La llegada del teniente Lincoln Scott al Stalag Luft 13 estimuló a los kriegies. Durante casi una semana, el teniente sustituyó a la libertad y la guerra como tema principal de conversación.
Pocos hombres sabían que las fuerzas aéreas estadounidenses estuvieran adiestrando pilotos negros en Tuskegee, estado de Alabama, y menos que éstos estaban combatiendo en Europa a finales de 1943. Algunos de los recién llegados al campo, en su mayoría pilotos y tripulantes de B-17, hablaban sobre escuadrillas de resplandecientes cazas metálicos P-51 que atravesaban sus formaciones en pos de desesperados Messerschmidts, y que los cazabombarderos del escuadrón 332 lucían vistosos galones rojos y negros pintados en sus timones de cola. Los hombres de esos bombarderos habían aceptado a los hombres del 332 después de su experiencia en combate, porque, como señalaban en un debate tras otro, lo cierto era que no les importaba quiénes fueran, ni el color de su piel, siempre y cuando los cazas lograran ahuyentar a los 109 que atacaban. Desde luego, ser hecho picadillo por los dos cañones de 20 mm montados en las alas de los Messerschmidts y morir envuelto en llamas en un B-17 era una perspectiva aterradora. Pero no había muchos de esos tripulantes en el campo, y entre los kriegies seguía existiendo una profunda división de opiniones acerca de si los negros poseían la inteligencia, las dotes físicas y el valor necesarios para pilotar aviones de combate.
El propio Scott no parecía percatarse de que su presencia provocaba ásperas discusiones. La tarde en que llegó al campo le asignaron la litera del barracón 101 del clarinetista que había perdido la vida en el túnel. Saludó a sus compañeros de cuarto como un mero trámite y tras guardar sus escasas pertenencias debajo de la cama, se acostó en su litera y nadie le oyó despegar los labios durante el resto de la noche.
Scott no se dedicaba a explicar batallitas.
Tampoco ofrecía ninguna información acerca de su persona. Nadie sabía cómo había resultado abatido, de dónde provenía, sus orígenes ni su vida. Durante los primeros días en el campo de prisioneros, algunos kriegies trataron de conversar con él, pero Scott rechazaba con firmeza, aunque educadamente, toda tentativa. Durante las comidas, se preparaba unos sencillos bocadillos con los paquetes que le habían entregado de la Cruz Roja. No compartía su comida con nadie, ni tampoco pedía nada a nadie. No participaba en las conversaciones en el campo, ni se apuntó a clases, cursos u otras actividades. Al segundo día de su llegada al Stalag Luft 13 obtuvo de la biblioteca del campo un ejemplar manoseado y roto de Historia de la decadencia y ruina del Imperio romano de Gibbon, y aceptó una Biblia del YMCA; ambos libros los leía sentado al sol, de espaldas al barracón, o en su camastro, inclinado hacia una de las ventanas, buscando la débil luz que se filtraba en la habitación a través de los mugrientos cristales y los postigos de madera.
A los otros kriegies les parecía un individuo misterioso. Su frialdad los dejaba perplejos. Algunos la interpretaban como arrogancia, lo cual se traducía en numerosas y descaradas pullas. A otros les inquietaba. Todos los hombres, incluso aquellos como Tommy Hart, que podían considerarse lobos solitarios, necesitaban a los demás y se apoyaban en ellos, siquiera para convencerse de que no estaban solos en un mundo de cautividad como el Stalag Luft 13. El campo creaba estados anímicos muy extraños: no eran delincuentes, pero estaban presos. Sin el apoyo de sus compañeros y constantes recordatorios de que pertenecían a un mundo distinto, se habrían ido a pique.
Pero Lincoln Scott daba la impresión de ser inmune a todo esto.
Al término de su primera semana en el Stalag Luft 13, cuando no se hallaba enfrascado con la Historia de Gibbon o la Biblia, se pasaba el día caminando por el perímetro del recinto. Una vuelta tras otra, durante horas. Caminaba con paso rápido por el polvoriento camino, muy cerca del límite del campo, con los ojos fijos en el suelo salvo cuando hacía una pausa de vez en cuando para volverse y contemplar la lejana línea de abetos.
Tommy lo había observado, pensando que le recordaba a un perro sujeto con una cadena, siempre moviéndose por el límite de su territorio.
Tommy había sido uno de los que habían tratado de entablar conversación con el teniente Scott, pero sin más éxito que los demás. Una tarde, poco antes de la orden de comenzar el recuento nocturno, se había acercado a él cuando realizaba uno de sus habituales recorridos alrededor del campo.
– Hola, ¿cómo está? -le había saludado-. Me llamo Tommy Hart.
– Hola -había respondido Scott. No le había tendido la mano, ni se había identificado.
– ¿Se ha adaptado ya a estar aquí?
– He visto sitios peores -murmuró Scott encogiéndose de hombros.
– Cuando llega gente nueva, es como si nos trajeran el periódico a casa, aunque con un par de días de retraso. Nos enteramos de las últimas noticias, aunque un tanto caducadas, pero es mejor que los rumores y la palabrería oficial que oímos por las radios ilegales. ¿Qué ocurre en realidad? ¿Cómo va la guerra? ¿Se sabe si va a producirse una invasión?
– Estamos ganando -había respondido Scott-. Y no. Muchos hombres esperan sentados en Inglaterra. Como ustedes.
– Bueno, no exactamente como nosotros -repuso Tommy, sonriendo y señalando a los guardias de la torre.
– Es cierto -dijo Scott. El teniente seguía caminando sin alzar la vista.
– ¿Usted sabe algo? -preguntó Hart.
– No, no sé nada -respondió Scott.
– Bien -insistió Tommy-, ¿qué le parece si caminamos juntos y me cuenta todo lo que no sabe?
La propuesta despertó una ligera sonrisa en los labios del negro, cuyas comisuras se curvaron hacia arriba, tras lo cual exhaló aire como para disimular la risa. Después, casi con la misma rapidez con que se había producido, la sonrisa se disipó.
– En realidad prefiero caminar solo -había replicado Scott bruscamente-. Gracias, de todos modos.
El teniente reanudó su paseo y Tommy se quedó mirándolo.
El día siguiente era viernes, y Tommy regresó a su dormitorio después del Appell matutino. Sacó varios paquetes de Lucky Strike de un cartón que había recibido en el último paquete de la Cruz Roja y que guardaba en una cajita de madera, debajo de la cama. También sacó un pequeño recipiente metálico de té Earl Grey y una generosa tableta de chocolate que apenas había probado. Del bolsillo de la chaqueta extrajo un botecito de leche condensada. Luego tomó varias hojas de papel de embalaje, que utilizaba para escribir notas con letra pequeña y apretada, y las guardó entre las páginas de un manoseado texto de pruebas forenses.
A continuación salió del barracón 101 en busca de uno de los tres Fritzs. La mañana era templada y el sol confería cierto resplandor a la tierra gris amarillenta del recinto.
En lugar de toparse con los guardias, vio a Vincent Bedford paseando de un lado a otro con expresión resuelta. El sureño se detuvo, adoptando de inmediato un aire expectante, y después se dirigió a Tommy.
– Te ofreceré un trato más ventajoso, Hart -dijo-. Eres duro de pelar. ¿Qué cuesta ese reloj?
– No tienes lo que cuesta. Su valor es sentimental.
– ¿Sentimental? -replicó el de Misisipí dando un respingo-, ¿De una chica que quedó en su casa? ¿Qué te hace pensar que regresarás sano y salvo? ¿Y qué te hace pensar que la encontrarás esperándote?
– No lo sé. Esperanza, quizá. Confianza -repuso Tommy con una risita.
– Esas cosas no cuentan mucho en este mundo, yanqui. Lo que cuenta es lo que tienes ahora mismo. En tu mano. Es lo único que puedes utilizar. Quizá no haya un mañana, ni para ti, ni para mí ni para ninguno de nosotros.
– Eres un cínico, Vic.
El sureño sonrió.
– Es posible. Nadie me había llamado nunca así. Pero no lo niego.
Los dos hombres echaron a andar con lentitud entre los dos barracones y llegaron al límite del campo de ejercicios. Acababa de comenzar un partido de softball, pero más allá del campo ambos vieron a la figura solitaria de Lincoln Scott, marchando por el borde del perímetro.
