Visser indicó a Hugh que se sentara en una silla con respaldo situada junto a su escritorio del despacho administrativo. El alemán observó con atención al canadiense mientras se dirigía hacia la silla, calibrando la dificultad que tenía para poner un pie delante del otro. Hugh se dejó caer en la rígida silla, acalorado por el esfuerzo, con la frente y el torso empapados de sudor. Mantuvo la boca cerrada mientras el oficial alemán encendía sin prisas su cigarrillo y se repantigaba en el asiento, dejando que el humo gris dibujara espirales en torno a ellos.
– Qué descortés soy -dijo Visser suavemente-. Por favor, señor Renaday, tome uno si lo desea -añadió señalando con su única mano la pitillera que reposaba sobre la mesa entre los dos hombres.
– Gracias -respondió Hugh-, pero prefiero los míos. -Metió la mano en el bolsillo de la pechera y sacó un arrugado paquete de Players. El alemán guardó silencio mientras Hugh extraía con cuidado un cigarrillo y lo encendía. Tras dar una calada, se reclinó ligeramente en la silla. Visser sonrió.
– Celebro que nos comportemos como hombres civilizados -dijo-, pese a lo intempestivo de la hora.
Hugh no respondió.
– Así pues -continuó el alemán con tono sosegado, casi jovial-, espero que, como hombre civilizado que es, me explique qué hacía fuera de su barracón, señor Renaday. Arrastrándose por el límite del campo de revista. En una postura muy poco digna. ¿Qué motivo le llevó a hacerlo, teniente?
Hugh dio otra larga calada a su cigarrillo.
– Bien -contestó midiendo con cuidado sus palabras-, tal como le dije al guardia que me arrestó, salí para tomar un poco de este grato aire nocturno alemán.
Visser sonrió, como si apreciara la ironía. Sin embargo, no era el tipo de sonrisa que indicaba que la broma le había hecho gracia. Hugh experimentó entonces la primera punzada de temor.
– Ah, señor Renaday, como muchos de sus compatriotas, y los hombres junto a los que combaten, pretende tomarse a broma una situación que le aseguro que es muy peligrosa. Vuelvo a preguntárselo: ¿qué hacía fuera del barracón después de que se apagaran las luces?
– El motivo no le incumbe -respondió el otro con frialdad.
Visser no dejaba de sonreír, aunque parecía como si ese gesto le exigiera un mayor esfuerzo del que él consideraba necesario.
– Sin embargo, teniente, todo lo que ocurre en nuestro campo me incumbe. Usted lo sabe, pero sigue negándose a responder a mi sencilla pregunta.
Esta vez, Visser subrayó cada palabra de la pregunta con un golpecito de su dedo índice sobre la mesa.
– ¡Haga el favor de responder a mi pregunta sin más dilación, teniente! -estalló.
Hugh negó con la cabeza.
Visser titubeó, sin apartar la vista de Renaday.
– ¿Le parece ilógico que se lo pregunte? No creo que se dé cuenta de lo comprometida que es su situación, teniente.
Hugh guardó silencio.
La sonrisa del alemán se disipó. Su rostro presentaba un aspecto extraño, chato y colérico motivado por la crispación de su mandíbula, la dureza de su mirada y el descenso de las comisuras. Las cicatrices de sus mejillas parecían asimismo más pálidas. Meneó la cabeza adelante y atrás una vez; luego, lentamente, sin moverse de la silla, se llevó la mano a la cintura y, con terrorífica lentitud, desabrochó el estuche que llevaba y extrajo de él un voluminoso revólver de acero negro. Lo sostuvo en alto durante un momento, tras lo cual lo depositó en la mesa frente a Renaday.
– ¿Conoce usted esta arma, teniente?
Hugh negó con la cabeza.
– Es un revólver Mauser del calibre treinta y ocho. Es un arma muy potente, señor Renaday. Tan potente como los revólveres Smith and Wesson que llevan los policías de Estados Unidos. Es notablemente más potente que los revólveres Webbly-Vickers que portan los pilotos británicos al lanzarse en paracaídas. No es un arma de uso habitual entre los oficiales del Reich, teniente. Por lo general los hombres como yo portamos una Luger semiautomática. Se trata de un arma muy eficaz, pero requiere dos manos para amartillarla y dispararla, y yo, desgraciadamente, sólo tengo una. De modo que tengo que usar el Mauser, que es más pesado y engorroso. ¿Sabe usted, teniente, que un solo disparo de esta arma le vuela a uno buena parte de la cara, gran parte de la cabeza y la mayor parte de los sesos?
Hugh observó detenidamente el cañón negro. El revólver permaneció sobre la mesa, pero Visser lo giró de forma que apuntara al canadiense. Hugh asintió con la cabeza.
– Bien -dijo Visser-. Espero que eso le induzca a responder a mi pregunta. Se lo pregunto una vez más: ¿qué hacía fuera de su barracón?
– Turismo -repuso Hugh fríamente.
El alemán emitió una seca carcajada. Visser miró a Fritz Número Uno, que se hallaba en un rincón de la habitación, en las sombras.
– El señor Renaday se hace el idiota, cabo. Pero ya veremos quién ríe último. No parece comprender que tengo todo el derecho de matarlo de un tiro aquí mismo. O si prefiriera no ensuciar mi despacho, ordenaría que se lo llevaran de aquí y lo mataría fuera. Ha violado una clara norma del campo, y el castigo es la muerte. La vida de este señor pende de un hilo, cabo, y sin embargo pretende jugar con nosotros.
Fritz Número Uno no respondió, aparte de asentir con la cabeza y cuadrarse. Visser se volvió de nuevo hacia Hugh.
– Si envío a un pelotón a despertar a todo el contingente de prisioneros del barracón 101, ¿encontraría yo entre ellos a su amigo el señor Hart? ¿O al teniente Scott? ¿Su salida esta noche del barracón está relacionada con el juicio por asesinato?
Visser alzó la mano.
– No tiene que responder a eso, teniente -agregó-, porque ya conozco la respuesta. Sí, lo está. ¿Pero en qué sentido?
Hugh volvió a menear la cabeza.
– Me llamo Hugh Renaday. Soy teniente de aviación. Mi número de identificación es el 472 guión 6712. Profeso la religión protestante. Creo que es toda la información que estoy obligado a facilitar en esta u otra circunstancia, Herr Hauptmann.
Visser se reclinó en su silla, fulminándole con la mirada. Pero las palabras que pronunció lentamente en respuesta eran gélidas y traslucían una paciente y siniestra amenaza.
– He notado que al entrar cojeaba, teniente. ¿Se ha lastimado?
Hugh negó con la cabeza.
– No me pasa nada.
– ¿Entonces por qué le cuesta caminar?
– Es un viejo accidente de jockey que esta mañana se ha recrudecido.
Visser volvió a sonreír.
– Por favor, teniente, apoye el pie sobre la mesa, con la pierna recta.
Hugh no se movió.
– Levante la pierna, teniente. Este simple gesto retrasará el momento de que yo le mate de un tiro, y le dará unos segundos para recapacitar y comprender lo cerca que está de la muerte.
Hugh apartó un poco la silla y con un esfuerzo sobrehumano levantó la pierna derecha y apoyó el talón en el centro de la mesa. Lo incómodo de la postura le provocó una intensa punzada de dolor a través de la cadera, y durante unos momentos cerró los ojos tratando de soportarlo.
Tras unos segundos de vacilación, Visser aferró la rodilla de Hugh, clavando los dedos en la articulación, y la retorció brutalmente.
El canadiense estuvo a punto de caer de la silla. Una descarga de dolor le atravesó el cuerpo.
– Duele, ¿no? -preguntó Visser, sin dejar de retorcerle la rodilla.
Hugh no respondió. Cada músculo de su cuerpo estaba tenso, tratando de resistir el indecible dolor que estallaba dentro de él. Estaba a punto de perder la conciencia, pero se esforzó en conservar la calma.
