13

El último testigo de cargo

A la mañana siguiente, durante el Appell, Tommy observó a Fritz Número Uno mientras éste contaba a los hombres que componían la formación contigua. Durante todo el recuento no quitó la vista del enjuto hurón, sin hacer caso de la llovizna que caía del cielo encapotado, manchando el cuero marrón de su cazadora con franjas oscuras. El comandante Clark saludó al Oberst Von Reiter, recibiendo la acostumbrada inclinación de cabeza del coronel MacNamara, tras lo cual dio media vuelta y gritó a los hombres que rompieran filas. Tommy se abrió paso apresuradamente a través de la multitud de pilotos y se dirigió hacia el campo de ejercicios, junto al cual se hallaba Fritz y otros hurones, fumando y comentando las tareas de la jornada. Cuando Tommy se acercó, el alemán alzó la vista, frunció el ceño y se apartó con rapidez del resto.

Tommy se detuvo a unos pasos del hurón y le indicó que se acercara moviendo el índice en un ademán exagerado, como un maestro estricto e impaciente al observar que uno de sus alumnos se ha quedado rezagado. Intranquilo, Fritz Número Uno miró a su alrededor y luego se dirigió veloz hacia Tommy.

– ¿Qué ocurre, señor Hart? -preguntó-. Tengo mucho que hacer esta mañana.

– Seguro que sí -replicó Tommy-. ¿Quizá tenga que inspeccionar algún lugar por millonésima vez? ¿Tiene que ir a fisgonear con urgencia en algún barracón? Vamos, Fritz, sabe tan bien como yo que lo único importante es el juicio de Scott.

– Pero yo tengo mis deberes, señor Hart, a pesar del juicio.

Tommy se encogió de hombros, con expresión incrédula.

– De acuerdo -dijo-. Sólo le robaré un par de minutos de su valioso tiempo. Un par de preguntas, y luego puede ir a cumplir esa tarea importante que le aguarda. -Tommy sonrió, se detuvo unos segundos y habló en voz lo bastante alta para que le oyeran los otros hurones que se hallaban cerca-. Mire, Fritz -dijo-, quiero saber de dónde sacó el cuchillo y cuándo se lo entregó a Vic a cambio de otra cosa. Ya sabe a qué me refiero, al arma del asesinato.

Fritz Número Uno palideció y asió a Tommy del brazo. Sacudiendo la cabeza, arrastró al aviador americano hasta la esquina de uno de los barracones, donde respondió con tono enfadado pero muy inseguro, según detectó Tommy.

– ¡No puede preguntarme esto, teniente Hart! No tengo ni remota idea de lo que está hablando…

Tommy interrumpió la quejumbrosa respuesta con brusquedad.

– No se haga el tonto, Fritz. Sabe perfectamente a qué me refiero. Un puñal ceremonial alemán, como el que utilizan los SS. Largo, delgado, con una calavera en la empuñadura. Muy parecido al que luce Von Reiter cuando se viste de gala. Trader Vic deseaba uno y usted se lo consiguió poco antes de que muriera asesinado. Un par de días antes, a lo sumo. Quiero saber todos los detalles. Quiero saber palabra por palabra lo que le dijo Vic cuando usted le entregó ese cuchillo, lo que pensaba hacer con él y a quién iba destinado. ¿O prefiere que se lo pregunte al Hauptmann Visser? Seguro que le interesará conocer esos detalles.

El alemán retrocedió estupefacto, como si le hubieran golpeado, y se apoyó en el muro del barracón. Parecía sentirse indispuesto.

Tommy respiró hondo.

– Me apuesto una cajetilla de Lucky -añadió-, a que las órdenes de la Luftwaffe prohíben entregar un arma a un prisionero de guerra a cambio de algún favor. En especial uno de esos vistosos puñales nazis que conceden a cambio de un importante servicio a la patria.

Fritz Número Uno se volvió, mirando sobre el hombro de Tommy, para cerciorarse de que por los alrededores no rondaba nadie que pudiera oír la conversación. Fritz se puso rígido cuando Tommy pronunció el nombre de Visser.

– No, no, no -repuso el alemán meneando la cabeza con vehemencia-. ¡Usted no sabe lo peligroso que es esto, teniente!

– Bien -contestó Tommy con tono melifluo e indiferente-, dígamelo usted.

La voz de Fritz Número Uno temblaba tanto como sus manos al tiempo que gesticulaba.

– El Hauptmann Visser me haría fusilar -murmuró-, o me enviaría al frente ruso, que viene a ser lo mismo, excepto que no es tan rápido y es seguramente peor. ¡Dar un arma a un aviador aliado a cambio de un favor está prohibido!

– Pero usted lo hizo, ¿no es así?

– Trader Vic insistió mucho. Al principio yo me negué, pero él no dejaba de atosigarme. Me prometió que lo quería simplemente como recuerdo. Me dijo que tenía un cliente especial que estaba dispuesto a pagar mucho por él. Lo necesitaba cuanto antes. Ese mismo día, inmediatamente. Me explicó que tenía gran valor. Más que cualquier otro objeto con el que hubiera negociado.

Tommy imaginó la sangre fría del tipo que había jugado a Trader Vic la peor pasada de su vida, haciendo que el hábil negociante del campo le consiguiera el arma con la que acabaría por asesinarlo. Se le secó la boca de pensarlo.

– ¿Quién quería el cuchillo? ¿Para quién hacía Trader Vic de tapadera?

– ¿De tapadera? No entiendo…

– ¿Con quién había hecho el trato?

– Se lo pregunté -respondió el alemán-. Se lo pregunté más de una vez, pero no quiso decírmelo. Sólo me aclaró que se trataba de un gran negocio.

Tommy arrugó el ceño. No creía del todo al hurón, pero tampoco dudaba por completo de sus palabras. Desde luego no había sido un gran negocio para Vic.

– Vale, no sabe el nombre de ese tipo. ¿A quién le robó usted el cuchillo, a Von Reiter?