– Hijo de puta -murmuró Bedford entre dientes-. Tengo que solucionar esta situación hoy mismo.
– ¿Qué situación? -preguntó Tommy.
– La situación de ese negro -respondió Bedford, volviéndose y mirando a Hart como si éste fuera increíblemente estúpido por no ver lo evidente-. Ese chico ocupa una litera en mi dormitorio y eso no me parece bien.
– ¿Qué tiene de malo?
Bedford no respondió directamente a la pregunta.
– Supongo que debo decírselo al viejo MacNamara, para que lo traslade a otro. A ese chico deben alojarlo en un lugar donde esté solo, para mantenerlo aislado del resto.
Tommy meneó la cabeza.
– Parece que se las arregla bastante bien sin vuestra ayuda -comentó.
Trader Vic se encogió de hombros.
– No está bien. En cualquier caso, ¿qué sabe de negros un yanqui como tú? Nada. Absolutamente nada -dijo Bedford alargando los sonidos de las vocales, destacando con exageración cada palabra-. Apuesto a que no habías visto nunca a un negro, y menos aún convivido, como tenemos que hacer nosotros en el sur…
Tommy no quiso responder pero Bedford no estaba tan equivocado.
– Lo que hemos averiguado de ellos no nos gusta -prosiguió Trader Vic-. Mienten. No hacen sino mentir y engañar. Todos son ladrones, sin excepción. Algunos son violadores y criminales. Es posible que lleguen a ser buenos soldados. No ven las cosas exactamente como las vemos los blancos, y sospecho que puedes enseñarles a matar y lo harán a la perfección, como quien parte leña o repara una máquina, aunque no los imagino pilotando un Mustang. No son como nosotros, Hart. ¡Pero si eso se ve sólo con observar a ese chico! Creo que convendría que el viejo MacNamara se diera cuenta de esto antes de que haya problemas, porque yo conozco a los negros y no traen sino problemas. Créeme.
– ¿Qué tipo de problemas, Vic? Aquí todos estamos en el mismo barco.
Vincent Bedford soltó una breve carcajada al tiempo que meneaba la cabeza con energía.
– Eso está por ver, Hart.
Bedford indicó la alambrada.
– Puede que la alambrada sea la misma. Pero aquí todo el mundo la ve de forma distinta. Lo más seguro es que ese chico que está ahí, que no para de caminar, también la vea a su modo. Ése es el misterio de la vida, Hart, que no espero que un yanqui superculto y estirado como tú sea capaz de descifrar. No hay ni una sola cosa en este mundo que dos hombres vean de la misma forma. Ni una sola. Salvo, quizá, la muerte.
Tommy pensó que de todas las cosas que había oído decir a Bedford, ésta había sido la más sensata.
Antes de que pudiera responder, Bedford le dio una palmada en el hombro.
– Quizá pienses que estoy lleno de prejuicios, Hart, pero no es cierto -dijo-. No soy de los que mascan tabaco y salen de noche con una capucha blanca. Es más, siempre he tratado bien a los negros, como seres humanos. Yo soy así. Pero los conozco y sé que causan problemas.
El sureño se volvió y miró a Tommy.
– Créeme -continuó Trader Vic con una risita-. Habrá problemas. Lo sé. Es mejor mantener a la gente separada.
Tommy guardó silencio.
– Maldita sea, Hart -bramó Bedford-, apostaría a que mi bisabuelo disparó contra uno de tus antepasados en un par de ocasiones, cuando la gran guerra de independencia, aunque vuestros estúpidos libros de texto yanquis no la llaman así, ¿verdad? Tienes suerte de que los Bedford no tuvieran nunca buena puntería.
Tommy sonrió.
– Tradicionalmente, los Hart siempre hemos sido muy hábiles a la hora de agacharnos -dijo.
Bedford soltó la carcajada.
– Bueno -dijo-, es una habilidad valiosa, Tommy. Espero que mantengas vivo ese árbol familiar durante siglos.
Bedford se alejó sin dejar de sonreír.
– Voy a hablar con el coronel. Si cambias de opinión, si recapacitas y quieres hacer un trato, sabes que estoy dispuesto a hacer negocios las veinticuatro horas del día, incluso los domingos, porque creo que en estos momentos el Señor tiene puesta su atención en otro lugar, y no se molesta demasiado en velar por este rebaño de corderos.
Varios kriegies que se hallaban en el recinto deportivo empezaron a dar voces y a agitar la mano para llamar la atención de Vincent Bedford. Uno se puso a mover un bate y una pelota sobre su cabeza.
– Bueno -dijo el de Misisipí-, supongo que tendré que aplazar mi conversación con el gran jefe hasta esta tarde, porque esos chicos necesitan que alguien les enseñe cómo se juega a nuestro glorioso béisbol. Hasta luego, Hart. Si cambias de opinión…
Tommy observó a Trader Vic mientras éste se encaminaba hacia el campo.
Oyó entonces una voz, proveniente de la otra dirección, gritando «Keindrinkwasser!» en un alemán chapurreado. Acto seguido oyó la misma exclamación de un barracón situado a pocos metros. La frase pronunciada en alemán significaba «no es agua potable». Los alemanes la escribían en los barriles de acero utilizados para transportar excrementos. Los kriegies la utilizaban para advertir a los hombres de los barracones que un hurón se dirigía hacia ellos, para dar a cualquiera que estuviera ocupado en alguna actividad destinada a la fuga la ocasión de ocultar su tarea, ya fuera ésta excavar un túnel o falsificar documentos. A los hurones no les hacía gracia que les llamaran excrementos.
Tommy se apresuró hacia el lugar desde donde sonaban las voces. Confiaba en que fuera Fritz Número Uno, a quien habían visto acechando, porque era el hurón más fácil de sobornar. No se entretuvo en pensar en lo que le había dicho Bedford.
Tommy tuvo que dar a Fritz Número Uno media docena de cigarrillos para convencerlo de que lo acompañara al recinto norte. Ambos hombres atravesaron la puerta del campo hacia el espacio que separaba ambos recintos. Aun lado estaban los barracones de los guardias, y más allá los despachos del comandante. Detrás de éstos estaba el bloque de las duchas frías, un edificio de ladrillo. Junto al mismo estaban apostados dos guardias armados con fusiles colgados del cuello, fumando.
Tommy Hart oyó unas voces que cantaban procedentes de las duchas. Los británicos eran muy aficionados a los coros. Sus canciones eran invariablemente groseras, gráficamente obscenas o increíblemente ofensivas.
Aminoró el paso y aguzó el oído. Cantaban Gatos sobre el tejado y en seguida reconoció el estribillo.
Tíos en el tejado, tíos en las tejas…
Tíos con sífilis y almorranas…
Fritz Número Uno también se detuvo.
– ¿No conocen los británicos ninguna canción normal? -preguntó en voz baja.
– Creo que no -contestó Tommy.
Las estentóreas voces arrancaron con otra canción llamada Que se jodan todos.
– No creo que al comandante le gusten las canciones de los británicos -comentó con tono quedo Fritz Número Uno-. A su esposa y a sus hijas no les permite que vayan a visitarlo en su despacho cuando los oficiales británicos se duchan.
– La guerra es un infierno -repuso Tommy.
Fritz Número Uno se tapó rápidamente la boca con la mano, como para reprimir un acceso de tos, pero en realidad era para sofocar una carcajada.
– Debemos cumplir con nuestro deber -dijo conteniendo la risa-, a pesar de lo que opinemos sobre ella.
Los dos hombres pasaron frente a un edificio de ladrillo gris. Era el edificio más fresco -el barracón de castigo-, en cuyo interior había una docena de celdas de cemento sin ventanas ni muebles.
– Ahora están vacías -observó Fritz Número Uno.
Se acercaron a la puerta del recinto británico.
– Tres horas, teniente Hart. ¿Son suficientes?
– Tres horas. Nos encontraremos delante de la fachada.
El hurón extendió el brazo hacia un guardia, indicándole que abriera la puerta. Tommy vio al teniente Hugh Renaday aguardándole junto a la puerta y se apresuró a reunirse con su amigo.
– ¿Cómo está el teniente coronel? -preguntó Tommy mientras los dos hombres atravesaban rápidamente el recinto británico.
– ¿Phillip? Físicamente está más cascado que nunca. No consigue sacudirse de encima ese resfriado o lo que sea, y últimamente se pasa toda la noche tosiendo, una tos blanda y persistente. Pero por la mañana resta importancia al tema y se niega a acudir al médico. Es testarudo. Si se muere aquí, le estará bien empleado.