Visser le soltó la pierna.
– Puedo ordenar que le hagan daño, antes de que le fusilen, teniente. Puedo hacer que el dolor sea tan intenso que espere ansioso la bala que ponga fin a su tormento. Se lo pregunto por última vez: ¿qué hacía fuera de su barracón?
Hugh cobró aliento profundamente, tratando de aplacar las oleadas de dolor que le recorrían.
– Responda, teniente, por favor. Tenga presente que su vida depende de ello -insistió Visser con firmeza.
Por segunda vez aquella noche, Hugh Renaday comprendió que la cuerda de su vida había llegado a su fin. Volvió a respirar hondo y contestó:
– Le estaba buscando a usted, Herr Hauptmann.
Visser lo miró un tanto sorprendido.
– ¿A mí? ¿Por qué quería verme a mí, teniente?
– Para escupirle en la cara -replicó Hugh.
Cuando terminó, escupió violentamente contra el alemán. Pero tenía la boca seca y no pudo lanzarle un escupitajo, sino que simplemente roció la mesa con unas gotas de saliva.
El Hauptmann se apartó un poco. Luego sacudió la cabeza y limpió la superficie del escritorio con la manga de su único brazo. Alzó el revolver, apuntando a Hugh a la cara. Mantuvo esta posición unos segundos, apuntando el arma hacia la frente. El alemán amartilló el revólver y luego oprimió el cañón contra la piel del canadiense. Un frío más intenso que el dolor que sentía le atravesó el cuerpo. Hugh cerró los ojos y trató de pensar en cualquier cosa excepto en lo que pasaba. Transcurrieron unos segundos. Casi un minuto. No se atrevía a abrir los ojos.
Entonces Visser volvió a sonreír y retiró el arma.
Hugh sintió desvanecerse la presión del cañón sobre su frente y, tras una pausa, abrió los ojos. Vio a Visser bajar el enorme Mauser, con un gesto exagerado, devolverlo a su estuche y cerrar éste.
Hugh respiraba trabajosamente. Tenía los ojos fijos en el revólver. Ansiaba experimentar una sensación de alivio, pero sólo sentía terror.
– ¿Cree que tiene suerte de seguir con vida, teniente?
Hugh asintió con la cabeza.
– Qué triste -repuso Visser con aspereza. Se volvió hacia Fritz Número Uno y dijo-: Cabo, llame a un Feldwebel y dígale que reúna a un pelotón. Quiero que se lleven al prisionero y lo fusilen de inmediato.
«Scott es inocente.»
«Scott es inocente.»
El eco del mensaje reverberaba a lo largo del túnel, a medida que pasaba de hombre a hombre. Nadie tuvo en cuenta, en el asfixiante, caluroso, sucio y peligroso mundo de la fuga, el hecho de que esas tres palabras arrastraran consigo docenas de interrogantes. Cada kriegie sólo sabía que el mensaje era tan importante como los dos o tres últimos golpes del pico, y cada kriegie sabía que contenía una especie de libertad, casi tan poderosa como la libertad hacia la que se arrastraban, de modo que fue transmitido con una ferocidad cuya intensidad rivalizaba con la de la batalla que Tommy había librado para conseguirla. Ninguno de los hombres sabía lo que había ocurrido al término del túnel, pero todos sabían que con los dos extremos de la muerte y la fuga tan próximos, nadie mentiría. De modo que cuando el mensaje alcanzó la antesala situada en la base del pozo que arrancaba en el retrete del barracón 107, las palabras contenían un exaltado fervor, casi religioso.
El piloto de caza neoyorquino se inclinó sobre el fuelle, tratando de oír el mensaje transmitido por el siguiente hombre en la fila. Escuchó atentamente, al igual que el hombre que trabajaba junto a él, que aprovechó el momento para tomarse un respiro de la dura tarea de manipular cubos llenos de tierra arenosa.
– Repite eso -musitó el piloto de caza.
– ¡Scott es inocente! -oyó decir-. ¿Lo has entendido?
– Sí.
El piloto de caza y el kriegie que levantaba cubos de tierra se miraron unos momentos. Luego sonrieron.
El piloto de caza se volvió, alzó la vista y miró por el pozo del túnel.
– ¡Eh, los de ahí arriba! Un mensaje de la parte delantera…
El comandante Clark se adelantó apresuradamente, casi empujando a Lincoln Scott a un lado. Se arrodilló junto a la entrada del túnel, inclinándose sobre el pozo.
– ¿Qué ocurre? ¿Han alcanzado la superficie?
El débil y oscilante resplandor de las velas se reflejaba en los rostros de los dos hombres dispuestos en la antesala. El piloto neoyorquino se encogió de hombros.
– Más o menos -repuso.
– ¿Qué mensaje es ése? -inquirió Clark bruscamente.
– ¡Scott es inocente! -contestó el piloto de caza. El hombre de los cubos asintió con vehemencia.
Clark se puso de pie y se abstuvo de responder.
Lincoln Scott oyó las palabras, pero durante unos instantes no reparó en el impacto de las mismas. Observó al comandante, que sacudió la cabeza una y otra vez, como tratando de sustraerse a la explosión de las palabras pronunciadas en aquel reducido espacio.
Pero Fenelli captó en seguida la trascendencia del mensaje. No sólo del mensaje, sino de la forma en que había sido transmitido. Se asomó también al pozo del túnel y murmuró a los hombres situados más abajo:
– ¿Viene de la parte delantera? ¿De Hart y de los números Uno y Dos?
– Sí. Desde allí. ¡Corre la voz! -le instó.
Fenelli se incorporó, sonriendo.
La cólera crispaba las facciones del comandante Clark.
– ¡Ni se le ocurra, teniente! El mensaje se detiene aquí.
Fenelli lo miró boquiabierto.
– ¿Qué?
El comandante Clark observó al doctor en ciernes.
– No sabemos con certeza cómo, por qué o de dónde proviene ese mensaje y no sabemos si Hart ha obligado a esos otros hombres a transmitirlo. No tenemos respuestas, y no consentiré que se difunda -dijo, casi como si Lincoln Scott se hubiera esfumado de pronto de la habitación.
Fenelli meneó la cabeza y miró a Scott.
Scott avanzó, plantándose delante del comandante Clark. Durante unos momentos apenas pudo contener su indignación; ardía en deseos de asestarle un derechazo en el mentón. Pero reprimió ese deseo, sustituyéndolo con la mirada más dura y fría que fue capaz de dirigir al oficial.
– ¿Por qué le preocupa tanto la verdad, comandante?
Clark retrocedió, pero continuó callado.
Scott se acercó al borde de la entrada del túnel.
– O entra la verdad, o nadie sale de aquí -dijo con tono sosegado.
El comandante Clark tosió, observando al aviador negro para calibrar la determinación que reflejaba su semblante.
– No hay tiempo -dijo Clark.
– Es verdad -se apresuró a responder Fenelli-. No queda tiempo.
Entonces el médico de Cleveland miró por encima del comandante e hizo un pequeño ademán a uno de los hombres que manipulaban el cubo de tierra, situado en la entrada del retrete.
– ¡Eh! -dijo Fenelli en voz alta-. ¿Has oído el mensaje de la parte delantera del túnel?
El hombre negó con la cabeza.
– Scott es inocente -dijo Fenelli sonriendo de satisfacción-. Es la verdad pura y dura y proviene de la cabeza del túnel. Corre la voz para que se enteren todos los hombres que hay en este barracón. ¡Scott es inocente! Y diles a todos que la fila no tardará en moverse, para que se preparen.
El hombre vaciló, miró a Scott y luego sonrió. Se volvió y susurró el mensaje al hombre que le seguía en el pasillo, que asintió con la cabeza. El mensaje fue transmitido a lo largo del centro del barracón, a todos los hombres que esperaban fugarse, a todos los hombres que constituían la tropa de apoyo y a todos los aviadores congregados en la entrada de cada dormitorio del barracón, creando un ambiente de excitación que reverberó en aquellos espacios cerrados y reducidos.