Fritz Número Uno se apresuró a negar con la cabeza.

– ¡No, no, jamás haría eso! ¡El comandante Von Reiter es un gran hombre! Yo ya estaría muerto, combatiendo contra los rusos, si él no me hubiera traído aquí cuando recibió la orden de trasladarse a este campo. Yo era un simple mecánico que formaba parte de su tripulación de vuelo, pero él sabía que tenía facilidad para los idiomas, de modo que permitió que le acompañara. ¡De haberme quedado en Rusia habría muerto! Usted sabe, teniente: frío polar, muerte segura. Eso era lo único que nos aguardaba en Rusia. El comandante Von Reiter me salvó la vida. Y jamás podré pagarle el favor. Aquí procuro servirlo lo mejor que puedo.

– ¿Entonces se lo robó a otra persona?

Fritz sacudió de nuevo la cabeza y susurró su respuesta con desesperación; sus palabras sibilantes sonaban como aire al escaparse de un neumático pinchado.

– ¡Robar ese objeto a un oficial alemán para dárselo a un aviador aliado a cambio de otro objeto equivaldría a una orden de ejecución, teniente! ¡De ser descubierto, la Gestapo vendría a por mí!

– ¿De modo que usted no lo robó?

Fritz volvió a negarlo.

– El Hauptmann Visser no sabe nada de ese puñal, teniente Hart. Lo sospecha, pero no lo sabe con certeza. Se lo ruego, no debe saberlo. Me causaría muchos problemas…

Tommy dedujo, al percibir aquel leve titubeo, que Fritz no sería el único que sufriría si se descubría este asunto.

– ¿Y quién más tendría problemas? -preguntó de sopetón.

– No puedo decirlo.

Tommy se detuvo. Observó un temblor en la mandíbula de Fritz y creyó adivinar la respuesta. En realidad, Fritz se lo había dicho. Quizá sólo había un hombre en el campo de prisioneros que pudo haber conseguido ese puñal sin robarlo.

– ¿Qué me dice del comandante y de Visser? -inquirió Tommy de improviso-. ¿Acaso ellos…?

– Se odian -le interrumpió Fritz.

– ¿De veras?

– Un odio profundo y terrible. Dos hombres que han colaborado estrechamente durante meses. Pero el uno por el otro no sienten sino desprecio, desprecio y odio. Cada cual se alegraría de que una bomba aliada cayera sobre su adversario.

– ¿Por qué?

El hurón se encogió de hombros, suspirando, pero la voz le temblaba casi como la de una anciana.

– Visser es un nazi. Quiere que este campo de prisioneros esté bajo su mando. Es hijo de un policía y de una maestra de provincias. El número de afiliado al partido de su padre es inferior a mil. Visser odia a todos los aliados, sobre todo a los americanos porque en cierta ocasión vivió entre ustedes y a los pilotos de caza británicos porque uno de ellos le arrebató el brazo. Odia que el Oberst Von Reiter trate a todos los prisioneros con respeto. El comandante Von Reiter proviene de una familia antigua e importante, que había servido en la Wehrmacht y la Luftwaffe durante muchas generaciones. Ambos hombres se detestan a muerte. Yo no debería contarle estas cosas, teniente Hart.

Tommy asintió. Las palabras de Fritz no le habían sorprendido. Se rascó la mejilla, percatándose de que estaba sin afeitar. Disparó otra pregunta que pilló al hurón por sorpresa.

– ¿Qué consiguió usted a cambio del cuchillo, Fritz?

Fritz Número Uno se estremeció, como si de pronto fuera presa de la fiebre. Unas gotas de lluvia (o de sudor) perlaron su frente.

– No conseguí nada -respondió con voz temblorosa y negando con vehemencia.

– ¡Eso es absurdo! -protestó Tommy-. ¿Pretende decirme que se trataba de un gran negocio, el más importante que iba a hacer Trader Vic, que tenía a un cliente dispuesto a pagar lo que fuera, y usted no consiguió nada a cambio? ¡Pamplinas! Creo que iré a hablar con Visser. Seguro que tiene varios métodos, a cual más desagradable, para sonsacar información.

– ¡Por favor, teniente Hart! -exclamó Fritz Número Uno asiendo a Tommy del brazo-. ¡Se lo suplico! ¡No debe hablar de esto con el Hauptmann! ¡Temo que ni siquiera el Oberst Von Reiter podría protegerme!

– Entonces dígame qué consiguió a cambio. ¿Cuál era el trato?

Fritz Número Uno alzó la cabeza, fijando los ojos en el cielo, como si le hubiera atacado un repentino dolor. Luego bajó la vista y susurró:

– ¡El pago iba a hacerse la noche en que asesinaron al capitán Bedford! -El hurón hablaba en voz tan baja que Tommy tuvo que inclinarse hacia delante para oírle-. Iba a reunirse conmigo aquella noche. Pero no se presentó en el lugar donde habíamos quedado citados.

Tommy inspiró lentamente. Ése era el motivo por el que el hurón se hallara en el recinto después de que hubieran apagado las luces.

– ¿Cuál era el pago? -insistió Tommy.

Fritz Número Uno se irguió de golpe, apoyándose contra el muro del barracón como si Tommy le apuntara con un arma en el pecho, y sacudió la cabeza. Respiraba trabajosamente, como si hubiera recorrido una gran distancia a la carrera.

– ¡No me haga esta pregunta, teniente Hart! No puedo decirle más. Por favor, se lo suplico, mi vida depende de ello, otras vidas aparte de la mía, pero no puedo decirle más sobre este asunto.

Tommy vio lágrimas en sus ojos. Su rostro había adquirido un tono ceniciento, tan grisáceo como el cielo. Presentaba el aspecto de un hombre trastornado, con la angustia de quien ve la muerte acechándole. Tommy retrocedió un paso, como impresionado por aquella expresión.

– De acuerdo -dijo-. Ya basta. Por ahora mantendré la boca cerrada. No prometo hacerlo más adelante, sin embargo.