Renaday hablaba en el tono brusco y monótono propio de los canadienses, con palabras tan secas y barridas por el viento como las vastas praderas que constituían su hogar, aunque paradójicamente salpicadas de unos rasgos muy británicos que reflejaban los años que había pasado en las fuerzas aéreas británicas. El oficial de aviación caminaba con paso rápido e impaciente, como si le enojara tener que desplazarse de un lugar a otro, como si lo importante fuera de dónde procedía uno y dónde terminaba y la distancia que mediaba entre ambos puntos no fuera sino un inconveniente. Era un hombre fornido, de espaldas anchas, musculoso aunque el campo de prisioneros le había despojado de unos cuantos kilos. Lucía el pelo más largo que la mayoría de sus compañeros, como desafiando a los piojos que, al parecer, no se atrevían con él.
– En cualquier caso -continuó Renaday cuando doblaron una esquina y pasaron junto a dos oficiales británicos que removían diligentemente la tierra de un parterre-, está muy contento de que sea viernes y vengas a visitarnos. No sabes cuánto disfruta con estas sesiones. Como si el hecho de utilizar el cerebro le ayudara a superar sus achaques. -Renaday meneó la cabeza.
»A otros hombres les gusta hablar de su hogar -añadió-, pero Phillip disfruta analizando esos casos. Supongo que le recuerdan lo que fue y lo que probablemente será cuando regrese a Inglaterra. Debería estar sentado frente a un hogar encendido, instruyendo a sus acólitos en las complejidades de un oscuro asunto legal, con zapatillas de seda, un batín de terciopelo verde y bebiendo una taza de buen té. Cada vez que miro a ese viejo cabrón, no me explico en qué estaría pensando cuando se subió a ese condenado Blenheim.
Tommy sonrió.
– Seguramente, lo mismo que todos.
– ¿A qué te refieres, mi docto amigo americano?
– Que pese a la enorme y casi constante cantidad de pruebas que indicaban lo contrario, no iba a pasarnos nada grave.
Renaday soltó una grave y resonante carcajada que hizo que los oficiales que atendían el jardín alzaran la cabeza y fijaran por un instante su atención en el canadiense antes de volver a centrarse en sus pulcros parterres de color marrón amarillento.
– Ésa es la amarga verdad, yanqui.
Renaday meneó la cabeza, sonriendo.
– Ahí está Phillip -dijo señalándolo.
El teniente coronel Phillip Pryce estaba sentado en los escalones de un barracón, con un libro en las manos. Pese al calor, llevaba una delgada manta verde aceituna sobre los hombros y se había apartado la gorra de la frente. Tenía las gafas apoyadas en la punta de la nariz, como si fuera la caricatura de un maestro, y mordisqueaba el extremo de un lápiz. Al ver a los dos hombres que se dirigían hacia él agitó la mano como un niño saludando a un desfile militar.
– Ah, Thomas, Thomas, siempre es una alegría verte por aquí. ¿Vienes preparado?
– Siempre preparado, señoría -respondió Tommy Hart.
– Aún nos escuece la paliza que nos diste a Hugh y a mí a propósito del escurridizo Jack y sus lamentables crímenes -prosiguió Pryce-. Pero estamos dispuestos a plantar batalla exponiendo uno de tus casos más sensacionales. Creo que ahora nos toca a nosotros darte una lección, ¿cómo lo dices tú? con los bates.
– A los bates -repuso Renaday mientras Hart y Pryce se saludaban con un afectuoso estrechón de manos. Tommy tuvo la sensación de que el saludo del coronel era un tanto menos enérgico de lo habitual-. Se dice «a los bates» y no «con los bates», Phillip.
– Es un deporte endiablado, Hugh. En ese aspecto no se parece en nada a vuestro estúpido pero amado hockey, que consiste en patinar como un loco sobre el hielo bajo un frío polar, tratando de golpear a un indefenso disco de goma y meterlo en la portería contraria, evitando al mismo tiempo que tus oponentes te machaquen con los palos.
– Gracia y belleza, Phillip. Fuerza y perseverancia.
– ¡Ah, virtudes muy británicas!
Todos rieron.
– Sentémonos fuera -dijo Pryce con su voz suave, generosa, llena de reflexión y entusiasmo-. El sol es muy agradable. A fin de cuentas, no es algo que los ingleses estemos acostumbrados a ver, de modo que, incluso aquí, entre los horrores de la guerra, deberíamos aprovecharnos de la temporal benevolencia de la madre naturaleza, ¿no?
Volvieron a reír.
– Traigo unos regalos de las ex colonias, Phillip -dijo Tommy-. Una muestra de nuestra prodigalidad, una pequeña recompensa por haber enviado allende los mares a una colección de idiotas en el setenta y seis, que se dejaron deslumbrar por el esplendor del Nuevo Mundo.
– Pasaré por alto esta lamentable, pueril y errónea interpretación de un momento decididamente insignificante en la ilustre historia de nuestro gran imperio. ¿Qué nos traes?
– Cigarrillos. Americanos, menos la media docena que utilicé para sobornar a Fritz Número Uno…
– Observo que, curiosamente, su precio ha subido -farfulló Pryce-. ¡Ah, el tabaco americano! El mejor de Virginia, supongo. Excelente.
– Un poco de chocolate…
– Delicioso. De la célebre Hershey de Pensilvania…
– Y esto… -Tommy Hart entregó al anciano el bote de té Earl Grey. Había tenido que comerciar con el piloto de un caza, un fumador empedernido que consumía dos cajetillas de cigarrillos al día, para conseguirlo, pero el precio le pareció barato apenas vio cómo el anciano sonreía. Pryce entonó de inmediato una canción.
– ¡Aleluya! ¡In excelsis gloria! Y nosotros condenados a utilizar una y otra vez ese falso té indio. ¡Hugh, Hugh, tesoros de las colonias! ¡Riquezas inimaginables! ¡Un té como Dios manda! ¡Una golosina para frenar el apetito, una auténtica y deliciosa taza de té seguida por un delicioso cigarrillo! ¡Estamos en deuda contigo, Thomas!
– Es gracias a los paquetes -repuso Tommy-. Los nuestros son mucho mejores que los vuestros.
– Por desgracia, es cierto. No es que los prisioneros no apreciemos los sacrificios que hacen nuestros atribulados compatriotas, pero…
– Los paquetes de los yanquis son mejores -interrumpió Hugh Renaday-. Los paquetes británicos son patéticos: asquerosas latas de arenque ahumado, falsa mermelada y algo que llaman café, pero que evidentemente no lo es. ¡Espantoso! Los paquetes canadienses no están mal, pero andan un poco escasos de los productos que le gustan a Phillip.
– Demasiada carne enlatada. Poco té -dijo Pryce con fingida tristeza-. La carne enlatada tiene toda la pinta de ser de los cuartos traseros del viejo caballo de Hugh.
– Probablemente.
Los hombres rieron de nuevo, y Hugh Renaday entró en el barracón con el chocolate y el bote de té para preparar tazas para los tres hombres. En el ínterin, Pryce encendió un cigarrillo, se recostó y, cerrando los ojos, exhaló el humo por la nariz.
– ¿Cómo te sientes, Phillip? -preguntó Tommy.
– Mal, como siempre, querido amigo -contestó Pryce sin abrir los ojos-. La constancia de mi estado físico me procura cierta satisfacción. Siempre me siento igual de jodido.
Pryce abrió los ojos y se inclinó hacia delante.
– Pero al menos esto funciona a la perfección -dijo tocándose la frente-. ¿Has preparado una defensa para tu carpintero acusado del crimen?
Tommy asintió con la cabeza.
– Desde luego -respondió.
El anciano volvió a sonreír.
– ¿Se te han ocurrido algunas ideas novedosas?
– Solicitar un cambio de jurisdicción, eso para empezar. Luego me propongo presentar a irnos meticulosos expertos en madera o científicos para que arremetan contra el hombre de Hugh, el presunto experto forense en madera. Sospecho que ni siquiera existe tal cosa, pero trataré de hallar a un tipo de Harvard o de Yale que lo confirme. Porque nuestro mayor obstáculo es el testimonio sobre la escalera. Puedo explicar lo de los billetes y todo lo demás, pero el hombre que asegura que la escalera sólo pudo ser construida con la madera del garaje de Hauptmann… Además, buena parte del caso se apoya en ese testimonio.