Scott se alejó de la entrada del túnel y se colocó en un rincón del pequeño retrete. Comprendía el peso de aquella frase, que había sido transmitida a través de los hombres del barracón 107. Sabía que en cuanto amaneciera se propagaría más allá. A las pocas horas se habría extendido por todo el campo de prisioneros y, posiblemente, si los hombres que iban a fugarse tenían suerte, ellos mismos llevarían consigo esas palabras para transmitirlas cuando alcanzaran la libertad. Era un peso que el comandante Clark, el coronel MacNamara, el capitán Walker Townsend y todos los hombres que trataban de acorralarlo y colocarlo frente a un pelotón de fusilamiento no serían capaces de levantar. El peso de la inocencia.
Scott respiró hondo y contempló el agujero en el suelo. Ahora que la verdad había salido a la superficie, pensó Lincoln Scott, no tardaría en aparecer Tommy Hart.
Pero en lugar de la larguirucha figura del estudiante de derecho de Vermont, por el túnel se deslizó otro mensaje en respuesta al primero. Nicholas Fenelli, con los ojos brillantes y la voz ronca de la emoción, miró a Scott y murmuró:
– ¡Han terminado! ¡Vamos a salir!
Tommy Hart se sostenía precariamente sobre el peldaño superior de la escalera, con el rostro vuelto hacia el orificio de quince centímetros de diámetro excavado en el techo de tierra, aspirando el vino embriagador del aire nocturno que penetraba en el túnel. En la mano derecha sostenía el pico. A sus pies, Murphy y el director de la banda de jazz se limpiaban febrilmente la tierra de la cara con un pequeño trapo, al tiempo que se apresuraban a vestirse con la ropa de fuga.
El director de la banda -músico, asesino y rey del túnel- no pudo resistirse a formular en voz alta una pregunta:
– ¿A qué huele, Hart?
Tras vacilar unos segundos, Tommy respondió en un susurro:
– A gloria.
Él también estaba cubierto de tierra y sudor después de haber excavado. Durante los últimos diez minutos había sustituido a los otros dos, que habían hecho una pausa, extenuados por el esfuerzo. Pero Tommy sentía renovadas fuerzas. Había excavado con furiosa energía, desprendiendo la tierra con el pico hasta arrancar un pedazo cubierto de hierba.
Siguió respirando profundamente. El aire era tan puro que creyó que iba a perder el sentido.
– ¡Baja de una vez, Hart! -dijo el director de la banda.
Tommy aspiró una larga bocanada de aire nocturno y volvió a bajar a regañadientes. Miró a los otros. A la luz de la única vela que ardía, vio que tenían el rostro arrebolado por la emoción. Parecía como si en aquel momento, el ansia de alcanzar la libertad fuera tan poderosa que superara todas las dudas y los temores sobre lo que las próximas horas les tenían reservado.
– De acuerdo, Hart, esto es lo que haremos. Sujetaré una cuerda en la parte superior de la escalera y la ataré a un árbol cercano. Tú montarás guardia junto al árbol. Cada kriegie aguardará en la cima de la escalera una señal, dos rápidos tirones de la cuerda, que le indicará que no hay moros en la costa. Procura que salga un hombre cada dos o tres minutos. Ni más rápido ni más despacio. Así evitaremos llamar la atención y con suerte nos ajustaremos al horario previsto. Cuando salgan, ellos ya saben lo que tienen que hacer. Una vez que hayan salido todos, tú puedes bajar de nuevo por el túnel y regresar al recinto.
– ¿Por qué no puedo esperar aquí?
– No hay tiempo, Hart. Esos hombres deben conseguir la libertad y tú serías literalmente un escollo.
Tommy asintió con la cabeza, comprendiendo que lo que decía el director de la banda era sensato. El músico le tendió la mano.
– Si quieres puedes localizarme en el French Quarter, Hart.
Tommy bajó la vista y contempló la cabeza del hombre. Lo imaginó asiendo a Trader Vic por el cuello. También pensó que hacía sólo unos minutos, esa misma mano había tratado de matarlo. Entre el calor, la suciedad y el temor que envolvía a todos los que aguardaban dentro del túnel, todo había cambiado de repente. Tommy estrechó la mano del director de la banda. Este sonrió, mostrando su blanca dentadura en la oscuridad.
– También acertaste en otra cosa, Hart. Soy zurdo.
– Eres un asesino -dijo Tommy impávido.
– Todos somos asesinos -replicó el hombre.
Tommy negó con la cabeza, pero el músico rió.
– Lo somos, sí, pese a lo que digas. Quizá no volvamos a serlo, cuando esto haya acabado y nos sentemos junto al hogar, haciéndonos viejos y contando anécdotas de esta guerra. Pero ahora mismo, aquí, todos somos asesinos. Tú, yo, Murphy, también Scott, MacNamara, Clark, todos, incluso Trader Vic. Puede que él fuera el peor de todos, porque acabó asesinando, aunque por error, con el único fin de hacer que su miserable vida fuera más cómoda.
El músico meneó la cabeza.
– No es un buen lugar para morir, ¿no crees? -Luego miró a Tommy, que seguía sosteniendo el pico-. ¿Crees, amigo Tommy, que la verdad sobre este asunto saldrá alguna vez a la luz del día? -Antes de que Tommy pudiera responder, el músico movió la cabeza en sentido negativo-. No lo creo, Tommy Hart. No creo que al ejército le apetezca la idea de contar al mundo que algunos de sus mejores héroes eran también unos excelentes asesinos. No señor. No creo que estén ansiosos por contar esta historia.
Tommy tragó saliva.
– Suerte -dijo-. Nueva Orleans. Iré a verte algún día.
– Te invitaré a una copa -respondió el director de la banda-. Si logramos regresar a casa sanos y salvos, te invitaré a una docena de copas. Brindaremos por la verdad y por el hecho de que no sirve de nada.
– No estoy de acuerdo -replicó Tommy.
El músico emitió una última carcajada, se encogió de hombros y subió la escalera. En la mano sostenía una cuerda larga y delgada. Tommy le vio asegurarla al peldaño superior. Después arrancó otros pedazos de tierra, que cayeron sobre Tommy, quien pestañeó y apartó la cabeza. El músico se detuvo y apagó la última vela de un soplo. Acto seguido se escurrió por el agujero en la tierra, súbitamente bañado en el tenue resplandor de la luna, y desapareció.
Murphy soltó un gruñido. No tenía ganas de cambiar frases amables con Tommy. Se levantó y siguió al director de orquesta escalera arriba. A su espalda, Tommy oyó a Número Tres avanzando por el túnel como un exaltado cangrejo moviéndose a través de la arena. Tommy observó que Murphy agitaba las piernas unos instantes, tratando de hallar un punto de apoyo en la tierra que se desmoronaba junto a la salida del túnel. Luego Tommy subió por la escalera.
Al llegar arriba, asió la cuerda. Sintió dos breves tirones y sin pensárselo dos veces salió del agujero lo más rápidamente posible. Apenas reparó en que, de pronto, se hallaba fuera del túnel y corría a través del suelo tapizado de musgo y agujas de pino del bosque. Sintió que lo envolvía una ráfaga de aire frío, que cayó sobre él como una ducha en un día caluroso. Siguió adelante, sosteniendo la cuerda en las manos, hasta alcanzar el tronco de un gigantesco abeto. Habían asegurado la cuerda a él, a unos diez metros del agujero en el suelo. Tommy se apoyó en el árbol. Oyó unos crujidos entre los matorrales y dedujo que era el ruido que hacían Murphy y el director de la banda al avanzar a través de la frondosa vegetación, dirigiéndose hacia la carretera que conducía a la ciudad. Durante unos segundos el sonido se le antojó un ruido inmenso, estrepitoso, destinado a atraer todos los reflectores, todos los guardias y todos los fusiles hacia ellos. Tommy se apretó contra el árbol, aguzando el oído, dejando que el silencio cayera sobre el mundo.