El alemán volvió a estremecerse, pero esbozó una sonrisa de gratitud y alivio.

– ¡Jamás olvidaré esto, teniente Hart! -dijo estrechando la mano de Tommy con fuerza.

Tras estas palabras el hurón se alejó deprisa envuelto en la húmeda atmósfera matutina. Tommy le vio volver la cabeza a un lado y a otro, para cerciorarse de que nadie los había estado espiando. Por un lado, Tommy sabía que había adquirido bastante información para extorsionar a Fritz Número Uno y así tenerlo en sus manos. Sin embargo, también se formulaba nuevas preguntas, sobre todo cuál era el pago por el arma que alguien utilizó para matar a Vic. Tommy observó a Fritz atravesar con rapidez el campo de ejercicios, preguntándose quién más podía tener la respuesta. Miró su reloj de pulsera. Se sintió solo. Durante unos segundos, dudó sobre qué hora sería en Vermont, su hogar, esforzándose en calcular si más temprano o más tarde. Pero en seguida desechó ese triste pensamiento al percatarse de que si no se apresuraba llegaría tarde a la sesión de aquella mañana.


La multitud de kriegies se amontonaba en el rudimentario teatro, sentados incluso en los pasillos, cuando Tommy apareció poco antes de que se iniciara la sesión. Tal como se temía, todos ocupaban ya sus correspondientes lugares: el tribunal situado detrás de la mesa de la defensa y los miembros de la acusación sentados y aguardando su llegada, Lincoln Scott y Hugh Renaday, éste con aspecto muy preocupado, se habían instalado en sus respectivas sillas. Aun lado, el Hauptmann Visser fumaba uno de sus cigarrillos pardos, mientras que el estenógrafo, junto a él, jugueteaba nervioso con el lápiz. Tommy avanzó por el pasillo central, sorteando los pies y las piernas de los hombres sentados en el suelo, tropezando de pronto con unas botas de aviador, pensando en su fuero interno que su entrada en solitario resultaba menos dramática que cuando había entrado acompañado por los otros dos en formación.

– Nos ha tenido a todos esperándole, teniente -comentó el coronel MacNamara con frialdad cuando Tommy se dirigió hacia el centro de la sala-. «Las ocho en punto» significa justamente eso. En el futuro, teniente Hart…

Tommy interrumpió al oficial superior americano.

– Pido disculpas, señor. Tuve que realizar una gestión importante para la defensa.

– No lo dudo, teniente, pero…

Tommy interrumpió de nuevo a MacNamara. Supuso que eso enfurecería al comandante, pero no le importaba.

– Mi primer y principal deberes para con el teniente Scott, señor. Si mi ausencia ha retrasado el inicio de la sesión, esto vuelve a poner de manifiesto y de forma palpable la lamentable premura con que se ha organizado este juicio. Basándome en una información que he recabado hace poco, deseo renovar mi protesta a que el juicio continúe y solicito más tiempo para investigar.

– ¿De qué información se trata? -preguntó MacNamara.

Tommy se acercó a la mesa de la acusación y tomó el cuchillo confeccionado por Scott. Después de examinarlo unos momentos volvió a depositarlo en la mesa, mirando a MacNamara.

– Tiene que ver con el arma del crimen, coronel.

Tommy observó por el rabillo del ojo que Visser se ponía rígido. El alemán arrojó el cigarrillo al suelo y lo aplastó con el tacón.

– ¿Qué es esta información relacionada con el arma del crimen, teniente?

– No puedo responder a esa pregunta, coronel, sin investigar el asunto más a fondo.

El capitán Townsend se levantó.

– Señoría -dijo muy seguro de sí mismo-, creo que la defensa pretende demorar el juicio sin motivo alguno. Creo que en ausencia de alguna prueba que corrobore la necesidad por su parte de aplazarlo, debemos proseguir.

MacNamara alzó la mano.

– Lleva usted razón, capitán. Siéntese, teniente Hart. Llame a su próximo testigo, capitán Townsend. Y a usted, teniente Hart, le ruego puntualidad para otra vez.

Tommy se encogió de hombros y se sentó. Lincoln Scott y Hugh Renaday se inclinaron hacia él.

– ¿A qué se refería? -inquirió Scott-. ¿Ha descubierto algo que pueda ayudarnos?

– Es posible -respondió Tommy en voz baja-. He averiguado algo. Pero no estoy seguro de que nos sirva de ayuda.

Scott se inclinó hacia atrás.

– Genial -murmuró entre dientes. Tomó el cabo de lápiz y comenzó a tamborilear con él sobre la tosca superficie de la mesa. Clavó los ojos en el primer testigo de la mañana, otro oficial del barracón 101, a quien MacNamara tomó juramento.

Tommy miró sus notas. El testigo era uno de los hombres que había visto a Scott en el pasillo central del barracón la noche de autos. Sabía que su declaración iba a ser muy perjudicial para Scott. Se trataba de un oficial que no mantenía una relación especial ni con éste ni con Trader Vic, que explicaría al tribunal que había visto al aviador negro fuera del dormitorio del barracón, moviéndose a través de la oscuridad con ayuda de una vela. Lo que el testigo describiría serían unos actos que cualquiera podría haber realizado. Considerados de forma aislada, no tenían nada de malo. Pero referidos a la noche del asesinato, resultaban muy graves.

Tommy no sabía cómo atacar al testigo. En su mayor parte, diría la verdad. Sabía que dentro de unos instantes, la acusación aplicaría una importante pincelada sobre su caso, afirmando que la noche en que Trader Vic había muerto asesinado, Lincoln Scott había salido del barracón, en lugar de permanecer en su litera, cubierto con la manta delgada y gris suministrada por los alemanes, soñando con su hogar, con comida y con la libertad, como prácticamente todos los prisioneros del recinto sur.