Pryce movió la cabeza arriba y abajo con lentitud.
– Continúa. Lo que dices no deja de ser cierto.
– Verás, la escalera de madera es lo que me obliga a llamar a declarar a Hauptmann para que se defienda. Y cuando suba al estrado, frente a todas las cámaras y periodistas, en medio de aquel circo…
– Deplorable, desde luego…
– Y hable con un acento… que hará que todo el mundo le odie. Desde el momento en que abra la boca. Creo que lo odiaban cuando lo acusaron de los cargos. Pero cuando saque a relucir ese acento extranjero…
– El caso se basa en gran medida en el odio que suscita ese hombre. ¿No es así?
– Sí. Un inmigrante. Un hombre rígido, tosco, que en seguida se granjea las antipatías del público. En cuanto lo subamos al estrado será como desafiar al jurado a que lo condenen.
– Una rata solitaria, un cliente difícil.
– Sí. Pero debo hallar la forma de transformar puntos flacos en puntos fuertes.
– Cosa nada fácil.
– Pero imprescindible.
– Eres muy astuto. ¿Y qué me dices de la extraña identificación del afamado aviador, cuando afirma que reconoció la voz de Hauptmann como la voz que oyó en el oscuro cementerio?
– Bueno, su testimonio es absurdo, Phillip. ¡Que un hombre sea capaz de reconocer la media docena de palabras de otro, años más tarde! Creo que yo le habría preparado una sorpresa al coronel Lindbergh al interrogarlo…
– ¿Una sorpresa? Explícate.
– Habría colocado a tres o cuatro hombres con marcado acento extranjero en distintos lugares de la sala. Entonces habría hecho que se levantaran uno tras otro, rápidamente, para decir: «¡Deje el dinero y márchese!», tal como afirma el coronel que hizo Hauptmann. La acusación protestará, por supuesto, y el juez lo considerará una ofensa…
Pryce sonrió.
– Ah, un poco de teatro, ¿no? Jugar un poco con esa multitud de horripilantes periodistas para poner de relieve una mentira. Lo veo con toda claridad. La sala atestada de gente, todos los ojos sobre Thomas Hart, como hipnotizados cuando éste presenta a los tres hombres y luego se vuelve hacia el famoso aviador y pregunta, «¿Está seguro de que no era él? ¿Ni él? ¿Ni él?», y el juez golpeando con el martillo y los periodistas precipitándose hacia los teléfonos. Crear un pequeño circo para contrarrestar el circo organizado contra ti, ¿no es eso?
– Precisamente.
– Ah, Thomas, serás un magnífico abogado. En el peor de los casos, el ayudante del diablo, si morimos aquí y nos vamos al infierno. Pero recuerda que conviene ser prudente. Para mucha gente entre el público, el jurado y el mismo juez, Lindbergh era un santo. Un héroe. Un perfecto caballero. Es preciso ser prudente al demostrar que un hombre aureolado por el resplandor de perfección que le ha otorgado la opinión pública es un mentiroso. ¡Tenlo presente! Hablando de perfección, aquí viene Hugh con el té.
El anciano tomó la taza humeante y aspiró con arrobo.
– Ah -dijo-, ojalá tuviéramos un poco de…
Tommy sacó del bolsillo el bote de leche condensada al tiempo que terminaba la frase del anciano: «¿…un poco de leche fresca?»
– Thomas, hijo mío, llegarás lejos en esta vida -comentó Phillip Pryce con una carcajada.
Acto seguido vertió un generoso chorro en su taza de loza blanca y bebió un largo trago con manifiesto placer.
– Ahora que me he dejado sobornar por el yanqui -dijo mirando a Renaday sobre el borde de la taza-, espero que tú también te hayas preparado debidamente, Hugh.
Renaday se sirvió un poco de leche en su té y asintió con vehemencia.
– Por supuesto, Phillip. Aunque me hallo en situación de clara desventaja debido a este descarado soborno por parte de nuestro amigo estadounidense, estoy perfectamente preparado. Las pruebas que poseo son abrumadoras. El dinero del rescate, esos billetes hallados en casa de Hauptmann. La escalera, que puedo demostrar que fue construida con madera de su propio garaje. La falta de una coartada creíble…
– Y de una confesión -interrumpió Tommy Hart bruscamente-. Incluso después de que fuera sometido a un largo y durísimo interrogatorio.
– Esa ausencia de confesión -terció Pryce-, es francamente preocupante, ¿no es cierto, Hugh? Asombra que no fueran capaces de obtenerla. Cabe pensar que el hombre acabaría desmoronándose ante los esfuerzos de la policía estatal. También cabe pensar que los remordimientos le atormentarían por haber matado a una criatura inocente. Imaginamos que esas presiones, externas e internas, serían prácticamente insuperables, sobre todo para un hombre tosco, de escasa educación, y que, al cabo de un tiempo se produciría por fin esta confesión, la cual respondería a los muchos y persistentes interrogantes. Pero en vez de ello, este estúpido obrero insiste en su inocencia…
El canadiense asintió con la cabeza.
– Me sorprende que no le hicieran confesar. Yo lo habría hecho, aunque no sin recurrir a lo que vosotros, los que habéis nacido más abajo de la latitud cuarenta y ocho, llamáis tercer grado. Ahora bien, reconozco que una confesión sería oportuna, quizás incluso importante, pero… -Hugh Renaday se detuvo y sonrió a Tommy-. Pero no la necesito. No. El hombre ha entrado en la sala envuelto en un manto de culpabilidad. Cubierto de pies a cabeza de culpabilidad. Preñado de culpabilidad… -Renaday sacó la barriga y se dio una sonora palmada. Los tres hombres se rieron de aquella imagen-. Yo apenas tengo que hacer nada, salvo ayudar al verdugo a anudar la soga.
– En realidad, Hugh -dijo Tommy con suavidad-, en Nueva Jersey utilizaban la silla eléctrica.
– Bueno -replicó el canadiense mientras partía un trocito de chocolate y se lo metía en la boca antes de pasarle la tableta a Pryce-, pues más vale que la vayan preparando.
– No creo que les sea fácil hallar voluntarios para esa tarea, Hugh -dijo Pryce-. Incluso en tiempo de guerra.
La carcajada del teniente coronel desembocó en un feroz ataque de tos, que remitió cuando el anciano bebió un largo trago de té, volviendo a dibujar una amplia sonrisa en su arrugado rostro.
El debate había ido como una seda, pensó Tommy, mientras él y Fritz Número Uno regresaban al recinto sur. Tommy se había impuesto en algunos puntos, había concedido otros, había defendido con pasión cada aspecto procesal, perdiendo en la mayoría de los casos, pero no sin plantar batalla. En general, se sentía satisfecho. Phillip Pryce había decidido abstenerse de emitir un fallo y permitir que la semana siguiente prosiguiera el debate, provocando en Hugh Renaday un teatral gesto de indignación y ásperas protestas acerca de que el escandaloso soborno de Tommy había nublado la visión, por lo común perspicaz, de su amigo. Fue una queja que ninguno de los tres se tomó muy en serio.
Después de caminar juntos durante breves momentos, Tommy observó que el hurón estaba muy callado. A Fritz Número Uno le gustaba utilizar sus dotes de políglota, afirmando a veces en privado que después de la guerra podría emplearlas con fines nobles y lucrativos. Por supuesto, era difícil adivinar si Fritz Número Uno se refería a después de que ganaran los alemanes o bien a después de que lo hicieran los Aliados. Siempre era difícil, pensó Tommy, adivinar el grado de fanatismo de la mayoría de alemanes. El hombre de la Gestapo que visitaba de vez en cuando el campo -por lo general, tras un intento de fuga fallido- exhibía sus opiniones políticas abiertamente. En cambio, un hurón como Fritz Número Uno, o el comandante, se mostraba más hermético al respecto.
Tommy se volvió hacia el alemán. Fritz Número Uno era alto, como él mismo, y delgado como un kriegie. La diferencia principal entre ellos era que la piel del alemán tenía aspecto saludable, muy distinto del cutis cetrino y apagado que todos los prisioneros adquirían al cabo de unas pocas semanas en el Stalag Luft 13.
– ¿Qué pasa, Fritz? ¿Le ha comido la lengua el gato?
