En esos momentos era un anciano a quien le gustaba correr riesgos.
A lo lejos, vio tres trombas que ocupaban el espacio entre la superficie acuática azul y lisa del borde de la corriente del Golfo y la falange gris negruzca de las nubes tormentosas del crepúsculo que avanzaban a un ritmo constante desde el oeste. Las trombas formaban estrechos conos de oscuridad que giraban con toda la fuerza de sus parientes terrestres, los tornados. Pero eran menos sutiles; no se presentaban con la terrorífica rapidez con que estallan las tormentas terrestres, sino que surgían de la inexorable acumulación de calor, viento y agua, para acabar alzándose formando un arco entre las nubes y el océano. Al anciano se le antojaban imponentes, al contemplar cómo sé deslizaban pesadamente sobre las olas. Eran visibles a muchos kilómetros de distancia, y por consiguiente más fáciles de evitar, que es lo que todos los barcos que navegaban por el borde del inmenso caudal de agua que fluye hacia el norte desde las cálidas profundidades del Caribe ya habían hecho. El anciano se había quedado solo en el mar, meciéndose al ritmo lento de las olas, con el motor de su embarcación apagado, mientras que los dos señuelos que había lanzado hacía un rato flotaban inmóviles sobre la oscura superficie del agua.
Contempló las tres espirales y pensó que las trombas se hallaban a unas cinco millas, una distancia muy pequeña teniendo en cuenta los vientos de más de trescientos kilómetros por hora que las empujaban. Mientras observaba la escena, se le ocurrió que las trombas marinas habían adquirido paulatinamente velocidad, como si se hubieran hecho más ligeras y, de improviso, más ágiles. Parecían danzar al unísono mientras avanzaban hacia él, como tres hombres que rivalizaban por conquistar el favor de una joven atractiva, interceptándose uno a otro en la pista de baile. Uno se detenía y esperaba con paciencia mientras los restantes se movían en un círculo lento, para luego aproximarse, mientras el otro se retiraba a un lado. Como un minué, pensó, ejecutado por los cortesanos en una corte del Renacimiento. El anciano meneó la cabeza. No, no era exactamente así. Observó de nuevo las oscuras trombas. ¿Quizás una cuadrilla en un granero rural, al son de unos violines? Una brisa repentina y caprichosa agitó con violencia el gallardete de uno de los balancines, antes de que huyera también, como atemorizada por los furiosos vientos que avanzaban hacia ella.
El anciano inspiró una bocanada de aire cálido.
«Menos de cinco millas -se dijo-. Poco más de tres.»
Las trombas marinas eran capaces de recorrer esa distancia en unos minutos. A pesar del voluminoso motor de doscientos caballos instalado en la parte posterior del bote, que propulsaría al pescador a través de las olas a treinta y cinco nudos, éste sabía que era demasiado tarde. Si las tormentas se proponían atraparlo, lo harían.
Al anciano se le antojó que su baile era en cierto modo elegante, estilizado, pero a la vez enérgico y entusiasta. Poseía un ritmo sincopado. El pescador aguzó el oído y durante unos instantes creyó detectar sonidos musicales en el viento. Las notas de sonoras trompetas, el batir de tambores y la cadencia de violines. Un rápido y decisivo riff de guitarra. Alzó la vista hacia el cielo, que comenzaba a oscurecerse, y vio gigantescos y negros nubarrones que se abrían paso hacia él a través del azulado aire de Florida. «La música de una gran orquesta de jazz -pensó de pronto-. Eso es. Jimmy Dorsey y Glenn Miller.» La música de su juventud. Una música que irrumpía con la fuerza y el trepidante y enérgico ritmo de las cornetas.
Un trueno estalló a lo lejos y la superficie del océano se iluminó con el relámpago. El viento arreció a su alrededor, inexorable, murmurando una advertencia al tiempo que agitaba con furia los cabos de los balancines y los gallardetes. El viejo pescador alzó de nuevo la vista y volvió a observar las trombas marinas. «Dos millas», se dijo.