Luego cobró aliento y dio media vuelta.
El túnel desembocaba dentro del oscuro límite del bosque. Los muros de alambre de espino relucían a unos cincuenta metros de distancia. La torre de vigilancia equipada con una ametralladora más próxima se hallaba unos treinta metros más allá, hacia el centro del campo y orientada hacia el interior de éste. Los gorilas estarían de espalda al trayecto de fuga. Asimismo, cualquier Hundführer que patrullara por el perímetro miraría en la dirección opuesta. Los ingenieros del túnel habían calculado minuciosamente las distancias y habían hecho un excelente trabajo.
Durante unos momentos, Tommy se sintió aturdido al percatarse de dónde se hallaba. Más allá de la alambrada. Más allá de los reflectores. Detrás del punto de mira de la ametralladora. Alzó la vista y a través de las hojas que cubrían las ramas del árbol contempló las últimas estrellas nocturnas pestañeando en el vasto firmamento. Durante un segundo, tuvo la sensación de formar parte de esa distancia, de esos millones de kilómetros sumidos en la oscuridad.
«Soy libre», pensó.
Estuvo a punto de romper a reír. Se restregó contra el tronco del árbol, abrazándose el torso, como para contener la excitación que estaba a punto de estallar en su pecho.
Luego se concentró en la tarea que le aguardaba. Un rápido vistazo al reloj que Lydia había colocado en su muñeca hacía muchos años le indicó que comenzaría a clarear dentro de poco; no habría tiempo para que los setenta y cinco hombres salieran del túnel. No podrían salir al ritmo de uno cada tres minutos. Tommy miró rápidamente a su alrededor, escudriñando la oscuridad, y comprobó que estaba solo. Dio dos rápidos tirones a la cuerda. Al cabo de unos segundos vio la vaga silueta de Número Tres salir a toda prisa del túnel.
Los dos guardias que habían acompañado a Hugh desde el campo de revista hasta el barracón del alto mando estaban sentados en los escalones de madera, fumando la amarga ración de cigarrillos alemanes y quejándose de que debieron haber registrado al canadiense y arrebatarle sus Players antes de conducirlo a las oficinas. Ambos se levantaron a toda prisa cuando Fritz Número Uno salió por la puerta, colocándose en posición de firmes y arrojando sus cigarrillos encendidos en la oscuridad.
Fritz miró hacia atrás, para cerciorarse de que el Hauptmann Visser no le había seguido hasta el recinto. Luego habló con tono apresurado y seco a los dos soldados rasos.
– Tú -dijo señalando al hombre de la derecha-, entra inmediatamente y vigila al prisionero. El Hauptmann Visser ha ordenado su ejecución, y debéis evitar que se escape.
El guardia dio un taconazo y saludó.
– Jawohl! -respondió con tono enérgico. El guardia asió su arma y se dirigió a la entrada de las oficinas.
– En cuanto a ti -dijo Fritz, hablando suavemente y con cautela-, quiero que obedezcas estas órdenes al pie de la letra.
El segundo guardia asintió con la cabeza, dispuesto a prestar atención.
– El Hauptmann Visser ha ordenado la ejecución del oficial canadiense. Debes dirigirte de inmediato al barracón de los guardias en busca del Feldwebel Voeller. Esta noche está de servicio. Comunícale las órdenes del Hauptmann y pídele que reúna en seguida a un pelotón de fusilamiento y lo traiga aquí en el acto.
El hombre volvió a asentir. Fritz respiró hondo. Tenía la garganta pastosa y seca; comprendió que pisaba un terreno tan peligroso como el que había pisado anoche Hugh Renaday.
– En el barracón de los guardias hay un teléfono de campo. Di a Voeller que es indispensable que reciba cuanto antes confirmación de esta orden del comandante Von Reiter. Así, llegará aquí con el pelotón de fusilamiento antes de que los prisioneros se hayan despertado. Todo esto debe llevarse a cabo con extrema rapidez, ¿entendido?
El soldado se cuadró.
– Confirmación del comandante…
– Aunque haya que despertarlo en su casa… -le interrumpió Fritz.
– Y regresar con el pelotón de fusilamiento. ¡A la orden, cabo!
Fritz Número Uno asintió lentamente e indicó con un gesto al guardia que podía retirarse. El hombre dio media vuelta y se alejó a la carrera por el polvoriento camino del campo hacia el barracón de los guardias. Fritz confiaba en que el teléfono del barracón funcionara. Tenía la mala costumbre de averiarse cada dos por tres. Tragó saliva no sin cierto esfuerzo. No estaba seguro de que Von Reiter confirmara la orden de Visser. Sólo sabía que alguien iba a morir esa noche.
Fritz Número Uno oyó a su espalda una puerta que se abría y las pisadas de unas botas sobre las tablas. Al volverse vio al Hauptmann Visser salir de las oficinas. El hurón se cuadró.
– ¡He transmitido sus órdenes, Herr Hauptmann! Un soldado ha ido en busca del Feldwebel Voeller y un pelotón de fusilamiento.
Visser emitió un gruñido a modo de respuesta y devolvió el saludo. Bajó los escalones, alzó la vista al cielo y sonrió.
– El oficial canadiense tenía razón. Hace una noche espléndida, ¿no cree, cabo?
– Sí señor -respondió Fritz Número Uno.
– Lo sería para muchas cosas. -Visser se detuvo-. ¿Tiene usted una linterna, cabo?
– Sí señor.
– Démela.
Fritz Número Uno le entregó la linterna.
– Creo -comentó Visser con los ojos fijos en el oscuro cielo, antes de bajarlos y recorrer con ellos toda la explanada del campo y la alambrada que relucía bajo las luces distantes-, que daré un pequeño paseo. Para gozar de esta hermosa noche, como ha sugerido tan oportunamente el teniente de aviación. -Visser encendió la linterna. Su haz de luz iluminó el polvoriento suelo a unos pocos pasos frente a él-. Encárguese de que mis órdenes se cumplen sin dilación alguna -dijo.
Luego, sin volverse, echó a andar con paso rápido y decidido hacia la línea de árboles que se divisaba al otro lado del campo de prisioneros.
Fritz Número Uno le observó durante unos minutos, a solas en la oscuridad frente al edificio de administración. Estaba en un compromiso, entre obedecer órdenes o cumplir con su deber. Sabía que al comandante, que era su gran benefactor, no le gustaba que Visser hiciera cosas bajo mano. Fritz pensó que no dejaba de ser irónico que su obligación en el campo le exigiera espiar a dos clases de enemigos.
Dejó que el Hauptmann se adelantara un par de minutos. Hasta alcanzar un punto donde la débil luz de la linterna que el oficial sostenía con su única mano casi desapareció en la lejana oscuridad. Entonces Fritz Número Uno se alejó de la fachada del edificio, caminando rápidamente a través de las sombras, y le siguió.
Tommy seguía ayudando a pasar a los kriegies que iban a fugarse a través del túnel de forma pausada y sistemática, adhiriéndose al pie de la letra a las instrucciones que el director de la banda le había dado, tirando de la cuerda cada dos o tres minutos. Los aviadores salían uno tras otro por el tosco orificio practicado en el suelo y se arrastraban hasta la base del árbol tras el cual Tommy se escondía. Un par de hombres se asombraron al comprobar que estaba vivo, otros se limitaron a emitir un ruido gutural antes de desaparecer en el bosque que se extendía detrás. Pero la mayoría de los kriegies le dedicaron unas breves palabras de aliento. Una palmadita en la espalda al tiempo que susurraban: «Buena suerte», o «¡Nos veremos en Times Square!» El hombre de Princeton añadió: «Buen trabajo, Harvard. Debiste de recibir una magnífica formación en esa institución de tercer orden…», antes de correr también para ocultarse entre árboles y matorrales.