Tommy se mordió el labio inferior mientras el capitán Townsend comenzaba a interrogar con mucha calma al testigo. En aquel segundo, pensó que el juicio era como hallarse de pie sobre la arena de la playa donde la espuma del mar se extiende sobre la orilla, en el punto donde la fuerza casi agotada de la ola es aún capaz de remover la arena, confiriendo inestabilidad al suelo que pisamos. El caso de la acusación era como la resaca, que arrastra lentamente todo lo sólido, y en aquel preciso momento Tommy comprendió que no tenía ni remota idea de cómo devolver a Lincoln Scott a terreno firme.


Poco después de mediodía, Townsend pidió al comandante Clark que subiera al estrado. Era el último nombre en la lista de testigos de la acusación, y su declaración, sospechaba Tommy, sería la más espectacular. Pese al proverbial malhumor de Clark, Tommy sospechaba que poseía una compostura que quedaría patente en el estrado. La misma compostura que había permitido al comandante pilotar su maltrecho B-17, envuelto en llamas y con un solo motor funcionando, hasta aterrizar en el sembrado de un agricultor de Alsacia, salvando la vida de la mayoría de su tripulación.

Cuando el virginiano pronunció su nombre, el comandante Clark se levantó apresuradamente de la mesa de la acusación. Con la espalda tiesa como un palo, atravesó la sala con rapidez, tomó la Biblia que le ofrecieron y juró sobre ella decir la verdad. Acto seguido, se sentó en el lugar de los testigos, aguardando con impaciencia la primera pregunta de Townsend.

Tommy lo observó con detención. Algunos hombres, pensó; exhiben su cautiverio con un sentido de decoro rígido y militar; al cabo de dieciocho meses en el Stalag Luft 13, el uniforme de Clark estaba gastado, remendado y roto en varios lugares, pero se adaptaba a su figura de peso gallo como si fuera nuevo y estuviera recién planchado. Era un hombre menudo, de expresión dura, talante estricto y actitud solemne. Tommy estaba convencido de que había limitado su trayectoria personal a dos imperativos, el deber y el valor. Uno lo había adquirido y el otro lo cumplía con total dedicación.

– Comandante Clark -dijo el capitán Townsend-, explique al tribunal cómo llegó a este campo de prisioneros de guerra.

El comandante se inclinó hacia delante, dispuesto a comenzar su relato, como habían hecho todos los testigos kriegies, cuando Tommy se levantó de pronto.

– ¡Protesto! -dijo.

El coronel MacNamara lo miró.

– ¿Por qué? -inquirió con tono cínico.

– El comandante Clark forma parte de la acusación. En mi opinión este hecho le excluye de declarar sobre el caso, coronel.

MacNamara negó con la cabeza.

– Quizás en Estados Unidos. Pero aquí, debido a las circunstancias y singularidad de nuestra situación, permitiré a ambas partes cierto margen con respecto a los testigos que llamen a declarar. El papel del comandante Clark en el caso se asemeja más al de un oficial investigador. Protesta denegada.

– En ese caso tengo una segunda protesta, coronel.

MacNamara comenzó a exasperarse.

– ¿A qué se refiere, teniente?

– Me opongo a que el comandante Clark describa la historia de su llegada aquí. El valor del comandante Clark en el campo de batalla no viene al caso, sólo servirá para crear un gran sentido de credibilidad con respecto al comandante. Pero, como sin duda sabe el coronel, los hombres valerosos son tan capaces de mentir como los cobardes, señor.

MacNamara lo miró irritado. El rostro del comandante Clark era duro e impasible. Tommy sabía que el comandante se había tomado sus palabras como una ofensa, que era precisamente lo que pretendía.

El coronel respiró hondo antes de responder.

– No se extralimite, teniente. Protesta denegada. Haga el favor de proseguir, capitán.

Walker Townsend esbozó una sonrisa.

– Creo que el tribunal debería censurar al teniente, señor, por poner en tela de juicio la integridad de un oficial colega…

– Limítese a proseguir, capitán -rezongó MacNamara.

Townsend asintió con la cabeza y se volvió hacia el comandante Clark.

– Cuéntenos cómo llegó aquí, comandante.

Tommy se repantigó en la silla, prestando atención, mientras el comandante Clark describía el ataque aéreo debido al cual tuvo que realizar un aterrizaje forzoso. Clark no se expresó ni con jactancia ni con modestia, sino de forma concisa, disciplinada y precisa. En cierto momento se negó a describir la capacidad del B-17 de maniobrar con un solo motor, porque, según dijo, era una información técnica y el enemigo podía utilizarla. Al decir esto señaló a Heinrich Visser. Además, dijo algo que a Tommy no sólo le pareció interesante, sino de gran importancia. Según explicó el comandante, antes de que lo llevaran al interior del campo de prisioneros fue interrogado por Visser, que le había hecho unas preguntas que Clark se había negado a responder acerca de la capacidad del avión y las estrategias del cuerpo de aviación. Eran preguntas de rutina, que todos los aviadores sabían cómo responder diciendo simplemente su nombre, rango y número de identificación. También sabían que los hombres que les interrogaban eran policías de seguridad, muy a menudo camuflados. Pero lo que llamó poderosamente la atención a Tommy fue el hecho de que Clark, y por consiguiente los demás oficiales de alta graduación del recinto americano, estuvieran informados de que Visser pertenecía también a la Gestapo.

Tommy miró a hurtadillas al alemán manco. Escuchaba con atención al comandante Clark.

– De modo, comandante -tronó de golpe Walker Townsend-, que llegó un momento en que, como parte de sus deberes oficiales, le fue encomendado que investigara el asesinato del capitán Vincent Bedford, ¿no es así?

Tommy miró al testigo. Ahora es cuando lo suelta, dijo para sus adentros.

– Así es.

– Cuéntenos cómo ocurrió.

