14

La segunda mentira

El teniente Nicholas Fenelli ocupó la silla de los testigos, moviéndose en un par de ocasiones para sentarse con más comodidad, hasta que por fin se inclinó ligeramente hacia delante, con las manos apoyadas sobre los muslos, como para conservar la compostura. Se abstuvo de mirar a Tommy Hart, a Lincoln Scott y a Hugh Renaday, que echaban chispas. Fenelli mantuvo la vista fija en Townsend, quien se las ingenió para colocarse entre Fenelli y la defensa.

– Bien, teniente -empezó a decir Townsend despacio, con voz melosa pero insistente, como un maestro que trata de animar a un estudiante brillante pero tímido-, haga el favor de explicar a todos los presentes cómo llegó a adquirir cierta experiencia en examinar cadáveres muertos en circunstancias violentas.

Fenelli asintió con la cabeza y relató la historia que había contado a Tommy y a Hugh acerca de la funeraria de Cleveland. Habló sin el desparpajo y la arrogancia que había mostrado cuando le había entrevistado Tommy, expresándose de forma directa, modesta, pero con rigor y sin el tono irritado que había mostrado antes.

– Muy bien -dijo Townsend, asimilando con calma las palabras de Fenelli-. Ahora, explique al tribunal cómo fue que examinó usted los restos del difunto.

Fenelli volvió a hacer un gesto afirmativo.

– Se me encargó que preparara el cadáver del capitán Bedford para su entierro, señor, una tarea que ya había realizado en varias y lamentables ocasiones. Mientras cumplía con mi deber observé las heridas que presentaba.

Townsend volvió a asentir lentamente. Tommy permaneció sentado en silencio, observando que Townsend no preguntó nada sobre la orden que Clark había dado a Fenelli de abstenerse de examinar el cadáver. Pero hasta el momento, Fenelli no había dicho nada que pillara a Tommy de sorpresa. Situación que no tardaría en cambiar.

– ¿Fue a verle el señor Hart para mostrarle unos dibujos de la escena del crimen e interrogarle sobre la forma en que había muerto el capitán Bedford?

– Sí señor -respondió Fenelli sin vacilar.

– ¿Y le expresó usted sus opiniones sobre el asesinato?

– Sí señor.

– ¿Y mantiene usted hoy las mismas opiniones que cuando se entrevistó con el señor Hart?

Fenelli se detuvo, tragó saliva y esbozó una tímida sonrisa.

– No exactamente -contestó con cierto titubeo.

Tommy se levantó de inmediato.

– ¡Señoría! -exclamó mirando al coronel MacNamara-. ¡No entiendo lo que le ocurre al testigo, pero este repentino cambio de actitud me parece más que sospechoso!

El coronel MacNamara asintió con la cabeza.

– Es posible, teniente. Pero este hombre ha jurado decir la verdad a este tribunal y debemos escucharle antes de emitir un juicio.

– Pero señor, una vez descubierto el juego…

MacNamara sonrió.

– Ya sé a qué se refiere, teniente -le interrumpió sonriendo-. No obstante, vamos a escuchar al testigo. Continúe, capitán Townsend.

Tommy siguió de pie, con los puños crispados y apoyados en la mesa de la defensa.

– ¡Siéntese, señor Hart! -le amonestó MacNamara-. ¡Podrá exponer sus argumentos a su debido tiempo!

Tommy obedeció a regañadientes.

Tras dudar unos instantes, el capitán Townsend prosiguió:

– Retrocedamos un poco, teniente Fenelli. Con posterioridad a la conversación con el señor Hart, ¿habló usted con el comandante Clark y conmigo?

– Sí señor.

– ¿Tuvo usted oportunidad en el curso de esa conversación de examinar las pruebas del caso presentadas por la acusación? Me refiero al cuchillo fabricado por el teniente Scott y las prendas de ropa que se hallan hoy en esta sala.

– Sí señor.

– El señor Hart no le mostró esos objetos, ¿no es cierto?

– No señor. Sólo me mostró los dibujos que había encargado.

– ¿Le parecieron rigurosos?

– Sí señor.

– ¿Y aún hoy se lo parecen?

– Sí señor.

– ¿Hay algo en ellos que contradiga lo que usted cree que le ocurrió al capitán Bedford, basándose en su examen del cadáver?

– No señor.

– Relate a este tribunal su opinión acerca de este crimen.

– Bien, señor, mi primera impresión, cuando preparé el cadáver del capitán para ser enterrado, fue que el señor Bedford había muerto de una puñalada asestada por detrás, que es lo que le dije al señor Hart. También pensaba que el arma del crimen era un objeto largo y estrecho…

– ¿Le dijo esto al señor Hart? ¿Que el arma del crimen era un objeto delgado?

– Sí señor. Le indiqué que el crimen había sido cometido por un hombre que empuñaba un arma semejante a un puñal o una navaja.

– ¿Pero él no le mostró el cuchillo?

– No señor. No lo llevaba encima.

– O sea, que usted no ha visto nunca esta arma, ¿no es así?

– En todo caso, aquí no.

– Bien. De modo que no existe prueba alguna de este segundo cuchillo.

– Era un puñal, o una navaja, capitán.

– Bien. El arma del asesino. No la ha visto nunca. No existe ninguna prueba siquiera de que exista, ¿cierto?

– Que yo sepa, no.

– Bien -Townsend hizo una pausa, cobró aliento y continuó:

– De modo que este asesinato que en un principio creyó usted que había sido perpetrado con un cuchillo que al parecer no existe…, ¿sigue creyendo lo mismo?

– ¡Protesto! -exclamó Tommy levantándose de un salto.

El coronel MacNamara meneó la cabeza.

– Capitán Townsend -dijo con sequedad-, procure formular sus preguntas de forma aceptable. Sin esos aditamentos innecesarios.

– Muy bien, señoría. Lo lamento -respondió Townsend. Luego miró al teniente Fenelli, pero en lugar de formularle de nuevo la pregunta hizo un breve ademán, conminándole a responder.

– No señor. No es exactamente lo que creo hoy. Cuando vi el cuchillo en poder de la acusación, el que usted y el comandante me mostraron ayer, deduje que las heridas infligidas al capitán Bedford posiblemente fueron causadas por esa arma…

Lincoln Scott murmuró: «Posiblemente causadas…, ¡genial!» Tommy no respondió, pues estaba pendiente de cada palabra que brotaba con fórceps de labios de Fenelli.

– ¿Había otra razón que le indujo a pensar que las heridas sufridas por el capitán Bedford fueron causadas por este tipo de cuchillo? -preguntó Townsend.

– Sí señor. Era un tipo de heridas que yo había visto cuando trabajaba en la funeraria de Cleveland, señor. Puesto que estaba familiarizado con esa clase de armas y las heridas que producen, eso fue lo que en cierto modo deduje de manera automática. En cierto modo, me equivoqué.

La enrevesada gramática de Fenelli hizo sonreír a Townsend.

– Pero después…

– Sí señor. Después, al examinar el cadáver con más detenimiento, observé que la cara del capitán presentaba contusiones. Sospecho que lo que pudo suceder fue que alguien le asestó un contundente puñetazo, arrojándolo de lado contra la pared del Abort, dejando al descubierto la zona del cuello donde se encontró la herida principal. En ese estado semiconsciente y vulnerable, vuelto hacia un lado, el asesino utilizó el cuchillo para matarlo, lo que me había dado la impresión de una puñalada asestada por detrás. Pero debí de equivocarme. Es posible que ocurriera de ese modo. No soy un experto.