El hurón alzó la vista, perplejo.
– ¿Gato? ¿Qué quiere decir?
– Quiero decir que ¿por qué está tan callado?
Fritz Número Uno asintió con la cabeza.
– El gato se come tu lengua. Muy ingenioso, lo recordaré.
– ¿Y bien? ¿Qué le preocupa?
El hurón arrugó el ceño y se encogió de hombros.
– Los rusos -repuso en voz baja-. Hoy se ha empezado a despejar una zona para instalar otro campo para más prisioneros aliados. Nosotros cogemos a los rusos y los usamos para trabajar. Viven en unas tiendas de campaña a menos de dos kilómetros, al otro lado del bosque.
– Muy bien ¿y con eso qué?
Fritz Número Uno bajó la voz, volviendo la cabeza con rapidez para cerciorarse de que nadie podía oír lo que decía.
– Los obligamos a trabajar hasta morir, teniente. No hay paquetes de la Cruz Roja con carne enlatada y cigarrillos para ellos. Sólo trabajo, y muy duro. Mueren a docenas, a centenares. Me preocupa la represalia del ejército rojo si se enteran de cómo tratamos a esos prisioneros.
– Le preocupa que cuando aparezcan los rusos…
– No se mostrarán caritativos.
«Lo tenéis bien empleado» pensó Tommy al tiempo que asentía.
Pero antes de que pudiera responder, el otro extendió la mano para detenerlo. Se hallaban a unos treinta metros de la puerta del recinto sur. Tommy comprendió en el acto. Una larga y sinuosa columna de hombres que desde la izquierda marchaba hacia ellos se disponía a pasar frente a la entrada del campo de prisioneros de Estados Unidos. Los observó con una mezcla de curiosidad y desesperación. Pensó que eran hombres, con sus vidas, sus hogares, sus familias y sus esperanzas. Pero eran hombres muertos.
Los soldados alemanes que vigilaban la columna vestían el uniforme de combate. Encañonaban a toda la línea de hombres que avanzaban arrastrando los pies. De vez en cuando uno gritaba «Schnell! Schnell!», exhortándolos a apresurarse, pero los rusos caminaban a su propio ritmo, lento y laborioso. Estaban extenuados. Tommy observó signos de enfermedad y dolor detrás de sus espesas barbas, en sus ojos hundidos y atormentados. Caminaban cabizbajos, como si cada paso que daban les produjera un inmenso sufrimiento. De vez en cuando veía a un par de prisioneros que observaba a los guardias alemanes, murmurando en su propia lengua, y advirtió que la ira y la rebeldía, se mezclaban con la resignación. Se trataba de un conflicto: hombres cubiertos con los harapos de una existencia dura y llena de privaciones, pero que no se sentían derrotados a pesar de su desesperada situación. Marchaban hacia el próximo minuto, que no era sino sesenta segundos más próximo a sus inevitables muertes.
Tommy sintió un nudo en la garganta.
Pero en aquel momento, se produjo algo insólito:
Dentro del recinto americano, más allá de la alambrada, Vincent Bedford había entrado a batear. Al igual que todos los jugadores, y el resto de los kriegies, había visto acercarse a los prisioneros, que marchaban penosamente. La mayoría de los americanos se habían quedado inmóviles, fascinados por aquellos esqueletos andantes.
Pero Bedford no. Tras lanzar un alarido, había dejado caer el bate al suelo; agitando los brazos y gritando con furia, Trader Vic había dado media vuelta y había echado a correr hacia el barracón más cercano, cerrando la recia puerta de madera con un sonoro portazo.
Durante unos instantes, Tommy se sintió confuso. No comprendía nada. Pero al cabo de unos segundos se le hizo la luz, cuando el de Misisipí salió del barracón casi con la misma velocidad con que había entrado, pero cargado de hogazas de pan moreno alemán. Gritó a sus compatriotas:
– Kriegsbrot! Kriegsbrot!
Luego, sin entretenerse en comprobar si su mensaje había quedado claro, Vincent Bedford echó a correr a toda velocidad hacia la puerta del campo. Tommy observó que los guardias alemanes le apuntaban.
Un Feldwebel, que llevaba una gorra de campaña, se separó del escuadrón que custodiaba la puerta, precipitándose hacia Bedford y agitando los brazos.
– Nein! Nein! Ist verboten! -gritó.
Al tiempo que corría hacia el aviador americano, intentaba inútilmente desenfundar su Mauser. Se plantó ante Bedford en el preciso instante en que Trader Vic alcanzó la puerta.
La columna de rusos aminoró aún más el paso, volviendo las cabezas hacia el vocerío. Pese a las insistentes órdenes de los guardias, «Schnell! Schnell!», apenas se movían.
El Feldwebel miró colérico a Bedford, como si, en aquel segundo, el americano y el alemán ya no fueran prisionero y guardia, sino enemigos encarnizados. Por fin el Feldwebel logró desenfundar su arma y, con la terrorífica rapidez de una serpiente, la apoyó en el pecho del sureño.
– Ist verboten!-repitió con severidad.
Tommy observó una expresión enloquecida en los ojos de Bedford.
– Verboten? -preguntó con voz aguda, esbozando una mueca de desprecio-. ¿Pues sabes qué te digo, chico? ¡Que te den por el saco!
Bedford se apartó rápidamente a un lado del alemán, haciendo caso omiso del arma. Con un movimiento airoso y fluido, extendió el brazo hacia atrás y arrojó una hogaza por encima de la alambrada de espino. El pan rodó en el aire, arqueándose como una bala trazadora hasta aterrizar justo en medio de los prisioneros rusos.
La columna pareció estallar. Sin romper la formación, todos se volvieron hacia el campo de los norteamericanos. Al instante alzaron los brazos con gesto implorante y sus voces roncas desgarraron la tarde de mayo.
– Brot! Brot! -no cesaban de repetir.
El Feldwebel alemán amartilló su pistola, dejando oír un clic que Tommy percibió a través de las súplicas de los rusos. Los otros guardias hicieron lo propio. Pero todos permanecieron inmóviles, sin dar ni un paso hacia Bedford o la columna de rusos.
Bedford se volvió hacia el Feldwebel y dijo:
– Tranquilos, chicos. Podéis matarlos mañana. Pero hoy, cuando menos, comerán. -Sonrió como un loco y lanzó otra hogaza por encima de la valla, seguida de una tercera. El Feldwebel miró fijamente a Bedford unos momentos, dudando de si matarlo o no hacerlo. Luego se encogió de hombros con un gesto exagerado y enfundó de nuevo su pistola.
Docenas de kriegies habían salido de los barracones, cargados con las duras hogazas de pan alemán. Los hombres se acercaron a la valla y al cabo de unos minutos una lluvia de pan cayó sobre los prisioneros rusos, quienes, sin abandonar la formación, se apresuraron a recoger hasta el último trozo. Tommy observó a Bedford cuando éste arrojó su última hogaza, tras lo cual el sureño retrocedió, con los brazos cruzados, sonriendo satisfecho.
Los alemanes permitieron que la escena continuara.
Al cabo de unos momentos, Tommy reparó en una hogaza que no había logrado salvar la distancia. En béisbol se utiliza el término «brazo corto» para describir un lanzamiento que no alcanza su objetivo. La hogaza cayó en el suelo a una docena de pasos de la columna. En aquel preciso momento, Tommy observó que un ruso de complexión menuda, semejante a un conejo, que se hallaba situado en el borde de la fila de hombres, había reparado en la hogaza. El hombre parecía dudar en rescatar el precioso trozo de pan. En aquel segundo, Tommy imaginó los pensamientos que debían de pasar por la mente del hombre, calculando sus probabilidades. El pan era vida. Abandonar la formación podía significar la muerte. Un riesgo, pero un premio importante. Tommy quería gritarle al hombre: «¡No! ¡No merece la pena!», pero no recordaba la palabra rusa, «Niet!»
Y en aquel instante de vacilación, el soldado se separó, avanzó y se agachó, extendiendo los brazos para tomar la hogaza.
No lo consiguió.
Una ráfaga de ametralladora desgarró el aire, fragmentando los gritos de los prisioneros. El soldado ruso cayó de bruces, a pocos pasos del trozo de pan. Su cuerpo se sacudió con los estertores de la muerte, mientras la sangre se extendía por la tierra que le rodeaba. Quedó inmóvil.