Durante unos momentos el comandante Clark se volvió hacia la mesa de la defensa, mirando a Tommy y a Lincoln Scott con frialdad y acritud. Luego, comenzó a desgranar lentamente su relato, levantando la voz para que no sólo le oyera el capitán Townsend, sino todos los kriegies que estaban presentes en la sala y amontonados junto a las ventanas y las puertas del teatro. Clark dijo que se había despertado poco antes del alba al oír los silbatos de alarma de los hurones (no identificó a Fritz Número Uno como el hurón que había hallado el cadáver), y que había penetrado con cautela en el Abort y había visto el cuerpo de Vincent Bedford. Contó al tribunal que desde el primer momento el único sospechoso había sido Lincoln Scott, debido a la inquina y las peleas entre ambos hombres. También dijo haber observado las manchas de sangre en las punteras de las botas de Scott y en la manga y el hombro derechos de su cazadora cuando el aviador negro había sido interrogado en el despacho del comandante Von Reiter. Los otros elementos del caso, según Clark, encajaron con facilidad. Los compañeros de cuarto de Trader Vic habían afirmado que Scott era autor del arma del crimen y habían informado a Clark acerca del escondite debajo de las tablas del suelo.

Clark tejió cada elemento de la acusación hasta formar un tapiz. Habló de forma pausada, sistemática, persuasiva, con determinación, confiriendo un contexto a los otros testigos. Tommy no protestó por las palabras del comandante, ni por el grave cuadro que esbozaba. Sabía una cosa: no obstante su dureza y rigidez militar, el comandante era un luchador, al igual que Lincoln Scott. Si Tommy le rebatía cada argumento, oponiendo una serie de objeciones, Clark respondería como un atleta; cada batallita sólo serviría para darle renovadas fuerzas y hacer que persiguiera con más ahínco su objetivo.

Pero el turno de repreguntas era otra cosa.

Cuando el comandante Clark concluyó su declaración, Tommy le estaba esperando, como una víbora acechando a su presa entre la hierba. Sabía lo que debía hacer: encontrar un solo punto débil de la sistemática y convincente historia que había relatado el comandante. Atacar un punto crítico y demostrar que era mentira, tras lo cual todo lo demás se vendría abajo como un castillo de naipes. En todo caso, eso confiaba Tommy, y sabía por dónde atacar. Lo había sabido desde el primer momento en que había examinado las pruebas.

Miró de reojo a Scott. El aviador negro jugueteaba de nuevo con el cabo de lápiz. Tommy le vio escribir con él dos palabras en una de las preciosas hojas de papel: «¿por qué?».

Era una buena pregunta, pensó Tommy. Una pregunta que aún se le resistía.

– Una última pregunta, comandante Clark -dijo Walker Townsend-. ¿Siente usted una antipatía personal hacia el teniente Scott, o hacia las personas de raza negra en general?

– ¡Protesto! -exclamó Hart.

El coronel MacNamara lo miró al tiempo que asentía con la cabeza.

– El teniente lleva razón, capitán -amonestó a Townsend-. La pregunta es interesada e irrelevante.

El capitán Townsend sonrió.

– Quizá sea interesada, coronel -respondió-, pero no irrelevante.

Al decir esto el fiscal se volvió hacia el público, dirigiendo esa última frase a los kriegies que abarrotaban la sala. No era necesario que el comandante Clark respondiera a la pregunta. Por el mero hecho de formularla, Townsend ya la había respondido.

– ¿Desea usted hacer más preguntas, capitán? -inquirió MacNamara.

– No, señor -respondió Townsend con brío, como si efectuara un saludo militar-. Puede interrogar usted al testigo, teniente.

Tommy se levantó despacio y rodeó la mesa de la defensa sin apresurarse. Miró al comandante Clark y vio que el testigo estaba inclinado hacia delante, aguardando impaciente su primera pregunta.

– ¿Tiene usted experiencia en las investigaciones criminales, comandante?

Clark se detuvo antes de responder.

– No, teniente. Pero todo oficial veterano del ejército está acostumbrado a investigar disputas y conflictos entre los hombres a nuestro mando. Estamos habituados a determinar la verdad en estas situaciones. Un asesinato, aunque infrecuente, no es más que la extensión de una disputa. El proceso es el mismo.

– Una extensión notable.

El comandante Clark se encogió de hombros.

– ¿De modo que no tiene experiencia? -continuó Tommy-. ¿No le han enseñado cómo se ha de examinar la escena de un crimen?

– No, teniente.

– ¿Y no tiene experiencia en recoger e interpretar las pruebas?

El comandante Clark dudó antes de responder a regañadientes:

– No tengo experiencia en esta materia, teniente. Pero este caso no la requiere. Estaba claro desde un principio.

– Ésa es su opinión.

– Ésta es mi opinión, en efecto, teniente.

El comandante Clark se había sonrojado ligeramente y en lugar de apoyar los pies en el suelo, había alzado un poco los talones, casi como si se dispusiera a saltar. Tommy se detuvo unos instantes para observar el rostro y el cuerpo del comandante, pensando que éste se mostraba receloso pero confiado. Tommy se acercó a Scott y a Renaday y dijo en voz baja al canadiense:

– Dame esos bocetos.

Hugh sacó de debajo de la mesa los tres dibujos de la escena del crimen que había realizado el artista irlandés amigo de Phillip Pryce.

– Machaca a ese prepotente cabrón -murmuró al entregárselos a Tommy, lo bastante alto para que los kriegies que estaban cerca lo oyeran.

– Comandante Clark -dijo Tommy alzando la voz-. Voy a mostrarle tres dibujos. El primero muestra las heridas que tenía el capitán Bedford en el cuello y las manos. El segundo muestra la colocación de su cuerpo en el cubículo del Abort. El tercero es un diagrama del mismo Abort. Le ruego que los examine y me diga si cree que representan con justicia lo que usted mismo vio la mañana siguiente al asesinato.

– Quisiera ver esos dibujos -dijo Townsend poniéndose en pie.

Tommy entregó los tres bocetos al comandante Clark al tiempo que decía:

– Puede examinarlos junto con el testigo, capitán. Pero no recuerdo que estuviera usted presente en la escena del crimen en el Abort, por lo que no creo que pueda juzgar la exactitud de ellos.