Walker Townsend asintió con la cabeza. Le resultaba imposible ocultar la expresión de satisfacción que traslucía su rostro.

– Es cierto. No es un experto.

– Eso he dicho -ratificó Fenelli.

El médico de Cleveland se movió un par de veces en su asiento, tras lo cual agregó:

– Creo que debí ir a ver al señor Hart y decirle que había cambiado de opinión, señor. Debía haber ido a verle después de hablar con usted. Pido disculpas por no haberlo hecho. Pero no tuve tiempo, porque…

– Por supuesto -le cortó bruscamente Townsend-. Tengo una sola pregunta más para usted, teniente -dijo el fiscal en voz alta-. Se han hecho muchas conjeturas sobre si el asesino era diestro o zurdo…

– Sí señor.

– ¿Su examen del cadáver le indicó algo al respecto?

– Sí señor. Debido a las contusiones y a la herida causada por el cuchillo, y después de hablar con usted, deduje que quien hubiera asesinado al capitán Bedford probablemente era ambidextro, señor.

Townsend asintió.

– Ambidextro significa que esa persona es capaz de utilizar tanto la mano derecha como la izquierda, ¿no es así?

– Sí señor.

– ¿Como un boxeador que posea una gran destreza?

– Supongo.

– ¡Protesto! -gritó Tommy levantándose de nuevo.

El coronel MacNamara lo miró y alzó la mano para impedir que Tommy prosiguiera.

– Sí, sí, ya sé lo que va a decir, teniente Hart. Es una conclusión que el testigo no pudo haber alcanzado. Tiene razón. Lamentablemente, señor Hart, es una conclusión que a todo el tribunal le resulta evidente. -MacNamara hizo un ademán para indicar a Tommy que volviera a sentarse-. ¿Desea hacer más preguntas al teniente Fenelli, capitán?

Townsend sonrió, miró al comandante Clark y negó con la cabeza.

– No señor. No tenemos más preguntas. Puede usted interrogar al testigo, teniente.

Temblando de ira, ofuscado debido a las múltiples sensaciones de furia por haber sido traicionado, Tommy se puso de pie y durante varios segundos miró de hito en hito al testigo sentado frente a él. La ambivalencia de sus emociones, le confundían. Se mordió el labio inferior, deseando tan sólo despedazar a Fenelli. Quería ponerlo en ridículo y demostrar a todo el campo que era un embustero, un cobarde, un farsante y un traidor. Tommy rebuscó a través de la densa ira que saturaba su mente la primera pregunta que demostraría que Fenelli era el Judas que él creía. Respiraba trabajosa y entrecortadamente, y deseaba encontrar palabras devastadoras.

Abrió la boca para disparar su primera salva, pero se detuvo al observar por el rabillo del ojo la expresión pintada en el rostro de Walker Townsend. El capitán de Virginia estaba sentado con el torso levemente inclinado hacia delante, no tanto sonriendo de satisfacción sino aguardando con visible impaciencia. Y Tommy, en aquel breve instante, reparó en algo que le pareció importante: que lo que el capitán Townsend y el comandante Clark, sentado junto a él, aguardaban con impaciencia no era oír lo que Fenelli ya había declarado desde el estrado, sino lo que estaba a punto de decir, cuando Tommy le lanzara su primera y airada pregunta a través de la sala.

Tommy respiró hondo. Miró a Hugh Renaday y a Lincoln Scott y comprendió que ambos querían que atacara verbalmente al testigo deshonesto y le hiciera picadillo.

Tommy espiró lentamente.

Luego apartó la vista de Fenelli y la fijó en el coronel MacNamara.

– Coronel -dijo, esbozando una pequeña y falsa sonrisa-, es evidente que el cambio de opinión del teniente Fenelli ha pillado por sorpresa a la defensa. Solicitamos que aplace la sesión hasta mañana a fin de que podamos organizar nuestra estrategia.

El capitán Townsend se levantó.

– Señor, falta casi una hora para el Appell vespertino. Creo que deberíamos prolongar la sesión cuanto sea posible. El señor Hart tiene tiempo suficiente para formular preguntas al testigo y, en caso necesario, puede continuar haciéndolo mañana.

Tommy tosió. Cruzó los brazos y comprendió que acababa de evitar una trampa. El problema era que no sabía en qué consistía. Miró de reojo y observó que el comandante Clark tenía los puños crispados.

Curiosamente, MacNamara parecía un tanto ajeno a lo que ocurría, meneando la cabeza de un lado a otro.

– El teniente Hart lleva razón -dijo pausadamente-. Falta menos de una hora. No disponemos de tiempo suficiente y es preferible no interrumpir en este punto. Haremos una pausa y reanudaremos la sesión por la mañana. -El coronel se volvió hacia el Hauptmann Visser, que estaba sentado en un lado de la sala, y le amonestó con tono irritado-. Este tribunal trabajaría más eficazmente, Herr Hauptmann, de forma más rápida y ordenada, si no tuviéramos que interrumpir continuamente la sesión para asistir al recuento de prisioneros. ¿Quiere hacer el favor de comentárselo al comandante Von Reiter?

Visser asintió con la cabeza.

– Hablaré con él al respecto, coronel -se limitó a contestar.

– Muy bien -dijo MacNamara-. Teniente Fenelli, recuerde que, al igual que los otros testigos, sigue usted bajo juramento y no deber hablar sobre su testimonio ni ningún otro aspecto del caso con nadie. ¿Entendido?

– Por supuesto, señor -se apresuró a responder Fenelli.

– Se aplaza la sesión hasta mañana -dijo MacNamara levantándose.

Al igual que antes, Tommy, Scott y Hugh Renaday esperaron a que el teatro se vaciara. Permanecieron en silencio ante la mesa de la defensa hasta que el último eco de las botas de los aviadores se disipó de la cavernosa sala del tribunal. Lincoln Scott miraba al frente, con los ojos fijos en la silla vacía de los testigos.

Renaday apartó su silla y rompió el silencio.

– ¡Maldito embustero! -exclamó furioso-. ¿Por qué no te lanzaste sobre él y le machacaste, Tommy?

– Porque eso era lo que ellos querían. En todo caso, era lo que esperaban. Lo que Fenelli dijo fue muy grave. Pero lo que iba a decir quizá fuera peor.

– ¿Cómo lo sabes? -inquirió Renaday.

– No lo sé -repuso Tommy secamente-, lo supongo.

– ¿Qué podía decir que fuera peor?

Tommy volvió a encogerse de hombros.

– Se mostraba evasivo sobre sus mentiras, utilizando con frecuencia las palabras «quizá», «debí» y «pude». Es posible que cuando le interrogara sobre la visita que le hicieron Townsend y Clark, no se mostrara tan evasivo. Puede que su próxima mentira nos hubiera hundido. Pero es otra suposición mía.

– Una suposición muy arriesgada, muchacho -dijo Hugh-. De esa forma das a ese cabrón embustero toda la noche para prepararse para el ataque.

– No estoy seguro de eso -repuso Tommy-. Creo que después de cenar haré una breve visita a Fenelli.

– Pero MacNamara dijo…

– ¡Al cuerno con MacNamara! -replicó Tommy-. ¿Qué coño puede hacerme? Soy un prisionero de guerra.

