clark, que como de costumbre iba detrás de él, pasó rápidamente al centro de la habitación. El comandante observó irritado a Tommy y luego dirigió a Lincoln Scott una mirada severa y furibunda.

– Teniente Scott -le espetó Clark-, ¿sigue negando los cargos que se le imputan?

– Sí -replicó Scott con la misma contundencia.

– En tal caso supongo que no se opondrá a que registremos sus pertenencias.

– ¡Por supuesto que nos oponemos! -contestó Tommy Hart avanzando un paso-. ¿Bajo qué ley se cree autorizado a presentarse aquí para registrar las pertenencias del teniente Scott? Necesita una orden judicial. Tiene que demostrar la causa en una vista, con testimonios y pruebas que lo respalden. ¡Nos oponemos enérgicamente! Coronel…

MacNamara no dijo palabra.

Clark se volvió en primer lugar hacia Tommy y luego hacia Lincoln Scott.

– No veo el problema. Si es usted tan inocente como afirma, ¿qué tiene que ocultar?

– No tengo nada que ocultar -contestó Scott secamente.

– Eso no tiene nada que ver -protestó Tommy alzando la voz y con tono insistente-. ¡Coronel! Un registro está fuera de lugar y es inconstitucional.

El coronel MacNamara respondió por fin con voz fría, lentamente.

– Si el teniente Scott se opone, expondremos el asunto en la vista de mañana. El tribunal decidirá…

– Adelante -terció Scott bruscamente-. No he hecho nada, por lo que no tengo nada que ocultar.

Tommy miró contrariado a Scott, pero éste no le prestó atención.

– Puede registrar mis cosas, comandante -dijo dirigiéndose con tono despectivo al comandante Clark.

Éste, junto con otros dos oficiales, se aproximó a la cama y se pusieron de inmediato a registrar el colchón de paja y las escasas ropas y mantas. Lincoln Scott se apartó unos pasos y permaneció solo, con la espalda apoyada en uno de los tabiques de madera. Los tres oficiales se pusieron a hojear la Biblia y La caída del Imperio romano y examinaron la tosca mesa de madera donde Scott guardaba sus cosas. En aquel segundo, Tommy pensó que los hombres realizaban un registro superficial. No examinaban a fondo ninguno de los objetos ni mostraban interés en lo que hacían. Presa de una sensación de nerviosismo, exclamó de nuevo:

– ¡Coronel! Reitero mi protesta contra esta intromisión. Dadas las circunstancias en que se encuentra, no sería inteligente por parte del teniente Scott renunciar a su protección constitucional contra un registro e incautación ilegal de sus pertenencias.

El comandante Clark miró a Tommy con un gesto parecido a una sonrisa.

– Casi hemos terminado -dijo.

MacNamara no respondió a la petición de Tommy.

– ¡Esto no es correcto, coronel!

En éstas los dos oficiales que acompañaban al comandante Clark se agacharon y alzaron las esquinas de la litera de madera. La desplazaron unos veinticinco centímetros a la derecha, arrastrando las patas sobre el suelo, y luego volvieron a dejarla caer estrepitosamente. En el acto, el comandante Clark se puso de rodillas y empezó a examinar los tablones del suelo que habían quedado expuestos.

– ¿Qué hace? -inquirió Scott.

Nadie respondió.

Clark empezó a mover una tabla del suelo hasta que logró desprenderla y, con un rápido movimiento, la levantó. La tabla había sido cortada y luego restituida en su lugar. Tommy comprendió en seguida de qué se trataba: un escondrijo. El espacio entre los fundamentos de cemento y las tablas medía aproximadamente un metro y medio. Cuando él llegó al Stalag Luft 13, éste era uno de los escondites preferidos por los kriegies. Lo ocultaban todo en ese pequeño espacio debajo del suelo que había en cada habitación: la tierra excavada en los numerosos intentos fallidos de construir un túnel, artículos de contrabando, radios, uniformes convertidos en trajes de paisano para fugas planificadas pero nunca llevadas a cabo, raciones de comida para casos de emergencia que nunca se llegaban a consumir. Pero lo que a los kriegies les parecía tan conveniente, no había pasado inadvertido a los hurones.

Tommy recordaba lo ufano que se había mostrado Fritz Número Uno el día en que había descubierto uno de esos escondites, pues el hallazgo de uno había conducido inmediatamente al descubrimiento de más de dos docenas en los otros barracones. Por consiguiente, hacía un año que los kriegies habían renunciado a esconder esos objetos allí, para desesperación de Fritz Número Uno, que no dejaba de examinar los mismos lugares una y otra vez.

– ¡Coronel! -le gritó Tommy-. ¡Esto no es justo!

– ¿Conque le parece injusto? -replicó el comandante Clark.

El fornido oficial se agachó, introdujo la mano en el espacio vacío y se incorporó sonriendo y sosteniendo en la mano un cuchillo largo y plano, de confección casera. Medía unos treinta centímetros de longitud y uno de sus extremos estaba envuelto en un trapo. La hoja de metal era plana y afilada, y al extraerla de debajo de la tabla del suelo emitió un malévolo destello.

– ¿Reconoce esto? -preguntó Clark a Lincoln Scott.

– No.

– Ya -dijo Clark sonriendo. Luego se volvió hacia uno de los oficiales que se hallaba al fondo del grupo y le dijo-: Déjeme ver esa sartén.

El oficial le entregó el utensilio construido por Scott.

– ¿Y esto, teniente? ¿No es suyo?

– Sí -respondió Scott-. ¿Cómo ha ido a parar a sus manos?

Clark, que no tenía ganas de responder a la pregunta, se volvió, sosteniendo la burda sartén y el cuchillo de confección casera. Miró a Tommy pero dirigió sus palabras al coronel MacNamara.

– Observe con atención -dijo.

Lentamente, el comandante desenrolló el trapo de color aceituna que había utilizado Scott para confeccionar el asa de la sartén. Luego, con la misma lentitud y deliberadamente, retiró el trapo enrollado en torno al mango del cuchillo. Acto seguido sostuvo en alto ambos pedazos de tejido. Eran del mismo material y de una longitud casi idéntica.

– Parecen iguales -dijo el coronel MacNamara secamente.

– Hay una diferencia, señor -repuso Clark-. Este pedazo -dijo mostrando el trapo envuelto en torno al asa del cuchillo-, parece tener unas manchas de sangre del capitán Bedford.

Scott se puso rígido, con la boca ligeramente entreabierta. Parecía disponerse a decir algo, pero en vez de ello se volvió y miró a Tommy. Por primera vez, Tommy observó miedo en los ojos del negro. En aquel segundo, recordó lo que Hugh Renaday y Phillip Pryce habían comentado hacía unas horas. Motivo, oportunidad, medios: las tres vértices de un triángulo. Pero cuando Tommy había hablado con ellos, faltaban los medios para completar la ecuación.

Ahora se había completado.

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