Townsend hizo un gesto de desdén y se colocó detrás del comandante Clark. Ambos hombres examinaron cada dibujo con detenimiento. Tommy observó que el capitán Townsend se agachaba un poco para susurrar unas palabras al oído del comandante.

– ¡Absténgase de hablar con el testigo! -exclamó. Sus palabras resonaron en la atmósfera silenciosa del rudimentario teatro. Tommy avanzó furioso, apuntando con el dedo hacia el rostro de Townsend-. Ya ha interrogado al testigo, ahora es mi turno de preguntar. ¡No trate de aconsejarle lo que debe responder!

Townsend entrecerró los párpados y miró con furia a Tommy Hart. El coronel MacNamara se interpuso entre los dos, lo cual asombró a Tommy.

– El teniente lleva razón, capitán. Debemos mantener un procedimiento correcto en la medida de lo humanamente posible. Ya tendrá usted una segunda oportunidad de interrogar al testigo. Ahora retírese y deje que el teniente prosiga, aunque yo mismo quisiera ver esos dibujos, señor Hart.

Tommy asintió y le entregó los dibujos.

– Encajan con lo que yo recuerdo -dijo tras examinarlos durante unos momentos-. Responda a la pregunta, comandante Clark.

Clark se encogió de hombros.

– Estoy de acuerdo con usted, coronel. Me parecen bastante precisos.

– No se precipite -dijo Tommy-. No quisiera que cometiera un error evidente.

Clark observó de nuevo los dibujos.

– Están bien realizados -comentó-. Mi enhorabuena a su autor.

Tommy tomó los tres bocetos y los sostuvo en alto, para que el público pudiera contemplarlos.

– Eso no es necesario -protestó MacNamara, adelantándose a Walker Townsend.

Tommy sonrió.

– Por supuesto -respondió al coronel. Luego se volvió de nuevo hacia el comandante Clark-. Comandante, basándose en su examen pericial de la escena del crimen en el Abort ¿quiere hacer el favor de explicar al tribunal cómo cree que se cometió este asesinato?

Tommy dio media vuelta, apoyándose en la mesa de la defensa, apoyando un muslo sobre la misma, con los brazos cruzados, esperando que el comandante relatara su versión de los hechos, tratando de imponer un aire de incredulidad a su postura. En su fuero interno, estaba nervioso sobre su pregunta. Phillip Pryce le había inculcado hacía tiempo la máxima de que jamás debe formularse en un juicio una pregunta a menos que se conozca la respuesta, y él acababa de pedir al principal acusador de Scott que describiera el asesinato de Trader Vic. No dejaba de ser un riesgo. Pero Tommy contaba con la vanidad y la tozudez del comandante Clark, convencido de que el prepotente oficial caería en la trampa que le había tendido. Sospechaba que el comandante no había observado el peligro en los dibujos de la escena del crimen. Por otra parte, suponía que el comandante no sabía que Nicholas Fenelli, el empleado de la funeraria y médico en ciernes, aguardaba entre bastidores para rebatir todo lo que Clark iba a decir cuando Tommy lo llamara al estrado y le mostrara los mismos dibujos que le había enseñado en su modesto consultorio. En este conflicto, pensó Tommy, las enérgicas protestas de inocencia de Scott cobrarían fuerza y la verdad acabaría imponiéndose.

– ¿Quiere que describa el asesinato? -preguntó Clark tras una pausa.

– Exactamente. Díganos cómo ocurrió. Basándose en sus investigaciones, naturalmente.

Walker Townsend hizo ademán de levantarse, pero cambió de parecer. En su rostro se dibujaba una pequeña sonrisa.

– Muy bien -respondió el comandante Clark-. Yo creo que lo que ocurrió…

Tommy se apresuró a interrumpirle.

– Se trata de una creencia basada en su interpretación de los hechos, ¿no es así?

El comandante Clark dio un respingo.

– Sí. Exactamente. ¿Puedo continuar?

– Por supuesto.

– Bien, el capitán Bedford, como todo el mundo sabe, era un negociante. Yo afirmo que el teniente Scott lo vio levantarse de su litera la noche de autos. El capitán se exponía a ser castigado por salir después de que se apagaran las luces, pero era un hombre valiente y decidido, sobre todo si le aguardaba una suculenta recompensa. Al cabo de unos momentos, Scott le siguió a la luz de una vela, acechándole, con el cuchillo oculto debajo de su chaqueta, sin saber que otros les habían visto. Supongo que de haberlo sabido, quizás habría desistido de su empeño.

– Pero eso es una suposición -interrumpió Tommy-. No se basa en lo que las pruebas indican, ¿no es así?

– Desde luego. Tiene razón, teniente -dijo Clark-. En lo sucesivo trataré de abstenerme de formular suposiciones.

– Se lo agradezco. Bien -dijo Tommy-, el acusado le sigue fuera del barracón…

– Justamente, teniente. Scott siguió a Bedford hasta el Abort, donde ambos sostuvieron una pelea. Puesto que se hallaban dentro de ese edificio, el ruido que hicieron al pelearse no se oyó en los dormitorios de los barracones 101 y 102.

– Una ausencia de ruido muy oportuna -le cortó Tommy de nuevo. No podía remediarlo. El pomposo tono de sabihondo del comandante era demasiado irritante para pasarlo por alto. El comandante Clark lo miró con cara de pocos amigos.

– No sé si será oportuna o no lo será, teniente. Pero al interrogar a los hombres que ocupan los barracones contiguos ninguno había oído el ruido de la pelea. Era muy tarde y estaban dormidos.

– Sí -dijo Tommy-. Continúe, por favor.

– Utilizando el cuchillo que había fabricado, Scott apuñaló al capitán Bedford en el cuello. Luego arrojó su cadáver en el sexto cubículo, donde más tarde fue descubierto. Después, sin darse cuenta de que tenía la ropa manchada de sangre, regresó al dormitorio del barracón. Fin de la historia, teniente. Como he dicho, está más claro que el agua. Estoy listo para la segunda pregunta -añadió sonriendo el comandante Clark.