Esta respuesta hizo que en el rostro de Lincoln Scott se dibujara una triste sonrisa. Asintió en silencio, como si prefiriera guardar para sí todos los pensamientos terroríficos que le asaltaban. Una cosa era evidente: puede que el coronel MacNamara no pudiera hacerle nada peor a Tommy, pero ése no era el caso de Lincoln Scott.


El cielo nocturno se había despejado, la enojosa y fría llovizna había remitido y todo indicaba que el tiempo mejoraría para el Appell vespertino. Tommy esperó con paciencia junto a Lincoln Scott mientras repetían por enésima vez el tedioso proceso del recuento. Durante unos instantes se preguntó cuántas veces los alemanes les habrían contado durante los años que llevaba en el Stalag Luft 13, y se juró que si conseguía regresar a su casa de Vermont, jamás permitiría que nadie le sometiera a esa clase de recuentos.

Miró a su alrededor, buscando a Fenelli, pero no lo encontró. Supuso que estaría agazapado en la última fila de una de las formaciones, lo más alejado posible de los hombres del barracón 101. En el fondo, le tenía sin cuidado. Esperaría hasta poco antes de que apagaran las luces para ir en su busca. Repasó lo que iba a decir al médico en ciernes, tratando de dar con la combinación idónea de ira y comprensión para conseguir que Fenelli le explicara por qué había modificado su historia. Clark y Townsend habían influido en él, de eso estaba seguro. Pero no sabía en qué medida, y eso era lo que quería averiguar. También se proponía averiguar lo que Fenelli declararía por la mañana.

Aparte de eso, Tommy reconoció que se hallaba en una situación apurada. No tenía pruebas que presentar. El único testigo de la defensa era el mismo Scott. Sacudió la cabeza. No era mucho que ofrecer. Suponía que Scott sería un pésimo testigo, y tenía grandes dudas sobre su propia capacidad para convencer a los demás -y menos aún al coronel MacNamara y los otros dos miembros del tribunal- con un apasionado discurso.

Tommy oyó la orden de romper filas emitida desde la cabeza de las formaciones y siguió en silencio a Scott y a Hugh a través del campo de revista hacia el barracón 101, sin prestar atención al barullo de voces a su alrededor.

– Tenemos que comer algo -dijo Hugh mientras avanzaban por el pasillo central del barracón-. Pero me temo que no hay gran cosa en la despensa.

– Coman ustedes -repuso Scott-. A mí me queda un paquete casi por estrenar. Tomen lo que quieran para prepararse la comida. Yo no tengo hambre.

Hugh iba a responder, pero se detuvo. Tanto él como Tommy sabían que eso era mentira, porque en el Stalag Luft 13 todos estaban siempre hambrientos.

Scott se adelantó y abrió la puerta del dormitorio. Se detuvo tras dar unos pocos pasos por su interior. Tommy y Hugh hicieron lo propio.

– ¿Qué ocurre? -inquirió Tommy.

– Hemos vuelto a tener visita -respondió Scott-. ¡Maldita sea!

Tommy pasó deslizándose junto a los poderosos hombros del aviador negro, que se hallaba en el umbral. Vio que Lincoln Scott observaba algo y supuso que se trataría de otro burdo mensaje. Pero lo que vio le dejó estupefacto.

Un cuchillo clavado en el tosco armazón de madera de la litera de Tommy, encima de la raída almohada colocada en la cabecera, cuya hoja reflejaba el potente resplandor de la bombilla que pendía del techo.

No era un cuchillo cualquiera, sino «el» cuchillo. La calavera grabada en la punta del mango parecía sonreírle.

Hugh entró también en la habitación.

– Ya iba siendo hora de que alguien hiciera lo que es debido -murmuró-. Esa debe de ser el arma del crimen, Tommy, muchacho. ¡Y gracias a Dios, ahora está en nuestro poder!

Los tres hombres se acercaron con cautela al cuchillo.

– ¿Creéis que han tocado algo? -preguntó Tommy.

– No lo parece -respondió Scott.

– ¿Hay alguna nota?

– No. No veo ninguna.

– Debería haberla -dijo Tommy meneando la cabeza.

– ¿Por qué? -preguntó Hugh-. Ese cuchillo habla por sí solo. Puede que nuestro benefactor anónimo sea ese piloto de caza, el tipo de Nueva York que te habló del asunto.

– Es posible -repuso Tommy, aunque no estaba muy convencido. Alargó la mano y extrajo con cuidado el arma clavada en la madera. La hoja relucía en sus manos, casi como si tuviera vida propia, lo cual, en cierto modo, era verdad. Tommy la examinó con mucha detención. Le habían limpiado las manchas de sangre y cualquier otra prueba incriminatoria, de forma que parecía casi nueva. La sopesó; era ligera, pero sólida. Deslizó un dedo por la hoja de doble filo. Estaba afilada como una cuchilla de afeitar. La punta no había quedado roma, ni al clavarse en el cuello de Trader Vic ni en la madera de la litera de Tommy. El mango era negro, de ónice, pulido hasta arrancarle intensos destellos y tallado por un artesano. La calavera presentaba un color blanco perlado, casi translúcido. El puñal evocaba historias de ritos y terror. Era un objeto cruel, pensó Tommy, que combinaba una terrible mezcla de simbolismo y afán asesino. De golpe comprendió que era el objeto más valioso que había sostenido en sus manos desde hacía meses, pero en seguida se dijo que no era cierto, que cualquiera de sus libros de derecho era más importante y, a su modo, más peligroso. Sonrió al percatarse de que se estaba comportando como un joven universitario idealista.

– Es el primer golpe de suerte que tenemos -comentó Hugh-. Mañana el teniente Fenelli se llevará una sorpresa morrocotuda. -Tomó el puñal de manos de Tommy, sopesándolo, y añadió-: Un objeto mortífero, todo hay que decirlo.

Scott lo tomó para examinarlo en silencio.

– No me fío de él -dijo devolviéndoselo a Tommy.

– ¿A qué se refiere? -preguntó Hugh-. Es el arma del crimen, de eso no cabe duda.

– Sí. Seguramente es cierto. ¿Y aparece aquí como por arte de magia? ¿En el momento más crítico?

– No lo sé. ¡Pero puede que alguien se haya dado cuenta por fin de lo injusta que es esta farsa! -exclamó Hugh-. Alguien que ha decidido nivelar un poco las cosas. ¿Para qué vamos a quejarnos nosotros?

– ¿Nosotros? Quería decir «yo»-replicó Scott suavemente.

Hugh dio un respingo, pero asintió despacio con la cabeza.

– Nadie en este campo quiere ayudarnos -dijo Scott volviéndose hacia Tommy-. Ni una sola persona.

– Ya lo hemos discutido antes -repuso Tommy-. No lo sabemos con certeza.

– Claro -respondió Scott dirigiendo los ojos hacia arriba en gesto de resignación-. Allá usted si prefiere pensar eso. -Luego contempló de nuevo el puñal ceremonial-. Fíjese en ese cuchillo, Tommy. Representa el mal y ha servido a una causa malévola. Tiene la muerte grabada en él. Sé que quizá no sea usted muy religioso, que sin duda es un yanqui de Vermont testarudo y duro de pelar -dijo con una media sonrisa-, y quiero pensar que soy mucho más moderno que mi viejo padre predicador, que cada domingo proclama desde el pulpito con voz alta y clara que todo cuanto no está directamente relacionado con las Sagradas Escrituras no posee valor alguno en esta Tierra, pero si examinan ese objeto de cerca comprenderán que no emana nada bueno de él y que no es de fiar.