La columna se estremeció. Sin embargo, en lugar de proferir gritos de indignación, los rusos enmudecieron al instante. En aquel silencio había odio y rabia.
El guardia alemán que había disparado se dirigió con parsimonia hacia el cadáver y lo empujó con la bota. Accionó el cerrojo de su arma, haciendo saltar el cartucho utilizado, y sustituyéndolo con otro. Luego hizo una brusca seña a dos hombres de la columna, los cuales avanzaron, salvaron la corta distancia y se agacharon para recoger el cadáver. Se santiguaron, pero uno de ellos, con los ojos fijos en el guardia alemán, alargó la mano y tomó la peligrosa hogaza. En el rostro del soldado ruso se dibujó una mueca de furia, como un animal acorralado que se revuelve, un glotón o un tejón, dispuesto a defender con uñas y dientes lo que guarda en su magro arsenal. A continuación los prisioneros cogieron el cadáver, transportando a hombros el macabro botín. Tommy Hart temió que los alemanes abrieran fuego contra toda la columna y se apresuró a mirar a su alrededor en busca de un lugar donde refugiarse.
– Raus!-ordenó el alemán. Estaba intranquilo. Los hombres, con torpeza y a su pesar, volvieron a formar, y reanudaron la marcha.
Pero del centro de la columna brotó una voz anónima que entonó una pausada y triste canción. Las palabras, graves y resonantes, flotaron en el aire, elevándose sobre el sonido amortiguado de las pisadas. Ninguno de los guardias alemanes hizo un gesto inmediato para detener la canción. Aunque las palabras eran incomprensibles para Tommy, la letra tenía un significado claro y nítido. Al cabo de unos momentos, la canción se desvaneció junto con la columna, a través de la lejana hilera de abetos.
– Eh, Fritz -murmuró Tommy, aunque ya conocía la respuesta-. ¿Qué estaba cantando?
– Era una canción de gratitud -se apresuró a responder Fritz Número Uno-. Y libertad.
El hurón meneó la cabeza.
– Seguramente será su última canción -dijo el hurón-. Ese hombre no saldrá vivo del bosque.
Luego señaló la puerta de la alambrada, junto a la que seguía de pie Vincent Bedford. El de Misisipí observó también a los rusos hasta que se perdieron de vista. Luego la sonrisa se borró de su rostro y Bedford saludó discretamente tocándose la visera de su gorra.
– No creí -murmuró Fritz Número Uno mientras indicaba al guardia que custodiaba la alambrada que la abriera- que nuestro amigo Trader Vic fuera un hombre tan valiente. Fue una estupidez arriesgar la vida por un ruso al que tarde o temprano matarán, pero hubo valor en ello.
Tommy asintió. Él pensaba lo mismo. Pero lo que más le sorprendió fue comprobar que Fritz Número Uno conocía el apodo que sus compañeros de campo habían dado a Vincent Bedford.
Cuando la puerta de acceso a los barracones se cerró tras él, Tommy divisó a Lincoln Scott. El aviador negro se hallaba a cierta distancia, junto al límite del campo, observando el lugar por el que los rusos habían penetrado en la frondosa y sombría línea de árboles. Como de costumbre, estaba solo.
Poco antes de que los alemanes apagaran la luz por la noche, Tommy se acostó en su litera en el barracón 101. Apoyó un texto de procedimiento penal sobre sus rodillas, pero no logró concentrarse en aquella árida prosa. La sinopsis del caso resultaba aburrida y falta de imaginación. Tommy se distrajo entonces rememorando la sala de Flemington y el juicio que allí se había celebrado. Recordó las palabras de Phillip Pryce, que el odio constituía el trasfondo del caso que se juzgaba, y pensó que debía de existir una forma de neutralizar aquella furia. Pensó que el mejor abogado halla la forma de aprovechar las fuerzas dirigidas contra su cliente.
Se volvió bajo la manta para tomar uno de los cabos de lápiz que guardaba junto a la cama. En un trozo de papel de embalar escribió algo y, acto seguido, volvió a examinar el caso del carpintero. Sonrió pensando que éste era un pequeño acto de desesperación legal, porque los hechos en los que Hugh Renaday se apoyaba con obstinación se alineaban ante él como una falange de hoplitas. No obstante, reconocía que Phillip era un hombre sutil y que un argumento interesante serviría para alejarlo de las pruebas. Sería un golpe maestro, pensó, preguntándose qué fama reportaría al abogado de Bruno Richard Hauptmann el hecho de haber conseguido liberarlo. Incluso en esta recreación imaginaria del caso.
Consultó su reloj. Los alemanes se mostraban inconstantes en cuanto a la hora en que apagaban las luces. Para una gente tan estricta, resultaba insólito, casi inexplicable. Tommy supuso que aún disponía de más de treinta minutos de luz.
Se quitó el reloj, lo giró y leyó la inscripción mientras deslizaba el dedo por ella. Cerró los ojos y comprobó que de ese modo podía eliminar los sonidos y los olores del campo de internamiento, y tras respirar hondo volvió a Vermont. Era propenso a fantasear sobre ciertos momentos muy especiales: la primera vez que se había besado con Lydia, la primera vez que había sentido la suave curva de sus pechos, el momento en que había comprendido que la amaría al margen de lo que le ocurriera en la guerra. Pero Tommy se afanó en desterrar esos recuerdos, pues prefería soñar despierto con hechos corrientes, por ejemplo, las costumbres de su infancia y juventud. Recordaba haber capturado una reluciente trucha irisada que había picado su mosca seca en un pequeño recodo del río Mettawee, donde el curso de las aguas había creado una charca llena de peces de gran tamaño, y cuya existencia, al parecer, sólo él conocía. También recordó el día de principios de septiembre en que había ayudado a su madre a preparar su equipaje para la academia, doblando cada camisa dos o tres veces antes de depositarla con delicadeza en la enorme maleta de cuero. Aquel día tan señalado Tommy no comprendió por qué su madre no cesaba de enjugarse las lágrimas.
Mantuvo los ojos cerrados. «Los días corrientes son muy especiales -pensó-. Los días especiales son espectaculares, acontecimientos dignos de retener en la memoria.»
Tommy dejó escapar un prolongado suspiro. «En sitios como éste -se dijo- es donde comprendes la vida.»
Sacudió la cabeza ligeramente y volvió al libro de texto, procurando concentrarse en él como un vaquero que azuza al ganado, pero con una fusta mental e interjecciones imaginarias.
Tommy se hallaba tumbado en su litera, concentrándose en el caso de una disputa entre una compañía papelera y sus empleados, ocurrido unos doce años atrás. De pronto, oyó los primeros gritos airados procedentes de otro dormitorio del barracón 101.
Se incorporó con rapidez. Se volvió hacia el lugar del que procedía el ruido, como un perro que percibe una extraña ráfaga de aire. Oyó otro grito, y un tercero, y el estrépito de muebles al ser arrojados contra los delgados tabiques.
Se levantó de la cama, al igual que lo hacían otros hombres en su dormitorio. Entonces oyó una voz que decía: «¿Qué demonios ocurre?» Pero antes de que hubieran terminado de formular la pregunta, Tommy ya iba hacia el pasillo central que recorría el barracón 101, en dirección al ruido de la pelea que se estaba produciendo. Apenas tuvo tiempo de pensar en lo infrecuente del caso, ya que en todos los meses que llevaba en el Stalag Luft 13, Tommy no había oído de dos hombres que hubieran llegado a las manos. Ni por las pérdidas en una partida de póquer, ni por haber entrado con excesiva dureza en la segunda base. Ni una sola disputa en el campo de baloncesto de tierra prensada, ni sobre una interpretación teatral de. El mercader de Venecia.
Los kriegies no peleaban. Negociaban, discutían. Asumían las pequeñas derrotas del campo con total naturalidad, no porque hieran soldados habituados a la disciplina militar, sino porque daban por sentado que todos se hallaban en el mismo barco. Los hombres que no se llevaban bien con algún compañero encontraban la forma de resolver sus diferencias, o bien evitaban toparse con él. Si los hombres llevaban dentro una rabia contenida, era una rabia contra la alambrada, contra los alemanes y la mala suerte que los había llevado allí, aunque la mayoría comprendía que en cierto modo era lo mejor que les podía haber pasado.