Tommy sintió miedo. Más de una vez se vio obligado a contener el aliento al detectar la figura de un Hundführer y su perro moviéndose por el perímetro de la alambrada. En cierta ocasión se había encendido el reflector en la torre de vigilancia más próxima a la ruta de escape, pero su haz escudriñador se había orientado en la dirección opuesta. Tommy permaneció agazapado junto al árbol, atento a percibir el menor ruido a su alrededor, pensando que cualquier sonido podía ser el sonido de la traición y, por tanto, la muerte, la suya o la de uno de los hombres que se dirigían hacia la ciudad, la estación y los trenes matutinos que les conducirían lejos del Stalag Luft 13.
Cada pocos segundos, miraba el dial de su reloj pensando que la operación de fuga avanzaba con excesiva lentitud. Las primeras luces del alba obligarían a suspender la operación tan rápidamente como si les hubieran descubierto. Pero sabía que las prisas también acabarían con el intento de fuga. Así pues, apretó los dientes y siguió con el plan previsto.
Unos diecisiete hombres distribuidos a lo largo del túnel habían conseguido salir cuando Tommy divisó la débil luz de una linterna moviéndose erráticamente hacia él, a no más de treinta metros. La luz avanzaba por el límite del bosque, no por el perímetro de la alambrada, en manos de un Hundführer, describiendo una trayectoria que se cruzaba con la salida del túnel.
Tommy se quedó petrificado; no podía apartar la vista de la luz.
Ésta exploraba y penetraba entre la vegetación, oscilando hacia un lado, luego hacia otro, como un perro que ha percibido un olor extraño arrastrado por el viento. Dedujo que la persona que había detrás de esa luz buscaba algo, pero no de forma sistemática y deliberada, sino curiosa, inquisitiva, con cierto elemento de incertidumbre en cada movimiento. Tommy retrocedió, tratando de confundirse con el árbol, situándose con cautela detrás del tronco para que le ocultara por completo. Entonces comprendió que era inútil ocultarse.
La luz avanzó, reduciendo la distancia que los separaba.
Sintió que su corazón latía cada vez más rápido.
Hay un punto más allá del temor que los soldados conocen, donde todas las criaturas del terror y la muerte les acechan. Es un punto terrible y mortal, en el que algunos hombres se sienten paralizados y otros quedan atrapados en un miasma de perdición y agonía. Tommy se hallaba peligrosamente cerca de ese punto, sintiendo que sus músculos se tensaban y respirando trabajosamente, observando cómo la luz avanzaba lenta y de modo inexorable hacia el túnel de fuga. Comprendió que era imposible que el alemán que sostenía la linterna no reparara en la salida del túnel, y menos aún que no viera la cuerda extendida en el suelo. Asimismo, comprendió que no podía echarse a correr y deslizarse por el túnel sin ser sorprendido de inmediato. En aquel segundo, lo comprendió: estaba a punto de ser atrapado. O de morir de un tiro.
Contuvo el aliento.
Sabía que el Número Dieciocho aguardaba sobre el peldaño superior de la escalera los dos tirones de la cuerda que indicarían que había llegado su turno. En aquel momento Tommy trató de recordar quién era Dieciocho. Había pasado junto a él, en el estrecho túnel, hacía unas horas, había estado lo bastante cerca de él para percibir su olor a sudor, a angustia, para sentir su aliento, pero no lograba poner un rostro a ese número. El Número Dieciocho era un aviador, al igual que él, y Tommy sabía que aguardaba a escasos centímetros debajo de la superficie del suelo, ansioso, nervioso, excitado, ilusionado, quizás algo impaciente, sujetando la cuerda con fuerza, rezando para que llegara al fin su oportunidad y quizá para lo que rezan todos los hombres que saben que la muerte, con su carácter caprichoso, les acecha.
La luz se aproximó unos metros.
En aquel segundo, Tommy comprendió que todo dependía de él.
Con cada metro que traía la luz más cerca, la elección se revelaba más clara, más definida. El problema no era que Tommy tuviera que ponerlo todo en juego, sino que todos los demás habían arriesgado mucho y él era el único hombre capaz de proteger las oportunidades y esperanzas que habían asumido esa noche. Tommy había pensado con ingenuidad que la única prueba que tendría que superar esa noche consistiría en descender por el túnel y luchar por averiguar la verdad con respecto a Lincoln Scott y Trader Vic. Pero se equivocaba, pues la auténtica batalla se hallaba frente a él, avanzando lenta pero sistemáticamente hacia la salida del túnel. Tommy era joven cuando se había alistado en el cuerpo de la aviación, lleno de fervor patriótico cuando había participado en su primer combate, y no había tardado en comprender que la guerra tiene mucho de valor, pero poco de nobleza. Sólo la lejana conclusión que debaten los historiadores contiene a ésta en cierta medida. La verdad cruda y descarnada son las elecciones más elementales, terribles y sucias que uno debe tomar, y todo cuanto Tommy había sido y confiaba en llegar a ser palidecía en comparación con las perentorias necesidades de los hombres aquella noche.
El intelectual Tommy Hart, estudiante de derecho y soldado a pesar suyo, que lo único que deseaba era regresar a su casa para reunirse con la chica que amaba y reanudar la vida que había vivido, la vida que se había prometido con su trabajo duro y sus estudios, tragó saliva, crispó los puños y comenzó a moverse lentamente, dirigiéndose hacia la luz que se aproximaba. Se movía de forma resuelta, como un comando, los ojos fijos en la amenaza, la garganta seca. El corazón le latía violentamente, pero vio su misión terriblemente diáfana.
Recordó lo que el director de la banda le había dicho en el túnel: «Todos somos asesinos.»
Confiaba en que el músico estuviera en lo cierto.
Se aproximó al objetivo, sin atreverse casi a respirar.
El agujero en el suelo que él trataba de proteger se hallaba tras él, en sentido oblicuo. La luz de la linterna seguía moviéndose de forma aleatoria. Tommy no lograba ver quién la sostenía, pero sintió una sensación de alivio cuando aguzó el oído y no detectó el sonido de un perro.
La luz se aproximó un par de metros y Tommy notó que se tensaban todos sus músculos, dispuesto para una emboscada.
Unos pocos metros a su espalda, oculto bajo la superficie del suelo, el Número Dieciocho ya no soportaba la tensión de esperar la señal. Había barajado todos los posibles motivos de esa demora, calibrando todos los riesgos frente a la imperiosa necesidad de moverse. Sabía que el tiempo apremiaba, y también que los únicos hombres que tenían alguna probabilidad de escapar eran los que consiguieran llegar a la estación del ferrocarril antes de que sonara la alarma. El Número Dieciocho había pasado muchas horas cavando el túnel, y en más de una ocasión le habían sacado asfixiándose cuando algún tramo de éste se había desplomado, y en un arrebato fruto de la juventud, había llegado a la temeraria decisión de tratar de alcanzar la libertad por su cuenta y riesgo. Su impaciencia había superado todos los límites de la razón que le quedaba después de pasar tantas horas tumbado boca abajo en el túnel, y en aquel segundo decidió salir de él, con señal o sin ella.
Levantó ambas manos y trepó a través del agujero, aspirando el aire puro del exterior, impulsándose como si tratara de alcanzar la superficie de una piscina llena de agua.
Al oír el ruido, Tommy se detuvo en seco.
La luz de la linterna se dirigió hacia el sonido sospechoso y Tommy oyó una exclamación de sorpresa susurrada en alemán.
– Mein Gott!
Visser consiguió distinguir, en el extremo del débil haz de luz, la oscura silueta de Número Dieciocho al salir precipitadamente del túnel y echar a correr hacia el bosque. Estupefacto, el Hauptmann avanzó rápidamente unos pasos y se detuvo. Se llevó rápidamente la linterna a la boca, para sostenerla con los dientes, a fin de tener las manos libres para empuñar el revólver. Fue un golpe de suerte para el fugado, pues la presión de la linterna entre los dientes impidió a Visser gritar y hacer sonar la alarma de inmediato. El alemán trató frenéticamente de abrir el estuche del revólver y sacar el Mauser que llevaba sujeto al cinto.