– Es usted demasiado filosófico y poco pragmático -objetó Hugh.

– Quizá -respondió Scott-. Ya veremos quién tiene razón.

Tommy no dijo nada. Depositó el cuchillo sobre su litera después de palpar el mango por última vez. Incluso limpio, no era difícil imaginar que un experto que manipulara este arma no tendría mayores problemas en hundirla en el cuello de un hombre, al estilo comando, sajándole la laringe en su trayectoria hacia el cerebro. Se estremeció. Era un tipo de asesinato que le parecía en extremo cruel e inhumano, pero si se hubiera parado a reflexionar, habría comprendido que en una guerra apenas existe diferencia entre clavar un cuchillo en el cuello de un hombre o arrojar una bomba de doscientos veinticinco kilos a través de las olas para acabar con él. Pero Tommy estaba atrapado en su visión de los últimos segundos de Trader Vic, preguntándose si habría experimentado dolor o tan sólo asombro y confusión al sentir que el cuchillo se hundía en su cuello.

Tommy volvió a estremecerse. Pensó que Scott tenía razón. En aquel momento comprendió que cuando exhibiera el arma durante la sesión de mañana ante el Hauptmann Visser, eso probablemente le costaría la vida a Fritz Número Uno, y quizás exigiría un precio similar al comandante Von Reiter. Como mínimo, ambos hombres no tardarían en partir para el este, hacia el frente ruso, que venía a ser lo mismo. En cualquier caso, Tommy sabía que Fritz había dicho la verdad al respecto. Visser se daría cuenta de que el cuchillo sólo había podido entrar de una forma en el campo de prisioneros. De golpe a Tommy se le ocurrió la curiosa idea de que el cuchillo que reposaba sobre su delgada manta gris era capaz de matar a los dos alemanes sin siquiera rozarles la piel.

Tommy se preguntó si la persona que había clavado el cuchillo en su litera sabía eso. De pronto se sintió invadido por muchísimas sospechas. Durante unos instantes miró a Lincoln Scott, pensando que el aviador negro tenía sobrada razón. La repentina aparición del cuchillo a estas alturas del juicio quizá no resultara útil. Tommy experimentó la misma sensación que había tenido en la sala del tribunal, cuando se había abstenido de disparar preguntas como bombas contra Fenelli. Se preguntó si se trataba de una trampa. ¿Pero una trampa para quién?

– Maldita sea -dijo-. Creo que es hora de que vaya a charlar con Fenelli, ese sujeto en el que habíamos depositado todas nuestras esperanzas. Tengo ganas de preguntarle, en privado, por qué ha cambiado su historia.

– Me pregunto qué diablos le habrán prometido -comentó Lincoln Scott-. ¿Con qué puedes sobornar a un hombre aquí?

Tommy no respondió, aunque le pareció una excelente pregunta. Tomó el cuchillo y lo envolvió en uno de los pares de calcetines de lana verde olivo que le quedaban relativamente intactos. Luego lo guardó en el bolsillo interior de su cazadora.

– ¿Va a llevárselo? -le preguntó Lincoln Scott-. ¿Por qué?

– Porque se me ocurre -repuso Tommy en voz baja- que ésta es la auténtica arma del crimen y quién nos garantiza que dentro de poco no se vayan a presentar aquí el comandante Clark y el capitán Townsend, como hicieron antes, para llevar a cabo uno de sus registros ilegales y afirmar mañana en el tribunal que hace días que tenemos este condenado objeto en nuestro poder y que, quizá, la única persona que ha tenido este cuchillo en su poder ha sido Lincoln Scott.

Ninguno había contemplado esta posibilidad. Lincoln Scott sonrió con tristeza.

– Se ha convertido en un tipo receloso, Tommy -dijo.

– Tengo motivos para ello -respondió Tommy. Observó a Scott dar media vuelta, con la espalda encorvada como si se sintiera agobiado por el peso de lo que le ocurría, y arrojarse sobre su litera, en la que permaneció inmóvil.

«Parece resignado», pensó Tommy. Por primera vez, creyó observar la derrota en las ojeras que mostraba el aviador negro, y un tono de fracaso en cada palabra que pronunciaba.

Trató de no pensar en esto al salir del barracón al atardecer, en busca de Fenelli, el embustero que, a su modo, podía resultar tan peligroso como el cuchillo que Tommy llevaba oculto contra a su pecho.


La luz se desvanecía rápidamente mientras Tommy se encaminaba a través del campo hacia el barracón de servicios médicos. Era esa hora imprecisa del día en que el cielo sólo recuerda la luz solar e insiste en la promesa de la noche. La mayoría de los kriegies ya se hallaba en sus barracones, muchos de ellos afanándose en preparar una magra cena. Cuanto más se esmeraba un cocinero kriegie a la hora de derrochar imaginación y combinar sus modestas vituallas para organizar la cena, tanto más evidente resultaba la escasez de comida. Al pasar frente a un barracón, Tommy percibió el omnipresente olor de carne en conserva frita. Le produjo el típico retortijón que experimenta un prisionero de guerra famélico. Ansiaba comer una loncha, cubierta con una pringosa salsa, sobre una rebanada fresca de kriegsbrot, pero a la vez se juró que si conseguía regresar algún día a casa, no volvería a probar la carne en conserva.

En la sucia ventana del barracón de servicios médicos, que distinguió al doblar la esquina del barracón 119, brillaba la luz de una sola bombilla. Durante unos segundos, Tommy contempló más allá de los edificios, a través de la alambrada, el modesto cementerio. Pensó que era una crueldad por parte de los alemanes permitir que los hombres que habían muerto fueran enterrados fuera de la alambrada. Era mofarse del anhelo de todo kriegie por alcanzar la libertad y regresar a su casa. Los únicos hombres que se habían marchado del campo de prisioneros estaban bajo tierra.

Tommy hizo un gesto de amargura, inspiró una bocanada de aire fresco para aplacar su ira, subió de dos en dos los escalones de madera que daban acceso al pequeño barracón de servicios médicos, abrió la puerta y entró.

Había un kriegie sentado detrás del mostrador de recepción, en el mismo lugar donde Tommy había visto por primera vez a Nicholas Fenelli. El hombre alzó la vista y lo miró.

– ¿Qué ocurre, colega? -preguntó el kriegie-. Está a punto de oscurecer, deberías estar en tu barracón.

Tommy salió de entre las sombras junto a la puerta y avanzó hacia la luz. Observó los galones de capitán en la chaqueta del kriegie e hizo un perezoso saludo. No reconoció al oficial. Pero éste si le reconoció.

– Tú eres Hart, ¿no es así?

– Sí. Vengo a ver a…

– Ya sé a quién vienes a ver. Pero yo estuve allí hoy y oí al coronel MacNamara ordenar expresamente…

– ¿Tienes nombre, capitán? -le interrumpió Tommy.

El oficial vaciló unos instantes, se encogió de hombros y repuso:

– Claro. Carson, como el explorador -tendió la mano a Tommy y éste se la estrechó.

– Bien, capitán Carson, deja que lo intente de nuevo. ¿Dónde está Fenelli?

– Aquí no. Tiene orden de no hablar contigo ni con nadie. Y tú tienes órdenes de no tratar de hablar con él.