«Vete y vivirás. Quédate y morirás.»
El anciano sonrió. «Todavía no ha llegado mi hora.»
Con rápido ademán giró la llave de contacto en la consola. El potente motor Johnson arrancó con un gruñido, como si hubiera aguardado con impaciencia a que el anciano le diera la orden, reprochándole que confiara su vida a los caprichos de un motor de gasolina. El anciano maniobró el bote, describiendo un semicírculo, dejando la tormenta a su espalda. Unas gotas cayeron sobre su camisa vaquera y notó en sus labios el sabor de la lluvia. Se trasladó rápidamente a popa y recogió los dos anzuelos. Vaciló unos instantes, contemplando las trombas marinas. En esos momentos se hallaban a una milla y presentaban un aspecto comunal, terrorífico. Lo contemplaban como si se sintieran asombradas por la temeridad de ese insignificante humano a sus pies de gigantes de la naturaleza que la insolencia del anciano había frenado, por el momento. El océano había mudado de color, el azul había dado paso a un gris denso y oscuro, como fundiéndose con el cielo de tormenta que se avecinaba.
El anciano emitió una carcajada cuando otro trueno, más cercano, estalló en el aire como un cañonazo.
– ¡No me atraparás! -gritó al viento-. ¡Aún no!
Acto seguido empujó la palanca hacia delante. El bote se deslizó por las agitadas olas al tiempo que el motor emitía un sonido semejante a una risa burlona y la proa se alzaba sobre la superficie para luego posarse sobre ella, surcando el océano a gran velocidad, dirigiéndose hacia un cielo despejado. Lejos, los postreros rayos de sol de aquel largo día de verano; unas millas más allá, la costa.
Como tenía por costumbre, el pescador permaneció en el agua hasta mucho después de que el sol se hubiera puesto. La tormenta se había dirigido mar adentro, causando quizás algún problema a los grandes buques portacontenedores que navegaban arriba y abajo por el estrecho de Florida. A su alrededor, el aire se había despejado, en el vasto y oscuro firmamento parpadeaban las primeras estrellas. Aún hacía calor, incluso en el agua, el aire que le rodeaba estaba impregnado de una humedad pegajosa. Hacía horas que el anciano había dejado de pescar y se hallaba sentado en la popa, sobre una nevera portátil, sosteniendo una botella de cerveza semivacía. Aprovechó la oportunidad para recordar que no tardaría en llegar el día en que el motor se calaría o él no sería capaz de girar la llave del mismo con la suficiente rapidez y una tormenta como la de esa tarde le daría su última lección. Se encogió de hombros. Se dijo que había vivido una existencia maravillosa, plena de éxitos y momentos felices, y todo debido al más asombroso capricho del azar.
«La vida es sencilla -pensó- cuando uno ha estado a punto de morir.»
Se volvió hacia el norte. Divisó un lejano resplandor procedente de Miami, a ochenta kilómetros. Pero la inmediata oscuridad que le circundaba parecía completa, aunque de una extraña contextura líquida. La atmósfera de Florida tenía una liviandad que, sospechaba, era resultado de la humedad persistente. A veces, cuando alzaba la vista al cielo, anhelaba la apretada claridad de la noche en su estado natal de Vermont. Allí la oscuridad le producía siempre la sensación de estar tensada hasta el límite a través del cielo.
Era el momento que él aguardaba en el agua, la oportunidad de contemplar la inmensa bóveda celeste sin la irritación de la luz y el ruido de la ciudad. La poderosa estrella polar, las constelaciones, que le resultaban tan familiares como la respiración de su esposa mientras dormía. No tenía dificultad en identificar los astros y su constancia le reconfortaba: Orión y Casiopea, Aries y Diana cazadora, Hércules, el héroe, y Pegaso, el caballo alado. Las más fáciles de identificar, la Osa Mayor y la Osa Menor, cuyos nombres había aprendido de niño, hacía más de setenta años.