Casi lo había logrado cuando Tommy se abalanzó sobre él y le asestó un puñetazo en el pecho, como un defensa de rugby protegiendo al jugador que lleva el balón.
El choque conmocionó a ambos. La linterna cayó entre unos matorrales, su mortífero haz fue sofocado por las hojas y las ramas. Tommy no se percató de ello. Se arrojó sobre el alemán, tratando de aferrarle por el cuello.
Los dos hombres cayeron hacia atrás enzarzados en una pugna feroz. La fuerza del ataque de Tommy les llevó hasta la línea de árboles en el límite del bosque, sustrayéndolos al campo visual de las torres de vigilancia y de los guardias que patrullaban el lejano perímetro. Peleaban aferrados el uno al otro, anónimamente, en la densa oscuridad.
Al principio, Tommy no sabía contra quién luchaba. Sólo sabía que ese hombre era un enemigo y llevaba consigo una linterna, un revolver y quizás el arma más peligrosa de todas, una voz con que gritar. Cada uno de esos tres objetos podía acabar con él fácilmente, y Tommy sabía que tenía que luchar contra cada uno de ellos. Trató de dar con la linterna, pero había desaparecido, de modo que continuó atacando con sus puños, tratando con desesperación de neutralizar los otros dos peligros.
Visser rodó por el suelo debido al impacto de la agresión, pero devolvió los golpes que le propinaba su atacante. Era un soldado frío, perfectamente adiestrado y experimentado, y en seguida comprendió las probabilidades que tenía de ganar. Encajó los puñetazos que le propinaba Tommy al tiempo que trataba de localizar su Mauser. Se defendió propinando patadas con las dos piernas, consiguiendo alcanzar a Tommy en la barriga, haciendo que éste emitiera una exclamación sofocada de dolor.
Aunque Visser no era propenso a gritar pidiendo auxilio, trató de hacerlo. Gritó débilmente, pues el ataque inicial de Tommy le había cortado el aliento. La palabra permaneció suspendida entre los dos hombres que peleaban, después de lo cual se disipó en la oscuridad que les rodeaba. Visser inspiró una bocanada de aire nocturno, llenándose los pulmones con el fin de lanzar un grito de socorro, pero en aquel segundo Tommy le tapó la boca con la mano.
Tommy había aterrizado casi detrás del alemán. Consiguió rodearle el torso con una pierna, haciendo que el otro cayera sobre él, en las densas sombras del bosque. Al mismo tiempo, Tommy metió la mano izquierda en la boca de su enemigo, introduciendo los dedos en su garganta para asfixiarlo. Sólo era vagamente consciente de que existía un arma, y le llevó otra fracción de segundo comprender que el hombre contra el que peleaba era manco.
– ¡Visser! -dijo de pronto.
El alemán no respondió, aunque Tommy intuyó que había reconocido su voz. Visser siguió asestándole patadas y repeliéndole al tiempo que trataba de extraer su pistola. De pronto mordió con todas sus fuerzas la dúctil carne de la mano izquierda de Tommy, clavándole los dientes hasta el hueso.
Tommy sintió una punzada de dolor cuando los dientes del alemán atravesaron músculos y tendones en busca del hueso. Soltó un gemido al tiempo que un velo rojo de agonía le cegaba.
Pero siguió peleando, introduciendo su maltrecha mano más profundamente en la garganta del alemán. Con la otra mano, le aferró la muñeca. Por el peso de ésta dedujo que el alemán casi había conseguido sacar su pistola, empleando toda su fuerza en sacarla del estuche y disparar.
Tommy comprendió, aunque estaba ofuscado debido al dolor y sentía que la sangre brotaba a borbotones de su mano herida, que el mero hecho de disparar un tiro al aire lo mataría al igual que si apoyara el cañón contra su pecho y le atravesara el corazón de un tiro. Por consiguiente hizo caso omiso del intenso dolor que sentía en la mano izquierda y se concentró en el único brazo del alemán, y el esfuerzo que éste hacía para alcanzar la culata y el gatillo de su revólver. Curiosamente, toda la guerra, millones de muertes, una pugna entre culturas y naciones, se reducía, para Tommy, a una batalla por controlar un revólver. Prescindiendo del destrozo que los dientes del alemán le había causado en la mano, se esforzó en ganar una pequeña victoria, para hacerse con el control del revólver. Notó que Visser trataba de amartillar el arma y se apartó con violencia. El alemán había conseguido sacar parcialmente el Mauser de su reluciente estuche de cuero negro. Su voluminosa forma y peso representaban una pequeña ventaja en favor de Tommy, pero Visser era dueño de una fuerza notable. El alemán era un hombre de complexión atlética, y gran parte de su fuerza estaba concentrada en el único brazo que le quedaba. Tommy intuyó que el fiel de la balanza en esta batalla dentro de otra mayor se inclinaba a favor de Visser.
De modo que decidió arriesgarse. En lugar de apartarse, torció la mano del alemán con fuerza. Los dedos de Visser quedaron oprimidos contra el seguro y uno de ellos se partió. El alemán gimió de dolor, emitiendo el sonido gutural a través de la ensangrentada mano izquierda de Tommy, con la que éste seguía intentando asfixiarlo.
Ninguno de los dos consiguió hacerse con el Mauser, que de pronto cayó en el mar de musgo y tierra del bosque. La oscuridad circundante engulló de inmediato su armazón de metal negro.
Visser comprendió que había perdido su arma, por lo que redobló su afán de pelear, hundiendo de nuevo los dientes en los dedos de la mano izquierda de Tommy al tiempo que le golpeaba con su mano derecha. El alemán trató de incorporarse, pero Tommy le rodeó con las piernas, inmovilizándole. Peleaban como dos amantes, pero lo que ambos querían conseguir era la muerte del otro.
Tommy no hizo caso de los golpes que le asestaban, del dolor que sentía en la mano, y empujó a Visser contra el suelo. No le habían instruido para matar a un hombre con sus manos, jamás había pensado siquiera en ello. Los únicos enfrentamientos que había tenido de adolescente habían consistido principalmente en empujones, palabrotas e insultos, y solían terminar con uno o ambos jóvenes deshechos en llanto. Ninguna pelea en las que había participado, ni siquiera la que había librado hacía un rato en el túnel, cuando había combatido por la verdad, fue tan intensa como ésta. Ninguna había sido tan mortal como los combates que Lincoln Scott había librado, equipado con guantes de boxeo, en un cuadrilátero, con un árbitro presidiendo el combate.
Ésta era diferente. Era una pelea que sólo tenía un desenlace. El alemán continuó golpeándole, propinándole patadas y arrancándole la carne de los dedos con los dientes, pero de pronto Tommy dejó de sentir dolor. Parecía como si en aquellos segundos le sobreviniera una total frialdad de instinto y deseo, y empezó a apretar con fuerza el cuello del alemán, apoyando la rodilla derecha en la rabadilla de Visser para mantener el equilibrio.
Visser presintió en el acto el peligro, sintió la tensión que se apoderaba de su cuello, y trató de liberarse. Arañó a Tommy con cada gramo de odio que sentía para obligarle a soltarle. De haber tenido dos brazos, la pelea se habría saldado rápidamente en favor del alemán, pero la bala del Spitfire que le había arrebatado el brazo le había causado también otro tipo de lesiones. Durante unos instantes ambos permanecieron suspendidos en el borde de la indecisión, la fuerza de un hombre contra la del otro, sus cuerpos torcidos, tensos y rígidos como el cuero seco.
Visser se empleó a fondo, mordiendo, asestando patadas y golpeando a su adversario con su única mano. Tommy encajó los golpes que le llovían cerrando los ojos y apretando con más fuerza, sabiendo que si cedía un ápice le costaría la pelea y la vida.