– ¿Hace tiempo que estás preso, capitán? No te reconozco.

– Un par de meses. Llegué poco antes que Scott.

– De acuerdo, capitán, permíteme que te aclare algo. Puede que estemos aún en el ejército, que llevemos uniforme, que hagamos el saludo militar y nos dirijamos a todos por su rango, ¿pero sabes una cosa? No es lo mismo. Venga, ¿dónde se ha metido Fenelli?

Carson movió la cabeza en sentido negativo.

– Lo han trasladado a otro sitio. Me dijeron que si venías en busca de él no te dijera nada.

– Puedo ir de barracón en barracón…

– Y puede que recibas un tiro de uno de los gorilas apostados en las torres de vigilancia.

Tommy asintió con la cabeza. El capitán tenía razón. Si no sabía dónde dar con él, Tommy no podía ir de barracón en barracón en busca de Fenelli. No en el poco tiempo que faltaba para que apagaran las luces.

– ¿Sabes dónde se encuentra?

El capitán meneó la cabeza.

– Esas personas que te ordenaron lo que debías decirme si venía en busca de Fenelli, ¿no serán el comandante Clark y el capitán Townsend?

El hombre dudó, lo cual dio a Tommy la respuesta. Luego el capitán Carson se encogió de hombros.

– Sí -dijo-. Fueron ellos. Ellos mismos ayudaron a Fenelli a trasladar sus cosas y me dijeron que tendría que ayudar a Fenelli aquí, después del juicio, cuando la situación se normalice. Esas fueron sus palabras: «cuando la situación se normalice».

– ¿Así que vas a ayudar a Fenelli? ¿Tienes experiencia con problemas médicos?

– Mi padre era médico rural. Dirigía una pequeña clínica en la que yo trabajaba en verano. Y estudié medicina en la Universidad de Wisconsin, de modo que estoy tan cualificado como el que más. Me pregunto por qué no habrá ningún médico titulado aquí. Encuentras todo tipo de profesiones…

– Puede que los médicos sean demasiado inteligentes para subirse en un B-17.

– O en un Thunderbolt, como yo -dijo Carson sonriendo-. Mira, Hart, no quiero mostrarme antipático. Si supiera algo de Fenelli, te lo diría. No creo que le informaran siquiera adonde lo trasladaban. Él sabía que tú te presentarías esta noche, y me pidió que te dijera que lamentaba lo de hoy… -Carson miró a su alrededor para cerciorarse de que ambos estaban solos-. Y dejó una nota. Debes comprender, Hart, que esos dos tíos no le quitan ojo. No me dio la impresión de que Fenelli se sintiera satisfecho de que lo trasladaran a otro barracón. Y no se sentía satisfecho del testimonio que había dado hoy ante el tribunal, pero no quería hablar de ello, y menos conmigo. Pero consiguió escribir una nota y me la pasó disimuladamente… -Mientras hablaba Carson sacó del bolsillo un pedazo de papel roto, doblado dos veces, que entregó a Tommy-, No la he leído -afirmó.

Tommy asintió con la cabeza, desplegó el papel y leyó:


Lo siento, Hart. Vic llevaba razón en una cosa: aquí todo funciona a base de tratos. Unos tratos beneficiosos para algunos, perjudiciales para otros. Espero que consigas regresar a casa indemne. Cuando esto haya terminado, si alguna vez vas a Cleveland, llámame para que pueda disculparme en persona.


La nota no estaba firmada. Estaba escrita con una letra torpe, apresurada, con un lápiz negro de trazos gruesos. Tommy la leyó tres veces, memorizándola palabra por palabra.

– Fenelli me ordenó que te dijera que después de leerla la quemaras -dijo Carson.

Tommy asintió.

– ¿Qué te ha dicho Fenelli? Sobre este lugar. Me refiero a la clínica.

El capitán se encogió de hombros.

– Desde que yo estoy aquí, sólo le he oído quejarse. Está harto de no poder ayudar a nadie, porque los alemanes roban el material médico. Dijo que el día que dejara esto y regresara a sus libros y sus estudios, sería el mejor de su vida. Eso es lo que tú haces, ¿no es cierto, Hart? Leer libros de derecho. Fenelli me aconsejó que hiciera lo mismo. Que consiguiera unos textos médicos y me pusiera a estudiar. Aquí disponemos de mucho tiempo libre, ¿no?

– Es de lo único que andamos sobrados -repuso Tommy.


El frío y la oscuridad de la noche se apoderaron del campo mientras Tommy se apresuraba bajo el firmamento casi negro ya. El oeste aparecía surcado por los últimos y turbios rayos de luz. Unos pocos rezagados se dirigían a sus barracones, y, al igual que Tommy, llevaban la gorra embutida hasta las cejas y el cuello de la cazadora levantado para protegerse de las ráfagas de aire helado que se arremolinaban en los callejones y entre los edificios. Todos caminaban deprisa, impacientes por entrar en los barracones antes de que la noche cayera por completo sobre el campo. El trayecto desde el barracón de servicios médicos condujo a Tommy hasta la zona principal de concentración, ahora desierta, barrida por el viento y reseca debido a las bajas temperaturas. A su izquierda, Tommy observó que el último fragmento de luna, una astilla plateada, apenas era visible sobre la línea de árboles más allá de la alambrada. Deseó detenerse unos momentos, esperar a que las estrellas comenzaran a pestañear y a brillar, inyectando una reconfortante sensación de compañía a su agitada imaginación.

Pero en lugar de detenerse, siguió avanzando, rápido y con la cabeza agachada, mientras los otros pocos rezagados pasaban apresuradamente junto a él. Al aproximarse a la entrada del barracón 101, Tommy se volvió para mirar la puerta principal. Lo que vio le hizo vacilar.

Junto a la puerta había una bombilla, debajo de una pantalla de hojalata. Bajo el tenue cono de luz que arrojaba, Tommy distinguió la inconfundible silueta de Fritz Número Uno, encendiendo un cigarrillo. Dedujo que el hurón se disponía a retirarse.

Tommy se paró en seco.

El hecho de ver al hurón, incluso al término de la jornada, no era infrecuente. Los hurones siempre permanecían atentos a las últimas idas y venidas de los kriegies, temerosos de que se produjera una reunión clandestina bajo el manto de la oscuridad que ellos no detectaran. En esto llevaban razón. Por más que ellos no fueran capaces de localizarlas, las reuniones seguían llevándose a cabo.

Tommy miró unos instantes a su alrededor y comprobó que estaba solo, a excepción de un par de figuras que se apresuraban a lo lejos hacia unos barracones situados al otro lado del recinto.

De pronto dio media vuelta frente a la puerta del barracón 101 y se dirigió apresuradamente a través de la zona de concentración, emitiendo un sonido seco al pisar la tierra con sus botas. Cuando se hallaba a unos veinte metros de la puerta principal, Fritz Número Uno se percató de que alguien se dirigía hacia él y se volvió. En la densa oscuridad, Tommy era una figura anónima, una silueta oscura que avanzaba veloz, y una mezcla de alarma y curiosidad en el rostro del hurón, casi como si le asustara la súbita aparición de un kriegie por entre las primeras sombras de la noche.

– ¡Fritz! -se apresuró a decir Tommy, no tratando de ocultar su voz-. Acérquese.

El alemán se apartó de la luz, echó una breve ojeada a su alrededor, y al comprobar que no había nadie rondando por ahí, echó a andar hacia Tommy.