Inspiró una bocanada de aire caliente y húmedo y habló en voz alta, adoptando el acento del profundo Sur, que no era el suyo pero que había pertenecido a una persona que él había conocido -no durante mucho tiempo, pero a fondo.
– Muéstranos el camino a casa, Tommy -dijo.
Pronunció las palabras con tono cadencioso. Al cabo de más de cincuenta años, todavía le sonaban con la misma música campechana y risueña, al igual que antaño, a través del intercomunicador metálico del bombardero, el acento sureño que derrotaba incluso al estrépito procedente de los motores y del fuego antiaéreo.
Respondió en voz alta, como había hecho tantas veces.
– No os preocupéis, soy capaz de hallar la base con los ojos vendados.
Negó con la cabeza. «Salvo la última vez», se dijo. Entonces todos sus conocimientos y habilidad a la hora de interpretar los radiofaros, utilizar el método de estimación y señalar las estrellas con un octante no habían servido para nada. Oyó de nuevo la voz: «Muéstranos el camino a casa, Tommy.»
«Lo siento -dijo a los fantasmas-. En lugar de conduciros de regreso a casa, os conduje a la muerte.»
Bebió otro trago de cerveza y apoyó el frío cristal de la botella en su frente. Con la otra mano se dispuso a sacar del bolsillo de la camisa una página que había arrancado del New York Times de esa mañana. Pero apenas sus dedos rozaron el papel, se detuvo, diciéndose que no necesitaba volver a leerlo. Recordaba los titulares: célebre educador muere a los 77 años; fue un personaje influyente entre los presidentes demócratas.
«Ahora soy la última persona que estuvo allí que sabe lo que ocurrió en realidad», se dijo.
Emitió un suspiro profundo. De pronto recordó una conversación con su nieto mayor, cuando el chico tenía once años y había acudido a él sosteniendo una fotografía. Era una de las pocas que el anciano tenía en aquel entonces de sí mismo cuando joven, no mucho mayor que su nieto. Se le vía sentado junto a un hornillo de hierro, enfrascado en la lectura. Al fondo se veía una litera de madera. De un improvisado tendedero colgaban prendas de ropa. Sobre la mesa, junto a él, había una vela apagada. Estaba muy delgado, casi cadavérico, y llevaba el pelo muy corto. Sus labios esbozaban una pequeña sonrisa, como si lo que estaba leyendo le resultara cómico.
– ¿Cuándo te sacaron esta fotografía, abuelo? -le había preguntado su nieto.
– Durante la guerra, cuando era soldado.
– ¿Qué hiciste?
– Iba a bordo de un bombardero. Al menos durante un tiempo. Luego fui un prisionero en espera de que terminara la guerra.
– Si fuiste soldado, ¿mataste a alguien, abuelo?
– Bueno, yo ayudaba a lanzar las bombas. Es probable que ellas hayan matado a personas.
– ¿Pero no lo sabes?
– No. No lo sé con certeza.
Lo cual, desde luego, era mentira.
«¿Mataste a alguien, abuelo?», pensó el anciano.
Y en esos momentos respondió con sinceridad para sus adentros: «Sí, maté a un hombre, aunque no con una bomba lanzada desde el aire. Pero es una larga historia.»
Palpó a través del tejido de su camisa la esquela que guardaba en el bolsillo.
«Y ahora puedo contarla», pensó.
Volvió a alzar la vista al cielo y suspiró. Luego se afanó en localizar la estrecha ensenada que conducía a Whale Harbor. Conocía de memoria todas las boyas de navegación y cada faro que tachonaba la costa de Florida. Conocía las corrientes locales y las mareas, sentía cómo se deslizaba el bote y sabía si éste se desviaba aunque fuera mínimamente de su rumbo. Lo condujo a través de la oscuridad, navegando con lentitud y seguridad, con la confianza de un hombre que entra de noche en su propia casa.