De pronto Tommy oyó un sonido terrible.
El ruido que se produjo al partirse la columna vertebral de Visser fue el más atroz y terminante que había oído en su vida. El alemán emitió una débil exclamación de asombro ante su inminente muerte antes de quedar inerte en brazos de Tommy, que al cabo de unos segundos dejó caer al suelo el cadáver.
Retiró la mano de la boca de Visser. El dolor se intensificó, era casi insoportable; durante unos segundos Tommy se sintió tan mareado que temió perder el conocimiento. Se inclinó hacia atrás, estrechando su mano destrozada y ensangrentada contra su pecho. La noche parecía de improviso translúcida, totalmente silenciosa. Tommy echó la cabeza hacia atrás e inspiró una profunda bocanada de aire, tratando de recobrar el control, de imponer orden y razón al mundo que le rodeaba.
Poco a poco se percató de otros sonidos cercanos. El primero indicaba que Visser respiraba aún. Tommy comprendió entonces que debía terminar su tarea. Y por primera vez en su vida, rezó para que el alemán muriera antes de que él se viera obligado a robar el último aliento de aquel hombre que yacía inconsciente, moribundo.
– Por favor, muere -musitó.
Y el alemán emitió un último estertor.
Tommy sintió una profunda sensación de alivio y casi rió a carcajadas. Alzó la vista y contempló las estrellas y el cielo, y observó las primeras luces que se insinuaban a través del este. «Es asombroso», pensó, «estar vivo cuando no tienes ningún derecho a estarlo.»
La mano le dolía de forma insoportable. Dedujo que Visser le había partido cuando menos un dedo, que colgaba fláccido sobre su pecho. Le había arrancado la carne con los dientes. La sangre goteaba sobre su camisa; las punzadas de dolor le recorrían el antebrazo y le nublaban la vista.
Sabía que debía vendar la herida, y se inclinó sobre el cuerpo inerte de Visser. Encontró un pañuelo de seda en el bolsillo de la guerrera del alemán, que envolvió fuertemente alrededor de su mano para contener la hemorragia.
Acto seguido, trató de analizar la situación. Sólo sabía que corría peligro, pero el cansancio y el dolor le impedían pensar con claridad. Tan sólo atinaba a recordar que quedaban unos hombres aguardando en el túnel y que las oportunidades que tenían de fugarse eran cada vez más remotas debido al retraso que se había producido. Por lo tanto, decidió que lo único que podía hacer era reemprender su tarea, aunque la fatiga y el dolor saturaban cada poro de su cuerpo.
Pero a pesar de haber tomado esta íntima y firme decisión, en un principio no consiguió que sus maltrechos músculos respondieran. Inspiró otra bocanada de aire, tratando de ponerse en pie, pero cayó sobre el tronco de un árbol cercano. Se dijo que debía descansar unos segundos y cerró los ojos, pero sintió que un aguijonazo de terror le recorría el cuerpo. El pánico lo cegó.
El haz de la interna, que había desaparecido engullida por el bosque, se alzó de pronto, fantasmagórico, a pocos pasos de él, giró una vez, como si reanudara su diabólica búsqueda, y antes de que Tommy tuviera tiempo de hacer acopio de las últimas fuerzas que le quedaban para correr a ocultarse, incidió directamente sobre su cara.
«La muerte es una embaucadora -pensó Tommy- cuando crees que la has burlado, se revuelve contra ti.» Se inclinó hacia atrás y se llevó la mano indemne a los ojos para protegerse de la luz y del disparo que supuso que sonaría dentro de unos segundos.
Pero en lugar de un tiro oyó una voz conocida.
– ¡Señor Hart! ¡Dios mío! ¿Qué hace aquí?
Tommy sonrió y meneó la cabeza, incapaz de responder a la lógica pregunta de Fritz Número Uno. Hizo un pequeño ademán con la mano que no tenía lastimada y en aquel preciso momento la linterna del hurón iluminó el cuerpo del oficial alemán, que yacía como un pelele en el suelo, a pocos pasos.
– ¡Dios mío! -murmuró el hurón.
Tommy se inclinó hacia atrás y cerró los ojos. No creía tener fuerzas suficientes para entablar otra pelea. Oyó a Fritz Número Uno exclamar repetidamente, en alemán «Mein Gott! Mein Gott!», y luego añadir «¡Una fuga!» mientras el hurón trataba de descifrar lo ocurrido. Tommy era levemente consciente de que Fritz Número Uno se afanaba en abrir el estuche de su arma y tomar el omnipresente silbato que todos los hurones portaban en el bolsillo de la guerrera. Tommy quería gritar una advertencia al Número Diecinueve, que aguardaba sobre el peldaño superior de la escalera dentro del túnel, pero no tenía siquiera fuerzas para eso.
Esperó oír el sonido de la alarma. Pero no sonó.
Tommy abrió los ojos lentamente y vio a Fritz Número Uno de pie junto al cadáver de Visser. El hurón tenía el silbato en los labios y empuñaba su pistola. Entonces Fritz se volvió despacio y miró a Tommy, sin apartar el silbato de sus labios.
– Le fusilarán -murmuró-. Ha matado un oficial alemán.
– Lo sé -respondió Tommy-. No tuve más remedio.
Fritz se dispuso a hacer sonar el silbato, pero se detuvo y lo retiró de su boca. Orientó la linterna hacia el agujero en el suelo que Tommy había protegido, deteniéndose sobre la cuerda asegurada al árbol.
– Dios mío -repitió en un susurro.
Tommy guardó silencio. No comprendía por qué el hurón no pedía refuerzos ni hacía sonar la alarma.
Fritz Número Uno parecía atrapado en sus reflexiones, calibrando, midiendo, sopesando los pros y los contras. De pronto se agachó hacia Tommy y murmuró con tono insistente:
– ¡Diga a los hombres que están en el túnel que la fuga se ha terminado! Kaput! ¡Que regresen inmediatamente a sus barracones! Está a punto de sonar la alarma. Dígaselo en seguida, señor Hart. ¡Es la única posibilidad que tiene de salvarse!
Tommy se quedó atónito. No estaba seguro de lo que se proponía el alemán, pero comprendió que le ofrecía una oportunidad y no dudó en aprovecharla. Sin saber muy bien de dónde había sacado las fuerzas necesarias, echó a correr a través de la musgosa hierba del bosque hasta el borde del túnel. Se asomó al agujero y vio el rostro del Número Diecinueve, expectante.
– ¡Los alemanes están por todas partes! -murmuró Tommy con tono perentorio-. ¡Están por todas partes! ¡Retroceded inmediatamente! ¡La función se ha terminado!
– ¡Mierda! -farfulló el Número Diecinueve-. ¡Me cago en sus madres! -agregó, pero no vaciló en obedecer. Se deslizó por el estrecho pozo del túnel y comenzó a retroceder por él. Tommy oyó el sonido amortiguado de una conversación cuando Diecinueve se encontró con Veinte, pero no captó las palabras, aunque suponía qué decían.
Al volverse vio a Fritz Número Uno a pocos pasos. Había apagado la linterna, pero las primeras luces que se filtraban a través de los árboles conferían a su oscura silueta un aspecto fantasmagórico. El hurón indicó a Tommy que se acercara. Y se dirigió medio a rastras y medio a la carrera hacia el hurón.
– Sólo tiene una posibilidad, señor Hart. Traiga el cadáver y sígame, ahora mismo. No haga preguntas. ¡Apresúrese!
Tommy meneó la cabeza.
– Mi mano -dijo-. No creo tener las fuerzas necesarias.
– Entonces morirá aquí -repuso secamente Fritz Número Uno-. De usted depende, señor Hart. Pero debe decidirse ahora. Yo no puedo tocar el cuerpo del Hauptmann. O lo mueve ahora mismo, o morirá junto a él. Pero creo que sería injusto dejar que un hombre como él le mate, señor Hart.