Tommy se apresuró hacia el lugar del que procedían las voces, percibiendo una intensa furia y una rabia incontrolable. No alcanzaba a comprender el motivo de la pelea. A su espalda, el pasillo había empezado a llenarse de curiosos, pero consiguió avanzar deprisa y fue uno de los primeros en llegar al dormitorio donde estaba la litera de Trader Vic.
Lo que vio lo dejó estupefacto.
Habían conseguido volcar una litera, que había quedado apoyada en otra. En un rincón había una taquilla tallada en madera tumbada en el suelo, rodeada de cartones de cigarrillos y latas de comida. También había prendas de vestir y libros diseminados por el suelo.
Lincoln Scott estaba de pie, con la espalda apoyada en una pared, solo. Respiraba trabajosamente y tenía los puños crispados.
Sus compañeros de cuarto estaban conteniendo a Vincent Bedford.
Al de Misisipí le brotaba un hilo de sangre de la nariz. Luchaba contra cuatro hombres, que le sujetaban por los brazos. Bedford tenía el rostro acalorado, la mirada enfurecida.
– ¡Eres hombre muerto, negro! -gritó-. ¿Me has oído, chico? ¡Muerto!
Lincoln Scott no dijo nada, pero no apartaba la vista de Bedford.
– ¡No pararé hasta verte muerto, chico! -vociferó Bedford.
Tommy sintió de pronto que alguien le empujaba a un lado y, al volverse, oyó exclamar a otro de los kriegies:
– ¡Atención!
En aquel preciso momento, vio la inconfundible figura del coronel MacNamara, acompañado por el comandante David Clark, su ayudante y segundo en el mando. Mientras todos se cuadraban, los dos hombres se dirigieron hacia el centro de la estancia, echando un rápido vistazo a los desperfectos provocados por la pelea. MacNamara enrojeció de ira, pero no alzó la voz. Se volvió hacia un teniente que Tommy conocía vagamente y era uno de los compañeros de cuarto de Trader Vic.
– ¿Qué ha ocurrido aquí, teniente?
El hombre avanzó un paso.
– Una pelea, señor.
– ¿Una pelea? Continúe, por favor.
– El capitán Bedford y el teniente Scott, señor. Una disputa sobre unos objetos que el capitán Bedford afirma que han desaparecido de su taquilla.
– Ya. Continúe.
– Han llegado a las manos.
MacNamara asintió. Su rostro traslucía aún una ira contenida.
– Gracias, teniente. Bedford, ¿tiene algo que decir al respecto?
Trader Vic, cuadrado ante su superior, avanzó con precisión pese a su aspecto desaliñado.
– Faltan unos objetos de importancia personal para mí, señor. Han sido robados.
– ¿Qué objetos?
– Una radio, señor. Un cartón de cigarrillos. Tres tabletas de chocolate.
– ¿Está seguro de que faltan?
– ¡Sí, señor! Mantengo un inventario de todas mis pertenencias, señor.
MacNamara asintió con la cabeza.
– Lo creo -dijo secamente-. ¿Y supone que el teniente Scott cometió el robo?
– Sí, señor.
– ¿Y le ha acusado de ello?
– Sí, señor.
– ¿Le vio usted tomar esos objetos?
– No, señor -Bedford había dudado unos segundos-. Regresé al dormitorio en el barracón. Él era el único kriegie que se encontraba aquí. Al hacer el habitual recuento de mis pertenencias…
MacNamara alzó la mano para interrumpirle.
– Teniente -dijo volviéndose hacia Scott-, ¿ha cogido usted algún objeto de la taquilla de Bedford?
La voz de Scott era ronca, áspera, y Tommy pensó que trataba de reprimir toda emoción. Mantuvo los ojos al frente y los hombros rígidos.
– No, señor.
MacNamara lo miró con los ojos entornados.
– ¿No?
– No, señor.
– ¿Asegura que no ha tomado nada que pertenezca al capitán Bedford?
Cuando el coronel le formuló la misma pregunta por tercera vez, Lincoln Scott se volvió ligeramente para mirar a MacNamara a los ojos.
– Así es, señor.
– ¿Cree que el capitán Bedford se equivoca al acusarlo?
Scott dudó unos instantes, sopesando la respuesta.
– No puedo precisar nada acerca del capitán Bedford, señor. Me limito a decir que no he tomado ningún objeto que le pertenezca.
La respuesta disgustó a MacNamara.
– A usted, Scott -dijo apuntando con un dedo al pecho del aviador-, le veré mañana por la mañana después del Appell en mi habitación. Bedford, a usted lo veré… -El comandante vaciló durante un segundo. Luego añadió con tono enérgico-: No, Bedford, primero le veré a usted. Después de pasar revista por la mañana. Usted espere fuera, Scott, y cuando yo haya terminado con él, nos veremos. Entre tanto, quiero que limpien este lugar. Dentro de cinco minutos debe estar todo en orden. En cuanto a esta noche, no quiero ni un solo conflicto más. ¿Lo han entendido todos?
Tanto Scott como Bedford asintieron lentamente con la cabeza y respondieron al unísono:
– Sí, señor.
MacNamara se dispuso a salir, pero cambió de parecer. Se volvió con brusquedad hacia el teniente a quien había interrogado primero.
– Teniente -dijo de sopetón, haciendo que el oficial se cuadrara-. Quiero que tome una manta y lo que necesite esta noche. Ocupará la litera del comandante Clark. -MacNamara se volvió hacia su segundo en el mando-. Clark, creo que esta noche sería conveniente…
Pero el comandante le interrumpió.
– Desde luego, señor -dijo efectuando el saludo militar-. No hay ningún problema. Iré a por mi manta. -El segundo en el mando se volvió hacia el joven teniente-. Sígame -le ordenó. Luego se volvió hacia Tommy y los otros kriegies que se habían reunido en el pasillo-. ¡El espectáculo ha terminado! -dijo en voz alta-. ¡Regresen a sus literas ahora mismo!
Los kriegies, entre ellos Tommy Hart, se apresuraron a obedecer, dispersándose y echando a correr por el pasillo como cucarachas al encenderse una luz. Durante unos minutos Tommy oyó, desde la posición que ocupaba, unos pasos sobre las tablas del suelo del pasillo central. Luego un silencio sofocante, seguido por la repentina llegada de la oscuridad cuando los alemanes cortaron la electricidad. Todos los barracones quedaron sumidos en la oscuridad de la noche y se derramó una oscura calma sobre el reducido y compacto mundo del Stalag Luft 13. La única luz que se veía era el errático movimiento de un reflector al pasar sobre la alambrada y los tejados de los barracones. El único ruido que se oía era el distante estrépito habitual de un bombardeo nocturno sobre las fábricas en una ciudad cercana, recordando a los hombres, mientras trataban de conciliar el sueño que probablemente les sumergiría en alguna pesadilla, que en otros lugares ocurrían muchas cosas de gran importancia.
A la mañana siguiente, el campo era un hervidero de rumores. Algunos decían que los dos hombres iban a ser enviados a la celda de castigo, otros apuntaban que iban a convocar a un tribunal de oficiales para juzgar la disputa sobre el presunto robo. Un hombre aseguró saber de buena tinta que Lincoln Scott iba a ser trasladado a una habitación donde estaría solo, otro afirmó que Bedford contaba con el apoyo de todo el contingente sureño de kriegies, y que al margen de lo que hiciera el coronel MacNamara, Lincoln Scott tenía los días contados.
Como solía ocurrir en estos casos, ninguno de los rumores más peregrinos era cierto.
El coronel MacNamara se reunió en privado con cada uno de los implicados. Informó a Scott que lo trasladaría a otro barracón cuando quedara uno disponible, pero que él, MacNamara, no estaba dispuesto a ordenar a un hombre que se mudara de cuarto para acomodar al aviador negro. A Bedford le dijo que sin pruebas fidedignas, respaldadas por testigos que afirmaran que le habían robado, sus acusaciones carecían de fundamento. Le ordenó que dejara de meterse con Scott hasta que éste pudiera trasladarse a otro cuarto. MacNamara ordenó a ambos que procuraran no enfrentarse hasta que pudiera efectuarse dicho traslado. Les recordó que eran oficiales de un ejército en guerra y estaban sujetos a la disciplina militar. Les dijo que esperaba que ambos se comportaran como caballeros y que no quería volver a oír una palabra sobre el asunto. El último comentario contenía todo el peso de su ira; quedó claro, según comprendieron todos los kriegies al enterarse de ello, que por más que los dos hombres se odiaran mutuamente, el hecho de encabezar la lista de agravios del coronel MacNamara era algo enormemente serio.