– ¡Señor Hart! ¿Qué pasa? Debería estar en su barracón.

Tommy metió la mano en el interior de su cazadora.

– Tengo un regalo para usted, Fritz -dijo sin más.

El hurón se acercó, receloso.

– ¿Un regalo? No comprendo…

Tommy extrajo del bolsillo de la cazadora el puñal ceremonial, que llevaba envuelto en los calcetines.

– Los calcetines los necesito -dijo, sosteniéndolos en alto-. Pero usted necesita esto.

En éstas arrojó el cuchillo al suelo, a los pies del alemán. Fritz Número Uno contempló unos segundos el cuchillo, estupefacto. Luego se agachó y lo recogió.

– Puede darme las gracias en otra ocasión -dijo Tommy, volviéndose al tiempo que Fritz Número Uno se incorporaba, sonriendo satisfecho-. Y puede estar seguro de que algún día le pediré algo a cambio. Algo importante.

Sin esperar a que el alemán respondiera, Tommy regresó a toda marcha a través del recinto, sin volverse una sola vez, hasta alcanzar la entrada del barracón 101, y sin vacilar hasta haber cerrado la puerta de un golpe a sus espaldas, confiando en haber hecho lo indicado, pero nada convencido de haberlo hecho.


Ninguno de los tres hombres que ocupaban el barracón 101 durmió bien esa noche. Todos sufrieron pesadillas que les hicieron despertarse más de una vez en plena noche, sudorosos, conscientes de su cautiverio. No se oía una respiración acompasada, ni ronquidos ligeros, ninguno de ellos consiguió descansar durante esa larga noche bávara. Ninguno de los tres dijo nada, sino que al despertarse cada uno permanecía acostado, sumido en sus pensamientos y terrores, incapaz de calmarse con las habituales visiones dulces, reconfortantes y familiares del hogar. Tommy pensó, mientras yacía despierto en su litera, que Scott era quien se llevaba la peor parte. Hugh, al igual que Tommy, sólo se enfrentaba al fracaso y a la frustración. La derrota para ellos era psicológica. Para Lincoln Scott era lo mismo, y un paso más, tal vez fatídico.

Tommy se estremeció y tiritó arrebujado en su manta. Durante irnos momentos, se preguntó si podría seguir practicando la abogacía si, la primera vez que pisaba un estrado, perdía el caso y su cliente, un hombre inocente, era conducido ante un pelotón de ejecución. Comprendió que ambos llevaban todas las de perder, pensó en los engaños y las mentiras de los que había sido víctima el aviador negro, en todos los aspectos injustos del caso, y llegó a la conclusión de que si permitía que esos sinvergüenzas ganaran y ejecutaran a Scott, él jamás podría comparecer de nuevo ante un tribunal como abogado.

Turbado por ese pensamiento, se revolvió en su litera, tratando de convencerse de que se comportaba de modo ingenuo e infantil y que un abogado más experimentado, como Phillip Pryce, hubiera sido capaz de aceptar la derrota con la misma ecuanimidad que la victoria. Pero a la vez comprendió, en los entresijos más profundos de su ser, que él no se parecía a su amigo y mentor, y que si perdía este juicio sería su primera y única derrota.

Sintió lo terrible que era estar atrapado de esa forma, preso detrás de una alambrada de espino, en una encrucijada. De golpe se percató de que su imaginación estaba poblada por los fantasmas de los tripulantes de su bombardero. Los hombres del Lovely Lydia se hallaban presentes en la habitación, silenciosos, casi con aire de reproche. Tommy comprendió que durante aquel vuelo él había tenido una sola misión: conducirlos de regreso a casa sanos y salvos. Y no la había cumplido.

Curiosamente, pensó que las probabilidades de éxito eran las mismas para el Lovely Lydia, cuando giró y comenzó a bombardear todos los cañones del convoy, que para Lincoln Scott, apresado por los enemigos de su país, pero éste se enfrentaba a unos hombres que todo hacía suponer que eran sus amigos.

Se tumbó de espaldas, con los ojos abiertos y fijos en el techo, casi como si pudiera contemplar el cielo y las estrellas a través de las tablas y el tejado de hojalata.

Se preguntó quién sabía la verdad sobre el asesinato de Trader Vic. Volvió a respirar hondo y siguió repasando en su mente todos los aspectos del caso, una y otra vez, desde todos los ángulos imaginables. Pensó en lo que Lincoln Scott había dicho hacía un rato y reiteradas veces: nadie en el campo de prisioneros estaba dispuesto a ayudarles.

De pronto reprimió una exclamación de asombro. Se le había ocurrido una idea. Era tan evidente, que le chocó no haber pensado en ello antes. Por primera vez en esa noche, esbozó una pequeña sonrisa.


Los hombres del barracón 101 se despertaron al oír el áspero ruido de silbatos y gritos de «Raus! Raus!», subrayados por los golpes en las puertas de madera. Se levantaron de un salto de sus literas, como habían hecho tantas mañanas, se vistieron precipitadamente y atravesaron a la carrera el pasillo central del barracón, para presentarse al Appell matutino. Pero al salir contemplaron el insólito espectáculo de un escuadrón de soldados alemanes vestidos de gris en formación frente al barracón, unos veinte hombres, armados con fusiles. Al pie de los escalones había un fornido Feldwebel, con expresión agria, dirigiendo el tránsito como un hosco policía.

– ¡Ustedes, los hombres del barracón 101, formen aquí! Raus! ¡Apresúrense! ¡Nadie debe acudir al Appell!

El Feldwebel hizo un gesto a un par de Hundführers, quienes tiraron bruscamente de las cadenas de sus feroces mastines, haciendo que los animales saltaran excitados, gruñendo y ladrando.

– ¿A qué viene esto? -preguntó Scott en voz baja mientras se colocaba junto a Tommy entre la formación de hombres del barracón 101.

– Deduzco que van a registrar el barracón -respondió Hugh-. ¿Qué diantres creen que van a encontrar? ¡El caso es hacernos perder el tiempo! -Hugh dijo esto último en voz alta, para que lo oyera el sargento alemán que se afanaba en agrupar a los kriegies en ordenadas filas-. ¡Eh, Adolf! ¡Ve a echar un vistazo al retrete! ¡A lo mejor pillas a un tío dirigiéndose a nado hacia la libertad!

Los otros hombres del barracón 101 prorrumpieron en carcajadas y un par de aviadores aplaudieron el sentido del humor del canadiense.

– ¡Silencio! -gritó el Feldwebel-. ¡Absténganse de hablar! ¡Atención!

Tommy se volvió como pudo y vio al Hauptmann Visser, acompañado por un demudado Fritz Número Uno, aparecer por detrás de la formación de soldados alemanes.

El Feldwebel habló en alemán y uno de los kriegies tradujo en voz baja sus palabras a los hombres colocados en filas.

– Los prisioneros del barracón 101 están presentes y han sido contados, Hauptmann.

Fritz gritó una orden y la mitad del escuadrón de gorilas dio media vuelta y penetró en el barracón. Al cabo de unos momentos, Fritz y Visser le siguieron.

– ¿Qué es lo que buscan? -susurró Scott.

– Túneles, tierra, radios, contrabando. Cualquier cosa fuera de lo corriente.

En el interior del barracón oyeron las recias pisadas de los soldados, golpes y crujidos, mientras los hombres recorrían una habitación tras otra.

– ¿Alguna vez consiguen hallar lo que buscan?