Tommy se incorporó y dijo:

– Muéstremelo.

– ¿Qué quiere que le muestre?

– Muéstrenos a todos cómo se produjo la pelea, comandante. Empuñe el cuchillo. Usted será Scott, yo Bedford.

El comandante Clark no se lo hizo repetir dos veces. El capitán Townsend le entregó el cuchillo.

– Sitúese allí -indicó el comandante a Tommy. Luego se colocó a unos pasos de distancia, sosteniendo el cuchillo con la mano derecha como si sostuviera una espada. A continuación lo alzó lentamente, fingiendo apuñalar a Tommy en el cuello-. Por supuesto -apuntó el comandante-, usted es bastante más alto que el capitán Bedford y yo no soy tan alto como el teniente Scott, de modo que…

– ¿Quiere que invirtamos los papeles? -preguntó Tommy.

– De acuerdo -respondió el comandante Clark, pasando el cuchillo a Tommy.

– ¿Así? -preguntó Tommy, remedando los gestos que acababa de hacer el comandante.

– Sí. Se ajusta bastante a la realidad -contestó el comandante. Mientras representaba el papel de la víctima sonrió.

– ¿Le parece bien, señor fiscal? -inquirió Tommy dirigiéndose al capitán Townsend.

– Me parece bien -repuso el virginiano.

Tommy Hart indicó al comandante que ocupara de nuevo la silla del testigo.

– De acuerdo -dijo cuando el comandante Clark volvió a sentarse-. Después de rebanarle el cuello a Trader Vic, Scott lo metió en el cubículo, ¿no es así? Y luego abandonó el Abort, según ha declarado usted.

– Sí -respondió el comandante en voz alta-. Es exacto.

– Entonces explíqueme cómo logró mancharse la parte trasera izquierda de su cazadora.

– ¿Cómo dice?

– ¿Cómo es que se manchó la parte trasera izquierda de su cazadora? -Tommy se acercó a la mesa de la acusación, tomó la cazadora de cuero de Scott y la sostuvo en alto para mostrarla al tribunal.

El comandante Clark dudó unos instantes, sonrojándose de nuevo.

– No entiendo la pregunta -dijo.

Tommy fue a por él.

– Es muy sencillo, comandante -repuso con frialdad-. La parte trasera de la cazadora del acusado está manchada de sangre. ¿Cómo ocurrió? En la declaración que usted ha hecho, describiendo el crimen, y ahora, al representar la escena ante el tribunal, no ha indicado en ningún momento que Scott se volviera de espaldas a Bedford. ¿Cómo se manchó entonces?

El comandante Clark se movió nervioso en la silla.

– Quizá tuviera que levantar el cadáver para colocarlo en el retrete. En ese caso habría utilizado el hombro, manchándose de esa forma la cazadora.

– Se nota que usted no es un experto en estos temas. Nunca le han enseñado nada sobre la escena del crimen, ni sobre manchas de sangre, ¿no es cierto?

– Ya he respondido a eso.

– Señoría -dijo Walker Townsend poniéndose en pie-, opino que la defensa…

El coronel MacNamara alzó la mano.

– Si tiene usted algún problema, puede plantearlo cuando vuelva a interrogar al testigo. De momento, permita que el teniente continúe.

– Gracias, coronel -dijo Tommy, sorprendido por la enérgica actitud de MacNamara-. De acuerdo, comandante Clark. Supongamos que el teniente Scott tuviera que levantar el cadáver, aunque no fue eso lo que usted dijo la primera vez. ¿El acusado es diestro o zurdo?

– No lo sé -respondió Clark después de unos instantes de vacilación.

– Bien, si optó por utilizar su hombro izquierdo para alzar el cadáver, ¿no cree que eso indicaría que es zurdo?

– Sí.

Tommy se volvió de repente hacia Lincoln Scott.

– ¿Es usted zurdo, teniente? -le preguntó de sopetón, en voz bien alta.

Lincoln Scott, sonriendo levemente, reaccionó con presteza, antes de que Walker Townsend pudiera protestar. Se levantó en el acto y gritó:

– ¡No señor, soy diestro! -y lo demostró crispando el puño derecho y exhibiéndolo ante todos.

Tommy se volvió una vez más hacia el comandante Clark.

– Así pues -dijo secamente-, es posible que el crimen no ocurriera tal como usted dice, «precisamente» -agregó, repitiendo con tono sarcástico la palabra empleada por el comandante.

– Bien -repuso Clark-, quizá no precisamente…

Tommy lo interrumpió con un gesto.

– Es suficiente -dijo-. Me pregunto qué otra cosa no ocurrió «precisamente» como ha declarado usted. Es más, me pregunto si algo ocurrió «precisamente».

Tommy pronunció esas últimas palabras casi con voz estentórea. Luego se encogió de hombros y alzó los brazos en un gesto interrogativo, creando en la sala la sutil sensación de que sería injusto condenar a un hombre sin precisión.

– No haré más preguntas al testigo -dijo con un tono cargado de desprecio.

Tommy volvió a ocupar su asiento con un gesto no exento de teatralidad. Por el rabillo del ojo vio al Hauptmann Visser muy atento al turno de repreguntas. El alemán lucía la misma pequeña y ácida sonrisa que Tommy había visto en sus labios en otros momentos. De pronto, Visser murmuró algo al estenógrafo, que se apresuró a anotar las palabras del Hauptmann.

Lincoln Scott, sentado junto a Tommy, susurró: «Buen trabajo.» Hugh, sentado al otro lado, escribió en su hoja de papel un nombre, Fenelli, seguido por varios signos de exclamación. El policía canadiense también sabía lo que iba a ocurrir, y en sus labios se dibujaba una sonrisa de satisfacción.