Durante los días que siguieron reinó en el campo una tensión que parecía tocarse.
Trader Vic reanudó sus tratos y negocios, y Lincoln Scott regresó a sus lecturas y sus paseos solitarios. Tommy Hart sospechaba que la procesión iba por dentro. Todo esto le parecía muy curioso, incluso le intrigaba. La vida en un campo de prisioneros tenía una evidente fragilidad; cualquier grieta en la fachada de urbanidad creada con tanto esmero suponía un peligro para todos. La espantosa monotonía de la prisión, los nervios de haber visto de cerca la muerte, el temor de haber sido olvidados acechaba tras cada minuto de vigilia. Luchaban constantemente contra el aislamiento y la desesperación, porque todos sabían que podían volverse enemigos de sí mismos, peores aun que los propios alemanes.
La tarde era espléndida. El sol se derramaba sobre los apagados y monótonos colores del campo y arrancaba reflejos a la alambrada de espino. Tommy, con un texto legal bajo el brazo, acababa de salir de uno de los Aborts, e iba en busca de un lugar cálido donde sentarse. En el campo de deporte se desarrollaba un agitado partido de béisbol, entre los estentóreos abucheos y silbidos de rigor. Más allá del recinto deportivo, Tommy vio a Lincoln Scott caminando por el perímetro del campo.
El negro se encontraba a unos treinta metros detrás del fildeador derecho, cabizbajo, avanzando con paso ágil, pero con aspecto atormentado. Tommy pensó que aquel hombre empezaba a parecerse a los rusos que habían marchado junto al campo y habían desaparecido en el bosque.
Dudó unos instantes, pero decidió hacer otro intento de conversar con el aviador negro. Suponía que desde la pelea en el barracón nadie le había dirigido la palabra. Dudaba de que Scott, por fuerte que creyera ser, resistiera ese aislamiento sin perder la razón.
Así pues, atravesó el recinto, sin saber lo que iba a decir, pero pensando que era necesario decir algo. Al acercarse, observó que el fildeador derecho, que se había vuelto para echar una ojeada al aviador, era Vincent Bedford.
Mientras se dirigía hacia allí Tommy oyó un golpe a lo lejos, seguido por un instantáneo torrente de gritos y abucheos. Al volverse vio la blanca silueta de la pelota al describir una airosa parábola sobre el cielo azul de Baviera.
En aquel preciso momento, Vincent Bedford se volvió y retrocedió media docena de pasos a la carrera. Pero el arco de la pelota fue demasiado rápido, incluso para un experto como Bedford. La pelota aterrizó con un golpe seco en el suelo, levantando una densa nube de polvo y se deslizó rodando más allá del límite establecido, deteniéndose junto a la alambrada.
Bedford se paró en seco, al igual que Tommy.
A sus espaldas, el bateador que había lanzado la pelota corría de una base a otra, gritando eufórico, mientras sus compañeros de equipo le aplaudían y los otros jugadores abucheaban a Bedford, situado en el otro extremo del campo.
Tommy Hart observó que Bedford sonreía.
– ¡Eh, negro! -gritó el sureño.
Lincoln Scott se detuvo. Levantó la cabeza despacio, volviéndose hacia Vincent Bedford. Entornó los ojos, pero no respondió.
– Eh, necesito que me ayudes, chico -dijo Bedford señalando la pelota.
Lincoln Scott se volvió.
– ¡Vamos, chico, ve a buscarla! -gritó Bedford.
Scott asintió con la cabeza y avanzó un paso hacia el límite del campo.
En aquel segundo, Tommy comprendió lo que iba a suceder. El aviador negro iba a cruzar el límite para rescatar la pelota de béisbol sin haberse puesto la blusa blanca con la cruz roja que los alemanes les proporcionaban para tal fin. Scott no parecía haberse percatado de que los guardias situados en la torre más próxima le estaban apuntando con sus armas.
– ¡Deténgase! -gritó Tommy-. ¡No se mueva!
El pie del aviador negro vaciló en el aire, suspendido sobre la alambrada que marcaba el límite. Scott se volvió hacia el frenético ruido.
Tommy echó a correr agitando los brazos.
– ¡No! ¡No lo haga! -gritó.
Al pasar junto a Bedford aminoró el paso.
– Eres un maldito y estúpido yanqui, Hart… -oyó murmurar entre dientes a Trader Vic.
Scott se quedó inmóvil, esperando que Tommy se acercara a él.
– ¿Qué pasa? -preguntó el negro secamente, aunque su voz denotaba cierta ansiedad.
– Tiene que ponerse la camisa para atravesar el perímetro si no quiere que le acribillen -le explicó Tommy, resollando. Al volverse para señalar el campo de béisbol, ambos vieron a uno de los kriegies que había estado jugando apresurarse a través del campo portando la camisa de marras agitada por el viento-. Si no muestra la cruz roja, los alemanes pueden disparar contra usted sin previo aviso, es la norma. ¿No se lo había dicho nadie?
Scott meneó la cabeza.
– No -respondió con lentitud, mirando a Bedford-. Nadie me lo dijo.
– Tiene que ponerse esto, teniente, a menos que quiera suicidarse -le dijo el hombre que le tendía la prenda.
Lincoln Scott siguió contemplando a Vincent Bedford, que se hallaba a unos metros. Bedford se quitó el guante de béisbol y empezó a restregarlo despacio y con deliberación.
– ¿Vas a buscar esa pelota, sí o no? -le volvió a preguntar Trader Vic-. Los jugadores están perdiendo el tiempo.
– ¿Qué diablos te propones, Bedford? -le replicó Tommy volviéndose hacia el sureño-. ¡Los guardias le habrían disparado antes de que avanzara un metro!
El sureño se encogió de hombros, sin responder, sonriendo de gozo.
– Eso sería un asesinato, Vic -gritó Tommy-. ¡Y tú lo sabes!
– Pero ¿qué dices, Tommy? -contestó el sureño meneando la cabeza-. Sólo le pedí a ese chico que fuera a buscar la pelota, porque estaba más cerca. Naturalmente, supuse que esperaría a que le trajéramos la camisa. Cualquiera sabe, por tonto que sea, que tienes que ponerte esos colores si quieres traspasar el límite. ¿No es cierto?
Lincoln Scott se volvió despacio y alzó la vista hacia los guardias de la torre. Alargó la mano y sostuvo la camisa en alto, para que los guardias pudieran verlo.
A continuación la arrojó al suelo.
– ¡Eh! -protestó el kriegie-. ¡No haga eso!
De pronto, Lincoln Scott cruzó el límite del campo, mirando a los guardias de la torre. Estos retrocedieron, arrodillándose detrás de sus armas. Uno de ellos accionó el cerrojo situado en la parte lateral de la ametralladora, y el ruido metálico resonó en todo el campo. Mientras el otro guardia tomó la cinta de cartuchos, dispuesto a cargar el arma.
Sin quitar ojo a los guardias armados, Scott caminó la escasa distancia que le separaba de la alambrada. Se agachó y recogió la pelota, tras lo cual regresó hasta el límite. Cruzó la línea impasible, dirigió a los guardias una mirada despectiva, y luego se volvió hacia Vincent Bedford.
Éste no cesaba de sonreír, pero ya de una manera forzada. Volvió a enfundarse el guante en la mano izquierda y golpeó el cuero dos o tres veces.
– Gracias, chico -dijo-. Ahora lanza la pelota para que podamos continuar con el juego.
Scott miró a Bedford y después a la pelota. Alzó la vista con parsimonia y contempló el centro del campo de béisbol, donde se hallaban el catcher, un kriegie que hacía de árbitro y el siguiente bateador. Scott tomó la pelota con la mano derecha y, pasando frente a Tommy, lanzó la pelota con furia.
La pelota de Scott siguió una trayectoria recta, como un proyectil disparado por el cañón de un caza, a través del polvoriento campo. Botó una vez en la parte interior del campo antes de aterrizar sobre el guante del atónito catcher. Incluso Bedford se quedó boquiabierto por la velocidad que Scott había imprimido a la pelota.
– Tienes un brazo tremendo, chico -comentó Bedford con un tono que denotaba asombro.
– Así es -repuso Scott. Luego se volvió y, sin decir palabra, reanudó su solitario paseo por el perímetro del campo.