– Por lo general no -respondió Hugh sonriendo-. Los alemanes no saben realizar un registro. No como un policía. Se limitan a destrozarlo todo, a dejarlo todo patas arriba, pero se quedan con las ganas de encontrar lo que buscaban. Siempre ocurre lo mismo.

– ¿Por qué han elegido este barracón y esta mañana precisa?

– Buena pregunta -contestó Hugh.

Al cabo de unos minutos, mientras los kriegies seguían formados en sus filas relativamente ordenadas, vieron que los soldados alemanes comenzaban a abandonar el barracón. Los gorilas salían de uno en uno o en parejas, casi todos con las manos vacías, sonriendo tímidamente, encogiéndose de hombros y meneando la cabeza. Tommy observó que la mayoría del pelotón se componía de hombres ya mayores, muchos de ellos casi tan ancianos como Phillip Pryce. Los otros eran increíblemente jóvenes, apenas unos adolescentes, vestidos con uniformes que sentaban como un tiro a sus jóvenes cuerpos. Segundos más tarde se oyeron unas exclamaciones de júbilo en el interior del barracón. Al cabo de unos momentos salió un soldado, sonriendo, sosteniendo una tosca radio que había hallado oculta en un bote vacío de café. El alemán la sostuvo en alto, con una expresión de gozo pintada en su viejo y arrugado rostro. Detrás de él había otro gorila, bastante más joven que él, también sonriendo de satisfacción. Tommy oyó murmurar a un aviador situado varias filas detrás de él:

– ¡Me cago en su madre! ¡Han pillado mi radio! ¡Hijos de puta! ¡Ese chisme me costó tres cartones de cigarrillos!

Los últimos en salir fueron Fritz Número Uno y Heinrich Visser. El oficial alemán manco miró a Tommy con enfado. Alzó su única mano y señaló con el índice a Tommy, Hugh y Lincoln Scott. Visser no vio a Fritz Número Uno, situado unos pasos detrás de él, que movía ligeramente la cabeza de un lado a otro.

– ¡Ustedes tres! -exclamó en voz alta-. ¡Un paso al frente!

En silencio, los tres hombres se apartaron de la formación.

– ¡Regístrenlos inmediatamente! -ordenó el alemán.

Tommy levantó las manos sobre la cabeza y uno de los gorilas empezó a palparle de arriba abajo. Otros hicieron otro tanto con Lincoln Scott y Hugh Renaday, que se echó a reír cuando lo tocaron.

– ¡Eh, Hauptmann! -dijo Hugh mirando a Visser a los ojos-. Dígales a sus gorilas que no se tomen tantas libertades. ¡Me hacen cosquillas!

Visser contempló al canadiense con severidad, sin decir palabra. Luego, al cabo de unos segundos, se volvió hacia el soldado que había registrado a Tommy.

– Nein, Herr Hauptmann -dijo el gorila, incorporándose y saludando.

Visser se acercó a Tommy mirándolo con fijeza.

– ¿Dónde está su prueba, teniente?

Tommy no respondió.

– Tiene algo que me pertenece -dijo el oficial alemán-. Quiero que me lo devuelva. -Se equivoca, Hauptmann.

– Un objeto que quizá se proponía utilizar esta mañana en el juicio.

– Insisto en que se equivoca, Hauptmann.

El alemán retrocedió, como si meditase lo que iba a decir. Abrió la boca con lentitud, pero le interrumpió un grito proferido desde detrás de la formación.

– ¿Qué ocurre?

Cuando se volvieron vieron al comandante Von Reiter, flanqueado por el coronel MacNamara y el comandante Clark y seguido por su acostumbrado séquito de ayudantes, dirigiéndose a paso de marcha hacia ellos. Al pasar frente al escuadrón de soldados, éstos se pusieron firmes al instante.

Von Reiter se detuvo frente a la formación. Tenía el rostro sonrojado y movía nerviosamente la fusta que sostenía en la mano.

– ¡No he ordenado que registraran este barracón! -dijo en voz alta-. ¿A qué viene esto?

Heinrich Visser dio un taconazo que resonó a través de la húmeda atmósfera matutina.

– Lo ordené yo, Herr Oberst. Hace poco me informaron de que aquí se ocultaba contrabando. Por consiguiente, ordené que efectuaran de inmediato un registro.

Von Reiter miró a Visser con cierta severidad.

– Ah -repuso el comandante con calma-. De modo que fue idea suya. ¿No cree que debió informarme?

– Creí conveniente actuar con rapidez, Herr Oberst. Por supuesto, pensaba informarle sobre los hechos.

– No me cabe duda. -Von Reiter dijo al otro entrecerrando los párpados-. ¿Y ha encontrado contrabando o algún otro indicio de actividades prohibidas?

– ¡Sí, Herr Oberst! -repuso Visser con energía-. Una radio ilegal oculta en un bote de café vacío.

A una indicación de Visser, el gorila que sostenía la radio avanzó y se la entregó al comandante del campo.

Von Reiter esbozó una sonrisa sardónica.

– Muy bien, Hauptmann. -Y volviéndose a MacNamara y Clark, añadió-. ¡Saben ustedes que las radios están prohibidas!

MacNamara no respondió. Von Reiter se volvió de nuevo hacia Visser.

– ¿Qué otros objetos han hallado en el curso del registro, Hauptmann? ¿Qué más han descubierto que justifique alterar las normas del campo?

– Esto es todo, Herr Oberst.

Von Reiter asintió con la cabeza.

– Los americanos siempre tienen prisa por obtener respuestas a sus preguntas, coronel. Los alemanes estamos más acostumbrados a aceptar lo que nos digan.

– Ése es su problema -replicó MacNamara con brusquedad-. ¿Podemos volver a nuestros quehaceres?

– Por supuesto -contestó Von Reiter-. Creo que el Hauptmann ya ha terminado.

Visser se encogió de hombros, sin ocultar la rabia que sentía. En esos momentos Tommy comprendió que buscaba el arma del crimen. Alguien le había dicho que estaba en el barracón y había indicado qué habitaciones debía registrar personalmente. A Tommy le pareció tan interesante como cómico, al comprobar que el alemán era incapaz de disimular su decepción y su ira por no haber descubierto lo que andaba buscando. Tommy echó una ojeada a Clark y MacNamara, preguntándose si a ellos también les habría sorprendido el resultado del registro, pero sus rostros no revelaban nada y no pudo adivinar lo que pensaban. Pero sabía que alguien en el campo se sentía extrañado de que Heinrich Visser no sostuviera en estos momentos el arma homicida en su mano derecha, y que el alemán aún no había comenzado a redactar el informe para sus superiores de la Gestapo que podía haberse traducido en el arresto del comandante y el hurón. Tommy tomó nota de que esos dos hombres se habían dirigido juntos hacia el campo de revista, conversando con aire confidencial.


De nuevo, el teniente Nicholas Fenelli se dirigió hacia la silla de los testigos a través de los pasillos y toscos bancos abarrotados de kriegies. A su paso, Tommy oyó unos murmullos que recorrieron el teatro de un extremo al otro, haciendo que el oficial superior americano sentado frente a la sala asestara sonoros golpes con el martillo. Fenelli no se había afeitado esa mañana. Su uniforme estaba arrugado y lo llevaba mal abrochado. Mostraba unas profundas ojeras fruto de no haber descansado y Tommy pensó que ofrecía el aspecto de un hombre que no está acostumbrado a mentir, pero se ve obligado a hacerlo.