A sus espaldas sonó un murmullo; provenía de los kriegies, que comentaban las incidencias de la sesión como si se tratase de un partido de béisbol. El coronel MacNamara dejó que los exaltados rumores continuaran unos momentos, después de lo cual dio tres golpes contundentes con su martillo rudimentario. Su rostro mostraba una expresión enérgica. No parecía furioso, pero sí disgustado, aunque era imposible adivinar si debido a la endeble declaración del testigo o a la actitud espectacular de Tommy.

– ¿Desea interrogar de nuevo al testigo? -preguntó fríamente a Walker Townsend.

El capitán de Virginia se levantó poco a poco, moviéndose de un modo pausado, paciente, que puso nervioso a Tommy. Había supuesto que el capitán volaría de forma errática, tratando de mantener la altura y la estabilidad del aparato después de que fallara un motor.

Meneando la cabeza y esbozando una sonrisa irónica, el capitán Townsend avanzó hacia el centro de la sala.

– No, señor, no tenemos más preguntas para el comandante. Gracias, señor.

Tommy se extrañó. Al sentarse en su silla había estado seguro de que Townsend tendría que rehabilitar el testimonio de Clark, y contaba con que cada tentativa que hiciera Clark para dar la impresión de que hablaba con conocimiento de causa sólo serviría para poner de relieve sus defectos como investigador criminal. Tommy experimentó un inopinado temor, semejante al que había sentido hacía meses a bordo del Lovely Lydia, durante el vuelo de regreso a la base cuando el bombardero había sido atacado por un caza cuya presencia no habían detectado y el Focke-Wulf había disparado contra ellos unas balas trazadoras. El viejo capitán del oeste de lejas se las había visto y deseado para subir y ocultarse entre las nubes a fin de zafarse del insistente caza.

De pronto Townsend se volvió, echó una ojeada a la defensa y después a la multitud de aviadores que abarrotaban el teatro.

– ¿Tiene usted otro testigo? -preguntó el coronel MacNamara.

– Sí, señoría -respondió el capitán Townsend con cautela-. Un último testigo, después de lo cual la acusación habrá concluido su caso. -La voz de Townsend se alzó rápidamente, adquiriendo volumen y fuerza con cada palabra, de forma que cuando pronunció la siguiente frase, lo hizo casi gritando-. En estos momentos, señor, la acusación desea llamar al estrado al teniente Nicholas Fenelli.

– ¡Qué carajo es esto! -soltó Hugh Renaday.

Lincoln Scott dejó caer el lápiz sobre la mesa y Tommy Hart sintió de pronto vértigo, como si se hubiera levantado bruscamente. Notó que palidecía.

– ¡Teniente Nicholas Fenelli! -gritó el coronel MacNamara.

Se produjo un tumulto entre los aviadores presentes en la sala, mientras se apartaban para dejar paso al médico en ciernes. Tommy se volvió y vio a Fenelli avanzar con paso firme por el pasillo central del teatro, con los ojos fijos en la silla de los testigos. Evitaba escrupulosamente la mirada de Tommy.

– ¡Esto es una sucia emboscada! -susurró Renaday.

Tommy observó a Fenelli acercarse al estrado. Se había esmerado en limpiar y planchar su uniforme, se había afeitado con una cuchilla nueva, había peinado su pelo ralo y negro y se había recortado su bigotito. Al llegar frente al tribunal, saludó y tomó la Biblia y juró sobre ella. Durante unos segundos Tommy se sintió hipnotizado por la aparición del médico, casi como si la escena que se desarrollaba frente a él lo hiciera a cámara lenta. Pero cuando Fenelli levantó la mano para prestar juramento, Tommy consiguió salir de su estupor y se levantó de un salto, descargando un puñetazo sobre la mesa ante él.

– ¡Protesto! -exclamó tres veces consecutivas.

El hombre que prestaba juramento se detuvo, sin mirar a Tommy. Walker Townsend se acercó al tribunal y el coronel MacNamara se inclinó hacia delante.

– Exponga el motivo de su protesta, teniente -dijo MacNamara con frialdad.

Tommy respiró hondo.

– ¡El nombre de esta persona no aparece en la lista de testigos de la acusación, señoría! Por tanto, no puede ser llamado a declarar sin que la defensa tenga oportunidad suficiente para hablar de su testimonio.

Walker Townsend se volvió a medias hacia Tommy al tiempo que le interrumpía.

– ¡Teniente Hart, no se haga el ingenuo! Usted conoce muy bien la relación del señor Fenelli con este caso, ya que le ha entrevistado durante un buen rato. De hecho, tengo entendido que pensaba llamarlo a declarar en favor de la defensa.

– ¿Es eso cierto, señor Hart? -preguntó el coronel MacNamara.

Tommy se sentía ofuscado, como si flotara a la deriva. No tenía remota idea del motivo por el que el fiscal había llamado a Fenelli a declarar, tanto más sabiendo lo que diría el médico sobre la naturaleza de las heridas sufridas por Trader Vic y el tipo de arma que se las había producido. Pero algo no encajaba.

– Es cierto que entrevisté al teniente Fenelli. Es cierto que pensé en llamarlo a declarar…

– En ese caso no entiendo por qué protesta, teniente -terció MacNamara secamente.

– ¡Sigue sin figurar en la lista de la acusación, señoría! Este hecho lo excluye por sí solo como testigo.

– Ya hemos discutido eso con el comandante Clark, teniente. Debido a nuestras singulares circunstancias, el tribunal piensa que es importante conceder cierto margen de tolerancia a ambas partes, si bien conservando la integridad del proceso.

– ¡Esto es injusto, señor!

– No lo creo, teniente. Haga el favor de sentarse, señor Fenelli. Capitán Townsend, prosiga, por favor.

Durante unos instantes Tommy se sintió mareado. Luego se dejó caer en su silla. No se atrevía a volver la cabeza para mirar a Lincoln Scott o a Hugh Renaday, aunque oyó al canadiense mascullar unas palabrotas. Scott permanecía impertérrito, con ambas manos apoyadas en la mesa, mostrando en el dorso unas venas rígidas que se traslucían bajo la piel.

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