Tommy cobró aliento. Las imágenes de su casa, de su escuela, de Lydia inundaron su imaginación. Recordó a su capitán de Tejas con su risa seca y nasal: «Muéstranos el camino a casa, Tommy.» Y a Phillip Pryce, con su peculiar forma de gozar de las cosas más nimias. En aquel momento pensó que sólo un cobarde redomado le da la espalda a la oportunidad de vivir, por dura y remota que fuera. Así, aun a sabiendas de que sus reservas de energía estaban prácticamente agotadas, de que sólo le quedaba la fuerza del deseo, Tommy se agachó y, lanzando un sonoro quejido, consiguió echarse el cadáver del oficial alemán al hombro. El cadáver emitió un crujido atroz, y Tommy sintió ganas de vomitar. Luego, levantándose como pudo, se esforzó por conservar el equilibrio.
– Ahora, rápido -le conminó Fritz Número Uno-. ¡Debe adelantarse a las luces del alba o todo estará perdido!
Tommy sonrió ante la anticuada expresión que había utilizado el alemán, pero observó que las franjas grises del amanecer comenzaban a consolidarse, haciéndose más intensas a cada segundo. Avanzó un paso, tropezó, recobró el equilibrio y respondió con un hilo de voz:
– Adelante, estoy preparado.
Fritz Número Uno asintió con la cabeza. Luego comenzó a adentrarse en el bosque.
Tommy siguió al alemán con paso vacilante. El cuerpo de Visser pesaba mucho, como si incluso después de muerto tratara de matarlo.
Las ramas le arañaban el rostro. Las raíces de los árboles le hicieron tropezar en más de una ocasión. El bosque entorpecía su progreso, obligándole a detenerse, tratando de derribarlo. Tommy continuó avanzando, arrastrándose bajo el peso que portaba, esforzándose con cada paso que daba conservar el equilibrio, buscando cada vez que apoyaba un pie en el suelo hallar las fuerzas para seguir adelante.
Respiraba de forma entrecortada y trabajosa. El sudor le empañaba las pestañas. El dolor que sentía en la mano herida era insoportable. Las lesiones latían sin cesar, produciéndole terribles escalofríos. Cuando pensaba que ya no le quedaban más fuerzas, en seguida se negaba a reconocerlo y lograba sacar fuerzas de flaqueza, las suficientes para avanzar torpemente unos metros más.
Tommy no tenía remota idea de cuánto trecho habían recorrido. Fritz Número Uno se volvió para instarle a proseguir.
– ¡Rápido, señor Hart! Apresúrese. ¡No falta mucho!
Justo cuando pensó que no podía dar un paso más, Fritz Número Uno se detuvo de pronto y se arrodilló. El alemán indicó a Tommy que se acercara. Tommy recorrió los últimos metros trastabillando y se dejó caer junto a él.
– ¿Dónde…? -atinó a decir, pero Fritz le hizo callar.
– Silencio. Hay guardias por los alrededores. ¿No huele el aroma de este lugar?
Tommy se limpió la cara con la mano indemne y aspiró un poco de aire por la nariz. Entonces se percató de la mezcla de olores humanos, desechos y muerte que impregnaba el bosque a su alrededor. Miró a Fritz Número Uno perplejo.
– ¡El campo de trabajo de los rusos! -murmuró Fritz.
El alemán señaló con el dedo.
– Lleve el cadáver lo más cerca que pueda y déjelo. No haga ruido, señor Hart. Los guardias no dudarán en disparar si oyen el menor sonido sospechoso. Y ponga esto en la mano del Hauptmann.
Fritz Número Uno extrajo del bolsillo de su guerrera la hebilla del cinturón del ruso que había tratado de venderle a Tommy hacía unos días. Tommy asintió con la cabeza. Tomó la hebilla, se volvió y se echó de nuevo el cuerpo de Visser al hombro. Cuando se disponía a alejarse, Fritz Número Uno le detuvo. El hurón miró los ojos vidriosos de Visser.
– ¡Gestapo! -masculló. Luego escupió en la cara del difunto-. ¡Váyase, rápido!
Tommy avanzó pesadamente a través de los árboles. El hedor era insoportable. Divisó un pequeño claro a un par de docenas de metros de la rudimentaria alambrada de espino y las afiladas estacas que rodeaban el campo de trabajo de los rusos. No había nada permanente en la zona rusa, pues los hombres que la ocupaban no estaban destinados a sobrevivir a la guerra y al parecer la Cruz Roja no controlaba sus condiciones de vida.
Tommy oyó ladrar a un perro a su derecha. Un par de voces rasgaron el aire a su alrededor. «No me atrevo a avanzar más», pensó.
Con un gran esfuerzo, arrojó el cadáver de Visser al suelo. Tommy se inclinó sobre él y depositó la hebilla del cinturón entre los dedos del alemán. Luego retrocedió y durante un momento se preguntó si había odiado a Visser lo suficiente como para matarlo, pero en seguida comprendió que eso no era lo que contaba. Lo que contaba era que Visser estaba muerto y que él se aferraba precariamente a la vida. Acto seguido, sin volver a mirar el rostro del alemán, dio media vuelta y, avanzando sigiloso pero con rapidez, regresó al lugar donde le aguardaba Fritz Número Uno.
Cuando llegó, el alemán hizo un gesto afirmativo.
– Quizá tenga una posibilidad, señor Hart -dijo-. Debemos apresurarnos.
El regreso a través del bosque fue más rápido, pero Tommy creyó que deliraba. La brisa que se deslizaba a través de las copas de los árboles le susurraba al oído, casi burlándose de su agotamiento. Las sombras se alargaban a su alrededor, cual docenas de reflectores tratando de captar su rostro para ponerlo al descubierto. Era como si su mano herida le gritase obscenidades, tratando de cegarlo de dolor.
Era el amanecer. El negro deja paso al gris y las primeras franjas de azul surcan el cielo, persiguiendo a las estrellas que le habían reconfortado antes con su presencia. A pocos metros de distancia, Tommy distinguió el agujero negro de la salida del túnel.
Fritz Número Uno se detuvo, ocultándose detrás de un árbol. Señaló el túnel.
– Señor Hart -murmuró asiendo a Tommy del brazo-. El Hauptmann Visser habría ordenado que me fusilaran al averiguar que fui yo quien negoció con el arma que mató a Trader Vic. La que usted me devolvió. Estaba en deuda con usted, esta noche, he pagado mi deuda.
Tommy asintió con la cabeza.
– Ahora estamos… ¿cómo se dice? -preguntó el hurón.
– En paz -respondió Tommy.
El alemán lo miró sorprendido.
– ¿En paz?
– Es otra expresión, Fritz. Cuando uno ha saldado su deuda, se dice que está «en paz»… -Tommy sonrió, pensando que el agotamiento debía de haberle hecho perder el juicio, pues no se le había ocurrido nada mejor que ponerse a dar clases de inglés.
El hurón sonrió.
– En paz. Lo recordaré. Tengo mucho que recordar.
Luego señaló el agujero.
– Ahora, señor Hart, contaré hasta sesenta y luego tocaré el silbato.
Tommy asintió. Se puso en pie y echó a correr hacia el agujero. Sin volverse siquiera una vez, se lanzó de nuevo a la oscuridad y bajó apresuradamente los peldaños de la tosca escalera. Al aterrizar en el suelo del pozo, el dolor que le atenazaba la mano le cubrió de insultos. Sin pensar en los terrores que recordaba de su infancia, ni en los terrores que había experimentado esa noche, Tommy avanzó por el túnel. No había luz, ni una vela que los hombres hubieran olvidado, para guiarlo. Todo estaba sumido en una inmensa oscuridad, como burlándose del amanecer que iluminaba el mundo exterior.
Tommy regresó a la prisión, solo, extenuado, ciego y profundamente herido, seguido por el lejano sonido del silbato de Fritz Número Uno resonando en el ordenado mundo en la superficie.