MacNamara pronunció su habitual discurso, recordando a Fenelli que seguía bajo juramento. Luego indicó a Tommy que comenzara.

Se puso de pie. Vio al médico revolverse unos instantes en su silla, tras lo cual se enderezó preparado para encajar la salva de preguntas.

– Teniente -comenzó Tommy con voz pausada y serena-, ¿recuerda usted nuestra conversación poco después del arresto del señor Scott en relación con este caso?

– Sí señor.

– ¿Y recuerda haberme dicho en esa ocasión que creía que el asesinato había sido cometido por un hombre situado detrás del capitán Bedford y utilizando un cuchillo estrecho y muy afilado, un tipo de cuchillo que suele encontrarse en este campo?

– Sí señor.

– Yo no le ofrecí nada a cambio de esa opinión, ¿no es así?

– En efecto. No lo hizo.

– Y no pude mostrarle ese cuchillo.

– No.

Tommy se volvió hacia la mesa de la defensa. Alargó las manos hacia sus libros de derecho y sus papeles, exagerando cada movimiento para hacer que resultara lo más teatral posible. Observó que Townsend y Clark estaban inclinados hacia delante, impacientes, y comprendió que era el momento que ambos esperaban. Sospechaba que también Visser y todos los miembros del tribunal, aguardaban intrigados su próximo movimiento. Tommy se volvió brusca y rápidamente, con las manos extendidas y vacías.

– ¿Es que ahora ya no está seguro de esas opiniones?

Fenelli se detuvo, contempló las manos de Tommy, arrugó el ceño y asintió con la cabeza.

– Sí. Supongo que es así.

Tommy dejó que el silencio se extendiera a través de la sala antes de proseguir.

– Usted no es un experto en asesinatos, ¿no es así, teniente?

– En efecto, no lo soy. Tal como les dije a ellos -añadió señalando a la acusación.

– En Estados Unidos, el asesinato habría sido investigado por un detective profesional especializado en homicidios, que en la tarea de recoger pruebas habría contado con la ayuda de un analista debidamente instruido en esos menesteres. La autopsia del cadáver de Trader Vic habría sido realizada por un experimentado patólogo forense, ¿no es así?

Fenelli mostró una expresión de incertidumbre. Era visible que no esperaba la estrategia de Tommy. Durante ese instante de vacilación, el capitán Townsend se levantó y rodeó lentamente la mesa de la acusación. El coronel MacNamara lo miró.

– ¿Desea hacer alguna objeción, capitán? -preguntó.

– Es posible, señor -repuso Townsend lentamente, tratando en vano de ocultar su tono de vacilación-. Me pregunto adonde quiere ir a parar el teniente con este interrogatorio. Lo que en este caso pudo hacerse en Estados Unidos no tiene nada que ver con lo que se plantea hoy aquí. Esto es una guerra, y en estas circunstancias extraordinarias…

MacNamara asintió con la cabeza y miró a Tommy.

– Estas preguntas, señor Hart…

– Si se me permite un cierto margen de maniobra, señoría, dentro de unos breves momentos el tribunal comprenderá la intención de las mismas.

– Confío en que no tarde en ocurrir.

Tommy sonrió y se volvió hacia Fenelli.

– De modo que su respuesta es… -dijo.

Fenelli se encogió de hombros.

– Tiene usted razón, teniente Hart. En Estados Unidos las cosas hubieran sido distintas. El caso habría sido investigado por expertos.

– Gracias -se apresuró a decir Tommy, haciendo un breve gesto con la cabeza al empleado de la funeraria-. No haré más preguntas al testigo, señoría.

Fenelli esbozó una sonrisa de sorpresa. MacNamara miró a Tommy con perplejidad.

– ¿No desea hacerle más preguntas? -inquirió.

– No. El testigo puede retirarse -dijo Tommy indicando a Fenelli.

Cuando éste se levantó, observó al oficial superior americano y a los otros dos miembros del tribunal.

– Un segundo, teniente -dijo MacNamara-. ¿La acusación no desea hacerle más preguntas?

Tras unos instantes de vacilación, Townsend negó con la cabeza. El fiscal también parecía confundido.

– No señor. De momento, la acusación no seguirá interrogando a más testigos.

– El testigo puede retirarse.

– ¡Sí señor! -repuso Fenelli sonriendo satisfecho-. ¡Me largo en seguida!

Este comentario provocó la risa de los kriegies que estaban presentes y MacNamara recurrió de nuevo al martillo para imponer silencio. Fenelli atravesó la sala rápidamente, dirigiendo a Tommy una mirada que éste interpretó como de gratitud. A su espalda, la sala volvió al silencio.

MacNamara fue el primero en romperlo.

– ¿La acusación ha terminado? -preguntó a Townsend.

– Sí señor. Como he dicho, de momento no interrogaremos a más testigos.

El oficial superior americano se volvió hacia Tommy Hart.

– ¿Desea usted pronunciar ahora su alegato?

– Sí señor -respondió Tommy sonriendo-. Seré breve, señor.

– Se lo agradezco.

Tommy tosió y habló en voz bien audible.

– Deseo aprovechar esta oportunidad para recordar a los miembros del tribunal, a la acusación y a todos los hombres del Stalag Luft 13, que Lincoln Scott comparece hoy acusado de asesinato. Nuestra Constitución garantiza que hasta que la acusación haya demostrado su culpabilidad más allá de toda duda razonable, sigue siendo inocente.

Walker Townsend se puso en pie, interrumpiendo a Tommy.

– ¿No cree que es un poco tarde para esta lección de civismo?

MacNamara asintió.

– Su alegato, teniente…

Tommy se apresuró a interrumpirlo.

– He concluido, señoría. La defensa está preparada para proseguir.

MacNamara arqueó la ceja izquierda en una expresión de sorpresa y emitió un breve suspiro de alivio.

– Muy bien -dijo-. Proseguiremos de acuerdo con lo previsto. ¿Piensa usted llamar ahora al teniente Scott al estrado?

Tommy se detuvo y meneó la cabeza.

– No señor.

Se produjo un momento de silencio. MacNamara miró a Tommy.

– ¿No?

– No, señor. De momento no.

Townsend y Clark se habían puesto en pie.

– Bien, ¿desea llamar a otro testigo? -volvió a preguntar el coronel MacNamara-. Todos esperábamos oír ahora la declaración del teniente Scott.

– Eso supuse, coronel -replicó Tommy sonriendo. Sus ojos reflejaban una auténtica expresión de gozo, pero en su interior sentía una fría, dura y violenta agresividad, pues por primera vez desde el comienzo del juicio sabía que estaba a punto de asestar un golpe que ni el fiscal ni los jueces esperaban, lo cual le producía una intensa y deliciosa sensación. Sabía que todos los presentes en la sala creían que la acusación le había dejado tan sólo con la posibilidad de presentar protestas de inocencia airadas y endebles del acusado.

– ¿Entonces a quién desea llamar a declarar? -preguntó MacNamara.

Tommy dio media vuelta y señaló con el dedo un ángulo de la sala.

– ¡La defensa llama al estrado al Hauptmann de la Luftwaffe Heinrich Visser! -exclamó.

Dicho esto, cruzó los brazos mientras experimentaba una profunda satisfacción, plantado como una apacible isla en medio de la sala agitada por los vientos de las voces exaltadas.

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